Jorge Guillén Álvarez - Lenguaje y Poesía-Alianza (1969) (Blanco y Negro)
Jorge Guillén Álvarez - Lenguaje y Poesía-Alianza (1969) (Blanco y Negro)
Jorge Guillén Álvarez - Lenguaje y Poesía-Alianza (1969) (Blanco y Negro)
Sección: Literatura
Jorge Guillén:
Lenguaje y poesía
Algunos casos españoles
El Libro de Bolsillo
Alianza Editorial
Madrid
l^
La pri.mera ed1ºc1.o'n de esta obra fue publicada por Harvard
University Press, de Cambridge (U. S. A.), con el título
^nguage and Poet^ 'i/Hin
La primera edición de esta obra, en lengua fue
publicada por Revista de Occidente, S. A., Madrid, 1962.
PV
(,o7'l
í| SI 8
II
Berceo, versificador, se atiene a un arte novis1mo:
el de la cuaderna vía. Por muy varios que surjan sus
asuntos, irán todos ajustándose a versos de catorce síla
bas, en grupos de cuatro versos, y cada grupo presentará
cuatro veces la misma rima. Molde, por lo tanto, muy
estricto.
El viernes en la noche fasta la madrugada
Sofrí grant amargura, noche negra e pesada,
Clamando: fijo, fijo, ¿dó es vuestra posada?
Nunca cuydé veer la luz del alvorada.
(D. V. 161)
Así se lamenta la Madre después de la Crucifixión, y su
desgarramiento nos conmueve sin perder violencia, se
gún un ritmo lento, monótono, grave. Las estrofas de
Berceo van asentando una visión del mundo precisamen
te sobre cimientos de firmeza, de seguridad, y este ritmo
14 Lenguaje prosaico
contribuye a trasmitir lo que están manifestando las pa
labras. De esta suerte, el orden tan obvio de la cuaderna
vía refleja paso a paso el orden continuo de la Creación
bajo la mirada de Cristo y la Gloriosa. Frente a las fluc
tuaciones de la métrica en los cantares épicos, la maes
tría novísima se edificaba bajo el signo del rigor. Y el
poeta ponía su empeño en sostener esa implacable regu
laridad del mismo esquema estrófico. Significado y ritmo
llegan a fundirse matizadamente:
Como suelen las nueuas por el mundo correr.
(S. D. 551)
Nuevas que se deslizan con evidente velocidad en alas del
verso. La poesía española se inaugura, pues, como obra
de arte, no como ingenuidad aniñada. Seríamos nosotros
los ingenuos si juzgásemos «primitivos» a estos artistas
del siglo XIII, el siglo de las más imponentes construc-.
ciones: summa y catedral. Sólo en la perspectiva del
«progreso» parecen primitivas figuras pertenecientes a
épocas de gran madurez. Ni siquiera los bisontes de Al-
tamira, los ciervos de Lascaux se deben a primitivos. Esos
maravillosos perfiles rupestres postulan un arte ya deri
vado de sabe Dios cuántos esfuerzos en sucesión histó
rica, no en desarrollo progresivo. Ya es un lugar común
que el arte no sigue ninguna línea de progreso. La poesía
de hoy -The Waste Land- no representa un adelanto
respecto a la del siglo xm: el Román de la Rose. O los
milagros que nos cuentan Berceo y el rey de Castilla Al
fonso X.
III
Según el artificio de la cuaderna vía -la novedad de
entonces- nos van a ser narrados de nuevo -porque
precede una tradición escrita en latín- milagros y con
ductas ejemplares: culminaciones de muy trabajada reli
giosidad. Berceo es el creyente por excelencia. Ninguna
Berceo 15
duda, ninguna crítica, ninguna vacilación irónica, ningu
na nube de ambigüedad se interponen entre la fe y el
mundo. Visible o invisible, el más acá y el más allá se
enlazan en la unidad de un solo bloque: la Creación.
Esta Creación no puede quebrarse en pedacitos aislados.
Todo se traba y todo queda junto bajo los poderes su
premos: Cristo, Nuestra Señora. Claro que el bien y el
mal se disputan la Creación, y el demonio irrumpe con
su rebeldía. La obra de Berceo albergará naturalmente
más pecadores que santos. Si los santos alcanzan las altu
ras excepcionales, los pecadores permanecerán en el cen
tro de la escena. Esta concepción de un orbe sometido a
esencial armonía no excluye el drama: lo exige. Para la
fe de Berceo todo parece incurso dentro de una sola rea
lidad nunca interrumpida, que va de los hombres a los
serafines, desde un aire con cantos de pájaros hasta un
cielo con cánticos de elegidos. Ninguna misteriosa nebu
losidad separa a los unos de los otros, porque todos son
unos: obras de Dios, altas o bajas. Leyendo a Berceo no
se siente asombro ante lo sobrenatural. En definitiva,
nada es sobrenatural, todo es orgánicamente divino. El
poeta, jamás perplejo, padece con los hombres cuando
padecen, o comparte las tribulaciones de Cristo y de su
Madre. Pero nunca sufre congoja radical. Se lo impide
su modo de vivir en la Creación de Dios.
Modo absoluto, pero cotidiano. Berceo cree como res
pira, y esta respiración de creyente se identificará con
su inspiración de poeta. De ahí que Berceo encarne el
dechado de los españoles según los interpreta Américo
Castro: viviendo «a través» de la creencia «se sentían
estar en la religión». Esa preposición en no puede ser
más luminosa. Toda la poesía de Berceo aparece ilumi
nada si la entendemos así, como manifestación de una
creencia donde se halla el creyente. Creencia que esta me
táfora de situación convierte en algo material. Pero la
materia resurge espiritualizada. Ante Berceo nada hay
más próximo a las acciones normales que su interrupción
milagrosa. En suma, las cosas son lo que son. De esta
plenitud procede la fuerza sustantiva de visión y lengua-
16 Lenguaje prosaico
je con que se aploma la poesía de Berceo: orbe compacto
y robusto. El de Chaucer es muy diferente, pero al poeta
español también se aplica lo que del inglés dice Hazlitt:
«His words point as an índex to the objects, like the eye
or finger... he was oblíged to ínspect things for himself,
to look narrowly and almost to handle the object, as in
the obscurity of morning we partly see and partly grope
our way; so that his descriptions have a sort of tangible
character belonging to them, and produce the effect of
sculpture on the mind.» El milagro no se atraviesa para
sacar las cosas de quicio sino para restaurarlas en su
propio ser. Dos ciegos que
Vivien en grant miseria de todo bien menguados,
volvieron a ver gracias a San Millán.
La forma destorpada tornó toda complída.
(S. M. 323-330)
Y después de la «grant espantada» que les produjo la
luz «cobraron su memoria», recobraron su armonía habi
tual. Milagro congruente con el propio ser, tan opuesto
a la metamorfosis mitológica de un Ovidio: intervención
apasionada o caprichosa de los dioses, rupturas punitivas.
(Dafne se trasformó en laurel, Anaxárete en piedra.)
Aunque tampoco falte la glorificación. César asciende a
los cielos:
In sidus vertere novum stellamque comantem
A los ojos -humildes- de Berceo, los seres mues
tran en algunas ocasiones su plenitud por contraste nega
tivo:
Más blancas que las nieues que non son cofeadas.
(S. O. 30)
El poeta quiere ponderar la blancura de las tres palomas
que tenían «en sus manos alzadas» las tres santas vírge-
Berceo 17
nes Agata, Olalia y Cecilia. Esa blancura celeste, perfec
ta, irreal ¿cómo podría ser imaginada sino en cuadro
terrestre, imperfecto, real? Blancura de nieves cuando no
han sido pisadas, más aún, «coc;e adas» por coces, sí, de
animales. El cotejo implícito entre los dos estados de la
nieve hace brillar la blancura intacta de las palomas. No
siempre se necesita ese contraste.
Mucho eran más blancas que las nieues recientes.
(S. M. 437)
Más blancas eran las dos «personas fermosas e lucien
tes», Santiago y San Millán, que sobre dos caballos blan
cos descienden a pelear contra los musulmanes. El símil
ya tópico de la nieve se renueva con prístina frescu
ra mediante un epíteto: «recientes». Con él no se
reconoce ninguna esencia sino el estado en que están
aquellas nieves. Entonces gozan de su entereza nívea,
son nieves cuando son nieves, recién poseídas por su
pleno ser: visión de la realidad como tal realidad,
pero visión que «inventa», es decir, descubre y des
tapa los seres en la profunda afirmación tranquila
de sí mismos. Las «neiges d'antam> por que pre
guntaba Villon residen ahí maravillosamente preserva
das desde el siglo XIII, en ese verso de Berceo: nieves
de antaño y de hogaño, nieves transidas por el alma que
desde ese verso las contempló hacia 1234, ante nosotros
nieves reales y espirituales, nieves por un milagro vivien
tes. Este milagro poético se introduce ya en la intuición
de la nieve misma, aún desentendiéndose de la escena
total: la gran batalla de Simancas, junto a Valladolid
-en 939- donde el ejército del califa de Córdoba Abd-
al-Rahman III sufrió una gran derrota infligida por los
guerreros cristianos del Norte. Y aquí se reúnen histo
ria, épica y hagiografía ante los ojos de nuestro clérigo-
juglar. Pero los actores decisivos no son para él los capi
tanes históricos, el rey Ramiro II de León, el conde
Fernán González de Castilla, cantado por las gestas,
sino los guerreros Santiago y San Millán. En dos caballos
Guillén, 2
18 Lenguaje prosaico
muy blancos «descienden por el aer a una grand pres-
sura»; y todo -los jinetes, los caballos, las armas-
refulge. Tal vez no podríamos concebir, por ser tan ideal,
aquella blancura extraordinaria, una blancura que nos
deslumbraría. Pero abrimos más los ojos -alumbrados-
ante la inmediata revelación: esta blancura ordinaria, la
verdadera, y por eso asombrosa.
Mucho eran más blancas que las nieues recientes.
IV
El mundo de Berceo nos causa lo que Rafael Lapesa
ha llamado muy acertadamente «sensación de inmedia
tez». Por muy lejos que se extienda el más allá -y a
veces es la misma gloria de Dios- ese más allá es siem
pre un más acá, y la maravilla tan evidente se sitúa ahí,
ahí mismo, tangible, para que la compartamos. Santa
Oria otea en el cielo -donde está de visita, y con ella
nosotros- unas «grandes compannas» y pregunta: «és
tos ¿qué cosa son?» A la pregunta, hecha con el mismo
giro de la frase corriente, se responde:
Todos éstos son mártires, vnas nobles personas.
(S. O. 81)
Desfile semejante a una procesión en una ciudad de Cas
tilla. «Estos ¿qué cosa son?» Son criaturas humanas, y
están ahí muy próximas, dentro del ámbito grandioso del
Paraíso, siempre terrenal y celestial. Esta presencia inme
diata -nunca inferior al atractivo de lo ausente- no
exige espacios cortos, objetos diminutos. El lector de hoy,
amante de las comparaciones concretas que tanto abun
dan en esta poesía, gusta de aislar figuras, animales, fru
tos, cosas.
La cabeza colgada, triste, mano en massiella.
(D. V. 34)
Berceo 19
V
Esta humanización general -o, si se prefiere, esta
general divinización- no excluye sino incluye la jerar
quía entre las cosas, excelentes o deficientes. Para curar
a una paralítica se la traslada al sepulcro de Santo Do
mingo.
Leuaron la enferme al sepulcro glorioso,
De qui manaua tanto myraclo precioso.
Pusiéronla delante al Padre prodigioso,
Yar;ie ella ganyendo como gato sarnoso.
(S. D. 586)
La distribución jerárquica se despliega: cuatro adjetivos.
Arriba, el padre Santo Domingo, prodigioso. Y su mila
gro, precioso. Y su sepulcro, glorioso. Abajo, ella, la
paralítica, una especie de gato, sarnoso. Al buen lector
incumbe escuchar esta armonía poética. Sin duda existe, y
sin discordancia; ahí está el quid. No se oponen belleza
y fealdad, porque estas categorías no se presuponen aquí.
El gato sarnoso entra a título de animal repugnante, pero
Berceo 23
no en función negativa como elemento del poema. Por
sí mismo, el gato no es poético ni antipoético: distincio
nes que sólo se adscriben a los propios componentes de
la poesía, formada por materiales oriundos de la existen
cia real, todos aptos a subir hasta una composición. Lo
que importan son los valores poéticos dentro de la com
posición, no los valores reales: suntuosidad de unas ves
tiduras o miseria de unos andrajos. Apartemos toda pre
tensión de buen gusto. Para comprender a un Berceo y
la clase de poetas a que él pertenece sería de mal gusto
tener buen gusto. Según ellos, la poesía no se ha despo
sado con la belleza.
¿Y quiénes son ellos? Hay que remontarse a las Sa
gradas Escrituras, dechado de la tradición cristiana, tan
diferente de la tradición greco-latina. Clama Job: «Me
deshago como leño carcomido, como vestido que roe la
polilla.» Es el varón que Yavé somete a prueba. Dice
Yavé a Job: «Mira al hipopótamo, creado por mí cuma
lo fuiste tú, que se apacienta de hierba como el buey.»
El hipopótamo, grotesco paquidermo a nuestro juicio,
está presentado aquí en toda su dignidad: obra divina,
expuesta a peligros. Entre Yavé y su siervo -esta vez
el Salmista- se levanta un constante clamor: «Con
fiadamente esperé en Yavé, y se inclinó y escuchó mi
clamor. Y me sacó de una hoya de ruina, del fango cena
goso, y afirmó mis pies sobre piedra e hizo seguros
mis pasos. Puso en mi boca un cántico nuevo, una ala
banza a nuestro Dios.» Del clamor se asciende hasta el
cántico por una escala emocionante: hoya, mina, fango,
piedra, y sobre la piedra los pasos de los pies, y en la
boca el júbilo final. El salmo reúne los seres nobles con
los miserables sin atender a posibles diferencias de esti
los. Pero -escribe el profesor Auerbach, que ha diluci
dado muy bien esta historia- «en la antigüedad, el estilo
elevado y sublime se llamaba sermo gravis o sublimis;
el bajo, sermo remissus o humilis, y ambos debían per
manecer estrictamente separados». Cierto que la retórica
griega y latina admitía, además del género simple
-unum subtile- y del elevado -alternum f!.rande
24 Lenguaje prosaico
atquc robustum- un tertium alii medium ex duobus,
alii, /loridum, un tercer género llamado por los unos in-
tc.:rmc.:<lio, por los otros florido. Es la clasificación recor
dada por Quintiliano. Más tarde, estas discriminaciones
cesan, y en la encarnación y la pasión de Cristo - como
explica Aucrbach- «tanto la sublimitas como la humi-
litas cobran inaudita realidad y se funden por completo».
Así se llc.:ga a la tumba de Santo Domingo, y nuestro
buen gusto no se escandalizará si ante esa tumba gime
la paralítica a manera de gato sarnoso.
De csta unificación espiritual procede la unificación
del lenguaje.
Non quiso otra suef!.ra sy non la Gloriosa,
Que /ue más bella que nin lilio nin rosa.
(S. O. 28)
Berceo está refiriéndose a Santa Cecilia. Nada más bello
entonces y ahora que el lirio y la rosa. Esta hermosura
muy real de flores y palabras contribuye a establecer una
armonía mayor, que admite asimismo la palabra «sue-
grn». Será muy difícil que al lector de hoy no le haga
sonreír «suegra», personaje de carácter cómico para
muchos. Nuestra sensibilidad, envilecida por la lite
ratura y las costumbres -la mediocre literatura, las
malas costumbres- reacciona de un modo contra
rio al de Berceo, alma pura. Sin esta base de pureza
se nos viene abajo su poesía, que no puede ser con
templada sino a través de un cristal, un cristal muy
trasparente. Ese cuerpo -el cristal- y ese estado
-la trasparencia- son ápices exquisitos de elabora
ción, nunca informe ni rudimentaria. «Pureza» no
coincide con «ingenuidad» en cada caso. Con el concepto
de ingenuidad suele rebajarse a nuestro clérigo de La
Rioja, aniñado en un escorzo de arte primitivo. Afirma
ba acertadamente, a propósito de Chaucer, el profesor
Kittredge: «That the simplicity results from lack of skill
is, 1 fancy, a proposition that nobody will maintain,
though it has oftcn been taken for granted (may 1 say
Berceo 25
i naively?) by critics...» Alma pura sí fue Berceo, y con
aquella simplicidad que elogia San Francisco, su contem
poráneo y su afín: «Ti saluto, o regina sapienza, il Si
gnóte ti salvi con la sorella tua, la santa pura semplicitá.»
Berceo no es un héroe de la virtud; sólo un alma cris
talina. En sus loores del universo, el pobrecito de Asís
exaltará el sol, la luna, las estrellas, el viento, el agua,
«frate focu», «matre térra»: cántico de gran espectáculo.
Berceo no se entrega a efusiones tan grandiosas. El
centro simbólico de su mundo podría ser el pan.
Mientre el pan duraua non cansaua la mano.
(S. D. 47)
Pan en la mano cristiana. Hasta el reino del Hijo es
Do se qeuan los ángeles del buen candeal trigo.
(M. 137)
El poeta mismo subraya esta universal significación.
Todo el comer nombramos guando el pan decimos,
Quando el pan ementamos, todo lo al complimos.
(E. S. M. 259)
Entre los requiebros dirigidos a la Virgen, ninguno me
nos previsto que el de este verso, tan justamente cele
brado:
Reyna de los qielos, Madre del pan de trigo.
(M. 659)
Ahí se cifra el «mensaje» de Berceo. A ese verso genial
asciende por espontáneo impulso. ¡Madre del pan de
trigo! El pan ya partícipe en el salmo que glorifica la
Creación de Dios. «Y el pan da valentía», traduce nues
tro fray Luis. El pan da ese valiente sosiego, ese buen
paso con que el poeta afronta el mundo y sus pecadores,
Cristo y su Madre: Madre del pan, y del pan bueno, el
26 Lenguaje prosaico
pan de trigo, emblema de la sustancia verdaderamente
sustantiva. Emblema nada rudo, pero sí remoto, por
ejemplo, del símil con que Rutebeuf -de musa nada
melindrosa- enriquece Lis IX Joies Nostre Dame: la
Virgen será
Lune sans lueur transitoire!
Precioso verso casi précieux, que por contraste nos
devuelve a nuestro poeta, exquisito de otro clima.
VI
La fuerte sencillez de Berceo -una sencillez de se
gundo grado construida por la Europa cristiana- es
inconciliable con la ambigüedad irónica, y sólo subsiste
un abismo entre Berceo y Juan Ruiz, cumbre de nuestra
Edad Media. El admirable Arcipreste habría hecho titi
lar con mil malicias y penumbras una narración como
la del sacerdote beodo. (Es el milagro XX.) Cuando ya
«en sos piedes no se podie tener» se le aparece el diablo
en figura de toro, enardecido, escarbando el suelo y ame
nazándole con su cornamenta. Entonces la Virgen se apia
da de su devoto y se interpone entre él y la «cosa dia
blada», espantándole «con la falda del manto», como
habría hecho hoy con la capa un profesional de la lidia
taurina. El diablo no se da por vencido y reaparece en
forma de perro, los ojos muy_ abiertos y sañudos. No
bien acude Nuestra Señora, se pone en salvo el animal.
Ya subía el clérigo por las gradas de su iglesia, ya había
alcanzado -titubeante- la última cuando le acomete
el enemigo bajo disfraz de león. Santa María surge, y
con un palo da golpes a la fiera, no sin dejar de incre
parle en un tono de enfado casi colérico: «Don falso ale
voso. . . Don falso traidor ...» También de este peligro
libra a su devoto la Virgen, quien, por añadidura, le
conduce de la mano al lecho. «Cubriólo con su manta e
con el sobrelecho» o colcha, «pusol so la cabec;a el cabe-
Berceo 27
c;al derecho», o almohada. Desenlace: el sacerdote, arre
pentido, vuelve a su recta vía. (M. 482) La menor broma,
la menor duda, el menor equívoco harían imposible el
alcance poético de este relato que, si se lee bien supera
todas las discordancias -demonio, toro, can, león, borra
cho, vicio, misericordia, arrepentimiento- bajo la excel
situd de la Madre ... y del poeta creyente.
Sería facilísimo hacer chistes modernos con las ino
centes antiguallas, y siempre la caricatura escéptica, es
decir, «racionalista», será bien acogida por muchos lec
tores, más inteligentes -gracias a Voltaire- que Jeanne
d'Arc cuando hojean La Pucelle.
Je ne suis né pour célébrer les saints:
Ma voix est faible, et méme un peu profane.
Esa realidad ordinaria que, sentida por Berceo, es
poética, se torna vulgar en cuanto se nos escape el quid
divino, el no sé qué del acto creador. Bastará un poco de
malicia para convertir la «gracia» poética en «gracia»
burlesca, en parodia. El benemérito don Tomás Antonio
Sánchez, primer editor de Berceo, compuso con reveren
cia y hasta con ternura un «Loor de don Gonzalo de
Berceo», hábil «pastiche» que, sin demasiado propósito
de engañar a los peritos, propuso como una obrita del
siglo XIII. Allí se cuenta que Berceo aprendió latín en el
monasterio de San Millán, donde aquellos monjes le en
señaron «buena doctrina»,
Mucho más provechosa que caldo de gallina.
Este caldo nos denuncia inmediatamente su carácter
apócrifo. Es un caldo modernísimo, aunque la palabra
sea antigua, que sin duda han tomado don Tomás Anto
nio Sánchez y el lector de hoy. Nada importa la calidad
real de ese caldo; sí nos afectan las palabras que lo de
signan. El editor del siglo XVIII las sentía vulgares. El
mismo lo declara en una nota: «Tales comparaciones,
28 Lenguaje prosaico
ahora bajísimas, eran muy comunes en los tiempos de
don Gonzalo, y aún después.» Sí nuestro benemérito
eru<li to hubiese combinado en esta ocasión saber históri
co e inteligencia literaria no habría considerado vulgares
aguellas «comparaciones bajísimas» porque las toleraba
un gusto menos fino que el del siglo XVIII. Los compo
nentes de la comparación son poéticos para el poeta
que los intuye y los trasforma. Sin Berceo el mejor pan
no habría sabido a poesía, y este caldo podría formar par
te de una visión poética o quedar al servicio de una pa
rodia. Para esto le sirvió a don Tomás Antonio Sánchez.
Y la buena doctrina que en un monasterio aprendió
aquel buen muchacho resultó mucho más provechosa
que un caldo de gallina poéticamente vulgar, ridícu
lo, feo.
Como ni el poeta ni el creyente han incomunicado
hermosura y fealdad, la poesía no se define como hermo
sura ni rechaza lo no-hermoso por su prosaísmo: criterio
que orientará más tarde al poeta humanista, a un Gar-
cilaso. Llamar prosaica la lengua de Berceo adolece de
impropiedad anacrónica, a no ser que «prosaísmo» pier
da sus connotaciones negativas, y «prosa» abarque la
unidad esencial de expresión que corresponde a la uni
dad esencial de concepción. A esta luz se ve la continua
realidad total a través de un lenguaje continuo y, por
eso, llano: el lcnpuaje de todos dirigido a todos, es decir,
a los oyentes que en aquellos lugares de La Rioja se paran
a seguir In recitación del clérigo, juglar también. El clé
rigo creyente cumple con su deber piadoso. El juglar
consuma su obra con irreprochable congruencia. En
estos albores de la poesía castellana, el idioma se mantie
ne al nivel más básico: común a la comunidad del públi
co, y fiel a la esencia poética. Esencia nlumbradn si se la
nombra bien. Prevalece la mención directa, que no nece
sita de arrequives ni de trasformaciones, porque la rea
lidad así sentida es maravillosa.
Derramáronse todos como vna neblina.
(M. 278)
Berceo 29
Se dice de unos diablos que huyen: fuga ya por sí fan
tástica. El complemento «como una neblina» es excep
cional.
Las palabras son pocas, mas de seso cargadas.
(E. S. M. 254)
De seso, de sentido, de forma justa. Este desarrollo
no carece de altibajos, y en estos bajos de menor felici
dad intuitiva y expresiva puede asomar el relativo «pro
saísmo» como en cualquier autor.
Una mugier que era natural de Palenfia.
(S. D. 557)
El verso no debe ser aislado. No hay duda que en
otros tipos de poema sería inadmisible. Hay que dejar
dentro de su contexto, rodeada por su atmósfera de mi
lagro, a esa mujer de Palencia. Otro caso:
Colgaua delant ella un buen auentadero.
En el seglar lenguage dizenli moscadero.
(M. 321)
«Aventadero», «moscadero», vocablos del lenguaje se
glar «contrapuesto al latín o lenguaje de la clerecía»,
anota Solalinde. La obra se redactará en «román pala
dino», (S. D. 2) claro, «en romanz que la pueda saber
toda la gent». (M. L. 1) No se distingue aquí un lengua
je recóndito y poético de otro popular y prosaico sino
una lengua escrita -el latín- de otra oral y practicada,
medio de comunicación entre los «vecinos», el romance.
Romance hospitalario, en crecimiento, cuya índole po
pular no debe ser simplificada. María Rosa Lida de Mal-
kiel llama a Berceo «el más cuantioso latinizador que
haya conocido la poesía castellana». Pero «no impresio
na como latinizante» porque «no latiniza la sintaxis», sí
«a manos llenas» el vocabulario. Escribir en «román pa
ladino» no significa escribir vulgarmente. Ese lenguaje
30 Lenguaje prosaico
seglar, laico o lego -diríamos a lo Unamuno- es el
lenguaje vivo, es decir, el prosaico-poético, el lenguaje
del poema. Berceo abraza con él un mundo indivisible
de su trasmundo. Esta visión de la fraternidad cristiana,
de la universal convivencia se traduce para nuestro ben
dito versificador en ese abrazo que había de entrever a
última hora el moderno poeta maldito. «Moi! moi qui
me suis dit mage ou ange... je suis rendu au sol», excla
ma Rimbaud en el «Adiós» final. Ante sí tenía «la réa-
lité rugueuse a étreindre». Realidad rugosa, lenguaje
«prosaico» nada prosaico: eso es la poesía de Berceo.
Lenguaje poético
Góngora
I
Berceo nos ha mostrado cómo la poesía puede cris
talizar en la expresión directa. Sin embargo, hasta esa '
expresión no se limita a su sentido corto. Tengamos pre
sente aquel admirable requiebro a Nuestra Señora:
Re'ina de los cielos, Madre del pan de trigo
Discurriendo literalmente no se llega a formular esa pro
posición, que podría poseer hasta su plano alegórico: Ma
dre de Cristo, que en la Eucaristía es pan. Pero la ima
gen no nos conmueve como idea teológica. Ese elogio
está enriquecido por humanas implicaciones más o me
nos reconocidas. Algo -y algo esencial- queda no
dicho. La poesía sencilla no acaba de ser sencilla. El
cantar más fácil no es fácil del todo si ha de ser bien
gozado.
Todos sabemos que la expresión indirecta ha ido
desenvolviéndose hasta formar un lenguaje dentro de la
33
Guillén, 3
34 Lenguaje poético
lengua común: el lenguaje prosaico. Góngora es sin duda
la culminación más genial y más extremada de esa ten
dencia entre todos los poetas modernos del Occidente.
Berceo decía: «pan» y «trigo». En un poema dedicado
al Santísimo Sacramento se lee:
¡El Verbo e.. terno hecho grano
para la humana hormiga! (239)
El Verbo es el Sacramento, que es pan, o mejor -refi
riéndose a su origen- grano de trigo: grano para el hom
bre, como el grano real lo es para la hormiga. Los
nombres directos -pan, trigo, hombre- no han sido
poéticamente pensados. Tiende el poeta a una expresión
lo más alusiva posible. Esta voluntaria complejidad pue
de intrincarse en extraordinarios laberintos. Laberintos
difíciles, pero no oscuros, por los que -diríamos ya gon-
gorinamente- Ariadna sabrá orientarse. Góngora ha
escrito poesías muy difíciles, de las más difíciles en la
literatura europea, y con trabazón tan coherente que ad
mite un análisis muy preciso. Hoy por hoy, la obra gon-
gorina es la mejor explicada de nuestra poesía: empresa
de gran mérito, pero asequible precisamente a causa de
esa misma complicación. ¿Cómó desmontar, en cambio,
la poesía sencilla -sencilla hasta cierto punto- si no
ofrece artificio desmontable? Comencemos por rendir el
debido tributo de admiración a la crítica de nuestra
época, y en primer lugar a Dámaso Alonso, uno de los
primeros críticos en nuestro mundo occidental. El Gón-
gora anterior a Dámaso Alonso no es el posterior a sus
estudios magistrales. ¿Y qué mayor alabanza de un gran
erudito y gran intérprete sino reconocer cambio tal de
luz en torno al escritor así renovado? Si en estas páginas
se mencionan con frecuencia, pero sólo de paso, a histo
riadores y comentaristas, era ineludible en el umbral de
este ensayo poner juntos al genial poeta cordobés y a
su ilustre esclarecedor: don Luis de Góngora y Dámaso
Alonso. (Sus lectores, sus amigos solían decir, solemos
decir: don Luis, Dámaso.)
Góngora 35
II
Para Góngora, la poesía, en todo su rigor, es un len
guaje construido como un objeto enigmático. Ya es sor
prendente que una obra literaria permita un intento de
definición escueta. He aquí «rigor», «lenguaje», «cons-
truccióm>, «objeto» y «enigma». El «objeto» será rela
cionado con el tema, la concepción, el método y el estilo;
el «enigma», con la alusión y la metáfora. Este análisis
nos conducirá a comprobar cómo «el objeto de enigma»
se resuelve en un «objeto de lenguaje». No se teman
sibilinas confusiones. Góngora exige claridad a quien se
le acerque atento.
«La poesía, en todo su rigor.» Porque tolera simul
táneamente varios grados. El poeta es siempre el mismo
en alma y gusto. Pero unas veces se abandona a su demo
nio burlón y cultiva el poema satírico, el poemilla festi
vo; otras veces se entrega a su musa y compone versos
consagrados a la Belleza: «desde el primer año en que
tenemos testimonios de su producción literaria -resume
Dámaso Alonso- hasta 1626, año anterior a su muerte,
en que escribe sus últimas poesías, se da ... sin intérrup-
ción este paralelismo: a un lado, las producciones en que
todo es belleza en el mundo, todo virtud, riqueza, esplen
dor; al otro, las gracias más chocarreras, las burlas me
nos piadosas y la fustigación más inexorable de todas las
miserias de la vida. Aparte aún una serie de composicio
nes, de las cuales la más característica es la Fábula de
Píramo y Tisbe, en la que se cortan los dos planos, el
de lo absoluto y el de lo contingente, la mitología y lo
picaresco, las esplendideces y el mal olor». Se trata de
dos géneros: el lírico y el cómico. En uno se canta:
No son todos ruiseñores
los que cantan entre las flores .. (350)
.
En el otro se «murmura»:
Si algunas damas bizarras
(no las quiero decir viejas) (294)
36 Lenguaje poético
A la inspirac10n noblemente limitada de Garcilaso, fray
Luis de León, San Juan de la Cruz, Herrera suceden
-también en Lope y Quevedo- esta amplitud y esta
integración de tantas variedades de poesía, altas y bajas,
serias y ligeras. Dentro de los dos géneros, la obra se
ajusta a distintos grados de rigor, según se aprieten las
clavijas. De ningún modo podría adscribirse el estilo más
puro a la poesía mayor y el menos puro a la poesía me
nor. Sería inexacto asimismo figurarse una sucesión que,
iniciada con los versos simples, avanzase hacia los más
arduos para desembocar en los últimos poemas herméti
cos. Acudamos otra vez a Dámaso Alonso: «Si el poeta
escribe desde 1580 a 1626 una serie de composiciones a
ras de tierra y otra de poesías elevadas de tono y de con
cepto, y si las primeras son tan fáciles o tan difíciles lo
mismo al principio que al final, y las segundas tan difí
ciles o tan fáciles lo mismo al final que al principio, ¿no
habría motivos suficientes para arrinconar la división
transversal (la de las dos épocas) y sustituirla por una
longitudinal que admita dos maneras consustanciales al
escritor y que le acompañan a lo largo de toda su vida
poética? La división cronológica no existe; lo más que se
puede admitir es una gradación, aunque más exacto es
pensar que las obras más características y censuradas
(Soledades, Polifemo, Panegírico . ..) emergen de todas
las otras, de las primeras y de las últimas, como la espu
ma de un mar común.» Lo gongorino es esta simultanei
dad de lo grave y lo alegre en el asunto y en el tono, y
de lo llano y lo abrupto en el idioma y en el estilo. Es
tas deliberadas gradaciones extienden y asientan la obra
gongorina, casi comparable a la de Picasso, más conse
cuente en su desarrollo cronológico.
