PDF of Sangre de Dioses 1St Edition Belen Martinez Full Chapter Ebook

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Sangre de dioses 1st Edition Belén

Martínez
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1.ª edición: noviembre 2023

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establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por
cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento
informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o
préstamo públicos.

Copyright © 2020, 2023 by Belén Martínez


All Rights Reserved
© 2023 by Urano World Spain, S.A.U.
Plaza de los Reyes Magos 8, piso 1.º C y D – 28007 Madrid
www.mundopuck.com

ISBN: 978-84-19699-95-4

Fotocomposición: Ediciones Urano, S.A.U.


Para mi tío Octa, que disfrutaba de las aventuras de El Capitán
Trueno.
Te echo mucho de menos.
«Tal vez los Dioses antiguos sean grandes,
pero no son bondadosos ni misericordiosos».
La vida invisible de Addie LaRue, V. E. Schwab.
PRIMERA PARTE

Chispas

La Diosa Balar regaló su aliento a los Aer y les concedió el Don del Aire.
El Dios Kaal derramó su sangre caliente sobre los Lux
y les concedió el Don del Fuego.
La Diosa Kitara dejó que los Mare bebieran de su boca
y les concedió el Don del Agua.
El Dios Vergel les ofreció sus huesos a los Virentia
y les concedió el Don de la Tierra.

Primera página de las Antiguas Escrituras.


1
La criada

H abía dos normas que Anna jamás debía romper.


La primera: no acercarse al fuego, no tratar de encenderlo, no
tratar de apagarlo. Mantenerse lo más lejos que pudiese de él.
La segunda: ocultar el verdadero color de su pelo. Según Lady
Aliena, ofendía a los Dioses. Sobre todo, a Kaal, el Dios del Fuego.
Antes de que se cumpliera el ciclo de cada luna, Anna debía
embadurnárselo con una sustancia oscura que la propia Lady Aliena
le proporcionaba. No solo teñía su pelo de negro, también la piel y
las uñas.
El resto de las criadas del castillo la observaban con el gesto hosco
y no disimulaban al alejarse cuando las manos de Anna se
encontraban demasiado cerca de ellas. También trataban de
mantenerla alejada de los invitados. Cuando no quedaba otra opción
y debía ayudar en las cenas o en las habitaciones mientras los
huéspedes permanecían allí, la obligaban a llevar unos guantes
negros. Más de uno la había observado con fijeza, tratando de
detectar alguna deformidad.
Esas dos estúpidas reglas hacían que Anna odiara cada día más a
Lady Aliena. Su vida, a los dieciséis años, podría haber sido
medianamente normal. Trabajar de criada para una familia noble
como los Doyle no era lo peor que podía hacer una plebeya. Solo
tenía que ver a los esclavos para darse cuenta de lo afortunada que
era. Pero desde que tenía recuerdos, Lady Aliena siempre había
intentado hacer su vida más complicada de lo que ya era. Siempre
había tratado de mantenerla aislada de todos y de todo, hasta
incluso de su propia madre.
Cada vez que sus miradas se cruzaban, una tormenta parecía
estallar a su alrededor.
—Anna, estás empapando el suelo.
La voz de su madre la hizo despertar. Suspiró y miró hacia el bajo
de su falda gris, que se había vuelto negro después de haber
atravesado el patio de armas bajo la lluvia. Entre sus pies se había
formado un pequeño charco de agua.
—Si me dejaran acercarme a una chimenea, podría secarme —
replicó Anna, enfadada.
Su madre dejó caer la manta y la observó con aspecto cansado.
Era la décima habitación de invitados que limpiaba. La habían
encontrado peor que las caballerizas después de que la pareja de
nobles que había estado alojada se marchara. Bajo los ojos celestes
de la mujer se habían extendido unas ojeras profundas y violáceas.
—Baja un momento y cámbiate.
Anna miró hacia la estrecha ventana del dormitorio y bufó.
—Sigue lloviendo. Cuando atraviese el patio, volveré a mojarme.
Su madre se inclinó de nuevo sobre el suelo y frotó con fuerza,
puliendo las piedras con el jabón y el roce de sus rodillas.
—Entonces, corre.
Anna puso los ojos en blanco, pero no tenía otra opción, así que se
alejó de su madre, que se estaba destrozando la espalda por unos
malditos nobles que no sabían siquiera beber de una copa, y se
internó en la galería.
Aunque ya había amanecido, el castillo de Grisea permanecía
sumido todavía en el letargo del sueño. Por culpa de la tormenta que
arreciaba y de las estrechas ventanas, la penumbra hacía creer que
estaba a punto de caer la noche. Había comenzado el último mes de
verano, pero aquel día, tan oscuro, frío y húmedo, parecía sacado de
las profundidades del invierno.
Un par de criados encendían algunas de las antorchas que
colgaban a ambos lados del corredor. Al escuchar los pasos de Anna,
se volvieron para observarla. Ella no se detuvo e hizo caso omiso a
sus miradas torvas, en las que se mezclaban el recelo y la cautela.
Cuando pasó junto a ellos, escuchó algún murmullo que ignoró.
Anna enfiló hacia una de las escaleras de caracol que solo utilizaba
el servicio y que comunicaban con la planta baja.
El frío hizo que se estremeciera. En las escaleras de los criados
nunca se encendían las antorchas a menos que fuera de noche y, en
ese momento, las corrientes de aire que se colaban por las ventanas
estrechas hacían revolotear la falda mojada de Anna y la pegaban a
sus piernas.
Se detuvo en mitad de la escalera y sus ojos se volvieron hacia el
corredor principal del segundo piso, donde unas voces conocidas
hicieron eco en las paredes.
Los dedos se crisparon sobre la tela empapada.
Era cierto que desde pequeña había sentido una extraña
fascinación por el fuego, por la forma en que crepitaba y por sus
llamas danzarinas, por cómo convertía troncos del tamaño de un
hombre en cenizas, por cómo derretía el acero hasta hacerlo parecer
oro líquido. Pero eso no justificaba lo que ocurrió. Cómo, desde ese
momento, todo cambió y nada de lo que explicó a su madre, a Lady
Aliena, a… él, pudo arreglarlo.
Solo lo empeoró.
Habían pasado cinco años, pero todavía no sabía si aquello había
sido culpa suya o de Bastien, el único hijo y heredero de los Doyle.
Él tenía un año más que ella y eran tan diferentes como la luna lo
era del sol. No solo por su aspecto. Lo único que compartían era el
tono azabache del cabello, porque mientras que la calidez inundaba
a Anna con sus ojos castaños y su piel tostada, el helor empapaba a
Bastien con una mirada de hielo y una piel de nieve.
Él pocas veces reía. Siempre estaba en guardia, con los ojos
puestos a su alrededor, como si esperara que alguien lo atacase. A
pesar de estar rodeado por criados o soldados, siempre parecía muy
solo.
Como ella.
Desde pequeña, sus manos tintadas y el hecho de no ser bien
recibida por Lady Aliena habían sido un buen motivo para que el
resto de los niños temieran acercársele.
Con Bastien fue distinto. Al principio solo fueron miradas furtivas;
después, palabras susurradas cuando los tutores y los guardias no
estaban atentos; más tarde, aprendieron a escapar de la vigilancia
de los adultos y jugar a escondidas. Más de una vez los atraparon.
Anna recibía castigos y a Bastien lo encerraban en su habitación,
pero siempre encontraban la manera de burlar las normas.
Ella tenía once años cuando todo cambió.
Estaban jugando al escondite, y Anna había decidido ocultarse en
las caballerizas. No había guardias ni mozos de cuadra cerca, así que
caminó entre los caballos y la paja. De pronto, oyó cómo la puerta
se abría y corrió a esconderse tras una pila de heno. Entre las
hebras doradas, vio cómo Bastien colocaba un tablón de madera y
trababa la puerta. Sabía que ella se escondía ahí dentro y no quería
que escapara.
El fuerte golpe que produjo la madera al quedar encajada hizo
resoplar al caballo que estaba más próximo a Anna. Pateó el suelo
un par de veces y meneó la cabeza de un lado a otro, antes de fijar
sus ojos redondos en Bastien.
Anna se mantuvo inmóvil, con la respiración contenida.
Bastien cruzó delante de ella. Sus ojos azules se posaron en los
fardos tras los que estaba escondida, pero siguieron de largo, y su
figura desapareció más adelante. Anna esbozó una pequeña sonrisa
y se asomó con cuidado: el corredor estaba completamente vacío.
De pronto, unas manos la sujetaron desde atrás.
—¡Te encontré!
Ella soltó un alarido y se apartó con brusquedad. Intentó huir de
Bastien, que también gritó, divertido, y se abalanzó hacia adelante.
El caballo que estaba cerca de ellos relinchó y se movió de un lado a
otro. Con su poderoso cuerpo, golpeó un poste cercano. Este crujió
y el animal se puso todavía más nervioso. Volvió a relinchar, y esta
vez, se alzó en dos patas.
Coceó y golpeó una de las paredes de madera. La destrozó con el
impacto. Anna y Bastien chillaron y se arrojaron al suelo. Ella rodó y
se alejó del animal, pero Bastien no fue tan rápido y se quedó
atrapado entre otra pared y los cascos del caballo.
Anna no recordaba bien qué había sucedido. Y Bastien, por lo que
confesó después, tampoco. Lo único de lo que ella estaba segura era
de que le pareció ver un resplandor anaranjado. Fuego. Y el fuego
asustaba a los animales. No tuvo tiempo para pensar en nada más.
Solo alzó las manos para alcanzar esa luz. Y entonces, se desató el
infierno. Las llamas se extendieron a toda velocidad. El caballo
derribó a Bastien en su huida hacia la puerta cerrada. A su paso, el
resto de los animales lucharon contra sus amarres mientras el fuego
continuaba propagándose.
Más tarde, cuando todo acabó, hallaron a Anna indemne en mitad
de todo aquel caos, y a Bastien, aullando, retorciéndose, mientras
con las manos trataba de ocultar la terrible quemadura que le
atravesaba media cara.
Hubo interrogatorios a los responsables de las caballerizas, pero
ellos juraron que ninguna antorcha estaba encendida allá adentro.
Había demasiada paja, demasiada madera. «A nadie se le hubiera
ocurrido encender una chispa», dijeron.
Esa misma noche, Lady Aliena prohibió a Anna acercarse al fuego.
Y Bastien no volvió a dirigirle la palabra nunca más.
El eco de las voces la hizo regresar a una realidad en la que seguía
helada, en mitad de la escalera, con la falda mojada pegada a sus
piernas. Anna parpadeó y por el otro extremo del corredor vio
aparecer una falda opulenta.
Apartó la vista con rapidez y descendió un peldaño más.
—¿Qué haces aquí?
Anna volvió a subir el escalón que acababa de bajar y se giró con
lentitud, con una ensayada sonrisa en sus labios, a pesar de la rabia
y la aprensión que siempre le provocaba esa voz. Por la galería
iluminada por antorchas, se acercaba Lady Aliena. Unos metros por
detrás, se encontraban su marido y su hijo.
Lady Aliena era alta y esbelta, y hubiera sido preciosa de no haber
tenido siempre esa expresión de hastío arrugando su cara. Su
cabello rubio estaba bien peinado en un intrincado recogido del que
no escapaba ni un cabello, y sus ojos celestes lucían un tenue
maquillaje, como ordenaba la moda, aunque eso los hacía todavía
más gélidos.
—Mi madre me ha ordenado cambiarme —dijo Anna mientras
señalaba su falda—. Estoy mojando vuestro preciado suelo.
—No puedes perder el tiempo en eso —contestó Lady Aliena,
frunciendo ligeramente el ceño—. Ayuda a servir el desayuno.
No esperó ninguna réplica. Le dio la espalda y se dirigió hacia
donde esperaban su esposo y Bastien, cerca del comedor. Que Anna
enfermara por el frío y la humedad era algo que la traía sin cuidado,
por supuesto. Ella estaba segura de que, cada invierno, Lady Aliena
rezaba a los Dioses para que alguna pulmonía se la llevara para
siempre y la apartara de su vista.
Con un bufido atragantado en los labios, Anna la siguió a cierta
distancia. Esperó a que toda la familia entrara en el comedor, antes
de hacerlo ella.
La estancia era una sala rectangular de piedra gris, recargada de
tapices y con una gran chimenea en un extremo. Las ventanas
parecían cuchilladas contra los muros y no dejaban pasar luz
suficiente. Por eso, habían encendido los candelabros de la larga
mesa que se encontraba en el centro.
Dibujados con miles de hilos, los ojos del Dios Vergel parecían
fulminarla. En todos los tapices, aparecía rodeado de enredaderas y
flores, extendiendo la mano hacia algún ancestro de los Doyle, que
se postraba ante él. Un hilo rojo, que representaba su sangre santa,
enmarcaba todas las obras.
Anna apartó la vista con fastidio.
La sangre de los Dioses corría por las venas de los Doyle, al igual
que por las de todos los nobles del reino, lo que les concedía un don
único. Eso los hacía especiales, poderosos. Prácticamente sagrados.
El don de Lord Emmanuel descendía del Dios Vergel, estaba
estrechamente relacionado con la naturaleza. Su poder lograba que
toda ave estuviera bajo su mando, desde las palomas mensajeras
hasta los halcones peregrinos. Un pestañeo y podía conseguir que
un gorrión se pusiera a saltar a la pata coja. O que no abriera las
alas durante el vuelo y acabara aplastado contra el suelo. El don de
Lady Aliena era distinto; procedía de otra familia noble, la Vasil. Con
un solo movimiento de su dedo, podía hacer que los objetos se
desplazaran, desde un plato hasta una espada.
Ambos constituían Dones Menores, dones débiles, de poco poder.
Uno de los dos debía haberlo heredado Bastien, pero Anna no había
averiguado cuál todavía. Nunca lo había visto usarlo.
Sus ojos se dirigieron hacia él y, al instante, sintió su mirada fría
abrirse paso en su interior como un puñal. Ni siquiera Lady Lya, su
prometida, que se sentaba a su lado, podía aplacar esa gelidez con
su cálida sonrisa.
—¿Qué haces ahí quieta? —Lady Aliena había tomado asiento
entre su hijo y su marido, y observaba a Anna con exasperación—.
Muévete.
Marit, otra criada que ya se encontraba en la estancia, apretó los
labios con incomodidad cuando vio acercarse a Anna. A pesar de
que había pasado casi una luna desde la última vez que Anna se
había teñido el pelo y de que tenía las manos tan limpias como
podían tenerlas las sirvientas, se apartó cuando ella extendió los
brazos para alcanzar la jarra de vino caliente y especiado.
Con cuidado de no derramar ni una gota, Anna vertió el líquido
oscuro en la copa de Lord Emmanuel. Él ni siquiera la miró. Al
contrario que su mujer y su hijo, su actitud hacia Anna era de total
indiferencia. Si para Lady Aliena y Bastien ella aparentaba ser una
molestia constante, para él ni siquiera existía.
—Esta noche deberás teñir tu cabello —le siseó Lady Aliena,
cuando se inclinó para llenar su copa. Su mirada gris se hundió en
aquella línea roja como la sangre que dividía su cabeza en dos
hemisferios oscuros—. Ofendes a Kaal con ese terrible color.
Ella se contuvo de poner los ojos en blanco; en vez de eso,
sacudió ligeramente la cabeza y se retiró, mientras su compañera se
acercaba a servir la comida. Anna sintió lástima por sus uñas,
porque casi se habían vuelto blancas.
Estaba todavía mirándolas cuando escuchó la exclamación
ahogada de Marit.
Levantó la vista y observó a Lord Emmanuel, cuyos ojos habían
cambiado. La pupila se había reducido y el blanco que le rodeaba el
iris se había teñido de un amarillo verdoso. Sus manos, sobre los
cubiertos, se habían crispado. Parecía hacer verdaderos esfuerzos
por contener la respiración.
Lady Lya, cerca de él, había palidecido al ver los ojos de su futuro
suegro, que se parecían más que nunca a los de un halcón
peregrino.
—Jinetes. Se acercan jinetes —musitó él, con la voz de pronto
ronca—. Traen un mensaje.
Lady Aliena también se puso lívida y la copa que sostenían sus
largos dedos estuvo a punto de caer al suelo.
Lord Emmanuel parpadeó varias veces y, en el momento en que
sus ojos recuperaron su habitual color azul, el sonido de los cascos
hizo eco por toda la estancia. No se quedaron en un simple rumor,
crecieron hasta que la misma sala pareció llenarse de caballos
invisibles.
—Salid de aquí —ordenó Lady Aliena, con los ojos posados en las
dos criadas.
Marit se apresuró a dejar la bandeja sobre el aparador de madera
más próximo. Se inclinó en una reverencia, mientras Anna la
imitaba, y se giraron con intención de cumplir la orden. Sin embargo,
antes de que llegasen a cruzar el umbral, un hombre desconocido
entró con rapidez en el comedor, apretando con firmeza un
pergamino entre sus dedos.
Anna se quedó paralizada y lo observó. No era un simple
mensajero. Se trataba de un caballero, y no uno cualquiera, sino uno
al servicio del monarca. El escudo dibujado en la pechera de su
armadura no dejaba lugar a dudas. La cara monstruosa del Dios
Kaal, rodeada de llamas rojas y anaranjadas, era conocida hasta por
el último mendigo del reino. Ni siquiera se había quitado el casco.
No esperó a que Lord Emmanuel le diera permiso para hablar, ni a
que Anna y Marit salieran del comedor. Simplemente, se dejó caer
de rodillas, extendió el pergamino que traía consigo y susurró:
—El rey ha muerto.
2
El heredero

