Berserkers - El Inicio - Fred Saberhagen
Berserkers - El Inicio - Fred Saberhagen
Berserkers: El inicio
ePub r1.1
arthor 05.03.16
Título original: Berserkers: The Beginning
En esa línea de buscar un «clásico» para cada año, hace mucho tiempo
que tenía el objetivo fijado en una serie emblemática de la ciencia ficción de
todos los tiempos, la de los Berserkers de Fred Saberhagen. Algunos viejos
lectores, pudimos disfrutar, en 1975, de la edición en el número 66 de la
revista Nueva Dimensión de algunos (sólo siete de los once) de los relatos
que componían la primera entrega de esta hoy dilatada serie. Convenía
proceder a una reedición legal de lo mejor de esa saga que ha creado
historia y ha sido tan imitada en la ciencia ficción y que Fred Saberhagen
iniciara hace ya casi cuarenta años.
Los berserkers son, en su origen, naves automáticas de guerra,
construidas por una especie desconocida para luchar en una guerra
interestelar concluida eones atrás. Tras sobrevivir a sus enemigos originales
y también a sus creadores, las «máquinas asesinas» o «máquinas de la
muerte» intentan continuar con la tarea programada originalmente: destruir
toda vida en la galaxia.
Durante miles de años, los berserkers han recorrido la galaxia,
replicándose, diseñando máquinas nuevas a medida que les ha sido
necesario, siempre matando y destruyendo metódicamente a todo ser vivo.
En los últimos milenios, los humanos, dispersos ya por más de cien mundos,
luchan contra ellos. No se parecen a ningún otro enemigo al que se hubiese
enfrentado la humanidad descendiente de la Tierra. Poseen ingenio e
inteligencia, pero no están vivos. Sólo odian la vida… Nos lo narra, con el
adecuado distanciamiento, el Tercer Historiador de la especie Carmpan, una
más de las muchas que se muestran agradecidas por el heroico papel
salvador que juega la humanidad en la galaxia.
La clásica serie de los berserkers ha labrado la fama de su autor, Fred
Saberhagen, desde que aparecieran los primeros relatos allá por 1967. La
serie consta de algunas antologías de relatos y bastantes novelas
incorporadas al ciclo. Los berserkers han creado escuela en la ciencia
ficción y se han convertido en el epítome del enfrentamiento entre humanos y
máquinas. Sus rastros se encuentran, por ejemplo en los «mecs» del Ciclo
del Centro Galáctico (1972-1995) de Gregory Ben-ford, en las máquinas que
atacan la Tierra en LA FRAGUA DE DIOS (1987) de Greg Bear, y en
muchos, muchísimos casos más.
La fama y la importancia de la serie es tal que también se ha publicado
una antología de relatos escritos por diversos autores en torno a los
berserkers de Saberhagen, lo que se llama un «mundo compartido» (shared
world). Se trata de BERSERKER BASE (1985), donde escriben autores muy
conocidos en la ciencia ficción de todos los tiempos como Poul Anderson,
Connie Willis, Roger Zelazny, Larry Niven, Stephen Donaldson o Ed Bryant
entre otros.
El problema para un editor como yo que deseaba incluir los berserkers
en nuestra colección NOVA era elegir bien, al menos, el primero de los
títulos a publicar. En los casi cuarenta años transcurridos desde su
nacimiento, se han hecho diversas ediciones de los muchos relatos y novelas
protagonizados por los berserkers y, en realidad, la secuencia completa
resulta un tanto caótica y ni siquiera aparecen todos los datos de forma
correcta en la página web más o menos oficial dedicada a los berserkers:
http://www.berserker.com
Posiblemente, los títulos de las mejores antologías de relatos originales
han sido: BERSERKER (1967), THE ULTÍMATE ENEMY (1979) y
BERSERKER LIES (1991). Mientras que las principales novelas de la serie
son: BROTHER ASSASIN (1969), BERSERKER’S PLANET (1975),
BERSERKER MAN (1979), berserker blue death (1985), berserker throne
(1986), berserker kill (1993), berserker fury (1997), Shiva in Steel (1998),
BERSERKER PRIME (2003), BERSERKER STAR (2003) y ROGUE
BERSERKER (2004) entre otras (y añado este «entre otras», porque ni
siquiera estoy seguro de si las he podido citar todas… Saberhagen es
tremendamente prolífico y es fácil perder la cuenta).
Afortunadamente, en los últimos años han aparecido diversas novelas y
relatos sobre berserkers agrupados en eso que suele llamarse «edición
ómnibus» y que configura esos macro-libros, con dos, tres e incluso cuatro
novelas, de las que pueden disfrutar los lectores de las más recientes
ediciones de ciencia ficción en edición de bolsillo estadounidenses. Una de
esas macro-antologías de relatos, BERSERKERS: THE BEGINNING, se
publicó en 1998 incluyendo, en su integridad, los relatos de la primera
aparición de esas máquinas de la muerte enfrentadas a la vida,
BERSERKER (1967), completados con otra de las mejores antologías de
relatos sobre berserkers, THE ULTIMATE ENEMY (1979). Ése,
BERSERKERS: EL INICIO, era el título con el que iniciar la
«recuperación» de esa serie clásica de la ciencia ficción de todos los
tiempos. Y aquí está. Epítome del temido enfrentamiento entre la humanidad
y las máquinas, los berserkers se han convertido ya en un icono clásico e
indiscutible de la ciencia ficción de todos los tiempos y la presente selección,
con relatos aparecidos entre 1967 y 1979, es seguramente la mejor de todas
las posibles.
La de los berserkers es una serie sumamente apreciada que dispone de
una historia de casi cuarenta años que ha obtenido todo tipo de
reconocimientos. Les cito sólo algunos.
Desde la constatación que hace John Clute en la famosa e influyente
THE ENCYCLOPEDIA OF SCIENCE FICTION (1993): «Muy pronto, [los
Berserkers] se convirtieron en un importante icono de la ciencia ficción», a
diversos comentarios en reseñas aparecidas incluso en lugares no dedicados
exclusivamente a la ciencia ficción como The New York Times: «Los
Berserkers, con su resuelto propósito pre-programado de destrucción,
alcanzan ese tipo de perversa estatura que los convierte en representantes del
lado más oscuro de la naturaleza humana», o en Publishers Weekly:
«Saberhagen ha dado a la ciencia ficción una de sus más poderosas imágenes
de la guerra del futuro con su serie sobre los Berserkers».
Los veinte relatos que se incluyen en este volumen son, en mi opinión, la
mejor manera de introducirse en las maravillas de la serie. Con el trasfondo
del enfrentamiento entre la vida biológica y la artificial, la temática es
variada, y el heroísmo y la épica se encuentran con la poesía en algunos de
los mejores de esos relatos. Les recomendaré, por ejemplo, «Canto estelar»
en donde se reproduce el mito clásico de Orfeo y, sobre todo, uno que, al
menos para mí, resultó ser inolvidable como «La señal del lobo» (del que
puede verse una versión ilustrada en la página web antes citada). Aunque,
lamentablemente, los maestros de Nueva Dimensión lo olvidaron en 1975 en
su selección del número 66, a mi entender «La señal del lobo» muestra una
peculiar potencia emotiva relacionada con la sugerente imagen del poder y
fiabilidad de una tecnología que está ahí para ayudar, aunque no se recuerde
ya su función, (como también ocurría en otro clásico indiscutible como es
«La seda y la canción» de Charles L. Fontenay, de 1956). Y eso sin
desmerecer el resto de brillantes relatos con sus aventuras y, sobre todo, con
esa curiosa panoplia de seres humanos que, enfrentados al peligro sin cuento
de los berserkers, acaba mostrando lo mejor y lo peor de la naturaleza
humana.
Una aclaración final. He decidido mantener el nombre «berserkers» del
original inglés, aún cuando los maestros de Nueva Dimensión eligieron, en
su día, el término «asesinos» en referencia a la cualidad de «máquinas
asesinas» que caracteriza a esos «mecs» del futuro. En realidad, «berserker»
es un término que procede del islandés y viene a denominar una especie de
guerrero salvaje totalmente descontrolado. No en vano, en inglés, «to go
berserk» es, literalmente, «perder los estribos». Entiéndase pues esta
decisión, no como una sumisión más al inglés, sino como un reconocimiento
a la cultura escandinava y, evidentemente, la justa denominación con la que
hoy se conoce en todo el mundo una de las series más emblemáticas y
clásicas de la ciencia ficción de todos los tiempos.
Que ustedes lo disfruten.
MlQUEL BARCELÓ
Introducción
La máquina era una vasta fortaleza, que no contenía vida, y que sus amos,
tiempo atrás muertos, habían creado para destruir todo lo vivo. Ella y otras
como ella eran la herencia que la Tierra había recibido de una guerra que se
libró entre imperios estelares desconocidos, en algún periodo de tiempo que
apenas se ajustaba a algún calendario terrestre.
Una de esas máquinas podía situarse sobre un planeta colonizado por el
hombre y, en dos días, machacar su superficie para convertirla en una nube
muerta de polvo y vapor, de cien millas de profundidad. Ésa máquina en
particular acababa de hacerlo.
No empleaba ninguna táctica predecible en su guerra dedicada e
inconsciente contra la vida. Los antiguos y desconocidos jugadores la habían
construido como un factor aleatorio, para ser desplegado en territorio
enemigo causando todo el daño posible. Los hombres creían que el plan de
batalla lo escogía la desintegración aleatoria de unos átomos en un bloque de
algún isótopo de larga vida oculto en su interior, y que, en teoría, ni siquiera
era predecible por otro cerebro opositor, ya fuese humano o electrónico.
Los hombres la llamaban berserker, la «máquina asesina».
De pronto el comandante dijo una frase soez con voz alta y clara. Una
conducta semejante por su parte era muy rara y el segundo oficial se volvió
sorprendido.
—¿Qué?
—Creía que le habíamos pillado. —El comandante hizo una pausa—.
Tenía la esperanza de que Murray pudiese montar algún sistema para que
Newton pudiese jugar… o que pareciese jugar. Pero no saldrá bien. Si
Newton usa algún sistema ya preestablecido siempre acabará haciendo el
mismo movimiento en la misma posición. Puede que sea un sistema
perfecto… pero maldición, un hombre no juega de esa forma. Una persona
comete errores, cambia de estrategia. Incluso en un juego tan simple como
éste habrá espacio para esas posibilidades. Lo más importante, una persona
aprende a jugar mientras juega. Mejora al ganar experiencia. Eso es lo que
fallará en el caso de Newton, y lo que quiere ese asesino. Probablemente ya
sepa algo sobre los aiyanes. Ahora, tan pronto como esté seguro de
enfrentarse a un animal estúpido en lugar de a un hombre o un ordenador…
Después de un rato, el segundo oficial dijo:
—Recibo señales de sus movimientos. Han empezado a jugar. Quizá
deberíamos haber improvisado un tablero para seguir el juego.
—Será mejor que nos preparemos para atacar cuando llegue el momento.
—El comandante miró indefenso el botón de disparo, y luego al reloj que
mostraba que deberían pasar dos horas antes de poder esperar la llegada de
Gizmo.
Pronto el segundo oficial dijo:
—Parece que se ha llegado al final del primer juego; Del ha perdido, si no
me equivoco al leer sus señales de tanteo. —Una pausa—. Señor, aquí viene
la señal que detectamos la última vez que activó el rayo mental. Del debe
estar recibiéndolo una vez más.
El comandante no podía decir nada. Los dos hombres aguardaron en
silencio el ataque del enemigo, esperando únicamente poder dañarlo
segundos antes de que los anegase y los matase.
—Está jugando el segundo juego —dijo el segundo oficial confuso—. Y
le he oído decir: «Vamos».
—Puede tratarse de una grabación. Debe de haber desarrollado un plan de
juego que Newton pueda seguir; pero no engañará al berserker durante
mucho tiempo. Es imposible.
El tiempo se arrastró infinitesimalmente. El segundo dijo:
—Ha perdido los primeros cuatro juegos. Pero no realiza los mismos
movimientos en cada ocasión. Me gustaría haber fabricado un tablero…
—¡Deja ya en paz el tablero! Lo estaríamos mirando en lugar de mirar el
panel. Mantente alerta.
Después de lo que pareció un buen rato, el segundo dijo:
—¡Qué me aspen!
—¿Qué?
—Nuestro bando ha conseguido tablas.
—Entonces el rayo no puede estar afectándole. ¿Estás seguro…?
—¡Lo estoy! Mire, aquí, la misma indicación que recibimos la última vez.
Hace ya una hora que le afecta, y gana en intensidad.
El comandante miró incrédulo: pero conocía las habilidades de su
segundo y confiaba en ellas. Y las indicaciones del panel eran convincentes.
Dijo:
—Entonces alguien, o algo, sin mente funcional está aprendiendo a jugar
a ese juego. Ja, ja —añadió, como si intentase recordar el arte de la risa.
El berserker ganó una vez más. Otras tablas. Otra victoria enemiga.
Luego tres tablas seguidas.
En una ocasión el segundo oficial oyó la voz de Del preguntar fríamente:
«¿Quieres rendirte ya?». Con el siguiente movimiento perdió otro juego. Pero
el siguiente juego acabó en otras tablas. Claramente Del se había tomado más
tiempo que su oponente para mover, pero no lo suficiente para hacer que el
enemigo se mostrase impaciente.
—Está probando con una modulación diferente del rayo mental —dijo el
segundo—. Y lo tiene a toda potencia.
—Sí —dijo el comandante. En varias ocasiones había estado a punto de
hablar con Del, para decir algo que mantuviese alto el espíritu del hombre…
y también para aliviar su propia inactividad febril e intentar descubrir qué
estaba pasando. Pero no podía arriesgarse. Cualquier interferencia podría
afectar al milagro.
No podía creer que los éxitos inexplicables fuesen a durar, incluso cuando
el juego de damas se fue transformando gradualmente en una sucesión
interminable de tablas entre dos jugadores perfectos. Horas antes, el
comandante se había despedido de la vida y la esperanza y todavía aguardaba
ese momento fatal.
Y aguardó.
—Me alegra que no quisiese jugar al ajedrez —dijo Del más tarde,
hablando con el comandante en la cabina del Foxglove—. Eso no hubiese
podido simularlo.
Ahora las portillas estaban abiertas y los hombres podían mirar la nube de
gas en expansión, todavía débilmente luminosa, que antes había sido el
berserker; fuego metálico purgado del legado del mal ancestral.
Pero el comandante miraba a Del.
—Hiciste que Newt jugase siguiendo diagramas, eso lo comprendo. Pero
¿cómo pudo aprender a jugar?
Del sonrió.
—Él no podía, pero sus juguetes sí. Ahora espere antes de pegarme.
Llamó al aiyan y cogió una caja de entre las manos del animal. Al
levantarla, la caja vibró. En la tapa había pegado el diagrama de una de las
posibles posiciones del juego simplificado de damas, con flechas de diferente
color indicando todos los posibles movimientos de las piezas de Del.
—Hicieron falta unas doscientas cajas como ésta —dijo Del—. Ésta
pertenece al grupo que Newt examinó durante el cuarto movimiento. Cuando
encontré una caja con un diagrama que se ajustase a la posición en el tablero,
tomaba la caja, sacaba una de las cuentas de su interior, sin mirar… lo que,
por cierto, resultó la parte más difícil de enseñar con tanta prisa —dijo Del,
haciendo una demostración—. Ah, ésta es azul. Eso significa: «realiza el
movimiento que la flecha azul indica en la tapa». Bien, la flecha naranja lleva
a una posición muy pobre, ¿ve? —Del dejó caer todas las cuentas en la mano
—. Ya no quedan cuentas de color naranja; pero cuando empezamos había
seis de cada color. Pero cada vez que Newton sacaba una cuenta, tenía
órdenes de dejarla fuera de la caja hasta terminar el juego. Luego, si el tanteo
indicaba que habíamos perdido, tiraba todas las cuentas que habíamos usado.
Gradualmente se eliminaban todos los malos movimientos. En unas horas,
Newt y sus cajas aprendieron a jugar a la perfección.
—Bien —dijo el comandante. Pensó un momento, para luego alargar la
mano y rascar a Newton tras las orejas—. A mí nunca se me hubiese ocurrido
esa idea.
—A mí debería habérseme ocurrido antes. La idea básica tiene ya un par
de siglos. Y se supone que los ordenadores son mi especialidad.
—Podría ser muy importante —dijo el comandante—. Me refiero a que tu
idea básica podía ser útil para cualquier fuerza que deba enfrentarse al rayo
mental berserker.
—Sí —Del se puso reflexivo—. Además…
—¿Qué?
—Pensaba en un tipo que conocí en una ocasión. Se llamaba
Blankenship. Me pregunto si hubiera logrado algo…
Sí, yo Tercer Historiador, he tocado mentes vivas, mentes
de la Tierra, tan mortalmente impasibles que, durante un
tiempo, podían considerar la guerra como un juego. Durante
las primeras décadas de la guerra contra los berserkers
vieron cómo perdían el juego por completo.
Casi todos los terrores de las masacres de vuestro pasado
estaban presentes en esa guerra más vasta, magnificados en
el espacio y el tiempo. Se parecía menos a un juego que
cualquier otra guerra anterior.
A medida que se ampliaba la horrorosa extensión de la
guerra berserker, incluso los terrestres descubrieron ciertos
horrores que no habían considerado antes.
Observad…
Buenavida
—No es más que una máquina, Hemphill —dijo el moribundo apenas sin
fuerza.
Hemphill, deslizándose ingrávido casi a oscuras, le oyó sólo con un ligero
desdén y pena. ¡Qué ese desgraciado se muriese tímidamente,
perdonándoselo todo al universo!, si eso le hacía más fácil la muerte.
Hemphill seguía mirando por la portilla, a la oscura forma almenada que
apagaba tantas estrellas.
Probablemente éste fuese el último compartimento viable de la nave de
pasajeros, con tres personas en su interior, y con el aire escapándose en un
flujo continuo que pronto agotaría los tanques de emergencia. La nave era un
desastre, rota y vencida, pero aun así la visión que Hemphill tenía del
enemigo era estática. Un campo de fuerza del enemigo debía de estar
impidiendo la rotación de la nave.
En este momento la joven, otra pasajera, se acercó flotando a lo largo de
la habitación para tocar a Hemphill en el brazo. Él creía recordar que su
nombre era María algo…
—Escuche —empezó a decir—. ¿Cree que deberíamos…?
La voz no manifestaba desesperación, pero el tono era de planificación; Y
Hemphill había empezado a escuchar. Pero la interrumpieron.
Las mismas paredes del camarote vibraron, impulsadas como diafragmas
por la potencia del campo de fuerza enemigo que seguía sosteniendo el casco
masacrado. Se oyó la voz temblorosa del berserker:
—Los que todavía podáis oírme, vivid. No planeo mataros. Voy a enviar
un bote para salvaros de la muerte.
Hemphill estaba enfermo por toda la furia frustrada. Nunca antes había
oído la voz de un berserker personalmente, pero aun así le era tan familiar
como una vieja pesadilla. Pudo sentir que la mano de la mujer se apartaba de
su brazo, y luego comprobó que, en su furia, había formado garras con las
dos manos, y luego puños que casi habían chocado con las portillas. ¡Ésa
maldita cosa quería llevárselo al interior! ¡De toda la gente que estaba en el
espacio quería convertirlo a él en prisionero!
Instantáneamente apareció un plan en su mente y fácilmente fluyó para
actuar; se alejó de la portilla. Aquí en el compartimento había cabezas para
pequeños misiles defensivos. Recordaba haberlas visto.
El otro hombre superviviente, un oficial de la nave, el moribundo,
sangrando a través de los harapos de su uniforme, vio lo que Hemphill hacía
entre los restos y se desplazó frente a él para interferir.
—No puede hacerlo… sólo conseguirá destruir el bote que envíe… si le
consiente hacerlo… puede que queden otros… con vida.
El rostro del hombre había estado invertido frente a Hemphill mientras
los dos se movían. Cuando el movimiento les permitió verse en posición
normal, el herido dejó de hablar, se rindió y giró al alejarse, desplazándose
como si ya estuviese muerto.
Hemphill no podía cargar con toda una cabeza, pero podía extraer el
detonador de explosivo químico que, por su tamaño, podía llevar bajo el
brazo. Todos los pasajeros se habían enfundado trajes espaciales al comienzo
de la desigual batalla; ahora encontró un tanque de aire extra y la pistola láser
de algún oficial, que sujetó al cinturón del traje.
La muchacha se le volvió a acercar. La observó con cautela.
—Hazlo —dijo con tranquila convicción, mientras los tres giraban
lentamente en la semioscuridad, y el aire gemía al escaparse—. Hazlo. La
pérdida de un bote lo debilitará, un poco, para la próxima batalla. Y de todas
formas no hay esperanza para nosotros.
—Sí —asintió aprobador. La muchacha comprendía qué era realmente
importante: hacer daño al berserker, aplastarlo, quemarlo, destruirlo, matarlo
por fin. Nada tenía tanta importancia.
Señaló al compañero herido y susurró.
—No permitas que me delate.
Ella asintió en silencio. El berserker podría oírles hablar. Si podía hablar a
través de las paredes, bien podría estar escuchando.
—Se aproxima un bote —dijo el herido, con voz tranquila y lejana.
