Jorge Guillén Álvarez - Lenguaje y Poesía-Alianza (1969) (Blanco y Negro)

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Lenguaje y poesía

Sección: Literatura
Jorge Guillén:
Lenguaje y poesía
Algunos casos españoles

MIDDLEBURY COLLEGE LIBRARJ,


MIDDLEBURY, VERMONT 05753

El Libro de Bolsillo
Alianza Editorial
Madrid
l^
La pri.mera ed1ºc1.o'n de esta obra fue publicada por Harvard
University Press, de Cambridge (U. S. A.), con el título
^nguage and Poet^ 'i/Hin
La primera edición de esta obra, en lengua fue
publicada por Revista de Occidente, S. A., Madrid, 1962.

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© Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1961


© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1969
Calle Milán, 38; T200 0045
Depósito legal: M. 16.252-1969
Cubierta: Daniel Gil
Impreso en España por Ediciones Castilla, S. A.
Calle Maestro Alonso, 21, Madrid
Printed in Spain
Palabras preliminares

No partamos de «poesía», término indefinible. Diga­


mos «poema» como diríamos «cuadro», «estatua». Todos
ellos poseen una cualidad que comienza por tranquilizar­
nos: son objetos, y objetos que están aquí y ahora, ante
nuestras manos, nuestros oídos, nuestros ojos. En reali­
dad, todo es espíritu, aunque indivisible de su cuerpo.
Y así, poema es lenguaje. No nos convencería esta pro­
posición al revés. Si el valor estético es inherente a todo
lenguaje, no siempre el lenguaje se organiza como poema.
¿Qué hará el artista para convertir las palabras de nues­
tras conversaciones en un material tan propio y genuino
como lo es el hierro o el mármol a su escultor?
«Las palabras no sirven», concluyen quienes gozan
de tal vida interior que la juzgan inefable: experiencia
mística (San Juan de la Cruz) o sueños de visionario
(Bécquer). Otros verán en el idioma un maravilloso me­
dio expresivo. A esta tradición pertenecen muchos, quizá
la mayoría de los escritores. (Un ejemplo en la España
reciente: Gabriel Miró.) El verso es cada día más elabo­
rado, y se alzará como una cumbre sobre la prosa. No
7
8 Jorge Guilén

faltará quien disponga sus frases a la menor distancia de


ese nivel prosaico. (De esa manera, Gonzalo de Berceo.)
Al extremo más remoto llegará Góngora, suma encarna­
ción de la «lengua poética».
¿No sería tal vez más justo aspirar a un «lenguaje
de poema», sólo efectivo en el ámbito de un contexto,
suma de virtudes irreductibles a un especial vocabulario?
Como las palabras son mucho más que palabras, y en la
breve duración de su sonido cabe el mundo, lenguaje
implicará forma y sentido, la amplitud del universo que
es y representa la poesía.
En forma original -y más breve- este libro fue el
texto de las conferencias destinadas a la cátedra de Poe­
sía Charles Eliot Norton, en la Universidad de Harvard,
durante el curso 1957-1958. «Un coup de dé jamais
n'abolira le hasard», pero este «coup de dé» parece má­
gico. El favorecido se complace en agradecer nuevamente
a la Universidad de Harvard aquel gran premio. La vida
de cualquier hombre puede ser a veces muy afortunada.
Lenguaje prosaico
Berceo
El primer autor de nombre conocido en la historia
de la poesía española, Gonzalo de Berceo, suele ser con­
siderado como poeta valioso a pesar de su prosaísmo. En
realidad, poesía y prosa son aquí términos inseparables.
Nadie en España mejor que Berceo nos ilumina el pro­
blema del lenguaje poético en forma métrica.
Berceo no usa jamás la palabra «poesía». Tampoco
se refiere a sí mismo como «poeta». Pero sí como «ver­
sificador».
Gonr¡alo li dixeron al uersifficador
Que en su portaleio fizo esta lauor.
(S. O. 184)
Versificar es un modo de noble artesanía, y Berceo
se presenta como un buen artesano. Recordemos lo que
él dice sobre San Millán: «de Dios leal obrero». (S. M.
294) Ninguna designación más exacta. «Obrero» en
11
12 Lenguaje prosaico
serv1c10 religioso. Y la lealtad a Dios supone también
conciencia de artista. Cierto que este gran vocablo de
«artista», que a nosotros llega con tantos aires de pre­
sunción, habría sorprendido a Berceo, tan humilde siem­
pre. «Humilde» es el calificativo que sobre todo le
retrata, y la humildad, la verdadera humildad, consti­
tuye la clave de su obra. Lo que no impide que
nuestro «versificador», consagrado a narrar historias
ajenas y a loar a sus dioses, se muestre a sí mismo
en cuanto poeta, al margen de su obra. La estampa
del clérigo medieval -primera mitad del siglo xm-,
clérigo y no monje, adscrito al monasterio de San
Millán de la Cogolla, también relacionado con el
próximo monasterio de Santo Domingo de Silos, se indi­
vidualiza a la luz de algunos versos autobiográficos. Es
en La Rioja, región castellana de viñedos y vinos. En el
monasterio de San Millán se encontraba probablemente
aquel «portaleio» donde escribía.
Cuando, ya viejo, emprende su última empresa,
Quiero en mi uegez, maguer so ya cansado,
De esta sancta Virgen romanrar su dictado,
(S. O. 2)
procura no demorarse aprovechando la luz solar.
Los días son non grandes, anochezrá priuado.
Escriuir en tiniebra es vn mester pesado.
(S. O. 10)
La figura del clérigo se yergue así en el doble ano­
checer de la edad y de la hora. Berceo -observa Américo
Castro- «incorpora a su poetizar su mismo estar poe­
tizando», como «Velázquez incluyó en Las MenintJs su
caballete, su paleta, la acción de pintar». Estas breves
sugestiones han bastado para que se componga a menudo
la miniatura de un Berceo muy representativo de su épo­
ca. Más de una vez le ha evocado Azorín: «Desde la
ventanilla de la celda se ve el paisaje...»
Berceo 13
Sin embargo, el clérigo de La Rioja no aparece ante
sí, no es tema de su poesía. Aunque estas historias de
pecadores y de santos o las alabanzas de Cristo y de la
Virgen comprenden un mundo de radio enorme, en él
no hay lugar para la persona de Berceo, o sólo a título
de testigo, no de protagonista -como Chaucer lo es, por
ejemplo, en The House of Fame, y el Aguila le llama
por su nombre: Geoffrey. Pero todos los elementos de
ese mundo se vinculan con tanta coherencia que el «ver­
sificador», siempre en su sitio, también resalta ligado al
conjunto, siempre armónico. Sin percibir ese conjunto,
historiadores de insuficiente sentido histórico y poetas
de insuficiente sentido poético -en el siglo XVIII, en el
XIX, hasta en el xx- consideraron informe y creyeron
balbuceada una obra que no dice sino armonía, la absolu­
ta armonía de la tierra y el cielo, del hombre y Dios, y
todo merced al justo lenguaje en que esa armonía se
descubre.

II
Berceo, versificador, se atiene a un arte novis1mo:
el de la cuaderna vía. Por muy varios que surjan sus
asuntos, irán todos ajustándose a versos de catorce síla­
bas, en grupos de cuatro versos, y cada grupo presentará
cuatro veces la misma rima. Molde, por lo tanto, muy
estricto.
El viernes en la noche fasta la madrugada
Sofrí grant amargura, noche negra e pesada,
Clamando: fijo, fijo, ¿dó es vuestra posada?
Nunca cuydé veer la luz del alvorada.
(D. V. 161)
Así se lamenta la Madre después de la Crucifixión, y su
desgarramiento nos conmueve sin perder violencia, se­
gún un ritmo lento, monótono, grave. Las estrofas de
Berceo van asentando una visión del mundo precisamen­
te sobre cimientos de firmeza, de seguridad, y este ritmo
14 Lenguaje prosaico
contribuye a trasmitir lo que están manifestando las pa­
labras. De esta suerte, el orden tan obvio de la cuaderna
vía refleja paso a paso el orden continuo de la Creación
bajo la mirada de Cristo y la Gloriosa. Frente a las fluc­
tuaciones de la métrica en los cantares épicos, la maes­
tría novísima se edificaba bajo el signo del rigor. Y el
poeta ponía su empeño en sostener esa implacable regu­
laridad del mismo esquema estrófico. Significado y ritmo
llegan a fundirse matizadamente:
Como suelen las nueuas por el mundo correr.
(S. D. 551)
Nuevas que se deslizan con evidente velocidad en alas del
verso. La poesía española se inaugura, pues, como obra
de arte, no como ingenuidad aniñada. Seríamos nosotros
los ingenuos si juzgásemos «primitivos» a estos artistas
del siglo XIII, el siglo de las más imponentes construc-.
ciones: summa y catedral. Sólo en la perspectiva del
«progreso» parecen primitivas figuras pertenecientes a
épocas de gran madurez. Ni siquiera los bisontes de Al-
tamira, los ciervos de Lascaux se deben a primitivos. Esos
maravillosos perfiles rupestres postulan un arte ya deri­
vado de sabe Dios cuántos esfuerzos en sucesión histó­
rica, no en desarrollo progresivo. Ya es un lugar común
que el arte no sigue ninguna línea de progreso. La poesía
de hoy -The Waste Land- no representa un adelanto
respecto a la del siglo xm: el Román de la Rose. O los
milagros que nos cuentan Berceo y el rey de Castilla Al­
fonso X.

III
Según el artificio de la cuaderna vía -la novedad de
entonces- nos van a ser narrados de nuevo -porque
precede una tradición escrita en latín- milagros y con­
ductas ejemplares: culminaciones de muy trabajada reli­
giosidad. Berceo es el creyente por excelencia. Ninguna
Berceo 15
duda, ninguna crítica, ninguna vacilación irónica, ningu­
na nube de ambigüedad se interponen entre la fe y el
mundo. Visible o invisible, el más acá y el más allá se
enlazan en la unidad de un solo bloque: la Creación.
Esta Creación no puede quebrarse en pedacitos aislados.
Todo se traba y todo queda junto bajo los poderes su­
premos: Cristo, Nuestra Señora. Claro que el bien y el
mal se disputan la Creación, y el demonio irrumpe con
su rebeldía. La obra de Berceo albergará naturalmente
más pecadores que santos. Si los santos alcanzan las altu­
ras excepcionales, los pecadores permanecerán en el cen­
tro de la escena. Esta concepción de un orbe sometido a
esencial armonía no excluye el drama: lo exige. Para la
fe de Berceo todo parece incurso dentro de una sola rea­
lidad nunca interrumpida, que va de los hombres a los
serafines, desde un aire con cantos de pájaros hasta un
cielo con cánticos de elegidos. Ninguna misteriosa nebu­
losidad separa a los unos de los otros, porque todos son
unos: obras de Dios, altas o bajas. Leyendo a Berceo no
se siente asombro ante lo sobrenatural. En definitiva,
nada es sobrenatural, todo es orgánicamente divino. El
poeta, jamás perplejo, padece con los hombres cuando
padecen, o comparte las tribulaciones de Cristo y de su
Madre. Pero nunca sufre congoja radical. Se lo impide
su modo de vivir en la Creación de Dios.
Modo absoluto, pero cotidiano. Berceo cree como res­
pira, y esta respiración de creyente se identificará con
su inspiración de poeta. De ahí que Berceo encarne el
dechado de los españoles según los interpreta Américo
Castro: viviendo «a través» de la creencia «se sentían
estar en la religión». Esa preposición en no puede ser
más luminosa. Toda la poesía de Berceo aparece ilumi­
nada si la entendemos así, como manifestación de una
creencia donde se halla el creyente. Creencia que esta me­
táfora de situación convierte en algo material. Pero la
materia resurge espiritualizada. Ante Berceo nada hay
más próximo a las acciones normales que su interrupción
milagrosa. En suma, las cosas son lo que son. De esta
plenitud procede la fuerza sustantiva de visión y lengua-
16 Lenguaje prosaico
je con que se aploma la poesía de Berceo: orbe compacto
y robusto. El de Chaucer es muy diferente, pero al poeta
español también se aplica lo que del inglés dice Hazlitt:
«His words point as an índex to the objects, like the eye
or finger... he was oblíged to ínspect things for himself,
to look narrowly and almost to handle the object, as in
the obscurity of morning we partly see and partly grope
our way; so that his descriptions have a sort of tangible
character belonging to them, and produce the effect of
sculpture on the mind.» El milagro no se atraviesa para
sacar las cosas de quicio sino para restaurarlas en su
propio ser. Dos ciegos que
Vivien en grant miseria de todo bien menguados,
volvieron a ver gracias a San Millán.
La forma destorpada tornó toda complída.
(S. M. 323-330)
Y después de la «grant espantada» que les produjo la
luz «cobraron su memoria», recobraron su armonía habi­
tual. Milagro congruente con el propio ser, tan opuesto
a la metamorfosis mitológica de un Ovidio: intervención
apasionada o caprichosa de los dioses, rupturas punitivas.
(Dafne se trasformó en laurel, Anaxárete en piedra.)
Aunque tampoco falte la glorificación. César asciende a
los cielos:
In sidus vertere novum stellamque comantem
A los ojos -humildes- de Berceo, los seres mues­
tran en algunas ocasiones su plenitud por contraste nega­
tivo:
Más blancas que las nieues que non son cofeadas.
(S. O. 30)
El poeta quiere ponderar la blancura de las tres palomas
que tenían «en sus manos alzadas» las tres santas vírge-
Berceo 17
nes Agata, Olalia y Cecilia. Esa blancura celeste, perfec­
ta, irreal ¿cómo podría ser imaginada sino en cuadro
terrestre, imperfecto, real? Blancura de nieves cuando no
han sido pisadas, más aún, «coc;e adas» por coces, sí, de
animales. El cotejo implícito entre los dos estados de la
nieve hace brillar la blancura intacta de las palomas. No
siempre se necesita ese contraste.
Mucho eran más blancas que las nieues recientes.
(S. M. 437)
Más blancas eran las dos «personas fermosas e lucien­
tes», Santiago y San Millán, que sobre dos caballos blan­
cos descienden a pelear contra los musulmanes. El símil
ya tópico de la nieve se renueva con prístina frescu­
ra mediante un epíteto: «recientes». Con él no se
reconoce ninguna esencia sino el estado en que están
aquellas nieves. Entonces gozan de su entereza nívea,
son nieves cuando son nieves, recién poseídas por su
pleno ser: visión de la realidad como tal realidad,
pero visión que «inventa», es decir, descubre y des­
tapa los seres en la profunda afirmación tranquila
de sí mismos. Las «neiges d'antam> por que pre­
guntaba Villon residen ahí maravillosamente preserva­
das desde el siglo XIII, en ese verso de Berceo: nieves
de antaño y de hogaño, nieves transidas por el alma que
desde ese verso las contempló hacia 1234, ante nosotros
nieves reales y espirituales, nieves por un milagro vivien­
tes. Este milagro poético se introduce ya en la intuición
de la nieve misma, aún desentendiéndose de la escena
total: la gran batalla de Simancas, junto a Valladolid
-en 939- donde el ejército del califa de Córdoba Abd-
al-Rahman III sufrió una gran derrota infligida por los
guerreros cristianos del Norte. Y aquí se reúnen histo­
ria, épica y hagiografía ante los ojos de nuestro clérigo-
juglar. Pero los actores decisivos no son para él los capi­
tanes históricos, el rey Ramiro II de León, el conde
Fernán González de Castilla, cantado por las gestas,
sino los guerreros Santiago y San Millán. En dos caballos
Guillén, 2
18 Lenguaje prosaico
muy blancos «descienden por el aer a una grand pres-
sura»; y todo -los jinetes, los caballos, las armas-
refulge. Tal vez no podríamos concebir, por ser tan ideal,
aquella blancura extraordinaria, una blancura que nos
deslumbraría. Pero abrimos más los ojos -alumbrados-
ante la inmediata revelación: esta blancura ordinaria, la
verdadera, y por eso asombrosa.
Mucho eran más blancas que las nieues recientes.

IV
El mundo de Berceo nos causa lo que Rafael Lapesa
ha llamado muy acertadamente «sensación de inmedia­
tez». Por muy lejos que se extienda el más allá -y a
veces es la misma gloria de Dios- ese más allá es siem­
pre un más acá, y la maravilla tan evidente se sitúa ahí,
ahí mismo, tangible, para que la compartamos. Santa
Oria otea en el cielo -donde está de visita, y con ella
nosotros- unas «grandes compannas» y pregunta: «és­
tos ¿qué cosa son?» A la pregunta, hecha con el mismo
giro de la frase corriente, se responde:
Todos éstos son mártires, vnas nobles personas.
(S. O. 81)
Desfile semejante a una procesión en una ciudad de Cas­
tilla. «Estos ¿qué cosa son?» Son criaturas humanas, y
están ahí muy próximas, dentro del ámbito grandioso del
Paraíso, siempre terrenal y celestial. Esta presencia inme­
diata -nunca inferior al atractivo de lo ausente- no
exige espacios cortos, objetos diminutos. El lector de hoy,
amante de las comparaciones concretas que tanto abun­
dan en esta poesía, gusta de aislar figuras, animales, fru­
tos, cosas.
La cabeza colgada, triste, mano en massiella.
(D. V. 34)
Berceo 19

Es la Madre junto a la Cruz. Del bestiario hay que


retener las serpientes.

Como tienen las bocas abiertas las serpientes.


(S. 66)
Es en «los infiernos ardientes», entre los signos que pre­
dicen el Día del Juicio Final. Otra estampa:

El lino cabe! fuego malo es de guardar.


(S. D. 51)

Verdad es que nuestro poeta favorece -con su maes­


tría para encajar la imagen en el alejandrino- esta ten­
dencia al «bodegón», extremada primorosamente por
Azorín: «En un tablero de nogal, liso, desnudo, un vaso
de buen vino... Y una nuez, nada más una nuez acaso
vana y tres chirivías... El bodegón es bonito. No lo ha
pintado mejor Lucas Menéndez.» Tal vez. Quien no pin­
ta bodegones es Berceo, y los objetos -quizá no descri­
tos, sólo mencionados- forman parte de una amplitud
donde todo es naturaleza viva y en trabazón y movimien­
to. La obra de Berceo se atiene al requisito de la gran
poesía: todo se relaciona con todo. Aventuras de pecado­
res -o milagros; santas aventuras de Santo Domingo,
San Millán, Santa Oria, San Lorenzo; vida y pasión de
Cristo, vida y muerte de su Madre, Día del Juicio, la
Gloria, la liturgia cristiana... El poeta nos conduce por
tantos senderos sin salir del mismo lugar: la Creación.
Recorrida como a pie, no nos parece enorme. Berceo,
nunca desterrado, se siente sin cesar en su casa: la casa
de Dios. Si debemos afinar nuestros oídos y nuestros
ojos, debemos con los pies tocar piso firme. En este
punto Berceo es consciente sin la menor ingenuidad.
Qui a mí escuchare e creerme quisiere
Nunqua taie la cima do los piedes touiere.
(D. V. 204)
20 Lenguaje prosaico
Generalícese el consejo -religioso, moral, literario-- si
se pretende comprender ese mundo cristiano castellano
y su representación poética. Demonios, hombres, ángeles
y divinidades se afrontan, se atraen, se repelen: convi­
ven. Las palabras españolas «convivir», «convivencia»
se aplican exactamente a las narraciones de Berceo. ¡ Uni­
versal convivencia! Un clérigo aficionado a «vicios segla­
res» y devoto de la Virgen muere, y se le priva del cam­
posanto. Pero la Virgen, misericordiosa, manda que se
le entierre en el cementerio. Y cuando se va a cumplir
aquella orden se topa con el milagro.
Yssíeli por boca una fermosa flor
De muy grand fermosura, de muy fresca color.
Y también:

Trobáronli la lengua tan fresca e tan sana


Qual pareze de dentro la fermosa manzana.
Non la tenie más fresca a la merediana
Quando sedie fablando en media la quintana
(M. 112-113)
La boca del clérigo, pecador y devoto, florece. Ahí podría
quedar el desenlace de aquel vivir y aquel morir: en esa
hermosura florida. Pero el milagro abarca boca y lengua.
Lengua como una manzana y, sobre todo, lengua como
ella misma en su pleno funcionamiento. Y «manzana»
rima con «meridiana», «mediodía», y «quintana», «quin­
ta». El clérigo reaparece hablando a esa hora y en aquel
sitio: «energía de normalidad» -como dice en otra oca­
sión Alfonso Reyes- que nos seduce, por añadidura,
con prestigio de prodigio.
Todo es natural, prodigiosamente natural hasta en el
cielo visitado por Oria, durante una pausa de su existen­
cia terrestre. Con su tino de costumbre, Menéndez Pela-
yo señala el valor poético de estas visiones, y hasta se
atreve a citar el nombre de Dante. (Dante, que nace
Berceo 21

cuando muere Berceo. La fecha florentina: 1265. La fe­


cha castellana no se conoce. Hacia 1265 el oscuro clérigo
escribe su último «dictado», esta Vida de Santa Oria.)
No deja de registrarse la inefabilidad de aquellas «tan
grandes visiones»:
Non las podrian contar palabras nin sermones.
(S. O. 24)
Es la frase tópica sobre cualquier experiencia de revela­
ción. Y con todo, hay momentos muy humanos, muy pró­
ximos a la vida cotidiana, en contraste absoluto con la
ordenación sublime del Paradiso. Oria quiere saber de su
maestra Urraca, que por allí debe de andar. En efecto,
Urraca ya goza de la beatitud. Y entonces, como si aún
habitasen un pueblecito castellano, aquellas santas Vírge­
nes gritan: «¡Urraca!»
Clamáronla por nombre las otras companneras.
Menos mal que Urraca oyó en seguida.
Respondiólis Urraca a las ueces primeras.
Urraca reconoce la voz, pero no consigue ver a su discí-
pula porque se interpone mucha gente.
La az era muy luenga, eso la embargaua,
Que non podía uerla, ca en cabo estaua.
(S. O. 75-76)
Y se nos pierde Urraca en la multitud como entre las
apreturas de una fiesta por calles populosas. Dice muy
bien el profesor Guerrieri-Crocetti: «Percio i suoi santi,
le sue vergini, i suoi martiri, le figure soprannaturali del
suo mondo si fanno contemporanei ed attuali: vivono
come la sua pavera gente, parlano il linguaggio del paese
e della campagna, sano vicini a lui, perché diventano
uomini del suo tempo e della sua terra.» Sí, eternidad y
22 Lenguaje prosaico
actualidad se identifican, y con tan discreto decoro que
aquel mundo disimula y casi encubre su grandeza. Por
eso el profesor italiano lo denomina «piccolo mondo an-
tico». No había por qué sacar a relucir, ni siquiera con
irónica ternura, el título del moderno Fogazzaro. Ante
Berceo nunca es pequeña una realidad en perspectiva sa­
cra. Este poeta es quien es -y con admirable originali­
dad- porque hace suya poéticamente esa visión del
alma cristiana en aquel siglo XIII castellano; y siempre
la tierra será divina, y terrenal la gloria. Visión que el
citado crítico califica muchas veces de «grossolana», reba­
jando la esencial altura poética de Berceo, quien -últi­
mo reproche- no es «sublime». La sublimidad com­
porta un énfasis incompatible con la muy delicada humil­
dad, fundamento de toda aquella poesía tan coherente.

V
Esta humanización general -o, si se prefiere, esta
general divinización- no excluye sino incluye la jerar­
quía entre las cosas, excelentes o deficientes. Para curar
a una paralítica se la traslada al sepulcro de Santo Do­
mingo.
Leuaron la enferme al sepulcro glorioso,
De qui manaua tanto myraclo precioso.
Pusiéronla delante al Padre prodigioso,
Yar;ie ella ganyendo como gato sarnoso.
(S. D. 586)
La distribución jerárquica se despliega: cuatro adjetivos.
Arriba, el padre Santo Domingo, prodigioso. Y su mila­
gro, precioso. Y su sepulcro, glorioso. Abajo, ella, la
paralítica, una especie de gato, sarnoso. Al buen lector
incumbe escuchar esta armonía poética. Sin duda existe, y
sin discordancia; ahí está el quid. No se oponen belleza
y fealdad, porque estas categorías no se presuponen aquí.
El gato sarnoso entra a título de animal repugnante, pero
Berceo 23
no en función negativa como elemento del poema. Por
sí mismo, el gato no es poético ni antipoético: distincio­
nes que sólo se adscriben a los propios componentes de
la poesía, formada por materiales oriundos de la existen­
cia real, todos aptos a subir hasta una composición. Lo
que importan son los valores poéticos dentro de la com­
posición, no los valores reales: suntuosidad de unas ves­
tiduras o miseria de unos andrajos. Apartemos toda pre­
tensión de buen gusto. Para comprender a un Berceo y
la clase de poetas a que él pertenece sería de mal gusto
tener buen gusto. Según ellos, la poesía no se ha despo­
sado con la belleza.
¿Y quiénes son ellos? Hay que remontarse a las Sa­
gradas Escrituras, dechado de la tradición cristiana, tan
diferente de la tradición greco-latina. Clama Job: «Me
deshago como leño carcomido, como vestido que roe la
polilla.» Es el varón que Yavé somete a prueba. Dice
Yavé a Job: «Mira al hipopótamo, creado por mí cuma
lo fuiste tú, que se apacienta de hierba como el buey.»
El hipopótamo, grotesco paquidermo a nuestro juicio,
está presentado aquí en toda su dignidad: obra divina,
expuesta a peligros. Entre Yavé y su siervo -esta vez
el Salmista- se levanta un constante clamor: «Con­
fiadamente esperé en Yavé, y se inclinó y escuchó mi
clamor. Y me sacó de una hoya de ruina, del fango cena­
goso, y afirmó mis pies sobre piedra e hizo seguros
mis pasos. Puso en mi boca un cántico nuevo, una ala­
banza a nuestro Dios.» Del clamor se asciende hasta el
cántico por una escala emocionante: hoya, mina, fango,
piedra, y sobre la piedra los pasos de los pies, y en la
boca el júbilo final. El salmo reúne los seres nobles con
los miserables sin atender a posibles diferencias de esti­
los. Pero -escribe el profesor Auerbach, que ha diluci­
dado muy bien esta historia- «en la antigüedad, el estilo
elevado y sublime se llamaba sermo gravis o sublimis;
el bajo, sermo remissus o humilis, y ambos debían per­
manecer estrictamente separados». Cierto que la retórica
griega y latina admitía, además del género simple
-unum subtile- y del elevado -alternum f!.rande
24 Lenguaje prosaico
atquc robustum- un tertium alii medium ex duobus,
alii, /loridum, un tercer género llamado por los unos in-
tc.:rmc.:<lio, por los otros florido. Es la clasificación recor­
dada por Quintiliano. Más tarde, estas discriminaciones
cesan, y en la encarnación y la pasión de Cristo - como
explica Aucrbach- «tanto la sublimitas como la humi-
litas cobran inaudita realidad y se funden por completo».
Así se llc.:ga a la tumba de Santo Domingo, y nuestro
buen gusto no se escandalizará si ante esa tumba gime
la paralítica a manera de gato sarnoso.
De csta unificación espiritual procede la unificación
del lenguaje.
Non quiso otra suef!.ra sy non la Gloriosa,
Que /ue más bella que nin lilio nin rosa.
(S. O. 28)
Berceo está refiriéndose a Santa Cecilia. Nada más bello
entonces y ahora que el lirio y la rosa. Esta hermosura
muy real de flores y palabras contribuye a establecer una
armonía mayor, que admite asimismo la palabra «sue-
grn». Será muy difícil que al lector de hoy no le haga
sonreír «suegra», personaje de carácter cómico para
muchos. Nuestra sensibilidad, envilecida por la lite­
ratura y las costumbres -la mediocre literatura, las
malas costumbres- reacciona de un modo contra­
rio al de Berceo, alma pura. Sin esta base de pureza
se nos viene abajo su poesía, que no puede ser con­
templada sino a través de un cristal, un cristal muy
trasparente. Ese cuerpo -el cristal- y ese estado
-la trasparencia- son ápices exquisitos de elabora­
ción, nunca informe ni rudimentaria. «Pureza» no
coincide con «ingenuidad» en cada caso. Con el concepto
de ingenuidad suele rebajarse a nuestro clérigo de La
Rioja, aniñado en un escorzo de arte primitivo. Afirma­
ba acertadamente, a propósito de Chaucer, el profesor
Kittredge: «That the simplicity results from lack of skill
is, 1 fancy, a proposition that nobody will maintain,
though it has oftcn been taken for granted (may 1 say
Berceo 25
i naively?) by critics...» Alma pura sí fue Berceo, y con
aquella simplicidad que elogia San Francisco, su contem­
poráneo y su afín: «Ti saluto, o regina sapienza, il Si­
gnóte ti salvi con la sorella tua, la santa pura semplicitá.»
Berceo no es un héroe de la virtud; sólo un alma cris­
talina. En sus loores del universo, el pobrecito de Asís
exaltará el sol, la luna, las estrellas, el viento, el agua,
«frate focu», «matre térra»: cántico de gran espectáculo.
Berceo no se entrega a efusiones tan grandiosas. El
centro simbólico de su mundo podría ser el pan.
Mientre el pan duraua non cansaua la mano.
(S. D. 47)
Pan en la mano cristiana. Hasta el reino del Hijo es
Do se qeuan los ángeles del buen candeal trigo.
(M. 137)
El poeta mismo subraya esta universal significación.
Todo el comer nombramos guando el pan decimos,
Quando el pan ementamos, todo lo al complimos.
(E. S. M. 259)
Entre los requiebros dirigidos a la Virgen, ninguno me­
nos previsto que el de este verso, tan justamente cele­
brado:
Reyna de los qielos, Madre del pan de trigo.
(M. 659)
Ahí se cifra el «mensaje» de Berceo. A ese verso genial
asciende por espontáneo impulso. ¡Madre del pan de
trigo! El pan ya partícipe en el salmo que glorifica la
Creación de Dios. «Y el pan da valentía», traduce nues­
tro fray Luis. El pan da ese valiente sosiego, ese buen
paso con que el poeta afronta el mundo y sus pecadores,
Cristo y su Madre: Madre del pan, y del pan bueno, el
26 Lenguaje prosaico
pan de trigo, emblema de la sustancia verdaderamente
sustantiva. Emblema nada rudo, pero sí remoto, por
ejemplo, del símil con que Rutebeuf -de musa nada
melindrosa- enriquece Lis IX Joies Nostre Dame: la
Virgen será
Lune sans lueur transitoire!
Precioso verso casi précieux, que por contraste nos
devuelve a nuestro poeta, exquisito de otro clima.

VI
La fuerte sencillez de Berceo -una sencillez de se­
gundo grado construida por la Europa cristiana- es
inconciliable con la ambigüedad irónica, y sólo subsiste
un abismo entre Berceo y Juan Ruiz, cumbre de nuestra
Edad Media. El admirable Arcipreste habría hecho titi­
lar con mil malicias y penumbras una narración como
la del sacerdote beodo. (Es el milagro XX.) Cuando ya
«en sos piedes no se podie tener» se le aparece el diablo
en figura de toro, enardecido, escarbando el suelo y ame­
nazándole con su cornamenta. Entonces la Virgen se apia­
da de su devoto y se interpone entre él y la «cosa dia­
blada», espantándole «con la falda del manto», como
habría hecho hoy con la capa un profesional de la lidia
taurina. El diablo no se da por vencido y reaparece en
forma de perro, los ojos muy_ abiertos y sañudos. No
bien acude Nuestra Señora, se pone en salvo el animal.
Ya subía el clérigo por las gradas de su iglesia, ya había
alcanzado -titubeante- la última cuando le acomete
el enemigo bajo disfraz de león. Santa María surge, y
con un palo da golpes a la fiera, no sin dejar de incre­
parle en un tono de enfado casi colérico: «Don falso ale­
voso. . . Don falso traidor ...» También de este peligro
libra a su devoto la Virgen, quien, por añadidura, le
conduce de la mano al lecho. «Cubriólo con su manta e
con el sobrelecho» o colcha, «pusol so la cabec;a el cabe-
Berceo 27
c;al derecho», o almohada. Desenlace: el sacerdote, arre­
pentido, vuelve a su recta vía. (M. 482) La menor broma,
la menor duda, el menor equívoco harían imposible el
alcance poético de este relato que, si se lee bien supera
todas las discordancias -demonio, toro, can, león, borra­
cho, vicio, misericordia, arrepentimiento- bajo la excel­
situd de la Madre ... y del poeta creyente.
Sería facilísimo hacer chistes modernos con las ino­
centes antiguallas, y siempre la caricatura escéptica, es
decir, «racionalista», será bien acogida por muchos lec­
tores, más inteligentes -gracias a Voltaire- que Jeanne
d'Arc cuando hojean La Pucelle.
Je ne suis né pour célébrer les saints:
Ma voix est faible, et méme un peu profane.
Esa realidad ordinaria que, sentida por Berceo, es
poética, se torna vulgar en cuanto se nos escape el quid
divino, el no sé qué del acto creador. Bastará un poco de
malicia para convertir la «gracia» poética en «gracia»
burlesca, en parodia. El benemérito don Tomás Antonio
Sánchez, primer editor de Berceo, compuso con reveren­
cia y hasta con ternura un «Loor de don Gonzalo de
Berceo», hábil «pastiche» que, sin demasiado propósito
de engañar a los peritos, propuso como una obrita del
siglo XIII. Allí se cuenta que Berceo aprendió latín en el
monasterio de San Millán, donde aquellos monjes le en­
señaron «buena doctrina»,
Mucho más provechosa que caldo de gallina.
Este caldo nos denuncia inmediatamente su carácter
apócrifo. Es un caldo modernísimo, aunque la palabra
sea antigua, que sin duda han tomado don Tomás Anto­
nio Sánchez y el lector de hoy. Nada importa la calidad
real de ese caldo; sí nos afectan las palabras que lo de­
signan. El editor del siglo XVIII las sentía vulgares. El
mismo lo declara en una nota: «Tales comparaciones,
28 Lenguaje prosaico
ahora bajísimas, eran muy comunes en los tiempos de
don Gonzalo, y aún después.» Sí nuestro benemérito
eru<li to hubiese combinado en esta ocasión saber históri­
co e inteligencia literaria no habría considerado vulgares
aguellas «comparaciones bajísimas» porque las toleraba
un gusto menos fino que el del siglo XVIII. Los compo­
nentes de la comparación son poéticos para el poeta
que los intuye y los trasforma. Sin Berceo el mejor pan
no habría sabido a poesía, y este caldo podría formar par­
te de una visión poética o quedar al servicio de una pa­
rodia. Para esto le sirvió a don Tomás Antonio Sánchez.
Y la buena doctrina que en un monasterio aprendió
aquel buen muchacho resultó mucho más provechosa
que un caldo de gallina poéticamente vulgar, ridícu­
lo, feo.
Como ni el poeta ni el creyente han incomunicado
hermosura y fealdad, la poesía no se define como hermo­
sura ni rechaza lo no-hermoso por su prosaísmo: criterio
que orientará más tarde al poeta humanista, a un Gar-
cilaso. Llamar prosaica la lengua de Berceo adolece de
impropiedad anacrónica, a no ser que «prosaísmo» pier­
da sus connotaciones negativas, y «prosa» abarque la
unidad esencial de expresión que corresponde a la uni­
dad esencial de concepción. A esta luz se ve la continua
realidad total a través de un lenguaje continuo y, por
eso, llano: el lcnpuaje de todos dirigido a todos, es decir,
a los oyentes que en aquellos lugares de La Rioja se paran
a seguir In recitación del clérigo, juglar también. El clé­
rigo creyente cumple con su deber piadoso. El juglar
consuma su obra con irreprochable congruencia. En
estos albores de la poesía castellana, el idioma se mantie­
ne al nivel más básico: común a la comunidad del públi­
co, y fiel a la esencia poética. Esencia nlumbradn si se la
nombra bien. Prevalece la mención directa, que no nece­
sita de arrequives ni de trasformaciones, porque la rea­
lidad así sentida es maravillosa.
Derramáronse todos como vna neblina.
(M. 278)
Berceo 29
Se dice de unos diablos que huyen: fuga ya por sí fan­
tástica. El complemento «como una neblina» es excep­
cional.
Las palabras son pocas, mas de seso cargadas.
(E. S. M. 254)
De seso, de sentido, de forma justa. Este desarrollo
no carece de altibajos, y en estos bajos de menor felici­
dad intuitiva y expresiva puede asomar el relativo «pro­
saísmo» como en cualquier autor.
Una mugier que era natural de Palenfia.
(S. D. 557)
El verso no debe ser aislado. No hay duda que en
otros tipos de poema sería inadmisible. Hay que dejar
dentro de su contexto, rodeada por su atmósfera de mi­
lagro, a esa mujer de Palencia. Otro caso:
Colgaua delant ella un buen auentadero.
En el seglar lenguage dizenli moscadero.
(M. 321)
«Aventadero», «moscadero», vocablos del lenguaje se­
glar «contrapuesto al latín o lenguaje de la clerecía»,
anota Solalinde. La obra se redactará en «román pala­
dino», (S. D. 2) claro, «en romanz que la pueda saber
toda la gent». (M. L. 1) No se distingue aquí un lengua­
je recóndito y poético de otro popular y prosaico sino
una lengua escrita -el latín- de otra oral y practicada,
medio de comunicación entre los «vecinos», el romance.
Romance hospitalario, en crecimiento, cuya índole po­
pular no debe ser simplificada. María Rosa Lida de Mal-
kiel llama a Berceo «el más cuantioso latinizador que
haya conocido la poesía castellana». Pero «no impresio­
na como latinizante» porque «no latiniza la sintaxis», sí
«a manos llenas» el vocabulario. Escribir en «román pa­
ladino» no significa escribir vulgarmente. Ese lenguaje
30 Lenguaje prosaico
seglar, laico o lego -diríamos a lo Unamuno- es el
lenguaje vivo, es decir, el prosaico-poético, el lenguaje
del poema. Berceo abraza con él un mundo indivisible
de su trasmundo. Esta visión de la fraternidad cristiana,
de la universal convivencia se traduce para nuestro ben­
dito versificador en ese abrazo que había de entrever a
última hora el moderno poeta maldito. «Moi! moi qui
me suis dit mage ou ange... je suis rendu au sol», excla­
ma Rimbaud en el «Adiós» final. Ante sí tenía «la réa-
lité rugueuse a étreindre». Realidad rugosa, lenguaje
«prosaico» nada prosaico: eso es la poesía de Berceo.
Lenguaje poético
Góngora
I
Berceo nos ha mostrado cómo la poesía puede cris­
talizar en la expresión directa. Sin embargo, hasta esa '
expresión no se limita a su sentido corto. Tengamos pre­
sente aquel admirable requiebro a Nuestra Señora:
Re'ina de los cielos, Madre del pan de trigo
Discurriendo literalmente no se llega a formular esa pro­
posición, que podría poseer hasta su plano alegórico: Ma­
dre de Cristo, que en la Eucaristía es pan. Pero la ima­
gen no nos conmueve como idea teológica. Ese elogio
está enriquecido por humanas implicaciones más o me­
nos reconocidas. Algo -y algo esencial- queda no
dicho. La poesía sencilla no acaba de ser sencilla. El
cantar más fácil no es fácil del todo si ha de ser bien
gozado.
Todos sabemos que la expresión indirecta ha ido
desenvolviéndose hasta formar un lenguaje dentro de la
33
Guillén, 3
34 Lenguaje poético
lengua común: el lenguaje prosaico. Góngora es sin duda
la culminación más genial y más extremada de esa ten­
dencia entre todos los poetas modernos del Occidente.
Berceo decía: «pan» y «trigo». En un poema dedicado
al Santísimo Sacramento se lee:
¡El Verbo e.. terno hecho grano
para la humana hormiga! (239)
El Verbo es el Sacramento, que es pan, o mejor -refi­
riéndose a su origen- grano de trigo: grano para el hom­
bre, como el grano real lo es para la hormiga. Los
nombres directos -pan, trigo, hombre- no han sido
poéticamente pensados. Tiende el poeta a una expresión
lo más alusiva posible. Esta voluntaria complejidad pue­
de intrincarse en extraordinarios laberintos. Laberintos
difíciles, pero no oscuros, por los que -diríamos ya gon-
gorinamente- Ariadna sabrá orientarse. Góngora ha
escrito poesías muy difíciles, de las más difíciles en la
literatura europea, y con trabazón tan coherente que ad­
mite un análisis muy preciso. Hoy por hoy, la obra gon-
gorina es la mejor explicada de nuestra poesía: empresa
de gran mérito, pero asequible precisamente a causa de
esa misma complicación. ¿Cómó desmontar, en cambio,
la poesía sencilla -sencilla hasta cierto punto- si no
ofrece artificio desmontable? Comencemos por rendir el
debido tributo de admiración a la crítica de nuestra
época, y en primer lugar a Dámaso Alonso, uno de los
primeros críticos en nuestro mundo occidental. El Gón-
gora anterior a Dámaso Alonso no es el posterior a sus
estudios magistrales. ¿Y qué mayor alabanza de un gran
erudito y gran intérprete sino reconocer cambio tal de
luz en torno al escritor así renovado? Si en estas páginas
se mencionan con frecuencia, pero sólo de paso, a histo­
riadores y comentaristas, era ineludible en el umbral de
este ensayo poner juntos al genial poeta cordobés y a
su ilustre esclarecedor: don Luis de Góngora y Dámaso
Alonso. (Sus lectores, sus amigos solían decir, solemos
decir: don Luis, Dámaso.)
Góngora 35
II
Para Góngora, la poesía, en todo su rigor, es un len­
guaje construido como un objeto enigmático. Ya es sor­
prendente que una obra literaria permita un intento de
definición escueta. He aquí «rigor», «lenguaje», «cons-
truccióm>, «objeto» y «enigma». El «objeto» será rela­
cionado con el tema, la concepción, el método y el estilo;
el «enigma», con la alusión y la metáfora. Este análisis
nos conducirá a comprobar cómo «el objeto de enigma»
se resuelve en un «objeto de lenguaje». No se teman
sibilinas confusiones. Góngora exige claridad a quien se
le acerque atento.
«La poesía, en todo su rigor.» Porque tolera simul­
táneamente varios grados. El poeta es siempre el mismo
en alma y gusto. Pero unas veces se abandona a su demo­
nio burlón y cultiva el poema satírico, el poemilla festi­
vo; otras veces se entrega a su musa y compone versos
consagrados a la Belleza: «desde el primer año en que
tenemos testimonios de su producción literaria -resume
Dámaso Alonso- hasta 1626, año anterior a su muerte,
en que escribe sus últimas poesías, se da ... sin intérrup-
ción este paralelismo: a un lado, las producciones en que
todo es belleza en el mundo, todo virtud, riqueza, esplen­
dor; al otro, las gracias más chocarreras, las burlas me­
nos piadosas y la fustigación más inexorable de todas las
miserias de la vida. Aparte aún una serie de composicio­
nes, de las cuales la más característica es la Fábula de
Píramo y Tisbe, en la que se cortan los dos planos, el
de lo absoluto y el de lo contingente, la mitología y lo
picaresco, las esplendideces y el mal olor». Se trata de
dos géneros: el lírico y el cómico. En uno se canta:
No son todos ruiseñores
los que cantan entre las flores .. (350)
.

En el otro se «murmura»:
Si algunas damas bizarras
(no las quiero decir viejas) (294)
36 Lenguaje poético
A la inspirac10n noblemente limitada de Garcilaso, fray
Luis de León, San Juan de la Cruz, Herrera suceden
-también en Lope y Quevedo- esta amplitud y esta
integración de tantas variedades de poesía, altas y bajas,
serias y ligeras. Dentro de los dos géneros, la obra se
ajusta a distintos grados de rigor, según se aprieten las
clavijas. De ningún modo podría adscribirse el estilo más
puro a la poesía mayor y el menos puro a la poesía me­
nor. Sería inexacto asimismo figurarse una sucesión que,
iniciada con los versos simples, avanzase hacia los más
arduos para desembocar en los últimos poemas herméti­
cos. Acudamos otra vez a Dámaso Alonso: «Si el poeta
escribe desde 1580 a 1626 una serie de composiciones a
ras de tierra y otra de poesías elevadas de tono y de con­
cepto, y si las primeras son tan fáciles o tan difíciles lo
mismo al principio que al final, y las segundas tan difí­
ciles o tan fáciles lo mismo al final que al principio, ¿no
habría motivos suficientes para arrinconar la división
transversal (la de las dos épocas) y sustituirla por una
longitudinal que admita dos maneras consustanciales al
escritor y que le acompañan a lo largo de toda su vida
poética? La división cronológica no existe; lo más que se
puede admitir es una gradación, aunque más exacto es
pensar que las obras más características y censuradas
(Soledades, Polifemo, Panegírico . ..) emergen de todas
las otras, de las primeras y de las últimas, como la espu­
ma de un mar común.» Lo gongorino es esta simultanei­
dad de lo grave y lo alegre en el asunto y en el tono, y
de lo llano y lo abrupto en el idioma y en el estilo. Es­
tas deliberadas gradaciones extienden y asientan la obra
gongorina, casi comparable a la de Picasso, más conse­
cuente en su desarrollo cronológico.
La poesía, pues, se establece ante todo como «un
lenguaje»: concepción antípoda, por ejemplo, a la de un
San Juan de la Cruz. El místico parte de una experiencia
íntima, y no pudiendo trasmitir esa experiencia acude a
las palabras como recurso insuficiente. Góngora repre­
senta la exaltación máxima del tipo opuesto, para quien
el lenguaje es -junto al tesoro de las propias intuido-
Góngora 37
nes- la meta maravillosa. Todo el esfuerzo se concen­
trará en la explotación de una mina inextinguible: las
palabras, cuya potencia está esperando a quien sabrá pro­
ferir esas palabras, semejantes a un talismán que mágica­
mente, como en un rito, va a promover la creación de un
mundo. Una tentativa poética debe atender ante todo a
la determinación de su lenguaje: su propio ser.
La poesía -es la convicción fundamental del huma­
nismo, que Góngora pone en práctica más que nadie-
posee su lenguaje característico. Al peculiar contenido
del verso ha de corresponder una forma peculiar. De
ahí la necesidad del «lenguaje poético», apartado de la
lengua común. Aquellos humanistas, aquellos poetas no
veían, no querían ver cómo la lengua común, siempre
fenómeno estético, puede elevarse a «poesía» si esas pa­
labras son proyectadas poéticamente. No es cuestión de
vocabulario sino de modo. Así no pensaban ni Góngora
ni sus afines. «Porque, como dice Tulio -recordaba
Herrera- los poetas hablan en otra lengua, ni son las
mesmas cosas que trata el poeta que las que el oradpr, ni
unas mesmas las leyes y osservaciones. . . y por todas
estas y otras cosas los llama Aristóteles tiranos de las
diciones, porque es la poesía abundantísima y exuberante,
y rica en todo, libre y de su derecho y jurisdición sola,
sin sujeción alguna.» Góngora emplea la designación
«lenguaje heroico», y añade «que ha de ser diferente de
la prosa y digno de personas capaces de entendelle...»
(896) El fue quien se atrevió a proclamarse en España
gran tirano, sultan, dictador de las dicciones y a realizar
la obra legitimada por la tradición humanística.
Por de pronto había que devolver al castellano su
nobleza. El castellano es un latín venido a menos. Hay
que latinizar el romance corrupto sustituyendo la pala­
bra de la conversación por la docta, y moviendo las fra­
ses y su curva según el hipérbaton latino. Góngora con­
sideraba «lance forzoso venerar que nuestra lengua a
costa de mi trabajo haya llegado a la perfección y alteza
de la latina». (896) Escribe en el Polifemo: «Marino
joven...» (622) Observa un anotador del siglo xvrr, el
38 Lenguaje poético
licenciado Andrés Cuesta, en un opúsculo inédito: «Llá­
malo joven, por ser muy mozo.» «Joven» pertenecía al
léxico sacado directamente de los libros: «descendiente
semiculto del latín juvens», apunta Corominas. «Mozo»
era la palabra viva del uso diario. «Marino joven...» dice
el poeta; había preferido el «joven» sabio al «mozo» fa­
miliar. En este aspecto procedió Góngora con gran tino.
Según ha demostrado Dámaso Alonso, se limitó a «di­
fundir una serie de vocablos, de los cuales la mayor parte
eran ya usados en literatura y habían conseguido entrada
en los vocabularios de la época... y sólo algunos -en
realidad una minoría reducidísima- podían ser conside­
rados como raros». Unos «habían aparecido esporádica­
mente... desde los primeros siglos literarios de la Edad
Media; otros, a fines de la misma (cultismo del siglo
xv); otros, en fin, en los esfuerzos de ennoblecimiento
del castellano que señalan el curso del siglo XVI. Sin
Góngora, ¿los habría vuelto a eliminar el idioma? ... No
cabe duda de que la portentosa difusión y permanencia
del gongorismo (que dura hasta bien entrado el siglo
xvm) colaboró en primera línea en la fijación en la lite­
ratura (y de la literatura pasaron al lenguaje hablado)
de una parte importante de los vocablos que hoy forman
nuestro idioma». La lengua digirió aquél «dialecto», no
su sintaxis, y lo anuló como tal dialecto. «Marino joven»
perdió su traza insólita, y habiendo requerido el comen­
tario del lingüista, pasó a ser una palabra corriente y
hasta vulgar: «una joven».

