Esteban Carmen - Educar Con Paciencia

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Índice

Portada
Sinopsis
Portadilla
Cita
Introducción
CAPÍTULO 1. Algunos conceptos clave
CAPÍTULO 2. Las emociones durante los
primeros años de vida
CAPÍTULO 3. Rabietas. ¡Los maravillosos 2
años!
CAPÍTULO 4. Miedos infantiles
CAPÍTULO 5. Los trastornos de ansiedad
CAPÍTULO 6. Celos y envidia ante la llegada
de un hermano
CAPÍTULO 7. Los 10 mandamientos de la
educación emocional
CAPÍTULO 8. Pantallas en la infancia
CAPÍTULO 9. El concepto de muerte en la
infancia
CAPÍTULO 10. Prevención del abuso sexual
en niños
ANEXO. Dinámicas familiares
Referencias bibliográficas
Nota
Créditos
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SINOPSIS

Las emociones son el motor que nos impulsa, que nos permite
adaptarnos al medio y sobrevivir día a día. Resulta paradójico que
nos digan que debemos aprender a pensar de forma racional cuando
esta función es de las últimas en madurar. Por tanto, ¿no tendrá más
sentido escuchar también a nuestras emociones, que nos
acompañan desde el primer día de vida?
Durante sus primeros años, los niños deben conocer todos los
estados emocionales. Lo importante es que aprendan a manejar sus
emociones en lugar de dejarse dominar por ellas. Solo así crecerán
felices.
A través de este libro descubrirás cómo van emergiendo y
evolucionando desde la infancia y cómo ayudar a tu hijo a
gestionarlas, para que te sientas acompañada y segura durante la
crianza.
Carmen Esteban
@mipsicologainfantil

EDUCAR
CON
PACIENCIA

Ayuda a tus hijos


a gestionar sus emociones
Para ser niños respetuosos,
primero debemos ser niños respetados.
Introducción

Seguro que te han dicho alguna vez aquello de «Piensa con la


cabeza». Y generalmente esto nos lo suelen decir cuando ven que
nos estamos equivocando, o cuando no quieren que nos
equivoquemos. ¿Y sabes lo que en realidad te están diciendo? ¡Que
debes pensar de forma racional, fría y sin dejarte llevar por las
emociones! Y una vez hagas esto, seguramente tomes la decisión
correcta.

La verdad es que estoy de


acuerdode acuerdo con la
frase.

Sí, lo has leído bien: estoy bastante de acuerdo con la frase,


aunque no con el significado que se le atribuye.
Claro que hay que pensar con la cabeza. Mejor dicho, ¡con el
cerebro! ¿Con qué si no? De hecho, las emociones también se
encuentran en el cerebro y se desarrollan mucho antes que las
funciones que se encargan de ayudarnos a tomar las decisiones de
forma racional y planificada. Estas son las funciones ejecutivas; se
localizan en el lóbulo frontal de nuestro cerebro y no se terminan de
desarrollar hasta los veinte años largos.
¿No te parece paradójico que nos digan que debemos
aprender a pensar de forma racional cuando esta función es de las
últimas en madurar?
Bien, pues te diré una cosa: las malas decisiones no son
malas decisiones cuando se toman desde la emoción, las malas
decisiones pueden ser malas decisiones cuando se toman desde el
descontrol emocional. Piensa en la última buena decisión que
tomaste, seguro que hubo alguna emoción que te indujo a tomarla.
Quizá fue la rabia lo que te ayudó a dejar esa relación tóxica que
tenías con una persona, quizá fue el amor lo que te llevó a cambiar
de ciudad, o podría ser desde la calma como decidiste evitar un
conflicto que no merecía la pena batallar.
Las emociones son el motor que nos impulsa y que nos
permite adaptarnos al medio y sobrevivir día a día. Por lo tanto, ¿no
tendrá más sentido escuchar también a nuestras emociones que nos
acompañan desde el primer día de vida? Son las que mejor nos
conocen, las que están con nosotros desde el primer suspiro de vida
y por eso, a través de este libro, quiero hablarte de ellas y hacerte
consciente de cómo influyen en ti y cómo se desarrollan desde la
infancia para que te ayuden en tu día a día, pero en especial,
durante la crianza.
Hay una frase de Rajneesh que me encanta:

«Cuando nace un bebé,


también nace una mamá. La
mujer ya existía, pero no la
mamá. Una mamá es algo
absolutamente nuevo».

Es algo tan real y a la vez tan normalizado que no nos


paramos a pensar en el valor que tiene esta cita. Convertirse en
mamás y papás significa crear una nueva identidad: pasamos de ser
hijos a ser padres *, es decir, pasamos de ser aquellos que piden
ayuda a ser los que dan la ayuda. Y este salto muchas veces nos da
vértigo.
Ser madres y padres es, para mí, el ascenso más difícil que
vamos a experimentar durante nuestra vida. Cuando te ascienden en
el trabajo generalmente recibes una formación previa, buscan que
tengas determinadas habilidades para el puesto y, en muchas
ocasiones, sigues teniendo a alguien que te guía ante las
adversidades. Pero convertirse en progenitores es algo que ocurre
de hoy para mañana y supone una crisis personal en la mayoría de
los aspectos; de hecho, es bastante común escuchar a mamás y
papás decir:

“Desde que soy madre me he dado cuenta de quién es mi amigo y quién


no”.
“Dejé mi trabajo para poder estar con mis hijos”.
“Tener hijos cambió mi forma de vivir porque quiero que tengan un buen
futuro”.

Es decir, convertirse en mamás y papás es un punto de


inflexión importante en la vida de las personas y, sin embargo,
apenas recibimos preparación o formación para ello.
He aquí el quid de la cuestión:

¿Quién nos enseña a ser


madres y padres?

Tu historia de vida

No existe un manual perfecto para madres y padres ya que lo bonito


del ser humano es que todos somos diferentes y como tal, tenemos
necesidades diferentes.
Nuestro manual personal para la ma(pa)ternidad es la historia
de vida que tenemos como hijos y, por lo tanto, nuestro modelo a
seguir —o rechazar, en caso de haber tenido una infancia traumática
— es el de nuestros padres.
En el siglo XX la educación era un sinónimo de control basado
en un modelo autoritario. Esta forma de educación se realizaba a
través del miedo y la humillación. La publicidad, las escuelas y los
modelos de crianza creyeron que era la forma más adecuada para
conseguir ser escuchados y respetados:

“Porque lo digo yo, y punto”.


“Iremos a este lugar y no quiero escuchar ni un reproche”.
“Si sigues sin estudiar, serás un fracasado”.

Hoy en día, cada vez hay más información científica sobre las
consecuencias futuras que tiene este tipo de estilo de educación y
por eso cada vez menos familias siguen este modelo educativo. Es
cierto que aún nos queda mucho camino, todavía se puede escuchar
a mucha gente defendiendo este tipo de modelo educativo a través
de verbalizaciones como:

“A mí me pegaron y no estoy traumatizado”.


“La generación de hoy en día es la generación de cristal, porque no se les
puede ni tocar”.
“Los niños deben saber quién manda”.
Y esto es un gran desafío. Mamás y papás del siglo XXI que
fueron hijos en el siglo XX con un modelo de educación basado en el
control y autoritario, deben ahora no solo aprender un nuevo modelo
de educación basado en el respeto y el amor, sino además
desaprender aquel con el que crecieron.

La experiencia de los demás

Durante el embarazo y los primeros meses de vida del bebé es muy


habitual que, ante cualquier duda o contratiempo, llamemos a una
amiga, a una hermana o a nuestra propia madre. Y, sí, es algo
natural que lo hagamos, pero debemos recordar que esta
información no es oficial ni determinante porque generalmente los
consejos que van a darnos van a ser desde su propia experiencia. Yo
a esto lo llamo «el Google de confianza».
Pero, ¿qué suele pasar cuando te metes en Google a buscar
información de algún síntoma físico que te preocupe de tu hijo?
¡Seguramente vayas a encontrar un montón de respuestas que solo
activan aún más el sistema de alarma! Y luego, cuando le llevas al
pediatra, te dicen que es un virus típico de la edad de tu hijo. Lo
mismo ocurre a nivel psicológico. Escuchar a los demás no es un
problema, el problema es hacer tuya la experiencia de los demás.
Recuerda: tú, tu peque y tu situación es totalmente diferente a la de
los demás.
Los medios de comunicación

Hasta el día que fui madre, el parto más cercano que había visto era
a través de una pantalla (películas, series, etc.). Recuerdo a mujeres
con el pelo perfecto, maquilladas, sin una gota de sudor y que, al
poco tiempo de nacer el bebé, estaban encantadas de recibir visitas.
A día de hoy, el único parecido que encuentro entre estas imágenes
y mi propia experiencia es el dolor que aquellas mujeres divinas
parecían sentir al parir.
También me sorprendía ver, en los anuncios de televisión que
anunciaban productos relacionados con la maternidad, casas
perfectamente organizadas y limpias, progenitores ideales, sin ojeras
ni signos de cansancio, madres totalmente recuperadas física y
emocionalmente, por no hablar de esos bebés o niños que la única
emoción que transmitían era alegría y tranquilidad. En fin, ¡una
maternidad perfecta!
Y luego estaba yo: hinchada, con el cuerpo dado de sí, vestida
con ropa XXL y unas enormes bragas postparto, muy, muy sensible,
con compresas XXXXL y unas ojeras que ya me hubiera gustado
haber conseguido a base de maquillaje para una noche de
Halloween. ¡Ah!, se me olvidaba: adaptándome al mundo de la
lactancia con dudas, grietas y algún que otro problemilla. En fin,
sintiéndome sola, incomprendida y rara, porque llegué a creerme la
versión rosa que nos vendían desde las pantallas.
En resumen: ahí estaba yo, sintiendo mucha alegría… pero
también agotada, con mucho miedo, sentimientos de culpa,
incertidumbre y frustración. Es decir, aprendiendo a ser madre y
reconociéndome a mí misma como tal.
Además, nadie pregunta por ti, porque ahora el verdadero
protagonista es tu bebé. La gente da por hecho que tú estás bien.
Total, ya ha pasado el parto y tu bebé está bien. ¿Por qué ibas a
estar mal? Y te sientes mal por sentirte mal. Y si se te ocurre
hablarlo con alguien seguramente te diga:

“Pero si deberías estar feliz, ha salido todo bien”.


“Pero, ¿no era lo que querías?”.
“Uy… A ver si vas a tener una depresión postparto…”.
“¿Ves?, por eso yo no quiero tener hijos”.

Y entonces, como un jarro de agua fría, empiezas a sentirte


culpable y comienzas a dudar de ti. Por eso, si te sientes
identificada, quiero decirte que NO ESTÁS SOLA. Y que,
precisamente, este es el principal objetivo de este libro: ofrecerte
formación e información para que te sientas acompañada y segura
durante la crianza y educación de tus hijos. Para que entiendas que
equivocarse es humano y que estos errores, lejos de ser fracasos,
son oportunidades de aprendizaje para crecer como persona. Este es
un libro donde las protagonistas son las emociones, las tuyas y las
de tu hijo, porque sin ellas el ser humano no sería humano.
Antes de adentrarme en el mundo de las emociones, me gustaría
explicar algunos conceptos que nos van a permitir comprender
algunos aspectos de la educación emocional y del comportamiento
de los niños.
¿Por qué los niños dejan de llorar si les dejas llorar? ¿Por qué
cuando tengo un mal día parece que mi hijo se comporta peor? ¿Por
qué veo en mi hijo muchos comportamientos que me recuerdan a mí
en mi infancia? ¿Por qué me sé la teoría de la crianza pero a veces
pierdo el control y me cuesta llevarlo a la práctica?
Vamos a ver algunos conceptos que podrán ayudarte a
responder a esas y otras preguntas que sin duda te surgirán.

Indefensión aprendida

La indefensión aprendida es un estado psicológico en el que la


persona ha aprendido que no puede cambiar algo porque en algún
momento no pudo. La persona termina teniendo un comportamiento
pasivo ante las situaciones o problemas porque piensa que no puede
hacer nada para evitarlo.
Jorge Bucay explica este concepto a través de su relato «El
elefante encadenado». En él se cuenta la historia de un niño que va
al circo a ver a los animales que intervienen en el espectáculo. De
todos ellos, el que más le llama la atención es el elefante. El niño no
podía entender cómo un animal tan grande podía permanecer atado
a una pequeña estaca clavada en el suelo sin intentar escapar.
¿Cómo era posible que aquel imponente animal, tan fuerte y
poderoso, no hubiese arrancado ya la estaca del suelo para
liberarse? ¡Seguro que habría escapado! Pero ningún adulto supo
darle entonces una respuesta convincente.
Años más tarde, el niño comprendió que el elefante del circo
no intentaba escapar porque llevaba atado desde que era muy
pequeño. Seguramente entonces intentó en varias ocasiones tirar y
escapar, pero al ver que, pese a sus esfuerzos, no lo conseguía, el
pobre elefante terminó creyendo que no era capaz de lograrlo y
nunca más lo volvió a intentar.
Seguramente tú hayas sido, o sigas siendo, ese elefante en
algún aspecto de tu vida, porque durante tu infancia te hicieron
creer que no podías hacer algo. A mí, personalmente, me gusta
mucho utilizar este concepto para explicar lo que ocurre con los
niños cuando les dejas llorar para que se duerman. Este es un
método muy popular que muchas familias, ante la desesperación,
ponen en práctica. ¿Y funciona? Sí. Claro que se duermen, pero no
porque estén cansados físicamente: se duermen porque están
agotados emocionalmente y lo que el cerebro del niño hace es que
se desconecta del entorno porque ha interpretado que nadie vendrá
a atenderle.
Muchas son las familias que han intentado este método, pero
que —por fortuna— no han soportado escuchar llorar a sus bebés. Y
es que esto es algo natural: el cerebro del adulto está programado
para atender a los bebés cuando lloran y por ello, cuando se sigue
este método, los padres sienten un enorme malestar porque están
actuando en contra de lo que instintivamente deberían hacer.
Este concepto nos sirve para entender, además del sueño,
otros patrones de comportamiento pasivo que pueden tener muchos
niños ante los problemas. Esto se puede deber a muchas causas,
pero es importante cuestionarnos si nosotros, como adultos, hemos
tenido algo que ver. Los siguientes comentarios, cuando se producen
de forma repetida, son causantes de sentimientos de indefensión en
muchos niños y futuros adultos:

“Porque lo digo yo, y punto”.


“Bajo mi techo se hace lo que yo digo”.
“Yo soy el adulto y soy el que sabe”.
“Aprende a hacer caso a los mayores”.