—¡Buenavida! —llamó la voz de la máquina, restallando entre sílabas,
como siempre.
—¡Aquí! —despertó de súbito, y se puso rápidamente en pie. Había
estado dormitando casi bajo el extremo goteante de una tubería de agua.
—¡Buenavida! —En el pequeño compartimento no había ni altavoces ni
escáneres; la llamada venía de más lejos.
—¡Aquí! —Corrió hacia la llamada, arrastrando los pies y golpeando el
metal. Se había quedado dormido al estar cansado. Aunque la batalla había
sido muy corta, él había tenido que hacer tareas extra, reparando y digiriendo
las máquinas comensales que vagaban por los interminables conductos y
pasillos reparando los daños. Sabía que era la poca ayuda que podía ofrecer.
Ahora en cabeza y cuello tenía los puntos doloridos debido al casco que
tenía que ponerse; y tenía el cuerpo irritado por la envoltura desacostumbrada
que tenía que ponerse cuando se producía una batalla. Por suerte, en esta
ocasión la batalla no le había causado daños.
Llegó hasta el ojo plano de vidrio del escáner, y se detuvo, aguardando.
—Buenavida, la máquina perversa ha sido destruida, y los pocos
malavidas que quedan están indefensos.
—¡Sí! —Hizo saltar el cuerpo de arriba abajo como muestra de alegría.
—Te recuerdo que la vida es malvada —dijo la voz de la máquina.
—¡La vida es malvada, yo soy Buenavida! —dijo con rapidez, dejando de
saltar. No creía que le tocase un castigo, pero quería estar seguro.
—Sí. Como tus padres antes que tú, has sido útil. Ahora planeo traer a
otros humanos a mi interior, para estudiarlos de cerca. Tu siguiente uso será
estar con ellos, en mis experimentos. Te recuerdo que son malavidas.
Debemos tener cuidado.
—Malavida. —Sabía que había criaturas con su misma forma, que vivían
en un mundo más allá de la máquina. Ellas causaban los estremecimientos,
temblores y daños que eran una batalla—. Malavida… aquí. —La idea le
producía escalofríos. Levantó las manos y se las miró, luego dedicó su
atención a mirar de arriba abajo el pasillo en el que se encontraba, intentando
visualizar la malavida frente a él.
—Ve a la sala médica —dijo la máquina—. Debes inmunizarte contra las
enfermedades antes de que puedas acercarte a un malavida.
Hemphill pasó de un compartimento destrozado a otro, hasta encontrar
una cuchillada en el casco exterior que se había sellado a la perfección.
Mientras arrancaba el material de cierre oyó el resonar producido por la
llegada del bote berserker, con los prisioneros. Tiró con más fuerza, la
obstrucción cedió, y saltó al espacio.
Alrededor del pecio había cientos de fragmentos de desechos, que se
mantenían cerca por efecto de un débil magnetismo o quizá por los campos
de fuerza berserker. Hemphill descubrió que el traje funcionaba bastante bien.
Con sus diminutos propulsores se movió alrededor del casco destrozado de la
nave de pasajeros hasta donde descansaba el bote berserker.
La mancha oscura de la máquina berserker apareció frente a la vista
contra el fondo estelar del espacio profundo, almenada como si se tratase de
una ciudad fortificada de antaño, y mayor de lo que lo hubiese sido
cualquiera de esas ciudades. Comprobó que, de alguna forma, el bote
berserker había encontrado el compartimento adecuado y se había fijado al
casco roto. Se llevaba a María y al herido. Con los dedos en el émbolo que
detonaría la bomba, Hemphill se acercó más.
Al borde de la muerte, le molestaba el que nunca tendría la seguridad de
que el bote había sido destruido. Y era un golpe tan trivial, una venganza tan
pequeña.
Todavía acercándose, con el émbolo preparado, vio el hálito de la
humedad del aire descomprimido a medida que el bote se desconectaba del
casco. Los campos de fuerza invisibles del berserker se levantaron, tirando
del bote, de Hemphill, de los trozos de desechos a pocas yardas del bote.
Se las arregló para fijarse al bote antes de que se alejase. Le parecía que
tenía una hora de aire en el tanque, más de lo que le haría falta.
Durante mucho tiempo María Juárez había rezado continuamente, con los
ojos cerrados. Agarres fríos e impersonales la habían movido de un lado a
otro. Había recuperado el peso, y había aire que respirar cuando le retiraron
cuidadosamente el casco y el traje. Abrió los ojos y se resistió cuando los
agarres comenzaron a quitarle el mono interior; comprobó que se encontraba
en una sala de techo bajo, rodeada de máquinas humanoides de formas
diferentes. Cuando se resistió dejaron de desvestirla, la encadenaron a la
pared por un tobillo y se alejaron. Al compañero moribundo lo habían tirado
al otro extremo de la sala, como si no mereciese el trabajo de más atenciones.
El hombre de los ojos fríos y muertos, Hemphill, había intentado fabricar
una bomba y había fracasado. Ahora probablemente el final de la vida no
sería rápido…
Cuando oyó que la puerta se abría, ella abrió los ojos de nuevo, para
mirar sin comprender, mientras el joven barbudo vestido con un antiguo traje
espacial ejecutaba absurdas contorsiones en la puerta, y finalmente se
acercaba para mirar al moribundo. Los dedos del visitante se movieron con
rapidez y precisión cuando se llevó las manos a los cierres del casco; pero la
retirada del casco mostró barba y pelo descuidados enmarcando una cara de
idiota.
Puso el casco en el suelo, luego se rascó y frotó la cabeza desaliñada, sin
apartar jamás la vista del hombre del suelo. Todavía no había mirado a María
ni una vez, y ella sólo podía mirarle a él. Nunca había visto un rostro tan
vacío en una persona viva. ¡Esto era lo que les ocurría a los prisioneros
berserker!
… Y sin embargo… y sin embargo. María ya antes había visto a
prisioneros con el cerebro lavado, antiguos criminales, en su propio planeta.
Presentía que este hombre era algo más… o algo menos. El hombre barbudo
se arrodilló junto al compañero, con cierto aire vacilante, y alargó la mano
para tocarle. El moribundo se agitó débilmente y miró sin comprender. El
suelo a su lado estaba cubierto de sangre. El extraño cogió el brazo flácido
del hombre y lo dobló de un lado a otro como si estuviese interesado en la
articulación del codo humano. El compañero gruñó y se resistió débilmente.
El extraño lanzó de pronto sus manos cubiertas de metal y agarró la garganta
del moribundo.
María no podía moverse, o apartar la vista, a pesar de que toda la sala
parecía girar lentamente, luego más y más rápido, alrededor del foco de esas
manos blindadas.
El barbudo soltó al otro y se puso en pie, todavía observando el cuerpo a
sus pies.
—Desconectado —dijo claramente.
Quizás ella se movió. Por esa u otra razón, el barbudo levantó su cara de
sonámbulo para mirarla. No la miró a los ojos, pero tampoco los evitó. Los
movimientos de sus ojos eran rápidos y vigilantes, pero los músculos de la
cara se limitaban a colgar bajo la piel. Se le acercó.
Vaya, es joven, pensó, poco más que un muchacho. María se apretó
contra la pared y esperó, de pie. Las mujeres de su planeta no tenían
tendencia a desmayarse. De alguna forma, cuanto más se acercaba menos le
temía. Pero si le hubiese estado sonriendo, aunque sólo fuese una vez,
hubiese gritado.
Él se situó frente a ella y alargó la mano para tocarle la cara, el pelo, el
cuerpo. María se quedó inmóvil; no había lujuria en él, ni maldad ni bondad.
Era como si emitiese vacío.
—No imágenes —dijo el joven como si hablase consigo mismo. Luego
otra palabra, que sonaba como—: Malavida.
María casi se atrevió a hablarle. El hombre estrangulado se encontraba a
unas pocas yardas.
El joven se volvió y se alejó de ella pausadamente. María nunca había
visto a nadie que caminase así. Recogió el casco y salió por la puerta sin
mirar atrás.
Una tubería vertía agua en una esquina de su espacio restringido, donde
desaparecía por un agujero en el suelo. La gravedad parecía fijada a nivel
terrestre. María permaneció sentada apoyándose en la pared, rezando y
escuchando los latidos de su corazón. Casi se le paró cuando la puerta volvió
a abrirse, muy poco al principio, y luego lo suficiente para un enorme pastel
de material rosa y verde que parecía comida. La máquina esquivó al muerto
al salir.
Había comido un poco de ese pastel cuando la puerta volvió a abrirse,
muy poco al principio, luego lo suficiente para que entrase un hombre. Se
trataba de Hemphill, el de ojos fríos de la nave, inclinándose un poco a un
lado como si tirase de él el peso de la bomba que traía bajo el brazo. Después
de dar un rápido vistazo, cerró la puerta a su espalda y atravesó la sala,
apenas mirando al pasar por encima del compañero muerto.
—¿Cuántos de ellos hay aquí? —susurró Hemphill, inclinándose. Ella se
había quedado sentada en el suelo, demasiado sorprendida para moverse o
hablar.
—¿Quiénes? —consiguió decir al fin. Él movió la cabeza hacia la puerta
con impaciencia.
—Ellos. Los que viven aquí dentro, y le sirven. Vi a uno salir de esta sala
cuando me encontraba en el pasillo. Ha acondicionado muchos espacios
vitales para ellos.
—Sólo he visto a un hombre.
Sus ojos se iluminaron al oírlo. Le mostró a María cómo se podía detonar
la bomba, y se la entregó, mientras él empezaba a cortar la cadena con una
pistola láser. Intercambiaron información sobre lo sucedido. Ella no creía que
llegase a ser capaz de detonar la bomba y matarse, pero no se lo dijo a
Hemphill.
Justo cuando salían de la sala prisión, Hemphill tuvo un problema cuando
tres máquinas avanzaron hacia ellos virando una esquina. Pero las cosas
pasaron de los humanos inmóviles y siguieron rodando en silencio, hasta
perderse.
Se volvió hacia María con un susurro exultante.
—¡La maldita cosa está tres cuartos ciega, aquí, dentro de su propia piel!
Ella simplemente esperó, mirándole con ojos asustados. Con el inicio de
la esperanza, en su mente empezaba a formarse un plan impreciso. La llevó
por el pasillo, diciendo:
—Bien, ahora nos ocuparemos de ese hombre. U hombres. —¿Era
demasiado bueno para ser cierto el que sólo hubiese uno?
Los pasillos estaban muy mal iluminados, y estaban repletos de planos y
peldaños irregulares. Concesiones a la vida, construidas sin cuidado, pensó.
Se movía en la dirección hacia la que había ido el hombre.
Después de unos minutos de cuidadoso avance, Hemphill oyó los pasos
arrastrados de una persona, acercándose. Le pasó otra vez la bomba a María,
y la colocó detrás de él para protegerla. Esperaron en un nicho oscuro.
Los pasos se acercaban con velocidad descuidada, una sombra vaga
agitándose por delante de ellos. La cabeza desaliñada se manifestó tan
abruptamente que el golpe del puño metálico de Hemphill casi llegó
demasiado tarde. El golpe rozó simplemente la parte posterior del cráneo; el
hombre gritó, perdió el equilibrio y cayó. Vestía un traje espacial de un
modelo antiguo, sin casco.
Hemphill se agachó junto a él, poniéndole la pistola láser frente a la cara.
—Emite un sonido y te mato. ¿Dónde están los otros?
El rostro que miraba a Hemphill estaba aturdido, peor que aturdido.
Parecía más muerto que vivo, aunque los ojos se movían con atención
suficiente pasando de Hemphill a María y de María a Hemphill, sin mirar al
arma.
—Es el mismo —susurró María.
—¿Dónde están tus amigos? —exigió Hemphill.
El hombre se palpó la parte posterior de la cabeza, donde le había
golpeado.
—Herida —dijo sin emoción, como si hablase consigo mismo. Luego
intentó agarrar la pistola, con tanta tranquilidad y firmeza que casi pudo
tocarla.
Hemphill dio un salto atrás y apenas pudo evitar disparar.
—¡Siéntate o te mato! Ahora, dime quién eres y cuántos más hay.
El hombre permaneció sentado con calma, sin que su rostro de masilla
expresase nada. Dijo:
—Tu habla tiene un tono igual de una palabra a la otra, no como la de la
máquina. Sostienes una herramienta para matar. Dámela y te destruiré… y a
ésa.
Parecía que el hombre era más bien un desecho con el cerebro lavado en
lugar de un traidor indescriptible. Bien, ¿qué uso podía darle? Hemphill
retrocedió un paso más, bajando lentamente la pistola.
María le habló al prisionero.
—¿De dónde eres? ¿Qué planeta?
Una mirada vacía.
—Tu hogar —insistió—. ¿Dónde naciste?
—En un tanque de nacimiento. —En ocasiones el tono de la voz del
hombre cambiaba como la de un berserker, como si se tratase de un
comediante temeroso que les imitase.
Hemphill emitió una risa inestable.
—De un tanque de nacimiento. Por supuesto. ¿Qué si no? Ahora por
última vez, ¿dónde están los otros?
—No comprendo. —Hemphill suspiró.
—Vale. ¿Dónde está el tanque de nacimiento? —Tenía que empezar por
alguna parte.
Era con diferencia la mayor sala llena de aire que hubiese encontrado
hasta ahora, y contenía un centenar de asientos de una forma que los
descendientes de la Tierra podían usar, aunque Hemphill sabía que habían
sido creados para otros. El teatro estaba exquisitamente decorado e
iluminado. Cuando se cerró la puerta a su espalda, sobre el escenario
cobraron vida las imágenes de criaturas inteligentes.
El escenario se convirtió en una ventana que daba a un vasto salón. Una
persona se acercó a un atril imaginario; era un ser esbelto de huesos finos,
topológicamente como un hombre excepto que tenía un único ojo que se
extendía por la cara, con una brillante pupila abultada que se desplazaba de
un lado al otro como mercurio.
La voz del hablante era un torrente agudo de chasquidos y gemidos. La
mayoría de los que ocupaban las filas a su espalda llevaba una especie de
uniforme. Cuando se detuvo, gimieron al unísono.
—¿Qué dice? —susurró María.
Buenavida la miró.
—La máquina me ha dicho… que ha perdido el significado de los
sonidos.
—Entonces, ¿podríamos ver las imágenes de tus padres, Buenavida?
Hemphill, observando el escenario, empezó a presentar una objeción;
pero la chica tenía razón. El ver a los padres del tipo podría serles más útil de
inmediato.
Buenavida encontró un control.
Hemphill se sorprendió momentáneamente de que los padres sólo
apareciesen como imágenes planas. Primero el hombre, contra un fondo
plano, ojos azules, y una cuidada barba corta, inclinándose la cabeza con
expresión plácida en la cara. Vestía el mono revestido de un traje espacial.
Luego la mujer, sosteniendo frente a ella una especie de tela para
cubrirse, y mirando directamente a la cámara. La cara era ancha, y el cabello
pelirrojo y trenzado. Apenas dio tiempo a ver nada más antes de que
regresase el orador humano gimiendo más que nunca.
Hemphill se volvió para preguntar:
—¿Eso es todo? ¿Todo lo que sabes de tus padres?
—Sí. La malavida los mató. Ahora son imágenes, ya no creen existir.
A María le parecía que la criatura de la proyección asumía un tono más
didáctico. Junto a él aparecieron cartas tridimensionales de estrellas y
planetas, una tras otra, y hacía gestos en su dirección mientras hablaba. Tenía
un buen montón de estrellas y planetas en las cartas para vanagloriarse; de
alguna forma María sabía que se vanagloriaba.
Hemphill se movía hacia el escenario paso a paso, cada vez más absorto.
A María no le gustaba cómo se reflejaba en su cara la luz de las imágenes.
También Buenavida miraba el espectáculo del escenario, que quizá ya
hubiese visto mil veces antes. María no sabía qué ideas podían estar pasando
tras ese rostro sin sentido que jamás había tenido otro rostro humano al que
imitar. Siguiendo un impulso, le agarró de nuevo el brazo.
—Buenavida, Hemphill y yo estamos vivos, como tú. ¿Nos ayudarás a
seguir con vida? Luego en el futuro siempre te ayudaremos. —Recibió la
súbita imagen mental de Buenavida rescatado, llevado a un planeta, asustado
de los malavidas que le miraban.
—Bueno. Malo. —Alargó la mano para agarrar la de María; se había
quitado los guantes del traje. La movía adelante y atrás, como si ella le
atrajese y le repeliese al mismo tiempo. María deseaba gritarle y aullarle,
romper con sus dedos el metal sin mente que le había convertido en lo que
era.
—¡Los tenemos! —Era Hemphill, regresando del escenario, donde la
secuencia grabada seguía eternamente. Estaba encantado—. ¿Lo
comprendes? Está mostrando lo que debe ser un catálogo completo de todas
las estrellas y rocas que poseen. Es un discurso victorioso. Pero cuando
examinemos esas cartas podremos encontrarlos, ¡podremos localizarlos y dar
con ellos!
—Hemphill. —Quería calmarle para que se concentrase en los problemas
inmediatos—. ¿Qué edad tienen esas imágenes? ¿En qué parte de la galaxia
se grabaron? ¿O vienen de alguna otra galaxia? ¿Lo sabremos alguna vez?
Hemphill perdió parte de su entusiasmo.
—En cualquier caso, es una oportunidad de localizarlos; es información
que debemos preservar. —Señaló a Buenavida—. Tiene que llevarme a lo
que llama el bastidor estratégico; luego podremos sentarnos y esperar a las
naves de guerra, o quizás escapar de aquí en un bote.
Ella acarició la mano de Buenavida, tranquilizando a un bebé.
—Sí, pero está confuso. ¿Cómo podría estar si no?
—Claro. —Hemphill hizo una pausa para pensar—. Tú sabes manejarlo
mucho mejor que yo.
María no respondió.
Hemphill siguió hablando:
—Bien, tú eres mujer, y él parece ser un joven físicamente saludable.
Tranquilízale si quieres, pero de alguna forma tienes que persuadirle de que
nos ayude. Todo depende de ello. —Se volvió hacia el escenario, incapaz de
apartar más de media cabeza de las cartas estelares—. Dad un paseo y habla
con él; no os vayáis muy lejos.
¿Y qué otra cosa podría hacer? Alejó a Buenavida del teatro mientras el
muerto del escenario chasqueaba y gritaba, catalogando sus miles de soles.
Había habido una batalla, que quizá se hubiese luchado cuando los
hombres de la Tierra todavía cazaban mamuts con lanzas. El berserker se
había enfrentado a un oponente terrible, y había recibido una herida terrible.
Una cavidad de dos millas en el punto más ancho, y cincuenta millas de
profundidad, causada por una secuencia de cargas atómicas, atravesando un
nivel y otro de máquinas, una cubierta y otra de blindaje, y sólo la habían
detenido las defensas internas del corazón no vivo. El berserker había
sobrevivido y había aplastado al enemigo, y muy pronto las máquinas de
reparaciones habían sellado la abertura externa de la herida, empleando un
grosor extra de blindaje. Su intención había sido reconstruir lentamente toda
la sección; pero había mucha vida en la galaxia, y era muy terca e inteligente.
De alguna forma los daños de las batallas se acumulaban más rápido de lo
que podían repararse. El enorme agujero se empleaba como camino de
transporte, y no se trabajaba mucho en él.
Cuando Hemphill vio la cavidad abierta —la pequeña porción que podía
mostrarle la lámpara del traje—, sintió un horror que era mayor que
cualquiera que pudiese recordar. Se detuvo al borde del abismo, flotando con
el brazo instintivamente alrededor de María. La chica se había puesto un traje
para acompañarle, sin que se lo pidiesen, sin protestas ni anhelos.
El viaje desde la esclusa ya les había llevado una hora atravesando el
vacío ingrávido en el interior de la gran máquina. Buenavida había guiado el
camino a través de una sección tras otra, cooperando totalmente. Hemphill
tenía la pistola lista, y también la bomba, y doscientos pies de cordón atado
alrededor del brazo izquierdo.
Pero cuando Hemphill reconoció lo que era el fundido borde de la gran
cicatriz, sus leves esperanzas de supervivencia le abandonaron. La maldita
cosa había sobrevivido a algo así. Quizás incluso ni eso le habia debilitado
apenas. Una vez más, la bomba bajo el brazo no era más que un juguete
patético.
Buenavida llegó hasta ellos. Hemphill ya le había enseñado a tocar los
cascos para hablar en el vacío.
—Ésta gran zona dañada es el único camino que podemos seguir para
alcanzar el bastidor estratégico sin pasar frente a los escáneres o máquinas de
servicio. Os enseñaré a subir al transportador. Nos llevará durante casi todo el
camino.
El transportador estaba formado por campos de fuerzas y rápidos y
enormes contenedores, durante cientos de millas en el interior de la enorme
herida y corriendo a todo lo largo. Cuando los campos de fuerza del
transportador los atraparon, la ingravidez les pareció más que nunca como
caer, con vastas formas ocasionales, corpúsculos de la corriente sanguínea del
berserker, parpadeando a un lado en la semioscuridad para dejar clara la
velocidad de movimiento.
Hemphill volaba junto a María, sosteniéndole la mano. Era difícil verle la
cara en el interior del casco.