III
Poesía, por lo tanto, como lenguaje: «lenguaje cons­
truido». Si toda inspiración se resuelve en una construc­
ción, y eso es siempre el arte, lo típico de Góngora es la
abundancia y la sutileza de conexiones que fijan su frase,
su estrofa. Nunca poeta alguno ha sido más arquitecto.
Nadie ha levantado con más implacable voluntad un edi­
ficio de palabras. El impulso implícito en cualquier arte
Góngora 39
como tal arte ha llegado en las obras mayores de Gón-
gora a su plenitud:
simétrica urna de oro (382)
como afirma el verso final de una décima a Villamediana.
Para nuestro gran cordobés, genio verbal por exce­
lencia, tal vez el mayor de la lengua española, tal vez si
pensamos en Quevedo, sólo es poética la frase cuando
erige con tensión máxima ese cuadro que pretende ar­
ticular. Los quiebros antinaturales del hipérbaton inter­
ponen una violencia, o lo que es igual, una tensión. Esa
tensión adquiere valores expresivos. Cada palabra, en
virtud de su «lugar» -puntos que descansan sobre ella
y puntos sobre los que ella descansa- da un rendimien·
to a la vez constructivo y expresivo, cumple con su deber
de simetría. De ahí el peso de la estrofa, su porte majes­
tuoso y --como diría Góngora- «ponderoso». El «di­
sonante número de almejas» formará ,
Marino, si agradable no, instrumento (629)
Verso dividido con perfecta simetría. «Si no agradable»
sería lo natural. Colocado el «no» tras «agradable», en
pareja con el «SÍ», centro del verso tripartito, consigue un
valor de posición: «si agradable no». Valor sobre un
espacio de monumento. Aunque la poesía sea un arte
sucesivo como la música -«palabra en el tiempo», diría
Antonio Machado-, el verso de Góngora suscita sin
cesar una metáfora de espacio, y en él se inscribe una
entidad, que permanece ante la vista mientras va desli­
zándose palabra tras palabra ante el oído. Este valor de
posición existe siempre en el lenguaje. Gracias al abuso
que supone el hipérbaton, Góngora refuerza -con ven­
tajas a veces para el arte y para la poesía- ese valor de
posición.
Sobre ese espacio imaginario o, si se prefiere su equi­
valencia material, sobre el espacio de la página van
Lenguaje poético
desarrollándose de continuo simetrías que requieren una
visión simultánea.
Paces no al sueño, treguas sí al reposo. (627)
En este verso, considerado con los ojos, se responden
«paces» y «treguas», «sueño» y «reposo», «DO» y «SÍ»,
«al» y «al». Las correspondencias se cruzan. También
pueden ser vistas de extremo a extremo: «paces, repo­
so», «no-al», «al-sí», «sueño-treguas». En suma:
paces-no al sueño-treguas-sí al reposo.
El valor de posición quedará exacerbado, y el verso, la
estrofa, la poesía se levantan como edificios. Góngora
construye con furia o, más bien, con amorosa paciencia.
La simetría demanda este amor como un culto. Reléase
la estrofa XLIX del Polifemo:
Pastor soy, mas tan rico de ganados
que los valles impido mas vacíos,
los cerros desparezco levantados,
y los caudales seco de los ríos:
no los que, de sus ubres desatados
o derivados de los ojos míos,
leche corren y lágrimas; que iguales
en número a mis bienes son mis males. ( 629)
Sería muy embarazoso enumerar todas las corresponden­
cias que brinda esa estrofa. Salvo tal vez el sexto verso,
todo obedece al número tres. «Pastor soy -mas tan rico
-de ganados» «que los valles -impido -más vacíos»,
«los cerros -desparezco -levantados», «y los cauda­
les -seco -de los ríos»; «no los que -de sus ubres
-desatados...», «leche corren -y lágrimas -que igua­
les» «en número -a mis bienes -son mis males». Los
versos segundo, tercero y cuarto constan de sustantivo
inicial y verbo medial. Las ideas se conforman a dibujo
paralelo: «ubres-ojos», «desatados-derivados», «leche-lá-
Góngora 41
grimas», «bienes-males». El paralelismo es antitético en
este último caso como antes entre sustantivos y verbos:
«valles-impido», «cerros-desparezco», «caudales-seco».
Todo es par, equivalente o contradictorio. Y la dualidad
lógica se combina con un ritmo impar: los versos trinos.
Tal libertad de la frase inventada permite reunir si­
metrías, pero también romper la continuidad espontánea
de los vocablos con un diseño sinuosamente discursivo, so­
bre todo en la silva-selva de las Soledades. A lo largo de
los textos gongorinos, y más aún de los mayores, la frase
corta apenas surge. Lo que se quiere es un robusto arma­
zón sintáctico. O sea, puntuación copiosa y lujo de pre­
posiciones, conjunciones, ablativos absolutos, incisos den­
tro de incisos, partículas restrictivas -«aunque», «SÍ
bien»...- que van retrasando la marcha por ondulacio­
nes y meandros. El dibujo cursivo rompe así la línea
llana de la oración. Tanto párrafo a través de la estrofa
consigue un efecto equiparable al que producen los re­
galos a Galatea: t

este de cortesía no pequeño


indicio la dejó -aunque estatua helada-
más discursiva y menos alterada. ( 625)
El indicio de cortesía, verso con encabalgamiento,
porque hay cortesía en este cuidado de alarife escritor, la
dejó (a la ninfa, a la obra) estatua helada al parecer, más
discursiva y menos alterada. (Menos alterada la obra por
confusas perturbaciones antipoéticas.)
La profusión de apartes determina, pues, sutiles com­
binaciones de ritmos y silencios. El período va adelan­
tando con lentitud o con rapidez entre pausas, muchas
pausas mentales y musicales. El hipérbaton da a la ora­
ción diversidad de niveles y distancias:
A las que esta montaña engendra Harpías. ( 631)
Es decir:
que esta montaña engendra
A las Harpías.
42 Lenguaje poético
Un nivel : los dos cabos del verso en una sola línea recta.
Una línea más elevada mantienen los términos interme­
dios, unidos entre sí y equidistantes: dos cimas en rela­
ción con la planicie de los extremos.
La lengua se somete a una voluntad de constructor
que va no sólo edificando sino creando una obra de poe­
sía. Y la poesía se desenvuelve con holgura y fluidez de
segundo grado. El oído se acostumbra a estas armonías
que, en efecto, sí lo son, acordes a una nueva naturali­
dad. Naturalidad relativa y por excepción, que no puede
prevalecer e incorporarse al futuro de la lengua, sólo
sensible a los enriquecimientos de vocabulario, hostil en
definitiva a este circo de la sintaxis. Pero Góngora, y
sólo él, ha logrado sacar partido artística y poéticamente
fecundo de este laborioso forcejeo. La oposición al orden
natural -o lo que es lo mismo, al común- no trae siem­
pre ventaja estética.
De los nudos, con esto, más süaves
los dulces dos amantes desatados... (632)
Así se leen estos versos en casi todas las ediciones. Acier­
ta el profesor Oreste Macrí en estimar canónico y más
gongorino el texto del manuscrito Chacón:
De los nudos; que honestos más süaves...
Acis y Galatea desatan los nudos más suaves -o sen­
suales- que honestos. Estas palabras son superiores al
abstracto y prosaico «con esto». Por otra parte, la inver­
sión «que honestos más suaves» no rinde algo superior
a «más suaves que honestos». Por eso quizá concluyen
los Millé que la forma «con esto» de Pellicer es «mucho
más verosímil» que la del manuscrito Chacón. ( 1186)
¿Verosímil? Menos bella y menos gongorina.
En general, el Góngora arquitecto se alía muy bién
con el Góngora poeta: construcción y creación: ¿De
qué? De un «objeto». Esta idea de objeto aclara mucho
la creación y construcción gongorinas.
Góngora 43

IV
l .º El tema.-Góngora, ya lo sabemos, es un entu­
siasta del orbe material, y el alma se le concentra en los
cinco sentidos: propensión hacia cuanto ahinca una re­
sistencia que es menester gozosamente conquistar. El
soneto dirigido a la «ilustre y hermosísima María» resu­
me la moral del poeta:
Goza, goza el color, la luz, el oro. (451)
Oro, o sea, luz condensada, luz convertida en algo más
palpable, con más atributos de objeto. La enorme Natu­
raleza permanece en el fondo de la visión. Pero esa vi­
sión está abarrotada de cosas: suntuosidades, magnificen­
cias, esplendores bajo la luz del mediodía. Todo lo demás,
todo lo que no es objeto será relegado o recogido en sus
manifestaciones materiales. Los sonetos fúnebres hablan
muy poco de la muerte y del muerto; allí se alzan el
túmulo o la tumba. El dolor no es más que gravedad
funeraria, rito, y también el verso adquiere aplomo mo­
numental, y hasta rivaliza en firmeza con el sepulcro.
Muere el cardenal don Bernardo de Sandoval y Rojas, y
el finado no aparece hasta el verso onceno:
a las heroicas ya cenizas santas
Lo que más importa es el sepulcro, situado en «la ca­
pilla de Nuestra Señora del Sagrario, de la Santa Iglesia
(catedral) de Toledo»:
Esta que admiras fábrica, esta prima
pompa de la escultura, oh caminante,
en pórfidos rebeldes al diamante,
en metales mordidos de la lima,
tierra sella, que tierra nunca oprima;
si ignoras cuya, el pie enfrena ignorante,
y esta inscripción consulta que elegante
informa bronces, mármoles anima. ( 508)
44 Lenguaje poético
La materia no puede resaltar más duramente: pórfidos,
metales, bronces, más vigorosos que el diamante, rebel­
des a la fuerza de agresión, sólo dóciles a la mano del
artífice. Arquitectura y escultura, «fábrica» y «prima
pompa», pesadumbre de objetividad por el tema y por
la concepción.
2 .º Concepción.-Ante Góngora, el objeto por ex
celencia es el sólido, entregado al destino con toda la
tranquilidad de su quietud. El reposo de las cosas, aquie-
tadoramente expresado, predomina sobre las transiciones
de movimiento. En varios pasajes, Góngora emplea la
palabra «pisar»; pero se aplica a términos luminosos.
los bueyes a su albergue reducía,
pisando la dudosa luz del día. ( 621)
Esa luz pisada parece así más dura. También
entre espinas crepúsculos pisando ( 635)
Es un placer hollar crepúsculos como suelos. Una barca
se desliza

cristal pisando azul con pies veloces ( 664)


Hay un pisar celeste:

en campo azul estrellas pisan de oro ( 508)


Lo abstracto se pisa en concreción consumada:

De la tranquilidad pisas contento


la arena enjuta... (507).
Lo abstracto, a su vez, pisa:

El noble pensamiento pisa el viento ( 57 4)


Góngora 45
Luminosidad tan corpórea se pone de relieve en el salón
de un palacio construido por «luces duras»:

émulo su esplendor de el firmamento,


si piedras no lucientes, luces duras
construyeron salón ... (701-702)
¡Luces duras! No puede llegar a más esta energía objeti-
vadora. Energía que tiende a «cuantificar» y no sólo a
calificar. Góngora se complace en la visión de la canti­
dad, excelencia de objeto. Cuando el cíclope se ofrece a
Galatea, le dice:

Polifemo te llama, no te escondas,


que tanto esposo admira la ribera
cual otro no vió Febo más robusto . .. (630)

«Tanto esposo.» Polifemo es, en verdad, un héroe cuan­


titativo, y su poesía es poesía de magnitudes. No «tal
esposo.» que sería un tipo insigne de esposo. «Tanto
esposo.» Se hinche el volumen con la misma miga de su
realidad bien apretada. Febo no lo ve «más robusto».
Al cíclope se le aplaude como a un atleta de estadio
sobrehumano, como a un número de feria estelar.

En pie, sombra capaz es mi persona


de innumerables cabras el verano. (630)

«Cuando estoy en pie -traduce casi literalmente Salcedo


Coronel- haze mi persona sombra capaz a innumerables
cabras contra los ardores del Verano.» El cíclope se agi­
ganta por su propia loa, delirante a los ojos de Galatea,
y se extiende la gran proyección polifémica: una sombra.
El «disforme Cabrero» es una colosal Sombra de Verano,
tal vez extensa hasta el horizonte, frente a frente del sol.
Mancha umbría, cobijadora de otras manchas umbrías:
los bultos caprinos. En aquel trance, inmenso el espacio,
46 Lenguaje poético
había que acudir a las más excesivas hipérboles. Y Poli-
femo tocará el cielo con las manos:
y en los cielos, desde esta roca, puedo
escribir mis desdichas con el dedo? (630)
Sin embargo, observa razonablemente Pellicer, «en
las estipulaciones, cuando se ponía la condición de tocar
con el dedo el cielo, no eran válidas». Nada menos legí­
timo en una «estipulación». La fábula de Polifemo aspira
a ser una creación.
3 .º Método.-Mientras tanto, es la inteligencia con
Jos sentidos quien tiende una red de relaciones entre los
objetos. Relaciones de carácter muy racional entre los
objetos sensibles: ahí está el quid de la poesía gongo-
rina. Galatea se hallaba dormitando junto a una fuente.
«Llegó Acis», bebió agua y miró a Galatea. O dicho en
imagen:
su boca dió y sus ojos, cuanto pudo,
al sonoro cristal, al cristal mudo. ( 624)
Son dos cristales: uno sonoro, el agua, y otro mudo, Ga-
latea. El cristal sonoro no fluye más que el mudo: la
ninfa, equivalente por su blancura al agua, blanca asimis­
mo por su trasparencia cristalina. Se establece un ajuste
de valores plásticos entre los dos cuerpos. Ninguna «im­
presión» ha originado esa metáfora. Las afinidades entre
el agua, la piel de Galatea y el cristal, afinidades efecti­
vas, han sido descubiertas por los ojos y la razón o, más
bien, por los ojos de la razón. Cuadro semejante describe
Ja letrilla «De un monte en los senos, donde». Clori se
adormece y Narciso Cupido
cuando más está pendiente
(no sobre el cristal corriente)
sobre el dormido cristal. .. (325)
Según Antonio Vilanova, la fuente de esa escena en el
Polifemo es un soneto de Marino. Describe gli atti di una
Góngora 47
ninfa sopra il Po, en las Rime de 1603. Y añade Vilano-
va: «Lo que es en Góngora completamente original es
la bellísima metáfora, 'cristal mudo', con que describe
el cuerpo inmóvil de Galatea dormida junto al sonoro
cristal del arroyo.»
De esta suerte ponen las imágenes en contacto obje­
tos muy remotos entre sí. La inteligencia abarca más que
las impresiones y las emociones, de radio más reducida­
mente personal. A menudo consiste la metáfora en ima­
ginar un ser compuesto de dos cosas muy heterogéneas.
cuando velera paloma,
alado si no baiel... (195)
En realidad, no existe sino un barco, que navega como
si volase: una paloma que, en lugar de alas, tuviese velas.
O, por simetría inevitable, el bajel, después de prestar
sus velas a la paloma, aparecería dotado de alas. Estos
cruzamientos ficticios producen una especie de mons­
truo metafórico, que insinúa apenas una visión. Hay, sí,
un juego de relaciones -paloma, bajel, alas, velas- que
en cuanto surgen -«cuando velera paloma»- son re­
chazadas y sustituidas -«alado si no bajel»- al modo
de un espectáculo de prestidigitación. La finura de los
sentidos funciona con la finura de la inteligencia. Lo
abstracto y lo concreto viven contiguos o fundidos, com­
pensándose lo uno con lo otro.

V
Ni el movimiento, por agitado que se presente, arre­
dra a don Luis en su camino. Vuélvase a contemplar el
pugilato entre dos mozos de aldea:
Abrazáronse, pues, los dos, y luego
-humo anhelando el que no suda fuego-­
de recíprocos nudos impedidos
cual duros olmos de implicantes vides,
yedra el uno es tenaz del otro muro.
48 Lenguaje poétioo
Mañosos, al fin hijos de la tierra,
cuando fuertes no Alcides,
procuran derribarse y, derribados,
cual pinos se levantan arraigados
en los profundos senos de la sierra. ( 659-660)
Léase la prosificación de Dámaso Alonso: «Se abra­
zaron los dos; y aprisionándose recíprocamente se esfuer­
zan en derribarse el uno al otro con tal violencia que el
que de los dos no llega a sudar fuego líquido parece, por
lo menos, que respira ardiente humo. Cogidos así cada
uno a su contrario, semejan olmo abrazado por vid tre­
padora y hiedra tenaz prendida al muro que ofrece el
otro. Si no son el mismo Hércules parecen, por lo menos,
aquel mañoso Anteo, gigante hijo de la Tierra, que lu­
chando con Hércules cobraba nuevas fuerzas cada vez
que tocaba el campo, de tal manera que cuando caía y
ya semejaba vencido, se levantaba de nuevo con mayor
vigor: del mismo modo los dos luchadores procuran
derribarse, y si caen, se vuelven a levantar como pinos
que tuvieran sus raíces en los senos más profundos de
la sierra.»
Sólo una metáfora dice mutación: la del humo y el
fuego. De la lucha no se retiene más que dos posiciones
de inmovilidad. He aquí a los dos atletas parados: pri­
mero, cuando de tal suerte se neutralizan sus golpes que
fingen vid sobre olmo en forma de <<nudo». Ya están
«impedidos». Pero no satisface al poeta esta reducción
de dos esfuerzos a una estabilidad de tipo vegetal, y
prosigue: «Yedra el uno es tenaz del otro muro.» Yedra,
muro: está apurada la solidificación. Segundo paso: los
dos mozos yacen en el suelo. No rebullen, «derribados».
Y en cuanto se levantan, se dirían «pinos», y pinos
«arraigados», y arraigados «en los profundos senos de la
sierra». La acción ha sido casi escamoteada. Dos verbos
la aluden rápidamente: «procuran derribarse». Góngora
concibe así una gran conjugación de actividad: nudos,
olmos, vides implicantes, yedra tenaz, muro, pinos arrai­
gados, profundos senos de la sierra. Así lucha Góngora
Góngora 49

con el movimiento hasta aprisionarlo en sustantivos vo­


lúmenes de reposo.
Nadie más opuesto a Góngora que el gran Francisco
de Aldana, desde este preciso punto de vista. Aldana
gusta de imágenes muy tumultuosas describiendo depor­
tes y peleas. Véase un pugilato en su Fábula de Faetonte:
Otro, en sí mismo reducido todo,
trabaja de tener lejos el pecho
a su contrario, y va mil vueltas dando
por ver si puede así desatinarlo.
Agora trueca el pie, y agora dobla
una rodilla, y firme está en la otra;
afloja, aprieta, deja, toma, vuelve,
prueba, finge, rodea, mueve y sacude,
ciñe, gime, reposa, tienta, impide,
se cierra, se dilata, se detiene,
se encoge, se suspende, se apresura,
agora muestra el lado, ora la cara,
se determina y se arrepiente luego,
hasta que al fin, sudado y polvoriento,
o por suerte o virtud del que más pudo,
en tierra el adversario ve tendido.
Con gran claridad está descompuesta la lucha en
numerosas acciones distintas: ninguna atropella la si-
1miente. Es la victoria del verbo. Esta visión dinámica
^aracteriza al capitán insigne, tan directo en su contacto
con el vivir y su baraúnda que el endecasílabo sin rima
decae hacia la prosa, cuyo tono se eleva, no obstante,
merced a tal acumulación de verbos, unos tras otros, sin
más. Alarde quizá sin precedentes. Cinco versos hay
-desde «afloja, aprieta» hasta «se suspende, se apre­
sura»- atestados y sólo atestados de verbos: veintiuno.
Es una manera muy original, aunque no la mejor de quien
era capaz de componer la admirable Epístola a Arias
Montano.
Claro que el mundo gongorino no carece de movili­
dad, y el profesor Marcílly señala con pertinencia pasa-
Guillén, 4
50 Lenguaje poético
jes agitados, crisis de incertidumbre y confusión. Tam­
bién hermosas evocaciones -por ejemplo, las de los
romances moriscos- irrumpen con ímpetu que no se
detiene:
Levantando blanca espuma
[!,aleras de Barbarroja. .. ( 128)
El asunto africano anima el Pane?,írico, y en dos versos,
referentes a Argel, todo -verbos, sustantivos, adjeti­
vos- contribuye a difundir una ondulación:
Imiten nuestras flámulas tus olas,
tremolando purpúreas en tu muro ... ( 699)
Cuando la imaginación afronta un cataclismo, aun más
5oñado que observado, como si amenazase entre los pro­
pios fantasmas nocturnos, las acciones se multiplican y
desenfrenan:
Cosas, Celalba mía, he visto extrañas;
casarse nubes, desbocarse vientos,
altas torres besar sus fundamentos,
y vomitar la tierra sus entrañas... ( 4 36)

Pero el Góngora más gongorino no es el de «cosas»


tan «extrañas». Es muy aleccionador -como Marcilly
mismo lo indica- que «ce désir de saisir le mouvement ...
pousse Góngora a en dessiner la courbe dans l'instant
meme qui en marque la fim>. Y da como ejemplo el dúo
de Acis y Galatea, acompañado por el dúo -amoroso
también- de dos palomas:
reclinados, al mirto más lozano
una y otra lasciva, si lif!.era,
paloma se caló. . . ( 627-628)
El vuelo de las aves resalta «au moment précis ou les
oiseaux se posent: se caló ... et le p<:>ete parvient ici a
la définition du mouvement par son arret, c'est-a-dire,
Góngora 51

par sa négation». («Calarse significa dejarse caen>, apun­


ta el licenciado Cuesta. Y trae a colación el verso de Gar-
cilaso: «Al fondo se dejó calar del río», tan agudamente
analizado por Francisco García Larca.) En una escena
semejante del Orlando, que cita Dámaso Alonso, no hay
nada análogo a lo visto por Marcilly en el Polifemo:
ma baci, che imitavan le colombe
davan segno or di gire or di far alto.
Menos movimiento se halla en el pasaje de Marino que
Antonio Vjlanova propone como fuente segura de Gón-
gora. Es de las Rime Boscherecce, 1602:
Duo della Dea piu bella aup,ei lascivi
Sovra un mirto gemean frondoso e spesso,
E de' lor baci al mormorar sommesso
Respondean l'aure innamorate, e i rivi.
No se puede eludir la expresión del movimiento, y
Góngora no la elude. El ave que desciende y se arroja
sobre el nido del milano será a favor de su empuje «rayo
con plumas». Pero antes ha sido detenida cuando se
cierne sobre su presa, y en aquella «instantánea» del
vuelo es ya corona inmóvil:
No el ave reina así el frag,aso nido
corona inmóvil, mientras no desciende
-rayo con plumas- al milano pollo
que la eminencia abriga de un escollo ... ( 626)
El ave es igualada a Galatea, «librada en un pie toda»,
y así pendiendo -impulso refrenado- sobre el sueño
(fingido) de Acis. Lo que prevalece en la visión de ese
lance es la inmovilidad: suspensión y concentración la­
tente del movimiento, que ha de suceder. El símil del
ave se introduce entonces a modo de corona inmóvil.
Así conviene a la Galatea inclinada sobre el galán, que
finge dormir. El mundo sólido de Góngora se alberga en
robusta quietud. O, si se mueve, el aspecto inestable se
52 Lenguaje poético
?.lía a una metáfora de estabilidad: las serranas bailarán
ágilmente, aunque las piernas -blancas, «de cristal»-
se eleven con esbeltez y vigor de columnas, y los pies
las sostengan con aplomo de basas.
Ellas, cuyo movimiento
honestamente levanta
el cristal de la columna
sobre la pequeña basa. . . ( 149)
Mundo en reposo, o en reposo que manifiesta mutación,
rccordan<lo a las gitanas de Valladolid:
En Valladolid
no hay gitana bella
que no haga mudanzas
estándose queda. (151)
VI
4 .º Estílo.-Pero el objeto lo domina todo, y a la
objetividad de tema, concepción y método corresponde
el más adecuado estilo, de una resplandeciente materia­
lidad suntuosa. Imágenes y metáforas proceden, sobre
todo, del mundo concreto. En la poesía gongorina habrá
siempre muchas más cosas -ideas de cosas- que ideas
abstractas. Por supuesto, imágenes y metáforas, como si
fuesen el propio lenguaje de la poesía, no son ornatos
sino la materia poemática, su «mármol». No creamos
decorativos los elementos en realidad constructivos,
Más que ninguno de sus contemporáneos españoles,
quizá europeos, Góngora confiere a su poesía calidades
de pintura, de escultura; tal vez la arquitectura sea el
arte que aspire a emular. Lo extraño sería denunciar
algún verso incoloro.
Salió Cloris de s11 albergue,
dorando el mar con su luz,
por señas que a tanto oro
holgó el mar de ser azul. (199)
Góngora 53

Azul en toda su inmediata presencia, azul intacto y ra­


dioso, que refuerza el contraste con el oro, la luz, ese
dorado del mar que se deriva de la rubia Cloris. Todo
ello es obvio. Más sutilmente, en algunos pasajes, el
color adquiere unidad de gama, difusa por la estrofa:
Donde espumoso el mar sicitiano
el pie argenta de plata al Lilibeo,
bóveda o de las fraguas de Vulcano
o tumba de los huesos de Tifeo,
pálidas señas cenizoso un llano . . (620)
.

Ningún contraste demasiado evidente relaciona esos tér­


minos en gris, un gris que va desde la plata a la ceniza:
«argenta», «de plata», «tumba de huesos», «pálidas se­
ñas», «cenizoso llano». Análoga unidad ofrece esta es­
trofa, también del Polifemo:
La ninfa, pues, la sonorosa plata
bullir sintió del arroyuelo apenas,
cuando -a los verdes márgenes ingrata-
seguir se hizo de sus azucenas.
Huyera... mas tan frío se desata
un temor perezoso por sus venas,
que a la precisa fuga, al presto vuelo,
grillos de nieve fue, plumas de hielo. ( 625)
(Téngase en cuenta la variante según Pellicer, preferida
con gusto que es razón por Alfonso Reyes y los últimos
editores: «Segur se hizo ...» Quizá recurrió Góngora a
«seguir» cuando «la segur de los celos» vino algunas
estrofas después.) La gama fría asocia ahí lo material y
Jo espiritual: «plata», «azucenas», «frío», «temor pere­
zoso», «nieve», «plumas», «hielo». Todo es blanco junto
a una vibración verde: «los verdes márgenes». Es curio­
so que el epíteto abstracto cobre valor concreto y hasta
consiga una casi coloración. «Neutra el agua dudaba...»
(630) Comenta Pellicer: «Estaba indecisa el agua (eso
es neutral) sobre a cuál había de creer cielo o Cíclope, si
había de juzgar por cielo humano a Polifemo, por verle
54 Lenguaje poético
con un sol en la frente, o por Cíclope celestial al cielo,
por tener un ojo...» Más allá de esa explicación resalta un
agua con visos fluctuantes, un agua de veras marina.
(Algún lector podría percibir -excesivamente- algu­
na vaguedad atmosférica.)
El sentido escultórico no falta en la obra gongorina.
Polifemo es estatua: negro el cabello en ondas, que pei­
na un viento proceloso; la barba, un torrente, que reco­
rren «los dedos de su mano». ( 621) Y vuelve a la memo­
ria algún Donatello de la Opera del Duomo, en Florencia,
o un Miguel Angel. O, sin ir tan lejos, algunos de los
Berruguetes de Valladolid. En cuanto a la arquitectura,
importa más la manera de composición que las sugestio­
nes monumentales. Composición es cada verso, cada fra­
se, cada estrofa. Abundan también las referencias a edi­
ficios. En los sonetos fúnebres -ya se vio antes- hay
más túmulo o sepultura que muerte o finado. Hasta la
muerte de Acis está así concebida. El cíclope ha lanzado
la roca sobre el amante. ¿Qué ocurrirá, terrible y último?
Urna es mucha, pirámide no poca. (632)
Acis murió ¿y ya está sepulto? Hemos seguido la huida
de los enamorados, la cólera del monstruo, la tensión de
los brazos; y se desgaja la roca, se derrumba. Por fin, se
detiene. El poeta no nos invita más que a imaginar la
forma de la roca, metamorfoseada en aparato funerario:
urna, pirámide. Urna: el cadáver se halla, si no dentro,
debajo. Urna es mucha. O también una eminencia a
estilo del enterramiento en pirámide. Pirámide no poca.
La muerte está ocurriendo ante nosotros, y nos parece
ya ocurrida. El tono solemne de la frase dispone ya una
oración fúnebre, tan concisa que se resuelve en una ins­
cripción. Urna: la u, con sonoridad bien mantenida por
la r y la n, erige el acento inicial del verso, posición
estratégica. Pirámide: el esdrújulo va deslizándose por
una vertiente lisa.
Urna es mucha, pirámide no poca.
Góngora 55
Góngora se apasiona por la hermosura del mundo, o
lo describe convertido en hermosura.
!dolo bello, a quien humilde adoro... (442)
Tan absorbente es el culto de la belleza que no se ve al
adorador: ella sola triunfa. Todo glorifica al objeto. Del
sujeto mismo no conocemos sino lo que nos cuente el
objeto glorificado. Ninguna introspección; ningún eco de
las pasiones propias. Góngora no exclama patéticamente:
«¡Yo !» La ausencia del yo histórico, absoluta en la gran
poesía, no tiene más excepciones que alguna aparición
personal en algunos versos líricos, en las juveniles poesías
amorosas y más aún en las burlescas. Entre burlas o se-
miburlas habla de sí mismo el autor de Hermana Marica
-con una admirable emoción de infancia- o del otro
romancillo, Hanme dicho, hermanas... (44-46, 87-93)
Cuando se atiende al tono mayor, Góngora no sigue a los
petrarquizantes españoles que, a imitación de Garcilaso,
se paran a contemplar su estado, su intimidad. En una
declaración al obispo de Córdoba se disculpaba el enton­
ces joven racionero: «y que si mi poesía no ha sido tan
espiritual como debiera ...» ( 1214) Exacto. La poesía
gongorina vive muy alejada de la «poesía espiritual».
Poesía objetiva, eso sí, por esa afición al orbe físico, y
también por esta exclusión del sujeto como asunto. El
poeta se para a contemplar ... su lenguaje, magnífico,
resistente, objeto entre los objetos, el más amado. Hay
en él, además, otra gracia: lo que tiene de enigma. El
poema nacerá de esa contradicción: a la vez objetivo y
enigmático.

VII
¿Cómo? Queda prohibido el lenguaje directo. En
general, queda prohibido evocar una cosa mediante su
simple nombre propio: El ahinco del poeta va a empe­
ñarse en no emplear ese nombre. La realidad será aludi-
56 Lenguaje poético
da, y con estos rodeos y metáforas se irá creando una
realidad mucho más hermosa. Realidad segunda, que se
muestra y no se muestra. Aquí lo gongorino se identifica
a lo jeroglífico. En una cacería toman parte, naturalmen­
te, los halcones. El autor no quiere decir «halcones».
Como poeta, se cree obligado a no mentar esa palabra,
que se limitaría a esbozar la figura del animal según es,
o al menos, como se le recuerda. Habrá, al principio, una
ocultación; después, una recreación: Porque no se va a
describir sino a transformar lo que los seres son en lo
que no son de veras. Esta falsedad arrastra suficientes
elementos comunes a los dos términos compenetrados
para que se fundan en una imagen acorde a una mayor
amplitud de realidad. Se podría haber escrito en prosa:
«Aunque ociosos, no menos fatigados del pasado ejer­
cicio (de la caza), venían quejándose, sobre el guante de
los maestros cetreros, los halcones, raudos torbellinos de
Noruega.» Góngora, fiándolo todo al ritmo del verso, y
del verso enigmático, canta:
Aunque ociosos, no menos fatigados,
quejándose venían sobre el guante
los raudos torbellinos de Noruega. ( 689)
Estos raudos torbellinos son los actores de una agresión
venatoria, y es necesario partir de aquellos especiales
torbellinos para dar caza a lo que son y no son: los
halcones. El descubrimiento de tales criaturas, al cabo
de un instante de suspense, aporta la sorpresa de una
revelación. Contribuye el enigma, por consiguiente, a
dramatizar una búsqueda y su desenlace: ese cuadro de
una realidad -refundida con más realidad- fantástica
y verdadera.
Góngora no, no llama al pan «pam> ni al vino «vino»
-que será «confuso Baca»; y como los vinos se sirven
en vasijas de cristal, se tornan
en vidrio topacios carmesíes
y pálidos rubíes. (657)
Góngora 57
Claro que no podía faltar un complemento muy andaluz:
si la sabrosa oliva
no serenara el bacanal diluvio. ( 657)
O sea, en prosa: «la sabrosa aceituna, fruto de la oliva
(cuya rama sirvió ya otra vez de término a otro diluvio:
al universal).»
Este juego de la alusión se somete al factor culto.
Entre la vida y el poeta se interponen muchas nubes de
recuerdos griegos, latinos, italianos, españoles. Es la
tradición que ha ilustrado con gran tino y gran sabidu­
ría Antonio Vilanova en Las fuentes y los temas del
«Polifemo» de Góngora (Madrid, 1957). Una balumba
libresca agobia al verso, no al artista, que con tanta agi­
lidad se conduce entre los dioses, los héroes y los luga­
res paganos: arcaísmo esencial que alimenta un pretérito
no del todo pretérito. Los lectores apuran la razón de
cada plabra. ¿Podría denominarse -en el Polifemo-
a un navío de Génova «haya ligurina»?
Cuando, entre globos de agua, entregar veo
a las arenas ligurina haya... ( 631)
Los comentaristas del siglo XVII discuten con ardor. Pe­
dro de Ribas cree justificado ese nombre de «haya»: en
los barcos, construidos con roble, «las tablas interiores
son de haya y todo el demás aparato... como mástiles»,
etc., «y si la mayor parte (del navío) consta de haya, con
mucha razón el poeta lo llamó asÍ». Salcedo Coronel con­
dena el vocablo, y con respeto opina: «Pedro de Ribas
lo defiende; yo quisiera que todos los que le culpan
quedasen satisfechos, pero no me parece fácil.» Pellicer
-¡don Joseph Pellicer de Salas y Tovar!- más aco­
modaticio, concluye: «Dos objeciones hace a don Luis
la calumnia. La primera: que en tiempos de Polifemo,
los Genoveses no manejavan los comercios, como agora.
La segunda, que llamó haya a la nave, no fabricándose
deste árbol los navíos, por ser inhábil para la fabricación.
Ambas dudas se absuelven con facilidad.»
58 Lenguaje poético
Otro caso: ¿cuál será la fiera que Góngora sitúa en
Sicilia?
No la Trinacria en sus montañas, fiera
armó de crueldad, calzó de viento,
que redima feroz, salve ligera
su piel manchada de colores ciento... ( 621)
Fiera cruel, calzada de viento y con la piel manchada de
varios colores ... Todas las señas designan el tigre. Así
lo entienden Andrés Cuesta y Pellicer. Pero, objeta Sal­
cedo Coronel, el tigre es «animal que no se cría en los
montes de Sicilia ni en toda la Italia». ¿Cómo explicar
el error? Por «culpable olvido en don Luis; pero, como
quiera que este error es de accidente y no de ignorancia
del arte, fácilmente se puede satisfacer, porque los poe­
tas siguen las cosas verosímiles, y no se han de condenar
cuando siguieren las inciertas, si en algún modo son
verosímiles.» No sería inverosímil que hubiese un tigre
en Sicilia. (Por cierto, Churton, el benemérito y muy
simpático gongorista inglés de 1862, se figura a la fiera
como panther or pard.) Según Antonio Vilanova, esa
fiera ha salido de un pasaje de Claudiano en De laudibus
Sitiliconis. El fue quien «ha sugerido a Góngora la in­
clusión implícita de tigres y leones y jabalíes y otros ani­
males feroces en la isla de Sicilia».
También las obras mayores -todo el Panegírico al
Duque de Lerma- aluden a la sociedad contemporánea.
Un acontecimiento fue el bautizo de Felipe IV en San
Pablo de Valladolid, frente al Palacio Real:
Desmentido altamente del brocado,
vínculo de prolijos leños ata
al Palacio Real con el sagrado
templo... (702)
O sea, contado por el muy curioso portugués Pinheiro
da Veiga en su Fastiginia: «Y para el bautismo comen­
zaron a hacer ahora una galería... o pasadizo para ir
del palacio a la iglesia de San Pablo, que está enfrente ...
Góngora 59
Y después de provista con la madera que parec10 nece­
saria... se cubrió todo de paños de raso y oro riquísi­
mos.» Las palabras de Góngora se ajustan indirecta pero
justamente a la verdad histórica. Y siempre, ya se tra­
tase de lo arcaico o de lo moderno, ya de lo mitológico
o de lo real, la minoría culta se inclinaba sobre los poe­
mas gongorinos con vehemente solicitud en pos del
cbjeto enigmático. Los eruditos de hoy nos hablan de
aquellas discusiones, a veces puntillosas, que sostenían
los eruditos del siglo XVII. «Ni puedo dexar de defen­
der aquí a don Luis de una calumnia que le pone su
comentador Pellicer -afirma otro comentador, Andrés
Cuesta-, que no contentándose con morder todos los
escritores, digo traspalar los mordiscos que halla en el
tesoro crítico, y con asir la ocasión por donde no tiene
pelo, no repara en pellizcar a quien comenta debiendo
todo lo posible defendelle.» Cuesta acusa a Pellicer de
asegurar que don Luis ignoraba el templo de Galatea,
mencionado por Luciano. Es a propósito de «deidad,
aunque sin templo, es Galatea». ( 623) El crítico se refe­
ría en ocasiones a una conversación con una persona
culta. Dice Salcedo Coronel: «así entiendo yo este lugar,
aunque don Gabriel de Corral, cuyo ingenio y erudición
honran felizmente a España (el vallisoletano autor de
La Cintia de Aranjuez) me dixo lo entendía de otra ma­
nera». Por estos o por otros caminos el enigma debía
esclarecerse. Lo sustentaba un texto casi siempre muy
bien organizado. El objeto de enigma resurgía al fin
como un preciosísimo objeto de lenguaje, asentado y vi­
sible en su lenguaje.

VIII
Contemplemos con la debida atención la figura ecues­
tre que nos presenta la Soledad inacabada:
En san[!,re claro y en persona augusto,
si en miembros no robusto,
60 Lenguaje poético
príncipe les sucede, abrev'iada
en modestia civil real grandeza.
La espumosa del Betis ligereza
bebió no sólo, mas la desatada
majestad en sus ondas, el luciente
caballo que colérico mordía
el oro que süave lo enfrenaba,
arrogante, y no ya por las que daba
estrellas su cerúlea piel al día,
sino por lo que siente
de esclarecido y aun de soberano
en la rienda que besa la alta mano,
de cetro digna. (685)
Acudamos a la versión de Dámaso Alonso: «Detrás
venía un príncipe, claro por su sangre, augusto por su
persona, aunque de miembros antes delicados que fuer­
tes, el cual abreviaba o reducía en una modestia cortés
la grandeza de su real linaje. El caballo que montaba
había bebido, sin duda, a orillas del Betis no sólo la
espumosa ligereza de este gran río, sino su desenvuelta
majestad: tal era el caballo, bruto luciente que mordía
colérico el freno de oro con que suavemente era reprimi­
do. Y parecía arrogante el animal, no ya por las estrellas
que le tachonaban la cerúlea piel, sino por lo que llega­
ba a comprender de esclarecido y hasta de soberano en
la rienda que besaba humildemente la noble mano por
quien era regida, mano digna de empuñar un cetro.»
Gocemos, ante todo, de la armonía de este pasaje,
que se desenvuelve sin el menor tropiezo, con pocas
inversiones sintácticas, sin excesivas extrañezas de voca­
blo latino, sin alusiones mitológicas. El cuadro -ese
jinete y su montura- posee una exquisita calidad musi­
cal por la fluencia de toda la cláusula, cuyo tono -a la
vez moderado y magnánimo- casa con el cuento. Nin­
guna violencia. No se sabe quién es el príncipe, si el
héroe o el artista, que con tan soberana, tan infalible
naturalidad superior mantiene este discurso, de línea tan
Góngora 61
pura a su modo. («Lenguaje heroico» -ya lo apunta­
mos- lo denomina Góngora.)
El príncipe, retratado en estilo abstracto y directo,
cifra virtudes morales y aristocráticas; la estirpe y su
grandeza están contrarrestadas -en realidad, reforza­
das- por el modesto porte. Sólo un rasgo físico: la no
robustez de este cazador, tal vez no demasiado depor­
tista. En suma, «augusto», con una realeza infusa en
aquel «príncipe», sin artículo, carencia que le hubiese re­
prochado algún censor; «príncipe» al empezar el verso,
con su énfasis de esdrújulo. El verso desciende desde
la altura de la primera sílaba, «príncipe les sucede», y
va dilatando en despliegue ceremonioso la presentación
de la «real grandeza», así «abrev'iada», con una diéresis
que no oculta su paradoja: la palabra se estira abrevian­
do. Es una figura ecuestre. Pero al caballo se le atribuye
más sitio, un sitio poéticamente más importante que el
del caballero, no tan singularizado y resaltado como el
Colleoni de Venecia o el Gattamelata de Padua, antípo­
das del Carlos IV, que en una plaza de México apenas
existe; a la estatua se la conoce por «El caballito».
El nuestro es andaluz. Magnífica estampa: caballo
ligero, majestuoso y brillante. Las dos primeras excelen­
cias están asociadas al río Guadalquivir; en él bebió el
caballo y de él provienen. No es una historia antigua,
no hay fuente mitológica, aunque lo parezca. No se esta­
blece una comparación: el caballo es como el río. Fue
bastante un acto -«bebió», también en principio de
verso- para que se lograse la trasfusión de esa ligereza
espumosa y de esa desatada majestad al cuadrúpedo:
ligereza y majestad a un tiempo fluviales y equinas. Ma­
jestad acorde al jinete, «esclarecido y soberano», condi­
ción que su montura acaba por adivinar y asimilar. Estos
versos de sinuosa curva -que la silva tanto favorece-
avanzan a lo largo de repetidos encabalgamientos, por sí
trasportes de fluidez y velocidad: «ligereza - bebió no
solo...», «la desatada - majestad». Y luego «el luciente -
caballo», «por las que daba - estrellas...» Tiene que lucir
y resplandecer el caballo como todo lo poéticamente capi-
62 Lenguaje poético
tal en el orbe gongorino. Ahora se puntualiza la situa­
ción: el caballo, regido por . el freno, a él obediente, lo
tascaba, y con una cólera que se opone a la suavidad del
freno, freno áureo no mencionado, restringido al esplen­
dor de su materia: el oro. Otra diéresis con radio signifi­
cativo: «süave», así más suave. Los dos versos articulan
unidades contrastadas: «caballo que colérico mordía»,
«el oro que süave lo enfrenaba». Y sus miembros con-
cuerdan en su tripartita oposición: «caballo - oro», «Co­
lérico - süave», «mordía -enfrenaba». Estas simetrías
ordenan sin el menor ahogo la visión. De la misma ma­
nera, «en sangre claro y en persona augusto», «en mo­
destia civil real grandeza»: consonancia intelectual que
tiende a ser una inscripción sobre un espacio. Los térmi­
nos simétricos se disponen visibles como las ventanas
de una fachada, y satisfacen ese apetito de cosa material
que impulsa en varias direcciones convergentes al poeta
cordobés.
Nuestro caballo adquiere más y más vigor de mate-
tia. Resplandece una piel que es necesario vivificar con
recurso de pintura. Pero antes se coloca un epíteto de
actitud y -diríamos, ¿por qué no?- de alma: «arro­
gante». La posición de nuevo inicial corrobora la signifi­
cación. Se yergue el vocablo con ímpetu que saca afuera
una energía. Esa energía virtual se halla esperando siem­
pre a quien sepa proferir el vocablo. Aquí es Góngora
quien a tiempo -punto de culminación de una cláusula-
lleva «arrogante» a su plenitud de arrogancia. Arrogan­
cia después de ligereza, majestad, cólera y suavidad, y
cuando principia la plástica determinación de la piel,
manchada por manchas que son «estrellas», sobre un
fondo lógicamente «cerúleo», aunque no de noche sino
de día. Y las manchas, mejor dicho, las estrellas, no per­
manecen en pasiva conexión con la luz solar. Porque la
piel cerúlea «daba» estrellas «al día». No se atiene la
imagen a una simple aproximación estática. Su preferen­
cia por la quietud del objeto no impide a Góngora dotar
de función activa a los componentes metafóricos. Que
las manchas -no se las nombra directamente- sean
Góngora 63
parecidas a las estrellas de la noche sitúa una relación
dentro de una acción: la piel daba sus estrellas al día.
Metáfora que se apoya en datos verídicos, pero con una
ordenación imaginaria; esas estrellas equinas lucen a la
luz del sol. ¡Gran hipérbole! El animal se trasmuda en
un superanimal embellecido -como una encrucijada de
Naturaleza y de Historia- entre el río y las estrellas,
bajo el príncipe y su influjo. Por eso es arrogante el
caballo: «por lo que siente -de esclarecido y aun de
soberano- en la rienda». Al freno resiste colérico. A la
rienda se rinde adivinando y acatando la superioridad
del jinete, y hasta la misma rienda «besa la alta mano».
El grupo ecuestre se reafirma completo. La descripción
va del príncipe al caballo y del caballo al príncipe. Y su
dignidad se simboliza en la mano que, si gobierna al
caballo, es «de cetro digna». Final que ajusta el grupo
con una pompa moderada: «civil modestia». Caballero
y caballo forman para siempre una armonía irrefutable.