T u corazón te matará.
Era una frase que perseguía a Bastien desde que era un niño.
Todo había ocurrido hacía años, incluso antes de que sucediera el
incidente en las caballerizas y terminara con media cara en llamas.
Era de noche y, desde hacía unos días, el castillo de sus padres
había dado cobijo a unos artistas ambulantes con la condición de
que los entretuvieran cada jornada. Aquel día era la última función.
Aunque su madre le había ordenado no abandonar el edificio,
aquella noche se internó solo en los caminos formados por las
tiendas y los farolillos, fascinado por los hombres que cantaban, las
mujeres que reían envueltas en colores intensos y los niños felices a
los que observaba con envidia.
Cuando Bastien pasó delante de una pequeña tienda, escuchó
cómo una voz débil lo llamaba por su nombre. Al principio se asustó,
pero apenas unos segundos más tarde descubrió que solo se trataba
de una anciana. Vestía con telas brillantes y vaporosas, y su largo
cabello blanco estaba envuelto en cadenas de las que colgaban
monedas doradas. Cuando la mujer movió la cabeza y lo observó,
estas produjeron un tintineo que le provocó un estremecimiento.
—¿Quieres conocer tu futuro, joven señor? —preguntó.
—Ya lo conozco —respondió Bastien, sin vacilar—. Voy a ser el
próximo gobernante de Grisea.
—Entonces, no te detengas y sigue tu camino.
Él, en vez de hacer caso a su instinto, recortó las distancias con la
anciana y se internó en la tienda.
—¿Cómo puedes conocer mi futuro?
Ella sonrió y extendió sus manos, que parecían las garras de un
dragón.
—Solo tengo que mirarte a los ojos, joven señor.
Bastien dio unos pasos hacia ella, vacilante, y entonces la anciana
se acercó con tanta rapidez que él no pudo apartarse a tiempo.
Clavó las uñas en la nuca de Bastien y aproximó tanto la cara que
el hedor de su aliento lo abofeteó. Intentó apartarse, pero ella lo
retuvo con fuerza y lo observó sin pestañear. Por mucho que él
luchara por cerrar los ojos, no lo conseguía. Una fuerza extraña le
impedía hacerlo.
Al cabo de unos segundos que parecieron años, lo soltó al fin. Él
retrocedió con tanta violencia que tropezó con sus propios pies y
cayó al suelo. Se incorporó de un salto, a punto de echar a correr,
pero la voz de la anciana lo detuvo.
—¿No quieres saber lo que he visto?
Bastien quería decir que no, pero se quedó inmóvil en la entrada
de la tienda, con la mirada borrosa por el miedo y el hielo corriendo
por las venas.
—Tu corazón te matará. Me parece que vas a morir joven, mi
querido señor.
—¿Es… estoy enfermo? —preguntó el niño, con voz temblorosa—.
¿Es eso lo que has visto?
—He vislumbrado muchas cosas. Manos abiertas, pero vacías, un
pelo rojo como el fuego, ojos como el agua… y tu corazón, que se
quebraba en miles de pedazos.
Bastien se agitó cuando un escalofrío le recorrió la espalda.
—Eso no tiene ningún sentido —replicó, a pesar de que sus manos
temblaban de miedo—. Solo eres una vieja mentirosa.
—Por mucho que intentes engañarte, eso no te va a salvar. —La
sonrisa de la anciana no se borró ni un ápice mientras lo observaba
—. Tu corazón te matará.
Él no esperó a oír nada más. Le dio la espalda y echó a correr en
dirección al castillo. Mientras lo hacía, tomó una decisión. Si no podía
esconder su corazón, si eso iba a matarlo, decidiría no tenerlo. Sería
un niño sin corazón. De esa forma, nada ni nadie podría matarlo y la
profecía de esa anciana no se cumpliría.
—El rey ha muerto.
Bastien sacudió la cabeza y regresó de golpe al comedor de
piedra, frío a pesar de los tapices y de la chimenea que ardía en la
pared. La sangre rugió en sus oídos. Tenía que haber escuchado
mal.
—Que el Dios Kaal lo recoja en su reino —añadió el caballero real.
Lya, su prometida, le apretó la mano con suavidad. Sus dedos
estaban más helados que los suyos.
Los ojos de Bastien se fijaron en el hombre que seguía postrado.
Se había quitado por fin el casco y mantenía la frente clavada en el
suelo. Una cicatriz fina cruzaba su rostro.
Nadie se movía. Nadie respiraba. Hasta que la copa resbaló de las
manos de su madre y cayó al suelo. El estrépito metálico alertó a
todos.
Lord Emmanuel se inclinó sobre ella y le murmuró algo al oído que
Bastien no alcanzó a escuchar. Lya se aferró a él con más fuerza.
Hasta Anna, a la que nunca nada parecía asustarla, estaba tensa.
Sus ojos castaños buscaron los de Bastien, pero él apartó la vista de
inmediato.
Sus padres se pusieron en pie, ambos pálidos y envarados. Lord
Emmanuel separó los labios, pero el caballero recién llegado lo
interrumpió.
—Mis señores, sabéis bien por qué he acudido aquí en primer
lugar. El Rey Nicolae tenía un trato con vuestra familia. Debéis…
—¡Silencio! —estalló la voz férrea de Lord Emmanuel—. Sé a lo
que os referís, pero hablaremos en un lugar más privado.
El caballero asintió y, de pronto, fue consciente de las criadas que
estaban de pie, a su lado, y que lo examinaban con descaro. En el
momento en que sus ojos se encontraron, Anna agitó la cabeza y
ambas hicieron amago de retirarse, con la mirada baja.
—Quietas —siseó Lady Aliena. Las detuvo en el acto—. Os prohíbo
que habléis de esta noticia con nadie. Si me entero de que
mencionáis algo al respecto antes del anuncio oficial, juro por el Dios
Vergel que os cortaré la lengua yo misma.
Anna ni siquiera pestañeó ante la amenaza, estaba demasiado
acostumbrada. La otra joven, sin embargo, palideció.
—Sí, mi señora —murmuraron, antes de salir por fin al pasillo.
Los señores de Grisea se levantaron de la mesa y se dirigieron
hacia el caballero, que se irguió con lentitud, con el pergamino
todavía aferrado entre sus manos. Bastien los imitó, después de
separarse con una sacudida de las manos de Lya.
Hundió los ojos en el papel amarillento y, a pesar de la distancia,
pudo reconocer la firma de la reina.
—No, Bastien. No puedes acompañarnos —lo detuvo Lord
Emmanuel, colocando una mano en su hombro.
—¿Qué? —susurró Bastien, frunciendo el ceño.
Jamás le habían prohibido el paso a sus reuniones. Ni siquiera en
aquellas en las que se discutían asuntos delicados. Al fin y al cabo,
era el heredero. Su único heredero.
—Te lo contaremos a su debido tiempo, no ahora —intervino Lady
Aliena, mientras observaba por encima del hombro cómo su marido
intercambiaba algunos susurros con el caballero—. Quédate aquí y
acompaña a Lya durante el desayuno.
—No me importan ni ella ni su desayuno —replicó Bastien, sin
molestarse en bajar la voz. Que su prometida lo escuchara era el
menor de sus problemas—. Quiero saber qué es lo que ocurre.
Una sombra cubrió los ojos de su madre. Apenas duró un instante,
porque cuando miró nuevamente a su hijo, sus ojos habían vuelto a
ser esos fragmentos de acero frío a los que estaba acostumbrado.
—Ojalá nunca tengas que saberlo —susurró.
Esta vez le dio la espalda y se alejó de él para unirse al caballero
real y a Lord Emmanuel. Con presteza, desaparecieron tras las
puertas abiertas del comedor sin mirar atrás ni una sola vez.
Bastien se quedó quieto, atónito, todavía girado hacia el lugar en
donde habían desaparecido. Permaneció así, sin apenas pestañear,
hasta que escuchó la voz de Lya, que se alzaba a su espalda.
—¿No vas a desayunar?
Se volvió hacia ella con lentitud, una mirada envenenada ardía en
sus ojos.
Aunque era una expresión con la que Bastien aterrorizaba a los
criados o a los soldados que se atrevían a desobedecer una orden,
ella ni siquiera vaciló. Mantuvo su calmada sonrisa, sin flaquear, y
sus ojos grandes, llenos de demasiada dulzura como para ser real. A
veces, Bastien creía que, si le dijera que pensaba hacer arder el
mundo hasta sus mismos cimientos, ella asentiría con la cabeza y
seguiría sonriendo.
Le habían enseñado demasiado bien, o demasiado mal, no estaba
seguro.
—No tengo hambre —respondió él, antes de darle la espalda—.
Termina sin mí.
No añadió nada más. A pasos rápidos, Bastien salió del comedor y
atravesó la galería de la segunda planta, ignorando a todos los que
se detenían cuando se cruzaba en su camino y le dedicaban una
reverencia respetuosa.
Su cabeza bullía. Apretaba tanto la mandíbula que no sabía cómo
sus dientes no se habían hecho pedazos.
El Rey Nicolae había muerto. Y con él, otra de las Grandes Familias
se había extinguido.
Primero fueron los Virentia, los descendientes directos del Dios
Vergel. Luego, los Aer, los preferidos de la Diosa Balar. Ahora era el
turno de los Lux, que procedían del Dios Kaal.
Eso significaba que la próxima familia en reinar sería la de los
Mare, los descendientes de la Diosa Kitara. Era la única familia que
todavía poseía un Don Mayor.
Su familia no era importante, solo pertenecía a una de los cientos
de ramas que se habían disgregado de la familia Virentia con el paso
de los siglos. Los Doyle solo eran una mota de polvo en mitad del
gigantesco árbol genealógico que relacionaba a todas las familias
nobles de Valerya. Sin embargo, cuando alguien con un Don Mayor
moría, la guerra acechaba el reino.
La pérdida de tanto poder siempre tenía sus consecuencias.
Pero eso no explicaba por qué un caballero real, enviado desde
Ispal, había atravesado todo el reino para informar a su familia. Con
un simple mensajero habría sido suficiente.
Sin darse cuenta, Bastien se llevó las yemas de los dedos a la
quemadura que descendía hasta su ojo derecho.
Se dirigió a las escaleras de piedra y ascendió hasta alcanzar el
último piso, donde se encontraban los dormitorios de la familia.
Aunque todas las antorchas estaban encendidas, se estremeció
mientras recorría el pasillo. Y hasta que no se adentró en su
dormitorio, donde la chimenea estaba encendida, no pudo
abandonar el deseo de frotarse los brazos.
Bastien cerró la puerta y se acercó al calor. Extendió las manos
sobre las llamas.
Si fuera un Lux, podría controlar la altura del fuego. Podría hacerlo
retorcerse entre las palmas de sus manos, podría hacer que lo
envolviera como un manto y nunca más tendría frío. Sería especial.
Y sería poderoso. Si fuera un Mare, crearía agua de sus manos y
apagaría la fogata con un chasquido de los dedos. Si fuera como
cualquier otro heredero noble del reino, podría hacer muchas cosas.
Sin embargo, por mucho que mantuvo las manos quietas, flotando
en el aire, nada cambió, nada sucedió. Nada. Así que terminó
apartando los dedos cuando las llamas estuvieron a punto de
rozarlos.
Bastien elevó la mirada y la hundió con rabia en el enorme espejo
que se apoyaba en la repisa de la chimenea. A pesar de la poca luz
que se colaba por las ventanas estrechas, podía verse a sí mismo
con claridad.
La forma en que sus padres lo miraban había cambiado después
de que casi se quemase vivo en las caballerizas. No había perdido su
pelo negro, aunque, por muchas formas distintas que encontrara de
peinárselo, jamás lograba esconder la cicatriz que se extendía desde
su sien derecha hasta el inicio de su mejilla.
Anna, que nunca lloraba, había jurado entre lágrimas que no
recordaba con claridad qué había ocurrido en aquel momento.
Bastien le creyó, y dijo lo mismo cuando su padre le preguntó. Pero
había mentido.
Claro que lo recordaba. La imagen que vio antes de que el fuego
lo envolviera lo persiguió durante muchas noches; todavía la veía
cuando la melena teñida de Anna se cruzaba frente a él.
Su amistad no se había terminado por lo que había sucedido.
Bastien sabía que había sido un accidente. Su amistad había muerto
cuando él descubrió aquella mañana lo que ella poseía, y lo que a él
le faltaba. Lo que siempre le había faltado.
Y, aunque nunca lo había dicho en voz alta, estaba seguro de que
sus padres lo sabían. Ahora que el rey había muerto y un caballero
había llegado a Grisea para comunicarles la noticia, creía atisbar por
qué ellos se habían esforzado en mantener a Anna dentro de los
muros del castillo.
3
La damisela