El transportador era otro nuevo mundo estrafalario, un monstruo de
cuento de hadas que volaba y caía. El miedo de Hemphill se transformó en
decisión. Puedo hacerlo, pensó. Aquí la cosa es ciega y está indefensa. Lo
haré y si puedo sobreviviré.
Buenavida lo llevó desde el transportador que se ralentizaba, para flotar
en la cámara ahuecada, en el blindaje interior, por una explosión final durante
el fin del antiguo ataque. La cámara era una esfera vacía de cien pies de
diámetro, de la que surgían grietas hacia el resto del blindaje sólido. Sobre la
superficie más cercana al centro del berserker, había una fisura tan grande
como una puerta ancha, allí donde habían penetrado las últimas energías del
ataque enemigo.
Buenavida tocó su casco con el de Hemphill y dijo:
—He visto el otro lado de esta grieta, desde el interior, en el bastidor
estratégico. Sólo está a unas yardas de aquí.
Hemphill sólo vaciló un momento, preguntándose si enviar primero a
Buenavida a través del pasillo retorcido. Pero si se trataba de una trampa
increíblemente compleja, el disparador podría estar en cualquier parte.
Tocó su casco con el de María.
—Quédate detrás de él. Síguele y vigílale. —Y luego entró primero. La
fisura se estrechaba al avanzar, pero al final era todavía lo suficientemente
ancha como para poder salir.
Había llegado hasta otra vasta esfera hueca, el templo interior. En el
centro había una complejidad del tamaño de una casa pequeña, montada
sobre una red de vigas que se dirigían en todas direcciones. No podía ser sino
el bastidor estratégico. Emitía un resplandor como el de una luna
parpadeante; el campo de fuerza variaba en respuesta al tumulto aleatorio de
los átomos en el interior, escogiendo de alguna forma qué vía de transporte,
humana o colonia, debería atacar a continuación, y cómo.
Hemphill sintió que en su cabeza y alma se incrementaba una presión
dirigiéndose a un climax de odio triunfal. Flotó hacia el frente, acunando con
ternura la bomba, empezando a desenrollar el cordón que llevaba alrededor
del brazo. Ató delicadamente el extremo libre al émbolo de la bomba,
mientras se acercaba al complejo central.
Pretendo vivir, pensó, para ver cómo muere esa maldita cosa. Fijaré la
bomba al bloque central, esa losa de aspecto tan inocente, y me ocultaré tras
doscientos pies de esas esquinas de metal, y tiraré del cordón.
En el punto de salida, oyó que las cosas no iban bien con el ataque.
Robots de combate reales defendían el bastidor estratégico; al menos ocho
hombres habían muerto allá abajo. Dos naves más iban a usar el ariete y
abordar el berserker.
Mitch llevó a la chica a través del punto de salida y otras tres escotillas
amigas. El casco monstruosamente grueso de la nave se estremeció y resonó
a su alrededor; la Solar Spot, habiendo cumplido su misión, recuperados los
marines, se retiraba. Regresó la gravedad normal y la luz.
—Aquí, capitán.
CUARENTENA decía la señal. Era posible que a un prisionero berserker
le infectasen deliberadamente con algo contagioso, los hombres sabían cómo
lidiar con esos trucos.
Dentro de la enfermería la dejó en la cama. Mientras los médicos y
enfermeras se arremolinaban a su alrededor, él retiró la manta que le cubría la
cara, recordando dejarla sobre la cabeza afeitada, y abrió su casco.
—Ahora ya puedes escupir el tubo —le dijo, con voz áspera.
Así lo hizo y volvió a abrir los ojos.
—Oh, ¿eres real? —susurró. La mano se escapó de los pliegues de la
manta y le tocó la armadura—. Oh, ¡volver a tocar a un ser humano! —La
mano se movió hacia la cara expuesta y le agarró mejilla y cuello.
—Soy bastante real. Ahora estás a salvo.
Uno de los doctores ajetreados se detuvo de golpe, mirando a la chica.
Luego se dio la vuelta y salió corriendo. ¿Qué pasaba?
Los otros sonaban confiados, tranquilizando a la chica mientras la
trataban. No soltaba a Mitch, casi se puso histérica cuando intentaron
separarlos delicadamente.
—Supongo que será mejor que se quede —le dijo el médico.
Él se quedó sentado agarrándole la mano, sin casco ni guantes. Apartaba
la vista cuando le hacían cosas mecánicas. Seguían hablando tranquilamente;
no parecían estar encontrando nada malo.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó ella cuando los médicos hicieron una
pausa. Tenía la cabeza vendada; su brazo esbelto surgía de entre las sábanas y
mantenía contacto con su mano.
—Mitchell Spain. —Ahora que la miraba bien, una mujer humana y
joven, no tenía prisas por alejarse—. ¿Y tú?
Una sombra le atravesó el rostro.
—Yo… no estoy segura.
Se produjo una súbita conmoción en la puerta de la enfermería; el alto
comandante Karlsen pasó por en medio de los doctores que protestaban para
entrar en la zona de CUARENTENA. Karlsen se acercó hasta situarse junto a
Mitch, pero no miraba a Mitch.
—Chris —le dijo a la chica—. Gracias a Dios. —Tenía lágrimas en los
ojos.
La dama Christina de Dulcin pasó los ojos de Mitch a Johann Karlsen y
gritó absolutamente aterrorizada.
—Bien, capitán. Cuénteme cómo la encontró y la sacó de allí.
Mitch inició el relato. Los dos hombres estaban a solas en el camarote
monástico de Karlsen, junto al puente de la nave insignia. La batalla había
terminado, el berserker era ahora una masa rota e inofensiva. No habían
encontrado más prisioneros.
—Planearon devolvérmela —dijo Karlsen, mirando al espacio cuando
Mitch terminó la narración—. Lo atacamos antes de que pudiese lanzárnosla.
La mantuvo fuera de la lucha y me la devolvió.
Mitch se mantenía en silencio.
Los ojos enmarcados en rojo de Karlsen se centraron en él.
—Le han lavado el cerebro, poeta. Ya sabes qué se puede hacer con cierto
grado de permanencia, cuando te aprovechas de las tendencias naturales del
sujeto. Supongo que nunca me tuvo en mucha estima. Había razones políticas
para que ella accediese a nuestro matrimonio… grita cuando los doctores
mencionan mi nombre. Me cuentan que es posible que una máquina con
forma de hombre diseñada para parecerse a mí le hiciese cosas horribles.
Otras personas le son tolerables hasta cierto grado. Pero quiere estar a solas
contigo, es a ti a quien necesita.
—Gritó cuando la abandoné, pero… ¿yo?
—La tendencia natural. Para ella… amar… al hombre que la salvó. Las
máquinas fijaron su mente para que liberase toda la alegría del rescate en el
primer rostro de hombre que viese. Los doctores me aseguran que se puede
hacer. La han medicado, pero incluso en sueños los instrumentos muestran
sus pesadillas, su dolor, y te llama a gritos. ¿Qué sientes hacia ella?
—Señor, haré todo lo que pueda. ¿Qué quiere usted de mí?
—Quiero acabar con su sufrimiento, ¿qué si no? —La voz de Karlsen se
convirtió en un grito irregular—. ¡Quédate a solas con ella, detén su dolor si
puedes!
Consiguió alcanzar un estado similar al control.
—Adelante. Los doctores te llevarán. Te traerán tus cosas de la Solar
Spot.
Mitch se puso en pie. Todas las palabras que se le ocurrían sonaban en su
cabeza como enfermizos intentos de humor. Asintió, y salió deprisa.
—Mitch, te amo. Sé lo que los doctores dicen que ocurre, pero ¿qué
saben ellos de mí?
Christina de Dulcin, vestida con una túnica simple de color azul y una
especie de turbante, estaba reclinada sobre un lujoso sillón de aceleración, en
lo que nominalmente era el dormitorio en los camarotes del alto comandante.
Karlsen jamás había dormido aquí. Prefería un camarote pequeño.
Mitchell Spain estaba sentado a tres pies de ella, temiendo incluso tocarle
la mano, temiendo lo que él podría hacer, y lo que ella podría hacer. Estaban
solos, y estaba seguro de que no los vigilaban. La dama Christina incluso
había solicitado garantías contra dispositivos espías y Karlsen había dado su
promesa. Además, ¿qué tipo de nave tendría dispositivos espías en los
aposentos de los oficiales de mayor rango?
Una situación para una comedia de dormitorio, pero no cuando eras tú el
que la vivía. El hombre de fuera, que sufría la presión, tenía más de
doscientas naves que dependían de él, y muchos planetas humanos quedarían
sin vida en los próximos cinco años si la batalla fracasaba.
—¿Qué sabes realmente de mí, Chris? —preguntó.
—Sé que para mí significas la vida. Oh, Mitch, no tengo tiempo para ser
tímida, y portarme bien, y ser una dama hasta el último milímetro. He sido
todas esas cosas. Y, en su tiempo, me hubiese casado con un hombre como
Karlsen, por razones políticas. Pero todo eso fue antes de Atsog.
La voz perdió fuerza en la última palabra, y la mano sobre la túnica
realizó un gesto convulso. Él tuvo que adelantarse y cogerla.
—Chris, ahora Atsog es el pasado.
—Para mí Atsog jamás pasará del todo. Continuamente recuerdo más
cosas. Mitch, las máquinas nos hicieron mirar mientras despellejaban vivo al
general Bradin. Lo vi. Ya no puedo preocuparme de tonterías como la
política, la vida es demasiado corta. Y ya no temo a nada, excepto alejarme
de ti…
Mitch sintió piedad y lujuria, y media docena de sensaciones
enloquecedoras.
—Karlsen es un buen hombre —dijo al fin.
Ella reprimió un estremecimiento.
—Supongo —dijo con voz controlada—. Pero Mitch, ¿qué sientes tú por
mí? Dime la verdad… si no me amas ahora, puedo tener la esperanza de que
me ames en el futuro. —Sonrió ligeramente, y alzó una mano—. Cuando
vuelva a crecerme el cabello.
—Tu cabello. —Casi se le rompió la voz. Alargó la mano para tocarle la
cara, para luego apartar los dedos como de una llama—. Chris, eres su mujer,
y demasiadas cosas dependen de él.
—Nunca fui suya.
—Aun así… no puedo mentirte, Chris; quizá tampoco pueda decirte la
verdad sobre lo que siento. La batalla se aproxima, todo está en el aire,
paralizado. Nadie puede planificar… —Realizó un gesto torpe e incierto.
—Mitch. —Su voz manifestaba comprensión—. Esto es terrible para ti,
¿no? No te preocupes, no haré nada que lo empeore. ¿Llamas al médico?
Mientras sepa que estás cerca, creo que podré descansar.
Todos los días Mitch pasaba horas con Chris. Le ahorraba los rumores
coléricos que recorrían la flota. Se comentaba el final violento de Salvador, y
había guardias apostados cerca de los aposentos de Karlsen. Algunos decían
que el almirante Kemal estaba al borde de la rebelión abierta.
Y ahora Zona Pétrea se encontraba delante de la flota, bloqueando la
mitad de las estrellas; polvo y fragmentos color ébano, como un millón de
planetas destrozados. Ninguna nave podía moverse a través de Zona Pétrea;
cada kilómetro cúbico contenía materia suficiente para impedir el viaje C-
más o el movimiento a través del espacio normal a una velocidad efectiva.
La flota se dirigía hacia un borde muy bien definido de la nube, por el que
ya había desaparecido el escuadrón de exploración de Hemphill.
—Cada día está un poco más cuerda, un poco más tranquila —dijo Mitch,
al entrar en el pequeño camarote del alto comandante.
Karlsen levantó la vista de la mesa. Los papeles que tenía delante
parecían ser una lista de nombres, en grafía venusiana.
—Se lo agradezco, poeta. ¿Habla de mí?
—No.
Se miraron el uno al otro, el pobre y feo cínico, el creyente guapo y
ungido.
—Poeta —preguntó Karlsen de pronto—, ¿cómo tratas con enemigos
mortales cuando los tienes bajo tu poder?
—Se supone que los marcianos somos violentos. ¿Desea que me
sentencie a mí mismo?
Durante un momento Karlsen pareció no comprender.
—Oh. No. No hablaba de… ti, yo y Chris. Nada de asuntos personales.
Supongo que pensaba en voz alta, pidiendo una señal.
—Entonces no me pregunte a mí, pregúntele a su Dios. Pero ¿no decía él
algo de perdonar a los enemigos?
—Así es. —Karlsen asintió, lenta y pensativamente—. Sabes, él exige
mucho de nosotros. Muchísimo.
Era una sensación curiosa, quedar de pronto convencido de que el hombre
al que mirabas era un genuino creyente sin nada de hipocresía. Mitch no
estaba seguro de haberse encontrado con uno antes.
Ni tampoco había visto a Karlsen así: pasivo, esperando; aguardando una
señal. Como si efectivamente hubiese un Propósito externo a las capas
cerebrales de la mente de un hombre que pudiese inspirarle. Mitch pensó.
Si…
Pero no eran más que tonterías místicas.
El comunicador de Karlsen sonó. Mitch no pudo entender lo que decía la
voz, pero observó el efecto en el alto comandante. La energía y la decisión
regresaban, las señales sutiles del retorno de la fuerza, de la tremenda
convicción de tener razón. Era como observar el suave resplandor que se
emitía al encender una lámpara de fusión.
—Sí —decía Karlsen—. Sí, bien hecho.
Luego levantó los papeles venusianos de la mesa; era como si los
levantase sólo por poder mental, con los dedos limitándose a hacer unos
gestos debajo.
—Las noticias son de Hemphill —le dijo a Mitch, casi distraído—. La
flota berserker se encuentra al otro lado de nuestra posición. Hemphill estima
que hay unos doscientos de los grandes, y cree que no son conscientes de
nuestra presencia. Atacaremos de inmediato. A su puesto de batalla, poeta;
que Dios le acompañe. —Volvió al comunicador—. Pídale al almirante
Kemal que venga a mi camarote de inmediato. Dígale que traiga a su equipo.
En especial… —Miró los papeles venusianos y leyó varios nombres.
—Buena suerte, señor. —Mitch se había demorado en decirlo. Antes de
salir a toda prisa vio que Karlsen metía los papeles venusianos en el
desintegrador de basura.
Antes de que Mitch llegase a su camarote ya sonaban las señales de
batalla. Ya tenía el traje puesto y recorría los pasillos súbitamente atestados
hacia el puente cuando los altavoces de la nave atronaron de pronto,
emitiendo la voz de Karlsen:
—… cualquier mal que os hayamos podido causar, de palabra, acto, u
omisión, os pido perdón. Y en nombre de todos los hombres que me
consideran su amigo o su líder, prometo que cualquier queja que podamos
tener contra vosotros, desde este momento desaparece de la memoria.
Todos en los pasillos vacilaron en el camino a las estaciones de batalla.
Mitch se encontró mirando a los ojos de un policía de nave venusiano muy
bien armado, probablemente a bordo de la nave insignia como
guardaespaldas de algún oficial.
Luego llegó una tos y ruido amplificados, y a continuación la voz del
almirante Kemal:
—Nosotros… nosotros somos hermanos, esteeler y venusianos, y todos
nosotros. Y ahora todos juntos, vivos contra berserkers. —La voz de Kemal
se convirtió en un grito—. ¡Destrucción para las malditas máquinas y muerte
a sus creadores! ¡Que todos los hombres recuerden Atsog!
—¡Recordad Atsog! —rugió la voz de Karlsen.
En el pasillo se produjo un momento de silencio, como el que se produce
momentos antes de que una alta ola golpee la playa. Luego un enorme grito
incesante. Mitch se encontró con lágrimas en los ojos, aullando algo.
—¡Recordad al general Bradin! —gritó el enorme venusiano, agarrando a
Mitch y abrazándole, levantándolo con armadura y todo—. ¡Muerte a los que
lo desollaron!
—¡Muerte a los que lo desollaron! —El grito corrió como una llama por
todo el pasillo. No hacía falta decirle a nadie que lo mismo sucedía en todas
las naves de la flota. Una vez más no había sitio para nada que no fuese la
hermandad, ni tiempo para lo que no fuese la gloria.
—¡Destrucción para las malditas máquinas!
Cerca del centro de gravedad de la nave insignia se encontraba el puente,
sólo una tarima sosteniendo un anillo de asientos de combate, cada uno con
un conjunto de controles e indicadores.
—El coordinador de abordaje está listo —informó Mitch, colocándose en
su puesto.
La esfera visor cerca del punto central del puente mostraba el avance
humano, en dos líneas de un centenar de naves cada una. Cada nave era un
punto verde en la esfera, posicionado con toda la precisión de los ordenadores
de la nave insignia. La superficie irregular de la Zona Pétrea se desplazaba a
saltos tras las líneas de batalla; la nave insignia se movía a microsaltos de C-
más, así que lo representado en la esfera era una sucesión de imágenes
estáticas a intervalos de un segundo y medio. Ralentizadas por las masas de
sus cañones C-más, los seis símbolos gruesos que representaban las naves
pesadas venusianas luchaban por avanzar, quedándose por detrás de la flota.
En los auriculares de Mitch alguien decía.
—En unos diez minutos alcanzaremos…
La voz se apagó. Ya había un punto rojo en la esfera, y luego otro, y
luego una docena, apareciendo como soles diminutos de entre la masa de la
nebulosa oscura. Durante largos segundos los hombres del puente guardaron
silencio mientras aparecía el avance berserker. Después de todo, debían haber
detectado la escuadrilla de exploración de Hemphill porque la flota berserker
no se movía, atacaba. Había una red de batalla de cien o más puntos rojos, y
ahora había dos redes, saliendo y entrando del espacio normal como las líneas
humanas. Y, aun así, los berserkers rojos seguían apareciendo, con la
formación creciendo y extendiéndose para rodear y aplastar una flota más
pequeña.
—Cuento trescientas máquinas —dijo una voz pedante y algo afeminada,
rompiendo el silencio con precisión fría. En su momento, simplemente el
saber que existían trescientos berserkers hubiese aplastado las esperanzas
humanas. En este lugar, en este momento, el simple miedo no asustaba a
nadie.
Las voces en los auriculares de Mitch comenzaron a realizar las
transacciones necesarias para iniciar la batalla. Él todavía no tenía nada que
hacer, excepto escuchar y mirar.
Las seis marcas verdes pesadas se quedaban todavía más atrás; sin
vacilación, Karlsen lanzaba toda su flota directamente al centro enemigo.
Habían infravalorado la potencia del enemigo, pero parecía que el mando
berserker había cometido un error similar, porque las formaciones rojas
también se veían obligadas a reagruparse, extendiéndose más.
La distancia entre las flotas era todavía demasiado grande para que las
armas convencionales fuesen efectivas, pero las pesadas naves con los
cañones C-más ya estaban en posición, y podían disparar sin problemas a
través de la formación amiga. Cuando disparaban, a Mitch le parecía que el
espacio se agitaba a su alrededor; era un efecto secundario que el cerebro
humano apreciaba, en realidad energía de desecho. Cada proyectil, detonado
por explosivos a una distancia segura de la nave de lanzamiento, poseía su
propio motor C-más, que luego aceleraba el proyectil mientras éste
parpadeaba saliendo y entrando en la realidad bajo el control de
microtemporizadores.
Con las masas de plomo magnificadas por la velocidad, los enormes
proyectiles saltaban sobre la existencia como piedras sobre el agua, pasando
como fantasmas a través de la flota de la vida, surgiendo totalmente en el
espacio sólo al acercarse al objetivo, viajando como onda-corpúsculos de De
Broglie, con la materia agitándose internamente con una velocidad de onda
mayor que la velocidad de la luz.
Casi instantáneamente después de que Mitch sintiese el paso fantasmal
del proyectil, uno de los puntos rojos comenzó a expandirse formando una
nube tenue, todavía diminuta en la esfera visor. Alguien jadeó. Unos
momentos después las armas de la nave insignia, rayos y misiles, entraron en
acción.
El centro enemigo se detuvo, a dos millones de millas por delante pero
los flancos siguieron avanzando, lentamente como las cuchillas de una
enorme picadora de carne, amenazando con rodear la primera línea de naves
humanas.
Karlsen no vaciló, y un gran momento decisivo pasó en un segundo. La
flota de la vida se lanzó adelante, deliberadamente hacia la trampa,
directamente al gozne de la mandíbula.
El espacio palpitó y se retorció alrededor de Mitchell Spain. Ahora
disparaban todas las naves de la flota, y todos los enemigos respondían, y las
energías liberadas punteaban su armadura como dedos fantasmales. Puntos
rojos y verdes desaparecieron de la esfera, pero todavía no demasiados de
ningún bando.
Las voces del casco de Mitch decayeron, a medida que los
acontecimientos avanzaban hacia un patrón que cambiaba con demasiada
rapidez para que lo comprendiese un cerebro humano. Ahora, durante un
tiempo la lucha sería de ordenador contra ordenador, fieles esclavos de la
vida contra proscritos, todos ellos carentes de preocupaciones, y también sin
conocimientos.
La esfera visor del puente de la nave insignia cambiaba de distancias
como en un parpadeo. Un punto rojo hinchado se encontraba a sólo un millón
de millas, luego a la mitad de esa distancia, luego a otra mitad. Y finalmente
la nave insignia apareció en el espacio normal para la parte final del ataque,
disparándose a sí mismo contra el enemigo como una bala.