IX

Cultismos, metáforas, alusiones, simetrías: todo coin­


cide en interrumpir la línea pura, la expresión escueta
sometiendo a dibujo nociones y voces. El resultado suele
ser feliz, y este «lenguaje construido como un objeto
enigmático» se logra: es creación poética. También ocu­
rre que una serie de obstáculos retrase y dificulte la crea­
ción. El enigma no deja ver el objeto. Tanto color y
tantos lujos pululan que la sensualidad se diluye bajo
un eyceso decorativo. A pesar del exceso, en lo más
intrincado de aquella selva o, si se prefiere, entre los
engranajes de aquella máquina se insinúa ese no sé qué
misterioso de toda poesía. Una de las primeras versiones
de la Soledad Segunda dice:

El gerifalte, del Trian helado


Robusto honor ...
64 Lenguaje poético
Explica Dámaso Alonso: «Los Triones son las estrellas
de la Osa Mayor. Aquí, pues, Trión está empleado por
Septentrión.» O lo que es igual: «El gerifalte, honor del
Norte.» ¿Por qué, si no por dicha poética, como regalo
caído del cielo, se le antojó a don Luis borrar aquellos
vocablos y escoger otros muy diferentes que revelaban
a esas aves en todo el ímpetu súbito de su vuelo y de
su estrépito?
El gerifalte, escándalo bizarro
del aire... ( 683)
A ciertos lectores sacude, no hay duda, como una des­
carga de corriente poética ese impulso que de pronto
se impone. ¡El gerifalte, escándalo bizarro del aire!
También esto es lirismo. Pedro Salinas lo llama con
fórmula convincente «exaltación de la realidad». Esta
fiesta- y la poesía lo es siempre, aún la más triste-
extenderá su dosel y su cielo sobre el paisaje y las cosas,
sobre la planta, el animal y el hombre. No se olvide, por
otra parte, que muchas piezas -no sólo las breves, ya
conocemos el Panegírico al duque de Lerma- son de
circunstancias. Y el satírico -Góngora lo fue a lo largo
de toda su carrera- juzga la vida contemporánea. Pero
todo, burlas y veras, atañe al mundo exterior, y nunca
o casi nunca al íntimo, recatado en el silencio de este
poeta de la realidad impersonal, es decir, de todo menos
de su propia existencia afectiva. Los dos modos princi­
pales de la obra poética están cifrados en dos versos:
Lo artificioso que admira
ylo dulce que consuela ... (351)
Góngora nos admira más que nos consuela, aunque tam­
poco le falte el acento patético. Exclama el náufrago
peregrino en la Soledad Segunda:
¡Oh mar, oh tú, supremo
moderador piadoso de mis daños! ( 666)
Góngora 65
En general, se mantiene una considerable limitación:
nada de júbilos, angustias, inquietudes. Sí el gozo sereno
del espíritu: actitud señoril, que a ratos alteran o corro­
boran la ironía, el desdén. Y si pasamos de la poesía al
poeta añádase una pasión: el orgullo, ese gran orgullo
que se siente ofendido hasta por los elogios. Lo recor­
daba Cervantes en su Viaje del Parnaso:
Es don Luis de Góngora a quien temo
Agraviar en mis cortas alabanzas,
Aunque las suba al grado más supremo.
No en vano se llama Soledad el mayor poema de Gón-
gora, quien dirigiéndose a la primera Soledad, incom­
prendida por los adversarios, dice con solemne altivez
taciturna:
Restituye a tu mudo horror divino,
amiga Soledad, el pie sagrado . . . (507)
Colóquese junto a estos versos el retrato que Velázquez
hizo de Góngora, una de cuyas versiones figura en el
Museo de Bastan, muy cercana a una obra -también
maestra- del Greco: el retrato de Paravicino, gran ami­
go y secuaz de don Luis. Este don Luis, que tal distan­
cia ha ahondado entre sus ojos y lo que ven sus ojos.
Pero más aleja la boca. Es la boca misma del desdén,
con el labio superior sumido, de ningún relieve, antítesis
del carnoso labio inferior y la recia barbilla. Bajo esa
tez amarillenta de bilioso, bilioso que no sonrió al pin­
cel de Velázquez -la expresión es displicente, casi agria,
casi melancólica- en ese cráneo pequeño se alojó una
extraordinaria fuerza espiritual. Letrillas, romances, so­
netos, grandes poemas ... Obra copiosa, fruto de bastantes
años -de 1580 a 1626, ya se ha dicho- con plenos
logros. Logros a niveles de una variedad que sólo igua­
lan y tal vez superan Lope y Quevedo, desde la lírica
personal
Tenedme, aunque es otoño, ruiseñores (581)
Guillén, 5
66 Lenguaje poético
a una lírica más dramática: «A la memoria de la muerte
y el infierno».

Urnas plebeyas, túmulos reales ... ( 497)


De obra tan compleja -«La vida es ciervo ferido ...»
( 497 )- aquí se ha estudiado la emplazada a la altura de
mayor rigor. Góngora se propone y nos propone -sin
apelar a teoría que, propugnada, le ruborizase- una
meta de perfección, o más estrictamente, la asequible a
un escrupuloso quehacer. « ...Don Luis, de quien se cuen­
ta que se estaba en remirar un verso muchos días, imi­
tando a Virgilio.» (Andrés Cuesta lo rememora.) El
poeta ha de seguir su vía de perfeccionamiento, que no
es camino de perfección. No era una modalidad rara
entre sus coetáneos, que solían inscribir sus inspiraciones
con la mejor escritura al alcance de sus recursos. Góngo-
ra los supera a todos, maestro exigente como lo fue Ve-
lázquez en la pintura. Recordemos a estos grandes espa­
ñoles enamorados de «la perfección», de la obra cuida­
dosamente trabajada, para corregir ese tópico vulgarísimo
sobre los dones geniales, sí, pero sólo espontáneos y
desbordados de la personalidad española.
La poesía gongorina requiere inspiración, esfuerzo,
cultura. Aquella cultura -la del humanista del siglo
XVI- se incorpora, también asumida como experiencia,
a la obra del andaluz. Mucha erudición termina por
amontonar un bagaje de muy peligroso manejo. El mis­
mo don Luis nos lo advierte:
No es sordo el mar: la erudición engaña. (667)
Aquella erudición representaba un orden fenecido, pero
resucitado. Es natural que esa multitud de reminiscen­
cias grecolatinas pese hoy bastante y enfríe nuestra lec­
tura de tan sabios textos. Los gongoristas han dilucidado
muy bien la situación de Góngora. El poeta debe some­
terse a un canon y continuar un estilo. Góngora hace
suyo ese estilo agravando su magia y acumulando sus
G6ngora 67

primores. Pero ninguna malicia de compos1c10n despun­


ta como un estreno en el poema gongorino. Todo tiene
sus lejanos o próximos antecedentes griegos, latinos, ita­
lianos, españoles. Góngora no es alba sino ocaso, el más
opulento ocaso. En él se apura y depura, se riza y tornea
hasta su maraña máxima la poesía humanística del Siglo
de Oro, porque Góngora es acabamiento, o sea, per­
fección, madura, madurísima perfección en este general
sentido histórico. Y con ella debe ser relacionada su
perfección individual.

X
Todo confluye hacia un rigor de lenguaje y de poe­
sía, conseguido mediante la depuración y la intensifica­
ción de los medios expresivos ya existentes. Góngora es
el artista que somete a examen y expurgo las formas de
su arte, y no se lanza a la creación sin previas cavilacio­
nes. Aunque apenas conozcamos sus pensamientos gene­
rales, toda su obra postula esta crítica preliminar. Nues­
tro gran andaluz debió de encarnar el tipo de hombre que
principia por revisar en una etapa problemática los fun­
damentos de su empresa. De suerte que el arte de los
predecesores le parecerá un resultado preparatorio donde
los elementos poéticos se combinan con otros pertene­
cientes a las maneras del orador y del historiador. Habrá,
pues, que eliminar lo común y reforzar lo genuino y
distintivo. En este punto Góngora se aproxima al remo­
to, muy remoto Mallarmé: «Je n'ai créé mon oeuvre
-decía en una carta de 1867- que par élimination.»
Es Mallarmé quien subraya «élimination».
La suma lograda será nueva, novísima, escandalosa­
mente novedosa. En ella entraba, factor primordial, el
quid divino, el genio de aquel homlire, quien encarna
un tipo muy hispánico: el extremista de la tradición. La
herencia de un pasado tan culto, tan ingenioso, tan fino
se atesora con tal exquisitez que el centro del equilibrio
tradicional se desplaza. El poeta habita su Finisterre, y
68 Lenguaje poético
en él escribe una poesía especial para especializados. Es­
pecializados por vía de cultura, de ningún modo ini­
ciados por vía de culto. Aquí no hay más misterio
que el inherente a toda poesía. Sí, lo gongorino se eleva
muy lejos de lo órfico. Se trata de un saber y un enten­
der definidos. Nadie entre aquí si no sabe geometría, si
no entiende de poesía humanística. Numerosas obras
poéticas de muy varias centurias y naciones se dirigen
a un público más o menos restringido. Góngora restringe
mucho el auditorio y alumbra un hecho nuevo: la mínima
minoría -a la sombra de la iglesia, el palacio y la uni­
versidad. Entre eclesiásticos, magnates, eruditos y escri­
tores anda el juego: «la correspondencia que yo deseo
entre personas tan bien nacidas y cultas», escribe Góngo-
ra en una carta a Tamayo de Vargas. (899) La poesía
ofrecerá dificultades, por eso mismo atrayente. Para los
expertos, Góngora resultará difícil. Para los inexpertos
permanecerá oscuro. «Oscuridad» no señala en esta oca­
sión sino la línea fronteriza entre el vulgo y los otros.
Estos otros son los extranjeros a que se refiere T. S.
Eliot: «Üne of the more obscure of modero poets was
the French writer Stéphane Mallarmé, of whom the
French sometimes say that bis language is so peculiar
that it can be understood only by foreigners.» Góngora
es tan oscuro como ... Einstein, es decir, el Polifemo es
tan claro y tan preciso como la teoría de la relatividad.
Nuestro español, genio, ingenio, ingeniero, construye su
poema -orbe, jardín y máquina- en aquel Finisterre
tan admirable, tan desviado, tan peregrino.
Ningún ser se determina sin sus límites, a un tiempo
negativos y constituyentes. No reprochemos a las grandes
obras ciertas carencias que contribuyen a su más positiva
afirmación. No busquemos en los grandes poemas de
Góngora algo sobre Dios, el alma, nuestro destino, por
que esos poemas no se desenvuelven en dirección reli­
giosa, metafísica, psicológica, moral. Don Luis nos ofrece
-nada más, nada menos- una visión hermosa de la
Naturaleza. Naturaleza -con la N mayúscula del huma­
nismo- que alcanza proporciones de cosmos. El asunto
Góngora 69
no puede ser más central, y Góngora lo establece según
la tradición heredada por su época y por su país, sin
deformaciones extravagantes de sensibilidad ni de gusto.
Sus infinitos hallazgos nacen acordes a la visión más
sana, más equilibrada de esa realidad que acepta y dis­
fruta.
No estorba que se introduzcan componentes per­
turbadores: «Este acezante impulso, este empujón de
fuerzas telúricas, prurito expresivo de lo fuerte, lo
abundante, lo lóbrego, lo deforme» que ha escrutado
tan sagazmente Dámaso Alonso. Y él pone de relieve
<(esta nueva aportación del siglo de Góngora» con una
luminosa vehemencia muy superior a la de Polifemo, el
personaje que asume y resume ese «nuevo espíritu»:
«fuerza contraria a la tradición... que por entonces la
doblega y aun la retuerce, pero no logra romper», como
concluye el mismo Dámaso Alonso. Góngora no es su
Polifemo. El ídolo bello -a quien humilde adora- sub­
siste en pie. La belleza no nos enmascara la verdad, y
el ser nunca está más lleno de sí mismo que cuando su
realidad se alza a plenitud armoniosa. Ante Garcilaso,
nunca el agua es más agua que en aquellas «corrientes
aguas, puras, cristalinas», y la metáfora del cristal redo­
bla la trasparencia: el modo más intenso que tiene el
agua de ser agua. Góngora ve un lugar «donde el océano
se mete por la tierra» como si fuera un centauro:
Centauro ya espumoso el Oceano
—medio mar, medio ría— (663)
Esta docta imagen no embellece mintiendo sino reve­
lando aquella verdad geográfica. Cierto, no se verá así
en la nueva perspectiva del siglo xvn; siempre las apa­
riencias le engañarán. El cielo azul no será ni cielo ni
azul. Uno de los Argensolas formulará esta contradic­
ción entre lo verdadero y lo bello, antítesis absoluta de
Ja frase de Keats.
¡Lástima grande
que no sea verdad tanta belleza!
70 Lenguaje poético
Pero Góngora el mayor ¿fue un desengañado? Tenga­
mos confianza en su fe de artista. Gocemos con él de
la luz, del color, del oro: las apariencias no nos engaña­
rán. Sólo en las márgenes elegíacas y satíricas advierte
el peligro que hay «en seguir sombras y abrazar enga­
ños». (526)
A nuestro poeta ya no es posible acusar de formalismo.
Formalismo habría en una retórica vacua. Y archiprobado
está que la forma gongorina corresponde a una plétora
de contenido. Esa forma, tan lúcida y deleitosamente
erigida a la mayor gloria de Dios y de la lengua caste­
llana, nos seduce como un cuerpo bellísimo que vale por
sí, y siempre con su función de señal. La flecha significa­
tiva da en el blanco, pero arroja tales destellos que a
veces el blanco no se percibe a primera vista. Los gran­
des textos -nadie lo ignora- demandan más de una
lectura: en cuanto a los poéticos, si no se los relee, no
se los lee. Los textos gongorinos comienzan por brin­
darnos un enigma, y puede acaecer que este enigma des­
componga nuestra operación de lectores en momentos
demasiado lentamente progresivos. Hay que luchar con
ese lenguaje diverso de nuestra lengua ordinaria. Este
primor diferencial concluye por sostener la obra sobre
un extremo eminente, desde cuya cima Góngora otea
los caminos reales de la literatura. Dentro de la poesía
se hallará lo poético; extramuros acampará lo prosaico.
Tanta distinción entre poesía y prosa implica algo muy
grave: la pureza. Porque la pureza es cruel. Se quiere
crear una obra labrada con elementos genuinos, sólo con
los más genuinos, y es necesario que severidad tan in­
transigente actúe durante el trascurso del poema, siem­
pre al mismo nivel de poesía -poesía. Noble, muy noble
ambición, pero... ¿«poema» es igual a «poesía»? Gón-
gora no nos habría jamás concedido que «in a poem of
any length there must be transitions between passages of
greater and less intensity», como afirma T. S. Eliot. Lo
que nos conduce a Góngora es, en definitiva, lo que nos
separa de él: su terrible pureza, el lenguaje poético.
Bien está así. Valía la pena que alguien se jugase la
Góngora 71
vida a esa carta. Nadie se la ha jugado con más fortuna
que Góngora, éxito maravilloso. No es menor maravilla
que la poesía castellana, en un Siglo verdaderamente de
Oro, desde Garcilaso, su aurora, pueda abarcar tales dis­
tancias y ofrecer tales polos y con tal riqueza, de fray
Luis de León y San Juan de la Cruz a Góngora y Queve-
do, acompañados de tantos otros líricos insignes; y en
medio, Lope. No hay blando eclecticismo en admirar
todas las cumbres de una cordillera. Ante nosotros, tam­
bién para nosotros se levanta, inmortal, la cumbre de
Góngora.
Lenguaje insuficiente
San Juan de la Cruz o lo inefable místico
A la memoria de Jean y Joseph Baru:d
I
Ningún poeta español inspira hoy una adhesión más
unánime que San Juan de la Cruz. Cierto que su obra
en prosa, muy importante, ha contribuido mucho a la
fama internacional: gloria en la tierra y en el cielo. Has­
ta su nombre se traduce, y ningún éxito mayor: Saint
Jean de la Croix, San Giovanni della Croce, Saint John
of the Cross ... Santa Teresa y él, con sus nombres tradu­
cidos, son ante el mundo -y nadie lo ignora- repre­
sentantes máximos del gran misticismo español del
siglo XVI.
Un creciente empeño de concentración religiosa se
convierte en una experiencia mística. Esta experiencia se
comunica de dos modos: en una exposición doctrinal y
una expresión poética. Vida, doctrina, poesía son los
tres círculos en que se desenvuelve San Juan de la Cruz.
A una explicación bastante amplia de la doctrina corres­
ponde una obra poética muy breve. San Juan de la Cruz
es el gran poeta más breve de la lengua española, acaso
75
de la literatura universal. Dejando a un lado las com­
posiciones de autenticidad discutible y algunas de menor
interés, San Juan se condensa en siete poesías: una plé­
yade suficiente. Nadie más lejos del rimador profesional
que aquel hombre. Sin embargo, debió de escribir más
de lo que conocemos. No es posible que la Noche oscura,
el Cántico espiritual figuren entre las primicias de un
novel. Pero la poesía no llegó a ser nunca la tarea emi­
nente sino algo superabundante, surgido de una vida
consagrada al afán religioso, cuyo nombre pleno no es
otro que «santidad». A la cumbre más alta de la poesía
española no asciende un artista principalmente artista
sino un santo, y por el más riguroso camino de su perfec­
ción; y la Noche oscura, el Cántico espiritual, la Llama
de amor viva se deben a quien jamás escribe el vocablo
«poesía». Es curioso: a menudo San Juan recurre a tér­
minos procedentes de los oficios y las artes, y emplea
«retó"rica», «metáfora», «estilo», «versos» y otras pala­
bras del menestér literario. En un pasaje, «poeta» se
aplica al autor del Libro de los Proverbios. (S. 3, XX, 6
«Poesía» no aparece jamás.
Tres poemas emergen, señeros, de aquella historia.
Tres poemas en serie, quizá la más alta culminación d
nuestra poesía: Noche oscura del alma, Cántico espiri
tual, Llama de amor viva. Para mejor sentir y entende
esos textos en cuanto poemas, se los podría abordar di
rectamente, no como si fuesen anónimos, pero sí pospo
niendo la información que podría allegarse en torno
esta poesía: circunstancias históricas de génesis, signifi
cado trascendental. Será ya un buen ejercicio de crític
ascética dejar para más tarde las explicaciones del sant
y atender a la obra como si nada supiésemos del escritor
Después, cuando a la lectura suceda el estudio, será e
momento de considerar las vertientes no poéticas de ] a
obra.
m1suco

¿Qué nos proponen o, más bien, qué son estos tres


maravillosos poemas? No hay duda: en seguida sabemos
que lo son. Sin posible equivalencia se nos impone el
texto original. No es necesario insistir en la más obvia
condición de la palabra poética: su unidad de sentido y
sonido. El uno no existe sin el otro. Distintos por abs­
tracción, se nos ofrecen como una sola energía, a la vez
alma y cuerpo. Es ya popular aquella frase de Mallarmé:
«Ün ne fait pas de vers avec des idées mais avec des
mots.» ¡Exacto! Y cualquiera interpretación formalista,
aunque fuese del propio Mallarmé, sería errónea. Porque
la palabra del verso también es idea -con toda una
constelación de asociaciones, alusiones, sugestiones. Si a
«administración» corresponde más o menos «administra-
tion», «luna» no es igual a «lune», a «moon». ¿Y cómo
decir con otros signos?
¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Eso y sólo eso dice la Esposa, y no
Where can your hiding be,
Beloved, that you left me thus to moan?
No nos fijemos todavía en los títulos, que nos orientan
hacia la interpretación del autor. Y el autor ahora no
explica: dice, cuenta, canta. Son tres poemas amorosos.
Este amor configura un mundo con su atmósfera, sus
noches, sus medias luces, sus días, sus campos, sus caver­
nas, y en una soledad que sólo acoge a estos enamorados,
y en una lejanía donde ellos reinan sobre ellos y sobre
la Creación, y del modo más secreto, defendido por las
más inexpugnables murallas. Es en el primer poema la
aventura nocturna.
En una noche oscura
Con ansias en amores inflamada,
78 Lenguaje insuficiente
¡Oh dichosa ventura!
Salí sin ser notada,
Estando ya mi casa sosegada.
La esposa ha salido de su hogar. Y antes de que amanez­
ca, en esa hora que está entre la noche y el alba, se
encuentran los enamorados, y su amor se consuma con
la más dichosa plenitud.
Quedéme y olvidéme,
El rostro recliné sobre el Amado,
Cesó todo y dejéme,
Dejando mi cuidado
Entre las azucenas olvidado.
Este primer poema es tal vez el más puro de los tres gran­
des poemas. Y «puro» apunta aquí a una calidad despro­
vista de toda sospecha de retórica. Por eso las imágenes
aparecen en función orgánica. Al principio, entre el si­
lencio y la soledad, avanzando por lo oscuro, la enamo­
rada repite su exclamación: «¡Oh dichosa ventura!»
Y sentimos suspenso todo el ser reconcentrado en ansie­
dad, que se retiene, muy tensa, cuando va a dispararse:
¡Oh dichosa ventura! Ventura con aventura, con arrojo,
pero sin desorden. «Estando ya mi casa sosegada»: verso
final de las dos primeras estrofas. La salida nocturna se
apoya en ese sosiego seguro, que se abre hacia el amor,
sin más luz que la luz del corazón. («Dichoso escondrijo
de corazón, que tiene tanto valor que lo sujeta todo».
A la M. María de Jesús, 1589.) Luz tan iluminadora que
permite poner como contraste, en medio de esa oscuri­
dad, «la luz del mediodía» y «el alborada». Nunca se ha
esbozado un amanecer con más tierna claridad que en
ese verso: «¡Oh noche amable más que el alborada!» Y la
profunda paz del amor consumado -«Allí quedó dor­
mido»- se abandona al ritmo lento, en una atmósfera
de hermosura y goce. Duerme el enamorado sobre el
pecho florido. Y ella le «regala». Ningún término más
delicadamente voluptuoso. La decoración robusta y gra-
San Juan de la Cruz o lo inefable místico 79
ciosa -«ventalle de cedros», oriental, bíblico; «aire de
la almena», medieval, castellano- no se limita a su
papel decorativo y colabora en la acción. El cedro-venta­
lle abanica; el aire de la almena es ya una mano que
suspende los sentidos, más aún, que hiere el cuello de la
Amada. Tal violencia del «herir», que habría podido
romper la armonía del momento, queda sujeta a esa ar­
monía, y todo lo absorbe un amor absorto en sí mismo,
consumado. Lo manifiestan con reiteración creciente
verbos negativos de creciente anulación: «quedarse»,
«olvidarse», «reclinarse», «cesar», dejar». A «dejéme»
acompaña un inmediato «dejando» en tono ligeramente
explicativo, más bajo, más prosaico. Vuelve a remontarse
el nivel gracias al olvido entre las azucenas: último cua­
dro preciso, concreto, física y espiritualmente puro.
Pocas, muy pocas veces se habrá cantado la consuma­
ción del amor como en esta última estrofa, tan densa,
con laxitud que es plenitud.
La misma historia y sus mismas etapas -busca, en­
cuentro, consumación- es referida de nuevo en el
segundo poema, bastante más largo. (Son doscientos
versos. No tiene más que cuarenta la Noche oscura.)
Cántico-égloga. (Canciones de la Esposa se tituló tam­
bién. Carta a la M. Ana de San Alberto, 1586.) Los
amantes son pastores, y la ansiedad de la Esposa cruza
por majadas, riberas, bosques, prados. Helos ya juntos:
Mi Amado las montañas,
Los valles solitarios nemorosos...
En esta profundidad de grandes paisajes, y no sólo en el
inmediato ambiente campesino, va desenvolviéndose la
acción, y sus elementos bucólicos siempre manifiestan
los más genuinos estados -espirituales y sensuales-
del amor: embeleso, abandono, goce, perfecta unión, per­
fecta felicidad. La Naturaleza se asocia a la pasión, y los
pormenores pastoriles, aprendidos en los textos litera­
rios, se funden con la historia más viva. «Si en esos tus
semblantes plateados...» Esta palabra, según nos cuenta
80 Lenguaje insuficiente
el mismo San Juan, la había él leído en el salmo 67: «las
plumas de la paloma serán plateadas ...» (C. E. XII, 4)
Ningún antecedente podría conducir, sin gran poeta m-
terpuesto, a esos exquisitos «semblantes plateados».
Todo es símbolo, todo es lo que es y algo más. Ella, la
enamorada, será en la estrofa 13 la paloma, y el esposo
la llamará así, y con su vuelo -con el aire de su vuelo-
refrescará al esposo, ciervo vulnerado. Egloga, pues, muy
dramática, muy movida, con gradaciones de intensidad
que ha analizado magistralmente Dámaso Alonso. A los
grandes espacios de recogimiento y soledad con monta­
ñas, valles, ínsulas, ríos suceden pinturas de ligereza ma­
tutina y sonriente: guirnaldas de flores, flores entreteji­
das a cabellos, frescas mañanas, piñas de rosas. La
«montaña» se convierte en «montiña», y no sólo por
exigencia del juego rimado. Todo es amor: «que ya sólo
en amar es mi ejercicio». Ejercicio que origina audaces
visiones. «Y pacerá el Amado...» Todo acaece a través
del aire libre, pero no se pierden nunca aquellas reservas
de intimidad. La Esposa ya se ha dormido; el Esposo
adora y vigila ese sueño. (Tema admirable: ver dormir
al amor.) Queriendo defender el sueño con un conjuro,
el Esposo invoca y evoca las músicas profanas de mayor
seducción: el canto de los poetas y de las sirenas.
Por las amenas liras
Y cantos de serenas os conjuro
Que cesen vuestras iras,
Y no toquéis al muro
Porque la Esposa duerma más seguro.
Ahí, en ese muro, compacto, recio, están la frontera y la
barrera entre el mundo de todos y ese otro mundo que se
crea el amor. Y el vocablo «muro» se yergue con una
prodigiosa densidad de materia penetrada de espíritu.
No, no se toque «el muro», el pleno muro que protege
a la plena pareja, siempre encastillada... Y la pareja
retorna a los campos -el monte, la fuente, las caver­
nas- con elementos más dulces: el ruiseñor, el soto.
San Juan de la Cruz o lo inefable místico 81

«El soto y su donaire», de gracia increíble. Es ya la


noche serena
Con llama que consume y no da pena.
Este verso, en la penúltima estrofa del Cántico, nos
anuncia el tercer poema, el más breve de los tres: vein­
ticuatro versos, que aluden sólo a la última etapa de la
relación amorosa. Todo es exclamación pasmada y fuego,
fuego que al amor ilumina mientras en él arde.
¡Oh lámparas de fuego,
En cuyos resplandores
Las profundas cavernas del sentido,
Que estaba oscuro y·ciego,
Con extraños primores
Calor y luz dan junto a su querido!
En seguida nos seducen estas formas que no rom­
pen las leyes de nuestro mundo. Y, sin embargo, he ahí
otro universo con su armonía autónoma, que sostiene la
pasión y contempla el espíritu mientras va sonando una
música, a la vez imagen, sentimiento, belleza. Merced a
trabazón tan justa entre todos los componentes sentimos
con tal fuerza persuasiva la intensidad de cada palabra,
cada verso, cada estrofa -sin perder nunca de vista su
estricto conjunto. En el poema se extiende la noche o
el día, pero el lenguaje es siempre luminoso, y esta luz
ilumina un misterio sin que deje de ser inaccesible. La
melodía resalta sobre un silencio de soledades. Así, con
este mesurado decoro, se pone en mayor relieve lo abso­
luto de la pasión que busca, espera, halla y, por fin, se
realiza. ¿Quiénes son estos amantes? Sólo tienen un
nombre genérico: Esposa, Amado. ¿Dónde viven? Aquí
mismo, en estos poemas, dentro del mundo creado por
estas palabras. Los sucesos -a lo largo del Cántico y la
Llama- se presentan ante nosotros en el más efectivo
presente. No se trata de un pasado ya concluso que el
poeta reconstruye. Nada es ajeno a esta ardiente actuali-
Guillén, 6
82 Lenguaje insuficiente
dad que ahora y aquí -en el ámbito del poema- desliza
sus presentes actos de amor.
La poesía se logra merced al arte: arte del poema.
Es necesario consignar que San Juan de la Cruz acierta
con el equilibrio supremo entre la poesía inspirada y la
poesía construida, en oposición a tantos modernos para
quienes la poesía y el arte presentan una contradicción
irreductible. (Todo intento voluntario de ajuste o encaje,
toda el ansia por componer estropearían o anularían la
iluminación del poeta, entregado con total pasividad a
su musa o, dicho con pretensiones científicas, a su sub­
consciente.) San Juan de la Cruz no cae en la herejía
del quietismo ni buscando el tesoro ni queriendo mostrar
su hallazgo. El poema se erige como la más sutil arqui­
tectura, donde cada pieza ha sido trabajada por el artífice
más cuidadoso de aproximarse a la perfección; y la per­
fección artística se aúna a la espiritual. «El alma que
anda en amor ni cansa ni se cansa.» (A y S. Puntos de
amor, 18) Sólo así ha podido crearse ese portento de la
Noche oscura, acaso de mayor pureza aún que el Cántico
espiritual, el mejor de los epitalamios. ¿A qué invul­
nerable distancia, en qué alturas o en qué honduras ocu­
rren esas bodas de los sublimes enamorados? No hay
momento en que no resuenen las tres notas que San
Juan de la Cruz exalta como nadie: lejanía, soledad, se­
creto. Se siente cada palabra en toda su cristalinidad,
infinitamente depurada al cabo de un empuje que viene
de no se sabe qué profundidades. Pero este arraigo tan
hondo en nada entorpece o ensombrece la holgura final.
¿No ha habido el fuego necesario para llegar al diaman­
te? Arrebato, recato, seguridad serenadora... Son los
poemas del gran amor, y con este privilegio rarísimo: el
amor feliz. «Y adonde no hay amor, ponga amor y saca­
rá amor», había recomendado aquel varón ardiente. (A la
M. María de la Encarnación, 1591.) Aquí ya no hay
más que sacar amor. Dice bien Pedro Salinas: «Todo en
San Juan nos ofrece el más evidente caso de misterio
claro... La trayectoria de la poesía de San Juan de la
Cruz es semejante a la del rayo luminoso, que cruza
San Juan de la Cruz o lo inefable místico 83
flechero entre tenebrosidades, las penetra y desaparece,
dejando tras de sí redimidas a las tinieblas y a la oscu­
ridad iluminada. Lo misterioso seguirá siéndolo, porque
San Juan en sus poemas nada explica lógicamente, pero
quedará ya revestido por la claridad de esa lumbre que
lo cruzó como una gracia.» Y añade Pedro Salinas: «La
impresión final es pura llama en la que se logra la unidad
poética absoluta.» Pero, ¿cómo analizar esta poesía, si
ella también y sobre todo es como el aire, que -nos
recuerda San Juan- «en queriendo cerrar el puño se
sale»? (N. O. 1, IX, 6)

III
San Juan de la Cruz, como todos sabemos, ha con­
cebido estos poemas según una tradición bíblica -la
suprema égloga del Cantar de los cantares- y según la
tradición greco-latino-italiana que florece en la égloga
de Garcilaso, punto de arranque de nuestro siglo XVI
poético. Fundidas estas varias reminiscencias en ese «liris­
mo integrador», aqui tenemos tres magníficas expresiones
del amor humano en ausencia y presencia, en inquietud
y plenitud. Los poemas, si se los lee como poemas -y eso
es lo que son- no significan más que amor, embriaguez
de amor, y sus términos se afirman sin cesar humanos.
Ningún otro horizonte «poético» se percibe.
Pues bien, estos poemas ¿son algo más? Entendá­
monos: ¿algo más extrapoético? No lo sabríamos si a
los versos, tan autónomos, el autor no les hubiese agre­
gado sus propias disertaciones. El santo nos advierte que
a esta poesía corresponde una experiencia personal y una
reflexión doctrinal. Ante todo hubo la experiencia. Pero
este origen -místico- no se debe confundir con su
resultado. Evitemos cualquiera intromisión de la genetic
fallacy. Y precisamente en este caso no sería posible
imaginar una mayor distancia entre la experiencia y su
expresión. Por otra parte, la doctrina se apoya sobre los
poemas. Sin embargo, este segundo sentido -alegóri-
84 Lenguaje insuficiente
co-- permanece fuera del primer texto. Poesía y alegoría
se desarrollan en rutas paralelas que, si se mantienen
acordes a su definición, no podrán rozarse ni estorbarse.
Ahora es el momento de escuchar al autor colocado
como crítico al margen de su obra. A la poesía de un
gran poeta corresponde siempre una poética más o me­
nos organizada y formulada, un punto de vista general
sobre la obra ya hecha o por hacer. Aunque San Juan
de la Cruz no se refiera nominalmente a la poesía, en
el prólogo del Cántico espiritual se cifra toda una poé­
tica. Antes de exponer en prosa la doctrina implicada
por el poema nos previene el autor: «sería ignorancia
pensar que los dichos de amor en inteligencia mística...
con alguna manera de palabras se puedan bien explicar;
porque el Espíritu del Señor... pide por nosotros con
gemidos inefables lo que nosotros no podemos bien en­
tender ni comprender para lo manifestar. Porque, ¿quién
podrá escribir lo que a las almas amorosas, donde Él
mora, hace entender? ¿Y quién podrá manifestar con
palabras lo que las hace sentir? ¿Y quién, finalmente, lo
que las hace desear? Cierto, nadie lo puede; cierto, ni
ellas mismas por quien pasa lo pueden; porque ésta es
la causa por qué con figuras, comparaciones y semejan­
zas antes rebosan algo de lo que sienten, y de la abun­
dancia del espíritu vierten secretos y misterios que con
razones lo declaran. Las cuales semejanzas, no leídas con
Ja sencillez del espíritu de amor e inteligencia que ellas
llevan, antes parecen dislates que dichos puestos en
razón, según es de ver en los Divinos Cantares de Salo­
món y en otros libros de la Escritura Divina, donde no
pudiendo el Espíritu Santo dar a entender la abundancia
de su sentido por términos vulgares y usados, habla mis­
terios en extrañas figuras y semejanzas. De donde se
sigue que los santos doctores, aunque mucho dicen y
más digan, nunca pueden acabar de declararlo por pala­
bras, así como tampoco por palabras se pudo ello decir;
y así lo que de ello se declara ordinariamente es lo me­
nor que contiene en sí.» Y más adelante: «los dichos de
amor es mejor declararlos en su anchura, para que cada
San Juan de la Cruz o lo inefable místico 85
uno de ellos se aproveche según su modo y caudal de
espíritu, que abreviarlos a un sentido a que no se acomo­
de todo paladar. Y así, aunque en alguna manera se
declaran, no hay para qué atarse a la declaración; porque
la sabiduría mística (la cual es por amor, de que las
presentes canciones tratan) no ha menester distintamen­
te entenderse para hacer efecto de amor y afición en el
alma, porque es a modo de la fe, en la cual amamos a
Dios sin entenderle».
La página es admirable. He ahí proclamada la esen­
cial inefabilidad de la «poesía», o más exactamente, de
su origen, del estado prepoético. San Juan de la Cruz
afirma de modo directo o indirecto: l.º El amor es su
tema. Se trata de «dichos de amor». 2.º El amor no
puede decirse, no puede fablarse, es inefable. (Como el
lenguaje exige tantas condiciones lógicas, algo de lo que
no es pensamiento racional no encaja en la frase o el
discurso.) 3.º De esta inevitable inequivalencia se dedu­
ce la necesidad de la poesía. A la expresión del amor se
le escapa su objeto. Pero en una tentativa parcial sí
puede alcanzársele. ¿Cómo? Apelando a la trasposición.
Así, con «figuras, comparaciones y semejanzas» se sugie­
re algo de los «secretos y misterios». La poesía habrá de
resolverse, pues, en el lenguaje figurado: comparación,
metáfora, símbolo. El lenguaje rebasa entonces sus lími­
tes intelectuales. 4. º De ahí que, a la luz de la razón,
una «figura» suene a «dislate». Un poema no es nunca un
«dicho puesto en razón». 5. º Por eso no puede ser en­
tendido ni explicado del todo. La comprensión del poe­
ma no agota su contenido. A la esencial inefabilidad
corresponde una esencial ininteligibilidad. San Juan de
la Cruz no pretende sujetar la «canción» a su «declara­
ción». El comentario se presenta modestamente, sin pro­
pósito de dominar el texto comentado. Consecuencia:
cada lector entrará a sus anchas por la poesía. «Los di­
chos de amor es mejor declararlos en su anchura.»
Son muy numerosas las ocasiones en que San Juan
de la Cruz alude a la imposibilidad de conducir hasta el
nivel del verso o de la prosa tal estado de espíritu:
86 Lenguaje insuficiente
«sólo el que por ello pasa lo sabrá sentir, mas no decir»,
adelanta ya en el prólogo de la Subida. «Bien así -in­
siste en la Noche oscura, 2, XVII, 3- como el que
viese una cosa nunca vista, cuyo semejante tampoco ja­
más vio, que aunque la entendiese y gustase no la sabría
poner nombre ni decir lo que es» hasta si la percibiese
con los sentidos; «cuánto menos, pues, se podrá mani­
festar lo que no entró por ellos». En suma, «el lenguaje
de Dios ... excede todo sentido». Más adelante (XVII, 4)
lo explica: el lenguaje de Dios al alma va «de puro espí­
ritu y espíritu puro». El no-espíritu no lo percibe. Sólo
puede apelar el alma a «términos generales» (XVII, 5).
En cambio, las «cosas particulares» -«visiones, senti­
mientos, etc.»- afectan al sentido, y por eso no son re­
beldes a la expresión. Pero (XVII, 6) «cuan bajos y cortos
y en alguna manera impropios son todos los términos y
vocablos con que ... se trata de las cosas divinas», siempre
secretas. Lo ininteligible es inefable: «porque así como
no se entiende, así tampoco se sabe decir, aunque... se
sabe sentir» (C. E. VII, 10). Y en el prólogo de la Lla­
ma: «lo espiritual excede al sentido, y con dificultad se
dice algo de la sustancia del espíritu si no es con entra­
ñable espíritu». La experiencia es tan diferente de la ex­
presión «como lo es lo pintado de lo vivo». Esta reserva
se halla presente en todo instante. Si la experiencia mís­
tica se sitúa más allá de la razón y la imaginación, a lo
incomprensible divino ha de seguir la insuficiencia de la
voz humana. Así, comentando la estrofa de la Llama «Oh
lámparas de fuego», afirma el santo: «Todo lo que se
puede en esta canción decir es menos de lo que hay,
porque la transformación del alma en Dios es indeci­
ble.» (III, 8)
En este aspecto, el místico español pretende conti­
nuar la tradición bíblica. El Antiguo y el Nuevo Testa­
mento son también en poesía sus grandes educadores.
«Porque la cortedad del manifestarlo y hablarlo exte-
riormente mostró Jeremías cuando habiendo Dios habla­
do con él no supo qué decir, sino a a a.» Cortedad
San Juan de la Cruz o lo inefable místico 87

semejante mostró «Moisés delante de Dios en la zarza,


cuando no solamente dijo a Dios que después que habla­
ba con él no sabía ni acertaba a hablar...» (N. O. 2.
XVII, 4) Ejemplo análogo: «digamos lo que dijo de
ello Cristo a San Juan en el Apocalipsis por muchos
términos y vocablos y comparaciones, en siete veces, por
no ser comprendido aquello en un vocablo, ni en una
vez, porque aun en todas aquéllas se quedó por decir».
(C. E. XXXIII, 7)

IV
Esos ejemplos bíblicos corroboran una experiencia.
¡Y qué experiencia! San Juan de la Cruz ha comenzado
por vivir la aventura más extraordinaria, y de esa conmo­
ción procede el poema. Aquel fraile de tan exiguo porte
-el «Senequita» de Santa Teresa- no ha conquistado
Indias, por supuesto, ni ha sufrido las peripecias de la
ruta a la intemperie, ni siquiera ha salido de su rincón
ni de sí mismo. Y por eso, no a pesar de eso, tiene
mucho que contar. ¿Cómo lo contará? No sólo poética­
mente. También irá pensándolo en conceptos, y ese aná­
lisis se dispondrá como «teología mística». Esta teolo­
gía, «ciencia por amor», «ciencia muy sabrosa», se
mantiene a una inconmensurable distancia de aquella
historia tan por dentro vivida.
Nadie tal vez ha ido más lejos que San Juan por ese
camino. Nadie lo ha analizado con más profundidad en
sus cuatro volúmenes, sobre todo en los dos primeros,
tan audaces, tan extremosos, tan feroces: Subida del
Monte Carmelo, Noche oscura del alma. San Juan se
entregará a su vocación, la más atrevida, aunque enten­
diese con gran claridad los principios opuestos a tal em­
presa: «a ninguna criatura le es lícito -sostiene en la
Subida (2, XXI, 1 )— salir fuera de los términos que
Dios la tiene naturalmente ordenados para su gobierno.
Al hombre le puso términos naturales y racionales para
88 Lenguaje insuficiente
su gobierno; luego querer salir de ellos no es lícito, y
querer averiguar y alcanzar cosas por vía sobrenatural
es salir de los términos naturales». En otro pasaje de
la Subida (2, XXVII, 6) remacha el mismo pensamien­
to: «Que eso es lo que quiso decir Salomón cuando dijo:
'¿Qué necesidad tiene el hombre de querer y buscar las
cosas que son sobre su capacidad natural?' Cómo si dijé
ramos: Ninguna necesidad tiene para ser perfecto de
querer cosas sobrenaturales por vía sobrenatural, que es
sobre su capacidad.» Afirmación tajante. Pero San Juan
la comprendía a su modo, y no vaciló en lanzarse por esa
vfa sobrenatural. Ateniéndose a su tradición religiosa y
reforzando las índagacíones personales con citas de las
Sagradas Escrituras, o sea, sin ningún abandono o posi­
bles desvíos de la ortodoxia, San luan nos relata su as­
censión hacia Dios, hasta Dios, ia más penosa que el
hombre haya intentado. «Todo lo que la imaginación
puede imaginar y el entendimiento recibir y entender
en esta vida no es ni puede ser medio práctico para la
unión con Días.» Ante la propia inteligencia del favo­
recido permanece secreto lo que siempre está más allá
de toda intelección clara y distinta: «nunca te quieras
satisfacer en lo que entendieres de Dios sino en lo que
no entendieres de él.» (C. E. I, 12) ¿Y no habrá en el
camino hacia Dios algunas revelaciones que se ofrezcan
a la «imaginativa o fantasía»? Tampoco: «no se comu­
nica Dios al alma mediante algún disfraz de visión ima­
ginaria, o semejanza o figura... sino que boca a boca,
esto es, en esencia pura y desnuda de Dios». (S. 2.
XVI, 9) El alma va anulando «las formas y fantasías
de las cosas», sensaciones e ideas, todo lo que Jean
Baruzi llmrn1 -y rememoro a este gran amigo con ver­
dadero fervor- «las aprehensiones distintas». ( Según el
propio San Juan, «inteligencias distintas». Ll. III, 48)
Ni las revelaciones son aceptadas con gusto: «es más
preciosa delante de Dios una obra o acto de voluntad
hecho en caridad que cuantas visiones pueden tener del
cielo, pues éstas no son mérito ni demérito». (Ibid., 2,
XXII, 19) Tampoco servirán las «locuciones oídas du-
San Juan de la Cruz o lo inefable místico 89
rante la oración, por muy espirituales que fuesen». San
Juan insiste: «todas las visiones, revelaciones y senti­
mientos del cielo ... no valen tanto como el menor acto
de humildad». (!bid., 3, IX, 4) En suma: «esto puede
estorbar mucho para ir a la divina unión, porque aparta
mucho al alma, si hace caso de ello, del abismo de la
fe, en que el entendimiento ha de estar oscuro, y oscuro
ha de ir por amor en fe y no por mucha razón». (Ibid., 2,
XXIX, 5) Ningún místico más severo, más desembara­
zado de anécdotas sobrenaturales que San Juan de la
Cruz, tan opuesto a toda suerte de representaciones,
siempre temeroso de que las suscite el diablo y siempre
hostil aún en la hipótesis de que las inspire la Divini­
dad. ¿Y para qué detenerse a distinguir si son demonía­
cas o divinas? Concluye el santo a rajatabla y en tono
casi impaciente: «Pues con no hacer caso de ellas, negán­
dolas se excusa todo eso, y se hace lo que se debe.»
(Ibid., 2, XVIII,7)
Hay que desligarse de las cosas y de las causas para
llegar a la Primera Causa. «Por tanto, aunque todas las
cosas se le rían al hombre y todas sucedan próspera­
mente, antes se debe recelar que gozarse». (Ibid., 3,
XVIII, 5) Y el Eclesiastés viene en apoyo del santo: «El
corazón del necio, dice el Sabio, está donde está la alegría,
mas el del Sabio donde está la tristeza.» No haya cami­
no que no conduzca a la noche, «aunque se hunda el
mundo». (A las carmelitas de Beas, 1587.) Todo se re­
suelve en noche o mejor dicho, en sucesivas noches. «La
primera purgación o noche es amarga y terrible para el
sentido... La segunda no tiene comparación porque es
horrenda y espantable para el espíritu.» (N. O. 1, VIII, 2)
En esta segunda noche, el espíritu se encuentra «como
el que tienen aprisionado en una oscura mazmorra atado
de pies y manos, sin poderse mover ni ver, ni sentir
algún favor de arriba ni de abajo hasta que aquí se humi­
lle, ahlnnde y purifique el espíritu, y se ponga tan sutil
y sencillo y delgado que pueda hacerse uno con el espí­
ritu de Dios». (Ibid., 2, VII, 3) Noche total, noche
absoluta: las tinieblas «son profundas y horribles y muy
90 Lenguaje insuficiente
penosas porque, como se sienten en la profunda sustan­
cia del espíritu, parecen tinieblas sustanciales». (Ibid., 2,
IX, 3) De suerte que «en el horror de la visión noctur­
na» -San Juan traduce con ritmo de endecasílabo la
frase de Job: «In horrore visionis nocturnae» (C. E.
XIV, 18)- primero es el vacío del alma, sin contenido
particular, en la suprema indistinción, preparada así para
el supremo contacto y la suprema metamorfosis. «Este
cáliz es morir a su naturaleza, desnudándola y aniqui­
lándola para que pueda caminar por esta angosta senda.»
(S. 2, VII, 7) Se repite el terrible verbo «aniquilarse»:
<<Una sola cosa necesaria, que es saberse negar de veras...
y aniquilarse en todo.» (Ibid., 8) ¿«De aquí se sigue la
destrucción del uso natural» en un «hombre como bes­
tia»? (Ibid., 3, II, 7) El hombre, reducido a su índole
propia, no valdría nada. Y sin embargo... «Un solo pen-
miento del hombre vale más que todo el mundo.» Es
tan valioso el espíritu que «sólo Dios es digno de él».
(A. y S. 32)
La criatura ha quedado vaciada de su condición de
criatura y la vida se reduce a la conciencia de un
vacío inhumano -que va a trasformarse, por fin, en
sobrehumano. Entonces acude la luz de Dios a esta
horrenda cita. ¿Y qué sucede? Pues «un hecho tan
heroico y tan raro... unirse con su Amado Divino».
(N. O. 2, XIV, 1) Ninguna visión, ninguna exploración.
El alma no se dispone a ver ni a saber: quiere amar allen­
de los modos y los actos de la criatura humana, quien se
destruye como criatura hasta el máximo compatible con
la perduración de la vida y la conciencia. Casi náufrago
en la casi Nada, se unirá al Principio de Todo. Hijo
maltrecho, se absorberá en el Padre. Y si Dios es hom­
bre en Cristo -misterio de la Encarnación- el hombre
se fundirá con Dios y será Dios -misterio de la casi
Desencarnación- cuando la voluntad del alma convertida
en voluntad de Dios todo es ya voluntad de Dios, y el
alma «deiforme» se hace Dios «por participación». (C. E.
XXXIX, 4) Definitiva «moche serena», término de la
otra noche oscura: es la «transformación total en el
San Juan de la Cruz o lo inefable místico 91
Amado», «como cuando la luz de la estrella o de la
candela se junta y une con la del sol, que ya el que luce
ni es la estrella ni la candela sino el sol, teniendo en sí
difundidas las otras luces». (lbid., XXII, 3) La criatura
en San Juan de la Cruz, la más osada de la Creación, se
ha redimido, todavía terrestre, de su fase de criatura:
ya goza de «la ligereza conveniente para ir a él», a Dios,
(A. y S. 52) desde los desposorios al matrimonio espiri­
tual. Entonces el alma es «un paraíso de regadío divino»,
(Ll. III, 7) y «con gran facilidad y frecuencia descubre
el Esposo al alma sus maravillosos secretos como su fiel
consorte. .. Comunícale principalmente dulces misterios
de su Encarnación, y los modos y maneras de la reden­
ción humana». (C. E. XXIII, 1) Encarnación: Desen­
carnación: absoluto círculo. «Porque allí ve el alma que
verdaderamente Dios es suyo, y que ella le posee con
posesión hereditaria, con propiedad de derecho, como
hijo de Dios adoptivo.» (Ll. 111, 78) Así llega a su ple­
nitud la vida mística: gradual y muy larga y muy esfor­
zada operación de entusiasmo. «Entusiasmo» en su al­
cance etimológico: «endiosando la sustancia del alma,
haciéndola divina... absorbe al alma, sobre todo ser, el
ser de Dios». (lbid., 1, 35) Y como si fuera un amor
humano. es decir, exclusivo, «le parece al alma que no
tiene él otra en el mundo a quien regalar ni otra cosa
en que se emplear sino que todo es para ella sola; y
sintiéndolo así lo confiesa como la esposa en los Canta­
res, diciendo: 'Dilectus meus mihi et ego illi'». (lbid.,
II. 36.)