L ya terminó su plato, aunque no se sirvió una segunda vez. No


sería propio de una dama.
Con cuidado, se limpió la comisura de los labios con la servilleta y
la dejó a un lado del plato, bien doblada. Después, colocó los
cubiertos que había utilizado en la posición adecuada y movió un
poco la copa, de forma que quedase frente a ella, en el lugar que
ocupaba al inicio.
De haber estado acompañada, habría dado las gracias por la
comida y hubiera pedido permiso para levantarse, pero como estaba
sola, Lya se limitó a ponerse en pie.
Normalmente, después de desayunar pasaba la mañana con Lady
Aliena mientras Bastien atendía sus deberes como heredero. A ella le
hubiese gustado pasar más tiempo con él, conocerlo, aunque
Bastien no tuviera ni el más mínimo interés. Cada vez que sus ojos
se encontraban, él apartaba la mirada con un bufido.
Lya sabía que era bonita, pero nada más. Y Bastien era lo
suficientemente inteligente como para saber que eso no bastaba
para que el amor naciera entre ellos. Por eso intentaba molestar lo
menos posible. Ser invisible, sonreír siempre. No quería que
ocurriera de nuevo. No quería que la obligaran a marcharse.
Si cerraba los ojos, Lya todavía podía ver a sus hermanas, de pie
frente a la puerta de su castillo, observando cómo se alejaba con
una mezcla de sentimientos reflejados en sus rostros. Su hermana
más pequeña, Vela, quería correr hacia ella, mientras Gadea, la
mayor de las cuatro, la sujetaba a la fuerza.
De su padre, Tyr Altair, ni un atisbo. Ya lo había decepcionado de
tantas formas y en tantos momentos que, al parecer, ella ni siquiera
merecía una despedida.
Era la maldición de pertenecer a una familia importante.
Cuando Lya nació, sus padres creyeron que era perfecta. Al fin y al
cabo, sus primeras tres hijas lo habían sido, y Lya debía serlo
también.
Su pelo era ondulado, y su tono recordaba a los troncos de los
árboles cuando el sol del atardecer se refleja en ellos. Caoba
intenso. Sus ojos tenían el color de las praderas que inundaban la
Sierra de Arcias, el territorio de su familia y, en los días oscuros,
lucían el matiz de las hojas de los bosques umbríos. Su piel, pálida,
era similar a la que recubría los troncos de los álamos.
Sus hermanas, con su don, eran capaces de hacer andar a los
árboles y levantar olas de tierra. Y Vela, la más pequeña, con apenas
doce años podía hacer florecer un campo entero con solo apoyar la
palma de la mano en un terreno yermo.
Lya nunca había sido capaz de hacer nada así.
Todas sus hermanas manifestaron su don durante el primer año de
vida. Ella no solo no lo hizo, sino que transcurrieron años sin que
pudiera hacer nada extraordinario. Sus padres llegaron a creer que
era una Inválida, una noble sin don. Una auténtica desgracia para
cualquier familia noble, pero todavía más para la suya. Sin embargo,
el día que Lya cumplió siete años, sufrió una horrible pesadilla, y
despertó con el dormitorio plagado de hojas, ramas y enredaderas
que habían atravesado la pared exterior del castillo, destrozándola
por completo.
Su madre, que todavía vivía por aquel entonces, estaba asomada
por lo poco que quedaba de la puerta, boquiabierta, observándola
como si fuera la primera vez que realmente la veía.
Lya estuvo a punto de sonreír, orgullosa, pero entonces se percató
de que tenía las manos manchadas de algo caliente y pegajoso.
Cuando bajó la mirada con lentitud, empezó a gritar.
Uno de los perros que de vez en cuando entraba en el castillo
había dormido aquella noche con ella, entre sus brazos. Seguía en el
mismo lugar. Muy quieto, extrañamente rígido, con los ojos abiertos
de par en par. Si moverse, sin respirar, sin un ápice de vida. Una de
las gruesas ramas que había destrozado la pared le había atravesado
el lomo de parte a parte, cubriendo con sangre las manos de la niña
y gran parte de su camisón blanco.
—¿Lady Lya?
Ella se volvió con brusquedad para observar a Neila, su dama de
compañía, que la contemplaba, a su vez, desde la puerta abierta del
comedor. Era la única que había decidido permanecer a su lado. La
familia tenía más damas de compañía, pero todas habían preferido
quedarse con sus talentosas hermanas, en el enorme castillo de
Itantis, la capital de la Sierra de Arcias, y no acompañarla a ese
pequeño rincón del reino, en el sur, alejado de todos y de todo. A
nadie se le ocurrió obligarlas a hacerlo. Neila era la única persona a
la que le importaba de verdad. Lord Emmanuel y Lady Aliena eran
agradables con Lya, pero solo porque debían serlo. Nada más.
—¿Te encuentras bien?
—Perfectamente —contestó ella antes de bajar la cabeza para que
las sombras de la estancia ocultaran sus ojos húmedos.
Neila se acercó con el ceño fruncido y la tomó de las manos para
estrecharlas con suavidad.
—Estás helada —susurró—. Ven al dormitorio. Las criadas acaban
de encender la chimenea.
Lya asintió y la siguió con placidez. Recorrieron la galería del
segundo piso del castillo. Al final de esta, se encontraba la escalera
que las conduciría a las habitaciones, custodiada por un guardia.
—¿Dónde está Lady Aliena? ¿Y tu prometido? —preguntó Neila,
entre murmullos.
—Ha ocurrido algo.
—¿Qué es tan importante como para dejarte sola, sin un solo
acompañante? —comentó, irritada.
—El rey ha muerto.
Neila se detuvo de golpe y lanzó una exclamación entrecortada.
Lya tiró de la manga del vestido de su dama de compañía y la
empujó hacia uno de los salones laterales. Se llevó el índice a los
labios y cerró la puerta a sus espaldas.
Habían entrado a la biblioteca. Lya había estado muchas veces allí,
fingiendo que leía mientras acompañaba a Bastien. Él pasaba horas
en este lugar, concentrado entre páginas y pergaminos, mientras Lya
imaginaba que caminaba junto a un príncipe sonriente, sin
quemaduras en la cara, en un romántico paseo en el bosque cercano
que rodeaba al castillo.
—Dime que mis oídos me han engañado. Dime que estás
mintiendo.
—Me temo que es verdad —contestó Lya, observando su expresión
demudada—. Nos lo ha comunicado un caballero de la familia real.
Neila parpadeó, confusa, y se acercó un poco más.
—¿Un caballero? ¿Estás segura?
—Sé que es extraño, pero tengo la certeza de que lo era —
respondió Lya, recordando el escudo que relucía en la armadura.
—Nadie ordenaría a un caballero remitir un mensaje. Y mucho
menos, enviarlo aquí, a este castillo. Aprecio a tu prometido —
añadió, con un tono que demostraba lo contrario—, pero su familia
es… poco importante para que alguien se interese por ella. No tiene
sentido.
Lya asintió, pero no dijo nada más.
—La muerte del rey conlleva una luna de luto —añadió de pronto
Neila—. Nadie puede casarse durante ese periodo.
—Lo sé —contestó Lya, mirando hacia una de las estrechas
ventanas—. Esto retrasará la boda.
Neila tragó saliva y la observó con preocupación. Sabía tan bien
como ella lo que significaba ese matrimonio. Sin embargo, una dama
no podía asustarse y llorar. Así que Lya empujó su miedo hacia algún
lugar bien profundo y levantó la cabeza, sonriendo.
Siempre se le había dado muy bien fingir.
—Solo serán unas semanas más. Puedo esperar.
Neila estaba a punto de responder, pero de pronto, un susurro hizo
eco en la biblioteca.
Las dos se miraron con sobresalto y Neila se llevó el índice a los
labios. Lya cabeceó, con el pánico latiendo en sus venas. La dama de
compañía se deslizó por la sala arrastrando sus zapatos por el suelo
alfombrado sin levantar ni un murmullo. Con cuidado, apoyó la
espalda en una de las estanterías más cercanas y se asomó tras ella.
Se quedó paralizada durante un instante, pero entonces, suspiró y
retrocedió, observando a Lya con una media sonrisa.
—Estamos solas, pero quizá deberíamos marcharnos de aquí.
Lya asintió. No obstante, no se movió cuando Neila abrió la puerta
de la biblioteca.
Le pareció escuchar un nuevo crujido, pero por mucho que hundió
la mirada en la estancia, no vio más que libros polvorientos. En el
exterior, la lluvia seguía golpeando los muros con fuerza.
—¿Lady Lya? —Neila se volvió hacia ella con los ojos entrecerrados
—. ¿Ocurre algo?
Lya tardó un momento más en despegar los ojos de las estanterías
y volverse en su dirección.
—No, supongo que no.
Sin embargo, la sensación de que alguien las observaba no
desapareció hasta que cerró la puerta a su espalda.
4
El viento se levanta