La poesía, pues, se establece ante todo como «un
lenguaje»: concepción antípoda, por ejemplo, a la de un
San Juan de la Cruz. El místico parte de una experiencia
íntima, y no pudiendo trasmitir esa experiencia acude a
las palabras como recurso insuficiente. Góngora repre
senta la exaltación máxima del tipo opuesto, para quien
el lenguaje es -junto al tesoro de las propias intuido-
Góngora 37
nes- la meta maravillosa. Todo el esfuerzo se concen
trará en la explotación de una mina inextinguible: las
palabras, cuya potencia está esperando a quien sabrá pro
ferir esas palabras, semejantes a un talismán que mágica
mente, como en un rito, va a promover la creación de un
mundo. Una tentativa poética debe atender ante todo a
la determinación de su lenguaje: su propio ser.
La poesía -es la convicción fundamental del huma
nismo, que Góngora pone en práctica más que nadie-
posee su lenguaje característico. Al peculiar contenido
del verso ha de corresponder una forma peculiar. De
ahí la necesidad del «lenguaje poético», apartado de la
lengua común. Aquellos humanistas, aquellos poetas no
veían, no querían ver cómo la lengua común, siempre
fenómeno estético, puede elevarse a «poesía» si esas pa
labras son proyectadas poéticamente. No es cuestión de
vocabulario sino de modo. Así no pensaban ni Góngora
ni sus afines. «Porque, como dice Tulio -recordaba
Herrera- los poetas hablan en otra lengua, ni son las
mesmas cosas que trata el poeta que las que el oradpr, ni
unas mesmas las leyes y osservaciones. . . y por todas
estas y otras cosas los llama Aristóteles tiranos de las
diciones, porque es la poesía abundantísima y exuberante,
y rica en todo, libre y de su derecho y jurisdición sola,
sin sujeción alguna.» Góngora emplea la designación
«lenguaje heroico», y añade «que ha de ser diferente de
la prosa y digno de personas capaces de entendelle...»
(896) El fue quien se atrevió a proclamarse en España
gran tirano, sultan, dictador de las dicciones y a realizar
la obra legitimada por la tradición humanística.
Por de pronto había que devolver al castellano su
nobleza. El castellano es un latín venido a menos. Hay
que latinizar el romance corrupto sustituyendo la pala
bra de la conversación por la docta, y moviendo las fra
ses y su curva según el hipérbaton latino. Góngora con
sideraba «lance forzoso venerar que nuestra lengua a
costa de mi trabajo haya llegado a la perfección y alteza
de la latina». (896) Escribe en el Polifemo: «Marino
joven...» (622) Observa un anotador del siglo xvrr, el
38 Lenguaje poético
licenciado Andrés Cuesta, en un opúsculo inédito: «Llá
malo joven, por ser muy mozo.» «Joven» pertenecía al
léxico sacado directamente de los libros: «descendiente
semiculto del latín juvens», apunta Corominas. «Mozo»
era la palabra viva del uso diario. «Marino joven...» dice
el poeta; había preferido el «joven» sabio al «mozo» fa
miliar. En este aspecto procedió Góngora con gran tino.
Según ha demostrado Dámaso Alonso, se limitó a «di
fundir una serie de vocablos, de los cuales la mayor parte
eran ya usados en literatura y habían conseguido entrada
en los vocabularios de la época... y sólo algunos -en
realidad una minoría reducidísima- podían ser conside
rados como raros». Unos «habían aparecido esporádica
mente... desde los primeros siglos literarios de la Edad
Media; otros, a fines de la misma (cultismo del siglo
xv); otros, en fin, en los esfuerzos de ennoblecimiento
del castellano que señalan el curso del siglo XVI. Sin
Góngora, ¿los habría vuelto a eliminar el idioma? ... No
cabe duda de que la portentosa difusión y permanencia
del gongorismo (que dura hasta bien entrado el siglo
xvm) colaboró en primera línea en la fijación en la lite
ratura (y de la literatura pasaron al lenguaje hablado)
de una parte importante de los vocablos que hoy forman
nuestro idioma». La lengua digirió aquél «dialecto», no
su sintaxis, y lo anuló como tal dialecto. «Marino joven»
perdió su traza insólita, y habiendo requerido el comen
tario del lingüista, pasó a ser una palabra corriente y
hasta vulgar: «una joven».
III
Poesía, por lo tanto, como lenguaje: «lenguaje cons
truido». Si toda inspiración se resuelve en una construc
ción, y eso es siempre el arte, lo típico de Góngora es la
abundancia y la sutileza de conexiones que fijan su frase,
su estrofa. Nunca poeta alguno ha sido más arquitecto.
Nadie ha levantado con más implacable voluntad un edi
ficio de palabras. El impulso implícito en cualquier arte
Góngora 39
como tal arte ha llegado en las obras mayores de Gón-
gora a su plenitud:
simétrica urna de oro (382)
como afirma el verso final de una décima a Villamediana.
Para nuestro gran cordobés, genio verbal por exce
lencia, tal vez el mayor de la lengua española, tal vez si
pensamos en Quevedo, sólo es poética la frase cuando
erige con tensión máxima ese cuadro que pretende ar
ticular. Los quiebros antinaturales del hipérbaton inter
ponen una violencia, o lo que es igual, una tensión. Esa
tensión adquiere valores expresivos. Cada palabra, en
virtud de su «lugar» -puntos que descansan sobre ella
y puntos sobre los que ella descansa- da un rendimien·
to a la vez constructivo y expresivo, cumple con su deber
de simetría. De ahí el peso de la estrofa, su porte majes
tuoso y --como diría Góngora- «ponderoso». El «di
sonante número de almejas» formará ,
Marino, si agradable no, instrumento (629)
Verso dividido con perfecta simetría. «Si no agradable»
sería lo natural. Colocado el «no» tras «agradable», en
pareja con el «SÍ», centro del verso tripartito, consigue un
valor de posición: «si agradable no». Valor sobre un
espacio de monumento. Aunque la poesía sea un arte
sucesivo como la música -«palabra en el tiempo», diría
Antonio Machado-, el verso de Góngora suscita sin
cesar una metáfora de espacio, y en él se inscribe una
entidad, que permanece ante la vista mientras va desli
zándose palabra tras palabra ante el oído. Este valor de
posición existe siempre en el lenguaje. Gracias al abuso
que supone el hipérbaton, Góngora refuerza -con ven
tajas a veces para el arte y para la poesía- ese valor de
posición.
Sobre ese espacio imaginario o, si se prefiere su equi
valencia material, sobre el espacio de la página van
Lenguaje poético
desarrollándose de continuo simetrías que requieren una
visión simultánea.
Paces no al sueño, treguas sí al reposo. (627)
En este verso, considerado con los ojos, se responden
«paces» y «treguas», «sueño» y «reposo», «DO» y «SÍ»,
«al» y «al». Las correspondencias se cruzan. También
pueden ser vistas de extremo a extremo: «paces, repo
so», «no-al», «al-sí», «sueño-treguas». En suma:
paces-no al sueño-treguas-sí al reposo.
El valor de posición quedará exacerbado, y el verso, la
estrofa, la poesía se levantan como edificios. Góngora
construye con furia o, más bien, con amorosa paciencia.
La simetría demanda este amor como un culto. Reléase
la estrofa XLIX del Polifemo:
Pastor soy, mas tan rico de ganados
que los valles impido mas vacíos,
los cerros desparezco levantados,
y los caudales seco de los ríos:
no los que, de sus ubres desatados
o derivados de los ojos míos,
leche corren y lágrimas; que iguales
en número a mis bienes son mis males. ( 629)
Sería muy embarazoso enumerar todas las corresponden
cias que brinda esa estrofa. Salvo tal vez el sexto verso,
todo obedece al número tres. «Pastor soy -mas tan rico
-de ganados» «que los valles -impido -más vacíos»,
«los cerros -desparezco -levantados», «y los cauda
les -seco -de los ríos»; «no los que -de sus ubres
-desatados...», «leche corren -y lágrimas -que igua
les» «en número -a mis bienes -son mis males». Los
versos segundo, tercero y cuarto constan de sustantivo
inicial y verbo medial. Las ideas se conforman a dibujo
paralelo: «ubres-ojos», «desatados-derivados», «leche-lá-
Góngora 41
grimas», «bienes-males». El paralelismo es antitético en
este último caso como antes entre sustantivos y verbos:
«valles-impido», «cerros-desparezco», «caudales-seco».
Todo es par, equivalente o contradictorio. Y la dualidad
lógica se combina con un ritmo impar: los versos trinos.
Tal libertad de la frase inventada permite reunir si
metrías, pero también romper la continuidad espontánea
de los vocablos con un diseño sinuosamente discursivo, so
bre todo en la silva-selva de las Soledades. A lo largo de
los textos gongorinos, y más aún de los mayores, la frase
corta apenas surge. Lo que se quiere es un robusto arma
zón sintáctico. O sea, puntuación copiosa y lujo de pre
posiciones, conjunciones, ablativos absolutos, incisos den
tro de incisos, partículas restrictivas -«aunque», «SÍ
bien»...- que van retrasando la marcha por ondulacio
nes y meandros. El dibujo cursivo rompe así la línea
llana de la oración. Tanto párrafo a través de la estrofa
consigue un efecto equiparable al que producen los re
galos a Galatea: t
IV
l .º El tema.-Góngora, ya lo sabemos, es un entu
siasta del orbe material, y el alma se le concentra en los
cinco sentidos: propensión hacia cuanto ahinca una re
sistencia que es menester gozosamente conquistar. El
soneto dirigido a la «ilustre y hermosísima María» resu
me la moral del poeta:
Goza, goza el color, la luz, el oro. (451)
Oro, o sea, luz condensada, luz convertida en algo más
palpable, con más atributos de objeto. La enorme Natu
raleza permanece en el fondo de la visión. Pero esa vi
sión está abarrotada de cosas: suntuosidades, magnificen
cias, esplendores bajo la luz del mediodía. Todo lo demás,
todo lo que no es objeto será relegado o recogido en sus
manifestaciones materiales. Los sonetos fúnebres hablan
muy poco de la muerte y del muerto; allí se alzan el
túmulo o la tumba. El dolor no es más que gravedad
funeraria, rito, y también el verso adquiere aplomo mo
numental, y hasta rivaliza en firmeza con el sepulcro.
Muere el cardenal don Bernardo de Sandoval y Rojas, y
el finado no aparece hasta el verso onceno:
a las heroicas ya cenizas santas
Lo que más importa es el sepulcro, situado en «la ca
pilla de Nuestra Señora del Sagrario, de la Santa Iglesia
(catedral) de Toledo»:
Esta que admiras fábrica, esta prima
pompa de la escultura, oh caminante,
en pórfidos rebeldes al diamante,
en metales mordidos de la lima,
tierra sella, que tierra nunca oprima;
si ignoras cuya, el pie enfrena ignorante,
y esta inscripción consulta que elegante
informa bronces, mármoles anima. ( 508)
44 Lenguaje poético
La materia no puede resaltar más duramente: pórfidos,
metales, bronces, más vigorosos que el diamante, rebel
des a la fuerza de agresión, sólo dóciles a la mano del
artífice. Arquitectura y escultura, «fábrica» y «prima
pompa», pesadumbre de objetividad por el tema y por
la concepción.
2 .º Concepción.-Ante Góngora, el objeto por ex
celencia es el sólido, entregado al destino con toda la
tranquilidad de su quietud. El reposo de las cosas, aquie-
tadoramente expresado, predomina sobre las transiciones
de movimiento. En varios pasajes, Góngora emplea la
palabra «pisar»; pero se aplica a términos luminosos.
los bueyes a su albergue reducía,
pisando la dudosa luz del día. ( 621)
Esa luz pisada parece así más dura. También
entre espinas crepúsculos pisando ( 635)
Es un placer hollar crepúsculos como suelos. Una barca
se desliza
V
Ni el movimiento, por agitado que se presente, arre
dra a don Luis en su camino. Vuélvase a contemplar el
pugilato entre dos mozos de aldea:
Abrazáronse, pues, los dos, y luego
-humo anhelando el que no suda fuego-
de recíprocos nudos impedidos
cual duros olmos de implicantes vides,
yedra el uno es tenaz del otro muro.
48 Lenguaje poétioo
Mañosos, al fin hijos de la tierra,
cuando fuertes no Alcides,
procuran derribarse y, derribados,
cual pinos se levantan arraigados
en los profundos senos de la sierra. ( 659-660)
Léase la prosificación de Dámaso Alonso: «Se abra
zaron los dos; y aprisionándose recíprocamente se esfuer
zan en derribarse el uno al otro con tal violencia que el
que de los dos no llega a sudar fuego líquido parece, por
lo menos, que respira ardiente humo. Cogidos así cada
uno a su contrario, semejan olmo abrazado por vid tre
padora y hiedra tenaz prendida al muro que ofrece el
otro. Si no son el mismo Hércules parecen, por lo menos,
aquel mañoso Anteo, gigante hijo de la Tierra, que lu
chando con Hércules cobraba nuevas fuerzas cada vez
que tocaba el campo, de tal manera que cuando caía y
ya semejaba vencido, se levantaba de nuevo con mayor
vigor: del mismo modo los dos luchadores procuran
derribarse, y si caen, se vuelven a levantar como pinos
que tuvieran sus raíces en los senos más profundos de
la sierra.»
Sólo una metáfora dice mutación: la del humo y el
fuego. De la lucha no se retiene más que dos posiciones
de inmovilidad. He aquí a los dos atletas parados: pri
mero, cuando de tal suerte se neutralizan sus golpes que
fingen vid sobre olmo en forma de <<nudo». Ya están
«impedidos». Pero no satisface al poeta esta reducción
de dos esfuerzos a una estabilidad de tipo vegetal, y
prosigue: «Yedra el uno es tenaz del otro muro.» Yedra,
muro: está apurada la solidificación. Segundo paso: los
dos mozos yacen en el suelo. No rebullen, «derribados».
Y en cuanto se levantan, se dirían «pinos», y pinos
«arraigados», y arraigados «en los profundos senos de la
sierra». La acción ha sido casi escamoteada. Dos verbos
la aluden rápidamente: «procuran derribarse». Góngora
concibe así una gran conjugación de actividad: nudos,
olmos, vides implicantes, yedra tenaz, muro, pinos arrai
gados, profundos senos de la sierra. Así lucha Góngora
Góngora 49
VII
¿Cómo? Queda prohibido el lenguaje directo. En
general, queda prohibido evocar una cosa mediante su
simple nombre propio: El ahinco del poeta va a empe
ñarse en no emplear ese nombre. La realidad será aludi-
56 Lenguaje poético
da, y con estos rodeos y metáforas se irá creando una
realidad mucho más hermosa. Realidad segunda, que se
muestra y no se muestra. Aquí lo gongorino se identifica
a lo jeroglífico. En una cacería toman parte, naturalmen
te, los halcones. El autor no quiere decir «halcones».
Como poeta, se cree obligado a no mentar esa palabra,
que se limitaría a esbozar la figura del animal según es,
o al menos, como se le recuerda. Habrá, al principio, una
ocultación; después, una recreación: Porque no se va a
describir sino a transformar lo que los seres son en lo
que no son de veras. Esta falsedad arrastra suficientes
elementos comunes a los dos términos compenetrados
para que se fundan en una imagen acorde a una mayor
amplitud de realidad. Se podría haber escrito en prosa:
«Aunque ociosos, no menos fatigados del pasado ejer
cicio (de la caza), venían quejándose, sobre el guante de
los maestros cetreros, los halcones, raudos torbellinos de
Noruega.» Góngora, fiándolo todo al ritmo del verso, y
del verso enigmático, canta:
Aunque ociosos, no menos fatigados,
quejándose venían sobre el guante
los raudos torbellinos de Noruega. ( 689)
Estos raudos torbellinos son los actores de una agresión
venatoria, y es necesario partir de aquellos especiales
torbellinos para dar caza a lo que son y no son: los
halcones. El descubrimiento de tales criaturas, al cabo
de un instante de suspense, aporta la sorpresa de una
revelación. Contribuye el enigma, por consiguiente, a
dramatizar una búsqueda y su desenlace: ese cuadro de
una realidad -refundida con más realidad- fantástica
y verdadera.
Góngora no, no llama al pan «pam> ni al vino «vino»
-que será «confuso Baca»; y como los vinos se sirven
en vasijas de cristal, se tornan
en vidrio topacios carmesíes
y pálidos rubíes. (657)
Góngora 57
Claro que no podía faltar un complemento muy andaluz:
si la sabrosa oliva
no serenara el bacanal diluvio. ( 657)
O sea, en prosa: «la sabrosa aceituna, fruto de la oliva
(cuya rama sirvió ya otra vez de término a otro diluvio:
al universal).»
Este juego de la alusión se somete al factor culto.
Entre la vida y el poeta se interponen muchas nubes de
recuerdos griegos, latinos, italianos, españoles. Es la
tradición que ha ilustrado con gran tino y gran sabidu
ría Antonio Vilanova en Las fuentes y los temas del
«Polifemo» de Góngora (Madrid, 1957). Una balumba
libresca agobia al verso, no al artista, que con tanta agi
lidad se conduce entre los dioses, los héroes y los luga
res paganos: arcaísmo esencial que alimenta un pretérito
no del todo pretérito. Los lectores apuran la razón de
cada plabra. ¿Podría denominarse -en el Polifemo-
a un navío de Génova «haya ligurina»?
Cuando, entre globos de agua, entregar veo
a las arenas ligurina haya... ( 631)
Los comentaristas del siglo XVII discuten con ardor. Pe
dro de Ribas cree justificado ese nombre de «haya»: en
los barcos, construidos con roble, «las tablas interiores
son de haya y todo el demás aparato... como mástiles»,
etc., «y si la mayor parte (del navío) consta de haya, con
mucha razón el poeta lo llamó asÍ». Salcedo Coronel con
dena el vocablo, y con respeto opina: «Pedro de Ribas
lo defiende; yo quisiera que todos los que le culpan
quedasen satisfechos, pero no me parece fácil.» Pellicer
-¡don Joseph Pellicer de Salas y Tovar!- más aco
modaticio, concluye: «Dos objeciones hace a don Luis
la calumnia. La primera: que en tiempos de Polifemo,
los Genoveses no manejavan los comercios, como agora.
La segunda, que llamó haya a la nave, no fabricándose
deste árbol los navíos, por ser inhábil para la fabricación.
Ambas dudas se absuelven con facilidad.»
58 Lenguaje poético
Otro caso: ¿cuál será la fiera que Góngora sitúa en
Sicilia?
No la Trinacria en sus montañas, fiera
armó de crueldad, calzó de viento,
que redima feroz, salve ligera
su piel manchada de colores ciento... ( 621)
Fiera cruel, calzada de viento y con la piel manchada de
varios colores ... Todas las señas designan el tigre. Así
lo entienden Andrés Cuesta y Pellicer. Pero, objeta Sal
cedo Coronel, el tigre es «animal que no se cría en los
montes de Sicilia ni en toda la Italia». ¿Cómo explicar
el error? Por «culpable olvido en don Luis; pero, como
quiera que este error es de accidente y no de ignorancia
del arte, fácilmente se puede satisfacer, porque los poe
tas siguen las cosas verosímiles, y no se han de condenar
cuando siguieren las inciertas, si en algún modo son
verosímiles.» No sería inverosímil que hubiese un tigre
en Sicilia. (Por cierto, Churton, el benemérito y muy
simpático gongorista inglés de 1862, se figura a la fiera
como panther or pard.) Según Antonio Vilanova, esa
fiera ha salido de un pasaje de Claudiano en De laudibus
Sitiliconis. El fue quien «ha sugerido a Góngora la in
clusión implícita de tigres y leones y jabalíes y otros ani
males feroces en la isla de Sicilia».
También las obras mayores -todo el Panegírico al
Duque de Lerma- aluden a la sociedad contemporánea.
Un acontecimiento fue el bautizo de Felipe IV en San
Pablo de Valladolid, frente al Palacio Real:
Desmentido altamente del brocado,
vínculo de prolijos leños ata
al Palacio Real con el sagrado
templo... (702)
O sea, contado por el muy curioso portugués Pinheiro
da Veiga en su Fastiginia: «Y para el bautismo comen
zaron a hacer ahora una galería... o pasadizo para ir
del palacio a la iglesia de San Pablo, que está enfrente ...
Góngora 59
Y después de provista con la madera que parec10 nece
saria... se cubrió todo de paños de raso y oro riquísi
mos.» Las palabras de Góngora se ajustan indirecta pero
justamente a la verdad histórica. Y siempre, ya se tra
tase de lo arcaico o de lo moderno, ya de lo mitológico
o de lo real, la minoría culta se inclinaba sobre los poe
mas gongorinos con vehemente solicitud en pos del
cbjeto enigmático. Los eruditos de hoy nos hablan de
aquellas discusiones, a veces puntillosas, que sostenían
los eruditos del siglo XVII. «Ni puedo dexar de defen
der aquí a don Luis de una calumnia que le pone su
comentador Pellicer -afirma otro comentador, Andrés
Cuesta-, que no contentándose con morder todos los
escritores, digo traspalar los mordiscos que halla en el
tesoro crítico, y con asir la ocasión por donde no tiene
pelo, no repara en pellizcar a quien comenta debiendo
todo lo posible defendelle.» Cuesta acusa a Pellicer de
asegurar que don Luis ignoraba el templo de Galatea,
mencionado por Luciano. Es a propósito de «deidad,
aunque sin templo, es Galatea». ( 623) El crítico se refe
ría en ocasiones a una conversación con una persona
culta. Dice Salcedo Coronel: «así entiendo yo este lugar,
aunque don Gabriel de Corral, cuyo ingenio y erudición
honran felizmente a España (el vallisoletano autor de
La Cintia de Aranjuez) me dixo lo entendía de otra ma
nera». Por estos o por otros caminos el enigma debía
esclarecerse. Lo sustentaba un texto casi siempre muy
bien organizado. El objeto de enigma resurgía al fin
como un preciosísimo objeto de lenguaje, asentado y vi
sible en su lenguaje.
VIII
Contemplemos con la debida atención la figura ecues
tre que nos presenta la Soledad inacabada:
En san[!,re claro y en persona augusto,
si en miembros no robusto,
60 Lenguaje poético
príncipe les sucede, abrev'iada
en modestia civil real grandeza.
La espumosa del Betis ligereza
bebió no sólo, mas la desatada
majestad en sus ondas, el luciente
caballo que colérico mordía
el oro que süave lo enfrenaba,
arrogante, y no ya por las que daba
estrellas su cerúlea piel al día,
sino por lo que siente
de esclarecido y aun de soberano
en la rienda que besa la alta mano,
de cetro digna. (685)
Acudamos a la versión de Dámaso Alonso: «Detrás
venía un príncipe, claro por su sangre, augusto por su
persona, aunque de miembros antes delicados que fuer
tes, el cual abreviaba o reducía en una modestia cortés
la grandeza de su real linaje. El caballo que montaba
había bebido, sin duda, a orillas del Betis no sólo la
espumosa ligereza de este gran río, sino su desenvuelta
majestad: tal era el caballo, bruto luciente que mordía
colérico el freno de oro con que suavemente era reprimi
do. Y parecía arrogante el animal, no ya por las estrellas
que le tachonaban la cerúlea piel, sino por lo que llega
ba a comprender de esclarecido y hasta de soberano en
la rienda que besaba humildemente la noble mano por
quien era regida, mano digna de empuñar un cetro.»
Gocemos, ante todo, de la armonía de este pasaje,
que se desenvuelve sin el menor tropiezo, con pocas
inversiones sintácticas, sin excesivas extrañezas de voca
blo latino, sin alusiones mitológicas. El cuadro -ese
jinete y su montura- posee una exquisita calidad musi
cal por la fluencia de toda la cláusula, cuyo tono -a la
vez moderado y magnánimo- casa con el cuento. Nin
guna violencia. No se sabe quién es el príncipe, si el
héroe o el artista, que con tan soberana, tan infalible
naturalidad superior mantiene este discurso, de línea tan
Góngora 61
pura a su modo. («Lenguaje heroico» -ya lo apunta
mos- lo denomina Góngora.)
El príncipe, retratado en estilo abstracto y directo,
cifra virtudes morales y aristocráticas; la estirpe y su
grandeza están contrarrestadas -en realidad, reforza
das- por el modesto porte. Sólo un rasgo físico: la no
robustez de este cazador, tal vez no demasiado depor
tista. En suma, «augusto», con una realeza infusa en
aquel «príncipe», sin artículo, carencia que le hubiese re
prochado algún censor; «príncipe» al empezar el verso,
con su énfasis de esdrújulo. El verso desciende desde
la altura de la primera sílaba, «príncipe les sucede», y
va dilatando en despliegue ceremonioso la presentación
de la «real grandeza», así «abrev'iada», con una diéresis
que no oculta su paradoja: la palabra se estira abrevian
do. Es una figura ecuestre. Pero al caballo se le atribuye
más sitio, un sitio poéticamente más importante que el
del caballero, no tan singularizado y resaltado como el
Colleoni de Venecia o el Gattamelata de Padua, antípo
das del Carlos IV, que en una plaza de México apenas
existe; a la estatua se la conoce por «El caballito».
El nuestro es andaluz. Magnífica estampa: caballo
ligero, majestuoso y brillante. Las dos primeras excelen
cias están asociadas al río Guadalquivir; en él bebió el
caballo y de él provienen. No es una historia antigua,
no hay fuente mitológica, aunque lo parezca. No se esta
blece una comparación: el caballo es como el río. Fue
bastante un acto -«bebió», también en principio de
verso- para que se lograse la trasfusión de esa ligereza
espumosa y de esa desatada majestad al cuadrúpedo:
ligereza y majestad a un tiempo fluviales y equinas. Ma
jestad acorde al jinete, «esclarecido y soberano», condi
ción que su montura acaba por adivinar y asimilar. Estos
versos de sinuosa curva -que la silva tanto favorece-
avanzan a lo largo de repetidos encabalgamientos, por sí
trasportes de fluidez y velocidad: «ligereza - bebió no
solo...», «la desatada - majestad». Y luego «el luciente -
caballo», «por las que daba - estrellas...» Tiene que lucir
y resplandecer el caballo como todo lo poéticamente capi-
62 Lenguaje poético
tal en el orbe gongorino. Ahora se puntualiza la situa
ción: el caballo, regido por . el freno, a él obediente, lo
tascaba, y con una cólera que se opone a la suavidad del
freno, freno áureo no mencionado, restringido al esplen
dor de su materia: el oro. Otra diéresis con radio signifi
cativo: «süave», así más suave. Los dos versos articulan
unidades contrastadas: «caballo que colérico mordía»,
«el oro que süave lo enfrenaba». Y sus miembros con-
cuerdan en su tripartita oposición: «caballo - oro», «Co
lérico - süave», «mordía -enfrenaba». Estas simetrías
ordenan sin el menor ahogo la visión. De la misma ma
nera, «en sangre claro y en persona augusto», «en mo
destia civil real grandeza»: consonancia intelectual que
tiende a ser una inscripción sobre un espacio. Los térmi
nos simétricos se disponen visibles como las ventanas
de una fachada, y satisfacen ese apetito de cosa material
que impulsa en varias direcciones convergentes al poeta
cordobés.
Nuestro caballo adquiere más y más vigor de mate-
tia. Resplandece una piel que es necesario vivificar con
recurso de pintura. Pero antes se coloca un epíteto de
actitud y -diríamos, ¿por qué no?- de alma: «arro
gante». La posición de nuevo inicial corrobora la signifi
cación. Se yergue el vocablo con ímpetu que saca afuera
una energía. Esa energía virtual se halla esperando siem
pre a quien sepa proferir el vocablo. Aquí es Góngora
quien a tiempo -punto de culminación de una cláusula-
lleva «arrogante» a su plenitud de arrogancia. Arrogan
cia después de ligereza, majestad, cólera y suavidad, y
cuando principia la plástica determinación de la piel,
manchada por manchas que son «estrellas», sobre un
fondo lógicamente «cerúleo», aunque no de noche sino
de día. Y las manchas, mejor dicho, las estrellas, no per
manecen en pasiva conexión con la luz solar. Porque la
piel cerúlea «daba» estrellas «al día». No se atiene la
imagen a una simple aproximación estática. Su preferen
cia por la quietud del objeto no impide a Góngora dotar
de función activa a los componentes metafóricos. Que
las manchas -no se las nombra directamente- sean
Góngora 63
parecidas a las estrellas de la noche sitúa una relación
dentro de una acción: la piel daba sus estrellas al día.
Metáfora que se apoya en datos verídicos, pero con una
ordenación imaginaria; esas estrellas equinas lucen a la
luz del sol. ¡Gran hipérbole! El animal se trasmuda en
un superanimal embellecido -como una encrucijada de
Naturaleza y de Historia- entre el río y las estrellas,
bajo el príncipe y su influjo. Por eso es arrogante el
caballo: «por lo que siente -de esclarecido y aun de
soberano- en la rienda». Al freno resiste colérico. A la
rienda se rinde adivinando y acatando la superioridad
del jinete, y hasta la misma rienda «besa la alta mano».
El grupo ecuestre se reafirma completo. La descripción
va del príncipe al caballo y del caballo al príncipe. Y su
dignidad se simboliza en la mano que, si gobierna al
caballo, es «de cetro digna». Final que ajusta el grupo
con una pompa moderada: «civil modestia». Caballero
y caballo forman para siempre una armonía irrefutable.
IX
X
Todo confluye hacia un rigor de lenguaje y de poe
sía, conseguido mediante la depuración y la intensifica
ción de los medios expresivos ya existentes. Góngora es
el artista que somete a examen y expurgo las formas de
su arte, y no se lanza a la creación sin previas cavilacio
nes. Aunque apenas conozcamos sus pensamientos gene
rales, toda su obra postula esta crítica preliminar. Nues
tro gran andaluz debió de encarnar el tipo de hombre que
principia por revisar en una etapa problemática los fun
damentos de su empresa. De suerte que el arte de los
predecesores le parecerá un resultado preparatorio donde
los elementos poéticos se combinan con otros pertene
cientes a las maneras del orador y del historiador. Habrá,
pues, que eliminar lo común y reforzar lo genuino y
distintivo. En este punto Góngora se aproxima al remo
to, muy remoto Mallarmé: «Je n'ai créé mon oeuvre
-decía en una carta de 1867- que par élimination.»
Es Mallarmé quien subraya «élimination».
La suma lograda será nueva, novísima, escandalosa
mente novedosa. En ella entraba, factor primordial, el
quid divino, el genio de aquel homlire, quien encarna
un tipo muy hispánico: el extremista de la tradición. La
herencia de un pasado tan culto, tan ingenioso, tan fino
se atesora con tal exquisitez que el centro del equilibrio
tradicional se desplaza. El poeta habita su Finisterre, y
68 Lenguaje poético
en él escribe una poesía especial para especializados. Es
pecializados por vía de cultura, de ningún modo ini
ciados por vía de culto. Aquí no hay más misterio
que el inherente a toda poesía. Sí, lo gongorino se eleva
muy lejos de lo órfico. Se trata de un saber y un enten
der definidos. Nadie entre aquí si no sabe geometría, si
no entiende de poesía humanística. Numerosas obras
poéticas de muy varias centurias y naciones se dirigen
a un público más o menos restringido. Góngora restringe
mucho el auditorio y alumbra un hecho nuevo: la mínima
minoría -a la sombra de la iglesia, el palacio y la uni
versidad. Entre eclesiásticos, magnates, eruditos y escri
tores anda el juego: «la correspondencia que yo deseo
entre personas tan bien nacidas y cultas», escribe Góngo-
ra en una carta a Tamayo de Vargas. (899) La poesía
ofrecerá dificultades, por eso mismo atrayente. Para los
expertos, Góngora resultará difícil. Para los inexpertos
permanecerá oscuro. «Oscuridad» no señala en esta oca
sión sino la línea fronteriza entre el vulgo y los otros.
Estos otros son los extranjeros a que se refiere T. S.
Eliot: «Üne of the more obscure of modero poets was
the French writer Stéphane Mallarmé, of whom the
French sometimes say that bis language is so peculiar
that it can be understood only by foreigners.» Góngora
es tan oscuro como ... Einstein, es decir, el Polifemo es
tan claro y tan preciso como la teoría de la relatividad.
Nuestro español, genio, ingenio, ingeniero, construye su
poema -orbe, jardín y máquina- en aquel Finisterre
tan admirable, tan desviado, tan peregrino.
Ningún ser se determina sin sus límites, a un tiempo
negativos y constituyentes. No reprochemos a las grandes
obras ciertas carencias que contribuyen a su más positiva
afirmación. No busquemos en los grandes poemas de
Góngora algo sobre Dios, el alma, nuestro destino, por
que esos poemas no se desenvuelven en dirección reli
giosa, metafísica, psicológica, moral. Don Luis nos ofrece
-nada más, nada menos- una visión hermosa de la
Naturaleza. Naturaleza -con la N mayúscula del huma
nismo- que alcanza proporciones de cosmos. El asunto
Góngora 69
no puede ser más central, y Góngora lo establece según
la tradición heredada por su época y por su país, sin
deformaciones extravagantes de sensibilidad ni de gusto.