V
Ni en la jornada negativa ni en Ja conclusión afirma­
tiva, ni en el horror ni en el gozo hay revelaciones que
se pueden comunicar. Mal podría haberlas en esta poe­
sía, que no se confunde con el diario de un viaje ni se
presenta como documento psicológico directo. Ninguna
visión vivida nos trasladan\ San Juan de Ja Cruz corno
92 Lenguaje insuficiente
el vate v1S1onario, porque «v1s1on» no es ninguno de
estos símbolos, ni tampoco nos informará de sus sueños
como el soñador de otras épocas. ¿Y no sería absurdo
pensar en un subconsciente capital? De la vida interior
de San Juan, sin cesar supraconsciente, no se derivan
nunca trozos informes, torpezas, fealdades, caprichos.
Nuestro poeta no se contentará jamás con «un no
sé qué que quedan balbuciendo». Esos famosos tres
«que» -evidentemente voluntarios- expresan de modo
felicísimo una etapa de la experiencia real, que debe
ser superada por la poesía. El santo conoce «un al­
tísimo entender de Dios que no se sabe decir, que
por eso lo llama no sé qué». Pero el poeta no
se limita a «balbucir». Y «balbucir» significa «el
hablar de los niños, que es no acertar a decir y
dar a entender qué hay que decir». (C. E. VII, 9, 10)
San Jrnm de la Cruz es el menos infantil de los poetas.
La poesía no puede ser ni un balbuceo ni una mera inter­
jección. (Aunque la interjección, palabra sin contenido
intelectual, convenga muy bien al fondo indecible: «que­
riéndolo ella [el alma] decir no lo dice, sino quédase
con la estimación en el corazón y con el encarecimiento
en la boca por este término oh, diciendo: '¡Oh cautive­
rio suave!'» Ll. II, 5)
Nada más lejos de San Juan de la Cruz que cualquier
forma de escritura automática. La beata Angela de Fo-
ligno ( 1248-1309) dictó un Memoriale a Frate Arnaldo,
su pariente, confesor y secretario. Era lo que la beata
llamaba «secretos misterios». De aquellas palabras
no comprendía Frate Arnaldo sino «le piU grosse».
Cuando leía a la inspirada el texto redactado, la beata
lo juzgaba muy insuficiente: «pero de lo más precioso
que sintió mi alma nada escribiste». O como decía en
su rudo latín el secretario: «sed de precioso quod sentit
anima nihil scripsisti». Frate Arnaldo tenía que poner
por escrito con gran premura las palabras proferidas en
trance. El Memoriale es el resultado de una doble agi­
tación: en la inspirada y en el escriba. También dictaba
en éxtasis Santa Catalina de Siena (1347-1380). Eran
San Juan de la Cruz o lo inefable místico 93

tres, quizá más de tres los secretarios que escribían


cuando ella se remontaba «en abstracción, perdidos todos
sus sentimientos, salvo el de la lengua», nos asegura uno
de sus discípulos. Así se compuso «en breve tiempo» el
Libro della Divina Dottrina volgarmente detto Dialogo
della Divina Provvidenza. De ese modo sublime, «arre­
batada de los sentidos corporales», la monja de Siena
pudo redactar su tratado místico. La Aurora de Jacob
Bohme ( 1575-1624) fue debida asimismo a labor auto­
mática. «El arte no ha escrito aquí. .. -cuenta el pro­
pio autor-. Todo fue ordenado según la dirección del
Espíritu, que a menudo venía apresurado. El fuego ar­
diente a menudo avanzaba con gran velocidad, y la mano
y la pluma tenían que irle a los alcances con afanoso
apremio.» La inspiración se imponía, pues, «como tor­
menta súbita». San Juan de la Cruz, en cambio, no se
deja arrastrar. Nadie le dicta sus palabras ni le sugiere
sus imágenes, polo opuesto al del artista visionario, a un
William Blake ( 1757-1827), quien, mediante sus «celes­
tes hermanos», escribe «doce o algunas veces veinte o
treinta versos sin premeditación y hasta contra mi volun­
tad». Nunca San Juan como Blake se sintió «realmente
ebrio de visión intelectual» ni pretendió ser sólo el se­
cretario. Su comportamiento como escritor y su humil­
dad cristiana le habrían impedido decir de sus poemas:
«Los Autores están en la Eternidad.»
Interesa poner de relieve este contraste, porque así
resalta la originalidad de San Juan de la Cruz, modelo
de creador cuando intenta sugerir lo que no admite reve­
laciones. ¿Cómo se podría manifestar algo de ese amor
sin ideas, sin imágenes, sin palabras sino por una recrea­
ción del todo independiente, acorde a las palabras, las
imágenes, las ideas de la criatura? Del estado inefable se
salta con gallardía a la más rigurosa creación. San Juan
de la Cruz tiene que inventarse un mundo, y aquellas
intuiciones indecibles se objetivarán en imágenes y rit­
mos. Soledad sonora: «sin imaginación no hay sentimien­
to». (S. 3, II 6) Asombra que un mismo ser haya con­
quistado estas dos perfecciones: la religiosa y la poética.
94 Lenguaje insuficiente
Porque si a San Juan no se le juzga aprendiz de santo,
como poeta nos pasma su maestría. No parece probable
-según afirmaba el exquisito músico francés Eric Satie-
que muchos grandes artistas hayan sido amateurs. San
Juan escribió muy poco, y nunca se consideró como
profesional de la poesía. Pero ningún vestigio de aficio­
nado se descubre en estas obras magistrales.
Del origen místico proviene el impulso, la pasión,
una sublime calidad de alma. Esa crisis interna, que el
santo llama «amor de Dios», no es comparable a nin­
gún habitual fenómeno erótico, y el lector -humilde,
si es buen lector, aun sin ser buen creyente- se inclina
ante el carácter único y siempre desconocido de aquel
proceso que empieza en noche y concluye en llama. Sin
ese proceso real no habría poema, aunque la imposible
revelación sólo indirectamente se trasvase al poema.
Tan indirectamente que le otorga nada más los sen­
timientos y sus modulaciones, pero no su asunto. Lo
sagrado permanece en el fondo incognoscible para el
profano. Un abismo le separa de las metafóricas armo­
nías, que nada «revelan». En los tres grandes poemas
no hay más que imágenes: irreales representaciones con­
cretas que forman el relato de un amor. Nada abstracto
se mezcla a la historia, reducida a los pasos y las emo­
ciones de una pareja enamorada. La acción no puede
avanzar más limpia de adherencias aclaratorias. He aquí
a la Esposa y el Esposo, he aquí sus trasportes. Y el
relato queda autónomo, bastándose a sí mismo como tal
relato en la mayoría de sus versos. ¿Qué significación
se esconde bajo la maravilla? Por de pronto, ahí está
la maravilla con su primer horizonte y sus infinitas lon­
tananzas y resonancias poéticas.
¿Podrían rastrearse vestigios de abstracción? En el
Cántico:
Nuestro lecho florido,
De cuevas de leones enlazado,
En púrpura tendido,
De paz edificado,
De mil escudos de oro coronado.
San Juan de la Cruz o lo inefable místico 95
Esa trabazón de imágenes muy plásticas muestra un solo
componente abstracto: «paz», «De paz edificado». La
oposición conceptual apenas surge. En la Llama:
Matando, muerte en vida la has trocado.
Esta antítesis no nos suena, si la aislamos, a San Juan de
la Cruz, porque él no suele interponer juegos intelectua-
Ies ni cruces ingeniosos entre nuestra fascinación y esa
vida cálidamente concretada. Si el místico tuvo que des­
ligar su noche y su amor de todo rasgo anecdótico, el
poeta después tuvo que apelar a la tan aniquilada «ima­
ginativa o fantasía» para aludir a esas últimas indistin-
dones inconcebibles e inefables. Gracias a esa contradic­
ción pudo San Juan pasar de su vida a su poesía. El
místico ha relegado entre los «bienes sensoriales» aque-
lia «fábrica interior del discurso imaginario», que será
la fábrica del poema. «¡Oh ninfas de Judea!», exclama
el santo. ¿Qué significan esas mujeres históricamente
híbridas? «Judea llama a la parte inferior del alma, que
es la sensitiva.» «Y llama ninfas a todas las imaginacio­
nes, fantasías y movimientos y aficiones de esta porción
inferior.» (C. E. XVIII, 4) Aunque el santo ha dejado
fuera, «en los arrabales», a esas ninfas -«Y no queráis
tocar nuestros umbrales»- el poeta habrá de llamar
desde los umbrales a las rechazadas criaturas, y merced
a ellas surgirá el verso. En el verso halla pie -como se
dice en la Llama con desdén más fuerte (III, 38)- «el
gitano del sentido». ¿Cuál será entonces el grado místico
de una obra forzosamente agitanada?

VI

Imágenes, símbolos, alegorías ... Distinguiendo con


mucha perspicacia las funciones del símbolo y la alegoría,
Jean Baruzi ve entre los símbolos algunos íntimamente
enlazados a la experiencia misma. Sucesivos estados de
la primera etapa quedan presos en una sola imagen: «la
96 Lenguaje insuficiente
noche oscura». El psicólogo necesita muchas páginas para
explanar el argumento que concierne a la oscuridad_^
e3a noche. A una sola intuición primordial ^a lla­
ma»-"- va prendido un cúmulo de sucesos espirit1^a!es.
-«-¡Oh llama de amor viva... !» En estos casos, el símbolo
surge del arranque vital sin que medie ninguna erabor-a-
ción. San Juan de la Cruz no ha recurrido, con la pluma
ante el papel, a los jíff'W de la noche y de la lla1lª·
En realidad, en su realidad más honda, el místico ya
poeta -¿y cómo separarlos en ese instante?- ha vivido
su noche oscura y su llama de amor. «Habría -dice
Jean Baruzi- una fusión tan íntima de la imagen y de
la experiencia que ya no podríamos hablar de un esfuer­
zo para figurar plásticamente un drama interior. El sim­
bolismo nos revelaría, directamente acaso, un hecho que
ningún otro modo de pensamiento nos hubiese permitido
alcanzar. Y, por lo tanto, ya no habría traducción de una
experiencia por un símbolo: habría, en el sentido estric­
to del vocablo, experiencia simbólica.» Entre las imáge­
nes irreales manejadas por el poeta se le han impuesto,
si es cierta esa hipótesis, estos súnhelos: únicos puntos
de inmediata continuidad que unen la vida y el poema.
(Continuidad que, sin duda, no ignoran otros poetas
menos arrebatados.) De todos modos, ese tipo de imagen
no puede advertirse más que entre los borboteos del
manantial, y su estudio pertenece a una historia de géne­
sis. Dentro del poema, <<noche», «llama» y quién sabe
cuáles otros componentes se deslindan exentos de todo
vestigio biográfico, y se presentarán trasferidos y some­
tidos a la novísima atmósfera creada por las otras imá­
genes de pura invención, más o menos fatal, más o menos
libre.
¿Y la alegoría? A la experiencia ha sucedido una
conciencia clarividente, y las reflexiones de muchas horas
se van ordenando en una interpretación sistemática. Des­
pués, partiendo de la experiencia inefable, de los pri­
meros símbolos, de los primeros esbozos intelectuales,
San Juan de la Cruz compone el poema; también redac­
ta un comentario en que desarrolla la doctrina implícita,
San Juan de la Cruz o lo inefable místico 97
y añade otras especulaciones ulteriores. El comentario
nos descubre que, bajo el sentido poético, yace otro ocul­
to y al^órico que se ajusta a la doctrina. EstoSdos sen­
tidos, con toda exactitud encajados y dependientes, no
se embarazan. El pensamiento más abstracto -lo que
podría denominarse con una palabra grosera y ahora
brutal: el fondo didáctico- no entorpece la gracia con
que brota el impulso. Es increíble, pero es así: todo
ese lirismo disimula un revés minuciosamente razonado.
Es lo que San Juan llama «el acomodado sentido». («Pe­
ro el acomodado sentido de este verso es decir que el
alma...» S. E. XXVIII, 10) El texto se desenvuelve
como si estuviera sin cesar al servicio de la más calcu­
lada premeditación alegórica. Tales sorpresas de poesía
¿han nacido a la sombra de tal premeditación?
Recordemos en el Cántico:
Ni te^eré las fieras, 1
Y pasaré los fuertes y fronteras.
A esta narración dramática corresponde otra significa­
ción: «En los cuales versos pone los tres enemigos del
alma, que son: mundo, demonio y carne... Por las fieras
entiende el mundo, por los fuertes el demonio y por las
fronteras la carne.» Esta correspondencia entre imagen
y sentido descansa en un fundamento racional. El pen­
sador-poeta da razón de todo. «Llama fieras al mundo
porque ...» Y sigue un prolijo discurso. «A los demo­
nios... llama fuertes, porque ellos con grande fuerza
procuran tomar el paso de este camino, porque ...» Por
fronteras «se entiende. .. las repugnancias y rebeliones
que naturalmente la carne tiene contra el espíritu».
(C. E. III, 6, 7, 9, 10) Este ajuste entre lo poético y lo
no poético, tan lógicamente unidos, es constante. A veces
la teoría parece haber favorecido la creación de la
imagen:
Y pacerá el Amado entre las flores.
Guilénl , 7
98 Lenguaje insuficiente
El autor advierte: «no dice el alma aquí que pacerá el
Amado las flores, sino entre las flores»; «lo que pace
es la misma alma transformada en sí, estando ya ella gui­
sada, salada y sazonada con las dichas flores de virtudes
y dones y perfecciones»; «porque ésta es la condición
del Esposo, unirse con el alma entre la fragancia de estas
flores». Dicha visión -«entre»- ¿no estará aludiendo
a una experiencia pensada ya en desarrollo intelectual?
Añádase el recuerdo del Cantar de los cantares. Es el
propio autor quien indica las fuentes. «Mi Amado des­
cendió a su huerto... para apacentarse... y coger lirios.»
«Yo para mi Amado, y mi Amado para mí, que se apa­
cienta entre los lirios.» Imposible saber, sin embargo,
cuál ha sido la decisiva procedencia de la imagen final:
«Y pacerá el Amado entre las flores.» (lbid., XVII, 10)
San Juan de la Cruz quiere introducir, según él pien­
sa con su vocabulario filosófico, a «la fantasía e imagi­
nativa», a «las dos potencias naturales irascible y con­
cupiscible», a «las tres potencias del alma, que son
memoria, entendimiento y voluntad», y a «las cuatro
pasiones del alma, que son: dolor, esperanza, gozo y
temor». Claro que por deducciones racionales no sería
hacedero inventar las oportunas imágenes. El creador tie­
ne que lanzarse al puro espacio real. Y exclama:
A las aves ligeras,
Leones, ciervos, gamos saltadores,
Montes, valles, riberas,
Aguas, aires, ardores
Y miedos de las noches veladores.

¡Qué levedad y agilidad entre contornos de la más clara


profusión! Pues todo significa, además, otra cosa: «Lla­
ma aves ligeras a las digresiones de la imaginativa, que
son ligeras y sutiles en volar a una parte y a otra.» He
ahí la alegoría y la razón de la alegoría. «Por los leones
entiende las acrimonias e ímpetus de la potencia irasci­
ble, porque esta potencia es osada y atrevida en sus actos,
como los leones. Y por los ciervos y los gamos saltado-
San Juan de la Cruz o lo inefable místico 99
res entiende la otra potencia del alma, que es la concu­
piscible, que es la potencia de apetecer.» Hasta aquí es
fácil columbrar la estructura alegórica. Otras veces, la
relación no puede ser más lejana. «Montes, valles, ribe­
ras. Por estos tres nombres se denotan los actos viciosos
y desordenados de las tres potencias del alma, que son
memoria, entendimiento y voluntad ...» Y «las aficiones
de las cuatro pasiones que, como dijimos, son dolor, es­
peranza, gozo y temor» están representadas en los dos
últimos versos de la estrofa: «Aires, aguas, ardores, -Y
miedos de las noches veladores.» (lbid., XX 4, 5, 6,
8, 9) Ese inesperado y fulgurante nocturno, que no ha
dejado aún de temblar y fosforecer, ha surgido en el
seno de la creación para cerrar unas enumeraciones de
índole teórica. ¿O fue primero la creación y después la
teoría? Según este método, el más grande poeta místico
va dando razón de su poesía, o más bien de sus alego­
rías: imágenes enlazadas a conceptos, traducibles en abs­
tracciones.
No sabemos cómo el poeta ha colaborado con el pensa­
dor. Actualmente, para penetrar en el territorio del poe­
ta ¿hace falta el permiso del pensador? El poeta canta
en términos humanos de suerte que seduzcan por sí
solos, porque el sentido místico-alegórico permanece fue­
ra, anterior y posterior a la obra misma, a su propio
ser poético. Atendamos, pues, en la lectura del poema a
sus únicos valores, los simbólicos, dentro de una atmós­
fera terrestre, sin pensar en las posibles alegorías con­
ceptuales, por completo -o casi por completo-- extra­
ñas a la esfera poética.

VII
¿Adónde te escondiste?
Y el Amado aparece en una comparación:
Como el ciervo huíste
100 Lenguaje itÍsuficiente
Este animal y su fuga, entre ondas de sugestiones cuyo
alcance no se determina con exactitud, vienen a expresar
la situación dolorosa de la amante sin su amado. La
amante sufre como si estuviera herida:
Como el cierva huíste
Habiéndome herido
Está clara, pues, la trascendencia simbólica de estos ver­
sos. Trascendencia dentro del orden profano. No ofrece
otro alguno esta poesía. El lector, a solas con ella, no
puede pasar al orden sagrado. Ahí, entre tales símbolos,
no ha lugar la alegoría que el autor, y sólo el autor, seña­
la, porque sólo existe en su ánimo privado, y no de
modo objetivo en el texto. Por confidencia del santo sa­
bemos «que allende de otras muchas diferencias de visi­
tas que Dios hace al alma... suele hacer unos escondidos
toques de amor que a manera de saeta de fuego hieren
y traspasan el alma y la dejan toda cauterizada con fue­
go de amor, y éstas propiamente se llaman heridas de
amor». (C. E. I, 17)
Otro ejemplo. El símbolo de «las cavernas» nos tras­
lada con resonancias conmovedoras al retiro en que se
retraen los enamorados:
Y luego a las subidas
Cavernas de la piedra nos iremos ...
Veamos la alegoría. «La piedra que aquí dice... es Cris­
to. Las subidas cavernas de esta piedra son los subidos
y altos y profundos misterios de sabiduría que hay en
Cristo.» «Cavernas de la piedra», como sugiere el mis­
mo San Juan, aparece en el Exodo. (Ibid., I, 10)
Y allí nos entraremos
«Allí, conviene a saber, en aquellas noticias y misterios
divinos nos entraremos.»
Y el mosto de granadas gustaremos.
San Juan de la Cruz o lo inefable místico 101
«Las granadas significan aquí los misterios de Cristo y
los juicios de la sabiduría de Dios y las virtudes y atri­
butos de Dios...» Adviértase, además, que Dios «es sig­
nificado por la figura circular o esférica», propia de la
granada, «porque (Dios) no tiene principio ni fin». (Ibid.,
XXII, 3, 6, 7)
Sólo el autor puede presentar estas elucidaciones. De
las frases poéticas es imposible inferir la alegoría, que
no se descubre dentro de su interior -como su más
positivo meollo- sino montada al aire. Este edificio
exento corresponde al otro edificio, el único asentado
en la realidad de la palabra. ¿Se han influido mutua­
mente creación de poesía y construcción de sistema? No
poseemos bastantes datos sobre la génesis de dichas
obras. ¿Hasta qué punto la interpretación racional de
aquellos estados inefables fue interviniendo en la tan
inspirada escritura? Amor vivido, exaltado en verso y
escrutado en prosa: la conexión entre estas modalidades
desplegó, sin duda una complejidad sin precedentes, cuyo
conocimiento se nos escapa. San Juan, místico, poeta,
pensador, lo resolvió todo en cabal unidad.
La unidad se logra sin que sus elementos -vida,
poesía, doctrina- se embaracen. De ahí que el segundo
sentido, el alegórico, pertenezca al reino de la intención.
Y la intención -como más de una vez ha mostrado
Croce- se reduce a un acto de voluntad «con el cual
se decreta que esto debe significar aquello». En ocasio­
nes se mantienen cercanas las dos cosas: «el león» alude
a la «fuerza», «el zorro» alude a «la astucia». San Juan
de la Cruz consigue -caso felicísimo- que la poesía
se levante casi siempre incontaminada por la alegoría.
Obsérvese que aquí no actúa la intención del poeta en
cuanto poeta. San Juan nos declara su intención -en
cuanto psicólogo- de añadir un significado conceptual
a su expresión lírica. Poema, por lo tanto, de origen
místico (biografía) y de intención mística (alegoría).
Estrictamente poema no místico, y sin remedio, porque
la experiencia inefable y la máquina teórica permanecen
extramuros.
102 Lenguaje insuficiente

Hay. con todo, excepciones. En algunos momentos,


esta continua imag^en del amor humano no resiste la
violencia del amor oculto que la origina, y dentro del
ámbito poético prorrumpe una novedad a una altitud
que no es humana:
¡Oh noche que ;untaste
Amado con Amada,
Amada en el Amado transformada!
Este último verso enuncia la gran metamorfosis con las
mismas palabras de la frase en la prosa de la Noche oscu­
ra. Tal afirmación, además, no podría asomar ni como
hipérbole en ninguna historia sólo humana.
¡Oh bosques y espesuras
Plantadas por la mano del Amado!
Ese Amado no parece ahora un simple pastor en un am­
biente bucólico. Es un Amado que planta, es decir, crea,
las espesuras y los bosques. La tácita significación recu­
bre el desarrollo humano, ya sobrehumano en algunos
versos difíciles de entender sin la clave divina:
¡Oh cristalina fuente,
Si en estos tus semblantes plateados
Formases de repente
Los ojos deseados
Que tengo en mis entrañas dibujados!
Recuérdese aquella «respuesta de las criaturas»:
Mil gracias derramando
Pasó por estos sotos con presura,
Y yéndolos mirando,
Con sólo su figura
Vestidos los dejó de su hermosura.
Eso, con sentido habitual de alabanza, no valdría sino
como ponderación retórica de poco interés. Pero el inte­
rés lírico se acrece mucho si lo entendemos como amor
de Dios, según lo sabe y lo siente la Esposa, ya más
San Juan de la Cruz o lo inefable místico 103
que humana. Una vez es patente la alegoría. La estrofa
29 del Cántico no presenta más alcance que el religioso:
pecado original y redención cristiana.
Debajo del manzano
Allí conmigo fuiste desposada,
Allí te di la mano,
Y fuiste reparada
Donde tu madre fuera violada.
El santo lo dilucida con toda precisión: «así como por
medio del árbol vedado en el Paraíso fue perdida y es­
tragada (el alma) en la naturaleza humana por Adán, así
en el árbol de la cruz fue redimida y reparada, dándole
allí la mano de su favor y misericordia por medio de su
muerte y pasión, alzando las treguas que del pecado ori­
ginal había entre el hombre y Dios». El comentario de
cada verso aclara aún más el único sentido de la estrofa.
«'Debajo del manzano'. Esto es, debajo del favor del
árbol de la cruz, que aquí es entendido por el manzano...»
«Y fuiste reparada -Donde tu madre fuera violada.»
«Porque tu madre la naturaleza humana fue violada en
tus primeros padres debajo del árbol, y tú allí también
debajo del árbol de la cruz fuiste reparada.» (C. E.
XXIII, 2, 3, 5) Bajo tanto peso alegórico, no hay duda,
difícilmente subsiste la poesía.
El autor-crítico es quien establece en algún pasaje
la correcta lectura:
Con llama que consume y no da pena.
«El consumar significa aquí acabar y perfeccionar.»
(Ibid., XXIV, 14) O sea, «consume» equivale a «con­
suma».
En la interior bodega
De mi Amado bebí...
No, no se trata de beber en la bodega interior del Ama­
do. San Juan quiere decir y dice, en efecto: «En la
interior bodega bebí de mi Amado.» O sea: «así se
104 Lenguaje insuficiente
difunde esta comunicac1on de Dios sustancialmente», y
trasformada el alma en Dios, «bebe el alma de su Dios
según la sustancia de ella y según sus potencias espiri­
tuales». (Ibid., XXVI, 5) La metáfora presupone, pues,
una experiencia espiritual, el conocimiento del vino y la
lectura bíblica. (Ibid., XXV, 9; XXVI, 6, 7) Por supues­
to, no habría metáfora si todos esos precedentes y com­
ponentes no los fundiese e iluminase la gracia poética.
A veces, el comentario precisa la primera signifi­
cación del verso:
En par de los levantes de la aurora.
O lo que es igual: «la noche en par de los levantes ni
del todo es noche ni del todo es día sino, como dicen,
entre dos luces». (Ibid., XV, 23) Por excepción, el sen­
tido literal no disfruta de autonomía suficiente.
Que nadie lo miraba,
Aminadab tampoco parecía
Y el cerco sosegaba,
Y la caballería
A vista de las aguas descendía.
¿Qué es eso? El enigma no se habrá descifrado mien­
tras no se pidan esclarecimientos al único que posee la
clave alegórica. La Esposa, según el santo, «dice cinco
cosas. La primera, que ya su alma está desasida y ajena
de todas las cosas. La segunda, que ya está vencido y
ahuyentado el demonio [ Aminadab]. La tercera, que ya
están sujetadas las pasiones y mortificados los apetitos
naturales. La cuarta y la quinta, que ya está la parte
sensitiva e inferior reformada y purificada, y que está
conformada con la parte espiritual». (Ibid., XL, 1) Sin
este contrapunto no se entendería el desenlace del poe­
ma: desenlace únicamente místico, más allá de la narra­
ción pastoril, a mayor altura -religiosa, pero no poé­
tica- del nivel humano en que la égloga de amor ha ido
desenvolviéndose.
San Juan de la Cruz o lo inefable místico 105

VIII

Aunque el espíritu místico se impone así al campo


de las imágenes eróticas, la Noche oscura, el Cántico
espiritual, la Llama de amor viva existen en conjunto
como cantos independientes, casi independientes, con
una casi total coherencia de metáfora, tan continua que
ya no es metáfora sino exposición de aventuras y exal­
tación de sentimientos, sobre todo en la Noche y en
la Llama. Concluyamos, pues, que San Juan de la Cruz,
el mayor poeta entre todos los místicos, compuso poe­
mas que se suelen considerar místicos atendiendo a la
biografía y a la alegoría, según una lectura poético-
prosaica, que superpone a los versos los comentarios. La
lectura poética en esta ocasión -ejemplar- no tiene
nada que abstraer de los poemas, que lo son, y admi­
rables, sin contener biografía ni alegoría.
El valor poético no se ahonda si se le proyecta hacia
la perspectiva conceptual. Recordemos la noche en que
la enamorada va tras el Enamorado «a oscuras y en
celada». Esta atmósfera de nocturno exquisito se disipa­
ría si un alma la cruzase «encubierta y escondida del
demonio, y de sus cautelas y asechanzas». (N. O. 2.
XXIII, 2) En el Cántico, aquel «muro», de tanta signi­
ficación y de tal sugestión cuando protegía a la mujer, se
nos deshace poéticamente si entendemos «por el muro
el cerco de la paz y vallado de virtudes y perfecciones
con que la misma alma está cercada y guardada». (C. E.
XXI, 18) Volvamos a la Llama y a las exclamaciones de
aquella amorosa cima:
¡Oh cauterio suave! ...
¡Oh mano blanda, oh toque delicado!
Y dejamos de oír aquellos «oh» del embeleso y del sus­
piro al resolvérsenos así: «El cauterio es el Espíritu
Santo; la mano es el Padre, y el toque, el Hijo.» (Ll.
II, 1) También las imágenes, tan sorprendentes, que
106 Lenguaje insuficiente
surgen en el comentario padecen la misma suerte: «el
olor de las azucenas de los ríos sonorosos, que decíamos
era la grandeza de Dios». (C. E. XXIV, 6)
Pero si la alegoría no es perceptible para el lector, y
su contenido racional no refuerza el alcance poético, la
biografía -es decir, el dato del real trance místico-­
persiste junto a los poemas. Basta saber que el autor está
queriendo manifestar otra cosa, y que este propósito se
basa en una profunda experiencia para que se forme
como un acompañamiento espiritual, no conceptual. Se
insinúa un aire entre los versos, que los dota de una
trascendencia a la vez humana y divina. Todo queda
aureolado, y una misteriosa realidad se mantiene en co­
municación con el primer horizonte nocturno o diurno,
y siempre humanísimo. A los tres poemas envuelve en­
tonces una atmósfera que sería muy difícil despejar, y
una resonancia valiosa se añade al canto de amor. Canto
que de este modo se tergiversa, se tuerce, se desvía de
su alcance estricto -no sin un final enriquecimiento. La
impureza enriquece. Unos armónicos religiosos conviven
con la propia música de la composición. «Callada músi­
ca» o «soledad sonora» no dejará de sonar, mientras de
lo oscuro llega un solemne acompañamiento de órgano.
Esta solemnidad no se determina, y así, gravemente, va­
gamente prolonga el misterio de aquellas extraordinarias
palabras que la Esposa pronuncia como si no rompiera
el silencio:
Mi amado las montañas,
Los valles solitarios nemorosos,
Las ínsulas extrañas,
Los ríos sonorosos,
El silbo de los aires amorosos.
La noche sosegada
En par de los levantes de la aurora,
La música callada,
La soledad sonora,
La cena que recrea y enamora.
San Juan de la Cruz o lo inefable místico 107
¿Cómo se debe escribir el primer verso? ¿Poniendo una
coma o dos puntos entre «Mi Amado» y «las montañas»?
¿O supliendo, como diría el gramático, el verbo ser?
«Mi Amado es las montañas», sin más, ¿constituiría un
despropósito ... herético? Peor es la solución en algunas
traducciones: «Mi Amado es como las montañas», inter­
pretación que adolece de inexactitud y vulgaridad. Sin
embargo, «es» reaparece en la explanación de cada verso.
Puesto que «cada una de estas grandezas que se dicen
es Dios, y todas ellas juntas son Dios», San Juan afir­
mará en su comentario. «Estas montañas es mi Amado
para mí.» (C. E. XIV, 5, 6) Pero lo que nos importa en
el poema es la poesía. Atengámonos al verso tal como
se encuentra, con una pausa que no tiene par: «Mi
Amado las montañas.» Leyendo religiosamente, aunque
sin lucubraciones teológicas, ese blanco -ese instante
de silencio- entre el Amado y las montañas designa y
ofrece algo que sobrepuja el amor terrenal. A esa luz,
las montañas, las ínsulas, los ríos, los aires amorosos no
se reúnen sólo para entretejer la guirnalda que se dedi­
ca al Eros de cada primavera. Estos términos así rela­
cionados y enfocados se sitúan a un nivel superior al
amor de los hombres. Cuando nos trasportan con acento
de oración, estos poemas sí pueden ser llamados místicos.
En rigor, muy escueto rigor teórico, no lo son ni lo
pueden ser. La casi perfecta autonomía de las imágenes,
con tanta continuidad referentes al amor humano, no
admite ni la evocación de la experiencia, que no es con­
cebible ni revelable, ni la intromisión del pensamiento
sustentado por andamios alegóricos, fuera del edificio
poético. Pese a la verdad, en la lectura sintética -sinté­
tica de todos los escritos de San Juan- los «amorosos
deseos», poéticamente profanos, se convertirán, dirigidos
a Dios, en «la virgulica del humo que sale de las especies
aromáticas de la mirra y del incienso». (LI. III, 28) Hu­
mo en un aura. Aura clarísima y misteriosa envuelve, cela
y no cela esa conjunción de un alma con el universo y su
más allá divino. El santo quiere contar la aventura, y a
108 Lenguaje insuficiente
través de sus imágenes terrestres, ateniéndonos a su vo­
luntad, escuchamos una voz reveladora. La voz quisiera
revelar y dice... ¿Qué dice?

IX
¿Revelaciones? La voz en el verso dice otras cosas.
Ante los ojos del San Juan poeta la no-visión divina y
la visión humana se excluyen. Con esa antítesis no tro­
pieza Dante. Recuérdese el último canto del Paradiso.
La visión de la Divinidad se impone al término de un
viaje en que una criatura, sin renunciar a ser el floren­
tino Alighieri, deseando explorar y venerar, sin propó­
sito de unión ni de fusión, afronta la luz eterna, «alto
lume», con los «tre giri / Di tre colorí e d'una contenen-
za». Trinidad y Unidad de Dios. Esta contemplación
tampoco puede reducirse a lenguaje. El poeta es fiel a
la tradición de inefabilidad de toda mística:
Oh quanto e corto il dire e come fiaca
al mio concetto!
El tema, místico hasta cierto punto, es ahora poesía
porque antes no ha sido experiencia. La extraordinaria
aventura de San Juan -su identificación con lo Abso­
luto- le conduce a escribir, según el modo más relativo
y concreto, algunos de los más hermosos poemas del
amor humano. San Juan principia por negarse a sí mis­
mo y anular el resto de los seres. También para él, como
para Angelus Silesius, «Mundus pulcherrimum nihil».
(Frase escrita por el místico alemán en el cuaderno de
un amigo de Padua.) Al final, en el camino de retorno,
San Juan se conforma de antemano al dístico de Angelus
Silesius:
Si tú al Creador posees, todo corre tras de ti:
Hombre, ángel, sol y luna, aire, fuego, río, tierra.
No parece, por lo tanto, incurrir San Juan en esa
«huida de la realidad» que señalaba Pedro Salinas: «San
San Juan de la Cruz o lo inefable místico 109
Juan renuncia a todo eso y se escapa adentrándose en
su alma.» Pero esta vida interior da lugar a la más vale­
rosa afirmación de las cosas y de las criaturas; y partien­
do humildemente de la inefabilidad de la experiencia,
se consigue uno de los grandes triunfos del hombre
sobre el lenguaje. Todo un orbe se alza dentro del
alma en la mayor plétora de intimidad que se haya sen­
tido cerrándose a nuestro mundo, fuera del mundo de
todos. Esta realidad tan incomunicada origina una co­
rrespondiente incomunicación de lenguaje, de ese lengua­
je que nos sirve a muchos. Caso extremo de conflicto
entre vida individual y vida social. Nada puede decir el
hombre a solas con Dios. El nombre de Dios no revela
a Dios. En ese apuro silencioso, cuando el espíritu calla
de tanto como tiene que manifestar, no vale ningún
idioma, a menos que se invente algo de veras novísimo.
Imagínese al hombre en ese instante de trágico enmu-
decimiento. Ni su santidad, ni sus virtudes, ni sus ma­
ravillosas experiencias vendrán en su ayuda. Pero el
alma es capaz de crearse un nuevo decir. En aquella
salida hacia la luz, creación de lenguaje y creación de
poesía se funden: la profunda expresión será poema.
Todo fue tan íntimamente vivido como será tan expre­
sivamente inventado. Poco antes de morir -en aquella
noche del 13 al 14 de diciembre de 1591- vuelven a
la memoria del santo y del poeta unos versos de su
Cántico inmortal: «Gocémonos, Amado, / Y vámonos
a ver en tu hermosura...» ¡Gocémonos, Amado! Audaz
exclamación del amor que se cumple del todo. San Juan
de la Cruz es quien realiza en absoluto el tipo de poeta
que soñará tres siglos más tarde Baudelaire: «Comme
un parfait chimiste et comme une áme sainte.» San Tuan
•de la Cruz es precisamente el alma santa y el perfecto
químico. Santo, poeta: la doble autoridad converge hacia
cada uno de esos versos, entre los mejores o acaso los
mejores de la lengua española. «Entremos más adentro
en la espesura.» ¿Cuándo se ha atinado con tal fusión
de alma y de arte? San Juan de la Cruz consigue la
poesía que lo es todo: iluminación y perfección.
Lenguaje insuficiente
Bécquer o lo inefable soñado
I
El poeta místico no puede expresar lo que sabe, sufre
y goza, y en las palabras no encontrará sino soluciones
insuficientes. Hasta· partiendo de una vida interior sin ,
fondo sobrenatural, el poeta profano tampoco logrará
trasmitir con palabras adecuadas visiones y emociones.
Ante el «soñador» del siglo XIX vuelve a plantearse el
problema de la expresión en condiciones análogas a las
del místico. En España, de San Juan de la Cruz debemos
pasar a Bécquer.
Gustavo Adolfo Bécquer, andaluz de nombres nórdi­
cos y apellido germánico, aparece como una cima extra­
ña -en parte- a la historia española, donde el visio­
nario, el mero visionario seglar no abunda. Siempre los
críticos han puesto en relación a Bécquer con la litera­
tura alemana. Nada más justo si se presenta esa relación
como afinidad y no como servidumbre a tales y cuales
«fuentes», aunque influjos de pormenor tampoco falten.
Los predecesores de Bécquer son, sin duda, aquellos poe-
113
Guillén, 8
114 Lenguaje insuficiente
tas que en Alemania, desde fines del siglo xvrn, pro­
claman el valor primordial de los sueños. Y no porgue
la filosofía idealista se atreva a considerar equivalentes
mundo soñado y mundo real: puros fenómenos dentro
del alma. Ante todo, importa la grave conexión que
existe entre el alma, cuando sueña, y el orbe más con­
sistente: el espiritual. Todo es Espíritu.
Dice Jean Paul: «Sólo en nosotros percibimos la
verdadera armonía de las esferas, y el genio de nuestro
corazón no nos enseña estas armonías -como a los pá­
jaros- sino oscureciendo nuestra jaula terrestre.» Por
eso afirma también Jean Paul: «La vigilia es la prosa,
el sueño es la aérea poesía de la existencia, y la locura
es la prosa poética.» No se trata de fantasías compues­
tas según el estilo de los soñadores sino de los sueños
espontáneos que invaden al durmiente: «El sueño -pien­
sa Jean Paul- sepulta el primer mundo, sus noches,
sus congojas, y nos brinda un segundo mundo con las
formas que hemos amado y perdido, con escenas dema­
siado vastas para nuestra minúscula Tierra.» Jean Paul
se dedica a soñar, en suma, «para gozar de la gran Noche
como si fuese el Día»; pero esa Noche es un Día mucho
más hondo y esencial.
Aquella concepción germánica queda resumida en
una frase de Novalis: «Estamos más estrechamente liga­
dos a lo invisible que a lo visible.» En otro lugar nos
asegura: «Realmente, el mundo espiritual está ya abierto
para nosotros, ya es visible. Si cobrásemos de repente la
elasticidad necesaria veríamos que estamos en medio de
ese mundo.» Mayor o menor elasticidad nos procuran
los sueños: «Entonces nuestra alma penetra dentro del
objeto, transformándose inmediatamente en ese objeto.»
«¿Y qué es la poesía -concluye Novalis en otro frag­
mento, y con el poeta sus contemporáneos- sino la
representación del alma?» El alma centra así el univer­
so. Esta vaga facultad «alma» abarcará, por lo tanto,
mucho más que la estricta razón, y no sólo para Holder-
lin, el demente sublime: «El hombre es un dios cuando
sueña, un pordiosero cuando reflexiona.»
Bécquer o lo inefable soñado 115
Tal actividad nocturna conduce a la poesía, y el dur­
miente prepara soñando los materiales del poema. Así,
por ejemplo, Tieck, soñador exaltado: «Tieck acostum­
braba a soñar intensamente mientras dormía. Algunas
veces, sobre todo en su mocedad, estos sueños llega­
ban a torturarle, y hasta le causaban :fiebre, y yacía dor­
mido a medias y a medias despierto.» De una manera
o de otra, el soñador terminará poetizando. Nos lo refie­
re el mismo Tieck: «caía en estado de ensueño y no
descansaba hasta poner mis sueños por escrito.» Tam­
bién el otro gran imaginativo E. T. A. Hoffmann padecía
fuertes crisis nocturnas. Se cuenta que «a menudo, tarde
en la alta noche, despertaba a su mujer sacudiéndola por '
los hombros, y la hacía sentarse junto a él, aterrado por
los espíritus que su imaginación había llamado a la vida.
Ningún razonamiento podía calmar su trémula inquie­
tud.» Soñar era decididamente algo muy serio. E. T. A.
Hoffmann creía de veras que por los sueños entramos en
comunicación con «el alma del mundo», con «el prín-
cipio espiritual de las cosas». Entonces «llegamos a creer
que el sueño es nuestra existencia real». La vida entera
va modelándose, pues, como un sueño, y la frase de
Calderón -tan admirado por aquellos alemanes- gana
un valor del todo positivo. Sí, la vida es sueño. A Hoff-
mann no le afectará sólo «el sueño que surge cuando
se está bajo la dulce invasión del sueño sino el que
se sueña a lo largo de toda la vida».
Larga sería la historia del soñador visionario, sobre
todo durante la primera mitad del siglo XIX. En Francia,
hasta un poeta como Vigny afirmará: «Lo Invisible es
real.» No es extraño que Charles Nodier ponga de ma­
nifiesto los vínculos entre las fantasías soñadas y las
escritas. «Lo que me sorprende es que en sus obras el
poeta despierto se haya aprovechado muy poco de las
fantasías del poeta dormido o, por lo menos, que tan
pocas veces haya confesado sus deudas.» Nada más pre­
visto que la imaginación francesa procure mantener la
claridad racional. «El ensueño es -según Charles No-
dier- no sólo el más poderoso estado del pensamiento
116 Lenguaje insuficiente
sino el más lúcido.» Lucidez de pensamiento y fuerza
de imaginación se alían vigorosamente en esa espléndida
travectoria que va de Hugo a Baudelaire, de Baudelaire
a Rimbaud. Baste citar al más delirante -y, en cierto
sentido, al más germánico- de estos autores. Dice en
el comienzo de Aurélie Gérard de Nerval: «El sueño es
una segunda vida. No he podido pasar sin estremecerme
por esas puertas de marfil o de cuerno que nos separan
del mundo invisible.» También para Nerval se establece
un contacto hondísimo entre esa externa esfera invisible
y la vida interior durante el sueño y la vigilia. En esa
hondura espiritual reside la fuente de todo poema. Repre­
sentando a los grandes líricos de su país y de su tiempo
asienta como verdad fundamental Coleridge: «Todos los
verdaderos poetas coinciden en un punto: todos escriben
desde dentro, gracias a ese principio interior, y no por
algo que se origine fuera.»
Y ya estamos con Bécquer. Culminación de la poesía
sentimental y fantástica a mediados del siglo XIX, aquel
fino y profundo Gustavo Adolfo es el español que
asume del modo más auténtico el papel de poeta visio­
nario. «Cuando la materia duerme, el espíritu vela.»
Allí, en el espíritu del durmiente, surgirá la «visión mag­
nífica, profética y real en su fondo, vana sólo en la
forma». (86)
Pero nuestro poeta no se abandona blandamente a la
divagación y la efusión, como suponían quienes daban
crédito a la figura de un bardo cómplice de la gran cele­
bridad. Bécqner nos ha dejado una poesía y una poética,
y la fe en los sueños y sus fantasmas corresponde a una
conciencia luminosa.