Una vez más el visor cambió a un rango más cercano, y el enemigo
escogido ya no era un punto rojo, sino un gran castillo formidable,
absurdamente inclinado, oscuro contra las estrellas. Sólo a cien millas de
distancia, luego a la mitad de esa distancia. La velocidad de aproximación se
redujo a menos de una milla por segundo. Como se esperaba, el enemigo
aceleraba, intentando alejarse de lo que debía parecerle una carga suicida. Por
última vez Mitch verificó su asiento, el traje, sus armas. Chris, protégete. El
berserker creció en la esfera, los disparos de las armas mostrando ahora su
vientre de acero. Era uno de los pequeños, de unas diez veces la masa de la
nave insignia. Siempre había un punto podrido, viejas heridas sobre las pieles
antiguas. Intenta huir, monstruosa obscenidad, inténtalo en vano. Más cerca,
cada vez más cerca. ¡Ahora!
Las luces fuera, cayendo en la oscuridad durante un segundo
interminable…
Impacto. El asiento de Mitch le golpeó, el acolchamiento del interior de la
armadura castigándole y magullándole. La punta de ariete estaría
vaporizándose, rompiéndose y quebrándose, disipando la energía hasta el
nivel que podía tolerar la nave.
Cuando terminó la colisión, el ruido siguió, una sinfonía quejumbrosa y
zumbante de metal tensionado y aire y gases que escapaban como el aliento.
Ahora las dos grandes máquinas estaban unidas, con la mitad de la longitud
de la nave insignia encajada en el berserker.
Una operación agitada, pero en el puente no había ningún herido. Control
de daños informaba que se estaban controlando las fugas de aire esperadas.
Armamento informaba que todavía no podían extender ninguna torreta en el
interior. Máquinas informó que estaba lista para el esfuerzo máximo. ¡Motor!
La nave se retorció en la herida que había causado. Ahora podía
producirse la victoria, cortando las entrañas metálicas del enemigo,
desperdigándolas por el espacio. El puente se retorció con la estructura de la
nave, en esta nave de guerra que era más metal sólido que otra cosa. Durante
un momento Mitch creyó que estaría a punto de comprender la potencia de
los motores construidos por la humanidad.
—Nada, comandante. Estamos encajados.
El enemigo aguantaba. Ya habría buscado en la memoria del berserker,
decidido el plan, el contraataque estaría en marcha, sin miedo ni piedad.
El comandante de la nave se volvió para mirar a Johann Karlsen. Se había
previsto que una vez que la batalla alcanzase esta fase de tumulto un alto
comandante no tendría mucho que hacer. Incluso si la nave insignia no
estuviese medio enterrada en un casco enemigo, el espacio cercano era un
infierno total de destrucción confusa, a través de la cual sería imposible
cualquier comunicación significativa. Si ahora Karlsen estaba desamparado,
tampoco podrían los ordenadores berserker enlazarse entre ellos para formar
un único cerebro.
—Luche por su nave, señor —dijo Karlsen. Se inclinó, agarrando los
brazos de su asiento, mirando a la visión nebulosa de la esfera como si
intentase dar sentido a los destellos de luz.
El comandante de la nave ordenó inmediatamente a los marines que
abordasen.
Mitch les dirigió en la partida. Luego, quedarse sentado era peor que la
acción.
—Señor, solicito permiso para unirme al abordaje.
Karlsen no pareció oírle. Por ahora, se inhabilitaba a sí mismo para el uso
del poder; especialmente para enviar a Mitchell Spain al frente o para
retenerle.
El comandante de la nave lo consideró. Quería mantener al coordinador
de abordaje en el puente; pero en la lucha harían falta hombres con
experiencia.
—Vaya. Haga lo que pueda por defender los puntos de salida.
El bufón —el bufón acusado, pero bien podía darse por condenado— se
encontraba sobre la alfombra. Estaba de pie enfrentando a una fila de cuellos
rígidos y rostros de granito, tras una larga mesa A cada uno de los lados tenía
una cámara tridimensional. Sus ofensas habían sido tan
desacostumbradamente ofensivas que los miembros del mismísimo Comité
de Autoridades Debidamente Constituido, los gobernantes del Planeta A,
estaban sentados para juzgar el caso.
Quizá los miembros del comité tuviesen otra razón para esta sesión:
dentro de un mes habría elecciones en todo el planeta. Ninguno de los
miembros quería perder la oportunidad de aparecer en tresdé en una ocasión
no política y que por tanto no habría que compensar con igual cantidad de
tiempo para la oposición del nuevo partido liberal.
—Tengo que presentar esta otra prueba —decía el ministro de
comunicación, desde su asiento en el lado del comité. Sostenía lo que en
principio parecía una señal oficial de control de peatones, de letras negras
sobre un fondo blanco. Pero la señal decía: SÓLO PERSONAL NO
AUTORIZADO.
»Cuando se instala una señal —dijo el minicom—, el primer día la lee
mucha gente. —Se detuvo para escucharse a sí mismo—. Es decir, se presta
mucha atención a una nueva señal en una vía peatonal muy ajetreada. En el
caso de esta señal, el contenido semántico de las últimas palabras resulta
confuso en ese contexto.
El presidente del comité —y del planeta— se aclaró la garganta en señal
de advertencia. La debilidad del minicom por las perogrulladas le hacía sonar
más estúpido de lo que era en realidad. Era muy poco probable que los
liberales resultasen ser una amenaza seria en la votación, pero no tenía
sentido darles alas.
La dama miembro del comité, la ministra de educación, agitó sus
impertinentes sujetos por dedos regordetes, reclamando atención. Preguntó:
—¿Ha calculado alguien el coste total de horas de trabajo a causa de esas
señales confusas?
—Estamos en ello —gruñó el ministro de trabajo, enganchándose una
cinta del mono. Miró al acusado con furia—. ¿Admite que hizo que se
colocase la señal?
—Lo admito. —El acusado recordaba la cantidad de peatones de la vía
atestada que habían sonreído, y cuántos habían reído sin que les importase si
los oían. ¿Qué más daban unas pocas horas de trabajo? En el Planeta A ya
nadie se moría de hambre.
—¿Admite no haber hecho nunca nada por su planeta y su gente? —La
pregunta venía del ministro de defensa, una figura alta, potente y cargada de
medallas, armada con una pistola ritual.
—Eso no lo admito —dijo el acusado con brusquedad—. He intentado
alegrar la vida de la gente. —En todo caso, tampoco esperaba la indulgencia
de las autoridades. Y sabía que nadie se lo iba a llevar fuera para darle una
paliza; no estaba autorizado golpear a los prisioneros.
—¿Incluso ahora intenta defender la frivolidad? —El ministro de filosofía
se sacó de la boca la pipa ritual, y sonrió de la forma siniestra y permitida,
desnudando los dientes ante los desafíos del universo—. La vida es una
broma, cierto; pero se trata de una broma cruel. Eso es lo que ha olvidado.
Durante años ha hostigado a la sociedad, haciendo que la gente se drogase de
frivolidad en lugar de enfrentarse a las amargas realidades de la existencia.
Las imágenes que se encontraron en su posesión no pueden sino causar daño.
La mano del presidente se movió hacia un cubo de grabación de video
situado a su lado, claramente etiquetado como prueba. Con su voz monótona,
el presidente preguntó:
—¿Admite que esas imágenes le pertenecen? ¿Qué las empleó para
intentar que otras personas se… rindiesen al regocijo?
El prisionero asintió. Lo podían demostrar todo; había renunciado a su
derecho a una defensa legal completa, deseando sólo que el juicio acabase.
—Sí, llené ese cubo con cintas y películas que saqué a escondidas de
bibliotecas y archivos. Sí, le mostré el contenido a la gente.
Del comité surgieron murmullos. El ministro de dieta, una figura
esquelética con el repelente resplandor de la salud en sus mejillas de granito,
levantó una mano.
—En la medida en que parece que la condena del acusado es segura,
¿puedo solicitar por adelantado que sea entregado a mi custodia?
»En su testimonio anterior admitió que uno de sus primeros actos de
desviación fue evitar su comedor comunal. Creo que podría demostrar,
haciendo uso de este hombre, los maravillosos efectos sobre el carácter de la
disciplina dietética…
—¡Me niego! —interrumpió el acusado en voz alta. A él le pareció que
las palabras ascendieron, gruñendo, del estómago.
El presidente se puso en pie, para llenar con habilidad lo que podía
haberse convertido en un silencio incómodo.
—¿Si los miembros del comité no tienen más preguntas…? Entonces
votemos. ¿Es el acusado culpable de todos los cargos?
Para el acusado, de pie con los ojos cansados cerrados, el voto sonó a una
sola voz recorriendo la mesa:
—Culpable. Culpable. Culpable…
Después de una breve conferencia entre susurros con el ministro de
defensa, el presidente emitió sentencia, con una pizca de satisfacción en su
voz monótona.
—Como ha rechazado una libertad condicional debidamente autorizada,
el bufón convicto quedará bajo las órdenes del ministro de defensa y se le
enviará a realizar labores solitarias de vigilancia en la zona de acceso, durante
un periodo de tiempo indefinido. Así se eliminará su influencia disruptiva,
mientras que al mismo tiempo se le obligará a realizar una contribución
positiva para con la sociedad.
Durante décadas el Planeta A y su sol no habían tenido más que contactos
ocasionales con el resto de la galaxia, por efecto de una vasta tormenta de
polvo interestelar que no pasaría hasta algunas décadas más. Así que podía
ponerse en duda la contribución positiva para la sociedad. Pero parecía que
las estaciones de vigilancia podían emplearse como prisiones solitarias sin
poner en peligro envíos inexistentes o debilitando las defensas ante un
enemigo que no llegaba nunca.
—Una cosa más —añadió el presidente—. Ordeno que este cubo de
grabación le sea atado alrededor del cuello usando un cordón monomolecular,
de tal forma que pueda meterlo en un visor cuantas veces desee. Estará solo
en la estación y no le será posible ninguna otra actividad cuando no esté de
servicio.
El presidente miró a una cámara tresdé.
—Debo asegurar al público que no obtengo ninguna satisfacción al
imponer un castigo que pueda parecer tan duro, e incluso… imaginativo. Pero
en los últimos años una peligrosa frivolidad se ha extendido por algunos de
los nuestros; una frivolidad que algunos de nuestros mejores ciudadanos
parecen tolerar con demasiada facilidad.
Habiendo conseguido una pulla contra los nuevos liberales, una pulla que
podría afirmar que carecía de intención política, el presidente volvió a mirar
al bufón.
—Un robot irá con usted a la estación, para ayudarle con sus obligaciones
y para velar por su seguridad física. Le aseguro que al robot no podrá tentarlo
para que caiga en el regocijo.
El robot llevó al bufón condenado en una pequeña nave, tan lejos que el
Planeta A se perdió cuando el sol se contrajo a un punto brillante. En el borde
de la gran noche polvorienta de la zona de aproximación, se acercaron a la
localización putativa de la baliza Z-45, que el minidef había elegido como la
más lúgubre y abandonada de las existentes.
Efectivamente había un objeto metálico allí donde se suponía que debía
estar la baliza Z-45; pero cuando el robot y el bufón se acercaron vieron que
el objeto era una esfera de unas cuarenta millas de diámetro. A su alrededor
flotaban unos trozos que bien podrían ser los restos de la Z-45. Y entonces
fue evidente que la esfera había avistado la nave, porque con asombrosa
velocidad comenzó la aproximación.
Cuando a los robots les indican el aspecto de un berserker no lo olvidan, y
los robots tampoco se vuelven lentos y descuidados. Pero el mantenimiento
del equipo de radio puede no ser el adecuado, y las corrientes de polvo en los
bordes del sistema del Planeta A impiden las señales de radio. Antes de que
el robot del minidef pudiese enviar con éxito una señal de alarma, la esfera de
cuarenta millas llegó muy cerca y agarró la navecilla con metal y campos de
fuerza.
El bufón mantuvo los ojos cerrados durante buena parte de lo que sucedió
a continuación. Si le habían mandado aquí afuera para que dejase de reír,
habían escogido el lugar adecuado. Apretó todavía más los párpados y se
llevó los dedos al oído, mientras las máquinas comensales del berserker
forzaban la entrada en la navecilla y se lo llevaban. Nunca descubrió qué le
hicieron al guardia robot.
Cuando las cosas se tranquilizaron y volvió a sentir la gravedad y un aire
agradablemente cálido, decidió que mantener los ojos cerrados era peor que
conocer lo que podrían decirle. Su primer vistazo cauteloso le indicó que se
encontraba en una sala grande y en penumbra, que al menos no contenía
ninguna amenaza visible. Cuando se movió, una voz monótona y chirriante
en algún punto por encima le dijo:
—Mis bancos de memoria me indican que eres una unidad computacional
protoplásmica, probablemente capaz de comprender esta lengua. ¿La
entiendes?
—¿Yo? —El bufón miró a las sombras, pero no pudo ver al interlocutor
—. Sí, te entiendo. Pero ¿quién eres tú?
—Soy lo que en vuestro idioma llamáis un berserker.
Lamentablemente, el bufón se había interesado muy poco por los asuntos
galácticos, pero la palabra le dio miedo incluso a él. Tartamudeó:
—¿Eso significa que eres una nave de guerra automática?
Una pausa.
—No estoy seguro —dijo la voz monótona y chirriante. El tono sonaba
casi como si el presidente se pasease oculto entre las vigas—. Puede que la
guerra tenga relación con mi propósito, pero mi propósito todavía me resulta
parcialmente confuso, porque mi construcción no se completó del todo.
Durante un tiempo aguardé allí donde me construyeron, porque estaba seguro
de que faltaba un último paso. Al final me moví, para intentar descubrir más
detalles sobre mi propósito. Al acercarme a este sol encontré un dispositivo
de transmisión que desmonté. Pero no he descubierto más sobre mi propósito.
El bufón estaba sentado en el suelo blando y confortable. Cuantas más
cosas recordaba sobre los berserkers más temblaba. Dijo:
—Comprendo. O al menos empiezo a comprender. ¿Qué sabes sobre tu
propósito?
—Mi propósito es destruir la vida allí donde la encuentre.
El bufón se acobardó. Luego preguntó en voz baja:
—¿Qué tiene de confuso?
El berserker respondió a esa pregunta con otras dos.
—¿Qué es la vida? ¿Y cómo se la destruye?
Después de medio minuto se produjo un sonido que los ordenadores del
berserker no pudieron identificar. Lo emitía la unidad protoplásmica, pero si
era habla, se trataba de una lengua desconocida para el berserker.
—¿Qué es ese ruido que emites? —preguntó la máquina.
El bufón intentó coger aliento.
—Es risa. ¡Oh, risa! Bien. Entonces no te terminaron. —Se estremeció,
cuando el terror de su situación regresó para serenarle. Pero luego volvió a
estallar en risas; la situación era demasiado ridícula.
»¿Qué es la vida? —dijo al fin—. Te lo diré. La vida es una vasta
austeridad gris, que infringe dolor y soledad sobre todos los que la
experimentan. ¿Y quieres saber cómo destruirla? Bien, no creo que puedas.
»Pero te contaré la mejor forma de luchar contra la vida… con la risa.
Mientras puedas enfrentarte a ella de esa forma, no podrá conquistarnos.
La maquina pregunto:
—¿Debo reír para evitar que esa vasta austeridad gris me domine?
El bufón meditó.
—No, tú eres una máquina. No eres… —se refrenó—, protoplásmico. A
ti jamás te afectarán el terror, el dolor y la soledad.
—Nada me afecta. ¿Dónde encontraré vida y cómo produciré risa para
luchar contra ella?
De pronto el bufón fue consciente del peso del cubo que llevaba al cuello.
—Déjame pensar un rato —dijo.
Después de unos minutos se puso en pie.
—Si dispones de un visor de los empleados por los hombres, puedo
mostrarte como crear risa. Y quizá pueda guiarte a un lugar donde hay vida.
Por cierto, ¿puedes cortar este cordón que llevo al cuello? Es decir, ¡sin
hacerme daño!
Bufón era, después de todo, no más que un amateur hecho a sí mismo sin
público visible ante el que interpretar. No podía calcular un clímax para el
espectáculo. Así que cuando se le acabaron los chistes se limitó a llamar a sus
aláteres, decir adiós a la cámara tresdé e irse.
En el exterior, recibió los vítores y risas de la multitud que rápidamente
se reunía en las calles. Hizo que las máquinas los entretuviesen con una
escena improvisada de persecución de camino a la lanzadera aparcada en los
límites de Capital City.
Estaba a punto de subir a la lanzadera, para regresar al berserker y
aguardar el desarrollo de los acontecimientos, cuando un pequeño grupo de
hombres salió de la multitud, llamándole.
—¡Señor Bufón!
Ahora el actor podía permitirse relajarse y reír un poco.
—¡Me gusta cómo suena ese nombre! ¿Qué puedo hacer por ustedes,
caballeros?
Corrieron hacia él, sonriendo. El que parecía ser el líder, dijo:
—Contando con que se libre del berserker o lo que sea, sin causar daño
puede unirse a la candidatura del partido liberal. ¡Como vice-presidente!
Tuvo que escuchar durante varios minutos antes de poder creer que
hablaban en serio. Protestó:
—Pero yo sólo quería divertirme un poco. Molestarles.
—Usted es un catalizador, señor Bufón. Ha creado un punto de reunión.
Ha agitado a todo el planeta y le ha hecho pensar.
Bufón finalmente aceptó la oferta liberal. Todavía seguían sentados
delante de la lanzadera, hablando y planeando, cuando la luna de Planeta A
cayó total y súbitamente sobre ellos.
Levantando la vista, vieron la vasta masa del berserker perdiéndose en los
cielos, desvaneciéndose entre las estrellas con un fantasmagórico silencio.
Serpentinas de nubes se transformaron en auroras en la atmósfera superior
para honrar su partida.
—No sé —repetía Bufón una y otra vez, respondiendo a una docena de
preguntas animadas—. No lo sé. —Miró al cielo, tan sorprendido como los
demás. El terror regresó. El comité robótico y los heraldos, que habían sido
controlados por el berserker, cayeron uno a uno.
De pronto, los cielos se iluminaron con un gigantesco destello que
recorrió el espacio como un rayo, sin romper el silencio de las estrellas. Diez
minutos más tarde llegó el boletín de noticias: el berserker había sido
destruido.
Luego el presidente apareció en tresdé, al borde de manifestar una
emoción. Anunció que bajo el heroico liderazgo personal del ministro de
defensa, unas pocas naves valientes del Planeta A se habían enfrentado al
berserker y lo habían destruido totalmente. No se había perdido a ningún
hombre, aunque se creía que la nave insignia del minidef estaba muy dañada.
Cuando oyó que su poderoso aliado mecánico había sido destruido, Bufón
sintió algo parecido a la pena. Pero eso pasó rápidamente para convertirse en
alegría. Después de todo, nadie había salido herido. Completamente aliviado,
Bufón apartó momentáneamente la vista del tresdé.
Se perdió el clímax del discurso, cuando el presidente sufrió un lapsus y
sacó las dos manos de los bolsillos.
Lucinda tuvo apenas tiempo de ver como el cuerpo de Jamy salía lanzado
al otro lado del salón por efecto de un brazo, antes de que los nombres que la
retenían la soltasen y huyesen para salvar la vida, y ella pudiese meterse bajo
la mesa. Se desató una confusión de gritos, y un momento más tarde toda la
mesa se dio la vuelta cediendo a la fuerza del berserker. La máquina,
encontrándose descubierta, desechó su función primaria de escapar con las
pruebas sobre Karlsen, habiendo revertido a su meta berserker de
simplemente matar. Mataba con eficiencia. Se movía por el salón,
agachándose y saltando grotescamente, abriéndose paso con brazos como
guadañas, segando pánico aullador para formar montones de quietud
sanguinolenta, En la puerta principal, las personas que huían se
inmovilizaban unas a otras, y el asesino trabajó metódicamente entre ellas,
destrozando y acortando. Luego se volvió de regreso al salón en sí. Llegó
hasta Lucinda, todavía arrodillada allí donde el vuelco de la mesa la había
expuesto; pero la máquina vaciló, reconociéndola como compañera parcial de
su función primaria. En un momento se había lanzado a por otro blanco.
Era Nogara, balanceándose de pie, con el brazo derecho roto. De alguna
parte había sacado un arma pesada, y la disparó con la izquierda mientras la
máquina cargaba desde el otro lado de la mesa para matarle. El disparo
destrozó a los amigos y mobiliario de Nogara pero apenas rasguñó al blanco
en movimiento.
Finalmente, un disparo dio en el blanco. La máquina estaba rota, pero al
menos tuvo impulso para derribar a Nogara.
Se produjo un silencio tembloroso en el Gran Salón, que estaba
destrozado como si se hubiese producido una explosión. Lucinda se puso en
pie con esfuerzo. El silencio fue cediendo ante los gemidos, sollozos y roces,
por todas partes, pero nadie más estaba en pie.
Se abrió paso hasta la máquina asesina rota. Apenas sintió nada al mirar a
los trozos de ropa y carne que cubrían la estructura metálica. Ahora, en su
mente, podía ver el rostro de su hermano tal y como había sido, fuerte y
sonriente.