Sus infinitos hallazgos nacen acordes a la visión más
sana, más equilibrada de esa realidad que acepta y dis
fruta.
No estorba que se introduzcan componentes per
turbadores: «Este acezante impulso, este empujón de
fuerzas telúricas, prurito expresivo de lo fuerte, lo
abundante, lo lóbrego, lo deforme» que ha escrutado
tan sagazmente Dámaso Alonso. Y él pone de relieve
<(esta nueva aportación del siglo de Góngora» con una
luminosa vehemencia muy superior a la de Polifemo, el
personaje que asume y resume ese «nuevo espíritu»:
«fuerza contraria a la tradición... que por entonces la
doblega y aun la retuerce, pero no logra romper», como
concluye el mismo Dámaso Alonso. Góngora no es su
Polifemo. El ídolo bello -a quien humilde adora- sub
siste en pie. La belleza no nos enmascara la verdad, y
el ser nunca está más lleno de sí mismo que cuando su
realidad se alza a plenitud armoniosa. Ante Garcilaso,
nunca el agua es más agua que en aquellas «corrientes
aguas, puras, cristalinas», y la metáfora del cristal redo
bla la trasparencia: el modo más intenso que tiene el
agua de ser agua. Góngora ve un lugar «donde el océano
se mete por la tierra» como si fuera un centauro:
Centauro ya espumoso el Oceano
—medio mar, medio ría— (663)
Esta docta imagen no embellece mintiendo sino reve
lando aquella verdad geográfica. Cierto, no se verá así
en la nueva perspectiva del siglo xvn; siempre las apa
riencias le engañarán. El cielo azul no será ni cielo ni
azul. Uno de los Argensolas formulará esta contradic
ción entre lo verdadero y lo bello, antítesis absoluta de
Ja frase de Keats.
¡Lástima grande
que no sea verdad tanta belleza!
70 Lenguaje poético
Pero Góngora el mayor ¿fue un desengañado? Tenga
mos confianza en su fe de artista. Gocemos con él de
la luz, del color, del oro: las apariencias no nos engaña
rán. Sólo en las márgenes elegíacas y satíricas advierte
el peligro que hay «en seguir sombras y abrazar enga
ños». (526)
A nuestro poeta ya no es posible acusar de formalismo.
Formalismo habría en una retórica vacua. Y archiprobado
está que la forma gongorina corresponde a una plétora
de contenido. Esa forma, tan lúcida y deleitosamente
erigida a la mayor gloria de Dios y de la lengua caste
llana, nos seduce como un cuerpo bellísimo que vale por
sí, y siempre con su función de señal. La flecha significa
tiva da en el blanco, pero arroja tales destellos que a
veces el blanco no se percibe a primera vista. Los gran
des textos -nadie lo ignora- demandan más de una
lectura: en cuanto a los poéticos, si no se los relee, no
se los lee. Los textos gongorinos comienzan por brin
darnos un enigma, y puede acaecer que este enigma des
componga nuestra operación de lectores en momentos
demasiado lentamente progresivos. Hay que luchar con
ese lenguaje diverso de nuestra lengua ordinaria. Este
primor diferencial concluye por sostener la obra sobre
un extremo eminente, desde cuya cima Góngora otea
los caminos reales de la literatura. Dentro de la poesía
se hallará lo poético; extramuros acampará lo prosaico.
Tanta distinción entre poesía y prosa implica algo muy
grave: la pureza. Porque la pureza es cruel. Se quiere
crear una obra labrada con elementos genuinos, sólo con
los más genuinos, y es necesario que severidad tan in
transigente actúe durante el trascurso del poema, siem
pre al mismo nivel de poesía -poesía. Noble, muy noble
ambición, pero... ¿«poema» es igual a «poesía»? Gón-
gora no nos habría jamás concedido que «in a poem of
any length there must be transitions between passages of
greater and less intensity», como afirma T. S. Eliot. Lo
que nos conduce a Góngora es, en definitiva, lo que nos
separa de él: su terrible pureza, el lenguaje poético.
Bien está así. Valía la pena que alguien se jugase la
Góngora 71
vida a esa carta. Nadie se la ha jugado con más fortuna
que Góngora, éxito maravilloso. No es menor maravilla
que la poesía castellana, en un Siglo verdaderamente de
Oro, desde Garcilaso, su aurora, pueda abarcar tales dis
tancias y ofrecer tales polos y con tal riqueza, de fray
Luis de León y San Juan de la Cruz a Góngora y Queve-
do, acompañados de tantos otros líricos insignes; y en
medio, Lope. No hay blando eclecticismo en admirar
todas las cumbres de una cordillera. Ante nosotros, tam
bién para nosotros se levanta, inmortal, la cumbre de
Góngora.
Lenguaje insuficiente
San Juan de la Cruz o lo inefable místico
A la memoria de Jean y Joseph Baru:d
I
Ningún poeta español inspira hoy una adhesión más
unánime que San Juan de la Cruz. Cierto que su obra
en prosa, muy importante, ha contribuido mucho a la
fama internacional: gloria en la tierra y en el cielo. Has
ta su nombre se traduce, y ningún éxito mayor: Saint
Jean de la Croix, San Giovanni della Croce, Saint John
of the Cross ... Santa Teresa y él, con sus nombres tradu
cidos, son ante el mundo -y nadie lo ignora- repre
sentantes máximos del gran misticismo español del
siglo XVI.
Un creciente empeño de concentración religiosa se
convierte en una experiencia mística. Esta experiencia se
comunica de dos modos: en una exposición doctrinal y
una expresión poética. Vida, doctrina, poesía son los
tres círculos en que se desenvuelve San Juan de la Cruz.
A una explicación bastante amplia de la doctrina corres
ponde una obra poética muy breve. San Juan de la Cruz
es el gran poeta más breve de la lengua española, acaso
75
de la literatura universal. Dejando a un lado las com
posiciones de autenticidad discutible y algunas de menor
interés, San Juan se condensa en siete poesías: una plé
yade suficiente. Nadie más lejos del rimador profesional
que aquel hombre. Sin embargo, debió de escribir más
de lo que conocemos. No es posible que la Noche oscura,
el Cántico espiritual figuren entre las primicias de un
novel. Pero la poesía no llegó a ser nunca la tarea emi
nente sino algo superabundante, surgido de una vida
consagrada al afán religioso, cuyo nombre pleno no es
otro que «santidad». A la cumbre más alta de la poesía
española no asciende un artista principalmente artista
sino un santo, y por el más riguroso camino de su perfec
ción; y la Noche oscura, el Cántico espiritual, la Llama
de amor viva se deben a quien jamás escribe el vocablo
«poesía». Es curioso: a menudo San Juan recurre a tér
minos procedentes de los oficios y las artes, y emplea
«retó"rica», «metáfora», «estilo», «versos» y otras pala
bras del menestér literario. En un pasaje, «poeta» se
aplica al autor del Libro de los Proverbios. (S. 3, XX, 6
«Poesía» no aparece jamás.
Tres poemas emergen, señeros, de aquella historia.
Tres poemas en serie, quizá la más alta culminación d
nuestra poesía: Noche oscura del alma, Cántico espiri
tual, Llama de amor viva. Para mejor sentir y entende
esos textos en cuanto poemas, se los podría abordar di
rectamente, no como si fuesen anónimos, pero sí pospo
niendo la información que podría allegarse en torno
esta poesía: circunstancias históricas de génesis, signifi
cado trascendental. Será ya un buen ejercicio de crític
ascética dejar para más tarde las explicaciones del sant
y atender a la obra como si nada supiésemos del escritor
Después, cuando a la lectura suceda el estudio, será e
momento de considerar las vertientes no poéticas de ] a
obra.
m1suco
III
San Juan de la Cruz, como todos sabemos, ha con
cebido estos poemas según una tradición bíblica -la
suprema égloga del Cantar de los cantares- y según la
tradición greco-latino-italiana que florece en la égloga
de Garcilaso, punto de arranque de nuestro siglo XVI
poético. Fundidas estas varias reminiscencias en ese «liris
mo integrador», aqui tenemos tres magníficas expresiones
del amor humano en ausencia y presencia, en inquietud
y plenitud. Los poemas, si se los lee como poemas -y eso
es lo que son- no significan más que amor, embriaguez
de amor, y sus términos se afirman sin cesar humanos.
Ningún otro horizonte «poético» se percibe.
Pues bien, estos poemas ¿son algo más? Entendá
monos: ¿algo más extrapoético? No lo sabríamos si a
los versos, tan autónomos, el autor no les hubiese agre
gado sus propias disertaciones. El santo nos advierte que
a esta poesía corresponde una experiencia personal y una
reflexión doctrinal. Ante todo hubo la experiencia. Pero
este origen -místico- no se debe confundir con su
resultado. Evitemos cualquiera intromisión de la genetic
fallacy. Y precisamente en este caso no sería posible
imaginar una mayor distancia entre la experiencia y su
expresión. Por otra parte, la doctrina se apoya sobre los
poemas. Sin embargo, este segundo sentido -alegóri-
84 Lenguaje insuficiente
co-- permanece fuera del primer texto. Poesía y alegoría
se desarrollan en rutas paralelas que, si se mantienen
acordes a su definición, no podrán rozarse ni estorbarse.
Ahora es el momento de escuchar al autor colocado
como crítico al margen de su obra. A la poesía de un
gran poeta corresponde siempre una poética más o me
nos organizada y formulada, un punto de vista general
sobre la obra ya hecha o por hacer. Aunque San Juan
de la Cruz no se refiera nominalmente a la poesía, en
el prólogo del Cántico espiritual se cifra toda una poé
tica. Antes de exponer en prosa la doctrina implicada
por el poema nos previene el autor: «sería ignorancia
pensar que los dichos de amor en inteligencia mística...
con alguna manera de palabras se puedan bien explicar;
porque el Espíritu del Señor... pide por nosotros con
gemidos inefables lo que nosotros no podemos bien en
tender ni comprender para lo manifestar. Porque, ¿quién
podrá escribir lo que a las almas amorosas, donde Él
mora, hace entender? ¿Y quién podrá manifestar con
palabras lo que las hace sentir? ¿Y quién, finalmente, lo
que las hace desear? Cierto, nadie lo puede; cierto, ni
ellas mismas por quien pasa lo pueden; porque ésta es
la causa por qué con figuras, comparaciones y semejan
zas antes rebosan algo de lo que sienten, y de la abun
dancia del espíritu vierten secretos y misterios que con
razones lo declaran. Las cuales semejanzas, no leídas con
Ja sencillez del espíritu de amor e inteligencia que ellas
llevan, antes parecen dislates que dichos puestos en
razón, según es de ver en los Divinos Cantares de Salo
món y en otros libros de la Escritura Divina, donde no
pudiendo el Espíritu Santo dar a entender la abundancia
de su sentido por términos vulgares y usados, habla mis
terios en extrañas figuras y semejanzas. De donde se
sigue que los santos doctores, aunque mucho dicen y
más digan, nunca pueden acabar de declararlo por pala
bras, así como tampoco por palabras se pudo ello decir;
y así lo que de ello se declara ordinariamente es lo me
nor que contiene en sí.» Y más adelante: «los dichos de
amor es mejor declararlos en su anchura, para que cada
San Juan de la Cruz o lo inefable místico 85
uno de ellos se aproveche según su modo y caudal de
espíritu, que abreviarlos a un sentido a que no se acomo
de todo paladar. Y así, aunque en alguna manera se
declaran, no hay para qué atarse a la declaración; porque
la sabiduría mística (la cual es por amor, de que las
presentes canciones tratan) no ha menester distintamen
te entenderse para hacer efecto de amor y afición en el
alma, porque es a modo de la fe, en la cual amamos a
Dios sin entenderle».
La página es admirable. He ahí proclamada la esen
cial inefabilidad de la «poesía», o más exactamente, de
su origen, del estado prepoético. San Juan de la Cruz
afirma de modo directo o indirecto: l.º El amor es su
tema. Se trata de «dichos de amor». 2.º El amor no
puede decirse, no puede fablarse, es inefable. (Como el
lenguaje exige tantas condiciones lógicas, algo de lo que
no es pensamiento racional no encaja en la frase o el
discurso.) 3.º De esta inevitable inequivalencia se dedu
ce la necesidad de la poesía. A la expresión del amor se
le escapa su objeto. Pero en una tentativa parcial sí
puede alcanzársele. ¿Cómo? Apelando a la trasposición.
Así, con «figuras, comparaciones y semejanzas» se sugie
re algo de los «secretos y misterios». La poesía habrá de
resolverse, pues, en el lenguaje figurado: comparación,
metáfora, símbolo. El lenguaje rebasa entonces sus lími
tes intelectuales. 4. º De ahí que, a la luz de la razón,
una «figura» suene a «dislate». Un poema no es nunca un
«dicho puesto en razón». 5. º Por eso no puede ser en
tendido ni explicado del todo. La comprensión del poe
ma no agota su contenido. A la esencial inefabilidad
corresponde una esencial ininteligibilidad. San Juan de
la Cruz no pretende sujetar la «canción» a su «declara
ción». El comentario se presenta modestamente, sin pro
pósito de dominar el texto comentado. Consecuencia:
cada lector entrará a sus anchas por la poesía. «Los di
chos de amor es mejor declararlos en su anchura.»
Son muy numerosas las ocasiones en que San Juan
de la Cruz alude a la imposibilidad de conducir hasta el
nivel del verso o de la prosa tal estado de espíritu:
86 Lenguaje insuficiente
«sólo el que por ello pasa lo sabrá sentir, mas no decir»,
adelanta ya en el prólogo de la Subida. «Bien así -in
siste en la Noche oscura, 2, XVII, 3- como el que
viese una cosa nunca vista, cuyo semejante tampoco ja
más vio, que aunque la entendiese y gustase no la sabría
poner nombre ni decir lo que es» hasta si la percibiese
con los sentidos; «cuánto menos, pues, se podrá mani
festar lo que no entró por ellos». En suma, «el lenguaje
de Dios ... excede todo sentido». Más adelante (XVII, 4)
lo explica: el lenguaje de Dios al alma va «de puro espí
ritu y espíritu puro». El no-espíritu no lo percibe. Sólo
puede apelar el alma a «términos generales» (XVII, 5).
En cambio, las «cosas particulares» -«visiones, senti
mientos, etc.»- afectan al sentido, y por eso no son re
beldes a la expresión. Pero (XVII, 6) «cuan bajos y cortos
y en alguna manera impropios son todos los términos y
vocablos con que ... se trata de las cosas divinas», siempre
secretas. Lo ininteligible es inefable: «porque así como
no se entiende, así tampoco se sabe decir, aunque... se
sabe sentir» (C. E. VII, 10). Y en el prólogo de la Lla
ma: «lo espiritual excede al sentido, y con dificultad se
dice algo de la sustancia del espíritu si no es con entra
ñable espíritu». La experiencia es tan diferente de la ex
presión «como lo es lo pintado de lo vivo». Esta reserva
se halla presente en todo instante. Si la experiencia mís
tica se sitúa más allá de la razón y la imaginación, a lo
incomprensible divino ha de seguir la insuficiencia de la
voz humana. Así, comentando la estrofa de la Llama «Oh
lámparas de fuego», afirma el santo: «Todo lo que se
puede en esta canción decir es menos de lo que hay,
porque la transformación del alma en Dios es indeci
ble.» (III, 8)
En este aspecto, el místico español pretende conti
nuar la tradición bíblica. El Antiguo y el Nuevo Testa
mento son también en poesía sus grandes educadores.
«Porque la cortedad del manifestarlo y hablarlo exte-
riormente mostró Jeremías cuando habiendo Dios habla
do con él no supo qué decir, sino a a a.» Cortedad
San Juan de la Cruz o lo inefable místico 87
IV
Esos ejemplos bíblicos corroboran una experiencia.
¡Y qué experiencia! San Juan de la Cruz ha comenzado
por vivir la aventura más extraordinaria, y de esa conmo
ción procede el poema. Aquel fraile de tan exiguo porte
-el «Senequita» de Santa Teresa- no ha conquistado
Indias, por supuesto, ni ha sufrido las peripecias de la
ruta a la intemperie, ni siquiera ha salido de su rincón
ni de sí mismo. Y por eso, no a pesar de eso, tiene
mucho que contar. ¿Cómo lo contará? No sólo poética
mente. También irá pensándolo en conceptos, y ese aná
lisis se dispondrá como «teología mística». Esta teolo
gía, «ciencia por amor», «ciencia muy sabrosa», se
mantiene a una inconmensurable distancia de aquella
historia tan por dentro vivida.
Nadie tal vez ha ido más lejos que San Juan por ese
camino. Nadie lo ha analizado con más profundidad en
sus cuatro volúmenes, sobre todo en los dos primeros,
tan audaces, tan extremosos, tan feroces: Subida del
Monte Carmelo, Noche oscura del alma. San Juan se
entregará a su vocación, la más atrevida, aunque enten
diese con gran claridad los principios opuestos a tal em
presa: «a ninguna criatura le es lícito -sostiene en la
Subida (2, XXI, 1 )— salir fuera de los términos que
Dios la tiene naturalmente ordenados para su gobierno.
Al hombre le puso términos naturales y racionales para
88 Lenguaje insuficiente
su gobierno; luego querer salir de ellos no es lícito, y
querer averiguar y alcanzar cosas por vía sobrenatural
es salir de los términos naturales». En otro pasaje de
la Subida (2, XXVII, 6) remacha el mismo pensamien
to: «Que eso es lo que quiso decir Salomón cuando dijo:
'¿Qué necesidad tiene el hombre de querer y buscar las
cosas que son sobre su capacidad natural?' Cómo si dijé
ramos: Ninguna necesidad tiene para ser perfecto de
querer cosas sobrenaturales por vía sobrenatural, que es
sobre su capacidad.» Afirmación tajante. Pero San Juan
la comprendía a su modo, y no vaciló en lanzarse por esa
vfa sobrenatural. Ateniéndose a su tradición religiosa y
reforzando las índagacíones personales con citas de las
Sagradas Escrituras, o sea, sin ningún abandono o posi
bles desvíos de la ortodoxia, San luan nos relata su as
censión hacia Dios, hasta Dios, ia más penosa que el
hombre haya intentado. «Todo lo que la imaginación
puede imaginar y el entendimiento recibir y entender
en esta vida no es ni puede ser medio práctico para la
unión con Días.» Ante la propia inteligencia del favo
recido permanece secreto lo que siempre está más allá
de toda intelección clara y distinta: «nunca te quieras
satisfacer en lo que entendieres de Dios sino en lo que
no entendieres de él.» (C. E. I, 12) ¿Y no habrá en el
camino hacia Dios algunas revelaciones que se ofrezcan
a la «imaginativa o fantasía»? Tampoco: «no se comu
nica Dios al alma mediante algún disfraz de visión ima
ginaria, o semejanza o figura... sino que boca a boca,
esto es, en esencia pura y desnuda de Dios». (S. 2.
XVI, 9) El alma va anulando «las formas y fantasías
de las cosas», sensaciones e ideas, todo lo que Jean
Baruzi llmrn1 -y rememoro a este gran amigo con ver
dadero fervor- «las aprehensiones distintas». ( Según el
propio San Juan, «inteligencias distintas». Ll. III, 48)
Ni las revelaciones son aceptadas con gusto: «es más
preciosa delante de Dios una obra o acto de voluntad
hecho en caridad que cuantas visiones pueden tener del
cielo, pues éstas no son mérito ni demérito». (Ibid., 2,
XXII, 19) Tampoco servirán las «locuciones oídas du-
San Juan de la Cruz o lo inefable místico 89
rante la oración, por muy espirituales que fuesen». San
Juan insiste: «todas las visiones, revelaciones y senti
mientos del cielo ... no valen tanto como el menor acto
de humildad». (!bid., 3, IX, 4) En suma: «esto puede
estorbar mucho para ir a la divina unión, porque aparta
mucho al alma, si hace caso de ello, del abismo de la
fe, en que el entendimiento ha de estar oscuro, y oscuro
ha de ir por amor en fe y no por mucha razón». (Ibid., 2,
XXIX, 5) Ningún místico más severo, más desembara
zado de anécdotas sobrenaturales que San Juan de la
Cruz, tan opuesto a toda suerte de representaciones,
siempre temeroso de que las suscite el diablo y siempre
hostil aún en la hipótesis de que las inspire la Divini
dad. ¿Y para qué detenerse a distinguir si son demonía
cas o divinas? Concluye el santo a rajatabla y en tono
casi impaciente: «Pues con no hacer caso de ellas, negán
dolas se excusa todo eso, y se hace lo que se debe.»
(Ibid., 2, XVIII,7)
Hay que desligarse de las cosas y de las causas para
llegar a la Primera Causa. «Por tanto, aunque todas las
cosas se le rían al hombre y todas sucedan próspera
mente, antes se debe recelar que gozarse». (Ibid., 3,
XVIII, 5) Y el Eclesiastés viene en apoyo del santo: «El
corazón del necio, dice el Sabio, está donde está la alegría,
mas el del Sabio donde está la tristeza.» No haya cami
no que no conduzca a la noche, «aunque se hunda el
mundo». (A las carmelitas de Beas, 1587.) Todo se re
suelve en noche o mejor dicho, en sucesivas noches. «La
primera purgación o noche es amarga y terrible para el
sentido... La segunda no tiene comparación porque es
horrenda y espantable para el espíritu.» (N. O. 1, VIII, 2)
En esta segunda noche, el espíritu se encuentra «como
el que tienen aprisionado en una oscura mazmorra atado
de pies y manos, sin poderse mover ni ver, ni sentir
algún favor de arriba ni de abajo hasta que aquí se humi
lle, ahlnnde y purifique el espíritu, y se ponga tan sutil
y sencillo y delgado que pueda hacerse uno con el espí
ritu de Dios». (Ibid., 2, VII, 3) Noche total, noche
absoluta: las tinieblas «son profundas y horribles y muy
90 Lenguaje insuficiente
penosas porque, como se sienten en la profunda sustan
cia del espíritu, parecen tinieblas sustanciales». (Ibid., 2,
IX, 3) De suerte que «en el horror de la visión noctur
na» -San Juan traduce con ritmo de endecasílabo la
frase de Job: «In horrore visionis nocturnae» (C. E.
XIV, 18)- primero es el vacío del alma, sin contenido
particular, en la suprema indistinción, preparada así para
el supremo contacto y la suprema metamorfosis. «Este
cáliz es morir a su naturaleza, desnudándola y aniqui
lándola para que pueda caminar por esta angosta senda.»
(S. 2, VII, 7) Se repite el terrible verbo «aniquilarse»:
<<Una sola cosa necesaria, que es saberse negar de veras...
y aniquilarse en todo.» (Ibid., 8) ¿«De aquí se sigue la
destrucción del uso natural» en un «hombre como bes
tia»? (Ibid., 3, II, 7) El hombre, reducido a su índole
propia, no valdría nada. Y sin embargo... «Un solo pen-
miento del hombre vale más que todo el mundo.» Es
tan valioso el espíritu que «sólo Dios es digno de él».
(A. y S. 32)
La criatura ha quedado vaciada de su condición de
criatura y la vida se reduce a la conciencia de un
vacío inhumano -que va a trasformarse, por fin, en
sobrehumano. Entonces acude la luz de Dios a esta
horrenda cita. ¿Y qué sucede? Pues «un hecho tan
heroico y tan raro... unirse con su Amado Divino».
(N. O. 2, XIV, 1) Ninguna visión, ninguna exploración.
El alma no se dispone a ver ni a saber: quiere amar allen
de los modos y los actos de la criatura humana, quien se
destruye como criatura hasta el máximo compatible con
la perduración de la vida y la conciencia. Casi náufrago
en la casi Nada, se unirá al Principio de Todo. Hijo
maltrecho, se absorberá en el Padre. Y si Dios es hom
bre en Cristo -misterio de la Encarnación- el hombre
se fundirá con Dios y será Dios -misterio de la casi
Desencarnación- cuando la voluntad del alma convertida
en voluntad de Dios todo es ya voluntad de Dios, y el
alma «deiforme» se hace Dios «por participación». (C. E.
XXXIX, 4) Definitiva «moche serena», término de la
otra noche oscura: es la «transformación total en el
San Juan de la Cruz o lo inefable místico 91
Amado», «como cuando la luz de la estrella o de la
candela se junta y une con la del sol, que ya el que luce
ni es la estrella ni la candela sino el sol, teniendo en sí
difundidas las otras luces». (lbid., XXII, 3) La criatura
en San Juan de la Cruz, la más osada de la Creación, se
ha redimido, todavía terrestre, de su fase de criatura:
ya goza de «la ligereza conveniente para ir a él», a Dios,
(A. y S. 52) desde los desposorios al matrimonio espiri
tual. Entonces el alma es «un paraíso de regadío divino»,
(Ll. III, 7) y «con gran facilidad y frecuencia descubre
el Esposo al alma sus maravillosos secretos como su fiel
consorte. .. Comunícale principalmente dulces misterios
de su Encarnación, y los modos y maneras de la reden
ción humana». (C. E. XXIII, 1) Encarnación: Desen
carnación: absoluto círculo. «Porque allí ve el alma que
verdaderamente Dios es suyo, y que ella le posee con
posesión hereditaria, con propiedad de derecho, como
hijo de Dios adoptivo.» (Ll. 111, 78) Así llega a su ple
nitud la vida mística: gradual y muy larga y muy esfor
zada operación de entusiasmo. «Entusiasmo» en su al
cance etimológico: «endiosando la sustancia del alma,
haciéndola divina... absorbe al alma, sobre todo ser, el
ser de Dios». (lbid., 1, 35) Y como si fuera un amor
humano. es decir, exclusivo, «le parece al alma que no
tiene él otra en el mundo a quien regalar ni otra cosa
en que se emplear sino que todo es para ella sola; y
sintiéndolo así lo confiesa como la esposa en los Canta
res, diciendo: 'Dilectus meus mihi et ego illi'». (lbid.,
II. 36.)
V
Ni en la jornada negativa ni en Ja conclusión afirma
tiva, ni en el horror ni en el gozo hay revelaciones que
se pueden comunicar. Mal podría haberlas en esta poe
sía, que no se confunde con el diario de un viaje ni se
presenta como documento psicológico directo. Ninguna
visión vivida nos trasladan\ San Juan de Ja Cruz corno
92 Lenguaje insuficiente
el vate v1S1onario, porque «v1s1on» no es ninguno de
estos símbolos, ni tampoco nos informará de sus sueños
como el soñador de otras épocas. ¿Y no sería absurdo
pensar en un subconsciente capital? De la vida interior
de San Juan, sin cesar supraconsciente, no se derivan
nunca trozos informes, torpezas, fealdades, caprichos.
Nuestro poeta no se contentará jamás con «un no
sé qué que quedan balbuciendo». Esos famosos tres
«que» -evidentemente voluntarios- expresan de modo
felicísimo una etapa de la experiencia real, que debe
ser superada por la poesía. El santo conoce «un al
tísimo entender de Dios que no se sabe decir, que
por eso lo llama no sé qué». Pero el poeta no
se limita a «balbucir». Y «balbucir» significa «el
hablar de los niños, que es no acertar a decir y
dar a entender qué hay que decir». (C. E. VII, 9, 10)
San Jrnm de la Cruz es el menos infantil de los poetas.
La poesía no puede ser ni un balbuceo ni una mera inter
jección. (Aunque la interjección, palabra sin contenido
intelectual, convenga muy bien al fondo indecible: «que
riéndolo ella [el alma] decir no lo dice, sino quédase
con la estimación en el corazón y con el encarecimiento
en la boca por este término oh, diciendo: '¡Oh cautive
rio suave!'» Ll. II, 5)
Nada más lejos de San Juan de la Cruz que cualquier
forma de escritura automática. La beata Angela de Fo-
ligno ( 1248-1309) dictó un Memoriale a Frate Arnaldo,
su pariente, confesor y secretario. Era lo que la beata
llamaba «secretos misterios». De aquellas palabras
no comprendía Frate Arnaldo sino «le piU grosse».
Cuando leía a la inspirada el texto redactado, la beata
lo juzgaba muy insuficiente: «pero de lo más precioso
que sintió mi alma nada escribiste». O como decía en
su rudo latín el secretario: «sed de precioso quod sentit
anima nihil scripsisti». Frate Arnaldo tenía que poner
por escrito con gran premura las palabras proferidas en
trance. El Memoriale es el resultado de una doble agi
tación: en la inspirada y en el escriba. También dictaba
en éxtasis Santa Catalina de Siena (1347-1380). Eran
San Juan de la Cruz o lo inefable místico 93
VI
VII
¿Adónde te escondiste?
Y el Amado aparece en una comparación:
Como el ciervo huíste
100 Lenguaje itÍsuficiente
Este animal y su fuga, entre ondas de sugestiones cuyo
alcance no se determina con exactitud, vienen a expresar
la situación dolorosa de la amante sin su amado. La
amante sufre como si estuviera herida:
Como el cierva huíste
Habiéndome herido
Está clara, pues, la trascendencia simbólica de estos ver
sos. Trascendencia dentro del orden profano. No ofrece
otro alguno esta poesía. El lector, a solas con ella, no
puede pasar al orden sagrado. Ahí, entre tales símbolos,
no ha lugar la alegoría que el autor, y sólo el autor, seña
la, porque sólo existe en su ánimo privado, y no de
modo objetivo en el texto. Por confidencia del santo sa
bemos «que allende de otras muchas diferencias de visi
tas que Dios hace al alma... suele hacer unos escondidos
toques de amor que a manera de saeta de fuego hieren
y traspasan el alma y la dejan toda cauterizada con fue
go de amor, y éstas propiamente se llaman heridas de
amor». (C. E. I, 17)
Otro ejemplo. El símbolo de «las cavernas» nos tras
lada con resonancias conmovedoras al retiro en que se
retraen los enamorados:
Y luego a las subidas
Cavernas de la piedra nos iremos ...
Veamos la alegoría. «La piedra que aquí dice... es Cris
to. Las subidas cavernas de esta piedra son los subidos
y altos y profundos misterios de sabiduría que hay en
Cristo.» «Cavernas de la piedra», como sugiere el mis
mo San Juan, aparece en el Exodo. (Ibid., I, 10)
Y allí nos entraremos
«Allí, conviene a saber, en aquellas noticias y misterios
divinos nos entraremos.»
Y el mosto de granadas gustaremos.
San Juan de la Cruz o lo inefable místico 101
«Las granadas significan aquí los misterios de Cristo y
los juicios de la sabiduría de Dios y las virtudes y atri
butos de Dios...» Adviértase, además, que Dios «es sig
nificado por la figura circular o esférica», propia de la
granada, «porque (Dios) no tiene principio ni fin». (Ibid.,
XXII, 3, 6, 7)
Sólo el autor puede presentar estas elucidaciones. De
las frases poéticas es imposible inferir la alegoría, que
no se descubre dentro de su interior -como su más
positivo meollo- sino montada al aire. Este edificio
exento corresponde al otro edificio, el único asentado
en la realidad de la palabra. ¿Se han influido mutua
mente creación de poesía y construcción de sistema? No
poseemos bastantes datos sobre la génesis de dichas
obras. ¿Hasta qué punto la interpretación racional de
aquellos estados inefables fue interviniendo en la tan
inspirada escritura? Amor vivido, exaltado en verso y
escrutado en prosa: la conexión entre estas modalidades
desplegó, sin duda una complejidad sin precedentes, cuyo
conocimiento se nos escapa. San Juan, místico, poeta,
pensador, lo resolvió todo en cabal unidad.
La unidad se logra sin que sus elementos -vida,
poesía, doctrina- se embaracen. De ahí que el segundo
sentido, el alegórico, pertenezca al reino de la intención.
Y la intención -como más de una vez ha mostrado
Croce- se reduce a un acto de voluntad «con el cual
se decreta que esto debe significar aquello». En ocasio
nes se mantienen cercanas las dos cosas: «el león» alude
a la «fuerza», «el zorro» alude a «la astucia». San Juan
de la Cruz consigue -caso felicísimo- que la poesía
se levante casi siempre incontaminada por la alegoría.
Obsérvese que aquí no actúa la intención del poeta en
cuanto poeta. San Juan nos declara su intención -en
cuanto psicólogo- de añadir un significado conceptual
a su expresión lírica. Poema, por lo tanto, de origen
místico (biografía) y de intención mística (alegoría).
Estrictamente poema no místico, y sin remedio, porque
la experiencia inefable y la máquina teórica permanecen
extramuros.
102 Lenguaje insuficiente
VIII
IX
¿Revelaciones? La voz en el verso dice otras cosas.
Ante los ojos del San Juan poeta la no-visión divina y
la visión humana se excluyen. Con esa antítesis no tro
pieza Dante. Recuérdese el último canto del Paradiso.
La visión de la Divinidad se impone al término de un
viaje en que una criatura, sin renunciar a ser el floren
tino Alighieri, deseando explorar y venerar, sin propó
sito de unión ni de fusión, afronta la luz eterna, «alto
lume», con los «tre giri / Di tre colorí e d'una contenen-
za». Trinidad y Unidad de Dios. Esta contemplación
tampoco puede reducirse a lenguaje. El poeta es fiel a
la tradición de inefabilidad de toda mística:
Oh quanto e corto il dire e come fiaca
al mio concetto!