La famosa técnica de «ignorar» las conductas no deseadas


también genera sentimientos de indefensión en los niños. Por
ejemplo, ante las rabietas es muy típico escuchar a mucha gente
decir eso de: «Cuando esté en plena rabieta, ignórale». ¿Funciona?
Depende de cuál sea tu objetivo. Si el objetivo es que se calle,
seguramente sí, porque llegará un momento que el llanto o el
chillido no tendrá respuesta y dejarán de hacerlo por indefensión.
Pero si tu objetivo es que aprendan a regular sus emociones para
que el día de mañana, ante un «no», puedan entender y controlar
su frustración, entonces mediante la técnica de ignorar solo estamos
alejándonos cada vez más del objetivo, porque el niño estará
aprendiendo a bloquear sus emociones —porque entiende que nadie
le va a hacer caso— en vez de aprender a regular sus emociones.

Cordón umbilical emocional

Nacemos con un cordón umbilical que nos une a nuestras madres.


Un cordón a través del cual ellas nos han alimentado y
proporcionado sangre oxigenada durante muchos meses. Un cordón
que al nacer se corta porque, a partir de ese momento, tanto la
alimentación como el oxígeno los obtenemos de forma distinta. Este
es un cordón físico, visible, palpable y conocido por las personas.
Pero poca gente habla de otro cordón, invisible, no palpable ni
conocido por muchas personas, ese cordón al que yo llamo «cordón
umbilical emocional». Desde el mismo momento en el que deseamos
ser madres empezamos a desarrollar este cordón que, a diferencia
del cordón físico, no se rompe al nacer. Más bien todo lo contrario:
se fortalece y vamos alimentándolo con el paso del tiempo.
Quiero que recuerdes cuando eras adolescente y después de
un disgusto amoroso llegabas a casa. Entrabas con una gran sonrisa
—un tanto artificial— para que tus padres no se dieran cuenta de
que llevabas más de una hora llorando y empezaran a hacer
preguntas. Pero, ¿cuántas veces conseguiste engañarles?
Seguramente, si había una relación de conexión emocional, no
serían muchas.
Cuando nacemos, rompemos el cordón umbilical que nos
alimentaba en el útero. Pero el cordón invisible que nos nutre
emocionalmente, nos une a nuestras figuras de apego para siempre.
Así que sí: las emociones se transmiten de padres a hijos y
viceversa, por eso es importante tomar conciencia desde qué
emoción te relacionas con tus hijos y con sus distintas etapas
evolutivas.
Es a través de este cordón por el que nos vinculamos
afectivamente a nuestros hijos y por el que les transmitimos
nuestras emociones —y viceversa— y también por medio del cual
podemos favorecer o dificultar su regulación emocional. Se dice que
los padres tienen un sexto sentido y saben cuándo sus hijos han
tenido un buen o mal día, pero en realidad este supuesto sexto
sentido es ese cordón umbilical emocional a través del cual
captamos sus emociones y ellos las nuestras.
Proyección

La proyección psicológica es un mecanismo de defensa, definido por


el psicoanálisis, que tenemos todos a través del cual atribuimos a
otras personas nuestras propias emociones, fracasos, carencias y
conflictos internos porque somos incapaces de enfrentarnos a ellos.
Es algo así como ver el mundo a través de un espejo sin tomar
conciencia de nuestro reflejo.

Una madre se siente muy orgullosa de las buenas notas de su hija de 8


años. En cada boletín de notas se fija en todas y cada una de ellas; si hay
un trimestre en el que han bajado un poco, la madre siente un gran
malestar, que transmite a su hija a través de gestos de decepción.
Esta mamá fue una niña que no llegó a terminar la ESO porque, en su
momento, no se tomó en serio los estudios y no quiere que a su hija le pase
lo mismo.

En el anterior ejemplo, esta mamá está proyectando sus


miedos en su hija y esto tiene un peligro, y es que al hacerlo
olvidamos que las circunstancias de cada uno son únicas y, por lo
tanto, no podremos comprender qué está pasando con esta niña.
Otro caso de proyección sería cuando tenemos un mal día,
nuestros peques llegan de la escuela y en un momento de conflicto
les decimos:

“¡Oye, si has tenido un mal día no lo pagues conmigo!”.


Pero, ¿quién ha tenido un mal día? También estamos
proyectando cuando, por ejemplo, sentimos un gran malestar al ver
que nuestros hijos no hacen caso de nuestras indicaciones y luego,
al analizar nuestra historia personal, nos damos cuenta de que era
un sentimiento parecido al que experimentábamos cuando, siendo
hijos, nos sentíamos invisibles porque nos parecía que nuestros
padres nos ignoraban.
Herman Hesse expresó una frase que, a priori, puede generar
rechazo e inseguridad, pero que si nos paramos a reflexionar es muy
poderosa y define perfectamente el significado de proyección:

«Cuando odiamos a alguien,


odiamos en su imagen algo
que está dentro de
nosotros».

El otro día, hablando con una adolescente, me dijo que no


sabía por qué, pero sentía que muchas veces odiaba a una de sus
mejores amigas. Estaba muy confundida porque la quería mucho y,
en general, la consideraba una buena amiga, pero que otras veces
no podía controlar la rabia que le tenía y que esto ocurría cuando
hablaba de lo buena que era haciendo deporte y que siempre
presumía de sus competiciones. Cuando analizamos con más
profundidad, resultó que ella había tenido que dejar el deporte por
una lesión que tuvo y esto le dolía mucho. Escuchar a su amiga
hablar de sus competiciones le recordaba, de forma inconsciente,
que ella ya no podía hacerlo.
Es común ver cómo hay padres que proyectan en sus hijos
sus sueños, deseos y miedos. Proyectar en nuestros hijos tiene un
gran peligro: impedirles ser ellos mismos. He visto a muchos niños,
ya adolescentes, que han perseguido los sueños de sus padres y,
cuando están cerca de cumplirlos, empiezan a tener una crisis de
identidad enorme. Esto lo veo mucho en orientación educativa, en el
momento en el que deben tomar decisiones sobre su futuro
profesional:

“Yo quiero hacer algo relacionado con el deporte, pero toda mi familia es de
ciencias y sé que se sentirían decepcionados conmigo si yo eligiera
deporte”.

En la Universidad de Virginia se realizó un estudió en el que se


concluyó que las excusas son también una forma de proyectar. Es
más fácil trasladar la responsabilidad a los demás, o a otros agentes
externos, que asumir nuestra parte de responsabilidad. Por ejemplo:

“Es que me haces gritar porque no me escuchas”.


¿Cómo podemos romper con la
proyección?

Bien, lo primero que hay que decir es que la proyección no es algo


patológico. Como explicaba antes, es un mecanismo de defensa de
nuestro cerebro que utilizamos cuando nos resulta doloroso aceptar
algo que nos muestra vulnerables ante otros y a veces es necesaria
como mecanismo de supervivencia, aunque muchas otras veces
afecta en las nuestras relaciones. Por lo tanto, no podemos romper
con la proyección, aunque sí podemos tomar conciencia de ella y así
evitarla, cuando sea necesaria, en momentos futuros o reconocerla
en el momento. Para ello es fundamental mirar en nuestro interior y
hacernos una serie de preguntas.

¿Qué es lo que más me molesta de esa persona?


¿Es ese comportamiento algo que encuentro intolerable en mí mismo?
¿Cómo actúo ante ese comportamiento?
¿Cómo me hace sentir ese comportamiento?
¿A qué o a quién me recuerda ese comportamiento?

TIPS
¡STOP PROYECCIÓN!
Por aquí os dejo unos tips sobre cómo evitar proyectar en los niños
nuestros sueños o nuestros miedos, permitiéndoles ser ellos
mismos:

Permite que tomen decisiones. A menudo, cuando digo


esto, algunas familias se asustan porque piensan que delegar
en los niños la toma de ciertas decisiones es sinónimo de
perder autoridad en casa. Nada más lejos de la realidad. Por
supuesto que las decisiones importantes las deben tomar los
adultos, pero hay pequeñas decisiones que los niños pueden
tomar que generan grandes diferencias en el desarrollo del
autoconcepto y autonomía de los niños. Por ejemplo: qué
vamos a cenar, qué ropa te apetece ponerte hoy, cómo
quieres decorar la habitación, qué cuento eliges leer hoy, etc.
¡Ojo! Esto no significa que tengan que elegir todo. He visto el
otro extremo y es tan arriesgado como decidir todo por ellos.
Los hijos deben saber que los adultos son las figuras de
responsabilidad y, como tal, tendremos que ir guiándoles en
muchos momentos de su vida.
Veamos otro ejemplo. Imaginad que llega la boda de un
familiar y tu hija dice que quiere ponerse la camiseta de
unicornios que tanto le gusta y que justo le regalaron ayer.
Dejarles ser autónomos no significa que puedan hacer lo que
quieran cuando quieran, está claro que muchas veces
tendremos que marcar límites, por ello podemos ofrecerles
alternativas para que ellos puedan elegir. Por ejemplo:

“Nos la podemos llevar y te la pones después de la comida”.


“En vez de ponerte la camiseta elige algún muñeco que llevarte”.
“Podemos dejarla aquí fuera, en tu mesita, y mañana para ir a casa de
los abuelos te la pones”.

Ofréceles alternativas. Es importante mostrar a nuestros


peques las diferentes realidades que hay en el mundo:
gastronomía, ropa, culturas, juegos, religiones, formas de
pensar… Cuando les permitimos conocer la diversidad, les
permitimos la libertad de pensamiento y, por lo tanto, de
elección. El otro día, hablando con una familia, me decían que
su hijo les había hablado de reciclar en casa porque lo había
aprendido en el colegio. Esta familia nunca antes había
reciclado, pero les pareció una buena idea y empezaron a
hacerlo. Otra niña de 6 años le dijo a su madre que quería
dejarse el pelo largo para donarlo a personas con cáncer. La
madre le preguntó dónde había aprendido que eso podía
hacerse y ella dijo que su profesora lo iba a hacer. Abrir el
mundo a nuestros hijos es permitirles definir quiénes son y
quiénes quieren ser, aunque a veces cuesta aceptar que
nuestros hijos son personas con historias de vida distintas a la
nuestra, aunque hayan estado vinculada a ella: ellos son ellos,
nosotros somos nosotros.

Lucha por tus propios sueños. Una de las mejores formas


de evitar proyectar en tu hijo es trabajar en tus propios
sueños. Por ejemplo, imagina una persona que tuvo que
abandonar los estudios para incorporarse muy pronto al
mundo laboral por problemas económicos. Hay bastantes
probabilidades de que pueda proyectar esta situación personal
en sus hijos, exigiéndoles un alto rendimiento escolar. En vez
de hacer esto, sería muy positivo que este adulto intentase
estudiar algo que le resulte motivador: aprender un idioma
nuevo, hacer un curso de cocina, cursar una carrera
pendiente, etc. Cuando estamos ocupados en nuestros
propios sueños dejamos de sobreimplicarnos en los sueños de
los demás. Esto no significa que no debamos estar pendientes
de la evolución académica de nuestros hijos, pero
seguramente de esta forma lo hagamos sin conectar con una
carencia nuestra y restando así drama al asunto.

Ventana de tolerancia emocional


La ventana de tolerancia es un concepto creado por el doctor Dan
Siegel con el objetivo de explicar el manejo y el control de las
emociones y entender el estado emocional en el que se encuentra
una persona. Existen tres zonas en las que podemos estar:

Estado óptimo de activación. Cuando estamos en esta zona


las emociones se encuentran dentro del «margen de
tolerancia»; por lo tanto, nos sentiremos tranquilos, seguros y
conectados tanto con nosotros mismos como con los demás.
Cuando estamos aquí nos sentimos bien y disfrutamos del
presente. Educar desde esta zona es el estado ideal porque
nos permite conectar con nuestros hijos, poder compartir
actividades y juegos, y disfrutar de ellos. Cuando nos
desregulamos emocionalmente, es decir, cuando perdemos el
control de nuestras emociones, estas pueden salir del margen
de tolerancia tanto por arriba como por abajo.

Estado de hiperactivación. Si salimos de la ventana de


tolerancia hacia arriba, entramos en un estado de
hiperactivación emocional, físico y/o mental: estrés, agobio,
ira, miedo, etc. Nos pasamos el tiempo pensando en lo que no
tenemos, se nos olvidan las cosas, no paramos de darle
vueltas a lo que nos preocupa, etc.
Estado de hipoactivación. También nos encontramos fuera
de la ventana de tolerancia, pero esta vez por debajo. Aquí
nos sentiremos con poca energía, bloqueados, con cierta
pereza a la hora de hacer las cosas, con pocas ganas de
hablar e interactuar con los demás, como desconectados de
nosotros mismos y del resto. Es un sentimiento de impotencia
e indefensión ante el estrés.

• Aumento de las sensaciones


• Reactividad emocional
• Hipervigilancia
• Imágenes intrusivas
• Desorganización del procesamiento
Zona de hiperactivación cognitivo

Margen de tolerancia
Zona de activación óptima

Zona de hipoactivación • Ausencia relativa de sensaciones


• Entumecimiento de las emociones
• Disminución de la capacidad de procesar
cognitivamente
• Reducción de los movimientos físicos

Márgenes de tolerancia emocional

Pero, ¿qué es lo que hace que salgamos de nuestra ventana


de tolerancia? Puede obedecer a causas externas o internas. Las
externas son fáciles de identificar y proceden del exterior. Por
ejemplo, problemas en el trabajo, en la pareja, exámenes, un
cambio de vivienda, la enfermedad de alguien, etc. Las internas
son más difíciles de detectar porque son más abstractas y su causa
se halla en nuestro interior: un pensamiento o un recuerdo que nos
obsesionan, una emoción desagradable, cansancio, etc.
Este concepto es fundamental para entender cómo actuamos
en nuestro día a día y, en este caso, para comprender cómo lo
hacemos en la crianza. Por ejemplo, hay personas que, ante una
rabieta de su hijo, son capaces de mantener el control y actuar
desde la calma. Sin embargo, ante la misma situación, otras se
hiperactivan y terminan gritando y estresados. Y los hay que no
pueden soportarlo y se encierran en una habitación para no
escuchar gritar a su hijo. Cada persona tiene un margen de
tolerancia diferente en función de su historia de vida y de las
experiencias de regulación emocional que tuvo durante su infancia.
También hay personas que tienden a hiperactivarse y otras a
hipoactivarse. Lo que está claro es que cuanto más ancha sea
nuestra ventana de tolerancia, mejor, ya que eso significa que
podemos soportar más estrés sin desbordarnos emocionalmente.
La buena noticia es que esta ventana de tolerancia emocional
se puede trabajar para ensancharla mediante un trabajo personal. Es
normal que todos salgamos de ella en algún momento, pero si
llegamos a un punto en el que pasamos más tiempo fuera que
dentro, o que nos salimos de forma brusca, probablemente debamos
trabajar nuestra historia de vida en terapia para que nos ayude a
resolver posibles conflictos que nos estén afectando emocionalmente
mediante recursos para gestionar el estrés y/o trabajando posibles
traumas.