II
Las páginas más importantes en que Bécquer expone
sus ideas sobre la poesía son las Cartas literarias a una
mujer, el prólogo de La Soledad y la Introducción. Co­
mo Bécquer siente y comprende juntos el amor y la poe-
Bécquer o lo inefable soñado 117
sía, no es extraño que se le ocurra dar cuenta de sus
cavilaciones a la mujer de quien está enamorado. Tal vez
había sido ella misma, Casta Esteban, quien se había
atrevido a preguntarle: «¿Qué es poesía?» Tras la pri­
mera y la segunda carta -20 de diciembre de 1860, i
8 de enero de 1861- aparece también en El Contem­
poráneo y en aquel enero -el día 20- otra respuesta
a la misma pregunta: el prólogo de La Soledad. Bécquer
no puede menos de anotar el contraste entre la Andalu- ,
cía evocada por los cantares de su amigo Augusto Fe-
rrán y el Madrid nevado en que escribe. Sevilla «apare­
ció como por encanto» a sus ojos; «y oí los cantos que
entonan a media voz las muchachas que cosen detrás de
las celosías, medio ocultas entre las hojas de las campani­
llas azules; y aspiré con voluptuosidad la fragancia de las
madreselvas.» Mientras tanto, el escritor ve un «Madrid
sucio, negro, feo como un esqueleto descarnado, tiritan­
do bajo su inmenso sudario de nieve». (674) Durante
aquel invierno, la teoría del poeta llega a concretarse.
Se propone Bécquer ir componiendo de aquella manera
epistolar y divagatoria, dirigiéndose a la mujer amada,
todo un libro que no podrá ser ni muy erudito ni muy
largo. No pretende dar lecciones a nadie ni erigirse en
autoridad. Se limita a decir lo que sabe por experiencia:
«Yo nada sé, nada he estudiado, he leído un poco, he
sentido bastante y he pensado mucho, aunque no acer­
taré a decir si bien o mal.» (675) Bécquer habla en nom­
bre del futuro poeta que está empezando a ser. Cierto que
apenas lo es en público; en 1861 no pasarán de tres las
Rimas impresas. Sin embargo, su actitud y su tono pre­
suponen una actividad poética ya encauzada. Como aquel
personaje que imaginará años después, Bécquer «era
poeta y tenía fe en la poesía», ( 1095) muy distinto de
«esos filósofos derrotados y silvestres» que verá gesticu­
lar y murmurar a solas por el Retiro. ( 1117) El 4 y 23
de abril publica en El Contemporáneo dos nuevas Cartas
literarias, y no cumple la promesa ofrecida: «Se conti­
nuará.» (Es curioso que este corte coincida con el casa­
miento de Bécquer y Casta Esteban, celebrado aquel 19
118 Lenguaje insuficiente
de mayo de 1861.) Quedó interrumpido el libro, pero
el autor no dejó de referirse a los mismos asuntos en
bastantes artículos y leyendas, en algunos versos y en
la Introducción sinfónica, sinfónica según el manuscrito,
junio de 1868. No sólo pueden establecerse varias concor­
dancias entre las Rimas y los demás escritos; con toda
evidencia todos los textos convergen hacia una constante
línea teórica. Sin ninguna contradicción ni distracción,
el poeta se ha mantenido fiel a su criterio.
En su primera significación, el vocablo «poesía» no
alude a la obra hecha por el hombre sino a !o que en el
mundo real es poético. «Podrá no haber poetas, pero
siempre -Habrá poesía», pretende la rima IV. (379)
El hombre se pone en contacto con las realidades, y mien­
tras dura esa etapa inicial no inventa más que en el
sentido primario de esta acción: halla y reconoce las
minas ocultas a los ojos de los no inspirados. He aquí
-muy bien reducida a términos de prosa por José
María de Cossío- la idea de la rima IV: «La poesía
tiene una existencia objetiva, indt>pcndiente del poeta
que la capta. La onda existe sin la antena. En tres sec­
tores capitales reside y se produce, que Bécquer da per­
fecta y metódicamente delimitados. El mundo de lo sen­
sible -imágenes, luces, sonidos, perfumes-. El mundo
del misterio -origen de la vida, destino de la humani­
dad, universo desconocido-. El mundo del sentimiento
-desacuerdo del corazón y la cabeza, esperanzas y re­
cuerdos, amor-.» _Valores poéticos poseen, pues, aun­
que nadie los hubiese convertido en poemas, la Creación
con su hermosura y su misterio, el alma con sus hermo­
sas y misteriosas emociones. Hasta podría hablarse de
«poesía en acción», por ejemplo, en una «época de
grandes pasiones... de trastornos, de peligros y de com­
bates». (1228) Poesía es todo eso, y poeta es quien lo
descubre y lo hace suyo.
¿Cómo lo hace suyo? Por de pronto, en una segunda
significación de este calificativo, se considera «poético»
un estado de alma muy singular que no deja todavía de
ser interior. La poesía entonces se revela como sentí-
Bécquer o lo inefable soñado 119
miento. ¿Qué hará el así conmovido? «Sigue los movi­
mientos de tu corazón», susurra el viento que precede
al gnomo. Y como es ascendente el impulso, hay que
«remontarse a la altura para encontrar amor y sentimien­
to». (312) En general, «sentimiento» quiere decir
«amor», ya que el amor «es la suprema ley del universo;
ley misteriosa por la que todo se gobierna y rige, desde
el átomo inanimado hasta la criatura racional». ( 664)
Situado el amor, según esta metafísica, en el centro del
mundo y en el fondo de toda cosa, es él quien guía al
poeta hacia los dos fines superiores: por el camino supra-
terrestre, hacia Dios; por el humano, a la mujer.
«El amor es poesía; y la religión es amor», (666)
porque <<nuestra religión, sobre todo, es un amor tam­
bién, es el amor más puro, más hermoso, el único infi­
nito que se conoce». (661) Al modo de «aquellas figu­
ras, cuyas largas sombras se proyectaban en los muros y
en el pavimento» de San Juan de los Reyes, a Dios es
a quien «se vuelve con los ojos, como a un polo de amor,
el sentimiento del alma». ( 670-671) Y de Dios proceden,
además de «esos mil pensamientos desconocidos» ( 665)
que son ya poesía, todas las artes. Reflexionando sobre
la arquitectura toledana, Bécquer deduce la «influencia
que las creencias religiosas ejercen sobre la imaginación
de los pueblos que crean un nuevo estilo». Por eso, «ni
Roma ni Bizancio tuvieron una arquitectura absoluta­
mente original y completa», porque «sólo una nueva
religión puede crear una nueva sociedad, y sólo en ésta
hay poder de imaginación suficiente a concebir un nue­
vo arte». (332, 334) En cambio, «el catolicismo se ha
valido de él -del arte- como de un poderoso intér­
prete para llegar hasta el fondo del alma por medio de
los sentidos». (P. II, 143) Por lo tanto. Dios, «foco
eterno y ardiente de hermosura», (671) habrá de remo­
ver al poeta hasta ese último fondo del alma.
Otro foco existe, otra gran hermosura. «Poesía...
eres tú.» (392) ¿Por qué? «Porque la poesía es el sen­
timiento y el sentimiento es la mujer.» En el hombre,
el sentimiento constituye un fenómeno accidental, míen-
120 / Lenguaje insufici^nte
tras en la mujer vive identificado con su organismo De
ahí que la poesía, «facultad de la inteligencia en el hom-
r bre», en la mujer «pudiera decirse que es un instinto».
, Habrá, pues, de feminizarse hasta cierto punto y entrar
en contacto con ese . arranque instintivo la inteligencia
del poeta verdadero. _A pesar de todo, la poesía será
siempre «en el hombre una cualidad del espíritu». «En
la mujer, por el contrario... está como encarnada en su
ser»; ella misma es «el verbo poético hecho carne»,
manifestado por esos fenómenos inexplicables que modi­
fican el alma. ¿Y cómo ponderar «todo este tesoro ina­
gotable de sentimiento» si está aliado a la hermosura?
(656, 657, 665, 666) «Mientras exista una mujer her­
mosa -Habrá poesía.» O dicho de un modo más inte­
lectual: «Yo... creo de todas veras que una mujer civi­
liza tanto como un libro.» (1247) Esta convicción
permanecerá inalterable en Bécquer; «la silueta de una
mujer que se destaca ligera y graciosa sobre la sábana
de espuma del mar y el dilatado horizonte del cielo
-escribe el último año de su vida- ¿qué sentimientos
no despierta?, ¿cuánta poesía no tiene?» (706) Mujer,
sentimiento, poesía: es la trinidad esencial -hasta ahora.

III
Así va determinándose el «estado poético» del alma.
Si la emoción es bastante aguda, suele despertar asocia­
ciones de ideas. Con tanta rapidez se deslizan que casi
no son ideas, esbozadas entre imágenes y apuntes muy
vagos. Una tarde, en la vega de Toledo, ante unas rui­
nas, asaltan a Bécquer «mil y mil pensamientos», atrope­
llándose unos a otros, confundiéndose y deshaciéndose.
(750) También en Toledo, abandonando el dibujo de
un caserón, se apoya en la pared para entregarse «por
completo a los sueños de la imaginación», es decir, a
«muchas cosas revueltas», «de esas que después de pen­
sadas no pueden recordarse». (165) Otro día es ante
una cruz -la cruz del diablo en Bellver- donde al
Bécquer o lo inefable soñado 121
viajero se le agolpa «un mundo de ideas», «de ideas
ligerísimas». ( 132) Otra vez se encuentra en la colegia­
ta de Roncesvalles, y al ver pasar a un religioso con
aquella capa oscura de cruz verde, se levantan en su
memoria «no sé qué recuerdos confusos de siglos y de
gentes», la tradición le rodea en aquel recinto como una
atmósfera, y respirándola siente un comienzo de embria­
guez en el alma, «cada vez más dispuesta a sentir sin
razonar, a creer sin discutir». (697, 698)
Este mundo de ideas ligerísimas no puede llamarse
caos. Un «hilo de luz» lo atraviesa, ilumina y sostiene.
Con gustosa reiteración recurre Bécquer a esta metáfora.
El hilo de luz puede tenderse desde el paisaje -«la
profunda soledad de aquellos lugares, el alto silencio
de la naciente noche»- al sujeto -«la vaga melanco­
lía de mi espíritu»-. (132) Otras veces es el divagador
quien reúne sus fantasías en la mente «por medio de
una serie de ideas como un hilo de luz», y luchando
con la oscuridad y la confusión, a «los puntos más dis­
tantes... los relaciona entre sí de un modo maravilloso».
(154, 175).
En estos estados prepoéticos surgen con las emocio­
nes las imágenes. El soñador -aún no el poeta- siente,
ve. No son, por supuesto, fenómenos desligados. Visión
y sentimiento nacen fundidos. Una nota común poseen:
su índole irracional. Entonces no se piensa. Bécquer ha
percibido claramente la singularidad de una situación que
bien puede ser calificada de trance: especie de profano
éxtasis estético. Ninguno más significativo que el anali­
zado, y muy bien, en la tercera de las cartas escritas
Desde mi celda, en la celda de aquel monasterio de Ara­
gón, Veruela, entregado a la soledad y a los soliloquios
de un contemplativo paseante. El azar de una excursión
le conduce a un minúsculo camposanto de aldea. Entre
«cuatro lienzos de tapia humilde» se extiende un terreno
invadido por la vegetación silvestre: algunas espigas,
amapolas, margaritas, «dragoncillos corales», «estrellas
de cinco rayos» amarillos, otras florecillas. El visitante
atiende también a mariposas, abejas, pardillos, una lagar-
122 Lenguaje insuficiente
tija ... Después de registrarlo todo, pormenor y conjun­
to -nos cuenta Bécquer- «me senté en un pedrusco,
lleno de esa emoción sin ideas que experimentamos
siempre que una cosa cualquiera nos impresiona profun­
damente, y parece que nos sobrecoge por su novedad y
hermosura.» Retengamos la fórmula: «emoción sin
ideas». Bécquer lo expliq1: «En esos instantes rapidísi­
mos en que la sensación fecunda la inteligencia, y allá en
el fondo del cerebro tiene lugar la misteriosa concepción
de los pensamientos que han de surgir algún día evoca­
dos por la memoria, nada se piensa, nada se razona, los
sentidos todos parecen ocupados en recibir y guardar la
impresión que analizarán más tarde.» He ahí el trance,
llamado por el poeta «sopor». «Sintiendo aún las vibra­
ciones de esta primera sacudida del alma, que la sumer­
ge en un agradable sopor, estuve, pues, un largo espacio
de tiempo ...» (504, 505)
Esta disposición extática, de gran valía sin duda en
la historia de la sensibilidad española, se desenvuelve
acorde a un bien delineado proceso. Ante todo sobre­
viene la sensación, o de un modo más general, la impre­
sión muy honda que se define como «emoción sin ideas».
El sujeto se aviene a ser «fecundado» en actitud pasiva,
y ya se advierte que esta pasividad no exige más auxilio
que el necesario para mantener tan pasiva recepción sin
impuras intrusiones intelectuales. No se razona. La
pureza de esta crisis estriba en este sometimiento al in­
flujo de la sensación. Y la sensación se dirige, por de
pronto, a la memoria. Allí se acomoda -sin más. El
emocionado se da cuenta de que está preparándose el
recuerdo. Se columbra el valor de aquella realidad actual,
y no será menester para distinguirlo situar aquella tarde
de camposanto en una lejanía de tiempo. El presente ga­
rantiza, pues, ese futuro en que aparecerá como preté­
rito nostálgicamente resucitado. Obsérvese otro aspecto
de esta trayectoria. Mientras está operando la sensación,
ya sabe ella adónde se encamina. Sin perderse en oscuros
descarríos, y cuando se refugia en la memoria, busca la
inteligencia. ¿Para resolver todo el movimiento irracio-
Bécquer o lo inefable soñado 123
nal en un desenlace racional? «Inteligencia» debe de sig­
nificar para Bécquer «conciencia poética»; ella se esfor­
zará por reducir a formas expresivas -o sea, inteligi­
bles- aquel tesoro de sensaciones. Sensaciones puras,
sensaciones intactas que, a su manera, humildemente,
trasmiten una revelación. De ahí el gozo extático, el
«agradable sopor», fuera de la vida superficial y conven­
cional, abrazada el alma al verdadero mundo, a esas «ar­
terias» por donde circula el «flúido» de la Creación. (312)
Bécquer no sueña sólo dormido y de noche. Conviene
subrayar que para este andaluz el contacto inmediato con
las cosas, en plena vigilia, era también principio de acla­
ración trascendente.
Existe una afinidad parcial, pero no ligera, entre
nuestro Bécquer y otro extático de la sensación: el que,
por fin, halló su tiempo perdido. Proust parte de sen­
saciones que provocan un recuerdo involuntario. Recuer­
do que resucita, sin intromisión de la inteligencia, aquel
instante ya vivido. No hay por qué escudriñar aquí ese
proceso que Proust y sus comentaristas han dilucidado
con tanta precisión. Nos atañe sólo anotar que en Béc-
quer y en Proust ciertas privilegiadas sensaciones abocan
a un éxtasis. ¿Extasis? Es el vocablo propio. Sí, se
accede a un absoluto: realidad trascendente, círculo es­
piritual, auténtica vida. Proust queda inmerso en un
instante del pasado porque la sensación funciona como
recuerdo. También confiado a la «emoción sin ideas»,
Bécquer aguarda que el presente se trasforme en pasado
cuando la memoria lo llame. El sentido del orden sobre­
natural es más firme en Bécquer, alma religiosa, tan a
gusto entre los sueños y los espíritus. En Proust, el
descubrimiento objetivo procurado por la memoria invo­
luntaria no revela más que los instantes vividos según
fueron vividos dentro de la mónada que es cada hom­
bre: radical subjetivismo del extremo siglo xrx. La
madeleine no resucita más Cambray que las imágenes de
Cambray reflejadas por el espíritu del narrador, ahora
identificado con aquella niñez, de súbito viviente gracias
124 Lenguaje insuficiente
al sabor de la madeleine. Tan mínimo suceso basta para
que Proust se eleve hasta una cima intemporal y goce
con la embriaguez de lo absoluto, más allá de la muerte.
Muy lejos se nos aparece San Juan de la Cruz, tan em­
peñado en rechazar todo lo concreto para alzarse hasta
la absoluta verdad. Bécquer ya emplea esa comunicación
con algo concreto -una determinada tarde, un deter­
minado camposanto, aquel pueblecillo de Aragón- como
recurso para entrar «más adentro en la espesura». Luego
se levantarán, cuando se hayan extinguido «las vibracio­
nes de esta primera sacudida del alma» -el sopor extá­
tico- las denominadas por Bécquer «ideas relativas»,
(506) en contraste con la precedente revelación espiri­
tual. Espiritual, pero no racional. Sin embargo, la
conciencia cerrará el proceso -como en Proust- y la
memoria habrá de recordar asistida por la imaginación.
Será ya la génesis del poema o, más exactamente, del
«estado» que debe llevar a la expresión: la expresión de
un mundo revelado, recordado y soñado.

IV
La poesía, limitada aún a ese estado interior del sen­
timiento, ¿no será más que una efusión sentimental?
Bécquer ha ido más lejos, ha profundizado mucho más.
Complaciéndose en el tono paradójico de la frase, y
disconforme con un lugar común de su época, afirma:
«cuando siento, no escribo». (658) O sea: cuando se
dispone a escribir, el sentimiento ya no subsiste en él
con aquella actualidad originaria. El acto de escribir es
posterior a la vida que evoca aquella escritura. El escri­
tor recuerda, y si la memoria es la cuna de la poesía,
los materiales vividos reaparecerán serenados por el
recuerdo. Bécquer se muestra fiel a la mejor tradición
del siglo XIX. Opinaba Friedrich Schlegel que «cuando el
artista se encuentra bajo el poder de la imaginación y
del entusiasmo, no está en las debidas condiciones para
comunicar lo que tiene que decir... En esa situación
Bécquer o lo inefable soñado 125
desearía decirlo todo. Quien cae en tentación semejante
no acierta a reconocer el valor y el mérito de la auto-
contención». A este dominio del artista, señor de sus
emociones y ocurrencias, alude Achim van Arnim cuan­
do s0stiene que «ningún poeta ha hecho obra perenne ...
bajo el imperio de la pasión». Concluida la pasión, será
posible reflejar lo que fue. Novalis, el angélico Novalis,
por excelencia el inspirado, es muy terminante en esta
cuestión. «Nunca podrá ser demasiado frío y consciente
el poeta joven. Un estilo verdaderamente poético y mu­
sical exige calma y concentración. Cuando una tempes­
tad agita el corazón del poeta, atónito y confuso, no
surge más que un maremágnum sin sentido.» Por eso
Bécquer no escribirá sino sintiéndose «puro, tranquilo,
sereno». Nadie dejará de pensar aquí en la frase de
Wordsworth. Bécquer guarda, pues, en su memoria las
«ligeras y ardientes hijas de la sensación... hasta el
instante en que, puro, tranquilo, sereno y revestido, por
decirlo así, de un poder sobrenatural. mi espíritu las
evoca... y cruzan otra vez a mis ojos como en una visión
luminosa y magnífica». En este párrafo resplandece una
de las más lúcidas explicaciones dadas por un artista
español. «Entonces -añade Bécquer- no siento ya con
los nervios que se agitan, con el pecho que se oprime,
con la parte orgánica y material que se conmueve al
rudo choque de las sensaciones producidas por la pasión
y los afectos.» (658)
La poesía nace sobre la memoria. Desde allí, tras­
formada la vida en visión, es decir, en contemplación,
alguien la evoca. Pero no es ya el mismo que sufriera
o gozara. Ya no siente con los nervios agitados ni con el
pecho oprimido. Ya está -reténganse estas tres carac­
terísticas- «puro, tranquilo, sereno», ya es poeta. Aho­
ra bien, ¿serán sólo poetas «algunos seres» a quienes
«les es dado el guardar. . . la memoria viva de lo que han
sentido»? ( 658-659) ¿ Quedará el escritor vuelto hacia su
pasado como si fuera su objeto único? El espíritu está
ya «puro, tranquilo, sereno» y -no lo olvidemos- «re­
vestido, por decirlo así, de un poder sobrenatural». En
126 Lenguaje insuficiente
esta experiencia sometida a contemplación, trasfigurada
en visión, nace algo nuevo. Nada menos que un poder
sobrenatural aparece dominando. Ante la sorpresa del
propio vidente desfilan unas imágenes que no se reducen
a simple recuerdo. Esta visión la está soñando el poeta,
y soñar es crear ese «mundo de visiones» que «vive
fuera o va dentro de nosotros». ( 427) Tales son los ínti­
mos enlaces entre lo soñado y lo real. Poesía, pues, como
sueño: «si tú supieras qué diáfanas, qué ligeras, qué im­
palpables son las gasas de oro que flotan en la imagi­
nación al envolver esas misteriosas figuras que crea».
( 660) La imaginación crea más allá de la memoria. El
poeta será, por lo tanto, el soñador, y doblemente: porque
sueña despierto, y en ese duermevela vigilante reside su
función propia, y porque sueña dormido, y el mundo así
representado favorece al otro, sirviéndole de referencia
continua y modelo sumo.
A Bécquer le encantaría «ser rey, señor de señores»
como el caudillo de las manos rojas, cuyo señorío con­
siste en «ver cmzar ante los ojos, como las visiones de
un sueño, las perlas, el oro, los placeres y la alegría».
(66) El espectáculo de la realidad se le presenta en mu­
chas ocasiones como «visión de un sueño», palabras que
se complace en repetir. La procesión del Viernes Santo
en Toledo, «semejante a la visión del sueño, flota entre
el mundo real y el imaginario». (1152) En torno al
mago de Trasmoz, «todo semejaba cosa de ilusión o en­
sueño». (563) Hasta la obra monumental le causa estas
impresiones: «La arquitectura árabe parece la hija del
sueño de un creyente dormido después de una batalla
a la sombra de una palmera.» (334) A veces, el sueño
implica una evasión: aquel músico del Miserere «creía
estar fuera del mundo real, vivir en esa región fantás­
tica del sueño en que todas las cosas se revisten de for­
mas extrañas y fenomenales». ( 324) El sueño sirve, en
definitiva, de máxima comparación. En algún requiebro
tenía fatalmente que entrar. «Y esa mujer -pondera
Manrique- que es hermosa como el más hermoso de
mis sueños de adolescente ...» (127) Bécquer también
Bécquer o lo inefable soñado 127

recuerda «aquellas horas sin nombre que precedían a mis


sueños de niño, aquellas horas en que los genios, volando
alrededor de mi cuna, me narraban consejas maravillosas
que embelesando mi espíritu formaban la base de mis
delirios de oro». (79)
Gracias a los sueños, el alma logra por fin su libe­
ración. «La inteligencia del hombre, embotada por su
contacto con la materia, no concibe lo puramente espiri­
tual.» ( 604) Esta es una de las convicciones que Bécquer
lleva en la masa de la sangre. Por fortuna, «hay momen­
tos en que el alma se desborda ...» En el durmiente, «el
espíritu se desata de la materia y huye...» ¿Hacia dón­
de? Hacia un vacío luminoso que no se extiende sobre
la tierra ni en el cielo. Es un espacio sin límites, maravi­
lloso, que conduce «a las regiones en donde habita el
amor», cuando los sueños se remontan sobre el sueño
para servir «de eslabón invisible entre lo finito y lo
infinito, entre el mundo de los hombres y el de las
almas... para bajar las potencias del Cielo y elevar las
de la Tierra hasta que se toquen en el vacío», (78, 84)
en ese extraordinario hueco donde caben todos los fan­
tasmas. «Cuando la materia duerme, el espíritu vela.»
El cuerpo del caudillo indio yace en letargo, y «su alma
se reviste de una forma imaginaria y huye de los lazos
que la aprisionan para lanzarse al éter; allí le esperan las
creaciones del Sueño, que le fingen un mundo». Ese
mundo ofrece una «visión magnífica» y «vana sólo en
la forma», porque aquellos seres viven tamhién «con
la vida de la idea», con esa vida ideal -sin duda, la
mejor para Bécquer- hacia la que afluyen sus energías
y sus nostalgias. ( 86) «Los sueños son el espíritu de
la realid^d con las formas de la mentira.» (95) Téngase
presente la rima LXXV: el espíritu huye de su cárcel, se
desnuda de la forma humana, rompe los lazos terrenales
y, «huésped de las nieblas», sube a la región vacía, al
mundo silencioso de la idea, y allí vive amando y abo­
rreciendo. Es el «mundo de visiones» reservado al dor­
mido. (426)
Mediante los trabajos, oscuros o luminosos, del espí-
128 Lenguaje insuficiente
ritu entramos «más adentro en la espesura» universal,
«y todos confundidos seremos la fuerza motora, el rayo
vital de la creación, que circula como un flúido por sus
arterias subterráneas». (312) No hay naturaleza sin espí­
ritu. «En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos
de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos
hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que re­
conocen un hermano en el inmortal espíritu del hom­
bre.» ( 46) Estas manifestaciones diurnas o nocturnas nos
colocan, sin embargo, en una frontera ambigua de fluc­
tuación y apuro. «Yo me creía transportado no sé
adónde», exclama Bécquer perfectamente despierto, en
una venta cercana a Sevilla. ¿Por qué? Aquella impre­
sión «sólo puede compararse a la que sentimos en esos
sueños en que por un fenómeno inexplicable las cosas
son y no son a la vez, y los sitios en que creemos ha­
llarnos se transforman en parte de una manera estram­
bótica e imposible». (637, 638) Este «fenómeno inex­
plicable» de ciertos sueños se repite durante la vigilia.
La prosa y los versos de Bécquer están de continuo
referidos a sueños, insomnios, pesadillas, medios sueños
entre el dormir y el despertar, ensoñaciones voluntarias.
De todas esas minas procede el poema. O lo que es
igual: Bécquer no llega a ser Bécquer más que rodeado
de sueños. A muchas situaciones debería aplicarse la
frase de la Introducción: «El insomnio y la fantasía
siguen y siguen procreando.» Es una procreación a me­
dias solicitada, a medias autónoma. El poeta asiste al
crecimiento de aquella fantástica existencia que se dispu­
ta «los átomos de la memoria como el escaso jugo de
una tierra estéril». ( 4) Memoria, aunque rebajada a
centro de arranque, ineludible en aquellos ratos de se-
milucidez, tan característicos de Bécquer. Visitando el
castillo de Olite se pone a fantasear como si soñara a
medias dormido. ¿Qué forma se ha asomado un instante
a la ventana? Tal vez un resto de niebla o de crepúscu­
lo... «Pero ¿quién nos impide soñar que es una mujer
enamorada, que aún vuelve a oír el eco de un cantar
grato a su oído?» (722) No puede el poeta seguir dur-
Bécquer o lo inefable soñado 129
miendo una noche en Soria, y da vueltas con la imagina­
ción a un relato escuchado en aquella ciudad. El relato
será más tarde El monte de las ánimas. (275) De otros
«poéticos insomnios» surgen Tres fechas y tantas histo­
rias «cuyo vago desenlace flota... indeciso en ese punto
que separa la vigilia del sueño». ( 15 3) A Bécquer le
atrae la raya fronteriza de luz y sombra, y como Garcés,
fascinado por la corza blanca, gusta de «mecerse un
instante en ese vago espacio que media entre la vigilia
y el sueño», (205-206) ese limbo «en que cambian de
forma los objetos», según la rima LXXI. (420)
Son mencionados asimismo los «ligeros y cortados
sueños de la mañana», que suelen ser «ricos en imágenes
risueñas», (209) aunque también revistan cataduras ex­
travagantes como en aquella famosa madrugada, camino
de Tudela. (478, 479) No sería raro que el poeta se
despertase «lleno aún de ese estupor del que vuelve en
sí de improviso después de un sueño profundo.» Al des­
pertar flota un vago rastro, semejante a «la última ca­
dencia de una melodía extinguida» que en el oído per­
siste. (206) «No sé lo que he soñado en la noche pasa­
da», confiesa en la rima LXVIII, (418) aunque en esas
horas acostumbren a reunirse «las vagas ideas» soñadas,
y ya reunidas, comiencen a formar «un inmenso y dolo­
roso poema». (736) Sin embargo, «después de una noche
de insomnio y de terrores ¡es tan hermosa la luz clara
y blanca del día!» (284)
Pero aquel orbe ficticio no se desvanece. «El sentido
común, que es la barrera de los sueños, comienza
a flaquear», y los elementos imaginarios se confun­
den con los reales. Conclusión: «Me cuesta trabajo sa­
ber qué cosas he soñado y cuáles me han sucedido».
(5) El ha visto unos determinados ojos verdes: «No
sé si en sueños, pero yo los he visto.» (41) Y al divisar
a la monja profesa, iluminada por «el resplandor de
todas las luces», ahoga un grito y se dice: «Yo conocía
a aquella mujer; no la había visto nunca, pero la conocía
de haberla contemplado en sueños», por adivinación o
reminiscencia de otro universo espiritual. ( 17 4) Otro
Guillén, 9
130 Lenguaje insuficiente
día, también en una iglesia de Toledo, mira a una mujer
arrodillada junto al sepulcro de Garcilaso. Su emoción
es de tal calidad que se tiene que asegurar a sí mismo:
«Yo no he soñado esa mujer.» (1195) Pero después
duda: «¿Había visto, en efecto, el sepulcro de Garcila-
so? ¿O era toda una historia forjada en mi mente sobre
el tema de un sepulcro cualquiera?» Podría consultar
una guía de Toledo. ¡Bah! «Tanto me importaba creer
que lo había visto como verlo.» (1197, 1198) ¿Quiénes
son los fantasmas, quiénes las personas de verdad? «Pe­
ro sé que conozco a muchas gentes -A quienes no
conozco.» (427) Bien podía afirmar Narciso Campillo,
el amigo de Bécquer: «Gustavo era de los hombres que
sueñan despiertos hasta el punto de asistir como espec­
tadores al drama real de su propia vida.»

V
¿Y qué hará el soñador con las creaciones que se
multiplican y pululan sin cesar por «los tenebrosos rin­
cones» del cerebro? (3 ). ¿Puede pasar a claridad un
fondo tan nocturno? Ni al despertarse hay medio de
referir «con toda su inexplicable vaguedad y poesía» lo
que se ha soñado. (660) Los fantasmas quieren salir a
la luz y alcanzar un modo de existencia en el lenguaje.
«Necesario es abrir paso a las aguas profundas, que
acabarán por romper el dique. .. » ( 4) El ciclo de la vida
más honda ha de llegar a su postrera etapa: la expresión.
«No quiero que en mis noches sin sueño volváis a pasar
por delante de mis ojos en extravagante procesión, pi­
diéndome con gestos y contorsiones que os saque a la
vida de la realidad del limbo en que vivís, semejantes
a fantasmas sin consistencia.» (5) Fantasmas, pues, «in
cerca d'autore», a quienes no contentaría el simple re­
cuerdo; sólo en la expresión encontrarán sentido y des­
canso.
Y ahora surge el gran problema. «¿Cómo la palabra
-se pregunta Bécquer en las Cartas literarias a una mu-
Bécquer o lo inefable soñado 131
jer- cómo un idioma grosero y mezquino, insuficiente
a veces para expresar las necesidades de la materia, po­
drá servir de digno intérprete entre dos almas?» Inme­
diatamente responde: «Imposible.» (660) El lenguaje es
grosero, pobre, mezquino. Bécquer no tiene confianza en
las palabras, que sólo serán «como la estela nebulosa que
señala el paso de un desconocido cometa, como los átomos
dispersos de un mundo en embrión ...» (5). El embrión
infinitamente complejo -—e informe— del alma. Años
después, en la Introducción, afronta el mismo conflicto.
El querría cincelar la frase como un vaso de oro. «Mas
es imposible.» ( 4, 5) Si todo gira en torno a lo soñado,
será imposible expresar lo soñado con palabras. De donde
se deduce que intuición y expresión representan dos
distintos momentos inequivalentes que no logran nunca
identificarse. ¿Por qué? Porque el sueño es muy dife­
rente de la palabra y, sobre todo, mucho más rico que
la palabra. Consecuencia: el sueño va hacia la poesía
tropezando en el estorbo de la palabra.
Este último aserto se opone a una tradición esen­
cial. Poesía es palabra en plenitud, y sin esta plenitud
¿qué hará el poeta si no concibe, si no siente más que
a través de las palabras, acertando a extraer una parte
de su quintaesenciada energía potencial? Pues Bécg_uer,
visionario, soñador, espíritu puro, no se fía de las pala­
bras. Ha soñado, y su sueño es inefable. «Pero, ¡ay!
que entre el mundo de la idea y el de la forma existe
un abismo que sólo puede salvar la palabra; y la pala­
bra, tímida y perezosa, se niega a secundar sus esfuer­
zos.» ( 4) Es lo que le ocurre a Manrique, enamorado
del rayo de luna: «porque Manrique era poeta, tanto
que nunca le habían satisfecho las formas en que pudie­
ra encerrar sus pensamientos, y nunca los había ence­
rrado al escribirlos». ( 118) Sólo una criatura imaginaria
sería capaz, gracias a su creador caprichoso, de conse­
guir la forma requerida. Maese Pérez, en su órgano, una
noche única, se eleva hasta los «cantos que percibe el
espíritu y no los puede repetir el labio ... ignota música
del cielo que sólo la imaginación comprende», (34) aná-
132 Lenguaje insuficiente
loga al Miserere, «que no puede explicarse ni apenas
concebirse». (324)
El propio autor, en cambio, declara su impotencia
como el sucesor de maese Pérez en Santa Inés. (35) Es
«la vaguedad sin nombre», que le envuelve ante el pano­
rama de To ledo, ( 7 4 9) ante uno de sus palacios. ( 164,
165) A menudo piensa algo que no puede recordar, y
«aunque lo recordase, no encontraría palabras para de­
cirlo». (360) Pero la remembranza muy vivaz de la
mujer de piedra, que tanto le impresionó, tampoco se
resuelve en «términos comprensibles». La mujer de pie­
dra, en su rincón solitario, formaba «un conjunto inex­
plicable». (365, 366) Cuando el conjunto abarca todo
un ambiente aumenta la dificultad: lo mismo, por ejem­
plo, en la plaza del mercado de Tarazana que en el
Retiro o la pradera de San Isidro de Madrid, o en la
feria de Sevilla. El mundo físico puede ser tan inefable
como el inmaterial, y para la pintura también. «Adonde
no alcanza, pues, ni la paleta del pintor... ¿cómo podrá
llegar mi pluma, sin más medios que la palabra, tan
pobre, tan insuficiente?» Con ella no se produce «el
efecto» de línea, claroscuro, luz, color, movimiento, vida.
(527) Bécquer ha de resignarse a no saber describir la
plaza del mercado de Tarazana y su «efecto de conjun­
to» (528) tanto como a no saber representar la aparición
de la Virgen a don Pedro Atarés, aunque haya visto la
plaza muy claramente, y se figure la aparición con todos
sus esplendores. (592) Además, «la hora en que se ve
la luz que recibe o el horizonte sobre que se dibuja
modifican hasta tal punto las apariencias de un mismo
objeto que sería difícil fijar su verdadero carácter ais­
lándolo del fondo que lo rodea o contemplándolo desde
otro punto de vista del que le conviene». ( 1206)
¿Y cómo interpretar el lenguaje de «los invisibles
espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano
en el inmortal espíritu del hombre»? ( 46) Bécquer goza
de la ventura y desventura de Manrique: «En las nubes,
en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de
las peñas, imaginaba percibir formas o escuchar sonidos
Bécquer o lo inefable soñado 133
misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras
ininteligibles que no podía comprender.» (119) Allá, en
el fondo de una intuición, lo visto, lo sentido, lo soñado
resisten, inefables. Claro que el sueño es quien ofrece
mayor resistencia al idioma. Para encarecer la fragilidad
de «esos fantasmas ligerísimos, fenómenos inexplicables
de la inspiración>>, (75) de «esas fantasías ligeras y, por
decirlo así, impalpables», ( 153) recurre dos veces el es­
critor al símil de la mariposa que huye dejando entre las
manos el polvo de oro de sus alas.
Este conflicto entre inspiración y lenguaje implica
otro paralelo entre inspiración y razón. Es el tema de
la rima III. (376, 378) De un lado, la inspiración, pre­
sentada como sacudimiento y murmullo, con sus siluetas
deformes y sus paisajes a través de un tul; más todavía,
como una actividad nerviosa, una locura, una embria­
guez. Es la inspiración independiente de la razón, y que
por eso no tiene sentido ni ritmo. Por otro lado, la
razón. El orden y la luz triunfan con ella, rienda de oro
para frenar, mano inteligente que construye, cincel por
fin y ritmo, universo de átomos sostenidos por una atrac­
ción recóndita. Pero el orden, la luz y el ritmo son
esencialmente posteriores al sacudimiento, al murmullo
y a la embriaguez. La mano, con su cincel y su rienda,
no se aplica sino a un previo material informe.
Bécquer necesita -según las justas imágenes de Ra­
fael Alberti- escaparse de la niebla, ser huésped de la
luz, huir de los fantasmas o, mejor, llegar «a palpar, a
coger con la mano, a concretar» esos fantasmas de su
niebla. Pero ¿cómo? A Bécquer no ha dejado nunca de
atormentarle este drama, variante dolorosa de la capi­
tal contradicción: el espíritu y la materia. Con el espíri­
tu van los sentimientos, los sueños, las intuiciones. So­
bre la materia se edifican la máquina racional, el aparato
del lenguaje lógico, el artilugio del arte. Esta contradic­
ción, mil veces ilustre, motivo de inquietud para tantos,
la hace suya Bécquer con todo su ser. Admirablemente
la analiza Joaquín Casalduero: «Necesidad interior de
aniquilar la materia, de huir de la realidad, pero al
134 Lenguaje insuficiente
mismo tiempo necesidad de una forma, de una realidad
para poder satisfacer la exigencia del ser. Hay que ex­
presar la poesía, hay que crear el poema; la poesía está
ahí, reclamando la vida, la forma, queriendo dejar de
ser germen y verse florecer. He indicado antes la sen­
sación de movimiento, de ligereza, de inmaterialidad que
produce la poesía de Bécquer gracias a ese impulso de
confundirse y ser uno con el espíritu. Ahora, cuando
Bécquer sorprende esa ansia de ser, sentimos lo primi­
genio de la vida, porque nos detiene en esa línea fasci­
nante que separa el ser del no ser, el dormir del desper­
tar -porque todo lo que duerme quiere despertar.
Bécquer capta este momento en que una lágrima está
pronta a resbalar, una frase al punto de decirse, y lo
mismo respecto a la poesía. Todo es reposo, un salón,
un arpa cubierta de polvo y silenciosa, en las cuerdas
las notas dormidas, pero estas notas duermen en las
cuerdas como el pájaro duerme en las ramas; la poesía
está dispuesta, pronta a volar al contacto más leve.»
Aquí se llama poesía al ambito prepoético, que en rigor
se limita aún a ser «contenido», contenido vital. Sólo
habrá poesía cuando el espíritu sea forma, plenitud de
palabras. De lo inefable, por supuesto, no puede hablar
sino el autor. Al lector no le concierne más que el texto,
incompatible con cualquier escrutinio comparativo entre
la prepoesía de la Creación y esta segunda creación que
es el poema. Bécquer es, en suma, uno de los que se dan
cuenta de esos «fenómenos incomprensibles de nuestra
naturaleza misteriosa que el hombre no puede ni aun
concebir». (52) Fenómenos de la vida interior no sólo
indecibles sino inconcebibles, a semejanza de la natura­
leza universal, en posesión de un «incomprensible len­
guaje» (355) que el poeta se afana por traducir.
VI
Entonces ¿cómo será el poema? Asegura el primer
verso de las rimas: «Yo sé un himno ...» Son los senti­
mientos y los sueños del alma. «Yo quisiera escribirlo...
Bécquer o lo inefable soñado 135
-Con palabras que fuesen a un tiempo -Suspiros y
risas, colores y notas», en un lenguaje no exclusivamen­
te lógico, racional, lenguaje que adquiriese los valores
aliados a lo inefable: la pasión, el color y la música.
Sería preciso, por lo tanto, domar «el rebelde, mezquino
idioma». «Pero, en vano es luchar: que no hay cifra
-Capaz de encerrarlo ... » El poeta, a pesar de todo,
lucha por trasportar la palabra más allá de la lógica, de
acuerdo con el impulso de la palabra misma. ¿Cuáles
serán estas nuevas cualidades según Bécquer? En el pró­
logo de La Soledad escribe: «Hay una poesía magnífica
y sonora ... que se engalana con todas las pompas de la
lengua, que se mueve con una cadenciosa majestad.»
( 675) Nuestro andaluz, apartado de la escuela sevillana,
no se complace ni en la magnificencia, ni en la sonoridad
ni en la pompa. Más aún: «Bécquer -observa Luis
Cernuda- sentía oscuramente lo que le alejaba de la
mayoría de los poetas españoles.» Refiriéndose a ese
estilo altisonante agrega Bécquer: «es la poesía de todo
el mundo». (676)
Pero hay otra poesía: «Hay otra, natural, breve,
seca, que brota del alma como una chispa eléctrica, que
hiere el sentimiento con una palabra y huye, y desnuda
de artificio, desembarazada dentro de una forma libre,
despierta, con una que las toca, las mil ideas que duer­
men en el océano sin fondo de la fantasía.» (675) ¡Ca­
pital declaración! Nadie mejor que Dámaso Alonso ha
puesto de relieve su trascendencia: «Lo esencial en las
palabras de Bécquer es la distinción entre la poesía pom­
posa, adornada, desarrollada, y la poesía breve, desnuda,
desembarazada en una forma libre, que roza un mo­
mento y huye, y se quedan las cuerdas vibrando con un
zumbido armonioso. Toda nuestra poesía -no popular-
anterior a Bécquer. .. pertenecía al primer tipo, y el
gran hallazgo, el gran regalo del autor de las Rimas a la
poesía española consiste en el descubrimiento de esta
nueva manera, que con sólo un roce de ala despierta un
acorde en lo más entrañado del corazón, y la voz ya ex­
tinguida le deja -dulce diapasón conmovido- lleno de
136 Lenguaje insuficiente
resonancia.» Si la emoc1on y el fantasma son inefables,
sólo será posible sugerir más que expresar directamente.
Poesía, pues, de lo espiritual indefinible como vaga su­
gestión más que como estricta comunicación. Al voca­
blo, en toda su eficacia irradiante y musical, responderá
la colaboración del lector. El poeta no atina a describir­
nos unos ojos verdes, y los compara a las gotas de lluvia
sobre las hojas de los árboles en el verano, tras una
tormenta. «De todos modos -añade- cuento con la
imaginación de mis lectores...» (41)
Por otra parte, «las obras de la imaginación tienen
siempre algún punto de contacto con la realidad». (369)
Pero en seguida, no bien se haya tocado el santo suelo,
hay que apartarse y guardar las distancias. Andando por
una sierra -Bécquer por el Moncayo- se columbran
en la lejanía pueblecitos muy pintorescos; vistos a la
llegada, muchas veces desdicen de su apariencia, y «la
poesía se convierte en prosa». (503) Poesía de ningún
modo incompatible con la realidad si la realidad se so­
mete a las condiciones de la distancia: esa distancia
imaginativa que no logra establecer, por ejemplo, el arte
recientísimo de la fotografía. Según Bécquer y la opinión
de su época, faltaba a la fotografía «ese tacto para dejar
o tomar aquello que más conviene al carácter de la cosa,
ese misterioso espíritu, en fin, que domina en la obra
del artista, la cual no siempre hace aparecer el objeto
tal cual realmente es, sino como se presenta a la ima­
ginación...» (1188, 1189) Sólo así llegará a producirse
un resultado muy peculiar, aunque indefinido, que nos
obliga a reconocer: «por aquí ha pasado la inspiración».
(705)
Bécquer define en general e intenta en su obra la
poesía del amor inefable: algo que, en un principio, fue
sentimiento se convierte en recuerdo, después en sueño
y por último en verso, en palabra de sugestión. Si Béc-
quer parece a primera vista un rezagado, ahora se nos
revela un precursor del movimiento moderno. No había
de incurrir él ni en la espontaneidad irresponsable ni en
el rigor sin ardor. Hay una ruta del todo intuitiva, irracio-
Bécquer o lo inefable soñado 137
nal hasta el absurdo, hostil a cualquier toque o retoque de
la conciencia. Hay otra ruta sometida al cálculo intelectual
y a la abstracción severísima. ¿Qué rumbo elige Bécquer?
La rima III propone una alianza: la tal vez casi quimé­
rica y por eso más tentadora alianza de inspiración y
razón. (376, 378) Una literatura así concebida «habla a
un mismo tiempo a la inteligencia que al sentimiento,
y de la dulce armonía que forman al combinarse las dos
cuerdas, que vibran a la vez en el corazón y en la cabe­
za de los espectadores, resulta ese placer profundo, tran­
quilo e indefinible que producen las verdaderas obras
de arte». ( 1243, 1244) Placer profundo, tranquilo e
indefinible que corresponde al instante «puro, tranqui­
lo, sereno» de la concepción. «Yo soy el invisible -Ani­
llo que sujeta -El mundo de la forma -Al mundo de
la idea.» (382) Esta imagen del anillo significa unión.
Pero unión entre dos puntos que se descubren sucesivos
y en hiato, causa del malestar que perturba al poeta,
consciente del momento inefable. No importa. Es un
ideal de perfección: gracia y tino, centella alumbrada en
lo oscuro y maestría que sabe captar esa centella, a un
tiempo luminosa y misteriosa. No, no quedará anulada
por el principio de contradicción esta poesía del alma,
aunque no haya voz que la exprese con ajuste absoluto.
El sentimiento se eleva a recuerdo, el recuerdo se eleva
a sueño y alcanza, por último, su forma verbal, para
siempre forma a pesar de todo -con su fuerza de suges­
tión. Ahí está, ejemplo logrado, la poesía de Bécquer.
Sin embargo, estos poetas de gran vida interior, reli­
giosos y profanos -en España, San Juan de la Cruz,
Gustavo Adolfo Bécquer- nos enseñan a ser modestos,
a percatarnos de nuestros límites. Algo se nos escapa
en nuestras emociones, algo incasable con signos lógicos,
racionalmente articulados. En esa frontera de inadecua­
ción entre el alma y la palabra se detienen muchos. Muy
conmovidos, no saben qué decir. Pese a tantas dificulta­
des, el poeta quizá descontento acaba por entregarnos,
sumo dicente, la victoriosa expresión.
138 Lenguaje insuficiente