El tema, místico hasta cierto punto, es ahora poesía
porque antes no ha sido experiencia. La extraordinaria
aventura de San Juan -su identificación con lo Abso
luto- le conduce a escribir, según el modo más relativo
y concreto, algunos de los más hermosos poemas del
amor humano. San Juan principia por negarse a sí mis
mo y anular el resto de los seres. También para él, como
para Angelus Silesius, «Mundus pulcherrimum nihil».
(Frase escrita por el místico alemán en el cuaderno de
un amigo de Padua.) Al final, en el camino de retorno,
San Juan se conforma de antemano al dístico de Angelus
Silesius:
Si tú al Creador posees, todo corre tras de ti:
Hombre, ángel, sol y luna, aire, fuego, río, tierra.
No parece, por lo tanto, incurrir San Juan en esa
«huida de la realidad» que señalaba Pedro Salinas: «San
San Juan de la Cruz o lo inefable místico 109
Juan renuncia a todo eso y se escapa adentrándose en
su alma.» Pero esta vida interior da lugar a la más vale
rosa afirmación de las cosas y de las criaturas; y partien
do humildemente de la inefabilidad de la experiencia,
se consigue uno de los grandes triunfos del hombre
sobre el lenguaje. Todo un orbe se alza dentro del
alma en la mayor plétora de intimidad que se haya sen
tido cerrándose a nuestro mundo, fuera del mundo de
todos. Esta realidad tan incomunicada origina una co
rrespondiente incomunicación de lenguaje, de ese lengua
je que nos sirve a muchos. Caso extremo de conflicto
entre vida individual y vida social. Nada puede decir el
hombre a solas con Dios. El nombre de Dios no revela
a Dios. En ese apuro silencioso, cuando el espíritu calla
de tanto como tiene que manifestar, no vale ningún
idioma, a menos que se invente algo de veras novísimo.
Imagínese al hombre en ese instante de trágico enmu-
decimiento. Ni su santidad, ni sus virtudes, ni sus ma
ravillosas experiencias vendrán en su ayuda. Pero el
alma es capaz de crearse un nuevo decir. En aquella
salida hacia la luz, creación de lenguaje y creación de
poesía se funden: la profunda expresión será poema.
Todo fue tan íntimamente vivido como será tan expre
sivamente inventado. Poco antes de morir -en aquella
noche del 13 al 14 de diciembre de 1591- vuelven a
la memoria del santo y del poeta unos versos de su
Cántico inmortal: «Gocémonos, Amado, / Y vámonos
a ver en tu hermosura...» ¡Gocémonos, Amado! Audaz
exclamación del amor que se cumple del todo. San Juan
de la Cruz es quien realiza en absoluto el tipo de poeta
que soñará tres siglos más tarde Baudelaire: «Comme
un parfait chimiste et comme une áme sainte.» San Tuan
•de la Cruz es precisamente el alma santa y el perfecto
químico. Santo, poeta: la doble autoridad converge hacia
cada uno de esos versos, entre los mejores o acaso los
mejores de la lengua española. «Entremos más adentro
en la espesura.» ¿Cuándo se ha atinado con tal fusión
de alma y de arte? San Juan de la Cruz consigue la
poesía que lo es todo: iluminación y perfección.
Lenguaje insuficiente
Bécquer o lo inefable soñado
I
El poeta místico no puede expresar lo que sabe, sufre
y goza, y en las palabras no encontrará sino soluciones
insuficientes. Hasta· partiendo de una vida interior sin ,
fondo sobrenatural, el poeta profano tampoco logrará
trasmitir con palabras adecuadas visiones y emociones.
Ante el «soñador» del siglo XIX vuelve a plantearse el
problema de la expresión en condiciones análogas a las
del místico. En España, de San Juan de la Cruz debemos
pasar a Bécquer.
Gustavo Adolfo Bécquer, andaluz de nombres nórdi
cos y apellido germánico, aparece como una cima extra
ña -en parte- a la historia española, donde el visio
nario, el mero visionario seglar no abunda. Siempre los
críticos han puesto en relación a Bécquer con la litera
tura alemana. Nada más justo si se presenta esa relación
como afinidad y no como servidumbre a tales y cuales
«fuentes», aunque influjos de pormenor tampoco falten.
Los predecesores de Bécquer son, sin duda, aquellos poe-
113
Guillén, 8
114 Lenguaje insuficiente
tas que en Alemania, desde fines del siglo xvrn, pro
claman el valor primordial de los sueños. Y no porgue
la filosofía idealista se atreva a considerar equivalentes
mundo soñado y mundo real: puros fenómenos dentro
del alma. Ante todo, importa la grave conexión que
existe entre el alma, cuando sueña, y el orbe más con
sistente: el espiritual. Todo es Espíritu.
Dice Jean Paul: «Sólo en nosotros percibimos la
verdadera armonía de las esferas, y el genio de nuestro
corazón no nos enseña estas armonías -como a los pá
jaros- sino oscureciendo nuestra jaula terrestre.» Por
eso afirma también Jean Paul: «La vigilia es la prosa,
el sueño es la aérea poesía de la existencia, y la locura
es la prosa poética.» No se trata de fantasías compues
tas según el estilo de los soñadores sino de los sueños
espontáneos que invaden al durmiente: «El sueño -pien
sa Jean Paul- sepulta el primer mundo, sus noches,
sus congojas, y nos brinda un segundo mundo con las
formas que hemos amado y perdido, con escenas dema
siado vastas para nuestra minúscula Tierra.» Jean Paul
se dedica a soñar, en suma, «para gozar de la gran Noche
como si fuese el Día»; pero esa Noche es un Día mucho
más hondo y esencial.
Aquella concepción germánica queda resumida en
una frase de Novalis: «Estamos más estrechamente liga
dos a lo invisible que a lo visible.» En otro lugar nos
asegura: «Realmente, el mundo espiritual está ya abierto
para nosotros, ya es visible. Si cobrásemos de repente la
elasticidad necesaria veríamos que estamos en medio de
ese mundo.» Mayor o menor elasticidad nos procuran
los sueños: «Entonces nuestra alma penetra dentro del
objeto, transformándose inmediatamente en ese objeto.»
«¿Y qué es la poesía -concluye Novalis en otro frag
mento, y con el poeta sus contemporáneos- sino la
representación del alma?» El alma centra así el univer
so. Esta vaga facultad «alma» abarcará, por lo tanto,
mucho más que la estricta razón, y no sólo para Holder-
lin, el demente sublime: «El hombre es un dios cuando
sueña, un pordiosero cuando reflexiona.»
Bécquer o lo inefable soñado 115
Tal actividad nocturna conduce a la poesía, y el dur
miente prepara soñando los materiales del poema. Así,
por ejemplo, Tieck, soñador exaltado: «Tieck acostum
braba a soñar intensamente mientras dormía. Algunas
veces, sobre todo en su mocedad, estos sueños llega
ban a torturarle, y hasta le causaban :fiebre, y yacía dor
mido a medias y a medias despierto.» De una manera
o de otra, el soñador terminará poetizando. Nos lo refie
re el mismo Tieck: «caía en estado de ensueño y no
descansaba hasta poner mis sueños por escrito.» Tam
bién el otro gran imaginativo E. T. A. Hoffmann padecía
fuertes crisis nocturnas. Se cuenta que «a menudo, tarde
en la alta noche, despertaba a su mujer sacudiéndola por '
los hombros, y la hacía sentarse junto a él, aterrado por
los espíritus que su imaginación había llamado a la vida.
Ningún razonamiento podía calmar su trémula inquie
tud.» Soñar era decididamente algo muy serio. E. T. A.
Hoffmann creía de veras que por los sueños entramos en
comunicación con «el alma del mundo», con «el prín-
cipio espiritual de las cosas». Entonces «llegamos a creer
que el sueño es nuestra existencia real». La vida entera
va modelándose, pues, como un sueño, y la frase de
Calderón -tan admirado por aquellos alemanes- gana
un valor del todo positivo. Sí, la vida es sueño. A Hoff-
mann no le afectará sólo «el sueño que surge cuando
se está bajo la dulce invasión del sueño sino el que
se sueña a lo largo de toda la vida».
Larga sería la historia del soñador visionario, sobre
todo durante la primera mitad del siglo XIX. En Francia,
hasta un poeta como Vigny afirmará: «Lo Invisible es
real.» No es extraño que Charles Nodier ponga de ma
nifiesto los vínculos entre las fantasías soñadas y las
escritas. «Lo que me sorprende es que en sus obras el
poeta despierto se haya aprovechado muy poco de las
fantasías del poeta dormido o, por lo menos, que tan
pocas veces haya confesado sus deudas.» Nada más pre
visto que la imaginación francesa procure mantener la
claridad racional. «El ensueño es -según Charles No-
dier- no sólo el más poderoso estado del pensamiento
116 Lenguaje insuficiente
sino el más lúcido.» Lucidez de pensamiento y fuerza
de imaginación se alían vigorosamente en esa espléndida
travectoria que va de Hugo a Baudelaire, de Baudelaire
a Rimbaud. Baste citar al más delirante -y, en cierto
sentido, al más germánico- de estos autores. Dice en
el comienzo de Aurélie Gérard de Nerval: «El sueño es
una segunda vida. No he podido pasar sin estremecerme
por esas puertas de marfil o de cuerno que nos separan
del mundo invisible.» También para Nerval se establece
un contacto hondísimo entre esa externa esfera invisible
y la vida interior durante el sueño y la vigilia. En esa
hondura espiritual reside la fuente de todo poema. Repre
sentando a los grandes líricos de su país y de su tiempo
asienta como verdad fundamental Coleridge: «Todos los
verdaderos poetas coinciden en un punto: todos escriben
desde dentro, gracias a ese principio interior, y no por
algo que se origine fuera.»
Y ya estamos con Bécquer. Culminación de la poesía
sentimental y fantástica a mediados del siglo XIX, aquel
fino y profundo Gustavo Adolfo es el español que
asume del modo más auténtico el papel de poeta visio
nario. «Cuando la materia duerme, el espíritu vela.»
Allí, en el espíritu del durmiente, surgirá la «visión mag
nífica, profética y real en su fondo, vana sólo en la
forma». (86)
Pero nuestro poeta no se abandona blandamente a la
divagación y la efusión, como suponían quienes daban
crédito a la figura de un bardo cómplice de la gran cele
bridad. Bécqner nos ha dejado una poesía y una poética,
y la fe en los sueños y sus fantasmas corresponde a una
conciencia luminosa.
II
Las páginas más importantes en que Bécquer expone
sus ideas sobre la poesía son las Cartas literarias a una
mujer, el prólogo de La Soledad y la Introducción. Co
mo Bécquer siente y comprende juntos el amor y la poe-
Bécquer o lo inefable soñado 117
sía, no es extraño que se le ocurra dar cuenta de sus
cavilaciones a la mujer de quien está enamorado. Tal vez
había sido ella misma, Casta Esteban, quien se había
atrevido a preguntarle: «¿Qué es poesía?» Tras la pri
mera y la segunda carta -20 de diciembre de 1860, i
8 de enero de 1861- aparece también en El Contem
poráneo y en aquel enero -el día 20- otra respuesta
a la misma pregunta: el prólogo de La Soledad. Bécquer
no puede menos de anotar el contraste entre la Andalu- ,
cía evocada por los cantares de su amigo Augusto Fe-
rrán y el Madrid nevado en que escribe. Sevilla «apare
ció como por encanto» a sus ojos; «y oí los cantos que
entonan a media voz las muchachas que cosen detrás de
las celosías, medio ocultas entre las hojas de las campani
llas azules; y aspiré con voluptuosidad la fragancia de las
madreselvas.» Mientras tanto, el escritor ve un «Madrid
sucio, negro, feo como un esqueleto descarnado, tiritan
do bajo su inmenso sudario de nieve». (674) Durante
aquel invierno, la teoría del poeta llega a concretarse.
Se propone Bécquer ir componiendo de aquella manera
epistolar y divagatoria, dirigiéndose a la mujer amada,
todo un libro que no podrá ser ni muy erudito ni muy
largo. No pretende dar lecciones a nadie ni erigirse en
autoridad. Se limita a decir lo que sabe por experiencia:
«Yo nada sé, nada he estudiado, he leído un poco, he
sentido bastante y he pensado mucho, aunque no acer
taré a decir si bien o mal.» (675) Bécquer habla en nom
bre del futuro poeta que está empezando a ser. Cierto que
apenas lo es en público; en 1861 no pasarán de tres las
Rimas impresas. Sin embargo, su actitud y su tono pre
suponen una actividad poética ya encauzada. Como aquel
personaje que imaginará años después, Bécquer «era
poeta y tenía fe en la poesía», ( 1095) muy distinto de
«esos filósofos derrotados y silvestres» que verá gesticu
lar y murmurar a solas por el Retiro. ( 1117) El 4 y 23
de abril publica en El Contemporáneo dos nuevas Cartas
literarias, y no cumple la promesa ofrecida: «Se conti
nuará.» (Es curioso que este corte coincida con el casa
miento de Bécquer y Casta Esteban, celebrado aquel 19
118 Lenguaje insuficiente
de mayo de 1861.) Quedó interrumpido el libro, pero
el autor no dejó de referirse a los mismos asuntos en
bastantes artículos y leyendas, en algunos versos y en
la Introducción sinfónica, sinfónica según el manuscrito,
junio de 1868. No sólo pueden establecerse varias concor
dancias entre las Rimas y los demás escritos; con toda
evidencia todos los textos convergen hacia una constante
línea teórica. Sin ninguna contradicción ni distracción,
el poeta se ha mantenido fiel a su criterio.
En su primera significación, el vocablo «poesía» no
alude a la obra hecha por el hombre sino a !o que en el
mundo real es poético. «Podrá no haber poetas, pero
siempre -Habrá poesía», pretende la rima IV. (379)
El hombre se pone en contacto con las realidades, y mien
tras dura esa etapa inicial no inventa más que en el
sentido primario de esta acción: halla y reconoce las
minas ocultas a los ojos de los no inspirados. He aquí
-muy bien reducida a términos de prosa por José
María de Cossío- la idea de la rima IV: «La poesía
tiene una existencia objetiva, indt>pcndiente del poeta
que la capta. La onda existe sin la antena. En tres sec
tores capitales reside y se produce, que Bécquer da per
fecta y metódicamente delimitados. El mundo de lo sen
sible -imágenes, luces, sonidos, perfumes-. El mundo
del misterio -origen de la vida, destino de la humani
dad, universo desconocido-. El mundo del sentimiento
-desacuerdo del corazón y la cabeza, esperanzas y re
cuerdos, amor-.» _Valores poéticos poseen, pues, aun
que nadie los hubiese convertido en poemas, la Creación
con su hermosura y su misterio, el alma con sus hermo
sas y misteriosas emociones. Hasta podría hablarse de
«poesía en acción», por ejemplo, en una «época de
grandes pasiones... de trastornos, de peligros y de com
bates». (1228) Poesía es todo eso, y poeta es quien lo
descubre y lo hace suyo.
¿Cómo lo hace suyo? Por de pronto, en una segunda
significación de este calificativo, se considera «poético»
un estado de alma muy singular que no deja todavía de
ser interior. La poesía entonces se revela como sentí-
Bécquer o lo inefable soñado 119
miento. ¿Qué hará el así conmovido? «Sigue los movi
mientos de tu corazón», susurra el viento que precede
al gnomo. Y como es ascendente el impulso, hay que
«remontarse a la altura para encontrar amor y sentimien
to». (312) En general, «sentimiento» quiere decir
«amor», ya que el amor «es la suprema ley del universo;
ley misteriosa por la que todo se gobierna y rige, desde
el átomo inanimado hasta la criatura racional». ( 664)
Situado el amor, según esta metafísica, en el centro del
mundo y en el fondo de toda cosa, es él quien guía al
poeta hacia los dos fines superiores: por el camino supra-
terrestre, hacia Dios; por el humano, a la mujer.
«El amor es poesía; y la religión es amor», (666)
porque <<nuestra religión, sobre todo, es un amor tam
bién, es el amor más puro, más hermoso, el único infi
nito que se conoce». (661) Al modo de «aquellas figu
ras, cuyas largas sombras se proyectaban en los muros y
en el pavimento» de San Juan de los Reyes, a Dios es
a quien «se vuelve con los ojos, como a un polo de amor,
el sentimiento del alma». ( 670-671) Y de Dios proceden,
además de «esos mil pensamientos desconocidos» ( 665)
que son ya poesía, todas las artes. Reflexionando sobre
la arquitectura toledana, Bécquer deduce la «influencia
que las creencias religiosas ejercen sobre la imaginación
de los pueblos que crean un nuevo estilo». Por eso, «ni
Roma ni Bizancio tuvieron una arquitectura absoluta
mente original y completa», porque «sólo una nueva
religión puede crear una nueva sociedad, y sólo en ésta
hay poder de imaginación suficiente a concebir un nue
vo arte». (332, 334) En cambio, «el catolicismo se ha
valido de él -del arte- como de un poderoso intér
prete para llegar hasta el fondo del alma por medio de
los sentidos». (P. II, 143) Por lo tanto. Dios, «foco
eterno y ardiente de hermosura», (671) habrá de remo
ver al poeta hasta ese último fondo del alma.
Otro foco existe, otra gran hermosura. «Poesía...
eres tú.» (392) ¿Por qué? «Porque la poesía es el sen
timiento y el sentimiento es la mujer.» En el hombre,
el sentimiento constituye un fenómeno accidental, míen-
120 / Lenguaje insufici^nte
tras en la mujer vive identificado con su organismo De
ahí que la poesía, «facultad de la inteligencia en el hom-
r bre», en la mujer «pudiera decirse que es un instinto».
, Habrá, pues, de feminizarse hasta cierto punto y entrar
en contacto con ese . arranque instintivo la inteligencia
del poeta verdadero. _A pesar de todo, la poesía será
siempre «en el hombre una cualidad del espíritu». «En
la mujer, por el contrario... está como encarnada en su
ser»; ella misma es «el verbo poético hecho carne»,
manifestado por esos fenómenos inexplicables que modi
fican el alma. ¿Y cómo ponderar «todo este tesoro ina
gotable de sentimiento» si está aliado a la hermosura?
(656, 657, 665, 666) «Mientras exista una mujer her
mosa -Habrá poesía.» O dicho de un modo más inte
lectual: «Yo... creo de todas veras que una mujer civi
liza tanto como un libro.» (1247) Esta convicción
permanecerá inalterable en Bécquer; «la silueta de una
mujer que se destaca ligera y graciosa sobre la sábana
de espuma del mar y el dilatado horizonte del cielo
-escribe el último año de su vida- ¿qué sentimientos
no despierta?, ¿cuánta poesía no tiene?» (706) Mujer,
sentimiento, poesía: es la trinidad esencial -hasta ahora.
III
Así va determinándose el «estado poético» del alma.
Si la emoción es bastante aguda, suele despertar asocia
ciones de ideas. Con tanta rapidez se deslizan que casi
no son ideas, esbozadas entre imágenes y apuntes muy
vagos. Una tarde, en la vega de Toledo, ante unas rui
nas, asaltan a Bécquer «mil y mil pensamientos», atrope
llándose unos a otros, confundiéndose y deshaciéndose.
(750) También en Toledo, abandonando el dibujo de
un caserón, se apoya en la pared para entregarse «por
completo a los sueños de la imaginación», es decir, a
«muchas cosas revueltas», «de esas que después de pen
sadas no pueden recordarse». (165) Otro día es ante
una cruz -la cruz del diablo en Bellver- donde al
Bécquer o lo inefable soñado 121
viajero se le agolpa «un mundo de ideas», «de ideas
ligerísimas». ( 132) Otra vez se encuentra en la colegia
ta de Roncesvalles, y al ver pasar a un religioso con
aquella capa oscura de cruz verde, se levantan en su
memoria «no sé qué recuerdos confusos de siglos y de
gentes», la tradición le rodea en aquel recinto como una
atmósfera, y respirándola siente un comienzo de embria
guez en el alma, «cada vez más dispuesta a sentir sin
razonar, a creer sin discutir». (697, 698)
Este mundo de ideas ligerísimas no puede llamarse
caos. Un «hilo de luz» lo atraviesa, ilumina y sostiene.
Con gustosa reiteración recurre Bécquer a esta metáfora.
El hilo de luz puede tenderse desde el paisaje -«la
profunda soledad de aquellos lugares, el alto silencio
de la naciente noche»- al sujeto -«la vaga melanco
lía de mi espíritu»-. (132) Otras veces es el divagador
quien reúne sus fantasías en la mente «por medio de
una serie de ideas como un hilo de luz», y luchando
con la oscuridad y la confusión, a «los puntos más dis
tantes... los relaciona entre sí de un modo maravilloso».
(154, 175).
En estos estados prepoéticos surgen con las emocio
nes las imágenes. El soñador -aún no el poeta- siente,
ve. No son, por supuesto, fenómenos desligados. Visión
y sentimiento nacen fundidos. Una nota común poseen:
su índole irracional. Entonces no se piensa. Bécquer ha
percibido claramente la singularidad de una situación que
bien puede ser calificada de trance: especie de profano
éxtasis estético. Ninguno más significativo que el anali
zado, y muy bien, en la tercera de las cartas escritas
Desde mi celda, en la celda de aquel monasterio de Ara
gón, Veruela, entregado a la soledad y a los soliloquios
de un contemplativo paseante. El azar de una excursión
le conduce a un minúsculo camposanto de aldea. Entre
«cuatro lienzos de tapia humilde» se extiende un terreno
invadido por la vegetación silvestre: algunas espigas,
amapolas, margaritas, «dragoncillos corales», «estrellas
de cinco rayos» amarillos, otras florecillas. El visitante
atiende también a mariposas, abejas, pardillos, una lagar-
122 Lenguaje insuficiente
tija ... Después de registrarlo todo, pormenor y conjun
to -nos cuenta Bécquer- «me senté en un pedrusco,
lleno de esa emoción sin ideas que experimentamos
siempre que una cosa cualquiera nos impresiona profun
damente, y parece que nos sobrecoge por su novedad y
hermosura.» Retengamos la fórmula: «emoción sin
ideas». Bécquer lo expliq1: «En esos instantes rapidísi
mos en que la sensación fecunda la inteligencia, y allá en
el fondo del cerebro tiene lugar la misteriosa concepción
de los pensamientos que han de surgir algún día evoca
dos por la memoria, nada se piensa, nada se razona, los
sentidos todos parecen ocupados en recibir y guardar la
impresión que analizarán más tarde.» He ahí el trance,
llamado por el poeta «sopor». «Sintiendo aún las vibra
ciones de esta primera sacudida del alma, que la sumer
ge en un agradable sopor, estuve, pues, un largo espacio
de tiempo ...» (504, 505)
Esta disposición extática, de gran valía sin duda en
la historia de la sensibilidad española, se desenvuelve
acorde a un bien delineado proceso. Ante todo sobre
viene la sensación, o de un modo más general, la impre
sión muy honda que se define como «emoción sin ideas».
El sujeto se aviene a ser «fecundado» en actitud pasiva,
y ya se advierte que esta pasividad no exige más auxilio
que el necesario para mantener tan pasiva recepción sin
impuras intrusiones intelectuales. No se razona. La
pureza de esta crisis estriba en este sometimiento al in
flujo de la sensación. Y la sensación se dirige, por de
pronto, a la memoria. Allí se acomoda -sin más. El
emocionado se da cuenta de que está preparándose el
recuerdo. Se columbra el valor de aquella realidad actual,
y no será menester para distinguirlo situar aquella tarde
de camposanto en una lejanía de tiempo. El presente ga
rantiza, pues, ese futuro en que aparecerá como preté
rito nostálgicamente resucitado. Obsérvese otro aspecto
de esta trayectoria. Mientras está operando la sensación,
ya sabe ella adónde se encamina. Sin perderse en oscuros
descarríos, y cuando se refugia en la memoria, busca la
inteligencia. ¿Para resolver todo el movimiento irracio-
Bécquer o lo inefable soñado 123
nal en un desenlace racional? «Inteligencia» debe de sig
nificar para Bécquer «conciencia poética»; ella se esfor
zará por reducir a formas expresivas -o sea, inteligi
bles- aquel tesoro de sensaciones. Sensaciones puras,
sensaciones intactas que, a su manera, humildemente,
trasmiten una revelación. De ahí el gozo extático, el
«agradable sopor», fuera de la vida superficial y conven
cional, abrazada el alma al verdadero mundo, a esas «ar
terias» por donde circula el «flúido» de la Creación. (312)
Bécquer no sueña sólo dormido y de noche. Conviene
subrayar que para este andaluz el contacto inmediato con
las cosas, en plena vigilia, era también principio de acla
ración trascendente.
Existe una afinidad parcial, pero no ligera, entre
nuestro Bécquer y otro extático de la sensación: el que,
por fin, halló su tiempo perdido. Proust parte de sen
saciones que provocan un recuerdo involuntario. Recuer
do que resucita, sin intromisión de la inteligencia, aquel
instante ya vivido. No hay por qué escudriñar aquí ese
proceso que Proust y sus comentaristas han dilucidado
con tanta precisión. Nos atañe sólo anotar que en Béc-
quer y en Proust ciertas privilegiadas sensaciones abocan
a un éxtasis. ¿Extasis? Es el vocablo propio. Sí, se
accede a un absoluto: realidad trascendente, círculo es
piritual, auténtica vida. Proust queda inmerso en un
instante del pasado porque la sensación funciona como
recuerdo. También confiado a la «emoción sin ideas»,
Bécquer aguarda que el presente se trasforme en pasado
cuando la memoria lo llame. El sentido del orden sobre
natural es más firme en Bécquer, alma religiosa, tan a
gusto entre los sueños y los espíritus. En Proust, el
descubrimiento objetivo procurado por la memoria invo
luntaria no revela más que los instantes vividos según
fueron vividos dentro de la mónada que es cada hom
bre: radical subjetivismo del extremo siglo xrx. La
madeleine no resucita más Cambray que las imágenes de
Cambray reflejadas por el espíritu del narrador, ahora
identificado con aquella niñez, de súbito viviente gracias
124 Lenguaje insuficiente
al sabor de la madeleine. Tan mínimo suceso basta para
que Proust se eleve hasta una cima intemporal y goce
con la embriaguez de lo absoluto, más allá de la muerte.
Muy lejos se nos aparece San Juan de la Cruz, tan em
peñado en rechazar todo lo concreto para alzarse hasta
la absoluta verdad. Bécquer ya emplea esa comunicación
con algo concreto -una determinada tarde, un deter
minado camposanto, aquel pueblecillo de Aragón- como
recurso para entrar «más adentro en la espesura». Luego
se levantarán, cuando se hayan extinguido «las vibracio
nes de esta primera sacudida del alma» -el sopor extá
tico- las denominadas por Bécquer «ideas relativas»,
(506) en contraste con la precedente revelación espiri
tual. Espiritual, pero no racional. Sin embargo, la
conciencia cerrará el proceso -como en Proust- y la
memoria habrá de recordar asistida por la imaginación.
Será ya la génesis del poema o, más exactamente, del
«estado» que debe llevar a la expresión: la expresión de
un mundo revelado, recordado y soñado.
IV
La poesía, limitada aún a ese estado interior del sen
timiento, ¿no será más que una efusión sentimental?
Bécquer ha ido más lejos, ha profundizado mucho más.
Complaciéndose en el tono paradójico de la frase, y
disconforme con un lugar común de su época, afirma:
«cuando siento, no escribo». (658) O sea: cuando se
dispone a escribir, el sentimiento ya no subsiste en él
con aquella actualidad originaria. El acto de escribir es
posterior a la vida que evoca aquella escritura. El escri
tor recuerda, y si la memoria es la cuna de la poesía,
los materiales vividos reaparecerán serenados por el
recuerdo. Bécquer se muestra fiel a la mejor tradición
del siglo XIX. Opinaba Friedrich Schlegel que «cuando el
artista se encuentra bajo el poder de la imaginación y
del entusiasmo, no está en las debidas condiciones para
comunicar lo que tiene que decir... En esa situación
Bécquer o lo inefable soñado 125
desearía decirlo todo. Quien cae en tentación semejante
no acierta a reconocer el valor y el mérito de la auto-
contención». A este dominio del artista, señor de sus
emociones y ocurrencias, alude Achim van Arnim cuan
do s0stiene que «ningún poeta ha hecho obra perenne ...
bajo el imperio de la pasión». Concluida la pasión, será
posible reflejar lo que fue. Novalis, el angélico Novalis,
por excelencia el inspirado, es muy terminante en esta
cuestión. «Nunca podrá ser demasiado frío y consciente
el poeta joven. Un estilo verdaderamente poético y mu
sical exige calma y concentración. Cuando una tempes
tad agita el corazón del poeta, atónito y confuso, no
surge más que un maremágnum sin sentido.» Por eso
Bécquer no escribirá sino sintiéndose «puro, tranquilo,
sereno». Nadie dejará de pensar aquí en la frase de
Wordsworth. Bécquer guarda, pues, en su memoria las
«ligeras y ardientes hijas de la sensación... hasta el
instante en que, puro, tranquilo, sereno y revestido, por
decirlo así, de un poder sobrenatural. mi espíritu las
evoca... y cruzan otra vez a mis ojos como en una visión
luminosa y magnífica». En este párrafo resplandece una
de las más lúcidas explicaciones dadas por un artista
español. «Entonces -añade Bécquer- no siento ya con
los nervios que se agitan, con el pecho que se oprime,
con la parte orgánica y material que se conmueve al
rudo choque de las sensaciones producidas por la pasión
y los afectos.» (658)
La poesía nace sobre la memoria. Desde allí, tras
formada la vida en visión, es decir, en contemplación,
alguien la evoca. Pero no es ya el mismo que sufriera
o gozara. Ya no siente con los nervios agitados ni con el
pecho oprimido. Ya está -reténganse estas tres carac
terísticas- «puro, tranquilo, sereno», ya es poeta. Aho
ra bien, ¿serán sólo poetas «algunos seres» a quienes
«les es dado el guardar. . . la memoria viva de lo que han
sentido»? ( 658-659) ¿ Quedará el escritor vuelto hacia su
pasado como si fuera su objeto único? El espíritu está
ya «puro, tranquilo, sereno» y -no lo olvidemos- «re
vestido, por decirlo así, de un poder sobrenatural». En
126 Lenguaje insuficiente
esta experiencia sometida a contemplación, trasfigurada
en visión, nace algo nuevo. Nada menos que un poder
sobrenatural aparece dominando. Ante la sorpresa del
propio vidente desfilan unas imágenes que no se reducen
a simple recuerdo. Esta visión la está soñando el poeta,
y soñar es crear ese «mundo de visiones» que «vive
fuera o va dentro de nosotros». ( 427) Tales son los ínti
mos enlaces entre lo soñado y lo real. Poesía, pues, como
sueño: «si tú supieras qué diáfanas, qué ligeras, qué im
palpables son las gasas de oro que flotan en la imagi
nación al envolver esas misteriosas figuras que crea».
( 660) La imaginación crea más allá de la memoria. El
poeta será, por lo tanto, el soñador, y doblemente: porque
sueña despierto, y en ese duermevela vigilante reside su
función propia, y porque sueña dormido, y el mundo así
representado favorece al otro, sirviéndole de referencia
continua y modelo sumo.
A Bécquer le encantaría «ser rey, señor de señores»
como el caudillo de las manos rojas, cuyo señorío con
siste en «ver cmzar ante los ojos, como las visiones de
un sueño, las perlas, el oro, los placeres y la alegría».
(66) El espectáculo de la realidad se le presenta en mu
chas ocasiones como «visión de un sueño», palabras que
se complace en repetir. La procesión del Viernes Santo
en Toledo, «semejante a la visión del sueño, flota entre
el mundo real y el imaginario». (1152) En torno al
mago de Trasmoz, «todo semejaba cosa de ilusión o en
sueño». (563) Hasta la obra monumental le causa estas
impresiones: «La arquitectura árabe parece la hija del
sueño de un creyente dormido después de una batalla
a la sombra de una palmera.» (334) A veces, el sueño
implica una evasión: aquel músico del Miserere «creía
estar fuera del mundo real, vivir en esa región fantás
tica del sueño en que todas las cosas se revisten de for
mas extrañas y fenomenales». ( 324) El sueño sirve, en
definitiva, de máxima comparación. En algún requiebro
tenía fatalmente que entrar. «Y esa mujer -pondera
Manrique- que es hermosa como el más hermoso de
mis sueños de adolescente ...» (127) Bécquer también
Bécquer o lo inefable soñado 127
V
¿Y qué hará el soñador con las creaciones que se
multiplican y pululan sin cesar por «los tenebrosos rin
cones» del cerebro? (3 ). ¿Puede pasar a claridad un
fondo tan nocturno? Ni al despertarse hay medio de
referir «con toda su inexplicable vaguedad y poesía» lo
que se ha soñado. (660) Los fantasmas quieren salir a
la luz y alcanzar un modo de existencia en el lenguaje.