Armonía perfecta: siento, pienso y actúo

A mis alumnos siempre les pongo esta imagen porque, para mí, es la
base de la educación emocional:

Muchas veces no vamos a poder controlar cómo nos sentimos


o lo que pensamos, ya que tanto las emociones como los
pensamientos son respuestas automáticas. Lo que sí podemos
controlar es cómo actuamos y, si no lo hacemos en armonía con
nuestra forma de sentir y pensar, entonces nos generará malestar.
Por ejemplo:

Yo pienso que debo hablar con calma a mi hijo cuando no viene a la ducha
cuando le llamo. Sin embargo, le grito y amenazo diciéndole que, si no
viene, luego no verá la tele. Inmediatamente después de decirle eso, la
culpa aparece. ¿Por qué? No solo porque he hablado mal a mi hijo, sino
porque además siento que me he fallado a mí misma.

Te invito a que escribas en un papel aquellas cosas que


sientes que te has fallado a ti mismo y que propongas formas
alternativas de actuar para el futuro, que vayan en armonía con tu
forma de pensar y sentir. Si las has pensado ya con antelación te
resultará más fácil hacerlas.

Secuestro emocional

Daniel Goleman, en su libro Inteligencia emocional, habla sobre un


concepto conocido como «secuestro de la amígdala». Esto ocurre
porque la amígdala —la zona del cerebro que se encarga de
anticipar una respuesta emocional ante estímulos del entorno—
toma el mando de nuestro comportamiento e inhibe el área frontal,
responsable de nuestro pensamiento lógico y racional. Es decir,
nuestras emociones «secuestran» nuestra parte racional y actuamos
de forma impulsiva. Es lo que se conoce también como secuestro
emocional.
Te pongo un ejemplo. Imagínate que estás intentando dormir
a tu bebé en plena comida familiar. Llevas un día agotador: has
pasado una mala noche, te duele la cabeza, tu bebé no ha comido
suficiente, te has manchado la ropa y, para colmo, no has podido
comer aún. Tienes a tu peque en brazos, pero no termina de
dormirse. Emite ruiditos como quejándose y notas que está
incómodo. De repente alguien de la mesa te dice:

“Tiene calor, por eso no se duerme. Quítale algo de ropa”.

Tú sabes que no tiene calor y que el motivo por el que no se


duerme es por el ruido que hay en la comida. En ese momento, el
enfado se apodera de ti y le gritas:

“No tiene calor, lo que pasa es que estáis gritando. ¡¡¡Si os calláis un ratito
seguramente sería mejor para todos, y aún mejor para el bebé!!!”.

De repente hay un silencio incómodo. Todos te están mirando


y tú te sientes fatal. Sabes que tu reacción ha sido
desproporcionada, pero lo que no sabes es cómo ni por qué ha
pasado. La respuesta tiene una base científica: tu amígdala ha
inhibido tu lóbulo frontal y, ahora que lo ha dejado libre de nuevo, y
puedes controlar tu emoción, te estás dando cuenta de que tu
respuesta ha sido desajustada.
Para evitar que esto ocurra una muy buena estrategia consiste
en tomar conciencia de tu estado emocional. Generalmente estamos
tan preocupados de cómo están los demás que se nos olvida
cuidarnos a nosotros mismos. A lo largo del día vamos
experimentando diferentes situaciones estresantes a las que no
prestamos atención y que vamos bloqueando. Esto hace que, sin
darnos cuenta, se nos vayan acumulando hasta que estallamos.
Otra estrategia que a todos nos han dicho desde pequeños es
aquella de: «Cuenta hasta tres antes de hablar». La explicación
neurológica detrás de esta recomendación es que lo que hacemos al
ponerla en práctica es activar el área de nuestro cerebro que se
encarga del pensamiento lógico y racional, que ha sido secuestrado
por las emociones. Quizá contar hasta tres sea algo que no nos
funcione porque es una tarea demasiado automatizada para
nosotros, por ello podemos hacer algo más complejo como contar
hacia atrás del 10-0, recitar internamente alguna tabla de multiplicar
o contar hasta 20 de dos en dos. Esto, que parece muy simple, nos
ayudará mucho a evitar que nuestras emociones nos secuestren en
momentos importantes de la crianza, como cuando los hermanos se
peleen, tu hijo coja una rabieta o cuando no te hagan caso cuando
les pides que se duchen.
Aún recuerdo cuando decidí apuntarme a aquel máster. Yo estaba
en Inglaterra estudiando los dos meses de verano. Acababa de
licenciarme y pensé irme un tiempo al extranjero porque tenía la
espinita de no haber salido de Erasmus. Tenía clarísimo que cuando
volviera a España quería dedicarme a la psicología infantil, pero solo
había un problema: no sabía qué estudiar en septiembre y
estábamos a mitad de agosto. Mi estancia en Inglaterra fue una vía
de escape para mí. Supongo que los que alguna vez os habéis ido
una temporada fuera sabéis de lo que hablo. Nueva vida, con
perfectos desconocidos que se convierten en lo más parecido a una
familia, nuevo ritmo de vida y nuevos hábitos. Y dentro de esa
perfecta burbuja no entraba en mis planes renunciar a una tarde de
bolera con amigos para buscar mi futuro. Así que una amiga lo hizo
por mí.
—Carmen, ¿has visto el máster de psicología infantil y
perinatal nuevo que hay ahora en la universidad?
—Perina… ¿qué?
—No sé, tía, pero es de infantil. Tú querías eso, ¿no?
Tras esa llamada, que me sacó de aquella burbuja para
llevarme de nuevo a la realidad, me puse a indagar tooooooda la
tarde sobre una larga lista de temas:
embarazo
postparto
psicología del bebé
psicopatología perinatal
maternidad
vínculo emocional
lactancia
vida intrauterina
gestación

Y me enamoré.
Desde entonces tuve claro que yo quería ser psicóloga
infantil y perinatal. En aquel máster aprendí cantidad de cosas de
muchísimos profesionales que venían de distintas partes del mundo,
pero si tuviera que resumir todo lo aprendido en una sola frase, diría
lo siguiente:

La educación de las
emociones empieza desde
mucho antes de la cuna.

«Pero, ¿los bebés sienten?»


Esa fue precisamente la pregunta que me hice el primer día que leí
que los bebés podían deprimirse. Sí, los bebés pueden deprimirse
cuando se ven privados de la afectividad de sus cuidadores. Esto
ocurre en contextos como orfanatos, situaciones de maltrato o
cuando están con cuidadores con psicopatologías graves.
Por suerte, la mayoría de los bebés viven en contextos
seguros en los que sus cuidadores atienden sus necesidades físicas y
psíquicas y por eso no desarrollan una psicopatología.
Así que SÍ, los bebés no solo «comen, lloran y duermen». Los
bebés hacen muchas otras cosas y entre ellas sienten igual que tú y
que yo, lo que pasa es que todavía no han alcanzado la capacidad
de regular sus emociones ni de expresarlas porque su cerebro
todavía no ha desarrollado estas habilidades. He de decir que
muchos adultos tampoco, de ahí que terminen desarrollando
trastornos emocionales.
El desarrollo emocional durante los primeros años de vida es
un tema en el que hay pocos estudios científicos. Pero sí hay
algunas conclusiones que se han demostrado a través de la
investigación, como que el desarrollo emocional va de menos a más,
es decir es progresivo, y que las emociones están programadas
biológicamente. Al principio aparecen emociones más primarias y
poco a poco estas se van volviendo más complejas a medida que se
produce el desarrollo cognitivo del niño. Por eso, en los primeros
meses de vida, los bebés expresan sus emociones a través de la
excitación: un bebé puede estar tranquilamente durmiendo, abrir los
ojos y ponerse a llorar desconsoladamente o reírse a carcajadas.
Muchos adultos no comprenden el proceso emocional de los bebés y
por eso es habitual que, ante estas conductas, digan frases como:

“Ay, qué exagerado es mi niño. Si hace un momento estaba tranquilo y mira


ahora”.
“Uy, qué teatrera ha salido esta cría… ¡Cómo sabe llamar la atención, eh!”.

Pero la realidad es que ni son teatreros ni exagerados,


simplemente son bebés aprendiendo a gestionar unas emociones
que en ese momento solo se regulan a través del cordón umbilical
emocional que les une al adulto. Es decir, se regulan a través de las
emociones del adulto. Por ello, si el cuidador principal no tiene una
buena capacidad para controlar sus emociones, difícilmente el niño
la tendrá. Y viceversa.
Estudios recientes demuestran que la manera de reaccionar
de los bebés ante las emociones depende tanto de su temperamento
como del estilo de crianza de las personas que les acompañan a la
hora de gestionarlas.

El temperamento
El temperamento es la forma de ser que tiene una persona de forma
congénita. Por eso muchas familias dicen que han criado a sus dos
hijos exactamente igual y son muy diferentes. Es decir, no todo
depende del estilo de crianza, sino que la intensidad de las
emociones también depende de la naturaleza de cada niño. Este
aspecto ha sido estudiado por varios investigadores, pero quiero
citar al equipo del laboratorio de Nathan Fox, de la Universidad de
Maryland, donde comprobaron que el temperamento influye mucho
en la forma de reaccionar ante los estímulos externos. El nivel de
riesgo que asume un niño depende, entre otras cosas, de su
temperamento. Por eso, hay niños que se asustan con más facilidad
que otros ante diferentes estímulos. Por ejemplo, al ver a Papá Noel
algunos peques se emocionan y le abrazan mientras otros se echan
a llorar porque les da miedo.
Cada bebé llega al mundo con su propio temperamento y es
este el que controla su forma de afrontar y expresar sus emociones.
Por eso las comparaciones entre hermanos no tienen ningún sentido.
Muchas veces, detrás de esas comparaciones subyace la inseguridad
y frustración de los adultos porque no entienden qué han hecho con
uno que no hayan hecho con el otro, pero si redirigimos la mirada a
la propia naturaleza del niño nos resultará mucho más fácil
adaptarnos a las características de cada uno. Somos las mamás y los
papás los que debemos adaptar nuestro estilo de crianza a los hijos,
y no al revés.
Los estilos de crianza

Existen tantas familias como formas de educar. Actualmente vivimos


en una etapa de la historia en la que más cambios se han producido
en poco tiempo. La mayoría de los padres del siglo XXI fueron hijos
del siglo XX; los avances científicos y tecnológicos desde aquel
momento, en el que fuimos hijos, hasta ahora han revolucionado por
completo la sociedad y, entre otras muchas cosas, la forma de
educar. Los métodos educativos y de crianza del pasado siglo han
quedado obsoletos y ya no sirven para educar a los niños de hoy en
día. Por eso hay muchas familias y educadores que se frustran y lo
verbalizan en frases como:

“Yo, a mi padre, no le hablaba así en la vida”.


“Los niños de hoy en día no escuchan”.
“Las generaciones actuales no muestran ningún respeto por las normas”.
“¿Dónde ha quedado el respeto por los mayores?”.

Señores y señoras, no se trata de tener más o menos respeto:


el problema es pretender educar a nuestros hijos como nos
educaron a nosotros, en contextos y tiempos totalmente diferentes.
Antes casi todo el mundo tenía en casa un teléfono fijo de los de
rueda, pero hoy esos teléfonos han quedado obsoletos y ya poca
gente los usa como teléfono, quizá los tenga como decoración
vintage, pero no como un objeto funcional. ¿Y esto por qué? Porque
hemos evolucionado y el ser humano se va adaptando a las
circunstancias nuevas para poder avanzar. Ahora podemos hacer
llamadas telefónicas, incluso sin usar teléfonos, de forma más
rápida, con mejor calidad de llamada y a cualquier parte del mundo.
Os diré una cosa: educar de forma autoritaria es tan anacrónico
como ese teléfono de rueda, algo que en su momento era funcional
pero que debido a la propia evolución cultural ya no solo no es
necesario, sino que además no funciona.
Sin duda hay tantos estilos educativos y de crianza como
padres. En 1966, la psicóloga Diana Baumrind clasificó los estilos de
crianza en tres grandes grupos: autoritario, permisivo y democrático.
Unos años más tarde, Maccoby y Martin añadieron un cuarto, al que
denominaron negligente, y además definieron los cuatro estilos de
crianza basándose en dos dimensiones: afecto y límites. A
coninuación os dejo una tabla que resume los diferentes estilos de
crianza y sus características principales. Más adelante volveré sobre
ellos.

El desarrollo emocional durante los


primeros años de vida

Estudiar las emociones durante el primer año de vida es un reto para


la ciencia y por ello hay pocos estudios que hablen de ello.
En sus primeros días, los recién nacidos expresan las
emociones a través de la excitación y lo hacen en forma de gruñidos
y gestos faciales involuntarios, debido a la falta de regulación
emocional. Las primeras emociones que manifiestan son la tristeza y
la alegría. Durante las primeras semanas de vida las sonrisas del
bebé son movimientos reflejos, no hay intencionalidad, pero la
respuesta social que las sonrisas suelen tener —captar la atención y
el cariño de los cuidadores principales— hará que esa sonrisa, que
en un principio no tiene una intención, termine convirtiéndose en
una herramienta de socialización muy importante para el bebé.
Además, sus primeras interacciones con alguien que le ofrezca
cariño es clave para que el bebé se sienta seguro y querido y, por lo
tanto, fundamental para su desarrollo emocional. Es decir, sin esa
figura adulta, la sonrisa del bebé desaparecería.
AUTORITARIO PERMISIVO

Sí, pero a través del control Baja supervisión del


LÍMITES
y de la imposición. comportamiento.

AFECTO Poca afectividad. Padres cariñosos.

Castigo y normas. Los padres adoptan un papel


MÉTODOS DE
pasivo. Rol de «amigos de
CORRECCIÓN
sus

• Irritabilidad. • Baja tolerancia a la


• Depresión. frustración.
• Ansiedad. • Falta de control de
• Rechazo de figuras de impulsos.
CONSECUENCIAS EN LOS
apego.
HIJOS
• Inseguros.
• Falta de autonomía.
• Relaciones de
dependencia.

Estilos de crianza.
DEMOCRÁTICO NEGLIGENTE

Sí, pero de forma respetuosa y a través de No hay límites.


la comunicación.

Sí hay afecto. No hay muestras de cariño.

Límites, pactos, reflexión y escucha activa. Pasividad y falta de interés por las
conductas de sus hijos.
A veces, castigo físico.

• Independientes. • Conductas delictivas y abuso de drogas.


• Seguros. • Falta de compromiso y constancia.
• Tolerancia a la frustración. • Dificultades de gestión emocional.
• Buen ajuste emocional. • Baja autoestima.