L as manos le dolían tanto que tuvo que dejar caer los troncos al
suelo.
Anna miró a un lado y a otro, vigiló que los guardias que
caminaban con tranquilidad por el patio trasero no le prestaran
atención, y se apoyó en el muro del castillo, agotada.
Tenía la piel cubierta de sudor. Aunque a la hora del almuerzo
había dejado de llover, notaba la tela del vestido todavía húmeda y
no le hacía falta acercar la nariz a ella para oler cómo apestaba. Las
piernas le palpitaban casi tanto como el corazón.
Estaba destrozada.
El rey había muerto, sí, pero se preguntó si eso cambiaría en algo
su vida. Ella no había vivido ninguna guerra, pero sí había escuchado
las viejas historias de los soldados cuando, estando de guardia,
bebían demasiado y hablaban de más. Los juglares también
hablaban sobre las batallas, pero en ninguna de sus canciones
aparecían las personas como ella. Las costureras, los herreros, los
guardias de los muros, las criadas. Los protagonistas eran siempre
los mismos: princesas, nobles, reyes. Al parecer, las grandes
historias solo estaban reservadas para aquellos por cuyas venas
corría la sangre de los Dioses.
Un soldado pasó a su lado y sus ojos acusadores observaron los
troncos que se hallaban junto a sus pies. Con un suspiro, Anna no
tuvo más remedio que apilarlos de nuevo sobre sus doloridos brazos
y echar a andar en dirección a las cocinas.
Odiaba entrar allí. En primer lugar, porque las cocineras la miraban
aún peor que las otras criadas y querían que se mantuviera bien
lejos de los alimentos. En segundo lugar, por el olor. Era demasiado
irresistible.
Olía a tantas cosas que Anna apenas podía probar, que se
mareaba de frustración. Era terrible tener al alcance de su mano
todo lo que necesitaba y no poder tomarlo.
Atravesó el patio trasero, donde se encontraban el granero, el
corral y los establos. A lo lejos, casi oculto por uno de los muros,
podía ver el tejado de las caballerizas que habían ardido con Bastien
y ella en su interior. Se mordió los labios y apartó la vista justo para
esquivar a un par de gallinas que habían escapado e intentaban
picotearle la poca carne que recubría sus piernas. Llegó hasta una
pequeña puerta de madera que comunicaba con las cocinas del
castillo y empujó con todo su peso para poder abrirla. En el
momento en que cedió, el olor y el calor le abofetearon la cara.
—He traído la leña —dijo, alzando la voz por encima de los
burbujeos y el chisporroteo de los fogones.
Sin embargo, nadie respondió.
Dejó los troncos en el suelo, junto a una cesta llena de piñas y
acículas secas, y avanzó con cautela.
—¿Hola?
Normalmente no dejaban que Anna traspasara el umbral. Había
varias chimeneas y demasiados fogones. Todo el mundo sabía que el
fuego estaba prohibido para ella, pero en ese momento no había
nadie que le impidiese avanzar.
No sabía dónde se había metido todo el mundo. Aunque las
cocinas estaban en funcionamiento, ningún sirviente de los Doyle
andaba por allí.
Varios fogones humeaban y sobre las largas mesas de madera
había verdura cortada, quesos y embutidos troceados. También
había varias hogazas de pan y jarras de vino y cerveza. Veía más
comida de lo normal, así que Anna adivinó que esa noche tendrían
invitados.
El estómago le rugió e impulsivamente dio un paso más.
No había nadie, ni siquiera se colaba alguna voz por el pequeño
pasillo que nacía más adelante, el que comunicaba con el castillo.
Echó un vistazo a su espalda. Por la puerta que había dejado abierta
solo se podía ver corretear a un par de gallinas.
A Anna se le entrecortó la respiración y sintió tanta saliva en la
boca que no tuvo más remedio que tragar.
Avanzó otro paso y alzó las manos. Solo se llevaría un par de
trozos para su madre y para ella. Nadie lo notaría. Había tantísima
comida que era imposible que la descubrieran.
Sus dedos rozaron la corteza del pan, pero de pronto, un sonido la
hizo detenerse en seco.
Se quedó quieta, con la mano flotando e inmóvil, sin respirar.
Ese sonido que llegaba hasta Anna, mezclado con el chisporroteo
de las llamas y el burbujeo de los caldos, era agudo y melódico. Un
silbido, creía. Alguien estaba silbando.
Movió los ojos, con la respiración entrecortada.
Medio oculto por una columna, frente a la chimenea más grande
del lugar, había alguien. Estaba de espaldas a ella, ladeaba la cabeza
de un lado a otro y seguía el ritmo de una canción. Tenía el pelo
negro como el carbón y una ropa aún más sucia que la de Anna.
Estaba de puntillas y tenía la pelvis ligeramente inclinada hacia el
enorme caldero que hervía en la chimenea. Entre sus piernas se veía
caer un fino chorro de líquido amarillento, que terminaba dentro del
recipiente que tenía frente a él.
La imagen dejó a Anna tan helada que tardó demasiado en darse
cuenta de lo que estaba haciendo.
—¡Eh!
El joven se dio la vuelta y Anna no necesitó dedicarle más que una
mirada para adivinar lo que era. Solo un esclavo podía estar tan
delgado, tener unas ropas tan destrozadas. Su cara, escuálida y
morena por el sol, estaba cubierta por finas cicatrices. No sabía si
era mayor o menor que ella, pero sus ojos parecían muy oscuros y
viejos para esa sonrisa tan endiablada.
En vez de huir, se anudó a la cintura el trozo de tela que usaba por
pantalones y la observó con un brillo peligroso. Sus pupilas parecían
dos carbones encendidos.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Anna, con el ceño fruncido.
—¿Hace falta que preguntes? —repuso él, en absoluto
avergonzado—. Si quieres, puedo mostrártelo otra vez. No he
vaciado del todo la vejiga.
Su sonrisa burlona no se desvaneció. Se inclinó de nuevo hacia el
caldero y removió con la cuchara de madera su contenido. Sin
soltarla, se volvió para mirar a Anna.
—¿Y tú? ¿Qué hacías?
Sus ojos se posaron en su mano, aún demasiado cerca de la
comida. Anna palideció un poco, pero se mantuvo firme.
—Te ejecutarán por lo que has hecho.
Él se encogió de hombros con tranquilidad.
—No lo creo.
Soltó el cucharón y, antes de que Anna pudiera darse cuenta,
estaba prácticamente encima de ella, acorralándola entre el borde
de la mesa y él. No era alto, ningún esclavo podía serlo debido a su
alimentación. De hecho, era un par de dedos más bajo que ella y su
cuerpo era aún más delgado. Su cara morena, a pulgadas de la de
Anna, parecía construida a base de tendones y hueso. Sin embargo,
había algo en él, una atmósfera que lo envolvía, que lo hizo parecer
enorme. Casi peligroso.
Ella ni siquiera tuvo tiempo para moverse. Cuando intentó
apartarlo, algo afilado y helado rozó su nuca. Se quedó paralizada.
No sabía cómo el esclavo había podido hacerse con un cuchillo,
estaba segura de que no le había visto ninguno en la mano.
Jamás había visto a nadie moverse con tal rapidez.
—¿Por qué estropear una buena broma? —preguntó el esclavo,
con una sonrisa demente.
Anna no contestó y se obligó a devolverle la mirada con dureza,
aunque el metal afilado conseguía que le temblaran las piernas.
El crepitar del fuego creció en las chimeneas. Las ollas que se
mantenían en ebullición comenzaron a silbar. El contenido se
derramó y cayó sobre los carbones encendidos y sobre la madera,
haciéndola humear.
El esclavo balanceó su mirada entre las llamas y la cara de Anna, y
su sonrisa se apagó un poco. Parecía a punto de decir algo, pero
entonces, apartó la hoja afilada y dejó caer el cuchillo sobre la mesa.
Cuando Anna alzó la mirada, el chico se alejaba con los trozos de
embutido y de pan que ella había pensado robar.
Desapareció por la puerta que comunicaba con el patio en apenas
un suspiro.
Anna se quedó inmóvil, respirando agitadamente, apoyada en el
borde de la mesa. No se movió, ni siquiera cuando un par de
mujeres entraron en la estancia, ataviadas con delantales blancos y
cofias.
—¿Qué haces aquí? —exclamó una de ellas, nada más verla—.
Sabes de sobra que no puedes estar en las cocinas. Avisaré a Lady
Aliena si no te marchas de inmediato.
—He traído leña —contestó Anna, con la voz algo ronca, mientras
señalaba los troncos apilados junto a la puerta por la que había
desaparecido el chico.
—Bien. Entonces lárgate.
La otra mujer la hizo apartarse de un tirón y comenzó a limpiar
frenéticamente la zona en la que Anna había apoyado sus manos, a
pesar de que no había dejado ninguna mancha en la madera.
Ella se quedó quieta, en mitad de la sala, observando el caldero
junto al que había visto al chico. Burbujeaba tanto que su contenido,
de un color amarillo intenso, rebasaba por sus bordes.
—¿Ocurre algo? —le preguntó la cocinera con rudeza.