«Necesario es abrir paso a las aguas profundas, que
acabarán por romper el dique. .. » ( 4) El ciclo de la vida
más honda ha de llegar a su postrera etapa: la expresión.
«No quiero que en mis noches sin sueño volváis a pasar
por delante de mis ojos en extravagante procesión, pi
diéndome con gestos y contorsiones que os saque a la
vida de la realidad del limbo en que vivís, semejantes
a fantasmas sin consistencia.» (5) Fantasmas, pues, «in
cerca d'autore», a quienes no contentaría el simple re
cuerdo; sólo en la expresión encontrarán sentido y des
canso.
Y ahora surge el gran problema. «¿Cómo la palabra
-se pregunta Bécquer en las Cartas literarias a una mu-
Bécquer o lo inefable soñado 131
jer- cómo un idioma grosero y mezquino, insuficiente
a veces para expresar las necesidades de la materia, po
drá servir de digno intérprete entre dos almas?» Inme
diatamente responde: «Imposible.» (660) El lenguaje es
grosero, pobre, mezquino. Bécquer no tiene confianza en
las palabras, que sólo serán «como la estela nebulosa que
señala el paso de un desconocido cometa, como los átomos
dispersos de un mundo en embrión ...» (5). El embrión
infinitamente complejo -—e informe— del alma. Años
después, en la Introducción, afronta el mismo conflicto.
El querría cincelar la frase como un vaso de oro. «Mas
es imposible.» ( 4, 5) Si todo gira en torno a lo soñado,
será imposible expresar lo soñado con palabras. De donde
se deduce que intuición y expresión representan dos
distintos momentos inequivalentes que no logran nunca
identificarse. ¿Por qué? Porque el sueño es muy dife
rente de la palabra y, sobre todo, mucho más rico que
la palabra. Consecuencia: el sueño va hacia la poesía
tropezando en el estorbo de la palabra.
Este último aserto se opone a una tradición esen
cial. Poesía es palabra en plenitud, y sin esta plenitud
¿qué hará el poeta si no concibe, si no siente más que
a través de las palabras, acertando a extraer una parte
de su quintaesenciada energía potencial? Pues Bécg_uer,
visionario, soñador, espíritu puro, no se fía de las pala
bras. Ha soñado, y su sueño es inefable. «Pero, ¡ay!
que entre el mundo de la idea y el de la forma existe
un abismo que sólo puede salvar la palabra; y la pala
bra, tímida y perezosa, se niega a secundar sus esfuer
zos.» ( 4) Es lo que le ocurre a Manrique, enamorado
del rayo de luna: «porque Manrique era poeta, tanto
que nunca le habían satisfecho las formas en que pudie
ra encerrar sus pensamientos, y nunca los había ence
rrado al escribirlos». ( 118) Sólo una criatura imaginaria
sería capaz, gracias a su creador caprichoso, de conse
guir la forma requerida. Maese Pérez, en su órgano, una
noche única, se eleva hasta los «cantos que percibe el
espíritu y no los puede repetir el labio ... ignota música
del cielo que sólo la imaginación comprende», (34) aná-
132 Lenguaje insuficiente
loga al Miserere, «que no puede explicarse ni apenas
concebirse». (324)
El propio autor, en cambio, declara su impotencia
como el sucesor de maese Pérez en Santa Inés. (35) Es
«la vaguedad sin nombre», que le envuelve ante el pano
rama de To ledo, ( 7 4 9) ante uno de sus palacios. ( 164,
165) A menudo piensa algo que no puede recordar, y
«aunque lo recordase, no encontraría palabras para de
cirlo». (360) Pero la remembranza muy vivaz de la
mujer de piedra, que tanto le impresionó, tampoco se
resuelve en «términos comprensibles». La mujer de pie
dra, en su rincón solitario, formaba «un conjunto inex
plicable». (365, 366) Cuando el conjunto abarca todo
un ambiente aumenta la dificultad: lo mismo, por ejem
plo, en la plaza del mercado de Tarazana que en el
Retiro o la pradera de San Isidro de Madrid, o en la
feria de Sevilla. El mundo físico puede ser tan inefable
como el inmaterial, y para la pintura también. «Adonde
no alcanza, pues, ni la paleta del pintor... ¿cómo podrá
llegar mi pluma, sin más medios que la palabra, tan
pobre, tan insuficiente?» Con ella no se produce «el
efecto» de línea, claroscuro, luz, color, movimiento, vida.
(527) Bécquer ha de resignarse a no saber describir la
plaza del mercado de Tarazana y su «efecto de conjun
to» (528) tanto como a no saber representar la aparición
de la Virgen a don Pedro Atarés, aunque haya visto la
plaza muy claramente, y se figure la aparición con todos
sus esplendores. (592) Además, «la hora en que se ve
la luz que recibe o el horizonte sobre que se dibuja
modifican hasta tal punto las apariencias de un mismo
objeto que sería difícil fijar su verdadero carácter ais
lándolo del fondo que lo rodea o contemplándolo desde
otro punto de vista del que le conviene». ( 1206)
¿Y cómo interpretar el lenguaje de «los invisibles
espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano
en el inmortal espíritu del hombre»? ( 46) Bécquer goza
de la ventura y desventura de Manrique: «En las nubes,
en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de
las peñas, imaginaba percibir formas o escuchar sonidos
Bécquer o lo inefable soñado 133
misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras
ininteligibles que no podía comprender.» (119) Allá, en
el fondo de una intuición, lo visto, lo sentido, lo soñado
resisten, inefables. Claro que el sueño es quien ofrece
mayor resistencia al idioma. Para encarecer la fragilidad
de «esos fantasmas ligerísimos, fenómenos inexplicables
de la inspiración>>, (75) de «esas fantasías ligeras y, por
decirlo así, impalpables», ( 153) recurre dos veces el es
critor al símil de la mariposa que huye dejando entre las
manos el polvo de oro de sus alas.
Este conflicto entre inspiración y lenguaje implica
otro paralelo entre inspiración y razón. Es el tema de
la rima III. (376, 378) De un lado, la inspiración, pre
sentada como sacudimiento y murmullo, con sus siluetas
deformes y sus paisajes a través de un tul; más todavía,
como una actividad nerviosa, una locura, una embria
guez. Es la inspiración independiente de la razón, y que
por eso no tiene sentido ni ritmo. Por otro lado, la
razón. El orden y la luz triunfan con ella, rienda de oro
para frenar, mano inteligente que construye, cincel por
fin y ritmo, universo de átomos sostenidos por una atrac
ción recóndita. Pero el orden, la luz y el ritmo son
esencialmente posteriores al sacudimiento, al murmullo
y a la embriaguez. La mano, con su cincel y su rienda,
no se aplica sino a un previo material informe.
Bécquer necesita -según las justas imágenes de Ra
fael Alberti- escaparse de la niebla, ser huésped de la
luz, huir de los fantasmas o, mejor, llegar «a palpar, a
coger con la mano, a concretar» esos fantasmas de su
niebla. Pero ¿cómo? A Bécquer no ha dejado nunca de
atormentarle este drama, variante dolorosa de la capi
tal contradicción: el espíritu y la materia. Con el espíri
tu van los sentimientos, los sueños, las intuiciones. So
bre la materia se edifican la máquina racional, el aparato
del lenguaje lógico, el artilugio del arte. Esta contradic
ción, mil veces ilustre, motivo de inquietud para tantos,
la hace suya Bécquer con todo su ser. Admirablemente
la analiza Joaquín Casalduero: «Necesidad interior de
aniquilar la materia, de huir de la realidad, pero al
134 Lenguaje insuficiente
mismo tiempo necesidad de una forma, de una realidad
para poder satisfacer la exigencia del ser. Hay que ex
presar la poesía, hay que crear el poema; la poesía está
ahí, reclamando la vida, la forma, queriendo dejar de
ser germen y verse florecer. He indicado antes la sen
sación de movimiento, de ligereza, de inmaterialidad que
produce la poesía de Bécquer gracias a ese impulso de
confundirse y ser uno con el espíritu. Ahora, cuando
Bécquer sorprende esa ansia de ser, sentimos lo primi
genio de la vida, porque nos detiene en esa línea fasci
nante que separa el ser del no ser, el dormir del desper
tar -porque todo lo que duerme quiere despertar.
Bécquer capta este momento en que una lágrima está
pronta a resbalar, una frase al punto de decirse, y lo
mismo respecto a la poesía. Todo es reposo, un salón,
un arpa cubierta de polvo y silenciosa, en las cuerdas
las notas dormidas, pero estas notas duermen en las
cuerdas como el pájaro duerme en las ramas; la poesía
está dispuesta, pronta a volar al contacto más leve.»
Aquí se llama poesía al ambito prepoético, que en rigor
se limita aún a ser «contenido», contenido vital. Sólo
habrá poesía cuando el espíritu sea forma, plenitud de
palabras. De lo inefable, por supuesto, no puede hablar
sino el autor. Al lector no le concierne más que el texto,
incompatible con cualquier escrutinio comparativo entre
la prepoesía de la Creación y esta segunda creación que
es el poema. Bécquer es, en suma, uno de los que se dan
cuenta de esos «fenómenos incomprensibles de nuestra
naturaleza misteriosa que el hombre no puede ni aun
concebir». (52) Fenómenos de la vida interior no sólo
indecibles sino inconcebibles, a semejanza de la natura
leza universal, en posesión de un «incomprensible len
guaje» (355) que el poeta se afana por traducir.
VI
Entonces ¿cómo será el poema? Asegura el primer
verso de las rimas: «Yo sé un himno ...» Son los senti
mientos y los sueños del alma. «Yo quisiera escribirlo...
Bécquer o lo inefable soñado 135
-Con palabras que fuesen a un tiempo -Suspiros y
risas, colores y notas», en un lenguaje no exclusivamen
te lógico, racional, lenguaje que adquiriese los valores
aliados a lo inefable: la pasión, el color y la música.
Sería preciso, por lo tanto, domar «el rebelde, mezquino
idioma». «Pero, en vano es luchar: que no hay cifra
-Capaz de encerrarlo ... » El poeta, a pesar de todo,
lucha por trasportar la palabra más allá de la lógica, de
acuerdo con el impulso de la palabra misma. ¿Cuáles
serán estas nuevas cualidades según Bécquer? En el pró
logo de La Soledad escribe: «Hay una poesía magnífica
y sonora ... que se engalana con todas las pompas de la
lengua, que se mueve con una cadenciosa majestad.»
( 675) Nuestro andaluz, apartado de la escuela sevillana,
no se complace ni en la magnificencia, ni en la sonoridad
ni en la pompa. Más aún: «Bécquer -observa Luis
Cernuda- sentía oscuramente lo que le alejaba de la
mayoría de los poetas españoles.» Refiriéndose a ese
estilo altisonante agrega Bécquer: «es la poesía de todo
el mundo». (676)
Pero hay otra poesía: «Hay otra, natural, breve,
seca, que brota del alma como una chispa eléctrica, que
hiere el sentimiento con una palabra y huye, y desnuda
de artificio, desembarazada dentro de una forma libre,
despierta, con una que las toca, las mil ideas que duer
men en el océano sin fondo de la fantasía.» (675) ¡Ca
pital declaración! Nadie mejor que Dámaso Alonso ha
puesto de relieve su trascendencia: «Lo esencial en las
palabras de Bécquer es la distinción entre la poesía pom
posa, adornada, desarrollada, y la poesía breve, desnuda,
desembarazada en una forma libre, que roza un mo
mento y huye, y se quedan las cuerdas vibrando con un
zumbido armonioso. Toda nuestra poesía -no popular-
anterior a Bécquer. .. pertenecía al primer tipo, y el
gran hallazgo, el gran regalo del autor de las Rimas a la
poesía española consiste en el descubrimiento de esta
nueva manera, que con sólo un roce de ala despierta un
acorde en lo más entrañado del corazón, y la voz ya ex
tinguida le deja -dulce diapasón conmovido- lleno de
136 Lenguaje insuficiente
resonancia.» Si la emoc1on y el fantasma son inefables,
sólo será posible sugerir más que expresar directamente.
Poesía, pues, de lo espiritual indefinible como vaga su
gestión más que como estricta comunicación. Al voca
blo, en toda su eficacia irradiante y musical, responderá
la colaboración del lector. El poeta no atina a describir
nos unos ojos verdes, y los compara a las gotas de lluvia
sobre las hojas de los árboles en el verano, tras una
tormenta. «De todos modos -añade- cuento con la
imaginación de mis lectores...» (41)
Por otra parte, «las obras de la imaginación tienen
siempre algún punto de contacto con la realidad». (369)
Pero en seguida, no bien se haya tocado el santo suelo,
hay que apartarse y guardar las distancias. Andando por
una sierra -Bécquer por el Moncayo- se columbran
en la lejanía pueblecitos muy pintorescos; vistos a la
llegada, muchas veces desdicen de su apariencia, y «la
poesía se convierte en prosa». (503) Poesía de ningún
modo incompatible con la realidad si la realidad se so
mete a las condiciones de la distancia: esa distancia
imaginativa que no logra establecer, por ejemplo, el arte
recientísimo de la fotografía. Según Bécquer y la opinión
de su época, faltaba a la fotografía «ese tacto para dejar
o tomar aquello que más conviene al carácter de la cosa,
ese misterioso espíritu, en fin, que domina en la obra
del artista, la cual no siempre hace aparecer el objeto
tal cual realmente es, sino como se presenta a la ima
ginación...» (1188, 1189) Sólo así llegará a producirse
un resultado muy peculiar, aunque indefinido, que nos
obliga a reconocer: «por aquí ha pasado la inspiración».
(705)
Bécquer define en general e intenta en su obra la
poesía del amor inefable: algo que, en un principio, fue
sentimiento se convierte en recuerdo, después en sueño
y por último en verso, en palabra de sugestión. Si Béc-
quer parece a primera vista un rezagado, ahora se nos
revela un precursor del movimiento moderno. No había
de incurrir él ni en la espontaneidad irresponsable ni en
el rigor sin ardor. Hay una ruta del todo intuitiva, irracio-
Bécquer o lo inefable soñado 137
nal hasta el absurdo, hostil a cualquier toque o retoque de
la conciencia. Hay otra ruta sometida al cálculo intelectual
y a la abstracción severísima. ¿Qué rumbo elige Bécquer?
La rima III propone una alianza: la tal vez casi quimé
rica y por eso más tentadora alianza de inspiración y
razón. (376, 378) Una literatura así concebida «habla a
un mismo tiempo a la inteligencia que al sentimiento,
y de la dulce armonía que forman al combinarse las dos
cuerdas, que vibran a la vez en el corazón y en la cabe
za de los espectadores, resulta ese placer profundo, tran
quilo e indefinible que producen las verdaderas obras
de arte». ( 1243, 1244) Placer profundo, tranquilo e
indefinible que corresponde al instante «puro, tranqui
lo, sereno» de la concepción. «Yo soy el invisible -Ani
llo que sujeta -El mundo de la forma -Al mundo de
la idea.» (382) Esta imagen del anillo significa unión.
Pero unión entre dos puntos que se descubren sucesivos
y en hiato, causa del malestar que perturba al poeta,
consciente del momento inefable. No importa. Es un
ideal de perfección: gracia y tino, centella alumbrada en
lo oscuro y maestría que sabe captar esa centella, a un
tiempo luminosa y misteriosa. No, no quedará anulada
por el principio de contradicción esta poesía del alma,
aunque no haya voz que la exprese con ajuste absoluto.
El sentimiento se eleva a recuerdo, el recuerdo se eleva
a sueño y alcanza, por último, su forma verbal, para
siempre forma a pesar de todo -con su fuerza de suges
tión. Ahí está, ejemplo logrado, la poesía de Bécquer.
Sin embargo, estos poetas de gran vida interior, reli
giosos y profanos -en España, San Juan de la Cruz,
Gustavo Adolfo Bécquer- nos enseñan a ser modestos,
a percatarnos de nuestros límites. Algo se nos escapa
en nuestras emociones, algo incasable con signos lógicos,
racionalmente articulados. En esa frontera de inadecua
ción entre el alma y la palabra se detienen muchos. Muy
conmovidos, no saben qué decir. Pese a tantas dificulta
des, el poeta quizá descontento acaba por entregarnos,
sumo dicente, la victoriosa expresión.
138 Lenguaje insuficiente
VII
Los elementos más importantes de la obra becque-
riana -menos uno, el amoroso, importantísimo- están
representados en las cartas escritas Desde mi celda. Nos
place figurarnos a Bécquer, el año 1864, en el monaste
rio de Veruela, retiro ideal para el poeta del siglo x1x.
Entre l'Abbayc-aux-Bois, de Chateaubriand y la torre de
Muzot, de Rilke, será difícil hallar una decoración más
bella de artista. No es suntuosa como el palacio de
Byron o de Browning en Venecia. No reúne los com
ponentes pintorescos acumulados en la Valdemosa de
Chapín y Gcorgc Sand. Aquel monasterio del siglo xn,
entonces sin frailes, frente a la gran montaña de Aragón,
el Moncayo, permite a Bécquer vivir conforme a su
destino, según las más discretas armonías: lugar histó
rico, monumento artístico, evocación del pasado, paisa
je, y paisaje montañés del Norte, tradiciones populares,
costumbres típicas de aldeas. Y todo ello envuelto en
soledad, una soledad de claustro gótico, de alamedas
umbrías, de caminos que no lo son mucho. Bécquer
sueña y pasea, durante las horas más libres, al azar de
la más ociosa divagación. De aquella indolencia irá sa
liendo todo: observaciones, impresiones, meditaciones,
leyendas, suefios. Y, como contraste, será consignado
todo en artículos, porque este poeta no es, por ejemplo,
profesor -como algunos de sus sucesores- sino perio
dista. Bécquet lleva una larga capa, un sombrero de alas
amplísimas, y así vestido permanece en alguna ocasión
bajo el ramaje de un gran árbol; así le vemos en los
dibujos de Valeriana, el hermano pintor.
«Cuando sopla el cierzo, cae la nieve o azota la llu
via los vidrios del balcón de mi celda, corro a buscar
la claridad rojiza y alegre de la llama, y allí teniendo a
mis pies el perro, que se enrosca junto a la lumbre,
viendo brillar en el oscuro fondo de la cocina las mil
chispas de oro con que se abrillantan las cacerolas y
los trastos de la espetera, al reflejo del fuego, ¡cuántas
Bécquer o lo inefable soñado 139
veces he interrumpido la lectura de una escena de La
Tempestad de Shakespeare o del Caín de Byron para
oír el ruido del agua, que hierve a borbotones, coronán
dose de espuma y levantando con sus penachos de vapor
azul y ligero la tapadera de metal que golpea los bordes
de la vasija!» (470, 471) Imaginad a Bécquer acogido
a esa cocina aldeana con sus ingredientes de bodegón
como en un Zurbarán o un Velázquez juvenil, ilumina
dos por el fuego. No olvidéis la compañía del agua que
hierve y su vapor azul. El poeta huye del frío y se con
sagra a las grandes lecturas. De los retraimientos en
celdas o de las exploraciones por ambientes históricos
y silvestres nace este continuo soñar despierto, medio
despierto o dormido. Y la obra irá alternando narracio
nes legendarias en prosa -alguna vez poema en prosa-
y muy breves condensaciones líricas: «marchen» como
los alemanes de la primera mitad de la centuria, o ba
ladas al estilo de aquella poesía sentimental de la época
isabelina, cuyas afinidades germánicas -y andaluzas-
son evidentes. El caudal central va matizado por estas
afinidades generales más que por las influencias de por
menor, tan difíciles de establecer y, en definitiva, muy
secundarias. Dentro de esa atmósfera, durante las décadas
del 50 y el 60, se difunde un tono que ya insinúan varias
voces prebecquerianas. Ese tono cristaliza en nuestro
Gustavo Adolfo Bécquer, a la sombra de la fatalidad de
sus tres nombres.
Junto al Bécquer bonito y muy popular -con sus
lágrimas frágiles- se disimula un poeta muy puro. Ex
celente lección: casi nunca se aislan los elementos mejo
res, mezclados a otros inferiores. La pureza es cosa o
calidad del delo. Bécquer no es culpable de «angelismo»,
y galán con aire triste y capa, ha compuesto una poesía
tan breve como intensa, donde la frase adquiere una
levedad de alma, visible a través de una forma que pare
ce vaporosa: a tal extremo es radiante la materia de
aquellos vocablos conductores de visión en la luz. El
profesor Edmund King ha mostrado la capital impor
tancia de la luz en la visión de Bécquer: la luz «es el
140 Lenguaje insuficiente
aspecto de la realidad que corresponde más de cerca a
lo que él ve en su propia alma». No hay duda: «el ideal
es la luz.» Esta visión revela un mundo trascendente.
Y el Espíritu va manifestándose a través de mil espíritus
que agitan los sueños, las noches, los lagos, las monta
ñas: temblor espiritual a manera de irisación del rayo
luminoso por el bosque, por el río. Y los nervios o las
cuerdas del arpa vibran.
Aún sin abandonar los modos sentimentales, evocan
do a la amada, Bécquer nos cuenta: «Te vi un punto ... »
Es la rima XIV. (388, 389) Alude a Ella, o mejor dicho,
a sus ojos. El tema no puede ser más propicio a vulga
res asociaciones. ¿Qué va a hacer el poeta? ¿Un madri
gal, un rosario de comparaciones galantes? Esos ojos
terminarán por ser una especie de fuegos fatuos. Y no
por medio de una metáfora. Estamos en plena operación
visionaria. Ahora no se distingue el resto del rostro ni
siquiera la figura más o menos vaga de la mujer. Los
ojos a solas, ya independientes, quedan flotando «como
la mancha oscura, orlada en fuego -que flota y Ciega
si se mira al sol». Ojos sombríos y fervientes, que diri
gen su mirada al poeta, obseso. Todo ocurre en ese
ángulo de habitación donde tanto le complace soñar a
Bécquer. Desde ese rincón oscuro de la alcoba él ve
lucir «desasidos» los ojos. Y cuando duerme, también
los contempla: entonces «se ciernen -de par en par
abiertos» sobre el soñador. Ojos que arrastran al poeta
con un poderío irresistible como los fuegos fatuos. Son
ellos quienes «llevan el caminante a perecer». No se
equiparan dos cuerpos, sí sus acciones. Por eso estos ojos
ejercen una influencia arrebatadora, a un tiempo fatali
dad y enigma. «A lo largo del poema -dice bien don
José Pedro Díaz- se ha ido del mundo al sueño, y ese
sueño ha configurado otro mundo trascendente, con le
yes de destino, con órbitas en las que se siente inscripto
el poeta.» Gran nocturno, en suma; y esos ojos están
de veras desasidos, vivientes, y alucinan, magnéticos,
gracias a un total acto de creación. «El poder seductor
de lo inefable bajo forma de luz --concluye Edmud
Bécquer o lo inefable soñado 141
King- es tanto la sustancia como la controlling image
del poema.»
Te vi un punto, y flotando ante mis ojos
la imagen de tus ojos se quedó,
como la mancha oscura orlada en fuego,
que flota y ciega si se mira al sol.
Adondequiera que la vista fijo
torno a ver sus pupilas llamear;
mas no te encuentro a ti, que es tu mirada:
unos ojos, los tuyos nada más.
De mi alcoba en el ángulo los miro
desasidos, fantásticos lucir;
cuando duermo los siento que se ciernen
de par en par abiertos sobre mí.
Yo sé que hay fuegos fatuos, que en la noche
llevan al caminante a perecer;
yo me siento arrastrado por tus ojos;
pero adónde me arrastran, no lo sé.
El poeta es ya un silfo, una exhalación que vaga,
ronda, incorpóreo, invisible, por el universo. «En mar
sin playas, onda sonante, -en el vado, cometa erran
te...» (389) El poeta alcanza su propio centro: el centro
universal. «Yo soy la ignota escala -que el cielo une
a la tierra... -Yo, en fin, soy ese espíritu, --descono
cida esencia ...» (382) Espíritu. Silfo. Esencia. Universo.
Poesía del amor, poesía de los sueños, poesía del uni
verso. Este mundo de visiones -éxtasis profanos- con
serva para nosotros su hechizo. Admirable transición
entre la poesía hispánica del siglo xrx y la del xx_. se
mantiene hoy pura y juvenil la obra de Gustavo Adolfo
Bécquer, aunque a medias dormido, muy despierto: vi
sionario andaluz.
Lenguaje suficiente
Gabriel Miró
Una obra literaria se define tanto por la actitud del
escritor ante el mundo como por su manera de sentir y
entender el lenguaje. Las palabras del escritor son a
veces justas, a veces pobres. No se dice bien una vida
interior tan rica como la del místico o la del visionario.
Esa situación no es frecuente. Muchos poetas hay -tal
vez la mayoría- que ven en su idioma el mejor amigo.
Así, por ejemplo, Góngora. Sin una gran fe en las pala
bras no las habría buscado y elegido con tanto fervor.
' Nadie gana en ese fervor y en esa fe, entre los españoles
modernos, a un admirable lírico: el novelista Gabriel
Miró (1879-1930). El primer tercio del siglo x:x ha con
tado con insignes cultivadores de la prosa. Unamuno,
Valle-Inclán, Azorín -reduzcamos injustamente a tres
i nombres una enumeración que podría ser larga- han
trabajado mucho su lengua española, y tanto ellos como
1 sus contemporáneos capitales han refinado intensamente
el estilo. En esa magnífica época escribe Miró, de una
145
. Guillén, 10
146 Lenguaje suficiente
extraordinaria capacidad expresiva. Muy bien puede re
presentar en nuestra breve galería el polo opuesto al de
los líricos de lo inefable. ·
Es Miró quien nos asegura: «quizá por la palabra se
me diese la plenitud de la contemplación». ( 1023) No
es sólo que la contemplación pueda encontrar su ex
presión adecuada. Miró dice más: el acto contemplativo
se realiza del todo gracias al acto verbal. Entonces se
cumple el ciclo de la experiencia. Hasta que no «se pro
nuncia» esa experiencia no acaba de vivirse. La poesía
no es un ornamento que se superpone a la existencia sino
su culminación. Vida profunda tiene que llegar a ser
vida expresada. Sin el lenguaje -«la más preciosa rea
lidad humana» según Miró- no habría posesión de la
otra realidad. Claro que todo verdadero escritor lo sabe.
Con gran tino lo pone de relieve Miró: «hay emociones
que no lo son del todo hasta que no reciben la fuerza lírica
de la palabra, su palabra plena y exacta. Una llanura de
la que sólo se levantaba un árbol no la sentí mía hasta
que no me dije: 'Tierra caliente y árbol fresco.' Cantaba
un pájaro en una siesta lisa, inmóvil, y el cántico la
penetró, la poseyó toda cuando alguien dijo: 'Claridad.'
Y fue como si el ave se transformase en un cristal lumi
noso que revibraba hasta la lejanía». ( 614) De esta suer
te, el hombre llega a ser hombre merced a la expresión.
Hombre íntegro significa, a esta luz, hombre expresivo,
hombre expresado. No, no hay que traducir en una segun
da columna el texto ya completo en la columna primera.
Eso equivaldría a una repetición, y las artes no se redu
cen a una simple redundancia más o menos florida. El
acto vital accede a su última etapa y se consuma en el
mismo trance de su metamorfosis verbal. Durante el
siglo XIX, más de un escritor hubo de plantearse aquel
problema tan falso: ¿cuál es preferible, la vida o el
arte? Así se designan dos momentos distintos en bien
trabada dependencia. Un artista como Miró no puede
oponerlos hasta el punto de preferir uno al otro. ¿No
son sucesivamente distintos y necesarios en una sola tra
yectoria? Después del acto vital tiene que seguir el poeta
Gabriel Mir6 147
II
La «conciencia de las cosas» -cree Miró- se nos
da «bajo la palabra». (810) La conciencia de las cosas
y de los sentimientos. Sigüenza, el alter ego de Miró,
«se ha oído a sí mismo pronunciar 'seamos dichosos'.
Y al decirlo comenzaba a serlo... Porque en aquellas pala
bras había un principio de voluntad y de conciencia de
la dicha». Esta altura consciente, acompañada de deci
sión, no se consigue sino formulando una idea y pro
nunciando las sílabas en que esa idea se identifica a su
forma. «Seamos dichosos» -concluye Miró- «constituye
una aptitud y un propósito que nos acerca, que nos faci
lita la posesión de un conjunto, de un horizonte de sen
timientos». (572-573) En la boca de este hombre, las
frases adquieren espesor de materia como ocurría a la
señora de Olóriz: «todo lo que pronuncia tiene figura
y un contorno de sonido tierno, tan gustoso que lo reco-
Gabriel Miró 149
géis en todo vuestro cuerpo, y os quedáis paladeando
sus mismas palabras como un dulce exquisito». (547)
Eso es la literatura de Miró: un contorno de sonido
tierno paladeado. Hasta en el monólogo tácito «las cosas
que más participan de nuestra vida hay que decírnoslas
también a nosotros mismos». (777) Y cuando el enamo
rado piensa en la amada ausente, la imagen de la ausente
incorpora ante todo palabras, «las palabras que María
Fulgencia tuviera en sus labios ...» «Ella también mira
ría el agua, los árboles, el cielo, y diría: río, árbol, cielo.
Cuando saliesen los palomos de su terrado a volar por
las huertas, ella los vería y pronunciaría: palomos, aire,
sol.» (921) Es el poeta quien sobre todo pronuncia:
«apreté -refiere Miró- dentro de palabras lo que yo
más amaba, lo que creía más mío; y las pronuncié...»
Y como se le deshacían en el aire, «para no perderlas las
escribí en piedras», frente al mar. Y sobre el mar las puso
y en él se hundieron; «y el mar palpitaba gloriosamente».
(671) Por fortuna, Miró no repitió aquella fantasía de
su adolescencia y escribió sobre perdurables papeles.
A menudo nos hace asistir a ese nacimiento del vo
cablo en ese instante de manantial. Exclama un labriego:
«¡A la sombra, a la sombra!» Y «la palabra sombra tuvo
una frescura nueva, como si acabase de crearla». (948)
De modo análogo: «Alegría de la revelación y de la
pronunciación de la palabra 'pueblo'.» (951) Todo Miró
está en esa insistencia con que usa «pronunciación» junto
a «revelación». El sonido inteligible es descubrimiento
a la vez que forma: descubrimiento de mundo a través
de forma verbal. En el lenguaje ve nuestro lírico «la
profundidad máxima». (1007) Y cuanto más concreto sea,
más profundo será. De ahí la gran seducción de la topo
nimia: «lbi, Tibi, Famorca, Benisa, Jávea...» Estos nom
bres de pueblos de Alicante le embriagarían a Miró si
no fuesen sustancias sólidas que le nutren y fortifican.
¿Es la delicia de la palabra por la palabra misma? se
pregunta Miró. «Pero es que la palabra no sería delicio
sa si no significase una calidad.» Y le place oír esos
nombres pronunciados en los pueblos mismos por sus
150 Lenguaje suficiente
propios habitantes para ahondar lo más posible en el
compacto y jugoso terrón de los más concretos. «Y estos
nombres rurales en boca de sus gentes dejan un sabor
de fruta», y esa fruta lleva consigo todo el árbol «y su
pellón de tierra, y el aire y el sol y el agua que lo tocan
y calan». (1007) Así el nombre, casi nulo como ideogra
ma, cobra su plenitud de imagen. Véase, por añadidura,
el reverso de la medalla concreta. Sigüenza pone frente
a frente un bellísimo paisaje y ciertas «palabras atroces»,
que lo son por ser abstractas, o al menos urbanas y gene
rales. Se puso a gritar Sigüenza. Y gritó palabras de dos
sílabas, y luego de tres: «¡Dic-ta-men! ¡Mé-to-do! ¡Viz-
con-de! ¡De-fi-nir!» Luego de cuatro: «¡Pro-vi-sio-nal!
¡Di-pu-ta-do! ¡Dis-tin-gui-do!» Y hasta fórmulas de cor
tesía como « ¡Muy-se-ñor-mío! » Y se esparcían «los po
bres conceptos en el aire inmóvil, diáfano, rasgado úni
camente por las alas de los halcones». (1005) Aquellos
nombres ridículos ya no son más que «pobres concep
tos», antítesis, por ejemplo, de «AkalalÍ», otro lugar de
la misma comarca. «Alcalalí, sin pensar en etimologías,
Alcalalí pequeñito y agudo como un esquilón.» (1008)
Realidad geográfca y realidad verbal se funden, y cada
una la encontramos en la otra: ¡ Alcalalí! «Ya junta la
imagen con la palabra», añade Miró. Según él, estos nom
bres como los de los dioses para Platón son sin duda
«la exacta expresión de la verdad». ( 1008) (Alude Miró
al pasaje del Cratílo en que elogia Sócrates a Homero,
quien distingue los nombres usados por los hombres
de los usados justamente por los dioses.) Todas las vías
conducen a tanta fe en el lenguaje.