VII
Los elementos más importantes de la obra becque-
riana -menos uno, el amoroso, importantísimo- están
representados en las cartas escritas Desde mi celda. Nos
place figurarnos a Bécquer, el año 1864, en el monaste­
rio de Veruela, retiro ideal para el poeta del siglo x1x.
Entre l'Abbayc-aux-Bois, de Chateaubriand y la torre de
Muzot, de Rilke, será difícil hallar una decoración más
bella de artista. No es suntuosa como el palacio de
Byron o de Browning en Venecia. No reúne los com­
ponentes pintorescos acumulados en la Valdemosa de
Chapín y Gcorgc Sand. Aquel monasterio del siglo xn,
entonces sin frailes, frente a la gran montaña de Aragón,
el Moncayo, permite a Bécquer vivir conforme a su
destino, según las más discretas armonías: lugar histó­
rico, monumento artístico, evocación del pasado, paisa­
je, y paisaje montañés del Norte, tradiciones populares,
costumbres típicas de aldeas. Y todo ello envuelto en
soledad, una soledad de claustro gótico, de alamedas
umbrías, de caminos que no lo son mucho. Bécquer
sueña y pasea, durante las horas más libres, al azar de
la más ociosa divagación. De aquella indolencia irá sa­
liendo todo: observaciones, impresiones, meditaciones,
leyendas, suefios. Y, como contraste, será consignado
todo en artículos, porque este poeta no es, por ejemplo,
profesor -como algunos de sus sucesores- sino perio­
dista. Bécquet lleva una larga capa, un sombrero de alas
amplísimas, y así vestido permanece en alguna ocasión
bajo el ramaje de un gran árbol; así le vemos en los
dibujos de Valeriana, el hermano pintor.
«Cuando sopla el cierzo, cae la nieve o azota la llu­
via los vidrios del balcón de mi celda, corro a buscar
la claridad rojiza y alegre de la llama, y allí teniendo a
mis pies el perro, que se enrosca junto a la lumbre,
viendo brillar en el oscuro fondo de la cocina las mil
chispas de oro con que se abrillantan las cacerolas y
los trastos de la espetera, al reflejo del fuego, ¡cuántas
Bécquer o lo inefable soñado 139
veces he interrumpido la lectura de una escena de La
Tempestad de Shakespeare o del Caín de Byron para
oír el ruido del agua, que hierve a borbotones, coronán­
dose de espuma y levantando con sus penachos de vapor
azul y ligero la tapadera de metal que golpea los bordes
de la vasija!» (470, 471) Imaginad a Bécquer acogido
a esa cocina aldeana con sus ingredientes de bodegón
como en un Zurbarán o un Velázquez juvenil, ilumina­
dos por el fuego. No olvidéis la compañía del agua que
hierve y su vapor azul. El poeta huye del frío y se con­
sagra a las grandes lecturas. De los retraimientos en
celdas o de las exploraciones por ambientes históricos
y silvestres nace este continuo soñar despierto, medio
despierto o dormido. Y la obra irá alternando narracio­
nes legendarias en prosa -alguna vez poema en prosa-
y muy breves condensaciones líricas: «marchen» como
los alemanes de la primera mitad de la centuria, o ba­
ladas al estilo de aquella poesía sentimental de la época
isabelina, cuyas afinidades germánicas -y andaluzas-
son evidentes. El caudal central va matizado por estas
afinidades generales más que por las influencias de por­
menor, tan difíciles de establecer y, en definitiva, muy
secundarias. Dentro de esa atmósfera, durante las décadas
del 50 y el 60, se difunde un tono que ya insinúan varias
voces prebecquerianas. Ese tono cristaliza en nuestro
Gustavo Adolfo Bécquer, a la sombra de la fatalidad de
sus tres nombres.
Junto al Bécquer bonito y muy popular -con sus
lágrimas frágiles- se disimula un poeta muy puro. Ex­
celente lección: casi nunca se aislan los elementos mejo­
res, mezclados a otros inferiores. La pureza es cosa o
calidad del delo. Bécquer no es culpable de «angelismo»,
y galán con aire triste y capa, ha compuesto una poesía
tan breve como intensa, donde la frase adquiere una
levedad de alma, visible a través de una forma que pare­
ce vaporosa: a tal extremo es radiante la materia de
aquellos vocablos conductores de visión en la luz. El
profesor Edmund King ha mostrado la capital impor­
tancia de la luz en la visión de Bécquer: la luz «es el
140 Lenguaje insuficiente
aspecto de la realidad que corresponde más de cerca a
lo que él ve en su propia alma». No hay duda: «el ideal
es la luz.» Esta visión revela un mundo trascendente.
Y el Espíritu va manifestándose a través de mil espíritus
que agitan los sueños, las noches, los lagos, las monta­
ñas: temblor espiritual a manera de irisación del rayo
luminoso por el bosque, por el río. Y los nervios o las
cuerdas del arpa vibran.
Aún sin abandonar los modos sentimentales, evocan­
do a la amada, Bécquer nos cuenta: «Te vi un punto ... »
Es la rima XIV. (388, 389) Alude a Ella, o mejor dicho,
a sus ojos. El tema no puede ser más propicio a vulga­
res asociaciones. ¿Qué va a hacer el poeta? ¿Un madri­
gal, un rosario de comparaciones galantes? Esos ojos
terminarán por ser una especie de fuegos fatuos. Y no
por medio de una metáfora. Estamos en plena operación
visionaria. Ahora no se distingue el resto del rostro ni
siquiera la figura más o menos vaga de la mujer. Los
ojos a solas, ya independientes, quedan flotando «como
la mancha oscura, orlada en fuego -que flota y Ciega
si se mira al sol». Ojos sombríos y fervientes, que diri­
gen su mirada al poeta, obseso. Todo ocurre en ese
ángulo de habitación donde tanto le complace soñar a
Bécquer. Desde ese rincón oscuro de la alcoba él ve
lucir «desasidos» los ojos. Y cuando duerme, también
los contempla: entonces «se ciernen -de par en par
abiertos» sobre el soñador. Ojos que arrastran al poeta
con un poderío irresistible como los fuegos fatuos. Son
ellos quienes «llevan el caminante a perecer». No se
equiparan dos cuerpos, sí sus acciones. Por eso estos ojos
ejercen una influencia arrebatadora, a un tiempo fatali­
dad y enigma. «A lo largo del poema -dice bien don
José Pedro Díaz- se ha ido del mundo al sueño, y ese
sueño ha configurado otro mundo trascendente, con le­
yes de destino, con órbitas en las que se siente inscripto
el poeta.» Gran nocturno, en suma; y esos ojos están
de veras desasidos, vivientes, y alucinan, magnéticos,
gracias a un total acto de creación. «El poder seductor
de lo inefable bajo forma de luz --concluye Edmud
Bécquer o lo inefable soñado 141
King- es tanto la sustancia como la controlling image
del poema.»
Te vi un punto, y flotando ante mis ojos
la imagen de tus ojos se quedó,
como la mancha oscura orlada en fuego,
que flota y ciega si se mira al sol.
Adondequiera que la vista fijo
torno a ver sus pupilas llamear;
mas no te encuentro a ti, que es tu mirada:
unos ojos, los tuyos nada más.
De mi alcoba en el ángulo los miro
desasidos, fantásticos lucir;
cuando duermo los siento que se ciernen
de par en par abiertos sobre mí.
Yo sé que hay fuegos fatuos, que en la noche
llevan al caminante a perecer;
yo me siento arrastrado por tus ojos;
pero adónde me arrastran, no lo sé.
El poeta es ya un silfo, una exhalación que vaga,
ronda, incorpóreo, invisible, por el universo. «En mar
sin playas, onda sonante, -en el vado, cometa erran­
te...» (389) El poeta alcanza su propio centro: el centro
universal. «Yo soy la ignota escala -que el cielo une
a la tierra... -Yo, en fin, soy ese espíritu, --descono­
cida esencia ...» (382) Espíritu. Silfo. Esencia. Universo.
Poesía del amor, poesía de los sueños, poesía del uni­
verso. Este mundo de visiones -éxtasis profanos- con­
serva para nosotros su hechizo. Admirable transición
entre la poesía hispánica del siglo xrx y la del xx_. se
mantiene hoy pura y juvenil la obra de Gustavo Adolfo
Bécquer, aunque a medias dormido, muy despierto: vi­
sionario andaluz.
Lenguaje suficiente
Gabriel Miró
Una obra literaria se define tanto por la actitud del
escritor ante el mundo como por su manera de sentir y
entender el lenguaje. Las palabras del escritor son a
veces justas, a veces pobres. No se dice bien una vida
interior tan rica como la del místico o la del visionario.
Esa situación no es frecuente. Muchos poetas hay -tal
vez la mayoría- que ven en su idioma el mejor amigo.
Así, por ejemplo, Góngora. Sin una gran fe en las pala­
bras no las habría buscado y elegido con tanto fervor.
' Nadie gana en ese fervor y en esa fe, entre los españoles
modernos, a un admirable lírico: el novelista Gabriel
Miró (1879-1930). El primer tercio del siglo x:x ha con­
tado con insignes cultivadores de la prosa. Unamuno,
Valle-Inclán, Azorín -reduzcamos injustamente a tres
i nombres una enumeración que podría ser larga- han
trabajado mucho su lengua española, y tanto ellos como
1 sus contemporáneos capitales han refinado intensamente
el estilo. En esa magnífica época escribe Miró, de una
145
. Guillén, 10
146 Lenguaje suficiente
extraordinaria capacidad expresiva. Muy bien puede re­
presentar en nuestra breve galería el polo opuesto al de
los líricos de lo inefable. ·
Es Miró quien nos asegura: «quizá por la palabra se
me diese la plenitud de la contemplación». ( 1023) No
es sólo que la contemplación pueda encontrar su ex­
presión adecuada. Miró dice más: el acto contemplativo
se realiza del todo gracias al acto verbal. Entonces se
cumple el ciclo de la experiencia. Hasta que no «se pro­
nuncia» esa experiencia no acaba de vivirse. La poesía
no es un ornamento que se superpone a la existencia sino
su culminación. Vida profunda tiene que llegar a ser
vida expresada. Sin el lenguaje -«la más preciosa rea­
lidad humana» según Miró- no habría posesión de la
otra realidad. Claro que todo verdadero escritor lo sabe.
Con gran tino lo pone de relieve Miró: «hay emociones
que no lo son del todo hasta que no reciben la fuerza lírica
de la palabra, su palabra plena y exacta. Una llanura de
la que sólo se levantaba un árbol no la sentí mía hasta
que no me dije: 'Tierra caliente y árbol fresco.' Cantaba
un pájaro en una siesta lisa, inmóvil, y el cántico la
penetró, la poseyó toda cuando alguien dijo: 'Claridad.'
Y fue como si el ave se transformase en un cristal lumi­
noso que revibraba hasta la lejanía». ( 614) De esta suer­
te, el hombre llega a ser hombre merced a la expresión.
Hombre íntegro significa, a esta luz, hombre expresivo,
hombre expresado. No, no hay que traducir en una segun­
da columna el texto ya completo en la columna primera.
Eso equivaldría a una repetición, y las artes no se redu­
cen a una simple redundancia más o menos florida. El
acto vital accede a su última etapa y se consuma en el
mismo trance de su metamorfosis verbal. Durante el
siglo XIX, más de un escritor hubo de plantearse aquel
problema tan falso: ¿cuál es preferible, la vida o el
arte? Así se designan dos momentos distintos en bien
trabada dependencia. Un artista como Miró no puede
oponerlos hasta el punto de preferir uno al otro. ¿No
son sucesivamente distintos y necesarios en una sola tra­
yectoria? Después del acto vital tiene que seguir el poeta
Gabriel Mir6 147

viviendo y archivivíendo para realizar el acto último: la


palabra.
Ahí están una campiña a la hora de la siesta, un pá­
jaro, y de pronto, a través de esa calma, el canto del
pájaro. ¿Qué más? Un hombre siente y funde entre sus
ojos y su alma campiña, siesta y pájaro. Esta intuición
no alcanzaría plenitud sin una palabra: «Claridad.»
«Claridad» es algo también realísimo: foco de idea y
sugestión. Y todo se encauza, se ilumina. Esos tres gol­
pes, «Cla-ri-dad», resueltos en un solo resplandor, «Cla­
ridad», enriquecen un instante de cruce: el del espíritu
con el mundo -y son forma. Y la forma, revelación de
contenido, es algo más que revelación. La forma descu­
bre y rehace, crea. El vocablo -esta «claridad»- con­
sigue añadir a la luz del sol más luz, y aquel lugar cam­
pesino, en aquella tarde clara, queda definitivamente
iluminado cuando aquel hombre -Gabriel Miró- pro­
nuncia «Claridad». La expresión constituye, pues, una
conquista espiritual, que en último término será creación
estética. Vida con espíritu más forma dentro de una
sola unidad indivisible: ¿no será eso la poesía? Por de
pronto, algunos elementos verdaderos extrae de la rea­
lidad el poeta. De ahí su gran valor de gran testigo. Ese
testimonio habrá de referirse a la realidad de fuera
-una hora de la tarde en el campo- y a la realidad
íntima, al choque de un espíritu con el mundo. Porque
el poeta no pretende eliminar sus reacciones de la repre­
sentación que nos ofrece. La sensualidad, la sensibilidad,
el sentimiento de un Gabriel Miró forman un mundo,
no nos deforman el nuestro, y es lo que pedimos al
artista: su parcial testimonio. Pues bien, esos materiales
se salvan por medio de una maravillosa crisis de forma­
ción: la serie de sonidos significativos, sugestivos, alu­
sivos. «Es que la palabra, esa palabra -afirma Miró-,
como la música, resucita las realidades, las valora, exalta
y acendra, subiendo a una pureza 'precisamente inefa­
ble' lo que por no sentirse ni decirse en su matiz, en
su exactitud dormía dentro de las actividades polvorien­
tas de las mismas miradas y del mismo vocablo y con-
148 Lenguaje suficiente
cepto de todos.» (614) El estado inefable, por lo tanto,
según esta sagaz interpretación, sucede al idioma, no es
anterior al idioma. Gracias a ■ la palabra expresiva se sobre­
pujan los lugares comunes, y se logra un grado de exis­
tencia que entonces sí es inefable, situado más allá de la
palabra y por ella sostenida. Este lenguaje del autor será
luego lenguaje del lector. El lector hace suya una rique­
za virtual que sólo así, compartida, existe estéticamente.
De una zona privada se emerge a una altitud común al
autor y a sus lectores. «Claridad» comporta una noción
y sugiere una visión, y sin estos valores generales -y
entendidos- «claridad» yacería como un término apa­
gado que nada alumbra. El mundo del artista, por muy
único y muy nuevo que sea, sólo es visible apoyándose
en componentes conocidos, en experiencias vividas por
el lector. La total novedad no sería comprensible ni
tendría interés. Nos interesa el orbe inventado por este
remoto levantino Gabriel Miró porque participa de
nuestro humano fondo universal, a través de una forma
ya exenta, aparte -por fin- de su génesis.

II
La «conciencia de las cosas» -cree Miró- se nos
da «bajo la palabra». (810) La conciencia de las cosas
y de los sentimientos. Sigüenza, el alter ego de Miró,
«se ha oído a sí mismo pronunciar 'seamos dichosos'.
Y al decirlo comenzaba a serlo... Porque en aquellas pala­
bras había un principio de voluntad y de conciencia de
la dicha». Esta altura consciente, acompañada de deci­
sión, no se consigue sino formulando una idea y pro­
nunciando las sílabas en que esa idea se identifica a su
forma. «Seamos dichosos» -concluye Miró- «constituye
una aptitud y un propósito que nos acerca, que nos faci­
lita la posesión de un conjunto, de un horizonte de sen­
timientos». (572-573) En la boca de este hombre, las
frases adquieren espesor de materia como ocurría a la
señora de Olóriz: «todo lo que pronuncia tiene figura
y un contorno de sonido tierno, tan gustoso que lo reco-
Gabriel Miró 149
géis en todo vuestro cuerpo, y os quedáis paladeando
sus mismas palabras como un dulce exquisito». (547)
Eso es la literatura de Miró: un contorno de sonido
tierno paladeado. Hasta en el monólogo tácito «las cosas
que más participan de nuestra vida hay que decírnoslas
también a nosotros mismos». (777) Y cuando el enamo­
rado piensa en la amada ausente, la imagen de la ausente
incorpora ante todo palabras, «las palabras que María
Fulgencia tuviera en sus labios ...» «Ella también mira­
ría el agua, los árboles, el cielo, y diría: río, árbol, cielo.
Cuando saliesen los palomos de su terrado a volar por
las huertas, ella los vería y pronunciaría: palomos, aire,
sol.» (921) Es el poeta quien sobre todo pronuncia:
«apreté -refiere Miró- dentro de palabras lo que yo
más amaba, lo que creía más mío; y las pronuncié...»
Y como se le deshacían en el aire, «para no perderlas las
escribí en piedras», frente al mar. Y sobre el mar las puso
y en él se hundieron; «y el mar palpitaba gloriosamente».
(671) Por fortuna, Miró no repitió aquella fantasía de
su adolescencia y escribió sobre perdurables papeles.
A menudo nos hace asistir a ese nacimiento del vo­
cablo en ese instante de manantial. Exclama un labriego:
«¡A la sombra, a la sombra!» Y «la palabra sombra tuvo
una frescura nueva, como si acabase de crearla». (948)
De modo análogo: «Alegría de la revelación y de la
pronunciación de la palabra 'pueblo'.» (951) Todo Miró
está en esa insistencia con que usa «pronunciación» junto
a «revelación». El sonido inteligible es descubrimiento
a la vez que forma: descubrimiento de mundo a través
de forma verbal. En el lenguaje ve nuestro lírico «la
profundidad máxima». (1007) Y cuanto más concreto sea,
más profundo será. De ahí la gran seducción de la topo­
nimia: «lbi, Tibi, Famorca, Benisa, Jávea...» Estos nom­
bres de pueblos de Alicante le embriagarían a Miró si
no fuesen sustancias sólidas que le nutren y fortifican.
¿Es la delicia de la palabra por la palabra misma? se
pregunta Miró. «Pero es que la palabra no sería delicio­
sa si no significase una calidad.» Y le place oír esos
nombres pronunciados en los pueblos mismos por sus
150 Lenguaje suficiente
propios habitantes para ahondar lo más posible en el
compacto y jugoso terrón de los más concretos. «Y estos
nombres rurales en boca de sus gentes dejan un sabor
de fruta», y esa fruta lleva consigo todo el árbol «y su
pellón de tierra, y el aire y el sol y el agua que lo tocan
y calan». (1007) Así el nombre, casi nulo como ideogra­
ma, cobra su plenitud de imagen. Véase, por añadidura,
el reverso de la medalla concreta. Sigüenza pone frente
a frente un bellísimo paisaje y ciertas «palabras atroces»,
que lo son por ser abstractas, o al menos urbanas y gene­
rales. Se puso a gritar Sigüenza. Y gritó palabras de dos
sílabas, y luego de tres: «¡Dic-ta-men! ¡Mé-to-do! ¡Viz-
con-de! ¡De-fi-nir!» Luego de cuatro: «¡Pro-vi-sio-nal!
¡Di-pu-ta-do! ¡Dis-tin-gui-do!» Y hasta fórmulas de cor­
tesía como « ¡Muy-se-ñor-mío! » Y se esparcían «los po­
bres conceptos en el aire inmóvil, diáfano, rasgado úni­
camente por las alas de los halcones». (1005) Aquellos
nombres ridículos ya no son más que «pobres concep­
tos», antítesis, por ejemplo, de «AkalalÍ», otro lugar de
la misma comarca. «Alcalalí, sin pensar en etimologías,
Alcalalí pequeñito y agudo como un esquilón.» (1008)
Realidad geográfca y realidad verbal se funden, y cada
una la encontramos en la otra: ¡ Alcalalí! «Ya junta la
imagen con la palabra», añade Miró. Según él, estos nom­
bres como los de los dioses para Platón son sin duda
«la exacta expresión de la verdad». ( 1008) (Alude Miró
al pasaje del Cratílo en que elogia Sócrates a Homero,
quien distingue los nombres usados por los hombres
de los usados justamente por los dioses.) Todas las vías
conducen a tanta fe en el lenguaje.
A Miró no le gustaba ser considerado poeta. Hasta
el más modesto «cantor» cree representar su papel de
demiurgo, y Miró, lírico -este rótulo sí le complacía-
no aspiraba a tanto. Se dirigía su empeño hacia la cap­
tación de una realidad revelada a través de los sentidos
y los sentimientos. Se necesitaba, claro, la lengua más
rica, el registro más numeroso. Es inmenso el vocabu­
lario de Miró, y hasta los españoles más cultos hallan
términos desconocidos en esta obra, perfectamente a
Gabriel Miró 151
tono con la de los grandes contemporáneos, ¿Quién se
sirve de más palabras? ¿Valle-Inclán, Azorín, Miró? El
castellano florece, durante el primer tercio de este siglo,
con un esplendor fabuloso. Se busca y se encuentra la pa­
labra propia, se embellece la frase con léxico raro. Miró
no se quedaba atrás, y en algunas ocasiones su pensa­
miento no está dicho sino redicho. «Adivinó la mansa
viuda este recelo y holgóse de inspirarlo.» (771) «Hol­
góse» no puede ser más justo. Sin embargo... «No iba
tan abina como era menester.» ( 991 ) Asimismo: «Puede
que alguien le malsinara...» (919) Casos análogos -y
no escasean- en nada desvirtúan la virtud esencial de
este lenguaje, siempre eficacísimo, siempre más opulento
que el del lector, y no sólo por insuficiencia verbal del
lector. También es más pobre su mundo. «El arimez de
la azotea ...» ¿Arimez? Y el lector acude al diccionario:
«Arabe, alimed; sostén. Resaltos de algunos edificios.»
Miró se aplica a llenar la frase con toda la «pasta» que
pueda contener, y atiende menos a la armonía del con­
junto. A esta acumulación de elementos no arredrará ni
la abundancia excesiva de genitivos: «un Mediterráneo
de urna de consola de los señores de Guadalest ». ( 1046)
Los «de» en cascada parecen agradar a Miró. Lo que
ambiciona es precisión, exactitud. «Sigüenza -enton­
ces Miró, el literato- principia a sentirse receloso de
la oratoria de su pensamiento ... Es menester el ahinco
de la precisión para que este hombre se acepte a sí
mismo. Se afanará por las exactitudes.» (1026) Se afa­
nará mirándolo todo sin dejar de leer a los antiguos,
sin olvidar los diccionarios. Y nacerá de una experien­
cia agudísima la expresión, inseparable de esa experien­
cia hasta el extremo de que la experiencia no sería lo
que es de verdad, vitalmente, sin su expresión.
III
¿Qué dice Gabriel Miró? «Y amé loca, inmensamente
la vida hasta en mi posteridad más lejana. Por eso
desde entonces ando, camino, subo montañas, recorro
152 Lenguaje suficiente
los peñascales y arenas de las costa, atravieso los cam­
pos, oigo el estruendo de mi sangre como un torrente
íntimo, y cuando no puedo más, me acuesto sobre la
tierra mirando a la altura.» (115) Esta declaración de un
personaje resume, si no la vida contingente, el destino
de nuestro poeta. Sangre, sangre torrencial, tierra, altura
-y una avidez inextinguible. «¡Oh vida, vida, vida
mía! » ( 115) Es la exclamación de todas las mañanas.
«¡Tenemos salud!, y hace un día grande y caliente. Vi­
vamos hacia lo alto, ¿no es eso?» (112) Pero Miró,
insaciable como hombre y como novelista, asumirá la
existencia en todos sus grados, y no sólo en el más ex­
celso. Dice el mismo personaje -el pintor de La novela
de mi amigo- aludiendo a ciertas bajezas que se con­
siente: «Esta voluntaria o forzada degradación no me
pesa. La tengo por virtud de asimiento a todo plano y
especie de vida.» ( 113) No nos imaginemos el mundo de
Miró como una égloga o un idilio. El sol -mucho más
que la luna-ilumina este espléndido Levante y toda la
escala de los seres: desde la mujer hermosa hasta el
monstruo. El azul del cielo se tiende sobre la lepra de
Parcent. «¡Oh vida, vida, vida mía!» Y a través de esa
vida individual, la de todo y todos. «¡Mirad el aire;
sólo os pido que miréis! ... ¿No veis, no descubrís nada
dentro? ¡Pues todo hierve de gérmenes ansiosos de vida!»
( 116) El primer manantial de esta obra es sin duda un
manantial de salud, acompañado por una gran conciencia
de esta salud: «No olvide que yo estoy sano y que vivo
por el impulso y virtud de quererlo.» Más claro: «yo
vivo sabiéndolo y queriéndolo, y a solas conmigo mis­
mo, con mis tejidos, con mis huesos, con mi sangre ... »
Y ama la vida como en «un asimiento con lo creado».
( 124) Reténgase «asimiento», sustantivo en función de
tacto. Tacto invasor. Por eso agrega: «Se me figura que
tengo raíces y que penetran en todo. ¡Qué alegría la de
los árboles enormes y centenarios: sentirse palpitar y
estremecerse y vivir por la raigambre alejada!» ( 124)
Vida, y por lo tanto, fecunda. Este árbol incorpora
también el sentido de la paternidad y la posteridad. No
Gabriel Miró 153
será Miró como aquel don Alvaro que se «encorvaba
bajo la gloria de la vida como si temiese tropezar en
una cueva». (781-782)
Esa gloria le asalta, por supuesto, desde el mundo
material, pero no como a San Antonio, «el San Antonio
de Flaubert», que hubiese querido descender «hasta el
fondo de la materia, ser la materia». Y fue la última
tentación, al final de aquel horrendo nocturno. «Sigüen-
za no es San Antonio.» (981) A Miró le impulsa hacia
la materia esa «adivinación sensitiva de que están iman­
tadas las vidas primorosas». ( 731) El sabe «lo hondo y
magnífico de la sensación de las cosas». (731) Sensa­
ción que puede ser trascendente. «¡Ay, sensualidad, y
cómo nos traspasas de anhelos infinitos! » ( 943) Ahí
está la llamada Naturaleza, o dicho a lo pictórico, el
paisaje. No hay paisajista más fuerte que Miró en la
literatura española. Nuestro levantino posee como na­
die aquella fuerza de contemplación que él atribuye al
agua de un manantial. «Dicen que es un agua dormida.
¡Cómo ha de estar dormida el agua que acoge sensiti­
vamente todo lo que se le acerca para mostrarlo, aun­
que no haya nadie que la mire! ... Y los follajes, los
troncos, la peña, la nube, el azul, el ave, todo se ve
dentro, y muchas veces se sabe que es hermoso porque
el agua lo dice. Entonces, todo adquiere el misterio y
la vida de la emoción suya. Es ya la belleza contempla­
da; es el concepto y la fórmula de una belleza que se
produce en esa soledad como en el alma del hombre,
y el agua es como una frente que ha pensado este paisa­
je. Paisaje junto al agua clara, desnuda; paisaje sumer­
gido y alto, ¡cómo te tiembla y se te dobla el corazón
en la faz y en las entrañas del agua!» ( 666-667) Si antes
el símbolo del poeta lo fue el árbol ahora lo es el agua,
que siente, entiende y compone el reflejado alrededor.
La «Belleza» cifra los valores positivos del paisaje. Éste
sin el hombre no existe. Para nosotros sólo existirá
humanizado. Miró anota con pena el contraste: «todo
eso... que es como es por nuestro concepto, por nuestro
recuerdo, por nuestra lírica, ha de seguir sin nuestra
154 Lenguaje suficiente
emoción, sin nuestros ojos, sin nosotros». (1060) Poé­
ticamente no hay más que la imagen trémula del agua.
De un agua en cierto sitio determinado. El paisaje será
siempre local, muy local. «Necesidad biológica y estéti­
ca de haber sido y ser siempre de allí, con un sentimien­
to étnico y exclusivista de sangre de Israel.» ( 1032)
Tan profundamente se sumerge el hombre en ese trozo
de Naturaleza que ahonda hasta la Naturaleza univer­
sal. «Muchas veces ha proclamado Sigüenza con Somo­
za que el paisaje natal es el que nos mantiene la emoción
y la comprensión de todo paisaje.» José Somoza, el
delicioso escritor castellano ( 1781-1852) había escrito:
«El campo que no es de mi país no es comprensible
para mí, ni me da casi placer.» «Pero -continúa Miró-
un paisaje para un lírico es el paisaje, la evocación de
todos ... Un paisaje, y entre todos el nuestro, abre la
mirada desde lo lineal, desde el rasgo más sutil hasta
la esencia del campo sin confines...» (1027) Miró se
vale de una noción peligrosa: «esencia». En todo caso,
nunca partirá de una idea más o menos platónica, de
una abstracta perfección original. En ese paisaje univer-
salizado florecen a plena luz los atributos de su más
particular diferencia junto a la diferencia del alma, úni­
ca, del paisajista. En resumen: «El paisaje de Miró pa­
rece una experiencia personal -dice Pedro Salinas-;
no es algo que ha visto sino algo que le ha pasado, que
le ha ocurrido, como una aventura, como un amor.»
Nuestro aventurero se apodera de ese mundo inme­
diato con sus cinco sentidos. Es enorme tal capacidad
de sensación. La vista, el oído, el gusto, el olfato, el
tacto operan sin cesar, y a menudo se enlazan sus fun­
ciones. Visión y palpación poseen una energía que se
trasforma cuando las dos se juntan. Quizá el olfato
intervenga aún más finamente. Los olores se huelen
tanto como se imaginan, y llegan a oler hasta el alma y
la abstracción. «Afirmó que el mes de junio era el más
hermoso del año. Olía a felicidad.» Pero el mismo per­
sonaje rectifica: «Es la felicidad la que tiene su olor,
olor de mes de junio.» (727) Otro aroma parecido: «Casi
Gabriel Miró 155
siempre huelen las flores a un instante de felicidad
que ya no nos pertenece.» (769) Y en otro pasaje, los
jazmines, las rosas, los naranjos huelen aquella tarde
«a felicidad no realizada». (937) Miró huele lo que na­
die ha olido. «Don Arcadio... aspiraba conmovido el
olor de oblea marchita.» (469) El repertorio de olores
en esta obra constituiría una enumeración muy larga.
«¿Se ha fijado en las chimeneas? Huelo los hornos de
sus cocinas ...» El olfato es definitivamente muy imagi­
nativo: « ...y hasta me parece oler los dormitorios, las
alacenas y cómodas de las casas, y creo vivir y partici­
par de todas las familias». ( 128-129) La sensación no
se confina entre sus límites y sobrepasa la materia. Hom­
bre entero por necesidad, el artista afronta siempre un
mundo humano con su materia y su espíritu indivisibles.
El olfato de Miró ventea en el aire toda su profundidad
de vida con innumerables vidas: varones, mujeres, niños
-y animales, plantas cosas. Sensualidad es espíritu. Lo
explica perfectamente Joaquín Casalduero: «La sensuali­
dad se sitúa en un nivel espiritual, que no disminuye en
nada la belleza puramente táctil y olfativa, visual y
gustativa, la belleza térmica y muscular... En 1 la totali­
dad de Miró están frente a frente la brutalidad física
y moral y la Caritas: belleza y amor.»

IV
Paisajes donde tanto se ha vivido y se vive apare­
cerán ante Miró con gran hondura: una hondura de
espacio y de tiempo. Miró se asoma a la ventana o co­
lumbra el horizonte desde una cumbre, y percibe, siente,
adivina lo que él llamará en su último libro «años y
leguas». Es como una sola visión. «¡Las leguas y los
años que se ven allí!» (1031) Del íntimo contacto con
lo presente y el presente surge la conciencia del tiempo
que fue y que está allí tendido, esperando la resurrec­
ción. «Se le acerca su pasado a Sigüenza respirando en
la exactitud de la conciencia de ahora.» ( 1056) Sólo
156 Lenguaje suficiente
entonces se consuma la esencial continuidad de la per­
sona. Sin esa continuidad no hay persona, no se coincide
consigo mismo. «No asistir, no pertenecer al propio
pasado es una ausencia, un síncope del alma, imperdo­
nable en Sigüenza, que vive a costa de la continuidad
de su modelación íntima.» Esta es la base de lo que
Miró considera su «lírica sustancial». ( 1015) Pero ese
pasado no es sólo de los hombres. Todo está sumergido
en tiempo. «Penetró más en la soledad del collado ...
Y desde que se asomó Sigüenza, todo comenzó a respirar
dentro de la órbita del tiempo», impersonal: «tiempo
de las soledades contado por el pulso de Sigüenza».
( 1059) El contemplador descubre allí un tiempo que
se halla fuera del contemplador: «y cuando desaparecen
(unas cabras) se fija en los montes el tiempo sin nadie».
(1039) Este tiempo sí es verdaderamente espacial. Ya
lo vio don Miguel de Unamuno: «Miró llega a la con­
templación de cómo se funden el espacio y el tiempo,
y por ese camino, al hoy eterno.» Hasta el futuro se
otea en el panorama. A lo lejos va subiendo y bajando
por una senda una anciana labradora. «Con una mirada
corre Sigüenza muchas horas de ese sendero; de modo
que puede mirar el porvenir de la mujercita hasta que
llegue, muy de noche, a su casa.» (1031) «Porvenir»
no es pecisamente una ocurrencia ingeniosa. A Miró le
obsesionará siempre esa perspectiva del espacio-tiempo.
Puede presentarse en muy reducidos interiores. Ciertos
aposentos «conservan... oscuridad antigua, oscuridad re­
posada, remansada, oscuridad de años anteriores». ( 111)
Al aire libre: «Las horas doradas de los campos» se
tienden «a través de una luminosidad de muchos tiem­
pos». (781) Hay un contacto material entre estos dos
órdenes. «Los días también rodaban encima de Oleza.»
(721) ¡«Rodar» «encima»! Cada espacio posee su tiem­
po. «Las ciudades grandes, ruidosas y duras todavía
tienen alguna parcela con quietud suya, con tiempo suyo
acostado bajo unas tapias de jardines.» (947) Tal quie­
tud preserva los años que allí vivieron los gozadores y
guardianes de aquel jardín. Pero Miró no se limita a
Gabriel Miró 157
saber que por aquel jardín han cruzado gentes, genera­
ciones. A Miró se le incorpora el pasado a su visión
actual y así lo contempla: pasado y presente, pasado
fenecido dentro del minuto que trascurre. «Sentirse en
otro tiempo y ahora. La plenitud de lo actual mantenida
de un lejano principio. Iluminada emoción de los días
profundos de nuestra conciencia.» (872-873) Así madu­
ra el hombre y deja de ser niño: recordando. «Eso sería
no ser ya niño: depender del pasado sentir, de su me­
moria ...» (930)
«Acabo de descubrir un lugar delicioso dormido
entre los años», cuenta Sigüenza. (1009-1010) No es
una ruina, la melancólica ruina de 1830, 1840, ni el
monumento antiguo que se mantiene en un fondo de
Historia. Sigüenza descubre «un jardín de escombros»,
Naturaleza y Tiempo. Aquí están: «Nadie. El silencio
con el aliento de todo. Cuando llegó se escaparon los
ruiseñores, las golondrinas, los mirlos. Se sentían caer
los jazmines, crujir los finos nervios de las plantas, es­
conderse los grandes lagartos de piel deslumbradora y
glacial como una seda húmeda y bordada.» Este jardín
abandonado, que nos manifiesta su abandono en el
«caer», el «crujir» y el «esconderse» de tanta vida vege­
tal y animal, ofrece al visitante una desordenada pro­
fusión como si la alentasen aquellas horas desiertas que
ninguna gente hace suyas. Plantas, aves, lagartos, unos
lagartos sentidos por los ojos y el tacto visual en una
sensación única, que declaran notas heterogéneas y, sin
embargo, muy bien fundidas: «piel deslumbradora y gla­
cial como una seda húmeda y bordada.» Pasado el susto
que produce la llegada de Sigüenza, el jardín recobra su
algarabía: «Poco a poco volvieron los pájaros: se aso­
maron las salamandras al sol verdoso de las piedras;
se recalentaron las cigarras; las golondrinas se pusieron
a espulgarse en un ciprés seco, y en cada jazmín sonó
una abeja.» Todo el arcaísmo puramente zoológico, bo­
tánico, mineral de aquel rincón vibra en ese verde que
une al sol con las piedras, así referidas a los reptiles:
«se asomaron las salamandras al sol verdoso de las pie-
158 Lenguaje suficiente
dras». Pero entre las golondrinas y el ciprés, habitan­
tes nobles que se podrían alojar en el más noble poema,
se intercala un elemento · discordante. Discordante res­
pecto al posible decoro, pero exacto y muy expresivo de
aquella miserable realidad abrigada entre los escombros
del jardín: «las golondrinas se pusieron a espulgarse en
un ciprés seco». Inmediatamente sigue la compensación:
«y en cada jazmín sonó una abeja».
«Todo, todo lo mismo que cuando vino el forastero.
El cual miraba el huerto como si fuese suyo, no por
dineros, sino por antigua posesión de linaje y de pensa­
mientos. Lo habría heredado desde mucha distancia de
años, desde que todo aquello comenzó a caerse; y ahora
visitaba su herencia doliéndose y agradándole el abandono
en que dejó lo suyo.» El jardín yace, pues, sumido en
tiempo, en su «distancia de años», que se le convierten
al visitante en una herencia: lo que no ha de confundir­
se con ningún pretérito ilustre, ni privado ni público.
De aquel jardín se retiró la vida humana. Y sólo queda
un vacío que permite al tiempo flotar allí como un fac­
tor más del paisaje, absorbido por el paisaje y nada más
perceptible para el alma de un solitario en aquel trozo
de Naturaleza, no de Historia social. Hay también siete
cipreses en hilera, dos adelfas y un jazminero. «Un jaz­
minero cegaba las rejas y la mitad del muro... Hace
mucho tiempo también que se derrumbó del peso de
sus sarmientos y biznagas, y sigue verde y tierno. Es una
masa torrencial, inmóvil, de olores virginales.» ¡Qué
lejos de la elegía del 98, de aquellos jardines castellanos
descritos por Azorín! En lugar de una elegía prorrumpe
el idilio de una blancura casi excesiva y ya peligrosa.
«Toda la tierra del contorno está mullida de nieve de la
flor. El aire se cuaja de un perfume de novia, muy
bueno, pero tanto que la novia se multiplica en un
palomar de doncellas que nos ahoga de suavidad. Las
sienes y los párpados de Sigüenza se le traspasaban de
olor. Se le precipitó la disnea de beber ese olor sensual
de castidad.» ¡Perfume, novia, palomar, doncellas, suavi­
dad! Pero eso sí, una suavidad ironizada: «que nos
Gabriel Mir6 159
ahoga^>. La palabra científica «disnea» sirve aún de ma­
yor contrapeso para llegar a la irónica mezcolanza del
fin, «beber un olor», paradójicamente símbolo de una
virtud inodora: «ese olor sensual de castidad».
Finalmente: «Ütro viejo elemento de hermosura de
aquel recinto era un laurel.» Parece que se nos va a
presentar, al amparo de esa vejez hermosa, una decora­
ción clásica o neoclásica. No. «Laurel con todos sus mé­
ritos de belleza para que un dios lo haga suyo, pero
laurel del todo vegetal, sin predestinaciones a temas
mitológicos y alegóricos... Se ha criado libre, puro y
bello, sin que se espere de él más que eso: que viva
grande, hermoso y recogido.» Se descarta, pues, con
todo cuidado cualquiera composición de museo. «Y este
laurel no es sólo su tronco y su copa, que tienden un
paño húmedo y azulado de umbría, sino que es también
su retoñar a borbollones, que hiende la tierra y sale
por la escombra y revienta por el tapial, multiplicándose
barrocamente la planta sin perder su unidad clásica.
Está en sí mismo y traspasando las losas y trasfundiendo
su tono de serenidad en la convivencia de los cipreses,
de los adelfas, del jazminero, y en un bancal escalonado
de naranjos con lindes de parras y rosales.» ¡Qué ím­
petu primaveral, qué presión en este jardín de escom­
bros con su «distancia de años»! Distancia que está
requiriendo la atención de un paseante infinitamente
sensible.

V
Paseante tan sensible en sus sentidos como en su
memoria. Es la sutil alianza de sensación y recuerdo.
Reléase el prólogo de El humo dormido, publicado en
1919. (Fecha que debe ser retenida.) «De los bancales
segados, de las tierras maduras, de la quietud de las
distancias sube un humo azul que se para y se duerme.
Aparece un árbol, el contorno de un casal; pasa un
camino, un fresco resplandor de agua viva. Todo en
160 Lenguaje suficiente
una trémula desnudez. Así se nos ofrece el paisaje can­
sado o lleno de los días que se quedaron detrás de
nosotros. Concretamente no es el pasado nuestro; pero
nos pertenece, y de él nos valemos para revivir y acre­
ditar episodios que rasgan su humo dormido. Tiene esta
lejanía un hondo silencio que se queda escuchándonos.
La abeja de una palabra recordada lo va abriendo y lo
estremece todo. No han de tenerse estas páginas frag­
mentarias por un propósito de memorias; pero leyéndo­
las pueden oírse, de cuando en cuando, las campanas de
la ciudad de Is, cuya conseja evocó Renan, la ciudad
más o menos poblada y ruda que todos llevamos sumer­
gida dentro de nosotros mismos.» (589) En efecto,
Renan nos habla de una ciudad de Is que persiste den­
tro de su corazón; según la leyenda bretona, de esa
ciudad que cubrió el mar ascienden rumores de campa­
nas: «Yo me he complacido -Renan añade- en reco­
ger esos remotos rumores de una Atlántida desapareci­
da.» A un lector de hoy tal mundo sumergido le hace
pensar en el gran «recordador» francés ya citado a pro­
pósito de Bécquer. El protagonista de A la recherche
du temps perdu tiene sumergido en su memoria aquel
pueblo de Cambray, resucitado mediante una sensación.
¿Proust, Miró? Sí, sensación y recuerdo, sensación has­
ta el recuerdo o -mejor- recuerdo a través de la
sensación; ahí reside la esencial analogía entre estos dos
grandes evocadores del «temps perdu», del «humo dor­
mido». («Poner en relación los nombres de Proust y de
Miró es cosa fácil», afirma Baquero Goyanes acertada­
mente.) Sobre las leguas de un espacio bien recorrido y
vivido, los años permanecen como una bruma de reali­
dad, exterior e interior; y la sustancia más honda -que
es la más concreta- se salvará así, recogida dentro del
recuerdo. «Un día vimos a un desconocido... -cuenta
Miró-. Decimos: ¡Ya no volvimos a verle! recordando
al que se extravió para nosotros ...; y entonces es cuan­
do le vemos prorrumpir del humo dormido, más claro,
más acendrado como no le veríamos teniéndole cerca,
que sólo sería repetir la mirada sin ahondarla, sin agran-
Gabriel Miró 161
darla.» (591) Internándose en el recuerdo, en la masa
de aquel «humo», se llega a poseer una realidad más
sustancial que la simplemente vivida y aún no recordada:
«porque hay episodios y zonas de nuestra vida que no
se ven del todo hasta que los revivimos y contemplamos
por el recuerdo; el recuerdo les aplica la plenitud de la
conciencia». ( 614) En definitiva: hay más mundo porque
hay más espíritu, un espíritu que actúa a fuerza de su­
mergirse en el recuerdo exacto de la sensación, de la
propia sensación genuina. Es lógico que en estos sumos
artistas el apetito enorme de realidades implique esta
exacerbación de su intimidad.
Sigüenza bebe agua en un pueblo, la misma agua que
había bebido veinte años antes. «Bebiéndola se le apa­
rece en la lengua el mismo sabor preciso del agua y de
su sed de entonces.» Aquí se reproduce en el mismo
lugar la misma sensación, debida a la misma causa.
Para Proust se trata de sensaciones suscitadas por dife­
rentes objetos en lugares diferentes. Un desnivel entre
dos adoquines -París- resucita a Venecia. Lo impor­
tante es que de la sensación surja el pasado profundo.
«Y ahora todos esos años, los veinte años, venían dóciles
como corderos y se paraban a beber y mirarse en la pila
viejecita donde cabía temblando el firmamento.» (997)
Como en Proust -la frase es célebre- «todo lo que
adquiere forma y solidez ha salido, ciudad y jardines, de
mi taza de té.» Claro que en Miró no aparece la no­
ción de «memoria involuntaria», de recuerdo brusco. No
conoce tampoco ese trance más o menos extático que
asemeja a Bécquer y Proust. El humo dormido podría
definirse con otra expresión de Miró: «recuerdo espa­
cial». Lo propio de Miró consiste, según ya se ha visto,
en contemplar un paisaje hace tiempo bien practicado.
«Ahora se acuesta y se distiende en la huella del recuer­
do espacial, tibia de sí mismo.» (1049) Es el acceso, por
fin, a la felicidad. «Las frondas reciben y se envían la
circulación de los aires de ruidos marineros de espumas,
y huelen a pueblo, a reposo de hace veinte años. Se le
acerca su pasado a Sigüenza, respirando en la exactitud
Guillén, 11
162 Lenguaje suficiente
de su conciencia de ahora.» ( 1056) Pero como Sigüenza
no se limita a sentir, y quiere ver claro en el mundo
descubierto por la sensación y la evocación, añade -y
este esfuerzo de análisis psicológico también caracteriza
al cuitado Sigüenza y le acerca a Proust-: «Sentirse
claramente a sí mismo ¿era sentirse a lo lejos o en su
actualidad? ... Y al inferirse y extraerse de él, saciándose
de su imagen desaparecida, ¿no alcanzaba una predispo­
sición a la felicidad que no fue entonces, cuando pudo
ser, ni es ahora, porque ya pasó, y sin realidades y por
no tenerlas encontraba una forma de plenitud?» (1056)
Plenitud, por lo tanto, «idealista» que Miró adopta de
modo interino, con interrogación y duda. Miró hace
suyo -por un instante- un supuesto no coherente con
su propia actitud habitual: que es superior el reino del
puro espíritu al de la encarnación del espíritu en sus
cuerpos, sus obras y sus actos. Esta interrogación dubi­
tativa no señala más que un momento de transición, un
hiato brevísimo entre la actualidad y la imagen recorda­
da. En suma: «Se ha de ser lo preciso el antecesor de sí
mismo. Los dejos, nada más los dejos.» ( 1049) Hay,
pues, en Miró una resistencia al excesivo influjo de la
memoria. El recuerdo ha de suscitar el pasado, sí; pero
sin demasías de dominación. Y todo se junta en el pre­
sente: «Veo así como dicen que Dios contempla lo pre­
sente, lo pasado y lo futuro, en un presente continua­
do.» (122) Ello no atenúa la fuerza de rememoración:
«Los recuerdos, para mí, no habitan sólo en la memoria
sino dentro de toda mi carne.» ( 106) O lo que es igual:
«¡Soy carne de recuerdos!» ( 111) Recuerdos que tam­
bién se ligan a la tierra donde se ha vivido, a la carne
del paisaje. Una hora fugaz no pasa. Y cuando vuelve
Sigüenza a la campiña que atravesó hace veinte años,
advierte que «aquella hora» se había quedado inmóvil
para Sigüenza desde estonces. «Y hasta hizo un ademán
suave de tocarla, de empujarla.» (949) Si este paisaje
idéntico a sí mismo conlleva una hora inmóvil, por ca­
minos diferentes de los de Proust el tiempo trasciende
-hasta cierto punto- el tiempo. «Como esta tarde
Gabriel Miró 163
pudo ser otra tarde de siglos lejanos... Lo mismo, lo
mismo esta tarde que una tarde de septiembre de 1800,
de 1700, de 1600.» Equivalencia cronológica que, a
través de los años, da lugar a una síntesis eterna dentro
del tiempo, no fuera de él como en el éxtasis de Proust,
libre entonces de temporalidad, y por lo tanto, de muer­
te. Miró es más modesto. «Asiste Sigüenza a una pura
emoción de eternidad de campo.» (1031) Eternidad
situada en la Naturaleza más que en el interior del hom­
bre. La tarde logra ser eterna por superposición de
muchas tardes. A veces el momento llega a ser más
personal, y el contemplador alcanza «la reiteración de
sí mismo» como si hubiese ya vivido aquel momento
( 607 ): estado que conocen bien los psicólogos. La vida
pasada no se pierde. Flota en el humo dormido.