En torno a los 3 meses es cuando suele desarrollarse la


sonrisa social del bebé, diferente a la sonrisa anterior (podemos
observar una pequeña arruga circundando los ojos y en la parte
superior de la boca). En esta etapa el bebé ya tiene un repertorio de
emociones variopinto, aunque aún limitado. Aparecen también
emociones como la rabia, la frustración, la sorpresa y la euforia, y
los chillidos y gritos son su nueva forma de comunicarse. Los
expertos de la Escuela de Medicina Albert Einstein de Nueva York
estudiaron a qué edad entienden las emociones de otras personas
(relacionando la voz con la expresión facial) y si pueden reconocer
mejor las de sus padres que las de otros. Estos estudios
demostraron que los bebés son capaces de interpretar las emociones
de su madre a las 12 semanas, semanas después las de otras
mujeres y, por último, en torno a las 18 semanas aproximadamente,
la de los hombres. Esto se relacionó con que las mujeres expresan
sus emociones más abiertamente que los hombres.
Poco después, en torno a los 4 meses, los bebés aprenden a
usar el llanto —que antes era una mera respuesta a estímulos físicos
desagradables (hambre, cansancio, dolor…)— para comunicar sus
emociones. El llanto, ese sonido tan molesto para muchos adultos,
es uno de los métodos de comunicación más poderosos que tiene el
ser humano desde que nace. En esta etapa los cuidadores
principales de los bebés ya suelen diferenciar el tipo de llanto del
bebé. «Llora porque tiene hambre», «Llora porque tiene sueño» o
«Llora porque está agobiado». Es muy importante diferenciar dos
tipos de llantos:

• Llanto físico. Este tipo de llanto aparece cuando experimentan


algún tipo de carencia o molestia física, por ejemplo, hambre,
sueño, dolor, frío, calor, ruido, etc. Por mucho que cojamos al
bebé en brazos, si no cubrimos estas necesidades o
solucionamos sus molestias seguirá llorando o emitiendo
quejidos. Si tiene hambre y le damos la toma, el bebé se
calmará. Este tipo de llanto aparece también ante los cólicos y
gases, y suele ser muy frustrante para las mamás y los papás
porque no suelen dejar de llorar cuando les cogen.
• Llanto emocional. Este es el tipo de llanto que se calma
cuando cogemos en brazos a los bebés. Sí, esta es la
respuesta a esa famosa frase: «Mírale, qué morro tiene, solo
quiere brazos». Este tipo de llanto aparece cuando el bebé
está estresado o ha sentido estrés durante el día. Los bebés
necesitan rutina y calma y cuando se les saca de ahí muchas
veces pueden sentirse agobiados. Es, pues, una nueva forma
de comunicar diferentes estados de ánimo.

En torno a los 5 meses los niños ya reconocen la expresión


de felicidad en las caras de otras personas y a los 7 meses la de
sorpresa. Los niños dividen inicialmente las expresiones faciales
ajenas en dos categorías amplias: «se siente bien» / «se siente
mal». Con el paso de los años estas dos categorías se van
diferenciando poco a poco hasta lograr la construcción de un sistema
de categorías más complejo que incluye desde emociones básicas
(felicidad, tristeza, miedo, ira, asco y sorpresa; Widen, 2012) hasta
emociones sociales tales como vergüenza, compasión y culpa.
Entre los 6 y los 7 meses ya reaccionan ante lo desconocido
con cierta tensión y miedo. En esta etapa los bebés empiezan a
retener en la memoria objetos y personas. Es también cuando cobra
protagonismo el famoso objeto transicional o de apego, definido por
Woods Winnicott (pediatra, psiquiatra infantil y psicoanalista inglés).
Si no estás familiarizado con el mundo perinatal seguramente no
sepas lo que significa este concepto. Un objeto transicional es un
objeto hacia el cual el bebé siente mucho apego y que le ayuda a
sentirse calmado en ausencia de su madre o cuidador principal. Por
ejemplo: el chupete, un muñeco, una sabanita, una almohada, etc.
Es una defensa ante situaciones emocionalmente intensas como, por
ejemplo, la ansiedad por separación de su madre u otra figura de
apego cuando esta se encuentra ausente. Por eso, en esta etapa es
tan importante que las escuelas infantiles permitan a los peques
traer un objeto de apego, para que la transición y adaptación sea
más fácil para ellos. Cuando empezó la pandemia, la mayoría de las
escuelas infantiles prohibieron llevar este tipo de objetos a las
clases, algo que yo nunca entendí porque esta regla continuaba
existiendo cuando los bares ya estaban abiertos, los gimnasios
funcionaban con bastante normalidad y en los restaurantes las
personas estaban sin mascarilla disfrutando de una larga sobremesa.
Por suerte, la mayoría de las escuelas infantiles y colegios ya han
vuelto a permitir que los niños puedan traer sus juguetes. Esta etapa
del objeto transicional es uno de los primeros pasos hacia la
individualización del niño. Es en estos momentos cuando los peques
empiezan a darse cuenta de que son seres individuales e
independientes de su madre o figura de apego, algo de lo que hasta
ahora no eran conscientes.
Muchas familias y educadores tienden a chantajear a los niños
con estos objetos de apego:
“Si no te lo comes todo no podrás tener a tu peluche en la siesta”.
“Si vuelves a pegar a tu hermana no podrás llevarte tu almohadita a la
guarde”.

No podemos olvidar que ese peluche o esa almohadita, que


para nosotros son meros objetos, para ellos representan algo mucho
más allá de lo material. Ese peluche o esa almohadita representan el
amor, el cariño y la seguridad que reciben de su madre o figura de
apego. Los objetos transicionales no son meros objetos, son
representaciones mentales y emocionales que ofrecen seguridad y
autonomía a los más pequeños. Por eso, utilizarlos como medida de
chantaje o manipulación, es una forma de poner en riesgo el
desarrollo emocional y social del niño.
A partir de los 9 meses ya expresan con facilidad algunas
emociones, como la alegría, el disgusto y la rabia. En esta etapa
también comienzan a percibir si las personas están contentas o
enfadadas con ellos, reaccionando de forma diferenciada.
En torno a los 12 meses empiezan a explorar el mundo de
una forma mucho más activa. Esta exploración se regula tomando
como referente «la mirada del adulto». ¿Qué hace un niño pequeño
cuando descubre algo? ¡Inmediatamente quiere enseñárselo a mamá
o papá! Los bebés juegan más cuando las caras de los cuidadores
expresan alegría; cuando expresan tristeza no juguetean tanto y
apartan la mirada.
Algo más tarde, entre los 13 y los 18 meses, los niños
empiezan a mostrar afecto; dan besos y abrazos y son mucho más
cariñosos. El contacto físico en esta etapa es muy importante. Les
gusta mostrar afecto, pero también recibirlo. Por eso, en esta etapa,
si hace algo y los demás le miran, le halagan y le aplauden, el niño
repetirá casi seguro la conducta.
A partir de los 15 meses pueden aparecer los celos y otras
emociones, como la ansiedad y la frustración. La irrupción de este
tipo de emociones debe acompañarse siempre a través del contacto
físico y un tono de voz tranquilo para que poco a poco las vayan
regulando.
Debido a que el lenguaje en esta etapa es aún muy limitado,
los niños expresan sus emociones a través del cuerpo. Es la famosa
etapa en la que los niños pegan y muerden. Estos comportamientos
suelen agobiar mucho a las familias y a menudo les resulta difícil
lidiar con ellos. Pero, ¿por qué lo hacen?

• No han desarrollado la expresión verbal. Los niños de


estas edades aún no saben hablar o no pueden utilizar
palabras para resolver sus problemas. Su agresividad es
simplemente una manera de hacerse entender.
• Por la propia intensidad de las emociones que
experimentan, como la alegría o el cariño. Como todavía
no regulan sus emociones, cuando se sienten muy excitados
también pueden llegar a pegar o morder.

• Cansancio físico. A los adultos también nos sucede: el


cansancio influye en nuestra paciencia e irritabilidad. Por eso,
si tu peque ha dormido mal o no ha comido bien es más
probable que tenga este tipo de conductas.

• Sobreprotección. Una de las consecuencias del exceso de


protección es que los niños no desarrollan tolerancia a la
frustración. Un niño al que le dan las cosas en cuanto las pide,
no entenderá cuando no se las dan o le hacen esperar.

• Amenazas externas. La llegada de un hermano, la separación


de sus padres, el inicio en una nueva escuela infantil u otros
cambios externos, pueden ser la causa de un descontrol
emocional que se manifiesta en agresiones al otro.

• No han desarrollado la empatía. A esta edad el niño todavía


no es consciente de que él y los demás son personas distintas.
Esto se inicia con el desarrollo del autoconcepto, que os
explicaré un poco más adelante. Cuando un niño pega o
muerde no se da cuenta de cómo esto puede afectar a la otra
persona; por eso es importante explicárselo con calma ya que
ellos no pueden percibirlo como lo hacemos nosotros.

• Descargar energía acumulada. Los niños que llevan una vida


sedentaria y no tienen mucha actividad física tienden a
acumular más energía que pueden soltar de forma abrupta
ante situaciones que generan frustración o enfado.

TIPS
¿Y QUÉ HAGO CUANDO MI HIJO PEGUE O
MUERDA?

Esta es seguramente la pregunta que muchos os estaréis haciendo.


Pues bien, aquí os dejo algunos tips que os ayudarán a gestionarlo:

Lo primero de todo es entender que este comportamiento es


parte del crecimiento y del proceso de socialización. Las
habilidades sociales no son innatas, se entrenan, y los adultos
somos los entrenadores.

Por otro lado, es clave comprender la causa de esa conducta y


hacerle entender qué emoción estaba sintiendo:
“Tu profe se ha enfadado contigo y eso te hace sentir triste”.
“Raúl te ha quitado el juguete y eso te ha enfadado”.

Ofrecerle soluciones a los problemas, en vez de quedarse


únicamente en el «NO».

“No se pega”.
“Te has enfadado porque te han quitado el juguete. Cuando te quiten
el juguete, en vez de pegar, díselo a tu profe”.

Identificarse con la emoción que ha experimentado el niño,


para que pueda ver que los adultos también se sienten así:

“Yo también me enfado a veces cuando no me hacen caso”.

Dejarle clara la norma y mostrarse coherente respecto a ella.


Una falta de coherencia sería, por ejemplo, un padre que dice
a su hijo que no pegue a su hermano porque pegar está mal;
sin embargo, le indica que si en el colegio le pegan se
defienda devolviendo los golpes, o si el propio padre castiga
con azotes al niño cuando hace algo mal.

Evitar el chantaje emocional, porque solo genera


sentimientos de culpa.

“Si te portas así, mamá se pone triste”.


Proporcionarle tiempo de actividad física mediante juegos y
actividades en casa y al aire libre, para que descargue
energía.

Reforzar positivamente la conducta del peque cuando


reemplace los comportamientos agresivos por otros más
funcionales, como pedir ayuda, dibujar su emoción, verbalizar
cómo se siente, expresar enfado sin agredir, etc.

En torno a los 2 años comienza el desarrollo del


autoconcepto. Esto se produce a partir del momento en que son
capaces de reconocer su propia imagen. Los investigadores del
Laboratorio de Michael Lewis de la Universidad de Rutgers, Nueva
Jersey, quisieron averiguar la edad a la que los bebés desarrollan
autoconciencia. Por ello, a los diferentes bebés que participaban en
el experimento les pintaron la nariz con un pintalabios y los situaron
frente a un espejo. Si el bebé al mirarse en el espejo se tocaba la
nariz, era señal de que se estaba reconociendo a sí mismo. Se
observó que a partir de los 22 meses algunos bebés ya se
reconocían. Estos mismos investigadores querían averiguar si el
sentimiento de vergüenza aparece junto con el desarrollo del
autoconcepto. Para ello, pidieron a los padres que llamaran y
señalaran a sus hijos una y otra vez para que los niños se sintieran
que eran el centro de atención. Observaron que los niños que ya
habían adquirido el autoconcepto (los que se reconocieron en el
espejo) reaccionaban de forma vergonzosa cuando eran el centro de
atención.
Esta es una etapa en la que los niños empiezan a desafiar los
límites con el único objetivo de buscar independencia y autonomía.
Es la famosa etapa de las rabietas, de la que os hablaré en el
siguiente capítulo.
En esta época ya empieza a comprender qué significa consolar
a otros y será alrededor de los 3 años cuando las muestras de
empatía se puedan observar en su comportamiento.
Progresivamente será capaz de reconocer esas emociones e
incluso, poco a poco, tener un cierto control sobre ellas, aunque su
regulación aún carece de fuerza y serán los adultos quienes deban
ayudarle a ir realizando ese trabajo a través de buenos modelos de
aprendizaje social y emocional.
Los niños en esta etapa tienen preferencia por el juego
simbólico; es decir, juegan a adoptar roles: a mamás y papás, a
médicos, a cocinar, a representar a sus personajes favoritos, a ser
animales, etc. Es a través de este tipo de juegos como los niños
canalizan y proyectan sus emociones.
El aprendizaje de normas sociales será también una forma de
aprender límites y de respetar a las personas con las que se
vinculan. Esta etapa es clave para el desarrollo de habilidades
sociales, que tan importantes son para la convivencia e integración
en el grupo. Por ello, es importante trabajar con los niños qué
conductas serán aceptadas y cuáles no.
Los cuentos son un recurso muy útil para ayudarles a
comprender la realidad y las diferentes emociones de forma sencilla
y superficial. No será hasta los 6 años (etapa de primaria)
cuando los niños podrán comprender que las emociones pueden
convivir y aparecer juntas. Por ejemplo: puedo sentirme feliz por
irme a casa de mamá, pero triste porque dejo de estar con papá.
Como veis, el desarrollo de las emociones es un proceso
gradual que requiere mucho tiempo y madurez. Las mamás y los
papás somos sus guías y ejemplo durante todo este proceso.
Debemos tener en cuenta que cada niño es diferente y que esto es
solo una guía general. Obviamente, hay otros factores que
considerar a la hora del desarrollo emocional, como pueden ser el
temperamento del niño, patologías o trastornos del niño, la cultura
en la que crece u otros acontecimientos externos que puedan
interferir en su desarrollo (hospitalizaciones, nacimiento de
hermanos, separación de padres, etc.).
La educación emocional es algo que podemos abordar con
nuestros hijos desde edades bien tempranas y de forma
lúdica. En el anexo «Dinámicas familiares» encontraréis las
actividades y que podéis realizar en casa y en familia
para que los más pequeños (y también los mayores) aprendan
a reconocer y regular sus emociones.
¿Solo le pasa a mi hijo? En consulta, a menudo escucho a mamás y
papás frases como estas:

“¡De verdad que lo de mi hijo no es normal!”.