A Miró no le gustaba ser considerado poeta. Hasta
el más modesto «cantor» cree representar su papel de
demiurgo, y Miró, lírico -este rótulo sí le complacía-
no aspiraba a tanto. Se dirigía su empeño hacia la cap
tación de una realidad revelada a través de los sentidos
y los sentimientos. Se necesitaba, claro, la lengua más
rica, el registro más numeroso. Es inmenso el vocabu
lario de Miró, y hasta los españoles más cultos hallan
términos desconocidos en esta obra, perfectamente a
Gabriel Miró 151
tono con la de los grandes contemporáneos, ¿Quién se
sirve de más palabras? ¿Valle-Inclán, Azorín, Miró? El
castellano florece, durante el primer tercio de este siglo,
con un esplendor fabuloso. Se busca y se encuentra la pa
labra propia, se embellece la frase con léxico raro. Miró
no se quedaba atrás, y en algunas ocasiones su pensa
miento no está dicho sino redicho. «Adivinó la mansa
viuda este recelo y holgóse de inspirarlo.» (771) «Hol
góse» no puede ser más justo. Sin embargo... «No iba
tan abina como era menester.» ( 991 ) Asimismo: «Puede
que alguien le malsinara...» (919) Casos análogos -y
no escasean- en nada desvirtúan la virtud esencial de
este lenguaje, siempre eficacísimo, siempre más opulento
que el del lector, y no sólo por insuficiencia verbal del
lector. También es más pobre su mundo. «El arimez de
la azotea ...» ¿Arimez? Y el lector acude al diccionario:
«Arabe, alimed; sostén. Resaltos de algunos edificios.»
Miró se aplica a llenar la frase con toda la «pasta» que
pueda contener, y atiende menos a la armonía del con
junto. A esta acumulación de elementos no arredrará ni
la abundancia excesiva de genitivos: «un Mediterráneo
de urna de consola de los señores de Guadalest ». ( 1046)
Los «de» en cascada parecen agradar a Miró. Lo que
ambiciona es precisión, exactitud. «Sigüenza -enton
ces Miró, el literato- principia a sentirse receloso de
la oratoria de su pensamiento ... Es menester el ahinco
de la precisión para que este hombre se acepte a sí
mismo. Se afanará por las exactitudes.» (1026) Se afa
nará mirándolo todo sin dejar de leer a los antiguos,
sin olvidar los diccionarios. Y nacerá de una experien
cia agudísima la expresión, inseparable de esa experien
cia hasta el extremo de que la experiencia no sería lo
que es de verdad, vitalmente, sin su expresión.
III
¿Qué dice Gabriel Miró? «Y amé loca, inmensamente
la vida hasta en mi posteridad más lejana. Por eso
desde entonces ando, camino, subo montañas, recorro
152 Lenguaje suficiente
los peñascales y arenas de las costa, atravieso los cam
pos, oigo el estruendo de mi sangre como un torrente
íntimo, y cuando no puedo más, me acuesto sobre la
tierra mirando a la altura.» (115) Esta declaración de un
personaje resume, si no la vida contingente, el destino
de nuestro poeta. Sangre, sangre torrencial, tierra, altura
-y una avidez inextinguible. «¡Oh vida, vida, vida
mía! » ( 115) Es la exclamación de todas las mañanas.
«¡Tenemos salud!, y hace un día grande y caliente. Vi
vamos hacia lo alto, ¿no es eso?» (112) Pero Miró,
insaciable como hombre y como novelista, asumirá la
existencia en todos sus grados, y no sólo en el más ex
celso. Dice el mismo personaje -el pintor de La novela
de mi amigo- aludiendo a ciertas bajezas que se con
siente: «Esta voluntaria o forzada degradación no me
pesa. La tengo por virtud de asimiento a todo plano y
especie de vida.» ( 113) No nos imaginemos el mundo de
Miró como una égloga o un idilio. El sol -mucho más
que la luna-ilumina este espléndido Levante y toda la
escala de los seres: desde la mujer hermosa hasta el
monstruo. El azul del cielo se tiende sobre la lepra de
Parcent. «¡Oh vida, vida, vida mía!» Y a través de esa
vida individual, la de todo y todos. «¡Mirad el aire;
sólo os pido que miréis! ... ¿No veis, no descubrís nada
dentro? ¡Pues todo hierve de gérmenes ansiosos de vida!»
( 116) El primer manantial de esta obra es sin duda un
manantial de salud, acompañado por una gran conciencia
de esta salud: «No olvide que yo estoy sano y que vivo
por el impulso y virtud de quererlo.» Más claro: «yo
vivo sabiéndolo y queriéndolo, y a solas conmigo mis
mo, con mis tejidos, con mis huesos, con mi sangre ... »
Y ama la vida como en «un asimiento con lo creado».
( 124) Reténgase «asimiento», sustantivo en función de
tacto. Tacto invasor. Por eso agrega: «Se me figura que
tengo raíces y que penetran en todo. ¡Qué alegría la de
los árboles enormes y centenarios: sentirse palpitar y
estremecerse y vivir por la raigambre alejada!» ( 124)
Vida, y por lo tanto, fecunda. Este árbol incorpora
también el sentido de la paternidad y la posteridad. No
Gabriel Miró 153
será Miró como aquel don Alvaro que se «encorvaba
bajo la gloria de la vida como si temiese tropezar en
una cueva». (781-782)
Esa gloria le asalta, por supuesto, desde el mundo
material, pero no como a San Antonio, «el San Antonio
de Flaubert», que hubiese querido descender «hasta el
fondo de la materia, ser la materia». Y fue la última
tentación, al final de aquel horrendo nocturno. «Sigüen-
za no es San Antonio.» (981) A Miró le impulsa hacia
la materia esa «adivinación sensitiva de que están iman
tadas las vidas primorosas». ( 731) El sabe «lo hondo y
magnífico de la sensación de las cosas». (731) Sensa
ción que puede ser trascendente. «¡Ay, sensualidad, y
cómo nos traspasas de anhelos infinitos! » ( 943) Ahí
está la llamada Naturaleza, o dicho a lo pictórico, el
paisaje. No hay paisajista más fuerte que Miró en la
literatura española. Nuestro levantino posee como na
die aquella fuerza de contemplación que él atribuye al
agua de un manantial. «Dicen que es un agua dormida.
¡Cómo ha de estar dormida el agua que acoge sensiti
vamente todo lo que se le acerca para mostrarlo, aun
que no haya nadie que la mire! ... Y los follajes, los
troncos, la peña, la nube, el azul, el ave, todo se ve
dentro, y muchas veces se sabe que es hermoso porque
el agua lo dice. Entonces, todo adquiere el misterio y
la vida de la emoción suya. Es ya la belleza contempla
da; es el concepto y la fórmula de una belleza que se
produce en esa soledad como en el alma del hombre,
y el agua es como una frente que ha pensado este paisa
je. Paisaje junto al agua clara, desnuda; paisaje sumer
gido y alto, ¡cómo te tiembla y se te dobla el corazón
en la faz y en las entrañas del agua!» ( 666-667) Si antes
el símbolo del poeta lo fue el árbol ahora lo es el agua,
que siente, entiende y compone el reflejado alrededor.
La «Belleza» cifra los valores positivos del paisaje. Éste
sin el hombre no existe. Para nosotros sólo existirá
humanizado. Miró anota con pena el contraste: «todo
eso... que es como es por nuestro concepto, por nuestro
recuerdo, por nuestra lírica, ha de seguir sin nuestra
154 Lenguaje suficiente
emoción, sin nuestros ojos, sin nosotros». (1060) Poé
ticamente no hay más que la imagen trémula del agua.
De un agua en cierto sitio determinado. El paisaje será
siempre local, muy local. «Necesidad biológica y estéti
ca de haber sido y ser siempre de allí, con un sentimien
to étnico y exclusivista de sangre de Israel.» ( 1032)
Tan profundamente se sumerge el hombre en ese trozo
de Naturaleza que ahonda hasta la Naturaleza univer
sal. «Muchas veces ha proclamado Sigüenza con Somo
za que el paisaje natal es el que nos mantiene la emoción
y la comprensión de todo paisaje.» José Somoza, el
delicioso escritor castellano ( 1781-1852) había escrito:
«El campo que no es de mi país no es comprensible
para mí, ni me da casi placer.» «Pero -continúa Miró-
un paisaje para un lírico es el paisaje, la evocación de
todos ... Un paisaje, y entre todos el nuestro, abre la
mirada desde lo lineal, desde el rasgo más sutil hasta
la esencia del campo sin confines...» (1027) Miró se
vale de una noción peligrosa: «esencia». En todo caso,
nunca partirá de una idea más o menos platónica, de
una abstracta perfección original. En ese paisaje univer-
salizado florecen a plena luz los atributos de su más
particular diferencia junto a la diferencia del alma, úni
ca, del paisajista. En resumen: «El paisaje de Miró pa
rece una experiencia personal -dice Pedro Salinas-;
no es algo que ha visto sino algo que le ha pasado, que
le ha ocurrido, como una aventura, como un amor.»
Nuestro aventurero se apodera de ese mundo inme
diato con sus cinco sentidos. Es enorme tal capacidad
de sensación. La vista, el oído, el gusto, el olfato, el
tacto operan sin cesar, y a menudo se enlazan sus fun
ciones. Visión y palpación poseen una energía que se
trasforma cuando las dos se juntan. Quizá el olfato
intervenga aún más finamente. Los olores se huelen
tanto como se imaginan, y llegan a oler hasta el alma y
la abstracción. «Afirmó que el mes de junio era el más
hermoso del año. Olía a felicidad.» Pero el mismo per
sonaje rectifica: «Es la felicidad la que tiene su olor,
olor de mes de junio.» (727) Otro aroma parecido: «Casi
Gabriel Miró 155
siempre huelen las flores a un instante de felicidad
que ya no nos pertenece.» (769) Y en otro pasaje, los
jazmines, las rosas, los naranjos huelen aquella tarde
«a felicidad no realizada». (937) Miró huele lo que na
die ha olido. «Don Arcadio... aspiraba conmovido el
olor de oblea marchita.» (469) El repertorio de olores
en esta obra constituiría una enumeración muy larga.
«¿Se ha fijado en las chimeneas? Huelo los hornos de
sus cocinas ...» El olfato es definitivamente muy imagi
nativo: « ...y hasta me parece oler los dormitorios, las
alacenas y cómodas de las casas, y creo vivir y partici
par de todas las familias». ( 128-129) La sensación no
se confina entre sus límites y sobrepasa la materia. Hom
bre entero por necesidad, el artista afronta siempre un
mundo humano con su materia y su espíritu indivisibles.
El olfato de Miró ventea en el aire toda su profundidad
de vida con innumerables vidas: varones, mujeres, niños
-y animales, plantas cosas. Sensualidad es espíritu. Lo
explica perfectamente Joaquín Casalduero: «La sensuali
dad se sitúa en un nivel espiritual, que no disminuye en
nada la belleza puramente táctil y olfativa, visual y
gustativa, la belleza térmica y muscular... En 1 la totali
dad de Miró están frente a frente la brutalidad física
y moral y la Caritas: belleza y amor.»
IV
Paisajes donde tanto se ha vivido y se vive apare
cerán ante Miró con gran hondura: una hondura de
espacio y de tiempo. Miró se asoma a la ventana o co
lumbra el horizonte desde una cumbre, y percibe, siente,
adivina lo que él llamará en su último libro «años y
leguas». Es como una sola visión. «¡Las leguas y los
años que se ven allí!» (1031) Del íntimo contacto con
lo presente y el presente surge la conciencia del tiempo
que fue y que está allí tendido, esperando la resurrec
ción. «Se le acerca su pasado a Sigüenza respirando en
la exactitud de la conciencia de ahora.» ( 1056) Sólo
156 Lenguaje suficiente
entonces se consuma la esencial continuidad de la per
sona. Sin esa continuidad no hay persona, no se coincide
consigo mismo. «No asistir, no pertenecer al propio
pasado es una ausencia, un síncope del alma, imperdo
nable en Sigüenza, que vive a costa de la continuidad
de su modelación íntima.» Esta es la base de lo que
Miró considera su «lírica sustancial». ( 1015) Pero ese
pasado no es sólo de los hombres. Todo está sumergido
en tiempo. «Penetró más en la soledad del collado ...
Y desde que se asomó Sigüenza, todo comenzó a respirar
dentro de la órbita del tiempo», impersonal: «tiempo
de las soledades contado por el pulso de Sigüenza».
( 1059) El contemplador descubre allí un tiempo que
se halla fuera del contemplador: «y cuando desaparecen
(unas cabras) se fija en los montes el tiempo sin nadie».
(1039) Este tiempo sí es verdaderamente espacial. Ya
lo vio don Miguel de Unamuno: «Miró llega a la con
templación de cómo se funden el espacio y el tiempo,
y por ese camino, al hoy eterno.» Hasta el futuro se
otea en el panorama. A lo lejos va subiendo y bajando
por una senda una anciana labradora. «Con una mirada
corre Sigüenza muchas horas de ese sendero; de modo
que puede mirar el porvenir de la mujercita hasta que
llegue, muy de noche, a su casa.» (1031) «Porvenir»
no es pecisamente una ocurrencia ingeniosa. A Miró le
obsesionará siempre esa perspectiva del espacio-tiempo.
Puede presentarse en muy reducidos interiores. Ciertos
aposentos «conservan... oscuridad antigua, oscuridad re
posada, remansada, oscuridad de años anteriores». ( 111)
Al aire libre: «Las horas doradas de los campos» se
tienden «a través de una luminosidad de muchos tiem
pos». (781) Hay un contacto material entre estos dos
órdenes. «Los días también rodaban encima de Oleza.»
(721) ¡«Rodar» «encima»! Cada espacio posee su tiem
po. «Las ciudades grandes, ruidosas y duras todavía
tienen alguna parcela con quietud suya, con tiempo suyo
acostado bajo unas tapias de jardines.» (947) Tal quie
tud preserva los años que allí vivieron los gozadores y
guardianes de aquel jardín. Pero Miró no se limita a
Gabriel Miró 157
saber que por aquel jardín han cruzado gentes, genera
ciones. A Miró se le incorpora el pasado a su visión
actual y así lo contempla: pasado y presente, pasado
fenecido dentro del minuto que trascurre. «Sentirse en
otro tiempo y ahora. La plenitud de lo actual mantenida
de un lejano principio. Iluminada emoción de los días
profundos de nuestra conciencia.» (872-873) Así madu
ra el hombre y deja de ser niño: recordando. «Eso sería
no ser ya niño: depender del pasado sentir, de su me
moria ...» (930)
«Acabo de descubrir un lugar delicioso dormido
entre los años», cuenta Sigüenza. (1009-1010) No es
una ruina, la melancólica ruina de 1830, 1840, ni el
monumento antiguo que se mantiene en un fondo de
Historia. Sigüenza descubre «un jardín de escombros»,
Naturaleza y Tiempo. Aquí están: «Nadie. El silencio
con el aliento de todo. Cuando llegó se escaparon los
ruiseñores, las golondrinas, los mirlos. Se sentían caer
los jazmines, crujir los finos nervios de las plantas, es
conderse los grandes lagartos de piel deslumbradora y
glacial como una seda húmeda y bordada.» Este jardín
abandonado, que nos manifiesta su abandono en el
«caer», el «crujir» y el «esconderse» de tanta vida vege
tal y animal, ofrece al visitante una desordenada pro
fusión como si la alentasen aquellas horas desiertas que
ninguna gente hace suyas. Plantas, aves, lagartos, unos
lagartos sentidos por los ojos y el tacto visual en una
sensación única, que declaran notas heterogéneas y, sin
embargo, muy bien fundidas: «piel deslumbradora y gla
cial como una seda húmeda y bordada.» Pasado el susto
que produce la llegada de Sigüenza, el jardín recobra su
algarabía: «Poco a poco volvieron los pájaros: se aso
maron las salamandras al sol verdoso de las piedras;
se recalentaron las cigarras; las golondrinas se pusieron
a espulgarse en un ciprés seco, y en cada jazmín sonó
una abeja.» Todo el arcaísmo puramente zoológico, bo
tánico, mineral de aquel rincón vibra en ese verde que
une al sol con las piedras, así referidas a los reptiles:
«se asomaron las salamandras al sol verdoso de las pie-
158 Lenguaje suficiente
dras». Pero entre las golondrinas y el ciprés, habitan
tes nobles que se podrían alojar en el más noble poema,
se intercala un elemento · discordante. Discordante res
pecto al posible decoro, pero exacto y muy expresivo de
aquella miserable realidad abrigada entre los escombros
del jardín: «las golondrinas se pusieron a espulgarse en
un ciprés seco». Inmediatamente sigue la compensación:
«y en cada jazmín sonó una abeja».
«Todo, todo lo mismo que cuando vino el forastero.
El cual miraba el huerto como si fuese suyo, no por
dineros, sino por antigua posesión de linaje y de pensa
mientos. Lo habría heredado desde mucha distancia de
años, desde que todo aquello comenzó a caerse; y ahora
visitaba su herencia doliéndose y agradándole el abandono
en que dejó lo suyo.» El jardín yace, pues, sumido en
tiempo, en su «distancia de años», que se le convierten
al visitante en una herencia: lo que no ha de confundir
se con ningún pretérito ilustre, ni privado ni público.
De aquel jardín se retiró la vida humana. Y sólo queda
un vacío que permite al tiempo flotar allí como un fac
tor más del paisaje, absorbido por el paisaje y nada más
perceptible para el alma de un solitario en aquel trozo
de Naturaleza, no de Historia social. Hay también siete
cipreses en hilera, dos adelfas y un jazminero. «Un jaz
minero cegaba las rejas y la mitad del muro... Hace
mucho tiempo también que se derrumbó del peso de
sus sarmientos y biznagas, y sigue verde y tierno. Es una
masa torrencial, inmóvil, de olores virginales.» ¡Qué
lejos de la elegía del 98, de aquellos jardines castellanos
descritos por Azorín! En lugar de una elegía prorrumpe
el idilio de una blancura casi excesiva y ya peligrosa.
«Toda la tierra del contorno está mullida de nieve de la
flor. El aire se cuaja de un perfume de novia, muy
bueno, pero tanto que la novia se multiplica en un
palomar de doncellas que nos ahoga de suavidad. Las
sienes y los párpados de Sigüenza se le traspasaban de
olor. Se le precipitó la disnea de beber ese olor sensual
de castidad.» ¡Perfume, novia, palomar, doncellas, suavi
dad! Pero eso sí, una suavidad ironizada: «que nos
Gabriel Mir6 159
ahoga^>. La palabra científica «disnea» sirve aún de ma
yor contrapeso para llegar a la irónica mezcolanza del
fin, «beber un olor», paradójicamente símbolo de una
virtud inodora: «ese olor sensual de castidad».
Finalmente: «Ütro viejo elemento de hermosura de
aquel recinto era un laurel.» Parece que se nos va a
presentar, al amparo de esa vejez hermosa, una decora
ción clásica o neoclásica. No. «Laurel con todos sus mé
ritos de belleza para que un dios lo haga suyo, pero
laurel del todo vegetal, sin predestinaciones a temas
mitológicos y alegóricos... Se ha criado libre, puro y
bello, sin que se espere de él más que eso: que viva
grande, hermoso y recogido.» Se descarta, pues, con
todo cuidado cualquiera composición de museo. «Y este
laurel no es sólo su tronco y su copa, que tienden un
paño húmedo y azulado de umbría, sino que es también
su retoñar a borbollones, que hiende la tierra y sale
por la escombra y revienta por el tapial, multiplicándose
barrocamente la planta sin perder su unidad clásica.
Está en sí mismo y traspasando las losas y trasfundiendo
su tono de serenidad en la convivencia de los cipreses,
de los adelfas, del jazminero, y en un bancal escalonado
de naranjos con lindes de parras y rosales.» ¡Qué ím
petu primaveral, qué presión en este jardín de escom
bros con su «distancia de años»! Distancia que está
requiriendo la atención de un paseante infinitamente
sensible.
V
Paseante tan sensible en sus sentidos como en su
memoria. Es la sutil alianza de sensación y recuerdo.
Reléase el prólogo de El humo dormido, publicado en
1919. (Fecha que debe ser retenida.) «De los bancales
segados, de las tierras maduras, de la quietud de las
distancias sube un humo azul que se para y se duerme.
Aparece un árbol, el contorno de un casal; pasa un
camino, un fresco resplandor de agua viva. Todo en
160 Lenguaje suficiente
una trémula desnudez. Así se nos ofrece el paisaje can
sado o lleno de los días que se quedaron detrás de
nosotros. Concretamente no es el pasado nuestro; pero
nos pertenece, y de él nos valemos para revivir y acre
ditar episodios que rasgan su humo dormido. Tiene esta
lejanía un hondo silencio que se queda escuchándonos.
La abeja de una palabra recordada lo va abriendo y lo
estremece todo. No han de tenerse estas páginas frag
mentarias por un propósito de memorias; pero leyéndo
las pueden oírse, de cuando en cuando, las campanas de
la ciudad de Is, cuya conseja evocó Renan, la ciudad
más o menos poblada y ruda que todos llevamos sumer
gida dentro de nosotros mismos.» (589) En efecto,
Renan nos habla de una ciudad de Is que persiste den
tro de su corazón; según la leyenda bretona, de esa
ciudad que cubrió el mar ascienden rumores de campa
nas: «Yo me he complacido -Renan añade- en reco
ger esos remotos rumores de una Atlántida desapareci
da.» A un lector de hoy tal mundo sumergido le hace
pensar en el gran «recordador» francés ya citado a pro
pósito de Bécquer. El protagonista de A la recherche
du temps perdu tiene sumergido en su memoria aquel
pueblo de Cambray, resucitado mediante una sensación.
¿Proust, Miró? Sí, sensación y recuerdo, sensación has
ta el recuerdo o -mejor- recuerdo a través de la
sensación; ahí reside la esencial analogía entre estos dos
grandes evocadores del «temps perdu», del «humo dor
mido». («Poner en relación los nombres de Proust y de
Miró es cosa fácil», afirma Baquero Goyanes acertada
mente.) Sobre las leguas de un espacio bien recorrido y
vivido, los años permanecen como una bruma de reali
dad, exterior e interior; y la sustancia más honda -que
es la más concreta- se salvará así, recogida dentro del
recuerdo. «Un día vimos a un desconocido... -cuenta
Miró-. Decimos: ¡Ya no volvimos a verle! recordando
al que se extravió para nosotros ...; y entonces es cuan
do le vemos prorrumpir del humo dormido, más claro,
más acendrado como no le veríamos teniéndole cerca,
que sólo sería repetir la mirada sin ahondarla, sin agran-
Gabriel Miró 161
darla.» (591) Internándose en el recuerdo, en la masa
de aquel «humo», se llega a poseer una realidad más
sustancial que la simplemente vivida y aún no recordada:
«porque hay episodios y zonas de nuestra vida que no
se ven del todo hasta que los revivimos y contemplamos
por el recuerdo; el recuerdo les aplica la plenitud de la
conciencia». ( 614) En definitiva: hay más mundo porque
hay más espíritu, un espíritu que actúa a fuerza de su
mergirse en el recuerdo exacto de la sensación, de la
propia sensación genuina. Es lógico que en estos sumos
artistas el apetito enorme de realidades implique esta
exacerbación de su intimidad.
Sigüenza bebe agua en un pueblo, la misma agua que
había bebido veinte años antes. «Bebiéndola se le apa
rece en la lengua el mismo sabor preciso del agua y de
su sed de entonces.» Aquí se reproduce en el mismo
lugar la misma sensación, debida a la misma causa.
Para Proust se trata de sensaciones suscitadas por dife
rentes objetos en lugares diferentes. Un desnivel entre
dos adoquines -París- resucita a Venecia. Lo impor
tante es que de la sensación surja el pasado profundo.
«Y ahora todos esos años, los veinte años, venían dóciles
como corderos y se paraban a beber y mirarse en la pila
viejecita donde cabía temblando el firmamento.» (997)
Como en Proust -la frase es célebre- «todo lo que
adquiere forma y solidez ha salido, ciudad y jardines, de
mi taza de té.» Claro que en Miró no aparece la no
ción de «memoria involuntaria», de recuerdo brusco. No
conoce tampoco ese trance más o menos extático que
asemeja a Bécquer y Proust. El humo dormido podría
definirse con otra expresión de Miró: «recuerdo espa
cial». Lo propio de Miró consiste, según ya se ha visto,
en contemplar un paisaje hace tiempo bien practicado.
«Ahora se acuesta y se distiende en la huella del recuer
do espacial, tibia de sí mismo.» (1049) Es el acceso, por
fin, a la felicidad. «Las frondas reciben y se envían la
circulación de los aires de ruidos marineros de espumas,
y huelen a pueblo, a reposo de hace veinte años. Se le
acerca su pasado a Sigüenza, respirando en la exactitud
Guillén, 11
162 Lenguaje suficiente
de su conciencia de ahora.» ( 1056) Pero como Sigüenza
no se limita a sentir, y quiere ver claro en el mundo
descubierto por la sensación y la evocación, añade -y
este esfuerzo de análisis psicológico también caracteriza
al cuitado Sigüenza y le acerca a Proust-: «Sentirse
claramente a sí mismo ¿era sentirse a lo lejos o en su
actualidad? ... Y al inferirse y extraerse de él, saciándose
de su imagen desaparecida, ¿no alcanzaba una predispo
sición a la felicidad que no fue entonces, cuando pudo
ser, ni es ahora, porque ya pasó, y sin realidades y por
no tenerlas encontraba una forma de plenitud?» (1056)
Plenitud, por lo tanto, «idealista» que Miró adopta de
modo interino, con interrogación y duda. Miró hace
suyo -por un instante- un supuesto no coherente con
su propia actitud habitual: que es superior el reino del
puro espíritu al de la encarnación del espíritu en sus
cuerpos, sus obras y sus actos. Esta interrogación dubi
tativa no señala más que un momento de transición, un
hiato brevísimo entre la actualidad y la imagen recorda
da. En suma: «Se ha de ser lo preciso el antecesor de sí
mismo. Los dejos, nada más los dejos.» ( 1049) Hay,
pues, en Miró una resistencia al excesivo influjo de la
memoria. El recuerdo ha de suscitar el pasado, sí; pero
sin demasías de dominación. Y todo se junta en el pre
sente: «Veo así como dicen que Dios contempla lo pre
sente, lo pasado y lo futuro, en un presente continua
do.» (122) Ello no atenúa la fuerza de rememoración:
«Los recuerdos, para mí, no habitan sólo en la memoria
sino dentro de toda mi carne.» ( 106) O lo que es igual:
«¡Soy carne de recuerdos!» ( 111) Recuerdos que tam
bién se ligan a la tierra donde se ha vivido, a la carne
del paisaje. Una hora fugaz no pasa. Y cuando vuelve
Sigüenza a la campiña que atravesó hace veinte años,
advierte que «aquella hora» se había quedado inmóvil
para Sigüenza desde estonces. «Y hasta hizo un ademán
suave de tocarla, de empujarla.» (949) Si este paisaje
idéntico a sí mismo conlleva una hora inmóvil, por ca
minos diferentes de los de Proust el tiempo trasciende
-hasta cierto punto- el tiempo. «Como esta tarde
Gabriel Miró 163
pudo ser otra tarde de siglos lejanos... Lo mismo, lo
mismo esta tarde que una tarde de septiembre de 1800,
de 1700, de 1600.» Equivalencia cronológica que, a
través de los años, da lugar a una síntesis eterna dentro
del tiempo, no fuera de él como en el éxtasis de Proust,
libre entonces de temporalidad, y por lo tanto, de muer
te. Miró es más modesto. «Asiste Sigüenza a una pura
emoción de eternidad de campo.» (1031) Eternidad
situada en la Naturaleza más que en el interior del hom
bre. La tarde logra ser eterna por superposición de
muchas tardes. A veces el momento llega a ser más
personal, y el contemplador alcanza «la reiteración de
sí mismo» como si hubiese ya vivido aquel momento
( 607 ): estado que conocen bien los psicólogos. La vida
pasada no se pierde. Flota en el humo dormido.
VI
La contemplación de Miró se adueña de algo más
que una multitud de objetos. A todos los reúne una
atmósfera física, espiritual. Veamos en El humo dormido
un doble jardín: divisado a través de unas rejas y re
construido dentro de la casa mediante una serie de flores
y frutas. «Y llegamos a su casa. Casa antigua y señorial,
de sillares morenos y dinteles esculpidos. Todo estaba
en una grata sombra de celosías verdes, que semejaban
exprimir todo el fresco y olor del verano. Porque sen
tíase que fuera se espesaban los elementos crudos del
verano como en corteza, y dentro sólo la deleitosa y
apurada intimidad. En el vestíbulo, en las salas, en el
comedor había muchos jarrones, cuencos, canastillas, jun
cieras desbordando de magnolias, gardenias, frutas y
jazmines; y por las entornadas rejas interiores se ofrecía
una rápida aparición de la tarde de jardín umbroso y
familiar. Ya sé que muchas casas tienen en julio magno
lias, jazmines, frutas, .gardenias, pero es eso nada más:
flores, flores porque se cogen y caen demasiadas en el
huerto; y frutas: melocotones, ciruelas, peras, manza-
164 Lenguaje suficiente
nas. . . y, sin querer, sabemos en seguida la que morde
ríamos. Y allí, no: allí, flores y frutas integrando una
tónica de señorío y de belleza, una emoción de vida
estival y de mujer. No 'eran' melocotones, ciruelas, peras,
manzanas... clasificadamente, sino fruta por emoción de
fruta, además de su evocación de deliciosos motivos ba
rrocos; y 'aquella' fruta, el tacto de su piel con sólo
mirarla, y su color aristocrático de esmalte, y flores que
sí que habían de ser precisamente magnolias, gardenias
y jazmines por su blancura y por su fragancia, fragancia
de una felicidad recordada, inconcreta, de la que casi
semeja que participe el oído, porque la emoción de algu
na música expande como un perfume íntimo de mag
nolias, de gardenias, de jazmines que no tienen una
exactitud de perfume como el clavel.» (606, 607)
Doble jardín. Fuera, «los elementos crudos del ve
rano»; dentro, en aquella «casa antigua y señorial», una
quintaesencia del verano y del jardín, «una grata som
bra de celosías verdes, que semejaban exprimir todo el
fresco y olor del verano». Es un resumen, pero sensi
tivo, no intelectual. Las varias sensaciones se funden en
un conjunto: «la deleitosa y apurada intimidad», dentro,
y fuera, «una rápida aparición de la tarde de jardín
umbroso y familiar». Sensaciones, sensación de conjun
to, emoción -unificadora también. O sea: creación.
Los elementos representativos son flores y frutas,
nombradas repetidamente y adscritas a un ambiente:
aquella tarde de verano en aquel jardín. No se trata -y
el poeta analiza muy bien su impresión- de distincio
nes racionales: no eran «melocotones, ciruelas, peras,
manzanas... clasificadamente», objetivamente. No se
busca tampoco el embellecimiento de la realidad aso
ciándola a obras artísticas: «además de su evocación de
deliciosos motivos barrocos». Menos aún están exhibidas
aquellas flores y frutas desde un punto de vista prácti
co: «ya sé que muchas casas tienen en julio magnolias,
jazmines, frutas, gardenias, pero eso nada más: flores,
flores porque se cogen y caen demasiadas en el huerto;
y frutas: melocotones, ciruelas, peras, manzanas... y,
Gabriel Miró 165
sin querer, sabemos en seguida la que morderíamos».
Aquí esas flores y frutas se nos ofrecen aunadas en una
creación: «allí flores y frutas integrando una tónica de se
ñorío y de belleza, una emoción de vida estival y de mu
jer». Emoción en que colaboran un fondo social -el
señorío-, un despliegue de Naturaleza con su estación
-el verano- y con su luz -la tarde-, una proximi
dad femenina; y todo sometido a un bello ajuste. En
tonces son recreados esos componentes por la asociación
de varios sentidos. El tacto con la vista: «aquella fruta,
el tacto de su piel con sólo mirarla». La vista con el
olfato: «magnolias, gardenias y jazmines por su blancura
y por su fragancia... de la que casi semeja que participe
el oído, porque la emoción de alguna música expande
como un perfume...» Y ya en ese punto, síntesis pura
mente espiritual, la sensación se enlaza al recuerdo: «fra
gancia de una felicidad recordada, inconcreta». Tan ínti
ma que es felicidad intransferible. De lo concreto se ha
pasado a esa especie de estado inefable que sigue a la
experiencia intuitiva y expresiva. Es toda la escala de
Miró: «fragancia -de una felicidad- recordada -in
concreta». Sensación, emoción, recuerdo, gozo inefable.