VI
La contemplación de Miró se adueña de algo más
que una multitud de objetos. A todos los reúne una
atmósfera física, espiritual. Veamos en El humo dormido
un doble jardín: divisado a través de unas rejas y re­
construido dentro de la casa mediante una serie de flores
y frutas. «Y llegamos a su casa. Casa antigua y señorial,
de sillares morenos y dinteles esculpidos. Todo estaba
en una grata sombra de celosías verdes, que semejaban
exprimir todo el fresco y olor del verano. Porque sen­
tíase que fuera se espesaban los elementos crudos del
verano como en corteza, y dentro sólo la deleitosa y
apurada intimidad. En el vestíbulo, en las salas, en el
comedor había muchos jarrones, cuencos, canastillas, jun­
cieras desbordando de magnolias, gardenias, frutas y
jazmines; y por las entornadas rejas interiores se ofrecía
una rápida aparición de la tarde de jardín umbroso y
familiar. Ya sé que muchas casas tienen en julio magno­
lias, jazmines, frutas, .gardenias, pero es eso nada más:
flores, flores porque se cogen y caen demasiadas en el
huerto; y frutas: melocotones, ciruelas, peras, manza-
164 Lenguaje suficiente
nas. . . y, sin querer, sabemos en seguida la que morde­
ríamos. Y allí, no: allí, flores y frutas integrando una
tónica de señorío y de belleza, una emoción de vida
estival y de mujer. No 'eran' melocotones, ciruelas, peras,
manzanas... clasificadamente, sino fruta por emoción de
fruta, además de su evocación de deliciosos motivos ba­
rrocos; y 'aquella' fruta, el tacto de su piel con sólo
mirarla, y su color aristocrático de esmalte, y flores que
sí que habían de ser precisamente magnolias, gardenias
y jazmines por su blancura y por su fragancia, fragancia
de una felicidad recordada, inconcreta, de la que casi
semeja que participe el oído, porque la emoción de algu­
na música expande como un perfume íntimo de mag­
nolias, de gardenias, de jazmines que no tienen una
exactitud de perfume como el clavel.» (606, 607)
Doble jardín. Fuera, «los elementos crudos del ve­
rano»; dentro, en aquella «casa antigua y señorial», una
quintaesencia del verano y del jardín, «una grata som­
bra de celosías verdes, que semejaban exprimir todo el
fresco y olor del verano». Es un resumen, pero sensi­
tivo, no intelectual. Las varias sensaciones se funden en
un conjunto: «la deleitosa y apurada intimidad», dentro,
y fuera, «una rápida aparición de la tarde de jardín
umbroso y familiar». Sensaciones, sensación de conjun­
to, emoción -unificadora también. O sea: creación.
Los elementos representativos son flores y frutas,
nombradas repetidamente y adscritas a un ambiente:
aquella tarde de verano en aquel jardín. No se trata -y
el poeta analiza muy bien su impresión- de distincio­
nes racionales: no eran «melocotones, ciruelas, peras,
manzanas... clasificadamente», objetivamente. No se
busca tampoco el embellecimiento de la realidad aso­
ciándola a obras artísticas: «además de su evocación de
deliciosos motivos barrocos». Menos aún están exhibidas
aquellas flores y frutas desde un punto de vista prácti­
co: «ya sé que muchas casas tienen en julio magnolias,
jazmines, frutas, gardenias, pero eso nada más: flores,
flores porque se cogen y caen demasiadas en el huerto;
y frutas: melocotones, ciruelas, peras, manzanas... y,
Gabriel Miró 165
sin querer, sabemos en seguida la que morderíamos».
Aquí esas flores y frutas se nos ofrecen aunadas en una
creación: «allí flores y frutas integrando una tónica de se­
ñorío y de belleza, una emoción de vida estival y de mu­
jer». Emoción en que colaboran un fondo social -el
señorío-, un despliegue de Naturaleza con su estación
-el verano- y con su luz -la tarde-, una proximi­
dad femenina; y todo sometido a un bello ajuste. En­
tonces son recreados esos componentes por la asociación
de varios sentidos. El tacto con la vista: «aquella fruta,
el tacto de su piel con sólo mirarla». La vista con el
olfato: «magnolias, gardenias y jazmines por su blancura
y por su fragancia... de la que casi semeja que participe
el oído, porque la emoción de alguna música expande
como un perfume...» Y ya en ese punto, síntesis pura­
mente espiritual, la sensación se enlaza al recuerdo: «fra­
gancia de una felicidad recordada, inconcreta». Tan ínti­
ma que es felicidad intransferible. De lo concreto se ha
pasado a esa especie de estado inefable que sigue a la
experiencia intuitiva y expresiva. Es toda la escala de
Miró: «fragancia -de una felicidad- recordada -in­
concreta». Sensación, emoción, recuerdo, gozo inefable.
Miró contempla así los interiores, los paisajes. Por
supuesto, muchos poseen o adquieren ese sosiego a que
predispone el ánimo contemplativo. Ha observado Ba-
quero Goyanes que «lvliró gusta de situarse en quietud
ante el paisaje»; pero este mundo -lírico, novelesco-
no es ni podría ser un mundo inmóvil. Ni una serie de
estampas ni un álbum fotográfico lo representarían. No
sólo las acciones de los personajes resaltan con movi­
miento; hasta el escenario está visto y el día está oído
en su tumulto, quizá muy discordante. Oleza, la ciudad
inventada por Miró, no es un poblachón muerto. Re­
léase en Nuestro padre San Daniel esta enumeración de
vibraciones y agitaciones, que forman un espléndido pa­
norama sonoro: «Crujía el aire serrano. Subían desho­
jándose en la altitud los rumores del pueblo y del con­
torno: la palpitación de un molino, el alarido de un pavo
real, el repique de una fragua, un retozo de colleras de
166 Lenguaje suficiente
una diligencia, una tonada labradora, la rota quejumbre
de las llantas de un carro, un berrinche de criatura, un
hablar y un reír de dos hidalgos, que se saludaban desde
un huerto a una galería, y campanas, campanas anchas,
lentas, menuditas, rápidas. Sobre la tarde iba resbalando
el fresco retumbo de las presas espumosas del río. Y en­
tre todo revibró inflamado y altísimo el cántico de un
gallo, y don Magín incorporóse diciendo -¡Ese es el
mío!» (736) En este párrafo hay pocos verbos, pero los
hay. (No así en otras descripciones de Miró.) «Crujía»,
«subían», «deshojándose», «se saludaban», «iba resbalan­
do», «revibró» y, al final, «incorporóse diciendo». Tam­
bién los sustantivos significan acción, acción más o menos
vigorosa de todo lo que suena en aquella tarde. No se
produce algarabía, porque los murmullos y cantos no se
entremezclan, reunidos sólo por la atención sucesiva y
no simultánea de quien está componiendo esta pieza
musical. Existe un centro de observación: el personaje
de don Magín. Es él quien cierra con una frase la breve
sinfonía. Supuesta atalaya, don Magín da unidad nove­
lesca al momento. Quien consigue esa unidad realmente
es el novelista. El traza con todo cuidado la composi­
ción. Composición y no impresión, debida a los azares
que saltan al paso de un transeúnte, de un viajero. El
poeta novelista impone ese extremo de tensión sonora
que remueve y conmueve el aire de aquella ciudad:
«palpitación», «alarido», «repique», «retozo», «tona­
da», «quejumbre», «berrinche», «un hablar y un reír»,
«retumbo», «cántico»... No es la enumeración caótica
que ha estudiado Spitzer, porque esa heterogeneidad de
elementos no acarrea ninguna confusión, y todo encaja
armonizado dentro de un orden: el del sonido. Las cosas,
los animales, los hombres intervienen resumiendo la
ciudad de Oleza. El molino, la fragua, la diligencia, el
carro, las campanas, las presas; y el pavo real, el gallo;
y la criatura, el labrador, los dos hidalgos, don Magín.
Al principio, el aire, «altitud de rumores»; al fin, el
río; coronando la tarde -y la composición- el quiquiri­
quí inflamado y afiladísimo. Es curioso que se nombren
Gabriel Miró 167
las campanas sin agregar el término propio: campana­
das. El objeto se convierte en algo tan cambiante como
sus ondas; «campanas anchas, lentas, menuditas, rápi­
das», adjetivos que se refieren a las campanadas lentas,
y en ese sentido, anchas; o rápidas, y en ese sentido,
menudas. Estas metáforas de tamaño para designar
unos sones muestran la constante visión espacial de
Miró, aunque haya audición y no visión. El resultado
es siempre una intensa nota vital, en muchas ocasio­
nes dinámica. ¡Qué bien «cruje» aquel aire de Oleza!
El vocabulario se extiende desde el «berrinche» colo­
quial hasta el supremo «cántico». No falta el adorno
arcaizante: los dos hidalgos. Se «ennoblece» así la des­
cripción.
¿Descripción? Más bien creación lírica, mucho más
que simple expresión de experiencia. Si el origen de la
expresión -la experiencia vivida- establece el funda­
mento de la obra en que su autor se afana por prender
las realidades con toda exactitud, la expresión plena
asciende hasta el nivel de la creación, más rica que su
manantial. Por eso es creación. Lo elucida T. S. Eliot:
«When the poem has been made, something new has
happened, something that cannot be wholly explained
by anything that went befare. That, I believe, is what
we mean by 'creation'.» La creación instituye una tota­
lidad que no estaba en la experiencia, cuyos materiales
se transforman, superados. Entiéndase mejor la frase:
«Quizá por la palabra se me diese la plenitud de la con­
templación.» Contemplación creadora.

VII
El contemplador, poeta-novelista, afronta el más am­
plio horizonte. Miró es de veras -como él deseaba-
«el centro sensible de un ruedo inmenso de creación»,
(362) y «un contacto de creación desnuda (le) calaba la
piel y la sangre». (671) Hay contacto, pero no intento
de fusión más o menos panteísta como la que sueña
168 Lenguaje suficiente
un personaje: «apetecía ser él también inmenso y leve,
trocándose en azul, en boscaje, en silencio, en todo, en
nada». (317) Ni Sigüenza es San Antonio ni Miró aspira
como el hindú a la final disolución. El mundo, sí, luce
espléndido en «estos venturosos tránsitos de sencillez y
pureza por los que parece que volvemos a la santidad de
los primeros instantes de la vida». (335) Instantes pri­
vilegiados: «Una gracia, una felicidad inocente de cla­
ridades que... daba miedo de que se rompiesen.» (977)
Es como una ilusión de Paraíso. «¿No acaba de abrir
los ojos Sigüenza con una emoción de inocencia de pri­
mer hombre?» (1050) Instantes fugitivos. «La felicidad
y la inocencia se han roto», declara este Adán momen­
táneo. (978) Mejor tal vez así. «¿No aventajaba Sigüen-
za al padre Adán en saberse mortal?», es decir, en
saberse humano. (1052) Al mundo de Miró no le llena
la «flora virgen, fuerte y deliciosa del Paraíso». Mundo,
si no con pecado original, con muchos pecados de His­
toria. De ahí tanto relato de pasiones, maldades, vio­
lencias. El narrador es tierno. Pero en la narración
estarán incluidos los actos más opuestos a su propia
ternura. Miró se complace con frecuencia en el desarro­
llo de la crueldad. Las víctimas son casi siempre ani­
males, torturados por otros animales o por los hombres.
La colección completa de esas torturas sería enojosa. Son
muchos los animales sometidos a dolor y muerte, sobre
todo a dolor. «Y era mañana de crueldad. Cuando qui­
simos entregarnos a lástimas comprendimos que una
lucha odiosa comenzaba.» (116) He aquí un ejemplo de
esa polaridad que junta lo cruel y lo compasivo: «el hom­
bre manso, piadoso, que predicaba en su hogar anhelos
de vida y amor, se entraba delirantemente por caminos
de crueldad». ( 117) Por esos caminos sufren el gallo
diablo, unas abejas, una paloma, un mastín. «¡Una
sierpe había matado a una vieja!... -¿Cuál vieja?
-dijo espantado el guía. -¡La muerta! -¿Qué muer­
ta? ¡Si no hay ninguna vieja! ¡Es una ovella, una ovella!
¡Adónde huye nuestra piedad!... Se lo confesó: ¡hubie­
ra preferido que la emponzoñada fuese la vieja! Señor,
Gabriel Miró 169
¿es que duerme siempre en nuestras entrañas una hez
abyecta de crueldad?» (366-367) Crueldad con un mur­
ciélago, con perros, crueldad del gavilán con la paloma;
escenas de caza, un lagarto, tiro de pichón, una rata, un
cordero, un águila, ranas y cigüeñas, más ratas, un gato,
una graja, una avispa, los aguiluchos, otra rata, una tor­
tuga, otro gato -recién nacido-, una golondrina, un
pez ... Hasta el agua frígida puede ser feroz. «Entonces
Félix miró con miedo y rabia esa ferocísima agua, tan
mansa y diáfana.» (361) Una niña, Lucita, muere de un
modo terrible. (107) También se cuentan los tormentos
infligidos a los mártires cristianos, y después los tormen­
tos imaginados por los hugonotes; sólo se alude a «los ul­
trajes y suplicios de muchas vírgenes cristianas». (915)
El padre Bellod lee «con avidez» el pasaje en que Pru­
dencia anota cómo murió la virgen Engracia. (915) Se
recuerda la variedad de los procedimientos en el suplicio
de un rey de Asiria. ( 1002) No se simplifique, pues, el
mundo de Miró, hombre esencialmente piadoso, pero
novelista a quien nada le es ajeno. Cruel es ya la Natu­
raleza antes que la humanidad. Discurre un sacerdote:
«todo está lleno de gracia y hermosura del Creador, y
en todos los lugares debiéramos recibir la divina ense­
ñanza del libro de la Creación...» Y el sacerdote no
puede continuar su perorata porque «se produjo un fu­
rioso estruendo». Eran las gallinas que estaban hiriendo
a unos palomos; se disputaban «un gusanico muerto».
(561) Lección de crueldad que los hombres no desapro­
vechan. «No soy piadoso, ¡yo no soy piadoso!», exclama
el pintor en La novela de mi amigo. (107) Nuestro nove­
lista era piadoso, pero no su imaginación torturada, tor­
turante. Gerardo Diego lo entiende así: «La compasiva
ternura para los animales, manifiesta en el amor con
que los contempla no menos que en la sorda y tácita
protesta por las crueldades y martirios de que son víc­
timas...»
Junto a la crueldad, el dolor. Miró lo ve en sus agre­
siones físicas y espirituales. Del vivir se llama el primer
libro personal que publica Miró. Ese vivir no concierne
170 Lenguaje suficiente
más que a Parcent, pueblo de leprosos: figuras terribles,
a la vez antiguas y actuales. La obra tiene como lema
unos versículos del Libro de Job. Sin la visita a Parcent,
en la provincia de Alicante, aquel joven escritor no
habría escrito su «informe», tan directo y veraz. Sin
embargo, esa visión está cumpliéndose a través de la
Biblia. Ningún lector de Miró ignora la influencia que
han ejercido en el novelista los dos Testamentos. La
región natal es asimilada parcialmente a Palestina, y los
paisajes de los dos extremos mediterráneos se compene­
tran. Estos leprosos se yerguen o se esconden en una
sombra de drama bíblico: seres que pone a prueba el
Dios de Israel. No se elude la pintura de la carne dolien­
te y su proceso de putrefacción. La materia puede ser
muy hermosa ante los mismos ojos que descubren los
cuerpos más horribles. El horror va más allá de la en­
fermedad, y se encarniza en individuos monstruosos,
como en «Cara Rajada», tan patético, de Nuestro padre
San Daniel. («Cara Rajada» es uno de los mayores acier­
tos novelescos de nuestro autor.) Bien se advierte el
fondo religioso de aquel mundo. Y no se olvide la im­
portancia en él concedida a las gentes evangélicas alre­
dedor de Cristo: Figuras de la Pasión del Señor.
Pero Miró -todos lo sabemos- no se queda en la
Biblia. Ningún otro escritor español de este siglo ha
mostrado tanta vida católica, tanta Iglesia como Miró en
sus narraciones profanas, donde van y vienen sin cesar
devotos, presbíteros, frailes, monjas, y refulge, magní­
fica, la liturgia. Verdad es que en cualquiera de nuestras
ciudades el estamento eclesiástico disfruta de posición
favorecida, y Miró no hace más, por de pronto, que ate­
nerse a la existencia española. Para él, esa existencia
culmina en la Semana Santa. Entonces es cuando se le
reúnen los elementos más entrañables: provincia, niñez
recordada, ceremonias, evangelio. Todo lo recrea con
simpatía, pero no con la adhesión del estricto creyente.
El hecho es que los dos escritores contemporáneos más
nutridos de Biblia y de Iglesia Católica, Apostólica, Es­
pañola son Unamuno y Miró, libres, críticos. Cualquier
Gabriel Miró 171
español comprende esos casos en que se alían de una
manera muy difícil de precisar la fe y la falta de fe.
Estos cuadros clericales llevan implícitas la admiración
y la sátira. Miró admiraba en la Iglesia su hermosura:
lenguaje, culto, edificios. Por esta «afición» de carácter
estético pertenece a esa época gustosa de combinar lo
profano y lo sagrado, lo erótico y lo litúrgico merced a
un común denominador de belleza.
La «belleza», si es término repetido por Miró, no
es blanco primordial en su obra. Y las afinidades con
un Rubén Darío, con un Valle-Inclán son secundarias;
corresponden sobre todo a la juventud del escritor, poco
afectado por aquel estilo si no es en las Figuras de la
Pasión. De todos modos: «y su cabeza se fue doblando
como una flor pálida de lago». (La novela de mi amigo,
135) Poco después flota «una nube magna, gloriosa, de
espuma, como un bando de cisnes de encantamiento».
(140) ¡Prosas profanas! Y tantos otros libros semejantes.
Peor aún: «Y Félix le tomó las pálidas manos, y besó
sus dedos y sus sortijas, y en una llana amatista puso un
beso muy lento que empañó la joya. -¡Eres mi prelada,
madrina mía!» ( 345) Estas frases pertenecen a Las cere­
zas del cementerio ¿o la Sonata de otoño? El profesor
Meregalli señala con razón a este propósito «la induda­
ble derivación valle-inclanesca». Todo esto no casa con el
Miró de la madurez, que había de eliminar aquellos arre­
quives y colorines de 1900. Esencialmente, para el le­
vantino su vida inmediata sí posee un dejo de Historia,
y el fondo religioso implicará fondo histórico con su
gran acompañamiento constante, el Mediterráneo, por
excelencia mar antiguo bajo el sol de cada día: «y en
todo el aire palpita la claridad del Mediterráneo. Y ese
aire de gracia de antiguos horizontes...» ( 565) Gracia
nociva si conduce a la convención académica. Pero no:
«Algunos imaginativos veían en Benidorm un pueblo
con pórticos, aras y dioses de mármoles blancos. Sigüen-
za no veía en Benidorm más que Benidorm, sin mármo­
les, sin nada clásico.» (977) La vida actual constituye el
primer tema de Miró.
172 Lenguaje suficiente

VIII
Vida actual significa vida social: en sus crisis drama,
a diario comedia. Es indispensable poner a la vista el
factor irónico, quizá tan importante o casi tan impor­
tante como el lírico. Al paisaje humano responde Miró
con otro método: su ironía. Una ironía que no aminora
la ternura. Se divertía aquel hombre tan complejo obser­
vando nuestra sociedad con un regocijo malicioso que no
le impedía seguir ahincado en los deleites de la materia.
He aquí al alter ef!.o en una peluquería de Barcelona:
«Apenas entró Sigüenza sintióse apocado, encogido...
Aquellos mancebos pulidos, perfumados, ágiles le mira­
ban demasiadamente. Resplandecía la sala de lujo y pri­
mores de tocador de alta señora y con fría severidad de
vitrina de sabio cirujano.» ¿Se percibe ya la confronta­
ción burlona entre este provinciano humildísimo --con
humildad cristiana -y los refinamientos del lujo y de la
ciencia? Sigüenza, campesino, contrasta con el oropel de
la civilización. «Le sentaron en un sillón todo articulado,
dócil y enorme, y nuestro caballero cometió algunas tor­
pezas: como manifestar su susto cuando el respaldo pa­
reció que se derribaba atrayéndole a un abismo; tam­
poco pudo reprimir su complacencia cuando, en seguida,
sintióse blanda y sabiamente amparado por las vértebras
y los brazos y los costados de ese mueble tan humano.»
No puede humanizarse al mueble con sonrisa más afec­
tuosa. El aturdimiento y la torpeza de aquel provinciano
mantienen la situación a un nivel dulcemente cómico.
Desde ahora hasta el fin irán acumulándose -es el otro
aspecto- sensaciones de tacto: «Le ciñeron el suave
collarín de algodones; le vistieron un peinador bata, un
cendal como un amito, un babero rozagante, solemne
como pelliza de canónigo, una fazaleja atusada y hermo­
sa. Y él se miró y se dijo: 'Señor, ¿a qué estaré obligado,
envuelto con estas vestiduras tan amplias y cándidas?'»
Repárese en la suavidad de esos sustantivos -collarín
de algodones, peinador bata, cendal, babero, fazaleja-
Gabriel Miró 173
realzados por los adjetivos «suave», «rozagante», «atu­
sada». Además, la sensación táctil no deja de aparecer
ironizada, sobre todo por esas referencias, algunas cleri­
cales: cendal, fazaleja, amito, pelliza de canónigo. La
retórica sirve aquí para el contraste sonriente. «¡Señor!»,
dice Sigüenza como los viejos de Azorín, en una frase
de tono a la vez antiguo y eclesiástico: «¿A qué estaré
obligado, envuelto con estas vestiduras tan amplias y
cándidas?» Y «cándidas» alía «blancura» y «candor».
«Las manos del mancebo, sutiles, aladas, se internaron
delicadamente en la frondosidad de su cabellera. Sigüen-
za comenzó a sentir un sueño infantil, una deliciosa
renunciación, un cabal olvido de sí mismo; todo Si-
güenza era piel que se encogía y descogía bajo suaví­
simo adobo.» Es casi un «trance» en indulgente carica­
tura. Y siempre la sensación de tacto, manifestada hasta
por la retórica arcaizante: «suavísimo adobo». «Y en­
tornó los párpados y pensó: Durmamos, alma mía.»
(Eco paródico del imperativo sublime de Segismundo.)
«Pero de tiempo en tiempo llegaba a su oído un plácido
abejeo.» («Abejeo»: palabra que nos insinúa el apoyo
de Naturaleza que es habitual a Miró.) «Era que el oficial
le consultaba con mucha reverencia, y él, sin entenderle,
le respondía débilmente: -Claro, sí. -Y de nuevo dor­
mitaba, y otra vez el leve zumbidillo le quitaba de su
letargo, y él decía: -Bueno, sí. Y por último murmuró:
-¡Lo que usted quiera, a mi me es igual! -Y le pasa­
ban jabones y pastas; perdióse bajo una espuma que
olía a azahar; le derramaban pomos de fragancia; ardían
junto a sus sienes, junto a su cerviz unas lamparitas de
llamas azules; le daban revistas, libros, anuncios, guías
de la ciudad, cigarritos ya encendidos, y todo se le iba
cayendo blandamente de las manos. De súbito, los dedos
del mancebo, el índice y el cordal, se le fijaron en las
sienes y en la barba, y haciendo una gentil mesura le
dijo: -¿Vamos? -¿Dónde?, preguntó Sigüenza, todo
sobresaltado, viendo sus mejillas jabonosas. El mancebo
hizo una sonrisa menuda, cortesana y seria. Ese vamos
era como un modo de invitación de que ladease, de que
174 Lenguaje suficiente
volviese la cabeza para seguir rasurando.» (563-564) El
claroscuro y la zumba se han sostenido gracias al perso­
naje, tan pusilánime que le atemoriza la civilización, y
al idioma relativamente común -con ornamentos nobles.
Miró distingue y acoge al mismo tiempo los dos
polos del espectáculo: el excelente y el deficiente, y su
interpretación tendrá que ser incisiva y amable. «Al lado
encuentra Sigüenza una librería religiosa. Y se adormece
blandamente como si oyera el canto de las tórtolas, leyen­
do los dulces títulos de Chispitas de amor, Rocío celes­
tial, Ramillete de lo más agradable a Dios, Virginia o la
doncella cristiana, Galería del desengaño. Si por acaso
hay alguna obra profana, siempre es de mucha inocen­
cia, sin la más leve duda ni inquietud, como El canario,
su origen, razas, cría, cruzamientos y enfermedades, o el
Manual del ajedrecista.» (575) ¡Maravilloso escaparate
de librería religiosa en España! Enlace con oposición:
«canto de las tórtolas», referido a toda aquella meliflua
beatería, que tanto le interesaba y le gustaba a Miró.
Y junto a esos títulos de la más untuosa devoción, los
títulos concretos y modestos que también le atraen, ele­
vados a la categoría ironizada de inocencia. Otro ejemplo.
Ahora es un recién casado con zapatos de charol. «¡Cuan­
to charol! pensaba Sigüenza mirándole los pies con mu­
cha ternura.» (541) «Ternura» es irónicamente excesivo,
pero ternura o simpatía no deja de haber en los ojos de
Sigüenza. Es el gusto cervantino por el contraste entre
dos niveles. Dice un seminarista loco: «Tengo los ojos
de un águila y soy de la provincia de Gerona.» (879)
Este desnivel se encuentra a cada paso. «Carlos V se
corta el pelo en Barcelona.» (563) Miró ha leído mucho
a Cervantes; lo cita con frecuencia o alude a episodios
y figuras. Representémonos a Miró entre sus dos libros
favoritos: la Biblia y el Quijote. Con ellos se ha formado
su concepción de la realidad. Cervantes le ha fortalecido
aquel poder -sin duda innato- de confrontar en amis­
toso cotejo dos zonas que a la vez se exaltan y rebajan
con simpatía y crítica. Por eso persiste el valor de aque­
llo mismo en que no se cree del todo. El novelista resul-
Gabriel Miró 175
ta cómplice, al fin, de la equivocac10n, la debilidad, el
ridículo satirizados. Escúchese este breve coloquio: «¡Oh
blancas y fantásticas apariciones que nos traéis la emo­
ción de tierras de misterio!», exclama un Sigüenza aqui-
jotado ante un barco de vela. «Pues, Sigüenza, no traen
sino salazones; casi siempre bacalao: -¡Martínez! -Y
lo aborreció.» (524) Martínez es ahora el seudónimo de
Sancho. Dice Félix a Beatriz en Las cerezas del cemen­
terio: «¡Eres una princesa vestida de cocinera para dar
de comer a un pobrecito!» (349) Pobrecito frente a
Dulcinea-Aldonza. Este juego cervantino es mucho más
hondo cuando menos lo parece. Se rememora a Daniel
en el foso de los leones: «y el señor Egea cruzaba vale­
rosamente sus brazos, viéndose rodeado de feroces leo­
nes, enflaquecidos de hambre, que se le postraban y le
lamían desde las rodilleras hasta sus zapatillas de tercio­
pelo malva, bordadas por doña Corazón Motos, prima
del hidalgo y dueña de un obrador de chocolates y cirios
de la calle de la Verónica». (701) Todo el párrafo va
derrumbándose desde el foso bíblico hasta una calle
cualquiera de hoy como el primer monólogo de Don
Quijote en su primera salida: desde «Apenas había el
rubicundo Apolo...» hasta «el antiguo y conocido campo
de Montiel». Aquí, por cierto, confluyen los dos gran­
des libros. Y el de Daniel es para el personaje -don
Daniel Egea- lo que el de Amadís fue para Don Qui­
jote. Así hay que enfocar ese centelleo de retórica más
de una vez denunciado. Centelleo que acompaña al logro
esencial de una lengua verdaderamente expresiva. «¡Y esa
criatura crasa, glotona, torpe, que luda galones y no
sufría ninguna tentación ni se apuraba en la ascética, era
acepta a los ojos del Señor!» (392) Y «acepta» está en
cursiva reticente. Por supuesto, a Miró le encantan esos
insignes vocablos mientras insinúa un guiño. Análogo
placer causaba a Cervantes la prosa caballeresca y pasto­
ril; no se sabe siempre hasta dónde la imitación es recreo
poético. «Y las lumbrecillas socarronas de sus ojos ... »
(584) Eran de pájaros: gorriones que miraban a Sigüen-
za. Mucho más se aplican esas palabras a Miró. Lum-
176 Lenguaje suficiente
brecillas socarronas hay en los ojos del levantino, ave­
zados a perspectivas del todo caricaturescas. «Le tembla­
ban los carrillos y la voz rolliza como otro carrillo.»
(819) Y retratando a «las damas y vírgenes de Oleza»
según la moda del antaño reciente, Miró imagina aque­
llos «pechos retrocedidos entre el cañaveral de las
ballenas». ( 863) El registro de nuestro poeta-novelista
es muy amplio y variado. Pero la ironía, aun siendo tan
rectora, ha de tener sus límites, y no todo -asevera el
propio escritor- se debe sujetar a ese tratamiento: «la
ironía como pragmática de conducta, de arte y de diá­
logo es casi una farsa.» (581)

IX
Era natural que Miró escogiese la novela como la
forma más propicia al servicio de sus múltiples dotes.
En la novela cabe todo. Y Miró, que se sabía tan lírico,
puso toda su ambición en escribir narraciones. El empe­
ño fue logrado. Es tan excepcional su potencia de paisa­
jista que parece posponer su vigor novelesco. Dolía
mucho a Miró que se leyesen tales relatos como si no
fueran más que una colección de trozos descriptivos y
líricos. No cometamos ese yerro. Pululan vidas y pasio­
nes en el Levante montado por Miró sobre su Levante
real. La novela de mi amigo ( 1908) es la mejor de las
tentativas juveniles. Nuestro padre San Daniel ( 1921) y
El obispo leproso ( 1926) señalan el cenit de la madurez
definitiva. Piedad, crueldad, sensualidad, devoción, amor,
odio mueven y remueven, levantan y destruyen a esta
multitud de señores, clérigos, aldeanos bajo un sol y
una luna universales -sobre todo bajo el sol. Miró es
poeta solar. El estilo denso, compacto, jugoso viene a
ser una pantalla admirable que todo lo refleja, aunque
para algunos lectores constituya un estorbo que no deja
trasparentar el contenido. Hasta para algunos supuestos
cultos la página bien escrita resulta página decorativa, y
toda forma suena a formalismo. En realidad, no hay
Gabriel Miró 177
creación sin su adecuada expresión, y el mundo de Miró
no existiría fuera de esa pasta rebosante de vocabulario.
Así y todo, quizá sean superiores -¿quizá?- a los
relatos largos los breves. Próximos a la experiencia fa­
miliar del autor, memorias de la infancia o recuerdos de
un ayer menos remoto, estas narraciones atesoran el
Miró más íntimo y directo: Del vivir ( 1904 ), El humo
dormido (1919) Libro de Sigüenza (1917), Años y
leguas ( 1928). Se titulan «estampas» y son más bien
cuentos y fantasías las composiciones de El ángel, el
molino, el caracol del faro (1921). Aparte resalta en
lugar preeminente la Palestina, centro de aquel orbe:
Figuras de la Pasión del Señor (1916-1917). Algunos
prefieren estos grandes lienzos de museo. (Lienzos con
gran riqueza vital y moral.) A otros lectores seducen los
encantos del humo dormido y las andanzas de Sigüenza.
Sigüenza... ¿Ficción, autorretrato? Sí y no -hasta cier­
to punto. Sigüenza fue a Miró lo que Juan de Mairena
fue a Antonio Machado, y Xenius y Octavi de Romeu
fueron para Eugenio d'Ors, lo que Rubín de Cendoya
pudo ser respecto a Ortega, lo que Azorín es para Martí­
nez Ruiz. Este franciscano Sigüenza, sin nombre de pila,
pobrecito de Levante, humilde, muy bueno, dulce, ocioso
y curioso, no sin humor en sus aficiones contemplativas
y exploradoras, surge en Parcent, el poblado bíblico, y
su creador le dirige por multitud de rutas. El libro
Años y leguas, acaso el más valioso de Miró, concluye
con una especie de despedida: «Y aquí dejaré a Sigüen-
za quizá para siempre. Conviene dejarlo antes de que se
quede sin juventud. Porque sin un poco de juventud no
es posible Sigüenza.» ( 1061) Pero esa encarnación par­
cial de una juventud siguió adelante, más allá de ese
último párrafo, porque Miró, el hombre, fue identificán­
dose cada día más con su criatura de imaginación. Mu­
chas cartas no tienen más firma que «Sigüenza», equi­
valente de un Gabriel privado más que de un público
Miró. Hasta en las conversaciones se refería a sí mismo
desdoblándose en Sigüenza. Sin embargo, el alter ego no
revela sino una parte de Miró, infinitamente más com-
Guillén, 12
178 Lenguaje suficiente
piejo que el cuitado peregrino. Los novelistas no quedan
nunca dentro de un solo personaje. Sigüenza es sólo un
personaje; Miró era un verdadero novelista. Este desa­
juste entre el uno y el otro lo demuestra.
Hombre sin par, Gabriel Miró. Guapo, rubio, los ojos
azules, tierno, burlón, gesticulante con todo el cuerpo,
con las manos, con los mil matices de la cara y de la voz.
Brillantísimo, ocurrente, artista que sabe su papel de ar­
tista; sólo a gusto en el ámbito doméstico o en el íntimo
rincón, pero ambicioso de gloria; alegre, dolorido, apasio­
nado, con una vehemencia traspasada por la más exqui­
sita sensibilidad, y sensible, sensible, sensible a todo, y
expresivo como nadie, más que nadie. La palabra oral no
tenía en él menos fuerza que la escrita. La escritura parece
trabajada; de hecho está cerca de lo que fue la conversa­
ción de Gabriel Miró, en quien funcionaba siempre su
doble aptitud para sentir y para expresarse. Miró con­
suma con extraordinaria intensidad el tipo del hombre
destinado al mundo concreto. Miró o el Hombre Con­
creto. De aquel ejemplar -hermoso- de animal humano
emanaba el espíritu como una irradiación luminosa de
la materia. Y la materia-espíritu estaba prodigiosamente
organizada para registrar, padecer, sentir el mundo. Las
sensaciones, las emociones, las pasiones iban desenvol­
viéndose en gradaciones continuas. Miró sale a la calle,
y la calle es para él mundo virgen, por vez primera descu­
bierto. Ante nosotros se alza un bárbaro que viene con
nuevos materiales. Todo lo contrario de un intelectual, y
mucho menos de un retórico, aunque asome la retórica en
situación subalterna. A este hombre -bárbaro singular:
de gran sabiduría- todo se le vuelve paisaje: la tierra
y sus pobladores, el espacio y el tiempo, porque Miró
ve el paisaje con los ojos y con la memoria. De ahí la
importancia del recuerdo. Miró es frente a la Naturaleza
un sensitivo entusiasta; frente a la sociedad un sensitivo
malicioso. De ahí la importancia de la ironía. Eso es,
en suma, Gabriel Miró: sensibilidad a través del recuerdo
y de la ironía -y expresión.
Tan rica es esta expresión que para algunos lectores
Gabriel Mir6 179

relega el contenido a segundo plano. Pero la expres10n


no sería rica si no manifestase riqueza de contenido. El
profesor Meregalli ha puesto de relieve «la orgánica ori­
ginalidad del mundo moral» presentado en la obra de
Miró. Mr. Alfred M. Becker ha comprendido la «con­
tinuidad de pensamiento que eslabona y armoniza» esa
obra. Becker distribuye los personajes de Miró en dos
grupos: «los que buscan una vida afirmativa», con pleno
desarrollo físico y espiritual, y los que oponen obstácu­
los a «tal desarrollo personal o renuncian a él». Piensa
el «humanista» Miró: «Lo que pido es el hombre sin
Angel de la Guarda a la derecha, ni Demonio a la iz­
quierda. El hombre cara a cara de sí mismo; que le
duela el pecado por haberse ofendido a sí mismo; que
le resuene toda la naturaleza en su intimidad; atónito
y complejo; más hombre que persona.» (622) Hombre
que se acepta así, complejo, para llegar a ser hombre.
Bien dice María Alfara: «Es preciso una perspicacia y
una fortaleza sin límites para buscar la claridad en todos
los rincones del mundo.» La claridad que merece un
admirable ser expresivo. Y Gabriel Miró admirablemen­
te representa el tipo de escritor que cree en la valía del
lenguaje. Meridional íntegro, mediterráneo por excelen­
cia, cuya más exigente avidez corresponde a su don su­
premo: la palabra. «Quizá por la palabra se me diese la
plenitud de la contemplación.» Y de la creación. Y de
la existencia. ¡Gloria a la palabra!
Apéndice:
lenguaje de poema
una generación
I
Algunos amigos han solicitado de este conferenciante
algunas declaraciones autocríticas más o menos relacio­
nadas con el asunto considerado en esta serie de confe­
rencias. ¿Sería discreto complacer a tan buenos amigos?
No sería discreto. Tales situaciones. -embarazosas-
pueden resolverse mediante una conciliación. Para evitar
el yo protagonista, «le moi hai:ssable», hablemos de «no­
sotros»: el grupo de poetas que, con los rasgos de una
generación, vivió y escribió en España entre 1920 y
1936. Es la generación de Federico García Lorca, su
representante más célebre. Picasso y Lorca, sumos anda­
luces modernos con Falla, Antonio Machado y Juan Ra­
món Jiménez, son los dos españoles contemporáneos más
visibles en el horizonte de la historia occidental. Son
ellos sin duda los más geniales. Picasso encontró en París
el ambiente y el mercado que necesitaba su pintura.
Lorca no tuvo que emigrar. En la España de su tiempo
florecía la literatura con esplendor, y entre sus coetáneos
había figuras de primer orden.
183
184 Jorge Guilél n
Este primer tercio del siglo xx, fecundo en grandes
prosistas, ha sido también muy rico en poetas. Tras los
mayores -Unamuno, Antonio Machado, Juan Ramón
Jiménez, muy presentes a la vez que Gabriel Miró y
Ramón Gómez de la Serna- surgen varios líricos que
muy pronto forman un conjunto homogéneo. Homogéneo,
sí, el conjunto, pero constituido por personalidades muy
distintas. La idea de generación estaba ya en el aire. En­
tonces apareció, y aquí reaparece ahora como una realidad
conocida empíricamente, y de ningún modo por induc­
ción a posteriori. Raras veces se habrá manifestado una
armonía histórica con tanta evidencia como durante el
decenio del 20 entre los gustos y propósitos de aquellos
jóvenes, cuya vida intelectual se centraba en Madrid.
Nadie obedecía, claro, al sistema lógicamente estableci­
do, y por eso fatal, de algunos filósofos que registran
sobre un papel la marcha de las generaciones a pasos e
intervalos rigurosamente simétricos. Es paradójico que
este determinismo mal.^ré lui se proclame al amparo de
la noción de vida, de existencia. Aquí se trata sólo de
un saber experimental, de historia vivida, no estudiada.
Hacia 1925 se hallaban más o menos relacionados cier­
tos poetas españoles. Si una generación agrupa a hom­
bres nacidos durante un período de quince años, esta
generación tendría su fecha capital en 1898: entonces
nacen Federico García Larca, Dámaso Alonso, Vicente
Aleixandre. Mayores eran Pedro Salinas, Jorge Guillén,
Gcrardo Diego: del 91, del 93, del 96. Un año más
joven que Larca es Emilio Prados, del 99. A este siglo
pertenecen Luis Cernuda, de 1902, Rafael Alberti, del
año .3, y el benjamín Manuel Altolaguirre, del año 5.
De Salinas a Altolaguirre se extienden los tres lustros
de rigor -de rigor teórico. Sería superfluo añadir más
fechas. También cumplen con su deber cronológico An­
tonio Espina, Pedro Garfias, Adriano del Valle, Juan
Larrea, Juan Chabás, Juan José Domenchina, José María
Hinojosa, José María Quiroga, los de la revista Meseta
de Valladolid, los de Mediodía de Sevilla, Miguel Pi­
zarra, Miguel Valdivieso, Antonio Oliver...
Apéndice: ' lenguaje de poema, una generación 185
Esta enumeración es injustamente incompleta, y sólo
se cita ahora a los líricos en verso, y no a quienes lo
son en narraciones y ensayos. «Literatura» viene a sig­
nificar entonces «lirismo». La mayoría de estos poetas
es andaluza. Castilla y Andalucía han sido las principa­
les fuentes de la poesía española. En el pasado, Castilla
sobre todo; en el presente, y con gran preponderancia,
Andalucía. Todos, castellanos y andaluces, resultan sin
habérselo propuesto muy contemporáneos de sus contem­
poráneos en Europa, en América. Aquellos líricos se
sienten a tono con la atmósfera general de los años 20,
aunque posean acentos que sólo responden a una tradi­
ción española.
Ya ha sido señalada esa primordial característica.
Una generación tan «innovadora» no necesitó negar a
los antepasados remotos o próximos para afirmarse. «Lo
primero que hay que notar -dice Dámaso Alonso, actor
y cronista- es que esa generación no se alza contra
nada.» Todo lo contrario: sus raíces se ahincan en un
pretérito más y más profundo. Ya los escritores del 98
habían renovado el interés por algunas obras y algunos
autores que ellos creían «primitivos»: el Poema del Cid,
Gonzalo de Berceo, el Arcipreste de Hita. Ahora se
airea todo el Siglo de Oro lírico, y no solamente a Gón-
gora. Entre Garcilaso y Quevedo reaparecen los admi­
rables segundones: Figueroa, Aldana, Medina Medinilla,
' Medrana, Espinosa, Villamediana, Soto de Rojas... Y si
se vindica al gran don Luis cordobés se da valor ac­
tual a Gil Vicente, a fray Luis de León, a San Juan de
la Cruz, a Lope, a Quevedo. Estos actos de buena me-
maria no implican sobre todo discriminación de erudito,
aunque no sean ajenos a los deleites de la erudición tales
poetas, hasta los que no son profesores. (Lo son Pedro
Salinas, Jorge Guillén, Gerardo Diego, Dámaso Alonso.)
Pero también Lorca escribe sobre Góngora, y es él
quien pone al granadino Soto de Rojas ante nuestros
ojos. ¿Y quién con más capacidad de asimilación y más
reminiscencias de cultura que el nada universitario Ra­
fael Alberti? Tantos retornos a la poesía antigua son
186 Jorge Guilén
obra de poetas en cuanto poetas. Y como todos ellos
propugnan la expresión más rigurosa, los antiguos y
modernos textos son admirados si favorecen la auten­
ticidad de la poesía. Por eso también se defiende y se
estudia a Bécquer, exento de complicaciones formales y
tan puro fenómeno inspirado. En lugar aparte se coloca
a Juan Ramón Jiménez -aunque Antonio Machado ocu­
pe el mismo nivel de eminencia- porque Juan Ramón
es gran ejemplo de fervorosa voluntad literaria. Por
último, los más leídos y amados poetas extranjeros son
los franceses, desde Baudelaire hasta los superrealistas.