“Sus compañeros no cogen esos enfados”.
“Su hermano no era así”.
“¿Crees que tendrá algo más?”.

Queridos mamás y papás: bienvenidos a esta nueva etapa


evolutiva de vuestros hijos. Y sí, digo evolutiva porque es una etapa
totalmente normal y necesaria para el correcto desarrollo de su
autonomía.
Tu hijo quiere ser más autónomo y para ello necesita tomar
sus propias decisiones, para reafirmar su personalidad y demostrar
que tiene control sobre su entorno.

El problema es que las


limitaciones propias de su
edad no se lo permiten y, por
lo tanto, se frustra.
El periodo de las rabietas es una etapa en la que el niño pone
a prueba la identidad del yo, saber lo que puede hacer y lo que no, y
así experimentar sus límites y sus capacidades. Digamos que es el
inicio de su «autoconcepto».
Me gustaría concretar que, aunque se suele decir que las
rabietas ocurren a los 2 años, esta edad es meramente orientativa:
hay niños que empiezan antes y otros después. Por lo general
aparecen cuando los niños comienzan a sentirse independientes y
autónomos.
Si estudiamos bien esta etapa, nos daremos cuenta de que su
autonomía se va desarrollando en distintos niveles:

Motor. Los niños desarrollan su motricidad desde que nacen,


aprendiendo a sujetar la cabeza, manteniéndose sentados,
haciendo la famosa croqueta, cogiendo cosas y lanzándolas,
etc. Pero uno de los hitos más significativos a nivel psicomotor
se produce cuando tienen el control de andar y correr.

Lingüístico. El desarrollo del lenguaje empieza mucho antes


de que los niños comiencen a hablar. La evidencia científica
acumulada hasta hoy permite concluir que los bebés menores
de 6 meses pueden distinguir la lengua materna de otras
lenguas, e incluso pueden distinguir entre dos lenguas no
maternas. El margen de tiempo en el que los niños empiezan
a decir sus primeras palabras es desde el primer año hasta los
dos años y medio. En esta etapa ocurre una explosión de
vocabulario que otorga al niño una autonomía a la hora de
comunicarse.

Cognitivo. A nivel cognitivo también podemos observar un


gran cambio durante esta etapa del desarrollo. Los peques ya
son capaces de entender instrucciones simples, empiezan a
hacer puzles sencillos, a reconocer semejanzas y emparejar
objetos, aprenden conceptos básicos como los colores, los
primeros números y a identificar los sonidos asociados a
ciertos animales (guau-guau, miau-miau, pío-pío, etc.).
Cognitivamente es un paso importante, ya que empiezan a
pensar por ellos mismos y a tener sus propias ideas.

Social. Alrededor de los 2 años los niños empiezan a


interesarse realmente por sus iguales. Ya no se limitan, como
hacían hasta ahora, a mirar a otro bebé con curiosidad, sino
que interactúan con otros niños de su edad de forma
continuada, hablando, jugando, imitando e incluso
experimentando sus primeros conflictos.

Emocional. A nivel emocional también se producen muchos


cambios. Empiezan a ser conscientes de que los demás tienen
emociones diferentes a las suyas (empatía), desarrollan
emociones más complejas con las que tienen que
familiarizarse y también están aprendiendo a tener cierto
control sobre ellas. Empiezan a desarrollar su autoconcepto y
con él exploran los límites de su autonomía. Aquí es donde
situaremos las famosas rabietas que, como veis, forman parte
de un desarrollo conjunto de distintas habilidades del niño.
Por eso, no querer que tu hijo tenga rabietas sería el
equivalente a no querer que tu hijo corra, piense o se
relacione con otros niños. Las famosas y temidas rabietas son
necesarias para el desarrollo emocional y la independencia de
los niños.

Pertenencias. En esta etapa es muy típico escuchar a los


niños decir «es mío» y que no quieran compartir sus cosas.
Esto no deja de ser una extensión de su necesidad de
independencia. Por eso, es importante respetar sus cosas. De
la misma forma que a nosotros no nos gusta que otras
personas toquen nuestras pertenencias, a ellos tampoco. El
otro día, en la piscina, vi a un niño que había traído un
montón de juguetes. Otro niño le cogió uno sin pedirle
permiso. Inmediatamente el primer niño se puso a llorar
diciendo que era suyo y enseguida sus padres le dijeron
«¡Pero si no estabas jugando con eso! Hijo… de verdad,
comparte tus cosas o no las traeremos». Ahora imagina que
estás en la oficina trabajando y, de repente, entra una
compañera que apenas conoces y te coge una grapadora (que
además has traído de tu casa) y se va. Obviamente no vas a
patalear ni a decir «¡Es mía!», porque ya eres una persona
adulta y, como tal, tienes más control emocional. Pero, ¿cómo
te sentirías? Espera, que aún hay más. Ahora entra tu jefa y te
dice que no la estabas utilizando y que hagas el favor de
compartir tus cosas… Con esto no quiero decir que no
debamos educarlos en compartir sus cosas, claro que sí, pero
nunca desde la imposición y respetando que muchas cosas no
querrán compartirlas. Para ello podemos reflexionar con ellos
sobre los beneficios de compartir o preguntarles cómo se
sienten cuando utilizan cosas de otros niños, pero no
imponiéndoselo o haciéndoles sentir egoístas por no hacerlo.

¿Cómo manifiesta el niño su


independencia?

Pues, dada su edad, mediante una estrategia muy simple y lógica:


negando al otro a través del famoso «NO».
Si nos metiéramos dentro de sus cabecitas, esto sería lo que
escucharíamos:
“¿Cómo sé yo (niño) que soy otro y puedo hacer cosas diferentes a mis
padres? ¡Pues llevándoles la contraria! Puede que aún no tenga claro lo que
voy a ser, pero así sé lo que no soy: yo no soy mis padres, por lo tanto ¡soy
otro!”.

Por eso, si en algún momento de agobio vuelves a plantearte


alguna de las preguntas del principio (o similares) la respuesta es:

Tu hijo es evolutivamente
normal.

Esto es la clave de todo: entender esta etapa como una


inversión de futuro en vez de verla como un amargo presente.

¿Por qué estallan?

El desarrollo emocional de los niños empieza desde que nacen, pero


no será hasta la edad adulta cuando aprendan a tener un buen
autocontrol de sus emociones.
Para los niños, sus padres son sus referentes de aprendizaje y
su modelo a seguir. Por otro lado, están empezando a descubrir sus
posibilidades como seres independientes.
Y aquí se produce el conflicto: entre lo que el niño desea
tener a toda costa y lo que sus figuras de apego le permiten.
De esta forma entendemos la frustración del niño como un
conflicto interno entre lo que quiere y lo que debe, en vez de
percibir su rabieta como un desafío hacia los padres.

Factores de riesgo

Aunque todos los niños necesitan vivir esta etapa, no todos la viven
con la misma intensidad.

¿Qué factores intensifican una rabieta?

La edad. Como os comentaba antes, esta etapa se sitúa en


torno a los 2 años, pero hay niños que empiezan antes y otros
más tarde. Cuanto más pronto empiecen más intensas suelen
ser, por una cuestión de inmadurez emocional. Además,
cuanto más pequeños son, menor autonomía y, por lo tanto,
mayor es el conflicto que os explicaba antes.

El lenguaje. El lenguaje es clave para comunicarnos y


hacernos entender. Muchos niños saben lo que quieren decir,
pero muchas veces no saben cómo decirlo. Esto genera
sentimientos de frustración que se manifiestan en forma de
rabieta.
El cansancio. El agotamiento deja sin mecanismos de
autorregulación a cualquiera, pero aún más a los niños.
Cuando los niños tienen sueño están más irritables y es muy
probable que ante cualquier contratiempo exploten.

El temperamento. Esto es la parte de personalidad que el


niño tiene genéticamente. Hay niños más nerviosos, otros son
más tranquilos desde que nacen. Por eso dos niños educados
de la misma forma pueden tener personalidades diferentes.
Existen cuatro tipos de temperamento: sanguíneo, colérico,
melancólico y flemático. Los niños con un temperamento
colérico suelen tener más dificultades para gestionar las
rabietas debido a su necesidad de independencia y falta de
gestión emocional. En el siguiente esquema podéis ver
resumidas las características de cada uno.
Los cuatro temperamentos básicos

La sobreestimulación. Vivimos en un mundo


hiperestimulado, siempre tenemos que estar haciendo cosas y
ya no hay lugar para el aburrimiento. Esta hiperestimulación
externa tiene un efecto directo en el cerebro del niño,
afectando a la capacidad de autocontrol y de reflexión.

El estilo de parentalidad. La forma en la que te diriges a tu


hijo influye totalmente en su forma de enfrentar el día a día.
El estilo autoritario deja a los niños en una posición de
indefensión: al estar todo el día imponiendo llegará un
momento en el que no sabrán diferenciar lo relativo de lo
importante. Si, por el contrario, se utiliza un estilo permisivo,
los niños no sabrán aceptar el «NO» en situaciones tan
cotidianas como en el juego con amigos, en clase con la profe
o cuando se equivoque haciendo alguna tarea.

Etapas de una rabieta

FASE 1
El desencadenante

Es el momento previo al inicio del enfado. Me gusta hablar de este


momento porque es importante tener en cuenta qué ha
desencadenado la frustración. No somos adivinos y no podemos
adivinar lo que vendrá después, pero sí es importante intentar
averiguar, una vez que se haya producido la rabieta, qué estaba
haciendo el niño antes. ¡Igual te sorprendes y descubres que hay un
patrón! Un mismo juego, la misma hora del día, cuando juega con la
misma persona, etc.

TIPS
¿QUÉ HACER?
No evites los desencadenantes. Por ejemplo, si el niño
coge más rabietas cuando juega con la consola, la solución no
es prohibirle jugar porque entonces no está aprendiendo a
gestionar su emoción, sino a bloquearla.

Valida su emoción. Explícale que es normal que nos moleste


perder y que eso nos permite mejorar.

Sé su mejor ejemplo. Juega con él y que tu hijo observe


cómo pierdes y no te importa.

Y TÚ, ¿QUÉ HACES?


Obsérvate a ti mismo cuando las cosas no te salen bien. ¿Te
enfadas? Recuerda que tú eres su modelo a seguir, en lo
bueno y en lo malo. Recuerdo una sesión con un niño que
tenía una baja tolerancia a la frustración y que, cada vez que
perdía en un juego, entraba en cólera. Un día introduje a la
familia a una sesión y les propuse jugar a un juego. ¿Sabéis
quién se enfadaba mucho cuando perdía? ¡Su padre! Una vez
que el padre tomó conciencia de ello, la frustración de su hijo
empezó a regularse. ¿Magia? No lo creo: fue autoconciencia.
FASE 2
El enfado

En esta fase empiezan a observarse las primeras manifestaciones del


enfado. Estas pueden aparecer en forma de:

Verbalizaciones:

“Que noooo, que yo quiero más chocolate”.


“No, quiero quedarme más rato en el parque”.

Señales corporales. Agitación, llorar un poco, puños


apretados, respiración agitada, elevar el tono de voz, etc.

TIPS
¿QUÉ HACER?

Valida sus sentimientos y explícale por qué las cosas no


pueden ser así:

“Mamá sabe que te encantaría comprar este juguete, pero hoy hemos
venido por el regalo de tu amigo. En tu cumple, si quieres, nos ayudas a
elegir el tuyo”.
Intenta ofrecerle otras alternativas para desviar la
atención del punto conflictivo. De esta forma evitaremos el
bloqueo:

“Venga, dime qué te gusta más para tu amigo: ¿este coche o un


instrumento de música?”.

FASE 3
La rabia

Esta es la fase en la que se produce la explosión. La rabia no es lo


mismo que el enfado. El enfado es una muestra de disconformidad y
tenemos cierto control sobre él. La rabia es el enfado en una
intensidad muy alta, y no tenemos un control sobre ella.

TIPS
¿QUÉ HACER?

En este momento lo único que podemos hacer es acompañar al


niño. Está en pleno descontrol emocional, por lo que razonar con él
no solo es absurdo, sino que además puede agravar la rabieta.
El ejemplo más claro eres tú. Imagínate que estás discutiendo
con tu pareja y estás en ese momento de rabia. ¿Eres capaz de
razonar entonces o tras el enfado eres más reflexivo?

¿Qué NO hacer?

No le ignores. «Quiéreme cuando menos lo merezca porque


será cuando más lo necesite». Esta frase debió de inspirarse
en una rabieta, porque los niños necesitan a sus figuras de
apego para aprender a autorregularse. Acompañar significa
estar ahí en un momento difícil. Ignorar significa no estar
disponible para el otro.

No le hables en ese momento. Déjale su espacio, porque su


desajuste emocional no le permite escucharte y mucho menos
comprenderte. Avísale que no vas a hablarle mientras esté así
porque solo le pone más nervioso, pero que en cuanto esté
más tranquilo estarás ahí para ayudarle.

Hay una gran diferencia entre ignorar y dejar espacio:


Cuando ignoramos a la persona lo hacemos porque lo que
está haciendo nos molesta y queremos demostrarle que no estamos
de acuerdo con ello. La persona ignorada siente ansiedad porque no
sabe cuándo volveremos a hacerle caso ni de qué forma (reproches,
mensajes culpabilizadores, recriminando su conducta…). Actuamos
desde el enfado y no hay una intención de ayudar.
Cuando dejamos espacio a una persona lo hacemos porque
sabemos que es lo que esa persona necesita en ese momento y lo
entendemos. La otra persona sabe que estamos disponibles cuando
nos necesite y que estaremos dispuestos a escuchar desde la calma.
Esta conducta se hace desde el amor y la comprensión y sí hay una
intención de ayudar a la otra persona.

FASE 4
La reflexión

Es el momento en el que baja el nivel de ansiedad del niño. En esta


fase siempre hay un acercamiento por parte del niño hacia sus
progenitores. Es importante identificarla bien y no confundirla con la
etapa anterior porque a veces parece que se han calmado, pero no.
En este momento el niño está ya tranquilo y busca al adulto a
través del contacto visual o físico.

TIPS
¿QUÉ HACER?
Pregúntale si se encuentra bien para poder hablar
sobre lo que ha pasado. A veces pensamos que ya están
tranquilos y una sola palabra o gesto nuestro desata otra vez
la rabieta. Por eso es importante que les preguntemos si se
encuentran bien para poder hablar, de esta forma toman
conciencia sobre su propio estado emocional y por lo tanto es
más fácil que se autocontrolen.

Dale un abrazo. ¿Un abrazo? ¿Después de todo el pollo que


me ha montado?, os preguntaréis muchos. Pues sí, dejad
vuestro orgullo a un lado. Esto no es un pulso entre tu hijo y
tú, se trata de educar a través del respeto. A través de un
abrazo le estás diciendo a tu hijo: «Te quiero por encima de
todo».