Miró contempla así los interiores, los paisajes. Por
supuesto, muchos poseen o adquieren ese sosiego a que
predispone el ánimo contemplativo. Ha observado Ba-
quero Goyanes que «lvliró gusta de situarse en quietud
ante el paisaje»; pero este mundo -lírico, novelesco-
no es ni podría ser un mundo inmóvil. Ni una serie de
estampas ni un álbum fotográfico lo representarían. No
sólo las acciones de los personajes resaltan con movi
miento; hasta el escenario está visto y el día está oído
en su tumulto, quizá muy discordante. Oleza, la ciudad
inventada por Miró, no es un poblachón muerto. Re
léase en Nuestro padre San Daniel esta enumeración de
vibraciones y agitaciones, que forman un espléndido pa
norama sonoro: «Crujía el aire serrano. Subían desho
jándose en la altitud los rumores del pueblo y del con
torno: la palpitación de un molino, el alarido de un pavo
real, el repique de una fragua, un retozo de colleras de
166 Lenguaje suficiente
una diligencia, una tonada labradora, la rota quejumbre
de las llantas de un carro, un berrinche de criatura, un
hablar y un reír de dos hidalgos, que se saludaban desde
un huerto a una galería, y campanas, campanas anchas,
lentas, menuditas, rápidas. Sobre la tarde iba resbalando
el fresco retumbo de las presas espumosas del río. Y en
tre todo revibró inflamado y altísimo el cántico de un
gallo, y don Magín incorporóse diciendo -¡Ese es el
mío!» (736) En este párrafo hay pocos verbos, pero los
hay. (No así en otras descripciones de Miró.) «Crujía»,
«subían», «deshojándose», «se saludaban», «iba resbalan
do», «revibró» y, al final, «incorporóse diciendo». Tam
bién los sustantivos significan acción, acción más o menos
vigorosa de todo lo que suena en aquella tarde. No se
produce algarabía, porque los murmullos y cantos no se
entremezclan, reunidos sólo por la atención sucesiva y
no simultánea de quien está componiendo esta pieza
musical. Existe un centro de observación: el personaje
de don Magín. Es él quien cierra con una frase la breve
sinfonía. Supuesta atalaya, don Magín da unidad nove
lesca al momento. Quien consigue esa unidad realmente
es el novelista. El traza con todo cuidado la composi
ción. Composición y no impresión, debida a los azares
que saltan al paso de un transeúnte, de un viajero. El
poeta novelista impone ese extremo de tensión sonora
que remueve y conmueve el aire de aquella ciudad:
«palpitación», «alarido», «repique», «retozo», «tona
da», «quejumbre», «berrinche», «un hablar y un reír»,
«retumbo», «cántico»... No es la enumeración caótica
que ha estudiado Spitzer, porque esa heterogeneidad de
elementos no acarrea ninguna confusión, y todo encaja
armonizado dentro de un orden: el del sonido. Las cosas,
los animales, los hombres intervienen resumiendo la
ciudad de Oleza. El molino, la fragua, la diligencia, el
carro, las campanas, las presas; y el pavo real, el gallo;
y la criatura, el labrador, los dos hidalgos, don Magín.
Al principio, el aire, «altitud de rumores»; al fin, el
río; coronando la tarde -y la composición- el quiquiri
quí inflamado y afiladísimo. Es curioso que se nombren
Gabriel Miró 167
las campanas sin agregar el término propio: campana
das. El objeto se convierte en algo tan cambiante como
sus ondas; «campanas anchas, lentas, menuditas, rápi
das», adjetivos que se refieren a las campanadas lentas,
y en ese sentido, anchas; o rápidas, y en ese sentido,
menudas. Estas metáforas de tamaño para designar
unos sones muestran la constante visión espacial de
Miró, aunque haya audición y no visión. El resultado
es siempre una intensa nota vital, en muchas ocasio
nes dinámica. ¡Qué bien «cruje» aquel aire de Oleza!
El vocabulario se extiende desde el «berrinche» colo
quial hasta el supremo «cántico». No falta el adorno
arcaizante: los dos hidalgos. Se «ennoblece» así la des
cripción.
¿Descripción? Más bien creación lírica, mucho más
que simple expresión de experiencia. Si el origen de la
expresión -la experiencia vivida- establece el funda
mento de la obra en que su autor se afana por prender
las realidades con toda exactitud, la expresión plena
asciende hasta el nivel de la creación, más rica que su
manantial. Por eso es creación. Lo elucida T. S. Eliot:
«When the poem has been made, something new has
happened, something that cannot be wholly explained
by anything that went befare. That, I believe, is what
we mean by 'creation'.» La creación instituye una tota
lidad que no estaba en la experiencia, cuyos materiales
se transforman, superados. Entiéndase mejor la frase:
«Quizá por la palabra se me diese la plenitud de la con
templación.» Contemplación creadora.
VII
El contemplador, poeta-novelista, afronta el más am
plio horizonte. Miró es de veras -como él deseaba-
«el centro sensible de un ruedo inmenso de creación»,
(362) y «un contacto de creación desnuda (le) calaba la
piel y la sangre». (671) Hay contacto, pero no intento
de fusión más o menos panteísta como la que sueña
168 Lenguaje suficiente
un personaje: «apetecía ser él también inmenso y leve,
trocándose en azul, en boscaje, en silencio, en todo, en
nada». (317) Ni Sigüenza es San Antonio ni Miró aspira
como el hindú a la final disolución. El mundo, sí, luce
espléndido en «estos venturosos tránsitos de sencillez y
pureza por los que parece que volvemos a la santidad de
los primeros instantes de la vida». (335) Instantes pri
vilegiados: «Una gracia, una felicidad inocente de cla
ridades que... daba miedo de que se rompiesen.» (977)
Es como una ilusión de Paraíso. «¿No acaba de abrir
los ojos Sigüenza con una emoción de inocencia de pri
mer hombre?» (1050) Instantes fugitivos. «La felicidad
y la inocencia se han roto», declara este Adán momen
táneo. (978) Mejor tal vez así. «¿No aventajaba Sigüen-
za al padre Adán en saberse mortal?», es decir, en
saberse humano. (1052) Al mundo de Miró no le llena
la «flora virgen, fuerte y deliciosa del Paraíso». Mundo,
si no con pecado original, con muchos pecados de His
toria. De ahí tanto relato de pasiones, maldades, vio
lencias. El narrador es tierno. Pero en la narración
estarán incluidos los actos más opuestos a su propia
ternura. Miró se complace con frecuencia en el desarro
llo de la crueldad. Las víctimas son casi siempre ani
males, torturados por otros animales o por los hombres.
La colección completa de esas torturas sería enojosa. Son
muchos los animales sometidos a dolor y muerte, sobre
todo a dolor. «Y era mañana de crueldad. Cuando qui
simos entregarnos a lástimas comprendimos que una
lucha odiosa comenzaba.» (116) He aquí un ejemplo de
esa polaridad que junta lo cruel y lo compasivo: «el hom
bre manso, piadoso, que predicaba en su hogar anhelos
de vida y amor, se entraba delirantemente por caminos
de crueldad». ( 117) Por esos caminos sufren el gallo
diablo, unas abejas, una paloma, un mastín. «¡Una
sierpe había matado a una vieja!... -¿Cuál vieja?
-dijo espantado el guía. -¡La muerta! -¿Qué muer
ta? ¡Si no hay ninguna vieja! ¡Es una ovella, una ovella!
¡Adónde huye nuestra piedad!... Se lo confesó: ¡hubie
ra preferido que la emponzoñada fuese la vieja! Señor,
Gabriel Miró 169
¿es que duerme siempre en nuestras entrañas una hez
abyecta de crueldad?» (366-367) Crueldad con un mur
ciélago, con perros, crueldad del gavilán con la paloma;
escenas de caza, un lagarto, tiro de pichón, una rata, un
cordero, un águila, ranas y cigüeñas, más ratas, un gato,
una graja, una avispa, los aguiluchos, otra rata, una tor
tuga, otro gato -recién nacido-, una golondrina, un
pez ... Hasta el agua frígida puede ser feroz. «Entonces
Félix miró con miedo y rabia esa ferocísima agua, tan
mansa y diáfana.» (361) Una niña, Lucita, muere de un
modo terrible. (107) También se cuentan los tormentos
infligidos a los mártires cristianos, y después los tormen
tos imaginados por los hugonotes; sólo se alude a «los ul
trajes y suplicios de muchas vírgenes cristianas». (915)
El padre Bellod lee «con avidez» el pasaje en que Pru
dencia anota cómo murió la virgen Engracia. (915) Se
recuerda la variedad de los procedimientos en el suplicio
de un rey de Asiria. ( 1002) No se simplifique, pues, el
mundo de Miró, hombre esencialmente piadoso, pero
novelista a quien nada le es ajeno. Cruel es ya la Natu
raleza antes que la humanidad. Discurre un sacerdote:
«todo está lleno de gracia y hermosura del Creador, y
en todos los lugares debiéramos recibir la divina ense
ñanza del libro de la Creación...» Y el sacerdote no
puede continuar su perorata porque «se produjo un fu
rioso estruendo». Eran las gallinas que estaban hiriendo
a unos palomos; se disputaban «un gusanico muerto».
(561) Lección de crueldad que los hombres no desapro
vechan. «No soy piadoso, ¡yo no soy piadoso!», exclama
el pintor en La novela de mi amigo. (107) Nuestro nove
lista era piadoso, pero no su imaginación torturada, tor
turante. Gerardo Diego lo entiende así: «La compasiva
ternura para los animales, manifiesta en el amor con
que los contempla no menos que en la sorda y tácita
protesta por las crueldades y martirios de que son víc
timas...»
Junto a la crueldad, el dolor. Miró lo ve en sus agre
siones físicas y espirituales. Del vivir se llama el primer
libro personal que publica Miró. Ese vivir no concierne
170 Lenguaje suficiente
más que a Parcent, pueblo de leprosos: figuras terribles,
a la vez antiguas y actuales. La obra tiene como lema
unos versículos del Libro de Job. Sin la visita a Parcent,
en la provincia de Alicante, aquel joven escritor no
habría escrito su «informe», tan directo y veraz. Sin
embargo, esa visión está cumpliéndose a través de la
Biblia. Ningún lector de Miró ignora la influencia que
han ejercido en el novelista los dos Testamentos. La
región natal es asimilada parcialmente a Palestina, y los
paisajes de los dos extremos mediterráneos se compene
tran. Estos leprosos se yerguen o se esconden en una
sombra de drama bíblico: seres que pone a prueba el
Dios de Israel. No se elude la pintura de la carne dolien
te y su proceso de putrefacción. La materia puede ser
muy hermosa ante los mismos ojos que descubren los
cuerpos más horribles. El horror va más allá de la en
fermedad, y se encarniza en individuos monstruosos,
como en «Cara Rajada», tan patético, de Nuestro padre
San Daniel. («Cara Rajada» es uno de los mayores acier
tos novelescos de nuestro autor.) Bien se advierte el
fondo religioso de aquel mundo. Y no se olvide la im
portancia en él concedida a las gentes evangélicas alre
dedor de Cristo: Figuras de la Pasión del Señor.
Pero Miró -todos lo sabemos- no se queda en la
Biblia. Ningún otro escritor español de este siglo ha
mostrado tanta vida católica, tanta Iglesia como Miró en
sus narraciones profanas, donde van y vienen sin cesar
devotos, presbíteros, frailes, monjas, y refulge, magní
fica, la liturgia. Verdad es que en cualquiera de nuestras
ciudades el estamento eclesiástico disfruta de posición
favorecida, y Miró no hace más, por de pronto, que ate
nerse a la existencia española. Para él, esa existencia
culmina en la Semana Santa. Entonces es cuando se le
reúnen los elementos más entrañables: provincia, niñez
recordada, ceremonias, evangelio. Todo lo recrea con
simpatía, pero no con la adhesión del estricto creyente.
El hecho es que los dos escritores contemporáneos más
nutridos de Biblia y de Iglesia Católica, Apostólica, Es
pañola son Unamuno y Miró, libres, críticos. Cualquier
Gabriel Miró 171
español comprende esos casos en que se alían de una
manera muy difícil de precisar la fe y la falta de fe.
Estos cuadros clericales llevan implícitas la admiración
y la sátira. Miró admiraba en la Iglesia su hermosura:
lenguaje, culto, edificios. Por esta «afición» de carácter
estético pertenece a esa época gustosa de combinar lo
profano y lo sagrado, lo erótico y lo litúrgico merced a
un común denominador de belleza.
La «belleza», si es término repetido por Miró, no
es blanco primordial en su obra. Y las afinidades con
un Rubén Darío, con un Valle-Inclán son secundarias;
corresponden sobre todo a la juventud del escritor, poco
afectado por aquel estilo si no es en las Figuras de la
Pasión. De todos modos: «y su cabeza se fue doblando
como una flor pálida de lago». (La novela de mi amigo,
135) Poco después flota «una nube magna, gloriosa, de
espuma, como un bando de cisnes de encantamiento».
(140) ¡Prosas profanas! Y tantos otros libros semejantes.
Peor aún: «Y Félix le tomó las pálidas manos, y besó
sus dedos y sus sortijas, y en una llana amatista puso un
beso muy lento que empañó la joya. -¡Eres mi prelada,
madrina mía!» ( 345) Estas frases pertenecen a Las cere
zas del cementerio ¿o la Sonata de otoño? El profesor
Meregalli señala con razón a este propósito «la induda
ble derivación valle-inclanesca». Todo esto no casa con el
Miró de la madurez, que había de eliminar aquellos arre
quives y colorines de 1900. Esencialmente, para el le
vantino su vida inmediata sí posee un dejo de Historia,
y el fondo religioso implicará fondo histórico con su
gran acompañamiento constante, el Mediterráneo, por
excelencia mar antiguo bajo el sol de cada día: «y en
todo el aire palpita la claridad del Mediterráneo. Y ese
aire de gracia de antiguos horizontes...» ( 565) Gracia
nociva si conduce a la convención académica. Pero no:
«Algunos imaginativos veían en Benidorm un pueblo
con pórticos, aras y dioses de mármoles blancos. Sigüen-
za no veía en Benidorm más que Benidorm, sin mármo
les, sin nada clásico.» (977) La vida actual constituye el
primer tema de Miró.
172 Lenguaje suficiente
VIII
Vida actual significa vida social: en sus crisis drama,
a diario comedia. Es indispensable poner a la vista el
factor irónico, quizá tan importante o casi tan impor
tante como el lírico. Al paisaje humano responde Miró
con otro método: su ironía. Una ironía que no aminora
la ternura. Se divertía aquel hombre tan complejo obser
vando nuestra sociedad con un regocijo malicioso que no
le impedía seguir ahincado en los deleites de la materia.
He aquí al alter ef!.o en una peluquería de Barcelona:
«Apenas entró Sigüenza sintióse apocado, encogido...
Aquellos mancebos pulidos, perfumados, ágiles le mira
ban demasiadamente. Resplandecía la sala de lujo y pri
mores de tocador de alta señora y con fría severidad de
vitrina de sabio cirujano.» ¿Se percibe ya la confronta
ción burlona entre este provinciano humildísimo --con
humildad cristiana -y los refinamientos del lujo y de la
ciencia? Sigüenza, campesino, contrasta con el oropel de
la civilización. «Le sentaron en un sillón todo articulado,
dócil y enorme, y nuestro caballero cometió algunas tor
pezas: como manifestar su susto cuando el respaldo pa
reció que se derribaba atrayéndole a un abismo; tam
poco pudo reprimir su complacencia cuando, en seguida,
sintióse blanda y sabiamente amparado por las vértebras
y los brazos y los costados de ese mueble tan humano.»
No puede humanizarse al mueble con sonrisa más afec
tuosa. El aturdimiento y la torpeza de aquel provinciano
mantienen la situación a un nivel dulcemente cómico.
Desde ahora hasta el fin irán acumulándose -es el otro
aspecto- sensaciones de tacto: «Le ciñeron el suave
collarín de algodones; le vistieron un peinador bata, un
cendal como un amito, un babero rozagante, solemne
como pelliza de canónigo, una fazaleja atusada y hermo
sa. Y él se miró y se dijo: 'Señor, ¿a qué estaré obligado,
envuelto con estas vestiduras tan amplias y cándidas?'»
Repárese en la suavidad de esos sustantivos -collarín
de algodones, peinador bata, cendal, babero, fazaleja-
Gabriel Miró 173
realzados por los adjetivos «suave», «rozagante», «atu
sada». Además, la sensación táctil no deja de aparecer
ironizada, sobre todo por esas referencias, algunas cleri
cales: cendal, fazaleja, amito, pelliza de canónigo. La
retórica sirve aquí para el contraste sonriente. «¡Señor!»,
dice Sigüenza como los viejos de Azorín, en una frase
de tono a la vez antiguo y eclesiástico: «¿A qué estaré
obligado, envuelto con estas vestiduras tan amplias y
cándidas?» Y «cándidas» alía «blancura» y «candor».
«Las manos del mancebo, sutiles, aladas, se internaron
delicadamente en la frondosidad de su cabellera. Sigüen-
za comenzó a sentir un sueño infantil, una deliciosa
renunciación, un cabal olvido de sí mismo; todo Si-
güenza era piel que se encogía y descogía bajo suaví
simo adobo.» Es casi un «trance» en indulgente carica
tura. Y siempre la sensación de tacto, manifestada hasta
por la retórica arcaizante: «suavísimo adobo». «Y en
tornó los párpados y pensó: Durmamos, alma mía.»
(Eco paródico del imperativo sublime de Segismundo.)
«Pero de tiempo en tiempo llegaba a su oído un plácido
abejeo.» («Abejeo»: palabra que nos insinúa el apoyo
de Naturaleza que es habitual a Miró.) «Era que el oficial
le consultaba con mucha reverencia, y él, sin entenderle,
le respondía débilmente: -Claro, sí. -Y de nuevo dor
mitaba, y otra vez el leve zumbidillo le quitaba de su
letargo, y él decía: -Bueno, sí. Y por último murmuró:
-¡Lo que usted quiera, a mi me es igual! -Y le pasa
ban jabones y pastas; perdióse bajo una espuma que
olía a azahar; le derramaban pomos de fragancia; ardían
junto a sus sienes, junto a su cerviz unas lamparitas de
llamas azules; le daban revistas, libros, anuncios, guías
de la ciudad, cigarritos ya encendidos, y todo se le iba
cayendo blandamente de las manos. De súbito, los dedos
del mancebo, el índice y el cordal, se le fijaron en las
sienes y en la barba, y haciendo una gentil mesura le
dijo: -¿Vamos? -¿Dónde?, preguntó Sigüenza, todo
sobresaltado, viendo sus mejillas jabonosas. El mancebo
hizo una sonrisa menuda, cortesana y seria. Ese vamos
era como un modo de invitación de que ladease, de que
174 Lenguaje suficiente
volviese la cabeza para seguir rasurando.» (563-564) El
claroscuro y la zumba se han sostenido gracias al perso
naje, tan pusilánime que le atemoriza la civilización, y
al idioma relativamente común -con ornamentos nobles.
Miró distingue y acoge al mismo tiempo los dos
polos del espectáculo: el excelente y el deficiente, y su
interpretación tendrá que ser incisiva y amable. «Al lado
encuentra Sigüenza una librería religiosa. Y se adormece
blandamente como si oyera el canto de las tórtolas, leyen
do los dulces títulos de Chispitas de amor, Rocío celes
tial, Ramillete de lo más agradable a Dios, Virginia o la
doncella cristiana, Galería del desengaño. Si por acaso
hay alguna obra profana, siempre es de mucha inocen
cia, sin la más leve duda ni inquietud, como El canario,
su origen, razas, cría, cruzamientos y enfermedades, o el
Manual del ajedrecista.» (575) ¡Maravilloso escaparate
de librería religiosa en España! Enlace con oposición:
«canto de las tórtolas», referido a toda aquella meliflua
beatería, que tanto le interesaba y le gustaba a Miró.
Y junto a esos títulos de la más untuosa devoción, los
títulos concretos y modestos que también le atraen, ele
vados a la categoría ironizada de inocencia. Otro ejemplo.
Ahora es un recién casado con zapatos de charol. «¡Cuan
to charol! pensaba Sigüenza mirándole los pies con mu
cha ternura.» (541) «Ternura» es irónicamente excesivo,
pero ternura o simpatía no deja de haber en los ojos de
Sigüenza. Es el gusto cervantino por el contraste entre
dos niveles. Dice un seminarista loco: «Tengo los ojos
de un águila y soy de la provincia de Gerona.» (879)
Este desnivel se encuentra a cada paso. «Carlos V se
corta el pelo en Barcelona.» (563) Miró ha leído mucho
a Cervantes; lo cita con frecuencia o alude a episodios
y figuras. Representémonos a Miró entre sus dos libros
favoritos: la Biblia y el Quijote. Con ellos se ha formado
su concepción de la realidad. Cervantes le ha fortalecido
aquel poder -sin duda innato- de confrontar en amis
toso cotejo dos zonas que a la vez se exaltan y rebajan
con simpatía y crítica. Por eso persiste el valor de aque
llo mismo en que no se cree del todo. El novelista resul-
Gabriel Miró 175
ta cómplice, al fin, de la equivocac10n, la debilidad, el
ridículo satirizados. Escúchese este breve coloquio: «¡Oh
blancas y fantásticas apariciones que nos traéis la emo
ción de tierras de misterio!», exclama un Sigüenza aqui-
jotado ante un barco de vela. «Pues, Sigüenza, no traen
sino salazones; casi siempre bacalao: -¡Martínez! -Y
lo aborreció.» (524) Martínez es ahora el seudónimo de
Sancho. Dice Félix a Beatriz en Las cerezas del cemen
terio: «¡Eres una princesa vestida de cocinera para dar
de comer a un pobrecito!» (349) Pobrecito frente a
Dulcinea-Aldonza. Este juego cervantino es mucho más
hondo cuando menos lo parece. Se rememora a Daniel
en el foso de los leones: «y el señor Egea cruzaba vale
rosamente sus brazos, viéndose rodeado de feroces leo
nes, enflaquecidos de hambre, que se le postraban y le
lamían desde las rodilleras hasta sus zapatillas de tercio
pelo malva, bordadas por doña Corazón Motos, prima
del hidalgo y dueña de un obrador de chocolates y cirios
de la calle de la Verónica». (701) Todo el párrafo va
derrumbándose desde el foso bíblico hasta una calle
cualquiera de hoy como el primer monólogo de Don
Quijote en su primera salida: desde «Apenas había el
rubicundo Apolo...» hasta «el antiguo y conocido campo
de Montiel». Aquí, por cierto, confluyen los dos gran
des libros. Y el de Daniel es para el personaje -don
Daniel Egea- lo que el de Amadís fue para Don Qui
jote. Así hay que enfocar ese centelleo de retórica más
de una vez denunciado. Centelleo que acompaña al logro
esencial de una lengua verdaderamente expresiva. «¡Y esa
criatura crasa, glotona, torpe, que luda galones y no
sufría ninguna tentación ni se apuraba en la ascética, era
acepta a los ojos del Señor!» (392) Y «acepta» está en
cursiva reticente. Por supuesto, a Miró le encantan esos
insignes vocablos mientras insinúa un guiño. Análogo
placer causaba a Cervantes la prosa caballeresca y pasto
ril; no se sabe siempre hasta dónde la imitación es recreo
poético. «Y las lumbrecillas socarronas de sus ojos ... »
(584) Eran de pájaros: gorriones que miraban a Sigüen-
za. Mucho más se aplican esas palabras a Miró. Lum-
176 Lenguaje suficiente
brecillas socarronas hay en los ojos del levantino, ave
zados a perspectivas del todo caricaturescas. «Le tembla
ban los carrillos y la voz rolliza como otro carrillo.»
(819) Y retratando a «las damas y vírgenes de Oleza»
según la moda del antaño reciente, Miró imagina aque
llos «pechos retrocedidos entre el cañaveral de las
ballenas». ( 863) El registro de nuestro poeta-novelista
es muy amplio y variado. Pero la ironía, aun siendo tan
rectora, ha de tener sus límites, y no todo -asevera el
propio escritor- se debe sujetar a ese tratamiento: «la
ironía como pragmática de conducta, de arte y de diá
logo es casi una farsa.» (581)
IX
Era natural que Miró escogiese la novela como la
forma más propicia al servicio de sus múltiples dotes.
En la novela cabe todo. Y Miró, que se sabía tan lírico,
puso toda su ambición en escribir narraciones. El empe
ño fue logrado. Es tan excepcional su potencia de paisa
jista que parece posponer su vigor novelesco. Dolía
mucho a Miró que se leyesen tales relatos como si no
fueran más que una colección de trozos descriptivos y
líricos. No cometamos ese yerro. Pululan vidas y pasio
nes en el Levante montado por Miró sobre su Levante
real. La novela de mi amigo ( 1908) es la mejor de las
tentativas juveniles. Nuestro padre San Daniel ( 1921) y
El obispo leproso ( 1926) señalan el cenit de la madurez
definitiva. Piedad, crueldad, sensualidad, devoción, amor,
odio mueven y remueven, levantan y destruyen a esta
multitud de señores, clérigos, aldeanos bajo un sol y
una luna universales -sobre todo bajo el sol. Miró es
poeta solar. El estilo denso, compacto, jugoso viene a
ser una pantalla admirable que todo lo refleja, aunque
para algunos lectores constituya un estorbo que no deja
trasparentar el contenido. Hasta para algunos supuestos
cultos la página bien escrita resulta página decorativa, y
toda forma suena a formalismo. En realidad, no hay
Gabriel Miró 177
creación sin su adecuada expresión, y el mundo de Miró
no existiría fuera de esa pasta rebosante de vocabulario.
Así y todo, quizá sean superiores -¿quizá?- a los
relatos largos los breves. Próximos a la experiencia fa
miliar del autor, memorias de la infancia o recuerdos de
un ayer menos remoto, estas narraciones atesoran el
Miró más íntimo y directo: Del vivir ( 1904 ), El humo
dormido (1919) Libro de Sigüenza (1917), Años y
leguas ( 1928). Se titulan «estampas» y son más bien
cuentos y fantasías las composiciones de El ángel, el
molino, el caracol del faro (1921). Aparte resalta en
lugar preeminente la Palestina, centro de aquel orbe:
Figuras de la Pasión del Señor (1916-1917). Algunos
prefieren estos grandes lienzos de museo. (Lienzos con
gran riqueza vital y moral.) A otros lectores seducen los
encantos del humo dormido y las andanzas de Sigüenza.
Sigüenza... ¿Ficción, autorretrato? Sí y no -hasta cier
to punto. Sigüenza fue a Miró lo que Juan de Mairena
fue a Antonio Machado, y Xenius y Octavi de Romeu
fueron para Eugenio d'Ors, lo que Rubín de Cendoya
pudo ser respecto a Ortega, lo que Azorín es para Martí
nez Ruiz. Este franciscano Sigüenza, sin nombre de pila,
pobrecito de Levante, humilde, muy bueno, dulce, ocioso
y curioso, no sin humor en sus aficiones contemplativas
y exploradoras, surge en Parcent, el poblado bíblico, y
su creador le dirige por multitud de rutas. El libro
Años y leguas, acaso el más valioso de Miró, concluye
con una especie de despedida: «Y aquí dejaré a Sigüen-
za quizá para siempre. Conviene dejarlo antes de que se
quede sin juventud. Porque sin un poco de juventud no
es posible Sigüenza.» ( 1061) Pero esa encarnación par
cial de una juventud siguió adelante, más allá de ese
último párrafo, porque Miró, el hombre, fue identificán
dose cada día más con su criatura de imaginación. Mu
chas cartas no tienen más firma que «Sigüenza», equi
valente de un Gabriel privado más que de un público
Miró. Hasta en las conversaciones se refería a sí mismo
desdoblándose en Sigüenza. Sin embargo, el alter ego no
revela sino una parte de Miró, infinitamente más com-
Guillén, 12
178 Lenguaje suficiente
piejo que el cuitado peregrino. Los novelistas no quedan
nunca dentro de un solo personaje. Sigüenza es sólo un
personaje; Miró era un verdadero novelista. Este desa
juste entre el uno y el otro lo demuestra.
Hombre sin par, Gabriel Miró. Guapo, rubio, los ojos
azules, tierno, burlón, gesticulante con todo el cuerpo,
con las manos, con los mil matices de la cara y de la voz.
Brillantísimo, ocurrente, artista que sabe su papel de ar
tista; sólo a gusto en el ámbito doméstico o en el íntimo
rincón, pero ambicioso de gloria; alegre, dolorido, apasio
nado, con una vehemencia traspasada por la más exqui
sita sensibilidad, y sensible, sensible, sensible a todo, y
expresivo como nadie, más que nadie. La palabra oral no
tenía en él menos fuerza que la escrita. La escritura parece
trabajada; de hecho está cerca de lo que fue la conversa
ción de Gabriel Miró, en quien funcionaba siempre su
doble aptitud para sentir y para expresarse. Miró con
suma con extraordinaria intensidad el tipo del hombre
destinado al mundo concreto. Miró o el Hombre Con
creto. De aquel ejemplar -hermoso- de animal humano
emanaba el espíritu como una irradiación luminosa de
la materia. Y la materia-espíritu estaba prodigiosamente
organizada para registrar, padecer, sentir el mundo. Las
sensaciones, las emociones, las pasiones iban desenvol
viéndose en gradaciones continuas. Miró sale a la calle,
y la calle es para él mundo virgen, por vez primera descu
bierto. Ante nosotros se alza un bárbaro que viene con
nuevos materiales. Todo lo contrario de un intelectual, y
mucho menos de un retórico, aunque asome la retórica en
situación subalterna. A este hombre -bárbaro singular:
de gran sabiduría- todo se le vuelve paisaje: la tierra
y sus pobladores, el espacio y el tiempo, porque Miró
ve el paisaje con los ojos y con la memoria. De ahí la
importancia del recuerdo. Miró es frente a la Naturaleza
un sensitivo entusiasta; frente a la sociedad un sensitivo
malicioso. De ahí la importancia de la ironía. Eso es,
en suma, Gabriel Miró: sensibilidad a través del recuerdo
y de la ironía -y expresión.
Tan rica es esta expresión que para algunos lectores
Gabriel Mir6 179
II
Por tantas vías y sin restncc1ones dogmáticas de
escuela -no hay escuela ni dogma- aquellos mucha
chos buscan una poesía que sea al mismo tiempo arte
en todo su rigor de arte y creación en todo su genuino
empuje. Arte de la poesía y, por lo tanto, ninguna simple
efusión -ni al modo del siglo pasado ni con violencia
de informe chorro subconsciente. No hay charlatanería
más vana que la del subconsciente abandonado a su tri
vialidad. En España nunca se contentó nadie con el «do
cumento» superrealista. Arte de la poesía, pero ningún
huero formalismo. Claro que el semiignorante de hoy
llama -con porte de fiscal- formalismo a la plenitud
de una forma bien trabajada, es decir, cuidadosamente
ajustada a su contenido. Son muy variados y muy nume
rosos los metros, las estrofas, las modulaciones, los rit
mos que entonces se emplean. Forzoso es apelar al
término de maestría. Algunos lo sustituyen por el de
virtuosismo. En «virtuosismo» hay «virtud», pero mor
dida, rebajada. Sin embargo, «virtud» resiste bajo la
denuncia. Aquella maestría fue lograda en algunas oca
siones con precoz rapidez. Así, Rafael Alberti, casi, casi
maestro de nacimiento. No podría oponerse el dominio
de algunos a la espontaneidad de otros, porque esos otros
-Lotea, por ejemplo- eran tan «sabios» como sus
Apéndice: lenguaje de poema, una generación 187
compañeros profesores. Poesía como arte de la poesía:
forma de una encarnación. Podríamos escribir esta pala
bra con mayúscula: misterio de la Encarnación. El espí
ritu llega a ser forma encarnada misteriosamente, con
algo irreductible al intelecto en estas bodas que funden
idea y música.
Idea es aquí signo de realidad en estado de senti
miento. La realidad está representada. pero no descrita 1
seffi un parecido inmediato. Realidad, no realismo. y_el ,
sentimiento, sin el cual no hay poesía, no ha menester ·.
de gesticulación. Sendiniento, no sentimentalismo, que
foe condénado entonces como la peor de las obscenida
des. Esta mesura en la manifestación de las emociones ,
guarda. su vehemencia, más aún, redobla su intensidad. ·
Pero hay oídos sordos para quienes tales armonías se
confunden casi con el silencio. De ahí que algunos de
estos poetas fuesen juzgados fríos, aunque se consagra
ran. a declarar su entusiasmo por el mundo, su adhesión
a la vida, su amor al amor. El cambio en los medios ex- '
presivos no permite ver a ciertos lectores -que termi
narán, después de años de aprendizaje, por entender y
sentir un cálido poema erótico como tal poema erótico.
Esos lectores añadían al reproche de la frialdad el de la
abstracción. ¡Eran tan intelectuales estos poetas! En
efecto, muchas abstracciones se entrelazaban con los com
ponentes más plásticos en algunos de aquellos poemas.
Esto ha ocurrido siempre, y no hay lenguaje sin com
binación de lo intelectual con lo concreto. De todos
modos, jamás soñó nadie con una poesía de la pura
inteligencia. Tenía razón Antonio Machado en sostener
que «el intelecto no canta». Los poetas incriminados no
pretendieron nunca prescindir del manantial en que nace
la lírica eliminando el corazón. El gran don Antonio,
justo de pensamiento, disparaba sin dar en ningún blan
co. Aquellos poetas no se habían «saltado» nada, nada
esencial: eran poetas. (Por otra parte, Machado se acer
caba al borde de la lírica en aquellos aforismos versifi
cados, tan próximos a las disertaciones del profesor Juan
de Mairena.)