II
Por tantas vías y sin restncc1ones dogmáticas de
escuela -no hay escuela ni dogma- aquellos mucha­
chos buscan una poesía que sea al mismo tiempo arte
en todo su rigor de arte y creación en todo su genuino
empuje. Arte de la poesía y, por lo tanto, ninguna simple
efusión -ni al modo del siglo pasado ni con violencia
de informe chorro subconsciente. No hay charlatanería
más vana que la del subconsciente abandonado a su tri­
vialidad. En España nunca se contentó nadie con el «do­
cumento» superrealista. Arte de la poesía, pero ningún
huero formalismo. Claro que el semiignorante de hoy
llama -con porte de fiscal- formalismo a la plenitud
de una forma bien trabajada, es decir, cuidadosamente
ajustada a su contenido. Son muy variados y muy nume­
rosos los metros, las estrofas, las modulaciones, los rit­
mos que entonces se emplean. Forzoso es apelar al
término de maestría. Algunos lo sustituyen por el de
virtuosismo. En «virtuosismo» hay «virtud», pero mor­
dida, rebajada. Sin embargo, «virtud» resiste bajo la
denuncia. Aquella maestría fue lograda en algunas oca­
siones con precoz rapidez. Así, Rafael Alberti, casi, casi
maestro de nacimiento. No podría oponerse el dominio
de algunos a la espontaneidad de otros, porque esos otros
-Lotea, por ejemplo- eran tan «sabios» como sus
Apéndice: lenguaje de poema, una generación 187
compañeros profesores. Poesía como arte de la poesía:
forma de una encarnación. Podríamos escribir esta pala­
bra con mayúscula: misterio de la Encarnación. El espí­
ritu llega a ser forma encarnada misteriosamente, con
algo irreductible al intelecto en estas bodas que funden
idea y música.
Idea es aquí signo de realidad en estado de senti­
miento. La realidad está representada. pero no descrita 1
seffi un parecido inmediato. Realidad, no realismo. y_el ,
sentimiento, sin el cual no hay poesía, no ha menester ·.
de gesticulación. Sendiniento, no sentimentalismo, que
foe condénado entonces como la peor de las obscenida­
des. Esta mesura en la manifestación de las emociones ,
guarda. su vehemencia, más aún, redobla su intensidad. ·
Pero hay oídos sordos para quienes tales armonías se
confunden casi con el silencio. De ahí que algunos de
estos poetas fuesen juzgados fríos, aunque se consagra­
ran. a declarar su entusiasmo por el mundo, su adhesión
a la vida, su amor al amor. El cambio en los medios ex- '
presivos no permite ver a ciertos lectores -que termi­
narán, después de años de aprendizaje, por entender y
sentir un cálido poema erótico como tal poema erótico.
Esos lectores añadían al reproche de la frialdad el de la
abstracción. ¡Eran tan intelectuales estos poetas! En
efecto, muchas abstracciones se entrelazaban con los com­
ponentes más plásticos en algunos de aquellos poemas.
Esto ha ocurrido siempre, y no hay lenguaje sin com­
binación de lo intelectual con lo concreto. De todos
modos, jamás soñó nadie con una poesía de la pura
inteligencia. Tenía razón Antonio Machado en sostener
que «el intelecto no canta». Los poetas incriminados no
pretendieron nunca prescindir del manantial en que nace
la lírica eliminando el corazón. El gran don Antonio,
justo de pensamiento, disparaba sin dar en ningún blan­
co. Aquellos poetas no se habían «saltado» nada, nada
esencial: eran poetas. (Por otra parte, Machado se acer­
caba al borde de la lírica en aquellos aforismos versifi­
cados, tan próximos a las disertaciones del profesor Juan
de Mairena.)
188 Jorge Guillén
En suma, los poetas de los años 20 eran, si no fríos
y sólo abstractos, por lo menos difíciles, herméticos, os­
curos. Difíciles, sí, como muchos otros poetas. ¿Hermé­
ticos? Esta palabra, con la que se suele designar a sus
contemporáneos italianos, no prevaleció en España. ¿Os­
curos? Es término anticuado. A la larga fue disipándose
casi toda la oscuridad, más tolerada en los autores de
gran delirio con discurso muy libre --como Vicente
Aleixandre- que en los de composición más lógicamen­
te apretada como Jorge Guillén. Sería imposible, además,
dividir a estos poetas en dos grupos: los fáciles y los
arduos. (División que disgustaba a Lorca.) Verdad es
que Poeta en Nueva York no parece más sencillo que
La voz a ti debida o Cántico. El lenguaje que presume
de ser muy racional -el de la política verbi gratia-
¿ no encierra ya un semillero de confusiones? Será más
fértil en confusiones el lenguaje de quien acude, refi­
riéndose a su vida más profunda, a la ambigüedad de
las imágenes. Aquellos poetas hablaban por imágenes.
Y en este punto -la prepotencia metafórica- se reúnen
todos los hilos. El nombre americano de imagists podría
aplicarse a cuantos escritores de alguna imaginación es­
cribían acá o allá por los años 20. Góngora, Rimbaud,
Mallarmé y más tarde otras figuras -de Hopkins a
Eluard- son estímulos que conducen a refinar y multi­
plicar las imágenes. De ese modo, como se dice en el
Romancero gitano, «la imaginación se quema». Este cul­
tivo de la imagen es el más común entre los muy diver­
sos caracteres que juntan y separan a los poetas de
aquellos años, y no sólo a los españoles. Imagen se deno­
mina una obra temprana de Gerardo Diego. El cultivo se
convierte en un culto supersticioso. Los más extremos
reducen la poesía a una secuencia de imágenes entre
las que se han suprimido las transiciones del discurso.
No quedan más que frases sueltas, última condensación
de la actividad literaria. Cualquier enlace en función
lógica y gramatical es sospechoso de inercia poética. Las
imágenes mismas tampoco se someten a relaciones ob­
servadas. Superviviente a pesar de todo, la realidad no
Apéndice: lenguaje de poema, una generación 189
será reduplicada en copias sino recreada de manera libé­
rrima. Esa libertad expresará más el mundo interior del
hombre -«el subconsciente» se le llamaba a menudo-
que las realidades según las categorías de la razón. Por
supuesto, los grados de equivalencia entre lo real y lo
imaginativo varían mucho. Ciertos escritores quieren
alzarse a una segunda realidad, independiente de la pri­
mera realidad común: autonomía de la imagen.

III
El poeta siente en su plenitud etimológica el vocablo
«poesía». (Pero esta «creación» será, quiéralo o no, se­
gunda respecto a la del primer creador del Génesis.
Todos los poetas son «poetes du dimanche», del domin­
go que sigue al sábado en que descansó Jehová.) Hay
que recoger, para evocar la atmósfera de aquellos años,
esta voluntad de poesía como creación, de poema como
quintaesenciado mundo. Grave o alegremente, las obras
de aquel tiempo apuntan a una meta esencial, y son todo
excepto el deporte sin trascendencia que algunos comen­
taristas vieron en aquella pululación de imágenes. Nada
más serio, además, que jugar en serio, y es indudable
que en 1925, en 1930, en 1935 se jugó a la mejor poesía
asequible con toda ingenuidad. Aquellos poetas no se
creían obligados a ejercer ningún sacerdocio, y ninguna
pompa religiosa, política, social acartonaba sus gestos.
Gestos de espectáculo no había. Sí había propósitos de
rigurosa poesía como creación. ¿Y si el poema fuese
todo él poético? Esta ambición flotaba difusa en la brisa
de aquellas horas. Era preciso identificar lo más posible
poesía y poema. Sería falso imaginarse una doctrina or­
ganizada. Abundaban, eso sí, las conversaciones -y los
monólogos- sobre los aspectos generales de aquel me­
nester o mester. «Ismos» no hubo más que dos, después
del ultraísmo preliminar: El creacionismo, cuyo Alá era
'' Vicente Huidobro, eminente poeta de Chile, y cuyos
1 I Mahomas eran Juan Larrea y Gerardo Diego, y el su-
190 Jorge Guillén
perrealismo, que no llegó a cuajar en capilla, y fue más
bien una invitación a la libertad de las imaginaciones. Por
unos o por otros caminos se aspiró al poema que fuese
palabra por palabra, imagen a imagen, intensamente
poético.
¿Poesía pura? Aquella idea platónica no admitía reali­
zación en cuerpo concreto. Entre nosotros nadie soñó con
tal pureza, nadie la deseó, ni siquiera el autor de Cánti­
co, libro que negativamente se define como un anti-
Charmes. Valéry, leído y releído con gran devoción por
el poeta castellano, era un modelo de ejemplar altura en
el asunto y de ejemplar rigor en el estilo a la luz de una
conciencia poética. Acorde al linaje de Poe, Valéry no
creía o creía apenas en la inspiración -con la que siem­
pre contaban estos poetas españoles: musa para unos,
ángel para otros, duende para Larca. Esos nombres diur­
nos o nocturnos, casi celestes o casi infernales, designa­
ban para Larca el poder que actúa en los poetas sin
necesidad de trance místico. Poder ajeno a la razón y a
la voluntad, proveedor de esos profundos elementos im­
previstos que son la gracia del poema. Gracia, encanto,
hechizo, el no sé qué y no «charme» fabricado. A Valéry
le gustaba con placer un poco perverso discurrir sobre
«la fabricación de la poesía». Esas palabras habrían sona­
do en los oídos de aquellos españoles como lo que son:
como una blasfemia. «Crear», término del orgullo, «com­
poner», sobrio término profesional, no implican fabrica­
ción. Valéry fue ante todo un poeta inspirado. Quien
lo es tiene siempre cosas que decir. T. S. Eliot, gran
crítico ya en los años 20, lo ha dilucidado más tarde con
su habitual sensatez: «Poets have other interests beside
poetry -otherwise their poetry would be very empty:
they are poets because their dominant interest has been
in turning their experience and their thought... into
poetry.» El formalismo hueco o casi hueco en un mons­
truo inventado por el lector incompetente o sólo se
aplica a escritores incompetentes.
Si hay poesía, tendrá que ser humana. ¿Y cómo po­
dría no serlo? Poesía inhumana o sobrehumana quizás
Apéndice: lenguaje de poema, una generación 191
ha existido. Pero un poema «deshumano» constituye una
imposibilidad física y metafísica, y la fórmula «deshuma­
nización del arte», acuñada por nuestro gran pensador Or­
tega y Gasset, sonó equívoca. «Deshumanización» es con­
cepto inadmisible, y los poetas de los años 20 podrían
haberse querellado ante los Tribunales de Justicia a
causa de los daños y perjuicios que el uso y abuso de
aquel novedoso vocablo les infirió como supuesta clave
para interpretar aquella poesía. Clave o llave que no
abría ninguna obra. Habiendo analizado y reflejado nues­
tro tiempo con tanta profundidad, no convenció esta vez
Ortega, y eso que se hallaba tan sumergido en aquel am­
biente de artes, letras, filosofías. No ha de olvidarse
-porque en el olvido habría ingratitud- la ayuda ge­
nerosa que Ortega prestó a los jóvenes desde su Revista
de Occidente. En una de sus colecciones -Nova Novo-
rum- fueron publicados cuatro libros: Romancero gita­
no, Cántico, Seguro azar, Cal y canto. Es placentero -y
melancólico- recordar aquellos años en que la Revista
de Occidente, según nuestro amigo Henri Peyre, forma­
ba con La Nouvelle Revue Franfaise y The Criterion la
suma trinidad de revistas europeas. ¡Y precisamente fue
el gran Ortega quien forjó aquella palabra! No era justa
ni referida a las construcciones abstractas del cubismo.
¿Quién sino hombres con muchos refinamientos huma­
nos -Juan Gris, Picasso, Braque- pintaban aquellas
naturalezas muertas nada muertas? Se concibe, sí, una
pintura no figurativa. Pero la palabra es signo y comuni-
1 cación: signo de una idea, comunicación de un estado
-como repite Vicente Aleixandre. Otra cosa habría sido
' hablar de antisentimentalismo, de antirrealismo.
IV
Los grandes asuntos del hombre -amor, universo,
destino, muerte- llenan las obras líricas y dramáticas
de esta generación. (Sólo un gran tema no abunda: el
religioso.) Cierto que los materiales brutos se presentan
recreados en creación, trasformados en forma, encarna-
192 Jorge Guilél n
dos en carne verbal. Cierto que esa metamorfosis evita
la grandilocuencia y se complace en la sobriedad y en la
mesura. El idioma español posee el vocablo «efectismo».
Pues el efectismo es lo que se prohíben estos poetas.
Efectista no fue la generación en que descollaba un
poeta trágico, el único grande entre nosotros después de
Calderón. El «duende» de Larca nada tenía que ver con
la insistencia gesticulante. A pesar de todo, algunos jóve­
nes españoles de hoy -¡y con qué nostalgia se dice aquí
«jóvenes»!- caen en la ingenuidad de creer que ellos
han descubierto la poesía humana. Valga ahora la ex­
clamación popular. ¡Santa Lucía proteja su perspicacia!
Ahí está la poesía de aquel decenio; léase o reléase con
la actual perspectiva, y se verá si «deshumanización» o
«asepsia» sirven para entender aquellas páginas. Verdad
es que «asepsia» vagaba en el aire más vago de entonces.
Pero pertenecía al léxico superficial, y ninguna presión
ejercía durante la etapa creadora.
Aquí no se pretende reanimar sino ese aire común
que respiran algunos amigos hasta en sus soledades, y
no sólo en cafés, en tertulias. No hay programa, no hay
manifiesto con agresión y defensa. Hay diálogos, cartas,
comidas, paseos, amistad bajo la luz de Madrid, ciudad
deliciosísima, aún Corte con augurio de República, don­
de tanto ingenio se despilfarra y tantas horas pierden
—o parecen perder— aquellos laboriosos intelectuales y
artistas que trabajan por la cultura de su país. Cultura
con sentido liberal. Estos poetas, procedentes de una
burguesía nada ociosa, si no actúan como militantes en
política, no la desconocen, orientados hacia una futura
España más abierta. Algunos, torpes, han llamado «ge­
neración de la Dictadura» a la de Salinas y sus amigos,
cuando ninguno de ellos participó de ningún modo en el
régimen de Primo de Rivera, tan anticuadamente dicta­
torial que no obligó a concesiones en el comportamiento
ni en los escritos de esa generación. Escritores de dic­
tadura surgen más tarde. Entre el 20 y el 36 había tiem­
po libre: libre para que se cumpliese cada destino indi­
vidual.
Apéndice: lenguaje de poema, una generación 193
Aquellos poetas, muy bien avenidos, eran muy
diferentes. Cada uno tenía su voz. Antonio Machado
se paraba a distinguir las voces de los ecos. Allí no
sonaban más que voces propias, y así lo reconoció el
gran don Antonio, que respetaba a estos poetas, aunque
tal vez no viese claras algunas de sus obras. Poetas
afortunados: en seguida fueron acogidos. A esta rapidez
en el acogimiento, debida a sabe Dios cuántas circuns­
tancias, contribuyó la definición tan evidente de cada
figura. Hostilidad de público -un público poco exten­
so- no había. Eran poetas de los llamados «de vanguar­
dia»: otra palabreja de aquel tiempo. Aquella metáfora
militar no convenía a quienes no luchaban con nadie en
ningún frente. Tampoco se proponían una meta deto­
nante. La meta, difícil siempre, era esa expresión justa
que corresponde a eso que se está queriendo manifestar.
Y así, buscando su nota genuina, resultaron modernos,
acordes a su época. Nunca falta lector o espectador que
sospeche malicia, truco, insinceridad, ansia de fama en
pintores o escritores de veras nuevos -sin advertir que
están jugándose la vida a cada pincelada, a cada rasgo.

V
¿Cómo se expresa esta generac1on, cuál es su pala­
bra? ¿Es imposible reducir a unidad el lenguaje -o los
lenguajes- de escritores tan diversos? Joaquín Gonzá­
lez Muela ha intentado formular esos estilos en exacta
síntesis. ¿Qué tienen de análogo Salinas y Altolaguirre,
Prados y Cernuda? Alrededor de una mesa fraternizan,
se comprenden, hablan el mismo idioma: el de su gene­
ración. A la hora de la verdad, frente a la página blanca,
cada uno va a revelarse con pluma distinta. Esta pluma
se mueve desde los artificios de la métrica tradicional
hasta las irregularidades del versículo. No se ha roto
con la tradición, y la^ novedades de Rubén Daría y de
sus continuadores van a ser ampliadas por estos poetas
que, si ponen sordina en las innovaciones, no se cir-
Guillén., 13
194 Jorge Guilél n
cunscriben a las formas empleadas por los maestros
remotos o inmediatos. La ruptura con el pasado fue
mucho mayor en las generaciones contemporáneas de
otros países. A la herencia española no se renunció, y
esta herencia no coartó el espíritu original. ¿Qué poeta
de entonces, francés, italiano, sobre todo italiano, se
habría atrevido a escribir sin ruborizarse un soneto?
Para aquellos españoles, el soneto podía ser escrito en
un acto de libertad, conforme a su «real gana» poética.
Hasta un Salinas, un Aleixandre compusieron algún so­
neto, y no por capricho de «virtuoso»: así convenía a
su impulso creador. Por eso es tan rico el repertorio
formal de esta generación, que rehuyó el voto de pobre­
za exigido por la modernidad a muchos de sus secuaces.
Hay una censura que jamás se ha dirigido a estos poe­
tas: que escriban mal. Sí se les ha reprochado que escri­
ben demasiado bien. Esta objeción es, en realidad, un
elogio -acompañado de zancadilla. En suma, ni en el
caso de Larca la genialidad autorizaba una escritura ge­
nialmente informe, un abandono a los poderes oscuros.
La más ligera canción aparecía redactada con los primo­
res del arte, y los versículos de La destrucción o el amor,
de los Hijos de la ira -años después- estaban con
toda puntualidad respirados. Las maneras más divergen­
tes se sucedían según variaba el mismo autor- así,
Gerardo Diego- y hasta se contraponían en la misma
obra, como en su Fábula de Equis y Zeda.
Todo nombre unificador de un período histórico es
inventado o aceptado por la posteridad. Si a Poliziano
le habría sorprendido el mote de «renacentista», a Ver-
laine -lo sabemos- no le agradaba el título de «sim­
bolista». Cierto que desde el siglo xrx han pululado las
teorías y los «ismos». No en España. Por excepción hubo
un ultraísmo; el creacionismo -como el modernismo-
procedía de América. El cubismo -parcialmente de
origen español merced a Picasso, a Juan Gris- se elabo­
ró en Francia. ¿Cómo designar los años tan revueltos y
tan fecundos entre las dos guerras mundiales? No hay
etiqueta verosímil, sobre todo para los actores de aque-
Apéndice: lenguaje de poema, una generación 195
llas aventuras. «Aire de época» no significa «estilo de
grupo», de un grupo determinado. Una generación po­
see éstas o las otras aficiones, pero no desarrolla una
línea de escuela, de lenguaje. Al empleo de su lenguaje
se lanzaron aquellos poetas sin desconfiar de su eficacia.
Dice Wladimir Weidlé: «En España, los poetas no están
obligados a desconfiar excesivamente de la lengua de
cada día, pues esta lengua está mucho menos despoeti­
zada que en Francia o en Inglaterra.» El castellano es,
además, un idioma copioso, flexible, y más que nunca
en los escritos de la generación precedente. ¿Qué ocu­
rrió después?
La _Eoesía no requiere ningún especial lenguaje poé-
tLc2. l'Jingüria palabra está de antemano excluida; cual­
quier giro puede configurar la frase. Todo depende, en
resumen, del contexto. Sólo importa la situación de cada
componente dentro del conjunto, y este valor funcional
es el decisivo. La palabra «rosa» no es más poética que 1
la palabra «política». Por supuesto, «tosa» huele mejor
que «política»: simple diferencia de calidades reales para •
el olf^^Dice Shakespeare, o más bien Julieta a Ro­
meo: «... a rose / By any other name would smell as
sweet.») Belleza no es poesía, aunque sí muchas veces
su aliada. De ahí que haya más versos en que se acomode
«rosa» que «política». A priori, fuera de la página, no
puede adscribirse índole poética a un nombre, a un ad­
jetivo, a un gerundio. Es probable que «administración»
no haya gozado aún de resonancia lírica. Pero mañana,
mañana por la mañana podría ser proferido poéticamente
con reverencia, con ternura, con ira, con desdén. «¡Ad­
ministración!» Bastaría el uso poético, porque sólo
es poético el uso, o sea, la acción efectiva de la palabra
dentro del poema: único organismo real. No hay más
que lenguaje de poema: palabras situadas en un conjun­
to. Cada autor siente su preferencias, sus aversiones y
determina sus límites según cierto nivel. El nivel del
poema varía; varía la distancia entre el lenguaje ordina­
rio y este nuevo lenguaje, entre el habla coloquial y
esta oración de mayor o menor canto. A cierto nivel se
196 Jorge Guillén
justifican las inflexiones elocuentes. Nada más natural, a
otro nivel, que las inflexiones prosaicas, así ya no prosai­
cas. En conclusión, el texto poético tiene su clave como el
texto musical. Absurdo sería trasferir notas de La reali­
dad y el deseo a Soledades juntas, a Jardín cerrado. Len­
guaje poético, no. Pero sí lenguaje de poema, modulado
en gradaciones de intensidad y nunca puro. ¿Qué sería
esa pureza, mero fantasma concebido por abstracción? La
poesía existe atravesando, iluminando toda suerte de
materiales brutos. Y esos materiales exigen sus nombres
a diversas alturas de recreación. Sólo en esta necesidad
de recreación coincide el lenguaje de estos poetas inspi­
rados, libres, rigurosos.

VI
Sabe Dios cuánto habría durado aquella comunidad de
amigos si una catástrofe no le hubiese puesto un brusco
fin de drama o tragedia. Tragedia absoluta fue la muerte
de Federico García Larca, criatura genial. Tragedia con
su coro: España, el mundo entero. También nos falta el
mayor, de aquel grupo, fallecido prematuramente (1951,
Boston) en plena madurez de producción. El final de Cán­
tico le llama «amigo perfecto», y así lo fue siempre con
una continua generosidad inextinguible. A todos nos ha
conmovido la muerte de Manuel Altolaguirre ( 1959) en
un azar de carretera castellana. Emilio Prados ( 1962) y
Luis Cernuda ( 1963) fallecieron en México.
Nuestra generación trabajó como grupo entre 1920 y
193 6. Aquellas reuniones en Madrid terminaron aquel
año de la guerra, preludio de la Segunda Guerra Mun­
dial. Pero no podría llamarse «lost generatiom> a la de
estos poetas; a pesar de tantas vicisitudes, han seguido
adelante. Pedro Salinas se creció mucho en América y
nunca fue tan fecundo como en el decenio del 40. Ge­
rardo Diego, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso han
ampliado y ahondado su labor juvenil. Los demás, en
emigración forzosa o voluntaria, han sido fieles a sus vo-
Apéndice: lenguaje de poema, una generación 197

caciones. Más tarde se apreciará cómo el destino influyó


en estos hombres de la «España peregrina». Superior a
tantas crisis, España se mantiene y se mantendrá en pie.
Recordaba el profesor Fritz Shalk que Cántico afirma esa
fe contra viento y marea.
Que los muertos entierren a sus muertos,
Jamás a la esperanza.
Notas
Berceo
Los textos citados proceden de Poesías, en la Colección de
poesías castellanas anteriores al siglo XV ..., por T. A. Sánchez,
nueva edición de Eugenio de Ochoa, Baudry, París, 1842, pp. 70­
225. (Sólo se indica el número de la copla.)
S. O. Vida de Santa Oria.
S. M. Vida de San Millán.
S. D. Vida de Santo Domingo.
M. L. Martirio de San Lorenzo.
M. Milagros de Nuestra Señora.
D. V. Duelo de la Virgen María.
s. . .. Los Signos que aparecerán antes del Juicio.
E. S. M El Sacrificio de la Misa.
También se han tenido en cuenta las siguientes ediciones:
La vida de Santo Domingo, ed. de John D. Fitz·Gerald, Bouil-
lon, París, 1904.
El sacrificio de la Misa, ed. de A. G. Solalinde, Madrid, 1913.
Milagros de Nuestra Señora, ed. de A. G. Solalinde, Clásicos
Castellanos, Madrid, 1944.
Cuatro poemas de Berceo, ed. de C. Carroll Marden, Madrid,
1928. - ·1
Veintitrés milagros. . . , ed. de C. Carroll Marden, Revista de
Filología Española, anejo X, Madrid, 1929.
201
202 Notas
Berceo's Martirio de San Lorenzo ..., ed. de C. Carroll Marden,
Baltimore, 1930.
P. 12. Américo Castro, La realidad histórica de España, Po­
rrúa, México, 1954, pp. 341-342.
P. 12. Azorín, Obras completas, Aguilar, Madrid, t. III, 1947,
página 179.
P. 1.5* Américo Castro, op. cit., p. 261.
William Hazlitt, Lectures on the English Poets, London, 1941,
página 45.
P. 16. Ovidio, Metamorphoseon, XV, 749.
P. 18. Rafael Lapesa en Diccionario de literatura española,
Revista de Occidente, Madrid, 1949, p. 76.
P. 19. Azorín, Obras completas, Aguilar, Madrid, t. VI, 1948,
páginas 289-290.
P. 20. M. Menéndez Pelayo, Obras completas, Antología de
poetas líricos castellanos, Consejo..., Santander, t. I, 1944, pp. 168­
171.
P. 21. G. Guerrieri-Crocetti, Gonzalo de Berceo, «La Scuo-
la» Editrice, Brescia, 1947, p. 60.
P. 23. Job, 13:28, 40: 10.
Salmos, 40:2, 3, 4.
Erich Auerbach, Mimesis, Doubleday, New York, 1957, pp. 131­
132. Traducción española, Fondo de Cultura, México, VII, p. 146.
P. 24. Quintilianus, De Institutione Oratoria, XII.
Auerbach, op. cit., p. 172. Véase todo el capítulo VII.
P. 24. George Lyman Kittredge, Chaucer and his poetry, Har­
vard University Press, Cambridge, Massachusetts, 1951, p. 47.
Gli scritti di San Francesco d'Assisi, ed. del P. Vittorino Facchi-
netti, O. F. M. Milano, 1921, «Il saluto alle virtÚ», p. 193. «ll
cantico di frate sole», pp. 197-198.
P. 25. Fray Luis de León, Obras completas, ed. del P. Félix
García, Madrid, 1951, salmo CIII, p. 1663.
P. 26. Rutebeuf, Oeuvres completes, Paul Daffis, París, t. II,
1874, p. 156.
P. 27. Voltaire, La Pucelle, Didot, París, an XI (1801), p. 2.
T. A. Sánchez, Poetas castellanos anteriores al siglo XV, Riva-
deneyra, Madrid, 1864, p. 145.
P. 29. María Rosa Lida de Malkiel, Juan de Mena, poeta del
prerrenacimiento español, El Colegio de México, México, 1950,
páginas 251 y 291.
P. 30. Arthur Rimbaud, Oeuvres completes, Bibliotheque de
la Pléiade, París, 1946, p. 229.
Notas 203

Góngora
Las citas de Góngora se refieren a las Obras completas, reco­
pilación, prólogo y notas de Juan e Isabel Millé y Giménez,
Aguilar, Madrid, 4.ª ed., 1956.
P. 35. Dámaso Alonso, La lengua poética de Góngora, Re­
vista de Filología Española, anejo XX, Madrid, 1935, pp. 17-18.
P. 36. Dámaso Alonso, op. cit., p. 40. Véase también de
Dámaso Alonso Góngora y el «Polifemo», Gredos, Madrid, 1961,
tomo I, pp. 87-95.
P. 37. Fernando de Herrera, Obras de Garci Lasso de la
Vega, con anotaciones, Alonso de la Barrera, Sevilla, 1580, pp. 574­
575.
P. 38. Andrés Cuesta, Notas al Polifemo, Ms. 3906 en la
Biblioteca Nacional de Madrid, folio 330.
Juan Corominas, Diccionario crítico etimológico, Gredos y Ber­
na, Madrid, 1956, t. III, p. 1069.
Antonio Vilanova, Las fuentes y los temas del Polífemo de
Góngora, Revista de Filología Española, anejo LXVI, Madrid,
1957, t. I, pp. 844-845.
Dámaso Alonso, La lengua de Góngora, pp. 45-46.
P. 39. Manuel y Antonio Machado, Obras completas, Pleni­
tud, Madrid, 1951, p. 1013.
P. 45. Don García de Salcedo Coronel, Fábula de Polifemo
y Galatea, Madrid, 1629, f. 103.
P. 46. Don Joseph Pellicer de Salas y Tovar, Lecciones solem­
nes a las obras de Don Luis de Góngora y Argote, Píndaro Anda­
luz, Príncipe de los Poetas líricos de España. En la Imprenta del
Reino, Madrid, M.DC.XXX, fs. 318-319.
Sobre Clori, Dámaso Alonso, Góngora y el «Polifemo», t. II,
páginas 146-147.
Antonio Vilanova, op. cit., t. I, p. 789.
P. 47. Góngora, Las Soledades, ed. de Dámaso Alonso, So­
ciedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1956, p. 147.
P. 49. Francisco de Aldana, Obras completas, ed. de Manuel
Moragón Maestre, Consejo..., Madrid, t. I, 1953, p. 152.
P. 50. C. Marcilly, Góngora, poete de l'espace et du temps,
en «Bulletin de la Faculté des Lettres de Strasbourg», Estras­
burgo, marzo 1951, pp. 243-246 y 238-239.
P. 51. Francisco García Lorca, Análisis de dos versos de Gar-
cilaso, en Hispanic Review, abril 1956, pp. 87-100.
Dámaso Alonso, Góngora y el «Polifemo», t. II, pp. 201-202.
Dámaso Alonso, Estudios y ensayos gongorinos, Gredas, Ma­
drid, 1955, pp. 336-337.
Antonio Vilanova, op. cit., t. II, p. 327.
P. 53. Pellicer y Alfonso Reyes, citados por los Millé, pá-
204 Notas
gina 1186. También Antonio Vilanova, op. cit., t. II, pp. 134-136,
y Dámaso Alonso, Góngora y el «Polifemo», t. II, pp. 162-164.
P. 53. Pellicer, op. cit., f. 323.
P. 56. Dámaso Alonso, Las Soledades, p. 183.
P. 56. Dámaso Alonso, ibid., p. 145.
P. 57. Pedro Díaz de Ribas, Anotaczones al Polifemo. Ms. 3906
en la Biblioteca Nacional de Madrid, f. 136 v.: «Aunque la haya
parece árbol inepto para navíos porque con el humor se corrom­
pe y es poroso y lento con todo eso es cosa cierta que de él se
hacen navíos porque éstos tienen en los costados dos órdenes
de tablas y los que lava el agua son de robre (materia sólida)
pero las tablas interiores son de haya y todo el demás apa­
rato del navío como mástiles, aposentos de popa por ser materia
ligera que no se agrava el navío y sí la mayor de él consta de
haya con mucha razón el poeta lo llamó así.»
Salcedo Coronel, op. cit., f. 110.
Pellicer, op. cit., f. 330.
P. 58. Andrés Cuesta, op. cit., f. 308; Pellicer, op. cit., f. 65;
Salcedo Coronel, op. cit., 18 r. y v.
Edward Churton, Góngora, An Historical and Critical Essay
on the Times of Philip III and IV of Spain, John Murray,
Londres, t. II, 1862, p. 200: «No beast in all her wilds Trinacria
rear'd... Panther or pard, whose toar the wood-gods fear'd.»
Antonio Vilanova, op. cit., t. I, pp. 498-499.
Dámaso Alonso concluye: «que habla de fieras en general y
no de una en particular se deduce de varios indicios». Góngora y
el «Polifemo», t. II, pp. 80-81.
Tomé Pinheiro da Veiga, La Fastiginia, ed. de Narciso Alonso
Cortés, Valladolid, 1916, pp. 25 y 45.
P. 59. Andrés Cuesta, op. cit., f. 341.
Salcedo Coronel, op. cit., f. 47 v., 48 r.
P. 60. Dámaso Alonso, Las Soledades, p. 178.
P. 64. Dámaso Alonso, Las Soledades, «Cruz y Raya», Madrid,
1936, pp. 396 y 427.
P. 64. Pedro Salinas, Reality and the Poet in Spanish Poetry.
The Johns Hopkins Press, Baltimore, 1940, p. 146.
P. 66. Andrés Cuesta, op. cit., f. 314.
P. 67. Stéphane Mallarmé, Correspondance, 1862-1871, ed. de
Henri Mondor y Jean-Pierre Richard, Gallimard, París, 1959, pá­
gina 245.
P. 68. T. S. Eliot, On Poetry and Poets, Parrar, Straus and
Cudahy, Nueva York, 1957, p. 22.
P. 69. Dámaso Alonso, Poesía española, Ensayo de métodos y
límites estilísticos, Gredos, Madrid, 1952, p. 388.
P. 69. Lupercio y Bartolomé L. de Argensola, Rimas, ed. de
José Manuel Blecua, Institución «Fernando el Católico», Zarago­
za, t. II, 1951, p. 669.
P. 70. T. S. Eliot, op. cit., p. 24.
Notas 205

San Juan de la Cruz


Los textos de San Juan se trascriben según las Obras de San
Juan de la Cruz, edición y notas del P. Silverio de Santa Teresa,
Carmelita Descalzo, 3.ª ed., «El Monte Carmelo», Burgos, 1943.
Subida del Monte Carmelo.
N. O........ Noche oscura del alma.
C. E. .•• Cántico espiritual.
Ll. ... .•. Uama de amor viva.
A. y S....... Avisos y sentencias espirituales.
P. 77. Paul Valéry, Vegas Danse Dessin, Gallimard, París,
1938, pp. 109 y 110.
P. 80. Dámaso Alonso, La poesía de San Juan de la Cruz
(Desde esta ladera), Consejo..., Madrid, 1942, pp. 180-182, 188­
190, 202-215.
P. 83. San Juan de la Cruz, Poesías completas, ed. de Pedro
Salinas, Cruz del Sur, Santiago de Chile, 1947, pp. 12-13.
P. 92. L’autobiografia e gli scritti della Beata Angela da Fo-
ligno, ed. de Mons. M. Faloci Pulignani, tr. de Maria Castiglioni
Humani, «ll soleo», citta di Castello, 1932, pp. X, XII-XIII,
XX, 40, 41, 205.
Santa Caterína da Siena, Libro della Divina Dottrina volgar-
mente detto della Divina Provvidenza, ed. de Matílde Fiorelli,
Laterza, Bari, 1912, pp. 411412.
P. 93. Jacob Bohme, The Works, London, 1764, vol. I, pá­
gina XIV.
William Blake, Letters, ed. de A. G. B. Russel, Methuen, Lon-
don, 1906, pp. 115-116 y 171.
P. 95. Jean Baruzi, Saint Jean de la Croix et le probleme
de l'expérience mystique, Alean, París, 1924, p. 335.
P. 101. Benedetto Croce, La. poesía di Dante, Laterza, Bari,
1952, pp. 14 y 15. Nuovi saggi di estetica, Bari, 1926, pp. 331­
338: «dove si considera l'allegoria non si considera la poesía,
e dove si considera la poesia non si considera l'allegoria».
P. 108. Paradiso, XXXIII, 115-123.
P. 108. Jean Baruzí, Création religieuse et pensée contempla-
tive, «Angelus Silesius», Aubier, París, 1951, pp. 134 y 200.
Pedro Salinas, Reality and the Poet in Spanish Poetry, Balti­
more, 1940, pp. 127-128.
P. 109. Baudelaire, Les Fleurs du Mal, ed. de Jacques Crépet
y Georges Blin, José Corti, París, 1942, «Ebauche d'un Epilogue
pour la 2.ª édition», p. 216.
206 Notas

Bécquer
Se ha citado a Bécquer según las Obras completas, sexta edi­
ción, cuidada por Dionisio Gamallo Fierros, Aguilar. Madrid,
1949. También se han tenido en cuenta las Páginas desconocidas,
Madrid, .3 vol., 1923.
P. D...... Páginas desconocidas.
P. 114. J. P. F. Richter (Jean Paul), Siimtliche Verke, Reiner,
Berlín t. XIII, 1860-1862, p. 227.
Jean Paul, Siimtliche Werke, ed. de Berend, Weímar, t. II, 1931,
página 436.
Jean Paul, Campaner Thal and other writings, U. S. Book
Company, Nueva York, s. a., p. 373.
Novalis, The disciples at Sazs and others fragments, Londres,
1903, p. 79.
Novalis, Schriften, ed. de Kluckhohn, Leipzig, s. a., t. III,
páginas 117 y 291.
Holderlin, Werke, Tempel-Klassíker, Berlín, t. II, p. 6.
P. 115. Robert Wernaer, Romanticism and the romantic
school in Germany, Appleton, Nueva York-Londres, 1910, p. III.
Albert Béguin, L'áme romantique et le réve, Les Cahiers du
Sud, Marseille, 1937, t. II, pp. 280 y 288.
Alfred de Vigny, La Maison du Berger.
Charles Nodier, Cantes fantastiques, Fasquelle, París, 1904, pá­
gina 295.
Charles Nodier, Cantes de la Veillée, Fasquelle, París, p. 199.
P. 116. Albert Béguin, op. cit., t. II, pp. 338-340.
Gérard de Nerval, Oeuvres, ed. de Albert Béguin y Jean ^A-
ter, Bibliotheque de La Pléiade, París, 1952, p. 359.
Samuel T. Coleridge, Complete Works, Harper, Nueva York,
tomo IV, 1853, p. 57.
P. 118. José María de Cossío, Notas y estudios de crítica
lite1·aria, Poesía española, Notas de asedio, Espasa-Calpe, Ma­
drid, 1936, p. 332.
P. 123. Marce! Proust, A la recherche du temps perdu, Bi-
bliotheque de la Pléiade, París, t. I, 1954, p. 48.
P. 124. Friedrich Schlegel's Jugend schriften, t. II, 1908, pá­
gina 187.
P. 125. Achim von Arnim, Werke, ed. de Bing, Leipzig, 1908,
tomo II, p. 21.
Novalis, Schriften, ed. de Kluckhohn, Leipzig, s. a., t. I, p. 186.
P. 130. Narciso Campillo, Biografía de Gustavo Adolfo Béc-
quer, en La Ilustración de Madrid, t. I, 1871, p. 12. También
en Páginas desconocidas, t. I, pp. 13-27.
Notas 207
P. 133. Rafael Alberti, Mundo y vigilia de Gustavo Adolfo
Bécquer, en El Sol, Madrid, 6 septiembre 1931.
Joaquín Casalduero, Las «Rimas» de Bécquer, en Cruz y Raya,
Madrid, noviembre 1935, pp. 99-100.
P. 135. Luis Cernuda, Bécquer y el romanticismo español, en
Cruz y Raya, Madrid, mayo 1935, p. 47.
P. 135. Dámaso Alonso, Ensayos sobre poesía española, Re­
vista de Occidente Argentina, Buenos Aires, 1946, p. 275.
P. 139. Edmund L. King, Gustavo Adolfo Bécquer. From
Painter to Poet, Editorial Parma, México, 1953, pp. 110 y 153.
P. 140. José Pedro Díaz, G. A. Bécquer. Vida y poesía, La
Galatea, Montevideo, 1953, p. 240.
Edmund L. King, op. cit., p. 120.

Gabriel Miró
Las frases de Gabriel Miró se citan según las Obras completas,
Biblioteca Nueva, Madrid, 1943.
P. 153. Flaubert, Oeuvres, Bibliotheque de la Pléiade, Pa­
rís, t. I, 1946, p. 198: «J'ai envíe de voler, de nager, d'aboyer,
de beugler, de hurler. Je voudrais avoir des ailes, una carapace,
une écorce, souffler de la fumée, porter une trompe, tordre mon
corps, me diviser partout, etre un tout, m'émaner avec les odeurs,
me développer comme les plantes, couler comme l'eau, vibrer
comme le son, briller comme la lumiere, me blottir sur toutes
les formes, pénétrer chaque atome, descendre jusqu'au fond de
la matiere! »
P. 154. José Somoza, Una mirada en redondo. A los sesenta
y dos años (Salamanca, 1883 ), en Leopoldo Augusto de Cueto,
Poetas líricos del siglo XVIII, B. A. E., t. III, p. 554: «El cam­
po ha sido y es mi amigo íntimo, y así no hay una sombra, un
soplo de aire, un ruido de hojas o aguas que yo no sepa entender
ni apreciar. Pero, ¡cosa rara! el campo que no es de mi país no
es comprensible para mí, ni me da casi placer.»
Pedro Salinas, prólogo en Gabriel Miró, Obras completas, edi­
ción conmemorativa, t. VII, Libro de Sigüenza, p. XVI.
P. 155. Joaquín Casalduero, Gabriel Miró y el cubismo, en
La Torre, Puerto Rico, abril-junio 1957, p. 80.
P. 156. Miguel de Unamuno, prólogo en Gabriel Miró, Obras
completas, t. II, Las cerezas del cementerio, p. XIII.
P. 160. Ernest Renan, Souvenirs d'enfance et de jeunesse,
en Oeuvres completes, Calman-Lévy, t. II, 1948, p. 713: «Une
des légendes les plus répandues en Bretagne est celle d'une pré-
tendue ville d'ls, qui, a une époque inconnue, aurait été englou-
tie par la mer. On montre, a divers endroits de la cote, l'em-
placement de cette cité fabuleuse, et les pecheurs vous en font
208 Notas

d'étranges récits. Les jours de tempete, assurent-ils, on voit, dans


le creux des vagues, le sommet des fleches de ses églises; les
jours de calme, on entend monter de l'abime le son des cloches,
modulant l'hymne du jour. Il me semble souvent que j'ai au
fond du coeur une ville d'Is, qui sonne encore des cloches obs-
tinées a convoquer aux offices sacrées des fideles qui n'entendent
plus. Parfois je m'arrete pour preter l'oreille a ces tremblantes
vibrations qui me paraissent venir de profondeurs infinies, comme
des voix d'un autre monde. Aux approches de la vieillesse sur.
tout, j'ai pris plaisir, pendant le repos de l'été, a recueillir ces
bruits lointains d'une Atlantide disparue.»
P. 160. Mariano Baquero Goyanes, La prosa neomodernista
de Gabriel Miró. Publicaciones de la Real Sociedad Económica
de Amigos del País, Murcia, 1952, p. 8.
Marce! Proust, A la recherche du temps perdu, Bibliotheque
de la Pléiade, París, 1954, t. III, pp. 866-867.
P. 161. Marcel Proust, op. cit., t. I, p. 48.
P. 162. Joaquín Casalduero, en el estudio citado, comenta
esa frase: «Las itálicas son de Miró, quien nos está dando l:i
fluidez del tiempo no en su pasar sino en su presencia.»
P. 165. Mariano Baquero Goyanes, op. cit., pp. 11-16.
P. 167. T. S. Eliot, On Poetry and Poets, p. 124.
P. 169. Gerardo Diego, Gabriel Miró, en Cuadernos de lite­
ratura contemporánea, 5-6, Madrid, 1942, p. 207.
P. 171. Franco Meregalli, Gabriel Miró, Instituto Editoriale
Cisalpino, Varese-Milano, s. a., p. 19.
P. 179. Franco Meregalli, op. cit., p. 68: «Ed e questo il
piU sincero sintomo della grandezza ancora in parte sconosciuta,
specie per quanto riguarda l'organica originalita del mondo mora-
le che vi e espresso, dell'opera di Miró.»
Alfred W. Becker, El hombre y su circunstancia en las obras
de Gabriel Miró, Revista de Occidente, Madrid, 1958, pp. 137
y 174.
María Alfaro, Gabriel Miró en su obra y en mi recuerdo, en
Cuadernos Americanos, México, noviembre-diciembre 1953, p. 282.
Indice

Guilén, 14
Palabras preliminares ..................................................... 7

Lenguaje prosaico: Berceo .............................................. 9


Lenguaje poético: Góngora ..........................................
Lenguaje insuficiente: San Juan de la Cruz o lo inefable
místico ................................................................. 73
Lenguaje insuficiente. Bécquer o lo inefable soñado ...... 111
Lenguajesuficiente: Gabriel Miró 143
Apéndice:lenguaje de poema,una generación ................... 181

Notas .....................................................

211
"Si el valor estético es inherente a todo el lenguaje,
no siempre el lenguaje se organiza como poema.
¿Qué hará el artista para convertir las palabras de
nuestras conversaciones en un material tan propio y
genuino como lo es el hierro o el mármol a su
escultor?" En las páginas del presente libro
— primeramente conferencias en la cátedra Charles
Eliot Norton de la Universidad de Harvard—
JORGE GUILLEN se enfrenta con esa pregunta,
cuya contestación implica una elucidación de las
relaciones entre LENGUAJE Y POESIA y de cómo
los componentes prosaicos se trasforman en elemento
idóneo para la lírica. El autor de 'Cántico" analiza
las obras de algunos poetas españoles que resultan
ejemplares para los propósitos de la indagación:
Berceo, que dispone sus frases a muy corta distancia
del nivel prosaico, pero cuyo idioma vivo es
profundamente poético; Góngora, suma encarnación
de la lengua poética; San Juan de la Cruz y Bécquer,
que estiman insuficiente la palabra para la expresión,
ya de lo inefable místico, ya de lo inefable visionario;
Gabriel Miró, que acepta el idioma como maravilloso
medio expresivo. La obra, a la vez paradigma de
análisis literario y pieza de una original y renovadora
poética, concluye con un capítulo sobre el grupo
de poetas —Salinas, Lorca, etc.— que vivieron y
escribieron en España entre 1920 y 1936 y que,
a pesar de lo muy personales que fueron sus voces,
presentan los rasgos característicos de una generación
literaria, preocupada por los grandes asuntos
—amor, universo, destino, muerte— del hombre
dominada por la voluntad de poesía como cr

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