Anna clavó los ojos en ella y, tras un instante de vacilación,
sacudió la cabeza.
—El guiso tiene un aspecto maravilloso. Espero que los señores
disfruten de la cena.
Salió de las cocinas escondiendo una media sonrisa y no volvió a
mirar atrás.
Al anochecer se hizo el anuncio oficial sobre la muerte del rey. Y,
desde ese instante, no se habló de otra cosa.
Al parecer, la Reina Sinove había encontrado a su esposo sentado
en el trono, aparentemente dormido, con una copa vacía entre los
dedos ya rígidos.
Nicolae Lux, tras veinte años de reinado, no había dejado
descendencia alguna. Su primogénito y único hijo, Prian, había
muerto ahogado años atrás, cuando apenas era un niño.
Se hablaba de envenenamiento, de traición, de suicidio, pero sobre
todo se hablaba de guerra.
Anna había oído en muchas bocas el apellido Mare, la antigua
familia reinante del país, que perdió la corona cien años atrás, tras el
enfrentamiento contra los Lux. La guerra había mermado hasta casi
extinguir a los miembros de las dos familias y ambas decidieron
declarar la paz. Aunque se firmó un acuerdo en el que los Mare
aceptarían en adelante al primogénito de los Lux como legítimo rey,
siempre había habido rumores. Sus familias se habían enfrentado
durante siglos. Estaba en su sangre. Agua y fuego, el sol y la luna de
los Dones Mayores. Estaban destinados a destruirse el uno al otro.
Como finalmente había ocurrido, habían empezado a murmurar
algunos.
A pesar del ambiente lúgubre que se había extendido por todo el
castillo, Lord Emmanuel no había tenido otra opción que celebrar
una ceremonia en el templo y una cena en honor a los caballeros del
rey, que habían llegado como parte de un amplio destacamento
después de que uno de ellos se adelantara para anunciar la noticia
sobre la muerte de Nicolae Lux. No obstante, nadie comprendía por
qué habían atravesado todo el reino para llegar hasta Grisea.
No iba a ser un gran banquete, pero, aun así, habían invitado a las
familias más importantes de los alrededores. Comerciantes, sobre
todo, que acudieron vestidos de negro en cuanto cayó la noche y las
antorchas del sendero principal se encendieron para mostrar el
camino al castillo.
Anna los observó atravesar las grandes puertas de madera desde
un rincón del patio de armas. Aunque no eran nobles, podía leer en
sus caras el miedo y la preocupación. La idea de la guerra había
calado hasta en el último sirviente. Eran ellos, los comerciantes y los
plebeyos, los que siempre sufrían las consecuencias. Sí, algún noble
podía morir, algunas de las familias más poderosas podían acabar
arrasadas, pero siempre se prefería mantener a sus miembros con
vida y utilizarlos como moneda de cambio. Anna sabía que ellos no
eran tan importantes. Eran útiles hasta que se cansaban, y
entonces, los mataban. O les hacían cosas peores.
Suspiró hondo y se escondió entre las sombras. Atravesó el patio
de armas por la zona menos concurrida, en dirección a la residencia
donde dormía la servidumbre de la familia Doyle.
Después de tantas horas de barrer, fregar y recoger leña, estaba
tan agotada que apenas podía continuar despierta. Solo quería
llevarse algo al estómago y teñirse el pelo lo antes posible, para
cerrar los ojos de una maldita vez y descansar.
Sin embargo, una voz conocida la hizo detenerse.
Se giró y observó a Marit, que se aproximaba con rapidez. Se
detuvo a una distancia considerable y extendió sus manos.
—Ten. —Se alejó con rapidez en cuanto le arrojó un par de objetos
sin cuidado.
—¡Espera! ¿Qué se supone que debo hacer con esto?
A uno de ellos lo reconocía. Era una pequeña vasija de barro que
guardaba la mezcla negra y pastosa que teñiría las raíces de su pelo.
Alzó el otro, con el ceño fruncido. La brisa nocturna lo hizo ondear
entre sus dedos. Un largo pañuelo.
—Lady Aliena ordena que, a partir de ahora, te cubras siempre la
cabeza con él, incluso para dormir.
—¿Qué? —exclamó Anna—. Eso no tiene ningún…
—Es una orden —la interrumpió Marit, sin pestañear—. También
ordena que esta noche no salgas de tu habitación.
Ni siquiera la dejó responder. Le dio la espalda y se marchó a paso
rápido hacia el castillo. De pronto, Anna se dio cuenta de que la
joven criada se había cambiado, y de que llevaba puesto el vestido
negro con volantes que debían usar cuando servían en momentos
especiales.
Anna, con el pañuelo aún apretado en su puño, la observó
alejarse.
—No pensaba hacerlo —siseó.
Con una sacudida de cabeza, se volvió y recorrió los escasos
metros que la separaban de la residencia. Al llegar, abrió la ruinosa
puerta de par en par y se adentró en la estancia, subiendo los
escalones de dos en dos. Cuando alcanzó la diminuta habitación que
compartía con su madre, la encontró allí, sentada sobre la cama en
la que las dos dormían. La única luz provenía de un candelabro
medio roto, que reposaba sobre el pequeño baúl donde guardaban
todas sus pertenencias.
Hasta que Anna no cerró la puerta, su madre no se percató de su
presencia.
—Hija —murmuró. Había algo extraño en la forma en que la
examinaba.
—¿Ocurre algo? —preguntó Anna, mientras se acercaba a ella.
—Solo estoy cansada.
Su madre bajó la vista hacia el jergón. Sobre él, confundido con
las sábanas, había un vestido idéntico al que le había visto llevar a
Marit hacía apenas unos instantes.
—Me han pedido que ayudase a servir después de la ceremonia en
el templo. Hoy el comedor estará lleno.
Anna desvió la mirada hacia sus botas. Todavía estaban húmedas,
se moría de deseos de quitárselas, mandarlas al otro extremo de la
habitación y estirar los pies doloridos.
—¿Quieres que yo te sustituya? —preguntó, al cabo de un
instante.
Su madre sonrió y negó con la cabeza.
—No, Anna. Deberías quedarte aquí y descansar. Hoy ha sido un
día duro.
—Estoy bien —mintió—. Puedo hacerlo.
—No.
La voz de su madre no dio lugar a más réplica. Anna frunció el
ceño y se acercó. Ella mantenía la mirada en la ventana, con
terquedad. Sus dedos estaban entrelazados con fuerza, casi parecía
que estaba rezando.
—¿Madre?
—No deberías estar aquí —musitó ella, con la voz tomada—. Sería
lo mejor. Para todos.
—¿Qué estás diciendo…? —Anna sacudió la cabeza y sintió como si
un puño la golpeara cuando vio cómo las primeras lágrimas
escapaban de los ojos de su madre—. Es por el rey, ¿verdad? Estás
asustada porque ha muerto.
Ella asintió, mientras sus mejillas, morenas y ajadas por tanto
trabajo, se iban humedeciendo poco a poco.
—Madre, no ocurrirá nada —dijo Anna, con una sonrisa forzada—.
Nosotros no somos nobles, no somos como ellos. Si los Doyle caen,
otros ocuparán su lugar. Nosotros seguiremos siendo lo que somos.
Seguiremos haciendo lo que hacemos: servir.
La madre bajó la mirada y cabeceó sin mirarla a los ojos. Anna no
estaba muy segura de que la hubiera escuchado. Extendió las manos
para abrazarla, pero ella se apartó con rapidez y se limpió las
lágrimas con las mangas de su vestido.
—Debo irme —musitó.
Anna asintió. Se sentó sobre el catre y permaneció callada.
Observó en silencio cómo su madre se deshacía de la ropa que había
usado aquella jornada y se ponía el vestido negro. En ningún
momento la miró a los ojos.
—Acuéstate pronto —dijo—. Mañana habrá mucho trabajo.
Con dos zancadas, recorrió la habitación diminuta y se inclinó
sobre su hija. Le besó la frente y sus dedos le acariciaron el pelo
durante un largo instante. Anna sintió un prolongado escalofrío, pero
no intentó detenerla cuando desapareció por la puerta. Los ojos de
su madre todavía estaban húmedos.
Con el ceño fruncido, clavó la mirada en el tinte que descansaba
sobre su falda y en el pañuelo negro, que era lo suficientemente
grande para cubrir su melena abundante. Después, sus ojos rodaron
hacia el baúl.
Lady Aliena le había ordenado que permaneciera en su habitación.
Su madre, también.
Pero no sería la primera vez que desobedeciera a las dos.
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Democracy was knocking at the gate with a vengeance. Its keepers
must be up and doing lest Demos ravish the citadel within and get
clear away with the pictures, the heirlooms and the gold plate.
“She must be out of her mind,” declared the Duke at the first
announcement of the grisly tidings. Lady Wargrave went further.
“She is out of her mind,” trumpeted the sage of Hill Street.
There were alarums and excursions, there was a pretty todo. But
Muriel had grown so Broad that she treated the matter very lightly.
The ruthless Sir Dugald had tied her to the wheel of his car; he was
now determined to lead her to the altar with or without the sanction
of his Grace.