Reflexiona con tu hijo. Tras el abrazo llega el momento de


ayudarle a identificar el desencadenante de la rabieta, para
que la próxima vez pueda anticiparse (seguramente le ocurrirá
en más ocasiones).

Ayúdale a identificar sus emociones, explícale una por una


y en qué momento han aparecido. Por ejemplo:

“Te has enfadado porque no te he dejado comer helado antes de comer.


Ya sé que te parece injusto porque otros niños sí estaban haciéndolo,
pero ya sabes que si comes el helado antes luego no te comes el arroz”.
Ofrécele una solución alternativa. Muchas veces les
decimos lo que no deben hacer, olvidándonos de decirles lo
que sí está bien. Siguiendo el ejemplo anterior, podemos
decirle:

“La próxima vez acuérdate de que, aunque antes de comer no se toma


helado, cuando terminemos de comer puedes tomártelo como postre si
te apetece”.

Os pongo otro ejemplo de cómo podríamos abordar una


situación de rabieta tras un conflicto entre dos hermanos:

MAMÁ: Estabas tranquilo jugando con tu hermano hasta que ha tocado


tu juguete favorito. Eso no te ha gustado nada porque imagino que te
preocupaba que pudiera romperlo o estropeártelo.
HIJO: Sí…
MAMÁ: No pasa nada porque te enfades. El problema viene cuando te
descontrolas tanto que ni tú mismo puedes parar, ¿verdad?
HIJO: Sí.
MAMÁ: Y eso, además, luego te hace sentir culpable porque no te gusta
comportarte así. La próxima vez puedes ofrecerle otro juguete para que
te devuelva el que querías o podéis compartirlo. Y si vieras que lo trata
mal y no te lo devuelve avisa a mamá o a papá y se lo pediremos
nosotros, ¿vale?
HIJO: Vale, mamá.
En el anexo «Dinámicas familiares» os dejo las actividades
y para entrenar la regulación emocional de forma lúdica a
través de la relajación.
El miedo es una emoción que se relaciona con conceptos negativos
como la cobardía o la inseguridad. Sin embargo, es una de las
emociones más necesarias para el ser humano (y cualquier animal)
ya que nos permite sobrevivir alertándonos ante cualquier amenaza
o peligro. Es el miedo el que hace que te pongas el cinturón de
seguridad cuando coges el coche o el que te impulsa a mirar a un
lado y a otro de la calle cuando vas a cruzar. Por ello esta emoción
está presente desde el momento en el que nacemos y nos
acompañará a lo largo de toda nuestra vida.
Como ya he comentado antes, todas las emociones
evolucionan, volviéndose cada vez más complejas. El miedo es una
de las emociones que más lo hacen, adaptándose a cada etapa
evolutiva, por eso a lo largo de nuestra infancia y adolescencia van
remitiendo algunos miedos y apareciendo otros nuevos.

Evolución de los miedos infantiles

A lo largo de los años se ha investigado la evolución de los miedos


desde la infancia hasta la adolescencia.
Se ha observado que durante el primer año de vida aparecen
miedos que están programados genéticamente para garantizar la
supervivencia. Estos son el miedo a las alturas, a los ruidos fuertes,
a los extraños y a la separación de las figuras de apego.
Después del primer año de vida se mantienen los
anteriores, pero aparecen miedos nuevos como el miedo a los
monstruos, a las tormentas, a la oscuridad y a personajes
fantásticos como fantasmas, brujas, monstruos, Papá Noel, etc.
A partir de los 6 años van desapareciendo miedos a seres
fantásticos e imaginarios debido al desarrollo del pensamiento
operativo y a la mejora de su capacidad de razonamiento concreto
que permite mejorar la percepción de la realidad. A partir de esta
etapa aparecen miedos a situaciones reales como daño físico,
animales reales, conflictos entre padres, miedo al abandono,
catástrofes naturales, hacerse daño, enfermedades… En esta etapa
hay una gran diferencia entre los que tienen 6 años y los que tienen
12. Al final de esta etapa comienza, aunque es poco frecuente, el
miedo a la valoración negativa de los iguales o a los exámenes.
Durante la adolescencia, la búsqueda de aprobación social
por parte de sus iguales les lleva a que sus preocupaciones se
centren en este grupo. Suelen tener temor a la crítica y al rechazo,
al fracaso escolar y a no conseguir los logros académicos deseados o
miedo al ridículo o a hablar en público. También aparece el miedo a
la muerte y a las enfermedades, es una etapa en la que la búsqueda
del sentido de la vida está muy presente y la muerte está muy
relacionada con este aspecto.
En la tabla siguiente podréis ver resumida la evolución de los
miedos infantiles:
EDAD EVOLUCIÓN DE LOS MIEDOS

• Ruidos fuertes.
• Lo desconocido.
0-1 año
• Separarse de su figura de apego.
• Alturas.

•Animales.
• Tormentas.
• Oscuridad.
1-6 años • Seres fantásticos: brujas, fantasmas, monstruos, Papá
Noel.
• Catástrofes.
• Abandono de los padres.

• Monstruos.
• Daño físico.
• Miedos concretos (insectos, determinados animales…).
• Conflictos entre los padres.
• A estar solo.
6-12 años
***
• Hacer el ridículo.
• Enfermedades.
• Accidentes.
• Bajo rendimiento escolar.

• Miedo al rechazo de sus iguales.


• Cambios corporales.
• Guerras o catástrofes naturales.
12-18 años
• Muerte o enfermedades.
• Hacer el ridículo.
• Rendimiento académico.
En general, podemos ver cómo los miedos físicos (animales,
tormentas, daño, etc.) disminuyen con la edad, mientras que cobran
más relevancia los miedos sociales (hacer el ridículo, sentirse
rechazado, hablar en público, etc.). Esto tiene sentido ya que los
seres humanos somos seres sociales y la aceptación de los demás
nos permite adaptarnos al medio.
Quiero aclarar que los miedos que aparecen en la tabla
anterior son solo una guía general, porque cada niño es distinto y si
el miedo de tu hijo no está recogido en ella no debemos asustarnos.
Las emociones son mucho más complejas y reducirlas a una tabla
sería irresponsable, ya que los miedos de cada niño dependen de
otros factores como sus experiencias previas, la cultura, el propio
temperamento del peque y también de sus aprendizajes (por
ejemplo, el contenido que ve a través de las pantallas o las historias
que le hayan contado).

Los componentes del miedo

El miedo es una emoción compartida por seres humanos y animales,


pero la diferencia es que en los primeros la reacción que provoca
esta emoción suele ser mucho más compleja que en los segundos.
En el caso de los animales, la reacción instintiva es la lucha, la
parálisis o la fuga, mientras que en los seres humanos la reacción
conlleva efectos psicológicos, fisiológicos y conductuales, e
intervienen variables como las de género, clase social, situación
particular en la que se encuentre el individuo, personalidad o
experiencia, entre otras. En consecuencia, en los humanos el miedo
es un sistema de alarma que no solo es fisiológico o bioquímico,
como en el resto de los animales, sino que es de naturaleza
psicosocial y subjetiva.
Por ello, para comprender bien los miedos de nuestros hijos (y
los propios), me gustaría explicaros los diferentes componentes que,
para mí, se deben diferenciar en el miedo. Son cuatro: cerebral,
fisiológico, psicológico y conductual.

Componente cerebral

Este componente se refiere al aspecto neurobiológico que las


personas tenemos. Es la reacción innata que tiene nuestro cerebro y
cuerpo ante la sensación de peligro. Hasta ahora, los estudios que
han observado las bases neurobiológicas de esta emoción se han
dedicado a estudiar una región cerebral, llamada la amígdala, que se
encuentra en el sistema límbico, también conocido como «cerebro
emocional». Se ha visto que la amígdala actúa como un detector de
peligro y ante una posible señal de peligro se activa. Muchas veces
se activa ante estímulos amenazantes, pero muchas otras veces se
pueden interpretar como peligrosos estímulos que no lo son. Por
ejemplo, una alarma periférica para proteger una casa se puede
activar cuando alguien está intentando entrar a robar (estímulo
peligroso), aunque a veces puede activarse por error, como por
ejemplo cuando un pájaro pasa por delante de la cámara (estímulo
no peligroso). Aquí reside la diferencia entre un miedo real, que nos
ayuda y protege, y un miedo imaginario, que si no se interpreta
correctamente puede llegar a afectarnos hasta el punto de
bloquearnos o activarnos de forma inadecuada, desencadenando
trastornos de ansiedad, fobias, trastornos obsesivos compulsivos,
etc.
Estudios recientes realizados a través de resonancias
electromagnéticas han demostrado que la amígdala no es la única
área cerebral implicada en el miedo; también se ha observado que
hay otras áreas que intervienen en esta emoción y que actúan como
un circuito. Estas áreas son, además de la amígdala, la ínsula, la
corteza cingulada anterior dorsal y la corteza prefrontal dorsolateral.
La corteza prefrontal tiene un papel muy importante: es la que pone
la situación en contexto y produce una respuesta menos
«automática» y más elaborada al estímulo. El circuito funciona de la
siguiente forma: la amígdala envía una alerta a la ínsula para que
active rápidamente las respuestas fisiológicas; a su vez, la corteza
cingulada anterior dorsal nos ayudaría a centrarnos en el peligro
mientras que la corteza prefrontal dorsolateral sería la responsable
de ofrecer soluciones cognitivas para la situación (pedir ayuda, gritar,
salir corriendo, esconderse, etc.).
El problema es cuando este circuito no funciona bien y se
interpreta un estímulo como una amenaza, cuando en realidad no lo
es. Como el ejemplo anterior de la alarma periférica que detecta un
pájaro como estímulo peligroso. En estos casos el miedo se
convierte en desadaptativo y todas las áreas cerebrales funcionan de
forma ineficaz, generando estrés y un desgaste innecesario que
impulsa a la persona a huir o evitar un estímulo no amenazante.
Esto nos indica que el miedo es una emoción compleja que
depende de varias áreas cerebrales y que todavía hace falta mucha
investigación para poder seguir comprendiendo cómo funciona para
poder ayudar a las personas a tener un control sobre él.

Componente fisiológico

Os comentaba antes que cuando sentimos miedo se activa en el


cerebro una alarma. Esta alarma es la encargada de avisar al cuerpo
de seguridad para que pueda ayudarnos. ¿Quién es ese cuerpo de
seguridad? ¡Nuestro propio cuerpo! ¿No os parece maravilloso?
Ante el miedo, nuestro cuerpo se prepara para huir,
esconderse o defenderse y por eso podemos notar cómo nuestro
ritmo cardíaco aumenta, empezamos a sudar, hay una apertura de
los ojos para mejorar la visión, se nos dilatan las pupilas para
facilitar la admisión de la luz y poder mirar de lejos y se agudiza el
sentido del oído. Los pulmones se dilatan para que entre más
oxígeno y algunos vasos sanguíneos se cierran para enviar la sangre
a otras zonas del cuerpo que vamos a necesitar, como el cerebro, el
hígado, los músculos y el riñón. Como el cerebro está ocupado en la
defensa, se olvida de controlar otras cosas como, por ejemplo, los
esfínteres —que pueden relajarse— o la vejiga, en el momento de
máxima tensión. Algo muy interesante es que se activan los
mecanismos de coagulación de la sangre para detener una
hemorragia en caso de una herida, se tensionan los músculos y se
lubrican más las articulaciones para que el cuerpo sea más rápido,
fuerte y ágil.
También se produce una liberación de ciertas hormonas, como
el cortisol y la adrenalina. El cortisol ayuda a los músculos a liberar
más azúcar, mientras que la adrenalina nos pone en un estado de
vigilancia alta ante un estímulo amenazante.
Como podéis ver, ante una situación de miedo nuestro cuerpo
despliega todas sus defensas, algo que resulta increíble a la par que
agotador. Sentir miedo supone un estrés corporal enorme y si la
señal de alerta se activa ante amenazas irreales puede llevar a un
agotamiento físico enorme. Uno de los niños que acuden a mi
consulta, que tenía ansiedad por separación, me contaba que estaba
agotado todo el día. En clase estaba medio dormido y en
extraescolares no le apetecía jugar al fútbol (algo que siempre le
había apasionado). Normal que estuviera agotado: separarse de sus
padres le provocaba un nivel de ansiedad enorme y, a lo largo del
curso escolar, aquello se producía más de nueve horas diarias, cinco
días a la semana. ¿Cómo no iba a estar cansado, si su cuerpo estaba
en estado de alerta constantemente? Y esto también ocurre cuando
son más pequeños si han pasado un día estresante o su rutina
habitual se ha visto modificada por diversos motivos (estar lejos de
su familia, haber tenido contacto con gente nueva, un viaje, etc.). En
casos como estos los peques tienden a estar más irritables y
cansados porque estos cambios han provocado que estén con la
alarma puesta todo el día.
Además —y esto ya lo decía Freud—, si la intensidad del
miedo es muy alta, la persona se puede quedar paralizada hasta el
punto de bloquear el impulso de huida. Es fundamental explicar que
esta reacción de bloqueo es involuntaria e innata; se conoce como
inmovilidad tónica y la tenemos humanos y animales. Se trata de
una respuesta cerebral evolutiva; por ejemplo, el antílope ante el
ataque de un león, cuando no le da tiempo a escapar y ante la falta
de alternativas, se queda paralizado. El león puede llegar a creer que
el antílope ha muerto y bajar la guardia, momento en que el antílope
tiene una oportunidad para escapar. Es un mecanismo de
supervivencia.
En las personas este bloqueo puede darse en eventos
traumáticos, como violaciones, maltratos, agresiones o accidentes
graves. Un estudio reciente del Instituto Karonlinska de Suecia,
realizado por la investigadora Anna Möller, halló que la inmovilidad
tónica puede ser más común de lo que se pensaba en los casos de
violación. Los resultados mostraron que el 70 % de las víctimas
experimentaron este tipo de parálisis y un 48 % lo hizo en un grado
«extremo».
Según el psicólogo James W. Hopper, «en medio de un ataque
lo que domina es el “circuito cerebral del miedo”: el córtex prefrontal
(o corteza prefrontal, la región que nos permite pensar
racionalmente) puede quedar gravemente inhabilitada y todo lo que
nos queda pueden ser reflejos y hábitos».
Aunque este bloqueo también puede ocurrir en otras
situaciones no traumáticas, pero que el cerebro las interpreta como
tal. Recuerdo en concreto a una de mis pacientes, que se quedaba
paralizada en mitad de clase o en el patio de recreo, sin poder
moverse, durante etapas de mucho estrés. Ella sentía muchísimo
pánico en ese momento y solo mejoró a través de un entrenamiento
en respiraciones, trabajando sensaciones corporales, empoderándola
e incidiendo en el control de su propio cuerpo, de pensamientos
ansiosos, etc. Este último ejemplo me lleva al siguiente componente
del miedo.