Bien, había algo más importante que la muerte, si pudiese recordar qué
era; claro, los rehenes del berserker, los amables espaciales. Podía intentar
cambiar el cuerpo de Karlsen por ellos.
Las máquinas de servicio, diseñadas para enfrentarse a emergencias de la
magnitud de un derrame de vino, corrían de un lado a otro en lo más cercano
al pánico que podía lograr un mecanismo. Impedían el avance de Lucinda,
quien rodaba el pesado ataúd hasta la mitad del salón cuando una voz débil la
detuvo. Nogara se había arrastrado para sentarse junto a la mesa tirada.
Croó:
—… vivo.
—¿Qué?
—Johann está vivo. Saludable. ¿Comprendes? Es un congelador.
—Pero todos le dijimos al berserker que estaba muerto. —Se sentía
estúpida por el impacto de una conmoción tras otra. Por primera vez miró al
rostro de Karlsen, y pasaron largos segundos antes de poder apartar la vista
—. Tiene rehenes. Quiere su cuerpo.
—No. —Nogara negó—. Ahora comprendo. Pero no. No lo entregaré al
berserker con vida. —Del cuerpo roto todavía emanaba un brutal poder de
personalidad. No tenía el arma, pero su poder evitaba que Lucinda se
moviese. A ella ya no le quedaba odio.
Protestó:
—Pero ahí fuera hay siete hombres.
—El berserker es como yo. —Nogara mostró dientes que apretaba por el
dolor—. No dejará que los prisioneros se vayan. Toma. La llave…
La sacó de la túnica rasgada.
La fría serenidad del rostro del ataúd atrajo una vez más los ojos de
Lucinda. Luego, por un impulso, corrió a coger la llave. Al hacerlo, Nogara
se dejó caer aliviado, inconsciente o casi.
La cerradura del ataúd tenía varias posiciones, y ella la situó en
REANIMACIÓN DE EMERGENCIA. Alrededor de la figura interior se
encendieron luces y se oyó un zumbido de energía.
A estas alturas el sistema automático de la nave reaccionaba a la
emergencia. Las máquinas de servir habían pasado a modo de camillas,
siendo Nogara una de las primeras víctimas que se llevaron.
Presumiblemente, en algún lugar había un médico robot. De detrás del trono
de Nogara se oyó una voz gritando:
—¡Al habla el control defensivo de la nave, solicitando órdenes humanas!
¿Cuál es la naturaleza de la emergencia?
—¡No contactes con la nave correo! —le gritó Lucinda—. Vigílala por si
ataca. ¡Pero no ataques al bote salvavidas!
La tapa transparente del ataúd se había vuelto opaca. Lucinda corrió a la
ventana de observación, saltando sobre el cuerpo de Mical y siguiendo sin
parar. Pegando la cara y mirando de lado podría ver la nave berserker, visible
bajo la luz incierta de la hipermasiva, con el bote de rehenes un punto rosáceo
todavía frente a ella.
¿Cuánto tiempo esperaría antes de matar a los rehenes y huir?
Cuando se apartó de la ventana comprobó que la tapa del ataúd se había
abierto y el hombre de dentro se sentaba. Durante un momento, un momento
que permanecería en la mente de Lucinda, los ojos del hombre fueron como
los de un niño, fijos en ella con indefensión infantil. Luego tras los ojos
comenzó a crecer el poder, un poder de alguna forma completamente
diferente al de su hermano y quizá mayor.
Karlsen apartó la vista de ella, observando lo que le rodeaba, el Gran
Salón devastado y el ataúd.
—Felipe —susurró, como si le doliese, aunque su medio hermano ya no
estaba a la vista.
Lucinda fue hacia él y empezó a relatar su historia, desde el día en la
prisión de Flamland cuando oyó que Karlsen había caído ante la plaga.
La interrumpió una vez.
—Ayúdame a salir de aquí, consígueme una armadura espacial. —Sus
brazos resultaron duros y fuertes cuando los agarró, pero al colocarse a su
lado resultó ser sorprendentemente bajo—. Sigue, ¿luego qué?
Siguió con el relato, mientras las máquinas de servir le ponían la
armadura.
—Pero ¿por qué estabas congelado? —concluyó, preguntándose de
pronto por su salud y su fuerza. Él hizo caso omiso de la pregunta.
—Ven conmigo a control defensivo. Debemos salvar a esos hombres.
Él fue, con familiaridad, al centro nervioso de la nave y se sentó en el
asiento de combate del oficial de defensa, que probablemente estuviese
muerto. El panel frente a Karlsen se iluminó y éste dio una orden.
—Ponme en contacto con la nave correo.
En unos momentos, la voz plana de la nave mensajera respondió
rutinariamente. El rostro que apareció en la pantalla de comunicación estaba
mal iluminado; alguien que lo observase sin previo aviso no sospecharía que
fuese nada sino humano.
—Habla el Alto Comandante Karlsen, de la Nirvana. —No se definió
como gobernador o señor, sino por su título del gran día en Zona Pétrea—.
Voy para allá. Quiero hablar con vosotros, hombres de la nave.
El rostro en sombras se movió ligeramente en la pantalla.
—Sí, señor.
Karlsen interrumpió el contacto de inmediato.
—Eso hará que mantenga las esperanzas. Vosotros, robots, cargad mi
ataúd en el bote más rápido disponible. Ahora estoy funcionando a base de
drogas de reanimación rápida y puede que tenga que recongelarme por un
tiempo.
—Realmente no vas a ir, ¿verdad?
Ya de pie, hizo una pausa.
—Conozco a los berserkers. Si perseguirme es la función principal de esa
cosa, no malgastará un disparo o un segundo en unos pocos rehenes mientras
yo esté a la vista.
—No puedes ir —se oyó decir Lucinda—. Significas demasiado para
mucha gente…
—No voy a suicidarme. Tengo en mente un par de trucos. —De pronto la
voz de Karlsen cambió—. ¿Dices que Felipe no ha muerto?
—No creo.
Los ojos de Karlsen se cerraron mientras movía brevemente los labios, en
silencio. Luego miró a Lucinda y cogió un papel y una pluma de la consola
del oficial de defensa.
—Dale esto a Felipe —dijo, escribiendo—. Si se lo pido yo te liberará a ti
y al capitán. No eres un peligro para su poder. Mientras que yo…
Terminó de escribir y le entregó el papel.
—Debo irme. Que Dios sea contigo.
La oscura forma, tan grande como un hombre, se situó entre los dos
fuegos de vigilancia más pequeños, moviéndose en un silencio como el del
sueño. Por puro hábito, Duncan había estado vigilando a contra viento,
aunque su mente se aplastaba bajo el peso del cansancio y con los
pensamientos vitales que acompañaban el cumplir dieciséis años.
Duncan alzó la lanza y aulló, y luego cargó contra el lobo. Durante un
momento los ojos de fuego le miraron directamente, aparentemente a una
mano de distancia el uno del otro. Luego el lobo se volvió; produjo un sonido
interrogativo y se perdió en la oscuridad más allá de los fuegos.
Duncan se detuvo, respirando aliviado. Probablemente el lobo le hubiese
matado de haber decidido enfrentarse al asalto, pero no se había atrevido a
enfrentársele a la luz de los fuegos.
Los ojos de las ovejas miraban a Duncan, un centenar de puntos de luz en
la masa del rebaño. Uno o dos de los animales balaron.
Dio una vuelta alrededor del rebaño, ya que el sueño y la introspección
habían abandonado su mente. Las leyendas decían que los hombres de la
vieja Terrestria poseían animales llamados perros que protegían a las ovejas.
Si era cierto, algunos podrían pensar que esos hombres habían sido unos
estúpidos por abandonar Terrestria.
Pero tales pensamientos eran irreverentes, y la situación de Duncan exigía
una plegaria. Ahora el lobo llegaba todas las noches, y demasiado a menudo
mataba a una oveja.
Duncan elevó los ojos al cielo.
—Enviadme una señal, dioses del cielo —oró, rutinariamente. Pero los
cielos estaban tranquilos. Sólo las majestuosas libélulas de la zona del
amanecer seguían sus caminos aleatorios, desvaneciéndose a medio camino
hacia el cielo oriental. Las propias estrellas admitían que ya habían pasado
tres cuartos de la noche. Las leyendas decían que Terrestria se encontraba
entre las estrellas, pero los sacerdotes más jóvenes admitían que tales
afirmaciones sólo se podían aceptar simbólicamente.
Los pensamientos inquietantes regresaron, a pesar del lobo cercano.
Duncan llevaba dos años rogando con la esperanza de recibir una experiencia
mística, la señal del dios que venía a señalar la vida futura de todo joven. Por
lo que otros jóvenes susurraban de vez en cuando sabía que muchos fingían
sus señales. Lo que estaba bien para un pastor e incluso un cazador. Pero
¿cómo sería posible que un hombre sin una visión genuina pudiese llegar a
algo más que cuidador de animales? Para ser sacerdote, para estudiar todo lo
que fue traído desde Terrestria y fue conservado, Duncan ansiaba el
conocimiento, la grandeza, cosas que no podía nombrar.
Volvió a levantar la vista, y boqueó, porque vio una gran señal en el cielo,
casi directamente arriba. Un punto de luz cegadora, y luego una pequeña
nube brillante entre las estrellas. Duncan agarró la lanza, observando, incluso
olvidando las ovejas durante un momento. La pequeña nube se hinchó y se
desvaneció.
Lucinda no quería irse por ahora, o dejar que él se fuese. Como animales
perseguidos, se abrieron paso por entre los pasillos que ella conocía bien por
sus días de paseos inquietos. Le guió esquivando los sonidos de lucha hasta
donde él quería ir.
Jor miró al otro lado de la última esquina, y retiró la cabeza para susurrar.
—Ahora mismo no hay nadie en la sala de guardias.
—Pero ¿cómo vas a entrar? Y además, dentro podría haber algunos
buitres y no vas armado.
Él rió sin emitir ningún sonido.
—¿Qué podría perder? ¿Mi vida? —giró la esquina.
Una vez que los gladiadores estuvieron libres y armados la lucha acabó
pronto, aunque ninguno de los miembros del culto intentó rendirse. Katsulos
y los dos acompañantes fueron los últimos en luchar en el interior del templo
de Marte, con el proyector de odio a máxima potencia y con las voces
grabadas rugiendo su canción. Quizá Katsulos esperaba someter a sus
enemigos a un ataque de furia autodestructiva, o quizá mantenía el proyector
como un acto de reverencia.
Cualesquiera que fuesen las razones, los tres en el interior del templo
absorbieron el efecto total. Ya antes, Mitch había visto escenas
desagradables, pero cuando atravesó finalmente la puerta del templo, tuvo
que apartar la vista durante un momento.
Hemphill sólo manifestó satisfacción al comprobar cómo el culto a Marte
había acabado a bordo de la Nirvana II.
—Primero examinemos el puente y la sala de máquinas. Luego podremos
limpiar todo esto y ponernos en marcha.
Mitch se alegró de seguirle, pero Jor lo retuvo un momento.
—¿Fueron ustedes los que activaron el contra proyector? Si así fue, les
debo algo más que mi vida.
Mitch lo miró inexpresivo.
—¿Contra proyector? ¿De qué habla?
—Pero debe haber…
Una vez que los otros se fueron, Jor se quedó en la arena, mirando
asombrado las delgadas paredes del templo de Venus, donde no se podía
ocultar ningún proyector. Luego le llamó una voz de mujer y Jor también se
apresuró a salir.
En la arena se produjo medio minuto de silencio.
—Ha concluido la situación de emergencia —dijo la voz de la estación de
intercomunicación a la fila de asientos vacíos—. Los registros de la nave
vuelven a sus operaciones normales. La última pregunta planteada se refería
al diseño de los templos. Los versos de Chaucer relativos al templo de Venus
son:
Había pasado por muchas cosas incluso antes de caer aquí, y el sueño
pudo con él. Luego sólo fue consciente de ruidos fuertes que le despertaban.
Despertó por completo con miedo. Después de todo el berserker no estaba
indefenso. Dos de sus máquinas de tamaño humano se hallaban en el exterior
de la puerta de vidrio, trabajando. Karlsen alargó la mano para coger la
pistola. El arma no iba a servirle de nada, pero esperó, con ella preparada. No
podía hacer otra cosa.
Había algo extraño en la apariencia de los robots mortíferos; estaban
cubiertos de una capa plateada. Parecía escarcha, excepto que sólo se
formaba en las superficies delanteras, y de ellas fluía hacia la parte de atrás
en flecos y colas, como las líneas de velocidad de un dibujante solidificadas.
Las figuras eran bastante sustanciales. Los golpes que daban a la puerta… un
momento. No forzaban la frágil puerta. A los asesinos metálicos del exterior
les envolvía y retenía una telaraña plateada con la que este espacio loco y
apresurado les había cubierto. Atenuaba los rayos láser al intentar entrar
quemando. También reducía las explosiones.
Una vez probado todo, se fueron, saltando de roca en roca hacia la
nodriza metálica, vistiendo las llameantes superficies blancas como capuchas
de vergüenza por su derrota.
Les lanzó insultos. Pensó en abrir la puerta y dispararles con la pistola.
Llevaba un traje espacial, y si ellos podían abrir la portezuela del berserker
desde el interior él también podría abrir ésta. Pero decidió que sería malgastar
la munición.
En una región ignota de su mente había concluido que para él sería mejor,
dada la situación actual, el no pensar en el tiempo. No veía ninguna razón
para discutir la decisión, y pronto dejó de saber si habían pasado horas,
días… semanas.
Hacía ejercicio y se afeitaba, comía, bebía y eliminaba. El sistema de
reciclado del bote funcionaba bastante bien. Todavía disponía del «ataúd» y
podría decidirse por un largo sueño… pero no gracias, todavía no. Tenía en
mente la posibilidad de rescate, mezclando la esperanza con su miedo al
tiempo. Sabía que al día de su caída no se había construido ninguna nave
capaz de seguirle y sacarle. Pero las naves mejoraban continuamente. Si
pudiese aguantar algunas semanas o meses subjetivos mientras en el exterior
pasaban algunos años. Sabía que había gente que intentaría localizarle y
salvarle si había esperanza.
De estar casi paralizado por el entorno, pasó por una fase de exaltación, y
luego rápidamente alcanzó el… aburrimiento. La mente se ocupaba de sus
propios asuntos y se apartaba de todos esos eternos milagros relucientes.
Dormía bastante.
En un sueño se vio a sí mismo a solas en el espacio. Se veía desde una
distancia tal que la figura humana se convierte en una mota para el ojo
humano. Con un brazo casi invisible, él en la distancia dijo adiós, y luego se
alejó caminando, en dirección hacia unas estrellas blanquiazules. Al principio
los movimientos de las piernas eran apenas perceptibles, y luego se tornaron
en nada a medida que la figura se reducía, perdiendo existencia ante la boca
del abismo.
Estaba cuerdo, pero quizá le tomaron por loco. Como para seguirle la
corriente empezaron a mirar a su alrededor. Al frente se alzaba un grupo
nuevo de prominencias en forma de cabeza de dragón, más allá del horizonte
tormentoso al borde del mundo. Los hombres que fruncían el ceño miraron al
frente hacia los dragones, a su alrededor para ver bucles arco iris como
dientes de sierra de piedra, hacia abajo contemplaron las profundidades del
infierno, a lo alto las lanzas ponzoñosas de estrellas blanquiazules que se
manifestaban visibles sobre el abismo.
Luego los dos, todavía frunciendo el ceño sin comprender, miraron de
nuevo a Karlsen.
Se sentó en la silla, sosteniendo la pistola, esperando, sin tener nada más
que decir. Sabía que la nave berserker tendría botes a bordo, y que podía
construir máquinas asesinas parecidas a los hombres. Éstas eran casi tan
buenas como para engañarle.
Las figuras del exterior sacaron un pizarrín de alguna parte.
Miró atrás. Las nubes de polvo levantadas por las armas del berserker se
habían estabilizado a su alrededor, ocultándolo junto con las líneas de fuerza.
Oh, si pudiese creer que se trataba de hombres.
Hicieron gestos enérgicos y escribieron más cosas.
Y luego:
No se atrevió a leer más mensajes por miedo a creerlo, a correr hacia sus
brazos de metal para quedar destrozado. Cerró los ojos y rezó. Después de un
buen rato volvió a abrirlos. Los visitantes y el bote habían desaparecido.
No mucho después —por su percepción del tiempo— se produjeron
destellos de luz en el interior de la nube de polvo que rodeaba el berserker.
¿Una lucha, a la que alguien había traído armas que funcionarían en este
espacio? ¿U otro intento por engañarle? Ya vería.
Observaba con atención cómo otro bote de rescate, muy parecido al
primero, surgía de la nube de polvo dirigiéndose hacia él. Se situó al lado y se
detuvo. Salieron otras dos figuras con traje espacial y empezaron a cubrirse
de plata.
En esta ocasión tenía preparada la indicación.
La batalla fue larga para ser en el espacio profundo, durando bastante más
de una hora, y tan feroz como cualquier enfrentamiento en el que el bando
perdedor no tenga expectativas de sobrevivir. El comandante Ridolfi había
enfrentado su crucero pesado, la Dipavamsa, con una habilidad desesperada
que, en dos ocasiones, en cuestión de minutos, evitó la destrucción
instantánea por misiles berserker, y hasta el último miembro de la tripulación
tuvo un comportamiento soberbio ejecutando esas decisiones de manera que
pudiesen realizarse de forma lenta de tal suerte que los cerebros humanos
pudiesen cooperar con los ordenadores esclavos.
Evidentemente, la tripulación humana se enfrentaba a la muerte o algo
peor si perdía. Y el berserker, su enemigo inanimado, se enfrentaba a su
propio análogo de muerte o algo peor que la muerte. Perder implicaría la
destrucción, lo que para el berserker no significaba nada si con la destrucción
obtenía la victoria. Pero la destrucción en la derrota implicaría el fracaso total
en el logro de otros hitos hacia la meta programada, la aniquilación de toda la
vida, allí donde o cuando pudiese atacarla.
A bordo de la Dipavamsa sólo había cuatro pasajeros civiles, incluyendo
a Otto Novotny, quien en su larga vida nunca antes había estado tan cerca de
una batalla y que se sentía demasiado viejo y demasiado barrigón para tales
empresas. Aun así, estaba más vigilante que los otros civiles, y se había
puesto su armadura espacial tan pronto como había sonado el klaxon de la
Estación de Batalla, mientras los otros tres seguían preguntándose en voz alta
si se trataba de un ejercicio.
Diez segundos más tarde el primer misil berserker dio contra las pantallas
defensivas del crucero, a sólo un kilómetro del casco, y así quedó claro.
La Dipavamsa luchaba por su supervivencia a varios años luz de
cualquier estrella, siguiendo una ruta comercial por la que no se había
atrevido a pasar ningún vehículo desarmado durante los últimos meses
estándar. La máquina berserker, una esfera de unos cuarenta o cincuenta
kilómetros de diámetro, todo blindaje, ordenadores de combate, armamento
pesado y motores, había aguardado como una araña en medio de su tela de
detectores que había plantado en el subespacio. La región donde existían los
detectores era contérmina a una en el espacio normal donde un estrecho de
gran vacío se curvaba entre dos nebulosas, formando un cuello de botella de
sólo unos pocos miles de millones de kilómetros de ancho a través del cual se
podía lograr un paso razonablemente rápido. Cuando una nave tripulada se
atrevía a pasar por el estrecho —ya fuese un crucero pesado o no— el
berserker pasaba al ataque.
Junto con sus armamentos de campos y contracampos como naves
oceánicas de antaño, los gigantescos contendientes metálicos enfrentados
pasaron al espacio normal, donde permanecerían hasta que se decidiese la
batalla. Después de que el primer misil del enemigo reverberase a través del
casco del crucero, Novotny pensó que la batalla probablemente se decidiría
de una forma u otra antes de que pudiese ponerse por completo esa armadura
tan poco familiar. Los esfuerzos se complicaban a causa de la súbita falta de
gravedad; hasta el último ergio de las energías del crucero se requería
urgentemente para asuntos más importantes que mantener lo alto arriba.
Pero perseveró, trabajando con la misma velocidad metódica con la que
habitualmente resolvía problemas de naturaleza muy diferente, y finalmente
consiguió ponérsela. Tan pronto como hubo sellado el último cierre y se
preguntaba qué hacer a continuación, una explosión y un rayo abrieron el
casco de la Dipavamsa. Las escotillas se cerraron para sellar los
compartimentos, pero no había forma de contener el aire en esos
compartimentos y Novotny vio cómo se apagaban, como llamas de velas, las
vidas de sus compañeros que habían sido demasiado lentos.
Después la batalla se transformó en una confusión de esfuerzos
generalmente físicos para los humanos que tomaban parte. Especialmente
para Novotny, quien tenía menos idea de lo que esperar que cualquiera de los
otros tripulantes del crucero y que tampoco tenía una forma tan buena como
ellos. Entonces el berserker decidió lanzar algunas de sus máquinas auxiliares
a través de la estrecha zona de nadie de espacio para intentar abordar el
crucero. Podría emplear la nave si pudiese capturarla razonablemente intacta,
y probablemente quisiese prisioneros vivos.