III
All too soon for the Duke’s liking in this hour of fate, Sir Dugald
arrived for his interview. At any time he was a bitter pill for his Grace
to swallow; just now, in the light of present circumstances, it called
for the virtue of a stoic to receive him at all.
Now these adversaries met again certain ugly memories were in
their minds. But the advantage was with the younger man who could
afford to be secretly amused by the business in hand. A semblance
of respect, to be sure, was in his bearing, but that was no more than
homage paid by worldly wisdom to the spirit of place. Right at the
back lay the mind of the cool calculator, which in certain aspects had
an insight almost devilish into the heart of material man. Well he
knew the hostility of this peevish, brooding invalid. He was in a
position to flout it; yet, after all, the man who now received him would
have been rather more than human had he not hated him like
poison.
Sir Dugald could afford to smile at this figure of impotence; yet
the Duke, in his way, was no mean adversary. Up to a point his mind
was extremely vigorous. The will to prevail against encroachment on
the privileges of his class was still strong. Besides physical suffering
had not yet bereft him of a maliciously nice appreciation of the
human comedy. It may even have been that which now enabled him
to receive “the thruster.”
As Sir Dugald entered the room he was keenly aware that the
eyes of a satyr were fixed upon him. And the picture of a rather
fantastic helplessness, propped in its chair, was not without its
pathos. The old lion, stricken sore, would have given much to rend
the intruder, but he was in the grip of Fate.
The success of Sir Dugald had been magical, but luck had played
no part in it, beyond the period of the world’s history and the
particular corner of the globe in which he happened to be born. He
had got as far as he had in a time comparatively short for the simple
reason that he was a man of quite unusual powers.
No man could have had a truer perception of the conditions
among which he had been cast than Dugald Maclean, no man could
have had a stronger grasp of certain forces, or of the alchemy
transmuting them into things undreamt of; no man could have had a
bolder outlook upon the whole amazing phantasmagoria evolved by
the cosmic dust out of the wonders within itself. The Duke had the
cynicism of the materialist; the man who faced him now had the
vision of him who sees too much.
The Duke, with a great air and a courtesy which was second
nature, begged his visitor to forgive his being as he was.
Sir Dugald, with a mechanical formula and a mechanical smile,
responded with a ready sympathy. But while their conventional
phrases flowed, each marked the other narrowly, like a pair of
strange brigands colloguing for the first time on the side of a
mountain. It was as if each knew the other for a devil of a fellow, yet
not quite such a devil of a fellow as he judges himself to be.
Efficiency was the watchword of Maclean. There was no beating
about the bush. He knew what he wanted and had come to see that
he got it. In a cool, aloof, rather detached way he lost no time in
putting forward the demand he had made at a former meeting.
“But one has been led to infer from your speeches,” said the
Duke, bluntly, “and the facts of your career, that you stand for an
order of things very different from those obtaining here.”
“Up to a point, yes,” was the ready answer. “But only up to a
point. In order to govern efficiently it is wise to aim at a centralization
of power. The happiest communities are those in which power is in
the hands of the few. Now there is much in the social hierarchy, even
as at present constituted, which deserves to survive the shock of
battle that will soon be upon us. It ought to survive, for it has proved
its worth. And in identifying myself with it I shall be glad when the
time comes to help your people here if only you will help me now.”
“In a word, you are ready to throw over your friends,” said the
Duke with a narrowing eye.
“By no means! I have not the least intention of doing that.”
His Grace was hard to convince; besides the man’s nonchalance
incensed him. “Well, as I have told you already, the only terms on
which we can begin to think of having you here are that you quit your
present stable.”
“Don’t you think you take a parochial view?” The considered
coolness had the power to infuriate. “Whichever stable one happens
to occupy at the moment is not very material. It is simply a means to
an end.”
“To what end?”
“The better government of the country—of the Empire, if you
prefer it.”
“You aim at the top?”
“Undoubtedly. And I think I shall get there.”
The note of self-confidence was a little too much for his Grace.
He shot out an ugly lower lip and plucked savagely at the small tuft
of hair upon it. “That remains to be seen, my friend.” And he added
in a tone of ice, “When you have got there you can come and ask me
again.”
“But it is going to take time,” Sir Dugald spoke lightly and readily,
not deigning to accept the challenge. “Meanwhile Lady Muriel and I
would like to get married.”
It seemed, however, that the Duke had made up his mind in the
matter quite definitely. There must be a coat of political whitewash
for a dirty dog before he could hope to receive any kind of official
sanction as a son-in-law. Such in effect was the last word of his
Grace; and it was delivered with a point that was meant to lacerate.
It did not fail of its effect. Somehow the ducal brand of cynicism
was edged like a razor, and the underlying contempt poisoned the
wounds it dealt. The man who had sprung from the people, who in
accordance with the brutal innuendo of the man of privilege would be
only too ready to throw them over as soon as they had served his
turn, was powerless before it. At this moment, as he was ruefully
discovering, place and power did not hesitate to use loaded dice.
Sir Dugald was savagely angry. In spite of an iron self-control, the
cold insolence of one who made no secret of the fact that he
regarded the man before him as other clay was hard to bear. A
career of success, consistent and amazing, had given Sir Dugald a
pretty arrogance of his own. And he was a very determined man
playing for victory.