En la actividad (El globo) del anexo «Dinámicas


familiares», encontraréis una propuesta para ayudar a los
peques a controlar las emociones —y las sensaciones físicas
que estas provocan— a través de un juego en el que
aprenderán a respirar correctamente.

Componente psicológico

En el ser humano, cualquier miedo tiene un componente psicológico.


Cuando algo provoca temor aparecen pensamientos automáticos que
le dan un significado a la emoción y a las sensaciones que estamos
experimentando. Es importante detectar estos pensamientos y
analizarlos para ver si están contribuyendo a mejorar o agravar la
situación que ha desencadenado el miedo.
En el primer caso la alarma estaría bien calibrada, tanto en su
activación como en su regulación; es decir, se activa en el momento
apropiado y, cuando se analiza, se regula adecuadamente. Por
ejemplo, si nuestro hijo va en bicicleta y se aproxima a una
carretera, seguramente la alarma del miedo salte y esta le haga
frenar. En este caso el miedo es funcional, porque nos ayuda a
sobrevivir y es importante que le escuchemos y le hagamos caso.
El segundo tipo, el disfuncional, se activaría en situaciones
que no implican peligro y, además, no habría un buen control de la
emoción. En este caso se pueden terminar generando fobias, pánico,
trastornos obsesivos compulsivos, trastornos de sueño, etc.
Por ejemplo, imaginad que a un niño de 5 años le da miedo ir
solo a su habitación. Ese miedo va a generar un tipo de
pensamientos:

“Hay un monstruo en mi habitación”.


“¿Y si mis padres salen de casa cuando estoy en mi habitación y me quedo
solo?”.

La habitación, en principio, es un lugar seguro y por eso en


este caso ese miedo sería un miedo irracional y disfuncional porque
no cumple su función. Si dejamos que este tipo de miedos tomen el
control sobre nosotros podríamos terminar desarrollando un
trastorno mental. Por ejemplo: si el niño de 5 años no puede ir solo
a su habitación y necesita siempre que un adulto vaya con él y entra
en pánico cuando quiere ir a coger su juguete y un adulto no le
acompaña.
Esto no significa que si tu hijo tiene miedo a ir solo a la
habitación, o a dormir solo, vaya a desarrollar una fobia o un
trastorno de ansiedad. ¡Relax! Más adelante analizaremos la
diferencia entre un miedo normal y un miedo clínico.
Volviendo a los pensamientos automáticos, hay que precisar
que no podemos controlar su aparición. Nosotros, como adultos,
también los tenemos. Por ejemplo, al coger un avión puede ser que
surjan pensamientos ansiosos. Por eso, pensar que algo puede ser
peligroso cuando no lo es no es sinónimo de patología, ya que
muchas veces estos pensamientos aparecen sin más. Y aunque no
podemos controlar su aparición, sí podemos controlar lo que
hacemos con ellos.

Para trabajar esto con los niños propongo diferenciar entre


miedos reales y miedos imaginarios. En la actividad del
anexo «Dinámicas familiares» os dejo un juego que he creado
para que podáis detectar con vuestros hijos cuándo un miedo
es real (y debemos hacerle caso) y cuándo es imaginario (y
debemos afrontarlo). Es importante entender que aprender a
clasificar los miedos es una estrategia muy sencilla, pero a la
vez poderosa, para conseguir regular la emoción del miedo.

Componente conductual

Ya hemos visto que es difícil controlar la aparición de los


pensamientos que surgen como respuesta a una situación
determinada, pero sí podemos controlar la conducta asociada a ello,
es decir, cómo actuamos ante ese miedo. ¡Y, ojo, porque esto que
acabo de decir es MUY importante! Ante este tipo de pensamientos
podemos tomar dos caminos: evitar el miedo y hacerle frente.

Evitar el miedo

Este sería el camino que nos ofrecería una aparente solución a corto
plazo: soslayar el malestar generado por el miedo. Pero, a largo
plazo, ocurre un efecto paradójico y es que evitar el miedo solo
genera más miedo. A los niños y adolescentes a los que trato se lo
explico a través del siguiente ejemplo:
“Imagina que yo creo que dentro del armario de mi despacho hay un
monstruo o una persona mala y que, si abro la puerta, me puede hacer algo
malo y, si no la abro, no me expongo a ese riesgo”.

Y entonces les hago las siguientes preguntas:

“¿Cómo me sentiré cada vez que pase por delante de la puerta del
armario?”.
“¿Con qué relacionaré los ruidos extraños que escuche en mi despacho a
partir de ahora? ¿Y cómo me sentiría?”.
“¿Y qué hago si un día necesito guardar o coger algo del armario?”.

Generalmente los niños y adolescentes dicen que cada vez


que pasen por delante del armario se sentirán nerviosos, con
ansiedad, alerta, tensos… También dicen que los ruidos extraños los
relacionarían con el posible monstruo que hay dentro del armario y
que sentirían miedo e incertidumbre. Esta pregunta me sirve para
reflexionar con ellos sobre la imaginación y cómo nos ayuda a crear
cosas buenas, pero también cosas malas.

Afrontar el miedo

Harry Potter nos enseñó las claves para vencer al miedo. ¿Recordáis
sus técnicas?

Nombrándolo. Harry Potter era el único que se atrevía a


llamar a Voldemort por su nombre. Todos los demás se
referían a él como «el Innombrable» porque le tenían tanto
miedo que creían que, evitando pronunciar su nombre,
desaparecería. En el punto anterior ya os he explicado que
cuando intentamos evitar el miedo solo contribuimos a
aumentar su poder sobre nosotros y eso nos debilita.

Los adultos también lo hacemos. Hay ciertas palabras que no


queremos pronunciar y, para evitarlo, las pasamos por alto con un
silencio incómodo o las sustituimos por otras palabras o frases más
neutras. Por ejemplo, llamar «bicho» al cáncer o decir «se ha ido»
en vez de decir «se ha muerto».
Preferimos silenciar o evitar lo que nos asusta porque
socialmente se asocia el miedo a cobardía o debilidad. Sentir miedo
nos hace vulnerables y, obviamente, no es algo agradable, pero
afrontarlo y superar nuestros miedos nos hará sentir más seguros y
orgullosos de nosotros mismos.

En el anexo «Dinámicas familiares» tenéis la actividad


(DIBUJA TU MIEDO), diseñada para que los niños den el primer
paso para enfrentarse a sus miedos.
Pidiendo ayuda. Volviendo al ejemplo de Harry Potter, claro
que no se enfrentó solo a su miedo. Lo hizo con ayuda de
maestros y amigos. Ya lo dice el dicho: «Si quieres ir más
rápido ve solo, si quieres llegar más lejos ve acompañado». Y
es que el apoyo de los demás es fundamental a la hora de
afrontar los miedos. Las mamás y los papás tenemos un papel
fundamental para ayudar a los hijos a enfrentarse a sus
miedos.

Vamos a ver las diferentes formas que tienen las familias de


ayudar (o no ayudar) a sus hijos según el estilo de parentalidad que
adopten. En el capítulo 2 ya comentamos, a rasgos generales, los
cuatro estilos básicos de crianza: autoritario, permisivo, democrático
y negligente. Veamos ahora cómo se concretan en el siguiente
ejemplo.
Imaginemos que Clara, una niña de 9 años, tiene miedo a
dormir fuera de casa y nunca quiere hacerlo. En su colegio han
organizado un viaje de fin de curso a un campamento donde van
todos sus compañeros. Los padres de Clara quieren que vaya a la
acampada, pero la niña se niega en rotundo.
¿Cómo actuaría su familia según cada uno de estos estilos de
crianza?
• Estilo autoritario. Las familias autoritarias muestran un alto
grado de control y un bajo nivel de afectividad. Sienten mucha
ansiedad si creen que no están controlando y, por lo tanto,
encuentran la solución en la imposición de las normas:

“Ya eres mayor. Es una tontería que te dé miedo. Todos tus amigos van
y tú eres la única que no quieres ir. Me da igual cómo te pongas: irás”.

• Estilo permisivo. Las familias de estilo permisivo se


caracterizan por mostrar un alto grado de afectividad, pero sin
marcar límites. La respuesta de una familia permisiva sería la
siguiente:

“Claro, cariño, si te da miedo no vayas”.

• Estilo democrático. Las familias democráticas marcan límites


de forma respetuosa y, a la par, ofrecen altas dosis de
afectividad. A diferencia del estilo permisivo, estas familias
ofrecen alternativas, animando así a sus hijos a enfrentarse a
sus miedos:

“Sería una pena que no fueras porque irán todos tus amigos y harás
actividades que te gustan mucho, como montar a caballo. ¿Por qué no lo
intentas, y si te encuentras mal te recogemos?”.
• Estilo negligente. Estas familias se caracterizan por una
ausencia de límites y carencia de afectividad en la crianza.
Muestran indiferencia ante los problemas de sus hijos. La
respuesta que darían sería:

“Haz lo que te dé la gana”.

¿Qué consecuencias tendría cada uno de estos estilos en los


niños?

• Estilo autoritario. Los estudios han demostrado que, a largo


plazo, estos niños pueden desarrollar trastornos emocionales,
como ansiedad o depresión, ya que no tienen capacidad para
canalizar ni gestionar las emociones. Muestran niveles bajos
de autonomía y seguridad debido a que siempre se les ha
dicho lo que deben hacer. Digamos que este estilo educativo
trae consigo un efecto boomerang en cuanto a los miedos.
• Estilo permisivo. Estos niños no hacen frente a sus miedos,
utilizan la evitación como paliativo para sus inseguridades. Ya
hemos visto en este capítulo cómo la evitación es una solución
paradójica y termina generando más miedos. Además, cuando
en el futuro estos niños tengan que enfrentarse a sus miedos,
no tendrán las herramientas necesarias para hacerlo. Lo que
la familia hace en un principio con buena intención, como es
acoger la emoción del niño, termina siendo un problema
porque, al no ofrecerle alternativas para afrontarlo, el mensaje
que inconscientemente se manda al niño es: «Quédate en
casa, que aquí estarás seguro».
Cabe resaltar que muchas familias que han sido muy
permisivas cuando los niños eran pequeños, terminan
convirtiéndose en familias autoritarias por pura desesperación,
cuando sus hijos adolescentes siguen sin querer dormir en su
habitación, ir a acampadas o quedar con amigos.
• Estilo democrático. Este tipo de niños, a la larga, son niños
autónomos y seguros. Sus familias han acompañado y
respetado sus miedos, pero a la vez les han ofrecido
soluciones para enfrentarlos. Esto no significa que los niños
siempre las hayan aceptado. Quizá la niña del ejemplo dijo a
sus padres que no quería ir a la acampada, rechazando
incluso la alternativa de recogerla que le habían propuesto sus
padres. En este caso la familia democrática NO obligaría a la
niña a ir, pero sí seguiría intentándolo en futuras ocasiones e
incluso buscando compromisos y reforzando sus progresos.
Por ejemplo:

“Me alegra saber que al menos te lo has pensado. Si tienes claro que
esta vez no quieres ir, es tu decisión. Sí que nos ustaría que en el futuro
lo intentarás. Por ejemplo, quedarte un día a dormir en casa de los
abuelos o de tus primos”.
• Estilo negligente. Ante la falta de límites y afectividad, este
tipo de niños tienen dificultades a la hora de regular sus
emociones. Su familia no le ayuda a trabajar sus miedos, pero
tampoco los valida.

Si incluso así viéramos que Clara está muy bloqueada y que


separarse de su familia le provoca un alto grado de ansiedad, sería
conveniente pedir ayuda profesional en el ámbito de la salud mental
para que puedan trabajar con ella y/o su familia.

TIPS
CÓMO AYUDAR A NUESTROS HIJOS A
AFRONTAR SUS MIEDOS

Como resumen del capítulo, os voy a dejar unas indicaciones


generales para que podáis ayudar a vuestros hijos a enfrentarse a
sus miedos. Allá vamos con la receta:

Ayúdale a distinguir si sus miedos son racionales o


irracionales. Los racionales nos ayudan a sobrevivir y nos
protegen, además son proporcionales a la amenaza. En
cambio, los irracionales nos bloquean y nos generan un
malestar intenso porque son desproporcionados a la supuesta
amenaza.

Reconoce el miedo, incluso si es irracional. Lo primero que


necesitan los niños es sentirse comprendidos. Seguramente
ellos ya son conscientes de que su miedo «no es normal» y no
necesitan que se lo recordemos. Por eso, es importante que
se sientan comprendidos y acompañados. Validar no significa
darle la razón, validar quiere decir empatizar. Por ejemplo:

“Imagino que debes pasarlo mal cada vez que te toca hablar en clase.
Yo también me pongo nerviosa cuando, en mi trabajo, tengo que hablar
delante de los compañeros”.

Ofrécele soluciones. Una vez validado, vamos al siguiente


paso: tratar de encontrar alternativas para las próximas veces.
Podéis jugar a imaginar que está en esa situación para que se
vea a sí mismo intentando una forma diferente de abordarla.
Estas soluciones quizá no se pongan en marcha las próximas
veces, pero al menos internamente el niño estará
sopesándolas y eso ya es un cambio importante.

Adquiere un compromiso. Intentad fijad entre vosotros un


objetivo a largo plazo y luego pequeños objetivos a corto
plazo que le vayan acercando al primero. Este compromiso no
funcionará si es impuesto o ideado por el adulto. Permite al
niño que se exprese y diga qué está dispuesto hacer y
cuándo. Cualquier pequeño cambio, por insignificante que nos
parezca, es un gran paso.

Paciencia. Recuerda que derrotar miedos es una tarea


gradual que necesita tiempo y mucho cariño. A menudo se
nos olvida cómo nos sentíamos cuando éramos niños; por eso
te invito a que reflexiones sobre los miedos que tenías a la
edad de tu peque. Quizá era un examen, que tus amigos no te
dejarán jugar, bañarte en la piscina, los perros, dormir solo…
¿Cuánto tiempo tardaste en afrontarlos? Seguramente, si lo
conseguiste, no fue tarea fácil. Eso sí, sí hay algo que facilita
la tarea: hacerlo acompañado. ¿Y quién mejor que tú para
acompañar a tu hijo?