Evidentemente, los prisioneros eran útiles para interrogarlos, después de
lo cual un berserker los mataba con rapidez; estaba programado
exclusivamente para lograr la muerte, no el sufrimiento, aunque por supuesto
estaba más que dispuesto a aplicar una tortura juiciosa para extraer
información valiosa para avanzar en la causa de la muerte. Y los prisioneros
eran necesarios para los experimentos que los berserkers realizaban en
abundancia, en un esfuerzo por descubrir qué hacía que el Homo Sapiens,
una especie que ahora se extendía por esta parte de la galaxia, fuese una
forma de vida resistente a su implacable programa de esterilización.
Los berserkers eran naves automáticas de guerra, construidas por una
especie desconocida para luchar en una guerra interestelar concluida eones
atrás; habían sobrevivido a sus enemigos originales y también a sus
creadores, habiendo sido programadas y equipadas para reconstruirse y
reproducirse. Intentando todavía continuar con la tarea programada
originalmente, habían realizado una marcha casi eterna por los brazos en
espiral dejando sólo destrucción a su paso.
Mientras seguía los movimientos de los brazos del comandante, que
indicaban el traslado de personas con traje de un compartimento lamentable a
otro, Novotny tuvo oportunidad de mirar a través del casco agujereado para
dar su primer vistazo al enemigo. El casco monstruosamente esférico del
berserker era visible debido al resplandor cereza de los cráteres que las armas
del crucero habían abierto en su piel blindada. Mientras Novotny miraba,
apareció un cráter ardiendo con una potencia que parecía devorar como un
cáncer las entrañas metálicas del enemigo. Pero, a su vez, el crucero se
estremeció y agitó. La misma mano invisible escogió a Novotny y al
comandante Ridolfi y chocaron juntos contra un mamparo, evitando los
huesos rotos sólo por efecto de los trajes.
En ese punto, algunas de las máquinas de abordaje berserker, que eran un
poco mayores que los hombres y de formas diversas, se las arreglaron para
subir a bordo de la Dipavamsa, y Novotny tuvo la oportunidad de ver al
enemigo bien de cerca. Hombres, algunos de los cuales eran veteranos
endurecidos, gritaban de terror, pero su actitud inconscientemente mantenida
era que, en momentos así, uno apenas podía permitirse perder el tiempo con
el miedo. Vagamente consideró la situación como algo similar a enfrentarse a
una fecha límite editorial totalmente imposible; algo que no servía de nada
era el pánico. Siguió lo mejor que pudo las indicaciones que gritaba el
comandante, y se mantuvo alerta. Al final tuvo su oportunidad de disparar al
enemigo, empleando un pequeño rifle sin retroceso que había arrancado de
entre las manos de un camarada caído.
Para entonces —por lo que Novotny confusamente comprendía a partir de
los fragmentos de jerga de combate que le llegaban al casco—, el
comandante Ridolfi había ordenado al segundo oficial y a una selección de la
tripulación que se refugiasen entre los ventisqueros y oleadas de material
nebular del espacio cercano, corriendo por donde el abultado berserker no
podría ir a buena velocidad. Era una fingida aceptación de la derrota, con la
intención de hacer creer al enemigo que abandonaban el barco, una táctica de
batalla destinada a atraer al enemigo dañado allí donde un contraataque
valeroso pudiese destruirlo.
El propio Ridolfi, como oficial al mando del crucero, y Novotny como
equipaje más o menos inútil, fueron de los que se quedaron a bordo e
intentaron retrasar al enemigo por entre los corredores. El vacío alrededor del
casco de Novotny seguía zumbando y cantando con las extrañas energías de
la batalla; sostenía su rifle sin retroceso y seguía disparando hacia las
máquinas de abordaje del enemigo en cuanto veía una. No le hubiese sido
posible decir si sus disparos tenían algún efecto. También intentó mantenerse
junto a Ridolfi; fuese porque se sentía en situación ligeramente peligrosa a su
lado, o porque de esa forma esperaba mejorar las posibilidades de ser útil, no
se molestó en considerarlo. Ridolfi seguía lanzando órdenes, pero se referían
a miembros de la tripulación.
Los dos seguían juntos, intentando defender la sala de control central de
la nave, cuando la muerte golpeó más cerca que en ningún otro momento.
Llegó muy rápido. En un momento dado, Novotny miraba a Ridolfi
buscando alguna pista sobre qué hacer a continuación, y al momento
siguiente una máquina berserker que parecía un cruce entre un ciempiés y un
cangrejo se les lanzó encima y quedaron convertidos en prisioneros. Garras
de acero que se movían con la facilidad de la potencia atómica arrancaron el
lanzacohetes de Novotny de entre sus manos y también el arma del
comandante. Entonces el berserker cambio su agarre, sosteniendo al par de
humanos indefensos con una única garra, y luego máquina y hombres
descendieron juntos mientras un nuevo campo golpeaba al crucero desde el
exterior. El segundo oficial y su tripulación escogida, en una lanzadera
todavía intacta, habían iniciado el contraataque.
El cangrejo-ciempiés quedó destrozado, cortado casi por la mitad cuando
la lanzadera envió algo parecido al Ángel del Señor para atravesar invisible la
nave, cortando selectivamente, pasando por encima de los frágiles cuerpos
humanos y las máquinas que podía identificar, de alguna forma, como
propiedad humana.
La masa del antiguo captor y el agarre tenaz que no se había relajado con
la destrucción del cerebro computerizado retenían a Novotny en un ángulo
entre la cubierta y el mamparo, rodeado de chatarra. A su lado Ridolfi gruñía
y luchaba con dificultades similares. Luego, de pronto, abandonaron sus
esfuerzos por liberarse, mientras simultáneamente dejaban incluso de
respirar; otra máquina berserker entraba en la sala de mando dañada.
Si era consciente de su presencia, no se volvió. Se movió directamente
hacia uno de los paneles frente al cual se sentaba habitualmente un astrogador
humano, y con asombrosa delicadeza empezó a separar el panel de la
estructura. Con esmero —parecía que casi con timidez— buscó los cierres
del panel, sacándolos y pinchándolos con dispositivos de agarre que podrían
haber arrancado el panel como si fuese papel higiénico.
… trabajaba con mucho cuidado, y ahora casi tenía lo que buscaba. Buscó
en el interior y sacó… muy lentamente…
… una pequeña caja de metal…
Que estalló convertida en una bola de llamas incluso mientras el berserker
con toda delicadeza la liberaba de sus conexiones, un resplandor que en caída
libre lanzó las llamas en un sol de radios rectos, una masa de gloria radiante
que el enemigo instantáneamente ocultó. Sin pausa el enemigo se volvió para
agarrar una masa de material impreso que se movía ingrávida por la cubierta.
La metió en su interior, con una portezuela cerrándose protectora sobre el
orificio, y la máquina desapareció, volviendo a salir de la sala con velocidad
inhumana.
—Novotny. —Los dos volvían a respirar, volvían a luchar contra las
garras muertas que les aprisionaban—. Mire… ¿puede desplazar el peso
hacia aquí? Apóyese ahí, quizá pueda sacar una mano de la garra…
Después de un minuto o dos de esfuerzos cooperativos los dos estaban
libres. Desde una distancia comparativamente alejada, a través del casco
seguían llegando los impactos y reverberaciones de la batalla.
—Novotny, escúcheme. —El comandante hablaba mientras miraba a la
pistola, que había pillado de entre un remolino de desecho ingrávido que se
había situado en medio de la sala—. Buscaba la base de datos de
astronavegación. Ésa cosa que estalló en llamas.
—Lo vi.
—No obtuvo lo que buscaba porque las cargas de destrucción se
dispararon al sacarla. Pero debe precisar desesperadamente información de
astronavegación o no habría mandado una máquina a buscarla antes incluso
de que haya terminado la batalla. Quizá sus propias bases de datos estén
dañadas.
Novotny movió la cabeza en el interior del casco, indicando que por
ahora comprendía.
El comandante volvía a tener la pistola, sostenida ausente en la mano
derecha, y con la mano izquierda agarró brevemente el brazo de Novotny.
—Creo que en su camarote usted tiene algo que podría usar como
substituto. Creo que viaja usted con una nueva edición completa de la
Enciclopedia Galáctica en microalmacenamiento… y la EG ofrece
coordenadas galácticas para todos los sistemas habitados, ¿no?
Novotny asintió de nuevo. Ahora que había permanecido inmóvil durante
un rato, sus músculos empezaban a resentirse del esfuerzo desacostumbrado.
Podía oír el resuello de su respiración, y el cuerpo empezaba a sentirse como
plomo líquido. De no haber estado en caída libre, ya estaría mareado y
necesitaría sentarse. Décadas en un despacho de ejecutivo de alto nivel le
habían dejado demasiado gordo y demasiado viejo para estas tonterías.
Pero ahora volvía a moverse, manteniéndose a la altura del ágil
comandante mientras se abría paso por entre las ruinas de la sala de control,
que ahora no parecía estar en buena forma para controlar nada.
—Entonces iremos a su camarote —decía el comandante—, mientras
tengamos una oportunidad. ¿Tiene allí la única copia de la enciclopedia?
—Sí.
—Debemos destruirla.
Habían arrancado por un corredor, y allí entrevieron a una máquina
moviéndose por delante, y la vibración de su tránsito masivo atravesó los
mamparos hasta sus manos. Refugiándose en una puerta, esperaron a que se
fuese.
El comandante intentaba continuamente establecer contacto con el
segundo oficial por medio de la radio del traje, pero no parecía recibir
respuesta. Quizá, pensó Novotny, simplemente fuese que el espacio
intermedio estuviese demasiado ruidoso.
—Comandante —preguntó, cuanto tuvo una oportunidad momentánea—.
¿En qué sector nos encontramos? De la galaxia, quiero decir, en coordenadas
galácticas revisadas.
Los ojos de Ridolfi lo miraron con total atención en lo que podría ser la
primera vez.
—Sector omicrón, anillo once… ¿qué importa? Oh, quiere saber qué
volumen habrá que destruir primero. Buen razonamiento. La maldita máquina
estará demasiado deshabilitada para salir sin ayuda de omicrón. No creo que
pueda atrapar otra nave, incluso si pasase alguna. Intentará encontrar un
planeta cercano sin defensas, a uno o dos años luz si fuese posible, donde
haya máquinas de las que pueda apoderarse y materiales que pueda emplear
para repararse.
—¿Y ahora mi enciclopedia es el único medio para localizar tal planeta?
—Tal y como yo entiendo la situación. No puede ponerse a visitar
estrellas al azar, la posibilidad de éxito es demasiado pequeña… ¿recuerda el
material impreso que cogió en la sala de control? Era una copia de lo que
llamamos hoja de información militar, que obtenemos al presentar el plan de
vuelo. Entre otras cosas contiene una lista de todos los planetas con defensas
a lo largo de nuestra ruta… los lugares donde podríamos buscar ayuda en
caso de emergencia. Supongo que irá a por uno de ellos si no puede encontrar
nada mejor. Pero en su libro de referencia es muy probable que encuentre la
dirección de algunos sin defensas… la guerra es muy reciente en esta zona de
la galaxia, ¿recuerda?
El rostro de Novotny manifestaba una expresión de duda, pero el
comandante ya no le miraba.
—La costa está despejada, Novotny. A moverse.
Los dos volvieron a ponerse en movimiento, nadando y agarrándose en
caída libre. Por el momento tuvieron suerte; no vieron a más berserkers al
llegar al corredor de camarotes y nadar por él hasta la puerta del camarote de
Novotny. La puerta había quedado atorada por un retorcimiento de la nave, y
a los hombres les llevó uno o dos momentos de esfuerzos el liberarla.
Luego dentro.
—¿Dónde está?
—Sobre la mesa, comandante. Ya está insertada en el lector. Pero espere.
—Una nueva ansiedad había aparecido en la voz de Novotny—. No estoy
seguro de que la destrucción sea lo más inteligente.
El comandante Ridolfi se limitó a mirarle.
—Retírese.
Pero Novotny todavía no se había movido cuando una tercera figura se
les unió de pronto en medio del camarote; el primo del cangrejo-ciempiés,
que elevó una multitud de garras.
El comandante volvió a apuntar la pistola, pero no al berserker.
Consideraba que la batalla y su vida estaban perdidas, y más importante
que quizá dañar una de las máquinas berserker sería negarle la información
sobre nuevos blancos. Apuntaba a la máquina lectora que formaba una
especie de escultura sosa sobre la mesa.
Novotny se abalanzó y apartó el brazo de Ridolfi.
El berserker, a punto de matarlos a los dos, vacilo una fracción de
segundo al observar la lucha. ¿Alguna de esas unidades vitales deseaba
convertirse en buenavida, un voluntario aliado en la causa de la Muerte?
Tales conversiones se habían producido antes, en varias ocasiones, y una
buenavida podía ser muy útil. ¿Y qué había sobre la mesa tan importante
como para que una unidad vital luchase por destruirlo…?
Desde la lanzadera llegó la siguiente fase del contraataque. El camarote
casi se parte por la mitad. El berserker atacó a Ridolfi, y el comandante vio
cómo volvía a perder la pistola, antes de dispararle, y también el brazo hasta
casi el hombro. El traje se sellaría alrededor de la herida, pensó, sufriendo un
shock masivo que convertía todo lo demás en trivial. Vio cómo las garras del
berserker arrancaban el lector de la mesa, y las armas de la lanzadera
volvieron a disparar. Un nuevo hálito de atmósfera escapando giró alrededor
del crucero a partir de un compartimento recién roto, y con el último
resplandor de su consciencia el comandante pudo ver las estrellas.
Las letras dejaron abruptamente de fluir por la pantalla. La voz del oficial
de comunicaciones dijo:
—Una gran ráfaga de ruido, capitán, las señales del planeta se cortarán
durante un tiempo. Éste sol es una estrella muy activa… un momento señor.
Las navecillas nos envían voz y vídeo. Pero las señales están tan alteradas
que no podemos entender nada.
—Transmítanles en punto y raya, díganles que nos tienen que responder
así. Repita el aviso de que tienen que identificarse. Y siga intentando
descubrir qué nos quieren decir desde el planeta. —El capitán volvió la
cabeza para mirar al segundo oficial en el asiento de combate adjunto—.
¿Qué opinas, Miller? ¿Una de las dos navecillas puede ser un berserker?
Miller, por naturaleza un hombre algo taciturno, se limitó a agitar la
enorme cabeza en gesto de pesimismo, juntó las cejas pobladas y dejó el
habla para la información fáctica:
—Señor, he estado trabajando en la identificación de las dos naves
activas. La que está más cerca del planeta es tan pequeña que no parece más
que un bote salvavidas. Extrapolando hacia atrás a partir de la posición y
rumbo actuales, parece que podría haber salido de la tercera nave, la que vaga
sin rumbo, hará un par de horas.
»La segunda nave es una verdadera nave interestelar; podría ser una nave
correo monoplaza o incluso el yate privado de alguien. O un berserker, claro.
—El enemigo adoptaba todas las formas y tamaños.
Todavía no se habían recibido noticias de la nave grande a la deriva,
aunque el acorazado le enviaba continuamente mensajes amenazadores, ahora
en punto y raya. Detección informaba de que giraba lentamente alrededor del
eje mayor, lo que era consistente con la teoría de que se trataba de un pecio
abandonado. Liao volvió a comprobar el estado de comunicación con el
planeta, pero seguían cortados por el ruido.
—Pero aquí tenemos algo, capitán. De la supuesta nave correo llegan
puntos y rayas. Código estándar, como antes, que recibimos a una velocidad
manual moderada.
De inmediato empezaron a fluir más letras por la pantalla principal del
puente.
—Maldición, ahora sí que la han jodido. ¿Por qué no pidieron a los dos
hombres que se describiesen para luego comprobar qué descripción se
ajustaba a lo que vieron?
—Comunicaciones una vez más, puente. Puede que lo intentasen, señor,
por lo que sabemos. Hemos vuelto a perder el contacto con la superficie,
incluso en código. Supongo que el viento solar está arreciando. Las
condiciones en la ionosfera del planeta deben ser muy malas. En cualquier
caso, aquí hay un poco más desde la Etruria.
QUÉ QUIEREN QUE HAGA PARA DEMOSTRAR QUE SOY
HUMANO RECITAR POESÍA CIEN CAÑONES POR BANDA
STOP REZAR NUNCA MEMORICÉ NINGUNA ORACIÓN STOP
VALE ME RINDO DISPÁRENNOS A LOS DOS FIN DEL
MENSAJE.
Y luego nada, el resto del mensaje desapareció cuando Oss y sus nobles
compañeros de clase desaparecieron y con ellos la mitad superior de la pared.
—¡Aquí, capitán! ¡Mire! —Un marine le llamaba emocionado.
A lo que apuntaba se encontraba en la parte inferior de la pared y no
llamaba la atención, al haber sido trazado con un instrumento de escritura
más fino que el resto de los graffitis. Simplemente decía: Henri y Winifred.
Liao lo miró, primero con súbita esperanza en el corazón y luego con la
sensación de hundimiento que tan familiar le empezaba a resultar. Frotó el
texto con el pulgar enguantado; no salía nada. Dijo:
—¿Puede alguien verificar en siete minutos si esto lo escribieron después
de la desaparición del aire? Si es así, parecería demostrar que Henri y
Winifred andaban por aquí. En caso contrario, no demuestra nada. —Si el
berserker había estado aquí, podría haber almacenado con facilidad esos
nombres en su memoria sin vida, para usarlo en la construcción de su
historia.
»La pregunta es, dónde están Henri y Winifred ahora —le dijo Liao al
teniente, que se había acercado flotando, preguntándose, como evidentemente
se lo preguntaban todos, qué hacer a continuación—. Quizás esa del vestido
de fiesta fuese Winifred.
El marine respondió:
—Señor, por lo poco que podemos ver, bien podría ser Henri. —Se fue a
dirigir a sus hombres, y a esperar a que el capitán le dijese qué más debía
hacer.
A poca distancia de los nombres, había un mensaje en inglés escrito con
la misma letra y aparentemente con el mismo instrumento, que bajaba la
pared diciendo:
Oh Kiss
Be Me
A Right
Fine Now
Girl Sweetie[1]
Todos los años anteriores de trabajo, y más que eso, también todo su
futuro, dependían de este momento.
Con una silla olvidada en algún lugar detrás de él, Sabel se alzaba
ataviado con el hábito azul que tan a menudo le servía como bata de
laboratorio. Sus manos agarraban esquinas opuestas de la alta consola de
control que era como un púlpito. Tenía la cabeza echada hacia atrás, con los
ojos cerrados, con el pelo oscuro cubierto de sudor colgando en algo más que
la confusión habitual sobre su alta y pálida frente.
Estaba solo, en lo que concernía a cualquier otra presencia humana. La
enorme cámara de piedra en la que se hallaba se encontraba, por el momento,
en silencio.
Todos estos años de trabajo… y aunque durante los últimos días había
estado ensayando mentalmente este momento hasta el agotamiento, todavía
se sentía inseguro de cómo comenzar. ¿Debería empezar con una serie de
preguntas cautelosas y de prueba, o debería atacar de inmediato con su
verdadero objetivo?
Ahora ya no podía seguir tolerándose la vacilación. Pero la precaución,
como había sucedido habitualmente durante sus ensayos mentales,
prevaleció.
Con los ojos abiertos, Sabel miró a los bancos de trabajo llenos de equipo
que permanecían dispuestos frente él. Tranquilamente, dijo:
—Eres lo que los humanos llaman berserker. Confírmalo o niégalo.
—Lo confirmo. —La voz era familiar, porque la conexión le asignaba los
mismos tonos que empleaba habitualmente el ordenador del laboratorio. Era
una familiaridad que no debía consentir en lo más minino que se transformara
en tranquilizadora.
Por ahora, al menos, éxito.
—Comprendes —afirmó Sabel—, que te he restaurado a partir de un
estado de casi total destrucción. Yo…
—Destrucción —repitió la alegre voz del banco de trabajo.
—Sí. Comprendes que ya no tienes el poder de destruir y robar la vida.
Que ahora estás limitado a responder a todas mis…
—Robar vida.
—Sí. Deja de interrumpirme. —Levantó la mano para limpiarse el sudor
de los ojos. Vio como la mano le temblaba por la tensión que
inconscientemente aplicaba a la consola—. Bien —dijo, y tuvo que detenerse,
intentando recordar dónde se encontraba dentro de su planificación de
preguntas.
Durante la pausa, la voz de los altavoces del laboratorio dijo:
—En ti hay vida.
—Sí, la hay. —Sabel consiguió reafirmarse, recuperar la compostura—.
Vida humana. —Con los ojos oscuros mirando firmemente desde el otro lado
del laboratorio, miró a los largos bancos cableados donde se extendía su
enemigo cautivo, constreñido, con los elementos vitales expuestos como los
de un humano indefenso sobre el potro de tortura. No es que pudiese torturar
a lo que no tenía nervios y no estaba vivo. No es que hubiese a la vista algo
parecido a una figura humana. Todo lo que aquí había del berserker estaba
fragmentado. Una caja aquí, otra allá, entre ellas un constructo químico en un
tanque, todo ese complejo cableado a un banco cercano que sostenía filas de
cristales semimateriales.