IV
It was clear from the Duke’s manner that as far as he was
concerned the interview was at an end. But Sir Dugald had made up
his mind to carry the matter a step farther. He was a bold man, his
position was stronger than his Grace had reason to guess,
moreover, a powerful will had been reënforced by a growing
animosity.
“Before I go,” said Sir Dugald, “there is one last word, and to me
it seems of great importance.”
The Duke sat silent, a stony eye fixed upon his visitor.
“First, let me say as one man of the world to another, that your
objection to my marrying Lady Muriel is injudicious.”
“No doubt—from your point of view. But we won’t go into that.”
“On the contrary, I think we had better. As I say, it is injudicious.
We have fully made up our minds to marry. You can’t hinder us, you
know—so why make things uncomfortable?”
“Because I dislike it, sir—I dislike it intensely!” His Grace was
suddenly overwhelmed by his feelings.
“Do you mind stating the grounds of your objection?”
“It would be tedious to enumerate them.”
“Well, I’d like you to realize the advantages of letting things go on
as they are.”
“There are none so far as one can see at the moment.”
“We are coming to them now,” said Sir Dugald blandly. “In the first
place, has it occurred to you that I may know the history of Mr.
Dinneford’s fiancée?”
The Duke stared fixedly at the man before him. “What do you
mean?” he said.
“Suppose one happens to know her secret?”
“Her secret!”
“Her origin and early history.”
“What do you mean?”
“Is there really any need to ask the question?”
The Duke shook his head perplexedly. “I’m afraid I don’t follow
you.”
“Well,” said Sir Dugald coolly, “it happens that you are the one
man in the world who is in a position to answer the question I have
ventured to ask.”
They looked at each other. A rather deadly silence followed.
“The question you have ventured to ask.” The Duke repeated the
words slowly, but with a reluctance and a venom he could not
conceal.
“You know perfectly well what I mean.” The tone, direct and cool,
was exasperating.
“Are you trying to blackmail me?” There was an ugly light in the
Duke’s eyes.
Sir Dugald laughed. “Why put the matter so crudely?” he said. “I
am merely anxious that justice should be done. You ought to be
grateful to Providence for giving you this opportunity.”
“Opportunity?”
“To right the wrong that has been committed.”
“I don’t understand.”
“I refer to Miss Lawrence’s parentage.”
“One fails to see that her parentage is any business of yours or
mine.”
“It is certainly business of yours,” was the sardonic answer; “and
it is going to be mine because I am determined that matters shall
take their present course. Lady Muriel and I intend to marry, and Mr.
Dinneford and Miss Lawrence ought to marry.”
The Duke gazed at him with an air of blank stupefaction.
“I invite you to give the matter very careful consideration.” Sir
Dugald had constrained a harsh accent to the point of mellowness.
“Let me say at once that if you don’t withdraw your opposition it is in
my power to make myself rather unpleasant.”
“Nature has relieved you of any obligation in that matter. You are
the most unpleasant man I have ever had to do with.”
“Let me outline the position.” The mellifluous note spurred his
Grace to fury. “Mr. Dinneford and Miss Lawrence, Lady Muriel and I
are determined to marry and we must have your consent.”
“And if I don’t give it?” The tone matched the truculent eyes.
“I may be tempted to use my knowledge in a way which will be
much more disagreeable than the things you wish to prevent.”
“Do I understand this to be a threat?”
Sir Dugald smiled darkly.
“Very well!” Defiance and resentment rode the Duke very hard.
“Use your knowledge as you like. You are a scoundrel.”
“A hard name.” Again the Duke was met by a saturnine Scottish
smile. “But my motives are sound.”
“So are mine.” The Duke’s voice shook with fury. “If you are not
careful I will have you put out of the house.”
“We are not living in the Middle Ages, you know.”
“More’s the pity. I’d have found a short way with you then, my
friend. Your wanting to marry Muriel is bad enough, your interference
with Dinneford is an outrage.”
“In the circumstances I feel it to be my duty to do what I can in an
exceedingly delicate matter.”
“Self-interest, sir, that’s all your duty amounts to.” But the Duke
was now thoroughly alarmed, and he saw that recrimination was not
going to help him. “Tell me,” he said in a tone more conciliatory than
he had yet used, “exactly on what ground you are standing?”
“In the first place, there is a very remarkable family likeness.”
“And you base your allegation upon a mere conjecture of that
kind!” said the Duke scornfully.
“Upon far more than that, believe me. I have very strong and
direct evidence which at the present moment I prefer not to
disclose.”
The Duke paused at this bold statement. He turned a basilisk’s
eye upon his adversary, but Sir Dugald offered a mask, behind
which, as his Grace well knew, lurked unlimited depth and cunning.
One thing was clear: a man of this kidney was not likely to venture
such a coup without having carefully weighed his resources. In any
case there cannot be smoke unless there is fire. A certain amount of
knowledge must be in the possession of Maclean; the question was
how much, and what use was he prepared to make of it?
“Do I understand,” said the Duke after a moment of deep thought,
“that you have spoken of this matter to Mr. Dinneford?”
“I have not yet done so.”
“Or to Miss Lawrence?”
“No—nor to Mrs. Sanderson.”
The Duke’s look of concentration at the mention of that name
was not lost upon Sir Dugald. It had the effect of hardening the
ironical smile which for some little time now had hung round his lips.
“May I ask you,” said the Duke with the air of a man pretty badly
hipped, “not to speak of this matter to anyone until there has been an
opportunity for further discussion?”
The abrupt change in the tone confessed a moral weakness
which Sir Dugald was quick to notice. But he fell in with the
suggestion, with a show of ready magnanimity for which the Duke
could have slain him. There was no wish to cause avoidable
unpleasantness. Sir Dugald was good enough to say that it was in
the interests of all parties that the skeleton should be kept in the
cupboard. The matter was bound to give pain to a number of
innocent people, and if the Duke, even at the eleventh hour, would
be reasonable he might depend upon it that Sir Dugald Maclean
would be only too happy to follow his example.

V
Upon the retirement of the unwelcome visitor, the Duke gave
himself up to a state of irritation verging on fury. Unprepared for this
new turn of the game, taken at a complete disadvantage by a man of
few scruples and diabolical cleverness, he was now horribly smitten
by a sense of having said things he ought not to have said. On one
point he was clear. In the shock of the unforeseen he had yielded far
too much to the impact of a scoundrel.
The position seen as a whole was one of very grave difficulty, and
the instinct now dominating his mind was to seek a port against a
storm which threatened at any moment to burst upon him. It was of
vital importance that certain facts should be kept from certain people;
otherwise there could be little doubt that the private cosmos of Albert
John, fifth Duke of Bridport, would fall about his ears.
Alone with his fluttered thoughts, the Duke spent a bad half-hour
trying to marshal them in battle array. Face to face with a situation
dangerous, disagreeable, unforeseen, it would call for much tactical
skill to fend off disaster. Never in his life had he found it so hard to
choose a line of action. At last, the prey of doubt, he rang for Harriet
Sanderson.
She came to him at once and he told her promptly of Sir Dugald’s
visit. And then, his eyes on her face, he went on to tell her there was
reason to fear that a secret had been penetrated which he had
always been led to believe was known only to her and to himself.
Watching her narrowly while he spoke he saw his words go
home. She stood a picture of dismay.
“I wonder if the man really can know all?” he said finally.
At first she made no attempt to answer the question; but after a
while, in a low, rather frightened voice, she said, “I don’t think he can
know possibly.”
He searched her troubled eyes, almost as if he doubted.
“Perhaps you will tell me this.” He spoke in a tone of growing anxiety.
“Would you say there is anything like a marked family resemblance?”
“A very strong one, I’m afraid.”
“It is confined, I hope, to the picture at the top of the stairs?”
“Oh, no—at least to my mind——”
“Yes?”
“She has her father’s eyes.”
“Very interesting to know that.” The Duke laughed, but it was a
curious note in which there was not a grain of mirth. “Yet, even
assuming that to be the case, it would take a bold man to jump to
such a conclusion. Surely he would need better ground to go upon.”
“I am sorry to say he has much more than a mere likeness to
help him.” As Harriet spoke the bright color ran from neck to brow.
“He happened to be at my brother-in-law’s on the evening the child
was first brought to the house.”
That simple fact was far more than the Duke had bargained for. A
look of dismay came upon him, he shook an ominous head. “It
throws a new light on the matter,” he said, after a pause, painful in its
intensity. “Now tell me this—did he see the child?”
“Oh, yes!”
“That helps him to put two and two together at any rate.” A look of
tragic concern came into his face. “What an amazing world!”
She agreed that the world was amazing. And in spite of the
strange unhappiness in her eyes she could not help smiling a little as
a surge of memories came upon her. She sighed softly, even
tenderly as she made the confession. “To my mind, Sir Dugald
Maclean is one of the most amazing men in it.”
“Have you any particular reason for saying that?”—The gaze was
disconcerting in its keenness—“apart, I mean, from the mere obvious
facts of his career?”
“It is simply that I have watched him rise,” said Harriet, between a
smile and a sigh. “When I knew him first he was a London
policeman.”
“How in the world did he persuade Scotland Yard to part with
him?” scoffed his Grace. “One would have thought such a fellow
would have been worth his weight in gold.”
She could not repress a laugh which to herself seemed to verge
on irreverence. “My brother-in-law says he soon convinced them he
was far too ambitious for the Metropolitan Police Force.”
“I should say so!”
“And then he studied the law and got into parliament.”
“And made his fortune by backing a downtrodden people against
a vile aristocracy.” The Duke’s smile was so sour that it became a
grimace. “In other words a self-made man.”
“Oh, yes—entirely!” The sudden generous warmth of admiration
in Harriet’s tone surprised the Duke. “When one considers the
enormous odds against him and what he has been able to do at the
age of forty-two, it seems only right to think of him as wonderful.”
“Personally,” said his Grace, “I prefer to regard him as an
unscrupulous scoundrel.”
Harriet dissented with a smile. “A great man,” she said softly.
“Let us leave it at a very dangerous man. He is a real menace,
not only to us, but to the country. Anyhow, we have now to see that
he doesn’t bring down the house about our ears.”
There was something in the tone that swept the color from
Harriet’s face. “That I realize.” Her voice trembled painfully. “Oh, I do
hope he has not mentioned the matter to Mary.” And she plucked at
her dress in sudden alarm.
“Not yet, I think,” said the Duke venomously. “He is too sure a
hand to spring his mine before the time is ripe. Meanwhile we are
forearmed; let us take every precaution against him.”
“Oh, yes, we must!” Her eyes were tragic.
“A devilish mischance,” said the Duke slowly, “a devilish
mischance that he, of all men, has been able to hit the trail.”