188 Jorge Guillén
En suma, los poetas de los años 20 eran, si no fríos
y sólo abstractos, por lo menos difíciles, herméticos, os
curos. Difíciles, sí, como muchos otros poetas. ¿Hermé
ticos? Esta palabra, con la que se suele designar a sus
contemporáneos italianos, no prevaleció en España. ¿Os
curos? Es término anticuado. A la larga fue disipándose
casi toda la oscuridad, más tolerada en los autores de
gran delirio con discurso muy libre --como Vicente
Aleixandre- que en los de composición más lógicamen
te apretada como Jorge Guillén. Sería imposible, además,
dividir a estos poetas en dos grupos: los fáciles y los
arduos. (División que disgustaba a Lorca.) Verdad es
que Poeta en Nueva York no parece más sencillo que
La voz a ti debida o Cántico. El lenguaje que presume
de ser muy racional -el de la política verbi gratia-
¿ no encierra ya un semillero de confusiones? Será más
fértil en confusiones el lenguaje de quien acude, refi
riéndose a su vida más profunda, a la ambigüedad de
las imágenes. Aquellos poetas hablaban por imágenes.
Y en este punto -la prepotencia metafórica- se reúnen
todos los hilos. El nombre americano de imagists podría
aplicarse a cuantos escritores de alguna imaginación es
cribían acá o allá por los años 20. Góngora, Rimbaud,
Mallarmé y más tarde otras figuras -de Hopkins a
Eluard- son estímulos que conducen a refinar y multi
plicar las imágenes. De ese modo, como se dice en el
Romancero gitano, «la imaginación se quema». Este cul
tivo de la imagen es el más común entre los muy diver
sos caracteres que juntan y separan a los poetas de
aquellos años, y no sólo a los españoles. Imagen se deno
mina una obra temprana de Gerardo Diego. El cultivo se
convierte en un culto supersticioso. Los más extremos
reducen la poesía a una secuencia de imágenes entre
las que se han suprimido las transiciones del discurso.
No quedan más que frases sueltas, última condensación
de la actividad literaria. Cualquier enlace en función
lógica y gramatical es sospechoso de inercia poética. Las
imágenes mismas tampoco se someten a relaciones ob
servadas. Superviviente a pesar de todo, la realidad no
Apéndice: lenguaje de poema, una generación 189
será reduplicada en copias sino recreada de manera libé
rrima. Esa libertad expresará más el mundo interior del
hombre -«el subconsciente» se le llamaba a menudo-
que las realidades según las categorías de la razón. Por
supuesto, los grados de equivalencia entre lo real y lo
imaginativo varían mucho. Ciertos escritores quieren
alzarse a una segunda realidad, independiente de la pri
mera realidad común: autonomía de la imagen.
III
El poeta siente en su plenitud etimológica el vocablo
«poesía». (Pero esta «creación» será, quiéralo o no, se
gunda respecto a la del primer creador del Génesis.
Todos los poetas son «poetes du dimanche», del domin
go que sigue al sábado en que descansó Jehová.) Hay
que recoger, para evocar la atmósfera de aquellos años,
esta voluntad de poesía como creación, de poema como
quintaesenciado mundo. Grave o alegremente, las obras
de aquel tiempo apuntan a una meta esencial, y son todo
excepto el deporte sin trascendencia que algunos comen
taristas vieron en aquella pululación de imágenes. Nada
más serio, además, que jugar en serio, y es indudable
que en 1925, en 1930, en 1935 se jugó a la mejor poesía
asequible con toda ingenuidad. Aquellos poetas no se
creían obligados a ejercer ningún sacerdocio, y ninguna
pompa religiosa, política, social acartonaba sus gestos.
Gestos de espectáculo no había. Sí había propósitos de
rigurosa poesía como creación. ¿Y si el poema fuese
todo él poético? Esta ambición flotaba difusa en la brisa
de aquellas horas. Era preciso identificar lo más posible
poesía y poema. Sería falso imaginarse una doctrina or
ganizada. Abundaban, eso sí, las conversaciones -y los
monólogos- sobre los aspectos generales de aquel me
nester o mester. «Ismos» no hubo más que dos, después
del ultraísmo preliminar: El creacionismo, cuyo Alá era
'' Vicente Huidobro, eminente poeta de Chile, y cuyos
1 I Mahomas eran Juan Larrea y Gerardo Diego, y el su-
190 Jorge Guillén
perrealismo, que no llegó a cuajar en capilla, y fue más
bien una invitación a la libertad de las imaginaciones. Por
unos o por otros caminos se aspiró al poema que fuese
palabra por palabra, imagen a imagen, intensamente
poético.
¿Poesía pura? Aquella idea platónica no admitía reali
zación en cuerpo concreto. Entre nosotros nadie soñó con
tal pureza, nadie la deseó, ni siquiera el autor de Cánti
co, libro que negativamente se define como un anti-
Charmes. Valéry, leído y releído con gran devoción por
el poeta castellano, era un modelo de ejemplar altura en
el asunto y de ejemplar rigor en el estilo a la luz de una
conciencia poética. Acorde al linaje de Poe, Valéry no
creía o creía apenas en la inspiración -con la que siem
pre contaban estos poetas españoles: musa para unos,
ángel para otros, duende para Larca. Esos nombres diur
nos o nocturnos, casi celestes o casi infernales, designa
ban para Larca el poder que actúa en los poetas sin
necesidad de trance místico. Poder ajeno a la razón y a
la voluntad, proveedor de esos profundos elementos im
previstos que son la gracia del poema. Gracia, encanto,
hechizo, el no sé qué y no «charme» fabricado. A Valéry
le gustaba con placer un poco perverso discurrir sobre
«la fabricación de la poesía». Esas palabras habrían sona
do en los oídos de aquellos españoles como lo que son:
como una blasfemia. «Crear», término del orgullo, «com
poner», sobrio término profesional, no implican fabrica
ción. Valéry fue ante todo un poeta inspirado. Quien
lo es tiene siempre cosas que decir. T. S. Eliot, gran
crítico ya en los años 20, lo ha dilucidado más tarde con
su habitual sensatez: «Poets have other interests beside
poetry -otherwise their poetry would be very empty:
they are poets because their dominant interest has been
in turning their experience and their thought... into
poetry.» El formalismo hueco o casi hueco en un mons
truo inventado por el lector incompetente o sólo se
aplica a escritores incompetentes.
Si hay poesía, tendrá que ser humana. ¿Y cómo po
dría no serlo? Poesía inhumana o sobrehumana quizás
Apéndice: lenguaje de poema, una generación 191
ha existido. Pero un poema «deshumano» constituye una
imposibilidad física y metafísica, y la fórmula «deshuma
nización del arte», acuñada por nuestro gran pensador Or
tega y Gasset, sonó equívoca. «Deshumanización» es con
cepto inadmisible, y los poetas de los años 20 podrían
haberse querellado ante los Tribunales de Justicia a
causa de los daños y perjuicios que el uso y abuso de
aquel novedoso vocablo les infirió como supuesta clave
para interpretar aquella poesía. Clave o llave que no
abría ninguna obra. Habiendo analizado y reflejado nues
tro tiempo con tanta profundidad, no convenció esta vez
Ortega, y eso que se hallaba tan sumergido en aquel am
biente de artes, letras, filosofías. No ha de olvidarse
-porque en el olvido habría ingratitud- la ayuda ge
nerosa que Ortega prestó a los jóvenes desde su Revista
de Occidente. En una de sus colecciones -Nova Novo-
rum- fueron publicados cuatro libros: Romancero gita
no, Cántico, Seguro azar, Cal y canto. Es placentero -y
melancólico- recordar aquellos años en que la Revista
de Occidente, según nuestro amigo Henri Peyre, forma
ba con La Nouvelle Revue Franfaise y The Criterion la
suma trinidad de revistas europeas. ¡Y precisamente fue
el gran Ortega quien forjó aquella palabra! No era justa
ni referida a las construcciones abstractas del cubismo.
¿Quién sino hombres con muchos refinamientos huma
nos -Juan Gris, Picasso, Braque- pintaban aquellas
naturalezas muertas nada muertas? Se concibe, sí, una
pintura no figurativa. Pero la palabra es signo y comuni-
1 cación: signo de una idea, comunicación de un estado
-como repite Vicente Aleixandre. Otra cosa habría sido
' hablar de antisentimentalismo, de antirrealismo.
IV
Los grandes asuntos del hombre -amor, universo,
destino, muerte- llenan las obras líricas y dramáticas
de esta generación. (Sólo un gran tema no abunda: el
religioso.) Cierto que los materiales brutos se presentan
recreados en creación, trasformados en forma, encarna-
192 Jorge Guilél n
dos en carne verbal. Cierto que esa metamorfosis evita
la grandilocuencia y se complace en la sobriedad y en la
mesura. El idioma español posee el vocablo «efectismo».
Pues el efectismo es lo que se prohíben estos poetas.
Efectista no fue la generación en que descollaba un
poeta trágico, el único grande entre nosotros después de
Calderón. El «duende» de Larca nada tenía que ver con
la insistencia gesticulante. A pesar de todo, algunos jóve
nes españoles de hoy -¡y con qué nostalgia se dice aquí
«jóvenes»!- caen en la ingenuidad de creer que ellos
han descubierto la poesía humana. Valga ahora la ex
clamación popular. ¡Santa Lucía proteja su perspicacia!
Ahí está la poesía de aquel decenio; léase o reléase con
la actual perspectiva, y se verá si «deshumanización» o
«asepsia» sirven para entender aquellas páginas. Verdad
es que «asepsia» vagaba en el aire más vago de entonces.
Pero pertenecía al léxico superficial, y ninguna presión
ejercía durante la etapa creadora.
Aquí no se pretende reanimar sino ese aire común
que respiran algunos amigos hasta en sus soledades, y
no sólo en cafés, en tertulias. No hay programa, no hay
manifiesto con agresión y defensa. Hay diálogos, cartas,
comidas, paseos, amistad bajo la luz de Madrid, ciudad
deliciosísima, aún Corte con augurio de República, don
de tanto ingenio se despilfarra y tantas horas pierden
—o parecen perder— aquellos laboriosos intelectuales y
artistas que trabajan por la cultura de su país. Cultura
con sentido liberal. Estos poetas, procedentes de una
burguesía nada ociosa, si no actúan como militantes en
política, no la desconocen, orientados hacia una futura
España más abierta. Algunos, torpes, han llamado «ge
neración de la Dictadura» a la de Salinas y sus amigos,
cuando ninguno de ellos participó de ningún modo en el
régimen de Primo de Rivera, tan anticuadamente dicta
torial que no obligó a concesiones en el comportamiento
ni en los escritos de esa generación. Escritores de dic
tadura surgen más tarde. Entre el 20 y el 36 había tiem
po libre: libre para que se cumpliese cada destino indi
vidual.
Apéndice: lenguaje de poema, una generación 193
Aquellos poetas, muy bien avenidos, eran muy
diferentes. Cada uno tenía su voz. Antonio Machado
se paraba a distinguir las voces de los ecos. Allí no
sonaban más que voces propias, y así lo reconoció el
gran don Antonio, que respetaba a estos poetas, aunque
tal vez no viese claras algunas de sus obras. Poetas
afortunados: en seguida fueron acogidos. A esta rapidez
en el acogimiento, debida a sabe Dios cuántas circuns
tancias, contribuyó la definición tan evidente de cada
figura. Hostilidad de público -un público poco exten
so- no había. Eran poetas de los llamados «de vanguar
dia»: otra palabreja de aquel tiempo. Aquella metáfora
militar no convenía a quienes no luchaban con nadie en
ningún frente. Tampoco se proponían una meta deto
nante. La meta, difícil siempre, era esa expresión justa
que corresponde a eso que se está queriendo manifestar.
Y así, buscando su nota genuina, resultaron modernos,
acordes a su época. Nunca falta lector o espectador que
sospeche malicia, truco, insinceridad, ansia de fama en
pintores o escritores de veras nuevos -sin advertir que
están jugándose la vida a cada pincelada, a cada rasgo.
V
¿Cómo se expresa esta generac1on, cuál es su pala
bra? ¿Es imposible reducir a unidad el lenguaje -o los
lenguajes- de escritores tan diversos? Joaquín Gonzá
lez Muela ha intentado formular esos estilos en exacta
síntesis. ¿Qué tienen de análogo Salinas y Altolaguirre,
Prados y Cernuda? Alrededor de una mesa fraternizan,
se comprenden, hablan el mismo idioma: el de su gene
ración. A la hora de la verdad, frente a la página blanca,
cada uno va a revelarse con pluma distinta. Esta pluma
se mueve desde los artificios de la métrica tradicional
hasta las irregularidades del versículo. No se ha roto
con la tradición, y la^ novedades de Rubén Daría y de
sus continuadores van a ser ampliadas por estos poetas
que, si ponen sordina en las innovaciones, no se cir-
Guillén., 13
194 Jorge Guilél n
cunscriben a las formas empleadas por los maestros
remotos o inmediatos. La ruptura con el pasado fue
mucho mayor en las generaciones contemporáneas de
otros países. A la herencia española no se renunció, y
esta herencia no coartó el espíritu original. ¿Qué poeta
de entonces, francés, italiano, sobre todo italiano, se
habría atrevido a escribir sin ruborizarse un soneto?
Para aquellos españoles, el soneto podía ser escrito en
un acto de libertad, conforme a su «real gana» poética.
Hasta un Salinas, un Aleixandre compusieron algún so
neto, y no por capricho de «virtuoso»: así convenía a
su impulso creador. Por eso es tan rico el repertorio
formal de esta generación, que rehuyó el voto de pobre
za exigido por la modernidad a muchos de sus secuaces.
Hay una censura que jamás se ha dirigido a estos poe
tas: que escriban mal. Sí se les ha reprochado que escri
ben demasiado bien. Esta objeción es, en realidad, un
elogio -acompañado de zancadilla. En suma, ni en el
caso de Larca la genialidad autorizaba una escritura ge
nialmente informe, un abandono a los poderes oscuros.
La más ligera canción aparecía redactada con los primo
res del arte, y los versículos de La destrucción o el amor,
de los Hijos de la ira -años después- estaban con
toda puntualidad respirados. Las maneras más divergen
tes se sucedían según variaba el mismo autor- así,
Gerardo Diego- y hasta se contraponían en la misma
obra, como en su Fábula de Equis y Zeda.
Todo nombre unificador de un período histórico es
inventado o aceptado por la posteridad. Si a Poliziano
le habría sorprendido el mote de «renacentista», a Ver-
laine -lo sabemos- no le agradaba el título de «sim
bolista». Cierto que desde el siglo xrx han pululado las
teorías y los «ismos». No en España. Por excepción hubo
un ultraísmo; el creacionismo -como el modernismo-
procedía de América. El cubismo -parcialmente de
origen español merced a Picasso, a Juan Gris- se elabo
ró en Francia. ¿Cómo designar los años tan revueltos y
tan fecundos entre las dos guerras mundiales? No hay
etiqueta verosímil, sobre todo para los actores de aque-
Apéndice: lenguaje de poema, una generación 195
llas aventuras. «Aire de época» no significa «estilo de
grupo», de un grupo determinado. Una generación po
see éstas o las otras aficiones, pero no desarrolla una
línea de escuela, de lenguaje. Al empleo de su lenguaje
se lanzaron aquellos poetas sin desconfiar de su eficacia.
Dice Wladimir Weidlé: «En España, los poetas no están
obligados a desconfiar excesivamente de la lengua de
cada día, pues esta lengua está mucho menos despoeti
zada que en Francia o en Inglaterra.» El castellano es,
además, un idioma copioso, flexible, y más que nunca
en los escritos de la generación precedente. ¿Qué ocu
rrió después?
La _Eoesía no requiere ningún especial lenguaje poé-
tLc2. l'Jingüria palabra está de antemano excluida; cual
quier giro puede configurar la frase. Todo depende, en
resumen, del contexto. Sólo importa la situación de cada
componente dentro del conjunto, y este valor funcional
es el decisivo. La palabra «rosa» no es más poética que 1
la palabra «política». Por supuesto, «tosa» huele mejor
que «política»: simple diferencia de calidades reales para •
el olf^^Dice Shakespeare, o más bien Julieta a Ro
meo: «... a rose / By any other name would smell as
sweet.») Belleza no es poesía, aunque sí muchas veces
su aliada. De ahí que haya más versos en que se acomode
«rosa» que «política». A priori, fuera de la página, no
puede adscribirse índole poética a un nombre, a un ad
jetivo, a un gerundio. Es probable que «administración»
no haya gozado aún de resonancia lírica. Pero mañana,
mañana por la mañana podría ser proferido poéticamente
con reverencia, con ternura, con ira, con desdén. «¡Ad
ministración!» Bastaría el uso poético, porque sólo
es poético el uso, o sea, la acción efectiva de la palabra
dentro del poema: único organismo real. No hay más
que lenguaje de poema: palabras situadas en un conjun
to. Cada autor siente su preferencias, sus aversiones y
determina sus límites según cierto nivel. El nivel del
poema varía; varía la distancia entre el lenguaje ordina
rio y este nuevo lenguaje, entre el habla coloquial y
esta oración de mayor o menor canto. A cierto nivel se
196 Jorge Guillén
justifican las inflexiones elocuentes. Nada más natural, a
otro nivel, que las inflexiones prosaicas, así ya no prosai
cas. En conclusión, el texto poético tiene su clave como el
texto musical. Absurdo sería trasferir notas de La reali
dad y el deseo a Soledades juntas, a Jardín cerrado. Len
guaje poético, no. Pero sí lenguaje de poema, modulado
en gradaciones de intensidad y nunca puro. ¿Qué sería
esa pureza, mero fantasma concebido por abstracción? La
poesía existe atravesando, iluminando toda suerte de
materiales brutos. Y esos materiales exigen sus nombres
a diversas alturas de recreación. Sólo en esta necesidad
de recreación coincide el lenguaje de estos poetas inspi
rados, libres, rigurosos.
VI
Sabe Dios cuánto habría durado aquella comunidad de
amigos si una catástrofe no le hubiese puesto un brusco
fin de drama o tragedia. Tragedia absoluta fue la muerte
de Federico García Larca, criatura genial. Tragedia con
su coro: España, el mundo entero. También nos falta el
mayor, de aquel grupo, fallecido prematuramente (1951,
Boston) en plena madurez de producción. El final de Cán
tico le llama «amigo perfecto», y así lo fue siempre con
una continua generosidad inextinguible. A todos nos ha
conmovido la muerte de Manuel Altolaguirre ( 1959) en
un azar de carretera castellana. Emilio Prados ( 1962) y
Luis Cernuda ( 1963) fallecieron en México.
Nuestra generación trabajó como grupo entre 1920 y
193 6. Aquellas reuniones en Madrid terminaron aquel
año de la guerra, preludio de la Segunda Guerra Mun
dial. Pero no podría llamarse «lost generatiom> a la de
estos poetas; a pesar de tantas vicisitudes, han seguido
adelante. Pedro Salinas se creció mucho en América y
nunca fue tan fecundo como en el decenio del 40. Ge
rardo Diego, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso han
ampliado y ahondado su labor juvenil. Los demás, en
emigración forzosa o voluntaria, han sido fieles a sus vo-
Apéndice: lenguaje de poema, una generación 197
Góngora
Las citas de Góngora se refieren a las Obras completas, reco
pilación, prólogo y notas de Juan e Isabel Millé y Giménez,
Aguilar, Madrid, 4.ª ed., 1956.
P. 35. Dámaso Alonso, La lengua poética de Góngora, Re
vista de Filología Española, anejo XX, Madrid, 1935, pp. 17-18.
P. 36. Dámaso Alonso, op. cit., p. 40. Véase también de
Dámaso Alonso Góngora y el «Polifemo», Gredos, Madrid, 1961,
tomo I, pp. 87-95.
P. 37. Fernando de Herrera, Obras de Garci Lasso de la
Vega, con anotaciones, Alonso de la Barrera, Sevilla, 1580, pp. 574
575.
P. 38. Andrés Cuesta, Notas al Polifemo, Ms. 3906 en la
Biblioteca Nacional de Madrid, folio 330.
Juan Corominas, Diccionario crítico etimológico, Gredos y Ber
na, Madrid, 1956, t. III, p. 1069.
Antonio Vilanova, Las fuentes y los temas del Polífemo de
Góngora, Revista de Filología Española, anejo LXVI, Madrid,
1957, t. I, pp. 844-845.
Dámaso Alonso, La lengua de Góngora, pp. 45-46.
P. 39. Manuel y Antonio Machado, Obras completas, Pleni
tud, Madrid, 1951, p. 1013.
P. 45. Don García de Salcedo Coronel, Fábula de Polifemo
y Galatea, Madrid, 1629, f. 103.
P. 46. Don Joseph Pellicer de Salas y Tovar, Lecciones solem
nes a las obras de Don Luis de Góngora y Argote, Píndaro Anda
luz, Príncipe de los Poetas líricos de España. En la Imprenta del
Reino, Madrid, M.DC.XXX, fs. 318-319.
Sobre Clori, Dámaso Alonso, Góngora y el «Polifemo», t. II,
páginas 146-147.
Antonio Vilanova, op. cit., t. I, p. 789.
P. 47. Góngora, Las Soledades, ed. de Dámaso Alonso, So
ciedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1956, p. 147.
P. 49. Francisco de Aldana, Obras completas, ed. de Manuel
Moragón Maestre, Consejo..., Madrid, t. I, 1953, p. 152.
P. 50. C. Marcilly, Góngora, poete de l'espace et du temps,
en «Bulletin de la Faculté des Lettres de Strasbourg», Estras
burgo, marzo 1951, pp. 243-246 y 238-239.
P. 51. Francisco García Lorca, Análisis de dos versos de Gar-
cilaso, en Hispanic Review, abril 1956, pp. 87-100.
Dámaso Alonso, Góngora y el «Polifemo», t. II, pp. 201-202.
Dámaso Alonso, Estudios y ensayos gongorinos, Gredas, Ma
drid, 1955, pp. 336-337.
Antonio Vilanova, op. cit., t. II, p. 327.
P. 53. Pellicer y Alfonso Reyes, citados por los Millé, pá-
204 Notas
gina 1186. También Antonio Vilanova, op. cit., t. II, pp. 134-136,
y Dámaso Alonso, Góngora y el «Polifemo», t. II, pp. 162-164.
P. 53. Pellicer, op. cit., f. 323.
P. 56. Dámaso Alonso, Las Soledades, p. 183.
P. 56. Dámaso Alonso, ibid., p. 145.
P. 57. Pedro Díaz de Ribas, Anotaczones al Polifemo. Ms. 3906
en la Biblioteca Nacional de Madrid, f. 136 v.: «Aunque la haya
parece árbol inepto para navíos porque con el humor se corrom
pe y es poroso y lento con todo eso es cosa cierta que de él se
hacen navíos porque éstos tienen en los costados dos órdenes
de tablas y los que lava el agua son de robre (materia sólida)
pero las tablas interiores son de haya y todo el demás apa
rato del navío como mástiles, aposentos de popa por ser materia
ligera que no se agrava el navío y sí la mayor de él consta de
haya con mucha razón el poeta lo llamó así.»
Salcedo Coronel, op. cit., f. 110.
Pellicer, op. cit., f. 330.
P. 58. Andrés Cuesta, op. cit., f. 308; Pellicer, op. cit., f. 65;
Salcedo Coronel, op. cit., 18 r. y v.
Edward Churton, Góngora, An Historical and Critical Essay
on the Times of Philip III and IV of Spain, John Murray,
Londres, t. II, 1862, p. 200: «No beast in all her wilds Trinacria
rear'd... Panther or pard, whose toar the wood-gods fear'd.»
Antonio Vilanova, op. cit., t. I, pp. 498-499.
Dámaso Alonso concluye: «que habla de fieras en general y
no de una en particular se deduce de varios indicios». Góngora y
el «Polifemo», t. II, pp. 80-81.
Tomé Pinheiro da Veiga, La Fastiginia, ed. de Narciso Alonso
Cortés, Valladolid, 1916, pp. 25 y 45.
P. 59. Andrés Cuesta, op. cit., f. 341.
Salcedo Coronel, op. cit., f. 47 v., 48 r.
P. 60. Dámaso Alonso, Las Soledades, p. 178.
P. 64. Dámaso Alonso, Las Soledades, «Cruz y Raya», Madrid,
1936, pp. 396 y 427.
P. 64. Pedro Salinas, Reality and the Poet in Spanish Poetry.
The Johns Hopkins Press, Baltimore, 1940, p. 146.
P. 66. Andrés Cuesta, op. cit., f. 314.
P. 67. Stéphane Mallarmé, Correspondance, 1862-1871, ed. de
Henri Mondor y Jean-Pierre Richard, Gallimard, París, 1959, pá
gina 245.
P. 68. T. S. Eliot, On Poetry and Poets, Parrar, Straus and
Cudahy, Nueva York, 1957, p. 22.
P. 69. Dámaso Alonso, Poesía española, Ensayo de métodos y
límites estilísticos, Gredos, Madrid, 1952, p. 388.
P. 69. Lupercio y Bartolomé L. de Argensola, Rimas, ed. de
José Manuel Blecua, Institución «Fernando el Católico», Zarago
za, t. II, 1951, p. 669.
P. 70. T. S. Eliot, op. cit., p. 24.
Notas 205
Bécquer
Se ha citado a Bécquer según las Obras completas, sexta edi
ción, cuidada por Dionisio Gamallo Fierros, Aguilar. Madrid,
1949. También se han tenido en cuenta las Páginas desconocidas,
Madrid, .3 vol., 1923.
P. D...... Páginas desconocidas.
P. 114. J. P. F. Richter (Jean Paul), Siimtliche Verke, Reiner,
Berlín t. XIII, 1860-1862, p. 227.
Jean Paul, Siimtliche Werke, ed. de Berend, Weímar, t. II, 1931,
página 436.
Jean Paul, Campaner Thal and other writings, U. S. Book
Company, Nueva York, s. a., p. 373.
Novalis, The disciples at Sazs and others fragments, Londres,
1903, p. 79.
Novalis, Schriften, ed. de Kluckhohn, Leipzig, s. a., t. III,
páginas 117 y 291.
Holderlin, Werke, Tempel-Klassíker, Berlín, t. II, p. 6.
P. 115. Robert Wernaer, Romanticism and the romantic
school in Germany, Appleton, Nueva York-Londres, 1910, p. III.
Albert Béguin, L'áme romantique et le réve, Les Cahiers du
Sud, Marseille, 1937, t. II, pp. 280 y 288.
Alfred de Vigny, La Maison du Berger.
Charles Nodier, Cantes fantastiques, Fasquelle, París, 1904, pá
gina 295.
Charles Nodier, Cantes de la Veillée, Fasquelle, París, p. 199.
P. 116. Albert Béguin, op. cit., t. II, pp. 338-340.
Gérard de Nerval, Oeuvres, ed. de Albert Béguin y Jean ^A-
ter, Bibliotheque de La Pléiade, París, 1952, p. 359.
Samuel T. Coleridge, Complete Works, Harper, Nueva York,
tomo IV, 1853, p. 57.
P. 118. José María de Cossío, Notas y estudios de crítica
lite1·aria, Poesía española, Notas de asedio, Espasa-Calpe, Ma
drid, 1936, p. 332.
P. 123. Marce! Proust, A la recherche du temps perdu, Bi-
bliotheque de la Pléiade, París, t. I, 1954, p. 48.
P. 124. Friedrich Schlegel's Jugend schriften, t. II, 1908, pá
gina 187.
P. 125. Achim von Arnim, Werke, ed. de Bing, Leipzig, 1908,
tomo II, p. 21.
Novalis, Schriften, ed. de Kluckhohn, Leipzig, s. a., t. I, p. 186.
P. 130. Narciso Campillo, Biografía de Gustavo Adolfo Béc-
quer, en La Ilustración de Madrid, t. I, 1871, p. 12. También
en Páginas desconocidas, t. I, pp. 13-27.
Notas 207
P. 133. Rafael Alberti, Mundo y vigilia de Gustavo Adolfo
Bécquer, en El Sol, Madrid, 6 septiembre 1931.
Joaquín Casalduero, Las «Rimas» de Bécquer, en Cruz y Raya,
Madrid, noviembre 1935, pp. 99-100.
P. 135. Luis Cernuda, Bécquer y el romanticismo español, en
Cruz y Raya, Madrid, mayo 1935, p. 47.
P. 135. Dámaso Alonso, Ensayos sobre poesía española, Re
vista de Occidente Argentina, Buenos Aires, 1946, p. 275.
P. 139. Edmund L. King, Gustavo Adolfo Bécquer. From
Painter to Poet, Editorial Parma, México, 1953, pp. 110 y 153.
P. 140. José Pedro Díaz, G. A. Bécquer. Vida y poesía, La
Galatea, Montevideo, 1953, p. 240.
Edmund L. King, op. cit., p. 120.
Gabriel Miró
Las frases de Gabriel Miró se citan según las Obras completas,
Biblioteca Nueva, Madrid, 1943.
P. 153. Flaubert, Oeuvres, Bibliotheque de la Pléiade, Pa
rís, t. I, 1946, p. 198: «J'ai envíe de voler, de nager, d'aboyer,
de beugler, de hurler. Je voudrais avoir des ailes, una carapace,
une écorce, souffler de la fumée, porter une trompe, tordre mon
corps, me diviser partout, etre un tout, m'émaner avec les odeurs,
me développer comme les plantes, couler comme l'eau, vibrer
comme le son, briller comme la lumiere, me blottir sur toutes
les formes, pénétrer chaque atome, descendre jusqu'au fond de
la matiere! »
P. 154. José Somoza, Una mirada en redondo. A los sesenta
y dos años (Salamanca, 1883 ), en Leopoldo Augusto de Cueto,
Poetas líricos del siglo XVIII, B. A. E., t. III, p. 554: «El cam
po ha sido y es mi amigo íntimo, y así no hay una sombra, un
soplo de aire, un ruido de hojas o aguas que yo no sepa entender
ni apreciar. Pero, ¡cosa rara! el campo que no es de mi país no
es comprensible para mí, ni me da casi placer.»
Pedro Salinas, prólogo en Gabriel Miró, Obras completas, edi
ción conmemorativa, t. VII, Libro de Sigüenza, p. XVI.
P. 155. Joaquín Casalduero, Gabriel Miró y el cubismo, en
La Torre, Puerto Rico, abril-junio 1957, p. 80.
P. 156. Miguel de Unamuno, prólogo en Gabriel Miró, Obras
completas, t. II, Las cerezas del cementerio, p. XIII.
P. 160. Ernest Renan, Souvenirs d'enfance et de jeunesse,
en Oeuvres completes, Calman-Lévy, t. II, 1948, p. 713: «Une
des légendes les plus répandues en Bretagne est celle d'une pré-
tendue ville d'ls, qui, a une époque inconnue, aurait été englou-
tie par la mer. On montre, a divers endroits de la cote, l'em-
placement de cette cité fabuleuse, et les pecheurs vous en font
208 Notas
Guilén, 14
Palabras preliminares ..................................................... 7
Notas .....................................................
211
"Si el valor estético es inherente a todo el lenguaje,
no siempre el lenguaje se organiza como poema.
¿Qué hará el artista para convertir las palabras de
nuestras conversaciones en un material tan propio y
genuino como lo es el hierro o el mármol a su
escultor?" En las páginas del presente libro
— primeramente conferencias en la cátedra Charles
Eliot Norton de la Universidad de Harvard—
JORGE GUILLEN se enfrenta con esa pregunta,
cuya contestación implica una elucidación de las
relaciones entre LENGUAJE Y POESIA y de cómo
los componentes prosaicos se trasforman en elemento
idóneo para la lírica. El autor de 'Cántico" analiza
las obras de algunos poetas españoles que resultan
ejemplares para los propósitos de la indagación:
Berceo, que dispone sus frases a muy corta distancia
del nivel prosaico, pero cuyo idioma vivo es
profundamente poético; Góngora, suma encarnación
de la lengua poética; San Juan de la Cruz y Bécquer,
que estiman insuficiente la palabra para la expresión,
ya de lo inefable místico, ya de lo inefable visionario;
Gabriel Miró, que acepta el idioma como maravilloso
medio expresivo. La obra, a la vez paradigma de
análisis literario y pieza de una original y renovadora
poética, concluye con un capítulo sobre el grupo
de poetas —Salinas, Lorca, etc.— que vivieron y
escribieron en España entre 1920 y 1936 y que,
a pesar de lo muy personales que fueron sus voces,
presentan los rasgos característicos de una generación
literaria, preocupada por los grandes asuntos
—amor, universo, destino, muerte— del hombre
dominada por la voluntad de poesía como cr
11DI*O oe OO1S111O
Alianza Editorial %
Madrid *&^