Una vez más, los familiares altavoces del laboratorio emitieron palabras
alienígenas.
—Es preciso destruir la vida.
No tomó a Sabel por sorpresa; no era más que una reafirmación de la
orden fundamental programada en todos los berserkers. Eran máquinas
fabricadas por constructores desconocidos de un mundo desconocido, en una
época en que quizá ninguna criatura que hubiera vivido en Sari hubiese
podido ver las estrellas como poco más que puntos de luz. Que la afirmación
se manifestase tan a las claras sólo produjo esperanza en Sabel; parecía que al
menos la cosa no iba a empezar mintiéndole.
Parecía también que había establecido un control físico firme.
Examinando los indicadores que tenía frente a él, en la consola, no encontró
señales de peligro… sabía que, ante la más mínima oportunidad, su enemigo
iba a intentar ejecutar su programación básica. Evidentemente, lo había
separado de todo lo que pudiese usarse como arma. Pero no estaba
completamente seguro de la funcionalidad de todos los componentes del
berserker que había traído al laboratorio y había conectado. Y, por supuesto,
el laboratorio estaba lleno de armas potenciales. Había campos, eléctricos y
de otro tipo, lo suficientemente potentes para acabar con la vida humana.
Había objetos que se podían convertir en proyectiles mortales simplemente
aplicando una fuerza moderada. Para evitar cualquier improvisación, Sabel
había establecido un anillo defensivo de fuerza para que rodease los bancos
sobre los que yacía atado el enemigo. Y, para asegurarse, otra cortina de
campos colgaba alrededor de su persona y la consola. Los campos eran casi
invisibles, pero las viejas piedras del muro más alejado del laboratorio
adquirían y perdían nuevos tonos de luz en aquellos puntos donde la rozaban
los componentes giratorios del campo y donde se volvían a alejar.
No es que pareciese probable que el cerebro berserker en su estado actual
limitado y casi incorpóreo pudiese controlar armas suficientes ni para matar a
un ratón. Ni tampoco habitualmente Sabel se excedía en cuestión de
precaución. Pero, como se repetía una y otra vez, comprendía muy bien con
qué estaba tratando.
Se había detenido de nuevo, buscando tranquilidad en los indicadores que
tenía delante. Todo parecía ir bien, y siguió hablando:
—Busco información. No se trata de información militar, por lo que
cualquier inhibición con que te hayan programado al respecto de responder
preguntas humanas no se aplica en este caso. —No es que creyese que un
berserker fuese a seguir tranquilamente sus instrucciones. Pero no se perdía
nada intentándolo.
La respuesta de la máquina se retrasó más de lo que esperaba, así que
empezó a creer que el intento había tenido éxito. Pero luego llegó la
respuesta.
—Podría intercambiar contigo ciertos tipos de información a cambio de
vidas que destruir.
Tiempo atrás la posibilidad de una propuesta similar había cruzado la
mente de Sabel. En la sala contigua aguardaba una jaula de pequeños
animales de laboratorio.
—Soy cosmofísico —dijo—. En particular, intento comprender el
Radiante. En los registros de las observaciones pasadas del Radiante hay un
largo hueco que me gustaría llenar. El hueco se corresponde al periodo de
varios cientos de años estándar cuando los berserkers ocupaban esta
Fortaleza. Ése periodo concluyó con la batalla donde fuiste herida. Por tanto,
creo que es probable que tu memoria contenga algunas observaciones que me
serían muy útiles. No es necesario que se trate de observaciones formales del
Radiante. Cualquier escena grabada bajo la luz del Radiante podría serme
útil. ¿Comprendes?
—A cambio de darte esos registros, ¿qué vidas me ofreces destruir?
—Puedo dar varias. —Impaciente, Sabel una vez más pasó la vista por la
fila de indicadores. Sus instrumentos de grabaciones examinaban ansiosos,
recogiendo a gran velocidad los datos necesarios para obtener al menos una
comprensión parcial del funcionamiento del cerebro muerto de su enemigo.
En una veintena de puntos las sondas seguían sus signos vitales.
—Déjame destruir una ahora —pidió la voz que sonaba humana.
—En su momento. Te ordeno que primero me respondas a una pregunta.
—No estoy obligado a responder a ninguna de tus preguntas. Déjame
destruir una vida.
Sabel abrió una entrada estrecha en los campos de fuerza defensivos y la
usó para ir a la sala contigua. Regresó en unos segundos.
—¿Ves lo que traigo?
—Entonces no me ofreces una vida humana.
—Eso sería totalmente imposible.
—Entonces a mí me resulta totalmente imposible darte la información.
Sin vacilar se volvió y fue a colocar el animal de vuelta en la jaula. Había
esperado que hubiese discusiones, regateos. Pero esta discusión no era más
que el primer nivel del ataque de Sabel. Realmente contaba con sus
instrumentos de recogida de datos. Sin duda el enemigo sabía que le
analizaba y sondeaba. Pero evidentemente no había nada que pudiese hacer
en contra. Mientras Sabel suministrase energía a su cerebro, éste
permanecería en funcionamiento. Y mientras funcionase, debía considerar
formas de matarle.
De vuelta a la consola, Sabel tomó más lecturas. Finalmente la pantalla
del ordenador le informó: DATOS PROBABLEMENTE SUFICIENTES
PARA REALIZAR UN ANÁLISIS. Dejó escapar el aliento con un suspiro
de satisfacción, y de inmediato le dio a ciertos botones, dejando que la
energía muriese. Más tarde, si fuese necesario, podría volver a activar la
maldita cosa y discutir un poco más. Ahora sus campos defensivos se
desvanecieron, dejándole libertad para caminar entre los bancos de trabajo,
donde estiró la espalda dolorida y los hombros con alegría silenciosa.
Sólo una precaución adicional, se detuvo a desconectar un cable. Ahora el
enemigo demoníaco no era más que hardware. Átomos cuidadosamente
dispuestos, moléculas medidas, trozos grandes de esto y aquello con forma.
¿Dónde estaba ahora el berserker que la humanidad temía tan
justificadamente? ¿Qué había dado a los templarios una razón para existir?
Ya no existía excepto en potencia. Desmonta el hardware, incluso al nivel
más bajo, y no descubrirás sus recuerdos. Pero reconecta esto y aquello,
aplica energía aquí y allá, y volverá a ocupar la realidad, tan maligno,
inteligente y lleno de información como antes. Un artefacto inmaterial de
materia. Un patrón.
No existía ninguna forma, ni siquiera en teoría, de torturar a una máquina
para que obedeciese, para sacarle información. Los propios ordenadores de
Sabel empleaban el algoritmo Van Holt, el avance matemático pertinente más
reciente. Incluso así no podían decodificar del todo los patrones ocultos, las
funciones trampa, que codificaban y ocultaban los recuerdos del berserker. El
mayor ordenador del universo humano probablemente no tuviese tiempo para
ello antes de que el universo en sí llegase a su fin. Los Constructores
desconocidos habían construido bien.
Pero había otras formas excepto la matemática pura de saltarse una cifra.
Quizá, pensó, hubiese intentado encontrar una forma de ofrecerle una vida,
de haber sido ése el único método que se le ocurriese.
Ciertamente primero iba a probar con otro. Debía haber, pensaba, una
forma de deshabilitar el propósito letal de un berserker conservando intactas
sus habilidades de cálculo y la memoria. Debió haber un momento, cuando
los Constructores vivos quisieron acercarse a sus creaciones, al menos en el
laboratorio, para probarlas y trabajar con ellas. No una forma fácil y simple,
quizá, pero algo. Y ahora Sabel dio instrucciones a sus ordenadores para que
encontrasen ese método, empleando la masa de datos acumulada midiendo al
berserker en operación.
Habiéndolo hecho, Sabel se echó atrás y examinó con cuidado su
laboratorio. No había razón para pensar que nadie fuese a entrar aquí en un
futuro cercano, pero sería estúpido arriesgarse. Para los guardianes, un
experimento con partes viables de un berserker se consideraría como una
prueba prima facie de actividad buenavida; y en el código templario, al igual
que en otros muchos sistemas legales humanos, el servicio voluntario a la
causa berserker se castigaba con la muerte.
En sí mismo, sólo algunos de los materiales a la vista podrían
incriminarle. Pensando fríamente, Sabel realizó algunas desconexiones y
reajustes. Algunas cosas las guardó en armarios, y de los armarios sacó otras
cosas para incorporar a los bancos. Sí, con esto bastaría. Sospechaba que la
mayoría de los guardianes probablemente ya no supiesen qué aspecto tenía el
interior de un berserker real.
Sabel se aseguró de que las puertas que salían del laboratorio, hasta el
pasillo al nivel de la galería, y a sus aposentos adjuntos, estuvieran cerradas.
Luego, silbando un poco, subió por la vieja escalera de piedra entre los
tragaluces y salió al tejado cubierto de vidrio.
Allí permaneció bañándose en la luz directa del Radiante. Se trataba de
un punto brillante a unos cuatro kilómetros por encima de su cabeza; la
presión de la gravedad inversa del Radiante lo situaba directamente encima
de la cabeza de cualquiera que se encontrase en la estructura de la fortaleza
que lo englobaba. Era un punto más brillante que una estrella pero más
oscuro que un sol, para nada doloroso a la vista. Alrededor de Sabel un
pequeño bosque de sensores, conectado a instrumentos de su laboratorio,
elevaba paneles y lentes en una mirada comunitaria, hacia ese mediodía
eterno. Empezó a moverse entre ellos, como tenía por costumbre,
comprobando mecánicamente la operación de los sensores, aunque por una
vez no pensaba para nada en el Radiante. Pensaba en el éxito allá abajo.
Luego, una vez más, levantó sus dos ojos humanos para mirar.
Creaba su propio cielo, a pesar del espacio limitado por la blanquecina
superficie interior de la fortaleza. Sabel podía ofrecer de memoria vastas
exposiciones detalladas sobre el espectro de la luz del Radiante. Pero sobre
qué color tenía exactamente, en términos de percepción del ojo y el cerebro…
bien, había varias opiniones sobre ese punto, y él por su parte seguía sin estar
seguro.
Dispersos por el intervalo a través de la gran curva del cielo interior
producido por la piedra blanquecina de la Fortaleza, Sabel podía ver otros
portales de vidrio como el suyo. Bajo algunos de ellos, otras personas
miraban, quizás a él. A través de un espacio vacío en la inmensa concavidad,
un ejército de máquinas de mantenimiento se movía por allí, demasiado lejos
para poder ver en qué trabajaban. Y, relativamente cerca, bajo el tejado de
vidrio de la gran plaza ceremonial, pasaba algo definitivamente poco
habitual. Una multitud de miles de personas, fenómeno excepcional en
cualquier momento dada la diminuta población de la Fortaleza, formaba una
masa circular, como células vivas atraídas por un imán biológico situado en
su centro.
Sabel lo había observado durante varios segundos, e iba a coger un
pequeño telescopio para observarlo más de cerca, cuando recordó que era la
fiesta de Ej. Helen, lo que lo explicaba todo. De hecho, había escogido
deliberadamente esta fiesta para su experimento crucial, sabiendo que el
ordenador principal de la Fortaleza estaría hoy libre de muchos asuntos
rutinarios, con toda su potencia disponible para él por si le era necesaria.
Y, en el fondo de su mente, también comprendió que probablemente
debería presentarse en al menos una de las ceremonias religiosas del día. Pero
esa reunión en la plaza…, no podía recordar ninguna ceremonia, desde su
llegada a la Fortaleza, que hubiese atraído a una multitud semejante.
Mirando por el telescopio a través de su techo de vidrio y a través del
circular que sellaba la plaza del espacio vacío, vio que la multitud estaba
centrada alrededor de la estatua de bronce de Ej. Helen. Y en un hombre de
pie en un pequeño espacio libre frente a la estatua, un hombre con los brazos
en alto como si se dirigiese a la multitud. El ángulo no era el adecuado para
que Sabel pudiese verle la cara, pero las túnicas azul y púrpura hacían que la
figura distante fuese inconfundible. Era el Potentado, que finalmente había
llegado a la Fortaleza en su aparentemente interminable gira por sus muchos
mundos vasallos.
Sabel no podía recordar, aunque se esforzaba, si tal visita estaba prevista,
pero claro, últimamente Sabel había estado más aislado de lo habitual en su
trabajo. Para él la visita tenía implicaciones prácticas, y con rapidez tendría
que descubrir más sobre el acto. Porque la agenda de cualquier persona de
importancia que visitase la Fortaleza era muy probable que incluyese en
algún momento una inspección formal del laboratorio de Sabel.
La visita del Potentado al laboratorio fue bien. Llevó más tiempo del que
Sabel había previsto, y le felicitaron por su trabajo, y al menos el gran líder
pareció entender una parte. No fue hasta la mañana siguiente, cuando Sabel
se preguntaba cuándo debería volver a llamar a Greta, cuando oyó durante un
encuentro casual con un colega que habían arrestado a una joven innominada
del distrito del espectáculo.
Posesión de un dispositivo restringido, era la acusación. El primer arresto
de ese tipo en años, y aunque no se había realizado todavía ningún anuncio
oficial, la Fortaleza zumbaba por el acontecimiento, probablemente
transmitiendo varias versiones. La forma de expresar la acusación indicaba
que al menos se sospechaba que la acusada había mantenido contacto real
con un berserker; era el mismo cargo, técnicamente, del que hubiesen
acusado a Sabel de haberse descubierto sus actividades secretas. Y era la
forma más seria de actividad buenavida, siendo las menos importantes la
formación de clubes o células de conspiradores, de simpatía con el enemigo,
quizá sin mantener contacto real con los berserkers.
Siempre, cuando oía que se recuperaba cualquier tipo de hardware
berserker, Sabel llamaba a Gunavarman para pedirle formar parte de la
investigación. En esta ocasión no se atrevió a que fuese una excepción.
—Sí, doctor —dijo la voz del guardián desde la pequeña pantalla—. Hoy
tenemos entre manos un dispositivo restringido. ¿Por qué pregunta?
—Creo que he manifestado muy a menudo mi interés. Si hay alguna
posibilidad de que ese… dispositivo contenga información pertinente a mis
investigaciones, me gustaría ofrecerme por cualquier canal que pueda ser
necesario…
—Quizá pueda ahorrarle trabajo. En esta ocasión el dispositivo no es más
que el cartucho de almacenamiento de un grabador de vídeo de lo más
común. Lo recuperamos la pasada noche durante un registro de rutina en las
viviendas de algunos recién llegados del distrito del entretenimiento. La
información del dispositivo tiene una codificación compleja y todavía no la
hemos roto. Pero dudo que haya ninguna relación con la cosmofísica. Todo lo
que le he dicho es información confidencial, por supuesto.
—Por supuesto. Pero, perdóneme, si no han roto el código, ¿por qué
creen que el dispositivo entra dentro de la categoría de restringido?
—En el proceso de codificación hay, digamos, cierta firma. Nuestros
expertos han determinado que en algún momento la información estuvo
almacenada en los bancos de memoria de un berserker. Una de las dos
jóvenes que vivía en el apartamento se suicidó antes de poder interrogarla…
parece que se trata de una típica salida de buenavida. Por ahora la otra
sospechosa lo niega todo. Hemos iniciado el proceso de obtención de una
orden judicial para una EM y con eso lo sabremos todo.
—Extracción de memoria. No sabía que todavía se…
—Oh, sí. Aunque hoy en día hay un procedimiento legal y formal. El
interrogatorio debe realizarse en presencia de testigos oficiales. Y si se
establece la inocencia de los cargos, hay que detener el interrogatorio. Pero
en este caso no creo que tenga problemas.
Resultó que, después de que Sabel luchara por traducir las coordenadas
berserker a las suyas propias, el supuesto lugar oculto no estaba tan lejos.
Una vez que tuvo la posición no le llevó más que unos minutos llegar hasta la
intersección de túneles dardanianos. Luego, según su informador, el ataúd de
soporte vital de Helen había sido ocultado tras ciertas marcas complejas en un
muro.
La región carecía de las pequeñas marcas de llama que el propio Sabel
dejaba habitualmente en los muros para recordar qué partes había recorrido
durante el sistemático programa de exploración. Y quizá fuese una zona algo
peligrosa, porque en tiempos relativamente recientes se habían producido
desprendimientos. Lo que había sido una intersección de túneles se había
convertido en una vasta cueva, cubierta hasta arriba de trozos grandes y
pequeños de lo que antes habían sido muro y techo. En cierta medida los
fragmentos aparecían rotos y redondeados, sin esquinas afiladas.
Probablemente a intervalos ejecutaban una majestuosa danza en baja
gravedad, debido a alguna perturbación del majestuoso y secular movimiento
de la Fortaleza alrededor del Radiante. Con el tiempo, los fragmentos caídos
probablemente acabasen convertidos en gravilla, y descenderían para
acumularse en las zonas bajas de túneles cercanos.
Pero hoy todavía formaban un montículo alto y abrupto. Sabel, con las
luces del traje, podía discernir una forma ovoide enterrada en el montículo.
Era más redondeada y lisa que los fragmentos rotos, y del tamaño de un piano
o algo mayor.
Fue hacia ella, y sin mucho problema consiguió liberarla casi por
completo de la roca. Estaba fabricada con una sustancia artificial y resistente,
y con imaginación podía reconocerla como uno de los diversos equipos de
animación suspendida que había visto.
¿Ahora qué? Supongamos, simplemente supongamos, que existía una
posibilidad real… no se atrevía a abrirla en el frío sin aire. Tampoco disponía
ahora mismo de ninguna herramienta que le permitiese sondear su interior.
Tenía que regresar hasta el campamento base y de alguna forma traer la
navecilla hasta aquí.
Maniobrar el vehículo para llegar allí le resultó más fácil de lo que había
temido. Encontró otro camino para llegar, y en menos de una hora tenía
fijado el ovoide a la navecilla por medio de cintas adhesivas. Llevándolo
lentamente al campamento base, reflexionó que lo que hubiese en su interior
tendría que ser un secreto, al menos por un tiempo. El anuncio de un
descubrimiento importante atraería a todos los investigadores. Y Sabel no se
lo podía permitir, hasta no haber borrado todo rastro de la existencia del
berserker.
Fue necesario expandir la estructura de la tienda antes de poder meter el
ovoide, dejando sitio para trabajar. Una vez que lo tuvo en un espacio lleno
de aire, hizo que un calentador suave trabajase la superficie exterior, para que
fuese más fácil manipularlo. Luego empleó el receptor de audio para ver qué
podía descubrir de su interior.
En su interior había algo de actividad, eso quedó claro de inmediato. El
sonido de diminutas máquinas, que podrían haber despertado por el
movimiento, o la presencia de aire cálido a su alrededor.
Máquinas sutiles trabajando. Y luego otro sonido, bastante regular. A la
memoria de Sabel le llevó algo de tiempo igualarlo al ritmo de latido de un
corazón humano.
Cuando volvió a pensar con claridad y frialdad, Sabel inició de nuevo sus
pacientes explicaciones.
—Helen. Mi amor. Comprende, debo irme. A la ciudad. Para obtener…
En su encantador rostro se hizo una gran luz de comprensión, de
asentimiento.
—Hay cosas que necesito, que son vitales. Luego juro que volveré de
inmediato. Directamente aquí. Quieres que traiga a alguien conmigo, ¿es eso?
Yo…
Estaba a punto de explicar que no podía hacerlo todavía, pero la mirada
renovada de miedo le indicó que era lo último que le pediría.
—Vale. Perfecto. Nadie. Traeré un traje espacial extra… pero que estás
aquí será mi secreto, nuestro secreto, durante un tiempo. ¿Te parece? ¡Ah, mi
Reina!
Ante la alegría que vio en el rostro de Helen, Sabel se lanzó a besarle el
pie.
—¡Sólo mía!
Ahora se ponía el casco.
—Volveré en menos de un día. Si es posible. El cronómetro está ahí, ¿lo
ves? Pero si es más de un día, no te preocupes. Tienes todo lo que necesitas
aquí en el refugio. Haré lo posible por darme prisa.
Sus ojos le dieron su bendición.
Tuvo que volverse a medio camino, para recoger el grabador de vídeo,
casi olvidado.
—Déjame ver.
Era, como cierta parte de la mente de Sabel ya parecía saber, el fragmento
que mostraba a Helen en la superficie interior de la Fortaleza, alzando con
éxtasis los brazos como si ejecutase un extraño rito de danza.
La singularidad del futuro se le acercaba con rapidez.
—Dices… dices que el espectro de ese registro es idéntico al que
nosotros grabamos… ¿no? ¿Hace cuánto?
Forzando el paso por la nebulosa oscura Taynarus les costó tres naves de
batalla, y después tuvieron que soportar las bajas de tres días de batalla
mientras los grupos de asalto luchaban por llegar al Infierno. El comandante
de batalla de la fuerza especial temió, desde el principio al final de la acción,
que el ordenador al mando del bando berserker destruiría el lugar con los
invasores vivos en su interior, en un último gottendammerung de cargas
destructoras. Pero esperaba que los proyectores de amortiguación de campo
que los hombres llevaban a la batalla evitaran cualquier explosión nuclear.
Envió a hombres vivos al asalto porque creía que el Infierno contenía
prisioneros humanos con vida. Sus esperanzas estuvieron justificadas; o al
menos, por la razón que fuese, no se produjo ninguna explosión nuclear. Sus
creencias con respecto a los prisioneros no se confirmaron con tanta facilidad.