VI
When Harriet had gone from the room, the Duke surrendered
again to his thoughts. By now they were almost intolerable. Pulled
this way and that by a conflict of emotion that was cruel, he was
brought more than once to the verge of a decision he had not the
courage to make. The situation was forcing it upon him, yet so much
was involved, so much was at stake that a weak man at bottom, he
was ready to grasp at anything which held a slender hope of putting
off the evil day. Two interests were vitally opposed; he sought to do
justice to both, yet as far as he could see at the moment, any
reconciliation between them was impossible.
He was in a state of bitter, ever-growing embarrassment, when
Jack was unexpectedly announced.
His Grace was not able to detach himself sufficiently from the
maelstrom within to observe the hue of resolution in the bearing of a
rather unwelcome visitor.
“Good morning, sir,” said the young man coolly, with an aloofness
that came near to sarcasm. And then in a tone of very simple matter
of fact, he said, “I have merely called to ask if you will give a formal
consent to my marrying Mary Lawrence.”
From the particular way in which the question was put it was easy
to deduce an ultimatum. But it came at an unlucky moment. So
delicately was the Duke poised between two contending forces, that
a point-blank demand was quite enough to turn the scale. His Grace
replied at once that he was not in a position to give consent.
Jack was prepared for a refusal. The nature of the case had
made it seem inevitable. But there and then he issued a ukase. His
kinsman should have a week in which to think over the matter. And if
in that time the Duke did not change his mind he would return to
Canada.
The threat was taken very coolly, but his Grace was far more
concerned by it than he allowed Jack to see. In fact, he was very
much annoyed. Here was an end to the plan which had been formed
for the general welfare of Bridport House. Such conduct was
inconsiderate, tiresome, irrational. But it was not merely the
inconvenience it was bound to cause which was so troublesome.
There was still the other aspect of the case. He could not rid himself
of the feeling that a cruel injustice was being done to an innocent
and defenseless person, and that the whole blame of it must lie at
his own door.
He had been given a week in which to think the matter over, in
which to examine it in all its bearings. Just now he was not in a mood
to urge the least objection to Jack’s departure; all the same one
frankly an autocrat resented it deeply. Let the fellow go and be
damned to him! But in spite of the philosophic air with which he sent
the young fool about his business, his Grace realized as soon as he
was alone that it was quite impossible to shut his eyes to certain
facts. Vital issues were involved and it was no use shirking them.
Even if he had now made up his mind to steel his heart against gross
and rather brutal injustice, so that the common weal might prosper,
nothing could alter the human aspect of a matter that galled him
bitterly.
CHAPTER XI
A BOMB
I
Itsentiment.
is a bad business, no doubt, when a statesman stoops to
Unluckily for the Duke, now that a brain cool and clear
was needed in a critical hour, it had become miserably overclouded
by a sense of chivalry. It was very inconvenient. Never in his life had
he found a decision so hard to reach, and even when it had been
arrived at he could not dismiss the girl from his mind. She had
impressed him in such a remarkable way that it was impossible to
forget her.
Beyond all things a man of the world, one fact stood out with
exemplary clearness. If this girl could have been taken upon her
merits she would have been an almost ideal mate for the heir to
Bridport House. She had shown such a delicate regard for his
welfare, so right had been her feeling in the whole affair, that, even
apart from mere justice, it seemed wrong to exclude her from a circle
she could not fail to grace. In the matter of Bridport House her
instinct was so divinely right that no girl in the land was more
naturally fitted to help a tiro through his novitiate.
A sad coil truly! And Jack had gone but a very few minutes, when
the matter took another and wholly unexpected turn. The prelude to
a historic incident was the appearance of Sarah on the scene.
The eldest flower, the light of battle in her gray eyes, was plainly
bent on mischief. So much was clear as soon as she came into the
room. She had not been able to forgive her father for revoking Mrs.
Sanderson’s notice. It had been a wanton dashing of the cup from
lips but little used to victory; and the act had served to embitter a
situation which by now was almost unbearable.
Sarah had come of fell purpose, but before playing her great
coup, she opened lightly in the manner of a skirmisher. Muriel, it
seemed, was the topic that had brought her there; at any rate, it was
the topic on which she began, masking with some astuteness the
one so much more sinister that lay behind.
“Father, I suppose you know that Muriel has quite made up her
mind to get married?”
“So I gather.” Detachment could hardly have been carried farther.
“Such a pity,” Sarah lightly pursued, “but I’m afraid there’s nothing
to be done. She was always obstinate.”
“Always a fool,” muttered his Grace.
“I’ve been discussing the matter with Aunt Charlotte.”
The Duke nodded, but his portentous eyes asked Sarah not to
claim one moment more of his time than the circumstances rendered
absolutely necessary.
“Aunt Charlotte feels very strongly that it will be wise for you to
give your consent.”
“Why?” The Duke yawned, but the look in his face was not of the
kind that goes with mere boredom. “Any specific ground for the
suggestion?” He scanned Sarah narrowly, with heavily-lidded eyes.
“On general grounds only, I believe.”
The Duke was more than a little relieved, but he was content to
express the fact by transferring his gaze to the book-rest in front of
him.
“She thinks it will be in the interests of everyone to make the best
of a most tiresome and humiliating business. And, after all, he is
certain to be Prime Minister within the next ten years.”
“Who tells you that?”
“Last night at dinner I met Harry Truscott, and that’s his
prediction. He says Sir Dugald Maclean is the big serpent that
swallows all the little serpents.”
“Uncommonly true!” His Grace made a wry mouth. “Still, that’s
hardly a reason why we should receive the reptile here.”
“No, of course. I quite agree. But Aunt Charlotte thinks there is
nothing to gain by standing out. Muriel has quite made up her foolish
mind. So the dignified thing seems to be to make the best of a
miserable business.”
“It may be,” said his Grace. “But personally I should be grateful if
Charlotte would mind her own affairs.”
The tone implied quite definitely that he had no wish to pursue
the topic; nay, it even invited Sarah to make an end of their talk and
to go away as soon as possible. Clearly he was far from
understanding that it was little more than a red herring across the
trail of a sinister intention. But the fact was revealed to him by her
next remarks.
“Oh, by the way, father,” she said casually, or at least with a
lightness of tone that was misleading, “there’s one other matter. I’ve
been thinking the situation out.”
“Situation!” groped his Grace.
“That has been created.” Sarah’s tone was almost infantile—“by
your insisting that Mrs. Sanderson should stay on.”
“Well, what of it, what of it?”
“It simply makes the whole thing impossible.” Sarah had achieved
the voice of the dove. “So long as this woman remains in the house
one feels that one cannot stay here.”
“Why not?”
“Because”—Sarah fixed a deliberate eye on the face of her sire
—“neither Aunt Charlotte nor I think that the present arrangement is
quite seemly.”

II
The attack had been neatly launched, and she saw by the look
on her father’s face that it had gone right home. She was a slow-
witted, rather crass person, with a kind of heavy conceit of her own,
but like all the other Dinneford ladies, at close quarters she was
formidable. The button was off her foil. It was her intention to wound.
And at the instant she struck, his Grace was unpleasantly aware of
that fact.
“What d’ye mean?” It was his recoil from the stroke.
“I have talked over the matter with Aunt Charlotte. She agrees
with me that the present arrangement is quite hopeless. And she
thinks that as you are unwilling for Mrs. Sanderson to be sent away,
the only course for Blanche, Marjorie, and myself is to leave the
house.”
The face of her father grew a shade paler, but for the moment
that was the only expression of the inward fury. He saw at once that
the dull fool who dared to beard him was no more than a cat’s-paw
of the arch-schemer. The mine was Charlotte’s, even if fired by a
hand infinitely less cunning.
“Is this a threat?” The surge of his rage was hard to control.
“You leave us no alternative,” said Sarah doughtily. “Aunt
Charlotte thinks in the circumstances we shall be fully justified in
going to live with her. I think so, too; and I don’t doubt that Blanche
and Marjorie will see the matter in the same light.”
“What do you think you will gain?” His voice shook with far more
than vexation. “The proposal simply amounts to the washing of dirty
linen in public.”
“There is such a thing as personal dignity, father,” said Sarah in
her driest tone.
“No doubt; but how you are going to serve it by dancing to the
piping of Charlotte I can’t for the life of me see.”
Sarah, however, could see something else. The blow had met
already with some success. And she was fully determined to follow
up a first advantage.
“Well, father”—her words were of warriorlike conciseness—“if you
still insist on Mrs. Sanderson’s presence here, that is the course we
intend to take.”
“Oh!” A futile monosyllable, yet at that moment full of meaning.

III
The ultimatum delivered, Sarah promptly retired. She took away
from the interview a pleasing consciousness that the honors were
with her. And this sense of nascent victory had not grown less by
half-past one when she reached Hill Street in time to lunch with Aunt
Charlotte.
It was a rather cheerless and ascetic meal, but both ladies were
in such excellent fighting trim that the meagerness of the fare didn’t
matter. Sarah was sure that she had scored heavily. A well-planted
bomb had wrought visible confusion in the ranks of the foe. “He sees
that it places him in a most awkward position,” was her summary for
the grim ears of the arch-plotter.
“One knew it would.” There were times when Aunt Charlotte had
a striking personal resemblance to Moltke; and just now, beyond a
doubt, she bore an uncanny likeness to that successful Prussian.
“He hates the idea of what he calls washing dirty linen in public.”
“Lacks moral courage as usual.” The remark was made in an
undertone to the coal-scuttle.
“I hope——.” But Sarah suddenly bit off the end of her sentence.
After all, there are things one cannot discuss.
“You hope what?” The eye of Aunt Charlotte fixed her like a kite.
“No need to say what one hopes,” said Sarah dourly.
“I agree.” Aunt Charlotte took a sip of hot water and munched a
peptonized biscuit with a kind of savage glee. “But we have to
remember that the ice is very thin. One has always felt that—well,
you know what one means. One has felt sometimes that your
father....”
Sarah agreed. For more years than she cared to remember
she....
“Quite so,” Aunt Charlotte took another biscuit. “And everybody
must know.... However, the time has now come to make an end.”
“I am sure it has,” said Sarah.
“Still we are playing it up very high,” said the great tactician. “And
we shall do well to remember....”
“I agree,” said Sarah cryptically.
Misgiving they might have, but just now the uppermost feeling
was pride in their work and a secret satisfaction. There could be no
doubt that the blow had gone home. At last they had taken the
measure of his Grace, they had found his limit, the point had been
reached beyond which he would not go.
“Au fond a coward,” Aunt Charlotte affirmed once more, for the
benefit of the coal-scuttle. And then for the benefit of Sarah, with a
ring of triumph, “Always sets too high a value on public opinion, my
dear.”
Such being the case the conspirators had every right to
congratulate themselves. And as if to confirm their victory, there
came presently by telephone a most urgent message from Mount
Street. Charlotte was to go round at once.
“There, what did I tell you!” said that lady. And she sublimely
ordered her chariot.

IV
Enroute to Bridport House, the redoubtable Charlotte did not
allow herself to question that the foe was at the point of hauling
down the flag. His hurry to do so was a little absurd, but it was so like
him to throw up the sponge at the mere threat of publicity. This
indecent haste to come to terms deepened a contempt which had
lent a grim enjoyment to a long hostility.
However, the reception in store for her ladyship in the smaller
library did much to modify her views. She was received by her
brother with an air of menace which almost verged upon truculence.
“Charlotte”—there was a boldness of attack for which she was by
no means prepared—“the time has now come to make an end of this
comedy.”
She fully agreed, yet the sixth sense given to woman found
occasion to warn her that she didn’t know in the least to what she
was agreeing.
“You would have it so, you know.”
He was asked succinctly to explain.
“Well, it’s a long story.” Already there was a note in the mordant
voice which his sister heard for the first time. “A long, a strange, and
if you will, a romantic story. And let me say that it is by no wish of my
own that I tell it. However, Fate is stronger than we are in these little
matters, and no doubt wiser.”
“No doubt,” said Charlotte drily. But somehow that note in his
voice made her uneasy, and the look in his face seemed to hold her
every nerve in a vise. “You are speaking in riddles, my friend,” she
added with a little flutter of impatience.
“It may be so, but before I go on I want you clearly to understand
that it is you, not I, who insist on bringing the roof down upon us.”
Charlotte’s only reply was to sit very upright, with her sarcastic
mouth drawn in a rigid line. She could not understand in the least
what her brother was driving at, but in his manner was a new, a
strange intensity which somehow gave her a feeling of profound
discomfort.
“You don’t realize what you are doing,” he said. “Still you are not
to blame for that. But the time has come to pull aside the curtain, and
to let you know what we all owe a woman who has been cruelly
maligned.”
Charlotte stiffened perceptibly at these words. After all, the case
was no more and no less than for more than twenty years she had
known it to be. Still open confession was good for the soul! It was a
sordid intrigue, an intrigue of a nature which simply made her loathe
the man opposite. How dare he—and with a servant in his own

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