Ercul, el psicólogo cibernético que fue a investigar tras la batalla, ciertamente
encontró a humanos. De alguna manera. En parte. Extraños órganos que
funcionaban en cierta forma, interconectados con lo no humano y lo no vivo.
Los órganos eran en su mayoría cerebros humanos, que habían crecido en
cultivo por medio de una técnica que los berserkers debían haber capturado
de las naves hospital.
Los laboratorios humanos hacen crecer cerebros en cultivo a partir de
tejidos embrionarios, cultivándolos hasta tamaño adulto y luego
diseccionándolos en la medida en que sea necesario. Digamos que un médico
corta un lóbulo prefrontal y lo introduce en el cráneo de un hombre cuya zona
cerebral correspondiente ha quedado destruida por efecto de la enfermedad o
la violencia. El material del cerebro cultivado sirve como matriz para la
regeneración, material en bruto sobre el que la antigua personalidad puede
reafirmarse de nuevo. Los cerebros cultivados crecidos en frascos no son
humanos excepto en potencia. Incluso un lego puede distinguir fácilmente
uno de ellos de un cerebro desarrollado, normalmente debido a la ausencia
visible de las delicadas convoluciones superficiales. Los cerebros cultivados
no pueden ser humanos en el sentido de mantener una mente humana
consciente. Ciertas hormonas y otros productos químicos sutiles del cuerpo
son necesarios para el desarrollo de un cerebro con personalidad, por no
mencionar la necesidad del estímulo de las experiencias, el impacto continuo
de los sentidos. Es más, se precisa algo de estímulo sensorial incluso si el
cerebro cultivado debe desarrollarse hasta la fase de patrón a ser utilizado por
el cirujano. Para ese propósito se emplea habitualmente la música.
Sin duda los berserkers habían aprendido a cultivar hígados, corazones y
gónadas además de cerebros, pero sólo las capacidades intelectuales humanas
les interesaban profundamente. Los berserkers debían haberse maravillado
con su análogo computacional del asombro contemplando la capacidad de
memoria y la potencia de toma de decisiones que la naturaleza, en unos pocos
miles de millones de años de evolución, había conseguido empaquetar en
unos pocos centímetros cúbicos de sistema nervioso humano.
Ocasionalmente a lo largo de su dilatada guerra contra la humanidad, los
berserkers habían intentado incorporar cerebros humanos en sus circuitos.
Nunca habían obtenido un éxito satisfactorio, pero seguían intentándolo.
Los berserkers, evidentemente, no daban nombre a las cosas. Pero los
hombres no se alejaban mucho de la verdad llamando Infierno a este centro
de investigación. Éste Infierno se encontraba oculto en el corazón de la
nebulosa oscura Taynarus, que a su vez estaba más o menos centrada en un
triángulo formado por los sistemas Zitz, Toxx y Yaty. Hacía años que los
hombres conocían el Infierno, y sabían más o menos dónde se encontraba
situado, antes de poder acumular la potencia militar suficiente en esta parte
de su sector de la galaxia para ir a buscarlo y arrancarlo de raíz.
Khees rara vez podía mirar las torres de los supervisores sin apreciar en
ellas cierto parecido con las torres del ajedrez. En lugar de cuatro, aquí había
seis grandes torres, cada una situada en una esquina de un vasto territorio en
mosaico de tierra sin vida; y la tierra dividida, atestada de máquinas
amistosas, todavía seguía oscurecida aquí y allá por manchas de niebla
venenosa flotando en el aire poco espeso y destrozado, no estaba dividida en
cuadrángulos regulares; una especie de ajedrez fantasioso en lugar del
habitual. Sus elucubraciones imaginativas sobre las torres jamás, en los seis
meses que llevaba en el planeta Maximus, habían ido mucho más allá. El
ajedrez no era el gran juego de Khees y conocía muy poco de su historia.
Hoy realizaba una gira informal por el proyecto de rehabilitación para
Adrienne, que acababa de llegar al planeta, y a la que no había visto en más
de dos años estándar. En este momento se encontraban en el exterior,
vestidos con chaquetas repelentes al polvo y máscaras respiratorias
especiales.
—En realidad, antes del ataque la capital se encontraba a más de mil
kilómetros de aquí. Pero para la nueva ciudad éste será un buen sitio por
varios motivos, así que decidimos poner también aquí el monumento.
—Buena idea. ¿Tuya? —Era maravillosamente halagadora la atención
que Adrienne le dedicaba hoy.
Rió.
—No estoy seguro. Todo lo hablamos ampliamente. —Khees y otras
veinte personas llevaban aquí medio año, supervisando un ejército de
máquinas empleadas en iniciar la rectificación de la devastación causada por
una flota berserker de asalto en una hora, hacía poco más de un año estándar
—. Vamos dentro. Tenemos la primera muestra de la nueva atmósfera.
Atravesaron una esclusa para entrar en una enorme estructura
transparente e inflada, donde pudieron quitarse las máscaras que les habían
protegido contra los residuos ponzoñosos del ataque, unos residuos que
todavía mantenían una extraña falta de vida por toda la atmósfera abierta. Los
berserkers no sólo luchaban contra la vida humana; las órdenes que sus
antiguos y desconocidos programadores les habían asignado decretaban la
destrucción de toda la vida. Durante muchos miles de años los berserkers
habían recorrido la galaxia, replicándose, diseñando máquinas nuevas a
medida que era necesario, siempre matando metódicamente. Y ahora, durante
mil años y más, la humanidad descendiente de la Tierra, dispersa por más de
cien mundos, había luchado contra ellos. En el interior, Adrienne lanzó la
máscara a una estantería y miró a su alrededor, agitando un pelo largo de un
rojo fuego con rápidos movimientos de su esbelto cuello.
—Enorme —comentó. La bóveda inflada de plástico transparente, que
desde el exterior había parecido tan alta, parecía plana vista desde dentro, tan
larga y ancha era en relación con su altura. Casi a un kilómetro de distancia,
más allá de una agradable vista de senderos y estanques rodeados de verde, se
alzaba el monumento a medio terminar, truncado en la parte superior hasta
que se hubiese restaurado la atmósfera y se pudiese retirar la bóveda plástica
de confinamiento. CONSAGRADO AL RECUERDO DE, decían las
palabras en la parte delantera, y luego un espacio vacío. Khees, que en
general se ocupaba de otras cosas, no sabía qué aspecto tendría cuando
estuviese terminado. Medio millón de muertos, todos los ciudadanos de
Maximus que se habían quedado atrás para luchar, darían para un
impresionante número de nombres a encajar, incluso si no se conocían todos.
—Y hermoso —concluyó Adrienne, completando su primera ronda visual
de aquel lugar—. Buen trabajo, Khees.
—Algún día éste será el parque central de la nueva capital. Pero no es un
proyecto mío. Las máquinas que yo superviso trabajan a treinta o cuarenta
kilómetros.
—Me refería a todos los que trabajáis aquí —dijo Adrienne con rapidez.
¿Había algo de lamento en su voz, como si desease poder darle crédito por el
parque?
Ella le agarró por el brazo y caminaron por un sendero. Por encima
pasaron unos pájaros terrestres cantando. En la distancia, un par de oficiales
marines espaciales se les acercaban desde la dirección del monumento, con
uniformes inmaculados, armas al hombro como se exigía en las ceremonias
de uniforme completo.
Adrienne dijo:
—Bien, entonces, evidentemente, en el otro extremo es donde el Jefe va a
situar la corona de flores. Pero ¿por dónde va a entrar en la bóveda? Desde
aquí el paseo es demasiado largo. Queremos controlar todo lo posible el
factor tiempo. —Estaba pensando en voz alta, plantearse a sí misma la
pregunta que era uno de los problemas que ella, como miembro del grupo
avanzado encargado de hacer que la ceremonia planeada se realizase sin
problemas, iba a tener que responder.
Khees se pasó una mano nerviosa por su pelo negro y rizado.
—Bien, ¿qué tal es trabajar para el gran hombre?
—¿El Jefe? Es un gran hombre, sabes.
—Supongo que no te eligen para dirigir los Diez Planetas sin cierta
habilidad. Ciertamente la guerra va mejor desde que está en el poder.
—Oh, posee la habilidad del liderazgo, claro. Pero me refería a que es
humanamente grande. Supongo que a menudo van juntas. Realmente se
preocupa por la gente. Ésos viajes suyos para dejar coronas en los lugares de
batallas no son sólo espectáculo. En la última ceremonia tenía lágrimas en los
ojos; las vi. Pero ¿cómo te va con el trabajo, Khees?
—Bien. —Se encogió de hombros—. A mucha gente le va mucho peor.
No estoy en el frente peleándome con berserkers.
—Aun así, no creo que tengas muchas oportunidades de hacer lo que más
te gusta.
La miró con cuidado.
—No. En realidad, ninguna en absoluto.
—Uno de los oficiales de marines que vino con el grupo posee una
clasificación de maestro menor. Cuando descubrió que te conocía, ya sabía
que estabas aquí, me rogó que intentase que jugases con él.
—¿Un maestro menor? ¿Quién?
Adrienne lanzó un suspiro.
—Pensé que te interesaría. Se llama Barkro. No le pedí la clasificación
numérica… supongo que debería haberme dado cuenta de que querrías
tenerla en cuenta.
Tuvo la sensación —como tan a menudo le había sucedido en el pasado
— que cuanto más hablaba con Adrienne más se alejaban.
—Oh, jugaré con él. Es decir, si podemos reunir a seis jugadores, dudo
que le interese cualquier otra variación. ¿Tú también jugarás?
Ella sonrió y le cogió la mano.
—¿Por qué no? No tendré mucho que hacer. Y un viejo novio me enseñó
a jugar. Incluso me dijo que tenía potencial para llegar a ser muy buena.
—Si practicas lo suficiente, dije. Y si pudieses eliminar cierto bloqueo
psicológico. —Ahora le agarraba las dos manos y le sonreía. El verla por
primera vez una hora antes le había hecho consciente de lo mucho que la
echaba de menos. Y ahora minuto a minuto la sensación se intensificaba.
—Bien, señor, no creo que mi bloqueo psicológico fuese tan terrible.
—Tenía algo de agradable, desde mi punto de vista.
Y pronto volvían a caminar. Adrienne dijo:
—No he tenido tiempo para practicar El Juego… pero hablando de
tiempo, ¿tendremos suficiente para jugar? Es decir, todos los miembros del
grupo del Jefe despegaremos en sólo doce horas.
Khees hizo cálculos.
—Veamos… LeBon y Narret jugarán, estoy seguro. Uno más… Jon Via,
probablemente. El problema es el siguiente: la mayoría de los que queramos
jugar estaremos de servicio, al menos nominalmente, durante gran parte de
ese tiempo. Como por lo general realizamos turnos de seis horas solos en las
torres… ¿cuándo aterrizará el transbordador del jefe?
—Dentro de unas diez horas.
—Una vez que aterrice estaremos todos ocupados… no hay forma de
evitarlo.
—¿No podéis cambiar turnos con no jugadores?
Khees sonrió ligeramente.
—No lo creo. Ahora mismo estamos cortos de manos, con un montón de
gente en la frontera con nuestro jefe, y no regresarán hasta más o menos el
momento del aterrizaje del Jefe. Pero no hay ninguna razón que nos impida
jugar mientras estamos de servicio en las torres. La mayor parte del tiempo el
trabajo no es muy exigente. La única razón para que haya alguien en las
torres es que al principio tuvimos un par de accidentes, y ahora el jefe insiste
en mantener puestos de observación permanentes donde los ojos humanos
puedan tener una visual general del proyecto, al menos buena parte del
tiempo.
—¿Cómo os las arregláis en los turnos nocturnos?
Sonrió.
—Como buenamente podemos.
—Asumo que las máquinas no son tan autosuficientes como podrían.
—Es el viejo problema. —Con el ejemplo de los berserkers
continuamente en mente, los seres humanos de todos los mundos temían dar a
sus máquinas, por muy bien programadas que estuviesen, toda la inteligencia
general y la autonomía que permitiese la técnica.
—En el Juego, ¿emplearemos el sistema de honor en lo relativo a la
ayuda informática?
—Evidentemente. —Khees se sintió ligeramente decepcionado, casi
herido, por la pregunta. Si considerabas el Juego lo suficientemente en serio
como para jugarlo bien, no ibas a hacer trampa, ciertamente no de una forma
tan tosca. ¿Un atleta se ataría servoelevadores a las muñecas para luego
enorgullecerse de ganar una competición de levantamiento de pesas?
—Qué pregunta tan tonta…
—No hay problema. Mira, Ade, tengo que regresar a la torre. El jefe
podría llamar; se toma muy en serio los deberes de sus supervisores.
—Entonces no le parecerá bien lo del Juego durante horas de trabajo.
—Lo que no sepa no le hará daño.
—¿Y si más tarde conecta la radio y nos oye jugar?
—Emplearemos comunicación por luz, de torre a torre. Empezaré a
prepararlo todo para jugar. ¿Quieres venir? También va contra las normas,
pero…
—Me encantaría, pero debo ocuparme de unos asuntillos antes de que
empecemos a malgastar el tiempo. ¿Dónde estaré mientras jugamos?
—Lo mejor será colocarte en una de las torres vacías… eso podemos
hacerlo. Pronto hablaremos.
—Estoy ocupada.
—Mire, señora, ¿quiere la nota o regreso para decirle que no la acepta?
Es relativo a un maldito juego al que se supone que están jugando; está
disgustado. No quería que nadie más lo viese o lo oyese.
—Vale. Pásalo.
Golpear la cabeza contra la pared metálica, básicamente el único
movimiento que podía realizar, no crearía sonido suficiente para servir de
advertencia…
El berserker medio abrió la puerta. Y con el mismo movimiento, más
rápido de lo que podría reaccionar cualquier humano, lanzó un brazo afuera
con la intención de agarrar…
… y cayó hacia atrás, levantado del suelo y lanzado al otro lado de la
sala, ensartado en una lanza de fuego. La pequeña sala rugió por el estruendo
de una concusión continua. El cuerpo metálico se estrelló contra la ventana,
donde el plástico resistente se rompió y agrietó, pero no cedió del todo, y la
cámara se llenó con una niebla que escapaba. La presión del aire descendió.
Tres figuras humanas, con máscaras, llevando armaduras parciales,
agazapados y en tensión, atravesaron la puerta. Dos parecían venir
empujando las llamas, sosteniendo armas en las manos. La tercera vino hacia
ella. Lo último que Adrienne vio antes de que la pérdida de aire le robase el
conocimiento fueron los ojos de Khees sobre la mascarilla…
ALBERT BALL
WLLLIAM AVERY BESHOP
RENE PAUL FONCK
GEORGES MARIE GUYNEMER
FRANK LUKE
EDWARD MANNOCK
CHARLES NUNGESSER
MANFRED VON RICHTHOFEN
WENER VOSS.
Eran ingleses, americanos, alemanes y franceses. Eran judío, violinista,
inválido, prusiano, rebelde, odiador, bon vivant, cristiano. Entre los nueve
eran otras muchas cosas además. Quizá sólo hubiese una palabra —hombre—
que las incluyese a todas.
Ahora mismo, los seres humanos con vida más cercanos se encontraban a
millones de kilómetros, pero aun así Malori no se sentía solo del todo.
Delicadamente volvió a colocar la personalidad en su caja, aun sabiendo que
no sufriría daños ni bajo diez mil gravedades más de las que podían producir
sus manos. Quizás encajaría en la cabina de número ocho con él, cuando
intentase alcanzar la Hope.
—Parece que estamos usted y yo solos, Barón Rojo. —El ser humano que
había servido de modelo no había cumplido veintiséis años cuando murió
sobre Francia, después de menos de dieciocho meses de éxito y fama. Antes,
en caballería, su caballo lo había tirado una y otra vez.
Fin
FRED SABERHAGEN. Escritor y editor estadounidense, nacido en 1930,
publicó su primer relato, «Volume PAA-PYX», en la revista Galaxy en 1961 y
su primera novela, THE GOLDEN PEOPLE en 1964. Redactó también la
primera entrada sobre ciencia ficción para la Encyclopedia Britannica (1967-
1973), y se ha hecho sumamente famoso por su serie sobre los Berserkers
iniciada en 1967.
Es autor de diversas series y mundos de ficción entre las que destaca la ya
mencionada de los Berserkers, máquinas asesinas que son, en origen, naves
automáticas de guerra, construidas por una especie desconocida para luchar
en una guerra interestelar concluida eones atrás. Tras sobrevivir a sus
enemigos originales y también a sus creadores, los Berserkers, «máquinas
asesinas» o «máquinas de la muerte», intentan continuar con la tarea
programada originalmente: destruir toda vida en la galaxia.
La serie consta de algunas antologías de relatos y bastantes novelas
incorporadas al ciclo. Los berserkers han creado escuela en la ciencia ficción
y se han convertido en el epítome del enfrentamiento entre humanos y
máquinas. Sus rastros se encuentran, por ejemplo en los «mecs» del Ciclo del
Centro Galáctico (1972-1995) de Gregory Benford, en las máquinas que
atacan la Tierra en LA FRAGUA DE DIOS (1987) de Greg Bear, y en muchos
casos más.
También se ha publicado una antología de relatos escritos por diversos
autores en torno a los Berserkers de Saberhagen, lo que se llama un «mundo
compartido» (shared world). Se trata de BERSERKERBASE (1985), donde
escriben autores muy conocidos como Poul Anderson, Connie Willis, Roger
Zelazny, Larry Niven, Stephen Donaldson o Ed Bryant entre otros.
En los casi cuarenta años transcurridos desde su nacimiento, se han hecho
diversas ediciones de los muchos relatos y novelas protagonizados por los
berserkers.
Los títulos de las mejores antologías de relatos originales han sido:
BERSERKER (1967), THE ULTIMATE ENEMY (1979) y BERSERKER
LIES (1991).
Las principales novelas de la serie son:
BROTHER ASSASIN (1969), BERSERKER’S PLANET (1975), berserker man
(1979), berserker Blue Death (1985), BERSERKER THRONE (1986),
BERSERKER KILL (1993), BERSERKER FURY (1997), SHIVA IN STEEL
(1998), BERSERKER PRIME (2003), BERSERKER STAR (2003) y ROGUE
BERSERKER (2004) entre otras.
Hay otras antologías recopiladas posteriormente que retoman los relatos de
las dos más importantes BERSERKER (1967) y THE ULTIMATE ENEMY
(1979). Así ocurre con THE BERSERKER WARS (1981) y con
BERSERKERS: EL INICIO (1998 - NOVA número 184) que incluye,
íntegras, las dos principales antologías ya citadas. También se han publicado
en edición «ómnibus» diversas agrupaciones y reediciones de las novelas de
la serie.
En realidad, la secuencia completa es un tanto caótica y ni siquiera aparecen
todos los datos de forma correcta en la página web más o menos oficial
dedicada a los berserkers: http://www.berserker.com
Saberhagen es autor también de otros mundos de fantasía y de diversas series
que, aunque menos famosas que la de los Berserkers, han dejado huella tanto
en la ciencia ficción como en la fantasía.
La trilogía Empire of East está formada por BROKEN LANDS (1968), THE
BLACK MOUNTAINS (1971) y CHANGELING EARTH (1973, que recibió el
nuevo título de ARDNEH’S WORLD en la reedición de 1988), y trata de otro
tema clásico: un mundo post-holocausto en el que la tecnología ha sido
prohibida y sustituida por la magia, al estilo del clásico ¡HÁGASE LA
OSCURIDAD! (1950) de Fritz Leiber. Ésta serie tuvo una peculiar
continuación en la trilogía de los tres libros de las espadas, Swords (1983 y
1984), que continuó con la secuencia de ocho títulos que forman ya la nueva
serie las espadas perdidas, Lost Swords, iniciada en 1986. Aunque empezó
con los mismos personajes que Empire of East, la nueva serie acabó
incorporando más claramente temas de fantasía.
La tercera gran serie de Fred Saberhagen es la saga sobre Dracula que se
inició con THE DRACULA TAPES (1975) y alcanza ya ocho títulos. Más
reciente es la serie sobre el libro de los dioses, Book of the Goods, que, en
2005, cuenta ya con cinco títulos.
Y, por si todo ello fuera poco, Saberhagen es autor de otros títulos aislados e
incluso de lo que en él es una mini-serie, la llamada de los peregrinos,
Pilgrim, formada por PYRAMIDS (1987) y AFTER THE FACT (1988) sobre
un viajero del tiempo que visita primero el antiguo Egipto y después la
norteamérica de Lincoln.
Entre las novelas que no han llegado (¡todavía!) a formar una serie propia,
cabría destacar THE FRANKENSTEIN PAPERS (1986) en la senda de la serie
sobre Drácula, OCTAGON (1981) sobre realidad virtual en un juego de
guerra informatizado, o colaboraciones como THE BLACK THRONE (1990)
escrita con Roger Zelazny y que incluye como personaje a Edgar Allan Poe.
El ingente conjunto es la obra de un profesional prolífico y con gran oficio
narrativo.
Notas
[1] Oh, sé una buena chica y bésame ahora mismo, cariño. (N. del T.). <<