Busca ayuda. Si ves que pasa el tiempo y tienes la sospecha


de que el miedo de tu hijo no sea meramente evolutivo, sino
clínico, es importante acudir a los profesionales adecuados
para que puedan guiaros. Exactamente lo mismo que harías si
tu peque está malito del estómago. Quizá los primeros días
intentas darle dieta blanda, pero si ves que persiste
seguramente acudas al pediatra. Pues con las dolencias
emocionales, lo mismo. ¡Que sean invisibles no significa que
no existan!
En general, los miedos infantiles son fenómenos normales con una
función evolutiva. Este tipo de miedos, asociados a una edad, se
consideran transitorios y de corta duración. Sin embargo, en algunos
niños y adolescentes pueden convertirse en crónicos, haciendo que
desarrollen fobias específicas. De hecho, se ha observado que las
fobias tienen su origen en la infancia y en la adolescencia.
Muchas veces se piensa que el miedo y la ansiedad son la
misma emoción y, aunque ciertamente tienen cosas en común,
también tienen sus diferencias.
El miedo es la emoción desencadenada ante la presencia de
una amenaza, estímulo que genera reacciones de lucha, huida o
evitación. El miedo se asocia a menudo con síntomas físicos de
hiperactivación que son necesarios para las conductas de lucha o
huida, y para la aparición de pensamientos de peligro inmediato y
huida.
La ansiedad es una emoción muy similar al miedo, pero que
ocurre en ausencia de un estímulo amenazante. Esta se asocia más
con tensión muscular, estado de hipervigilancia, para prepararse
para el futuro peligro, y comportamientos prudentes o de evitación.
Un miedo evolutivo puede convertirse en un miedo clínico.
Seguramente muchos de vosotros os estaréis preguntando:
Entonces, ¿cuándo es normal
y cuando no es normal el
miedo de mi hijo?

Tanto el miedo como la ansiedad son reacciones normales


ante el peligro, que coexisten y se superponen a lo largo de nuestro
desarrollo emocional, pero cuando el grado de angustia del niño es
considerado extremo en relación con el de sus iguales, la ansiedad
es calificada como anormal o patológica, pudiendo desembocar en
trastornos de ansiedad.

Tipos de trastornos de ansiedad

Para la clasificación de los distintos trastornos de ansiedad se aplican


una serie de criterios clínicos basados en investigaciones. Aunque
existen varios manuales, para identificar los síntomas que podemos
observar en algunos de ellos me basaré en el Manual diagnóstico y
estadístico de los trastornos mentales (DSM-V).

Fobia específica
Se trata de un miedo o una ansiedad intensos provocados por
ciertos objetos o desencadenados ante situaciones específicas (por
ejemplo, volar, alturas, ciertos animales, agujas u objetos punzantes,
ver sangre). En los niños, el miedo o la ansiedad se pueden expresar
con llanto, rabietas, quedarse paralizados o aferrarse.
El objeto o la situación que están en la raíz de la fobia casi
siempre provocan miedo o ansiedad inmediata. La persona que la
padece por lo general procura evitar el objeto o la situación fóbicos o
intenta resistirse activamente con miedo o ansiedad intensos. El
miedo o la ansiedad que experimenta son desproporcionados al
peligro real que representa el objeto o situación específica y al
contexto sociocultural.
Tanto el miedo como la ansiedad o la evitación deben ser
persistentes y durar al menos seis meses.
Además, el miedo, la ansiedad o la evitación causan malestar
clínicamente significativo o deterioro en sus relaciones sociales y
otras áreas importantes.
Las fobias específicas se agrupan en cinco categorías:

• Animales de todo tipo, incluidos los insectos.


• Ambientales (tormentas, alturas, agua…).
• Sangre o heridas (incluido el miedo a las agujas, las
inyecciones…).
• Situacionales (situaciones específicas como ir en tren, en avión,
usar ascensores, cruzar puentes…).
• Otros tipos (todas las demás situaciones y objetos: vomitar,
ahogarse, sonidos fuertes, personajes disfrazados…).

Trastorno de ansiedad generalizada

El trastorno de ansiedad generalizada (TAG) se caracteriza por un


patrón de preocupación excesiva e incontrolable que causa deterioro
en el funcionamiento diario del niño. La ansiedad o preocupación se
asocian, al menos, a uno de los siguientes síntomas:

• Inquietud o sensación de estar atrapado o con los nervios de


punta.
• Fácilmente fatigado.
• Dificultad para concentrarse; quedarse con la mente en blanco.
• Irritabilidad.
• Tensión muscular.
• Problemas de sueño (dificultad para dormirse, sueño
intranquilo).

La ansiedad generalizada no es una preocupación concreta


por una sola cosa; generalmente se centra en eventos futuros,
situaciones nuevas o poco familiares. Los niños que la padecen
buscan constantemente la aprobación externa de terceros, la cual
solo logra aliviar temporalmente su ansiedad. Estos niños suelen
mostrar síntomas psicosomáticos como dolor de cabeza, dolor de
estómago, problemas de sueño, molestias musculares, etc. Suelen
verbalizar que les cuesta estar relajados y que tienen la sensación de
vivir en constante tensión, por ello suelen mostrarse irritables
cuando están preocupados.

Trastorno de ansiedad social

Según el DSM-V, este trastorno se caracteriza por una ansiedad


intensa en una o más situaciones sociales en las que la persona que
la padece se siente expuesta al posible examen por parte de otras.
Algunos ejemplos son interacciones sociales como mantener una
conversación, estar con gente desconocida, ser observado mientras
se realizan acciones cotidianas (como comer o beber) o tener que
actuar en público (hablar en clase, dar una charla, etc.). En los niños
este trastorno se puede dar no solamente en su interacción con los
adultos, sino también con otros niños de su misma edad, como en
los ejemplos siguientes:

María es una niña de 7 años a la que se le da fenomenal nadar. Su familia le


ha propuesto apuntarse a una piscina, donde iría con otras niñas de su
edad para que pueda mejorar, pero María se niega en redondo.
Marcos tiene 9 años y no se atreve a jugar al baloncesto con sus amigos
desde que un niño de otra clase le dijo: «Tío, eres un paquete. ¿Cómo has
podido fallar esa canasta?».

A continuación os pongo algunos de los síntomas que nos


pueden ayudar a identificar una ansiedad social:

• El niño tiene miedo de actuar de cierta manera y que los demás


le valoren negativamente (le humillen, le hagan sentir
avergonzado, le dejen en ridículo, etc.)
• Las situaciones sociales casi siempre provocan miedo o
ansiedad. En los niños, se pueden expresar con llanto,
rabietas, quedarse paralizados, aferrarse a sus figuras de
apego, retraerse o no hablar en situaciones sociales.
• Los niños suelen evitar ciertas situaciones sociales (cumpleaños,
viajes de fin de curso, actividades extraescolares, preguntar
en clase, etc.) o se resisten a exponerse a ellas.
• El miedo o la ansiedad son desproporcionados a la amenaza real
planteada (que no quieran jugar con el niño, que se rían de él,
etc.) por la situación social y el contexto sociocultural.

El miedo, la ansiedad o la evitación son persistentes y deben


durar al menos seis meses. Como en los demás trastornos, causan
un malestar clínicamente significativo o un deterioro en lo social u
otras áreas importantes del funcionamiento del niño.
Trastorno de pánico

Los ataques de pánico son episodios aislados y temporales de miedo


o malestar intensos, que se inician bruscamente y alcanzan su
máxima expresión dentro de los primeros diez minutos. Se
acompañan de síntomas físicos y/o cognitivos e incluyen, al menos,
cuatro síntomas de los siguientes:

• Palpitaciones o taquicardia.
• Sudoración.
• Temblores o sacudidas.
• Sensación de ahogo.
• Sensación de atragantamiento.
• Opresión o malestar torácico.
• Náuseas o molestias abdominales.
• Inestabilidad, mareo o sensación de desmayo.
• Desrealización o despersonalización.
• Miedo a volverse loco o descontrolarse.
• Miedo a morir.
• Parestesias (hormigueos o entumecimientos).
• Escalofríos o sofocaciones.
A veces, el niño puede sentir que se está muriendo durante el
ataque de pánico. Es importante decir que estos ataques no son
frecuentes en los niños pequeños, sino que a menudo comienzan
durante la adolescencia.

Agorafobia

Es un tipo de fobia que se produce cuando el niño que la padece se


siente incómodo en lugares o situaciones en los que se siente poco
seguro, con pocas vías de escape o donde simplemente encontrar
ayuda sería un problema. Por lo tanto, suelen sentir miedo en
lugares como:

• Transporte público.
• Espacios abiertos.
• Lugares cerrados.
• Encontrarse en medio de una multitud.
• Estar fuera de la casa.
• Estar solo.
• Hallarse en ciertos espacios sociales, como restaurantes.

Estos espacios o situaciones provocan en el niño


pensamientos recurrentes de que le resultaría difícil, embarazoso o
humillante escapar de ellos y que podría no disponer de ayuda en
caso de experimentar angustia u otros síntomas incapacitantes. La
persona que padece esta fobia casi siempre opta por evitar los
espacios o situaciones que la provocan y, cuando es imprescindible
afrontarlos, suele requerir la presencia de un acompañante ya que
les provocan extrema ansiedad o ataques de pánico. En el caso de
niños pequeños, este trastorno se manifiesta con llanto y pataletas.
No es frecuente en edades tempranas, sino que, a menudo,
comienzan durante la adolescencia.

Trastorno de ansiedad por separación

El trastorno de ansiedad de separación (TAS) se produce cuando el


niño siente una ansiedad excesiva al separarse de sus padres o
figuras de apego. Se diagnostica cuando la ansiedad es muy intensa
o no es apropiada para la etapa del desarrollo. Estos serían los
síntomas con los que este trastorno se manifiesta en los niños:

• Malestar excesivo y recurrente cuando se prevé o se vive una


separación del hogar o de las figuras de mayor apego.
• Preocupación excesiva y persistente por la posible pérdida de las
figuras de mayor apego o por que puedan sufrir un posible
daño, como una enfermedad, daño, calamidades o muerte.
• Preocupación excesiva y persistente por la posibilidad de que un
acontecimiento adverso (por ejemplo, perderse, ser raptado,
tener un accidente, enfermar) cause la separación de una
figura de gran apego.
• Resistencia o rechazo persistente a salir de casa (a la escuela o
a otro lugar) por miedo a la separación.
• Miedo excesivo y persistente, o resistencia, a estar solo o sin las
figuras de mayor apego, en casa o en otros lugares.
• Resistencia o rechazo persistente a dormir fuera de casa o a
dormir sin estar cerca de una figura de gran apego.
• Pesadillas repetidas sobre el tema de la separación.
• Quejas repetidas de síntomas físicos (dolor de cabeza, dolor de
estómago, náuseas, vómitos) cuando se produce o se prevé la
separación de figuras de mayor apego

Para considerarse un trastorno en niños y adolescentes, el


miedo, la ansiedad o la evitación deben ser persistentes y durar al
menos cuatro semanas.
Además, estos síntomas deben provocar un malestar
clínicamente significativo o un deterioro en el ámbito social,
académico u otras áreas importantes del funcionamiento del niño. Es
decir, afectan el día a día del niño (no quiere salir con amigos, le
cuesta concentrarse en clase, le provoca alteraciones en el sueño,
etc.). Si el niño no quiere ir al colegio, pero luego se queda
tranquilamente en casa de un amigo, esto no sería un trastorno de
ansiedad por separación.
Para que los síntomas antes descritos puedan diagnosticarse
como TAS han de manifestarse antes de los 18 años de edad y, por
lo general, después de los 6 años. Es normal que los bebés y los
niños en edad preescolar sientan cierto grado de ansiedad ante la
separación. Aproximadamente, a partir de los 3 años los niños van
adquiriendo la capacidad de percibir que separarse de mamá o papá
no es para siempre y pueden crear una representación mental de
sus figuras de apego durante la ausencia de estas. Esta
representación la van elaborando con ayuda del objeto transicional
(la mantita, el peluche…) del que os hablaba en el capítulo 2.
Evolutivamente, las manifestaciones normales de ansiedad por
separación van disminuyendo entre los 3 y los 6 años. Sin embargo,
hay casos de niños menores de 6 años que cumplen los criterios
para ser diagnosticados de TAS; en este caso se clasificaría como
«trastorno de ansiedad por separación de inicio temprano».

Mutismo selectivo
El mutismo selectivo es un trastorno de ansiedad de la etapa infantil,
caracterizado por la ausencia total del habla en, al menos, una
situación específica aun cuando el niño tiene la capacidad de hablar
en otras situaciones. Es decir, son niños que tienen desarrollado el
lenguaje, pero que se bloquean en, al menos, un contexto concreto
y no pueden hablar.
Esta alteración interfiere a nivel escolar llegando a afectar en
el rendimiento escolar (ya que el profesorado tiene dificultades para
evaluarlos) y también en el ámbito social (al provocar sensación de
aislamiento y soledad). Sin embargo, son niños que no suelen tener
problemas a la hora de expresarse en entornos donde se sienten
seguros como, por ejemplo, con su familia o amigos más cercanos.
Para que la ausencia de habla en contextos concretos se
diagnostique como mutismo selectivo debe durar, al menos, un mes
(no cuenta si es el primer mes de colegio).
El mutismo selectivo se da en niños que suelen ser tímidos,
retraídos y tranquilos. Este trastorno infantil no obedece a causas
físicas o por problemas articulares, no se trata de un problema de
lenguaje, pues el niño se expresa correctamente en otras
situaciones.
Ante un caso de mutismo selectivo es muy importante evitar
hacer estas tres cosas:
• Etiquetar al niño como tímido, vergonzoso o retraído, ya que
esto solo hará que se bloquee más.
• Presionarle para que hable, ya que este tipo de actitudes
aumentan su nivel de ansiedad y por lo tanto refuerza el
mutismo.
• Sobreprotegerlo, porque disminuye su autonomía y frena su
desarrollo.

TIPS
CÓMO ACTUAR ANTE UN NIÑO CON MUTISMO
SELECTIVO

No ignorar el problema. Ante la menor sospecha, es clave


buscar ayuda profesional de un psicólogo infantil que ayude
tanto al niño como a la familia a trabajar el mutismo selectivo
de forma gradual y respetuosa.

Reforzar positivamente al niño. Estos niños suelen tener


una baja autoestima ya que son muchas más las veces que
«fracasan» intentando hablar que las que consiguen tener
«éxito». Por eso es importante que la familia o el profesor
feliciten al niño a medida que vaya realizando logros. No hace
falta que sea únicamente si habla o no, también pueden estar
dirigidos a su actitud:

“Hoy te he notado mucho más tranquilo cuando te he recogido de


clase”.

¿Cuál es el origen de los trastornos de


ansiedad?

No podemos reducir el origen de los trastornos de ansiedad a un


solo componente ya que se ha observado que estos son resultado de
la interacción de múltiples factores de riesgo y de factores
predisponentes.
La mayoría de los estudios dirigidos a investigar el origen y
desarrollo de los trastornos de ansiedad han observado que en ellos
influyen factores tanto genéticos como ambientales.
Vamos a centrarnos en los ambientales, ya que son los que
dependen directamente de nosotros. La ciencia ha demostrado que
los padres con diagnóstico de trastornos de ansiedad suelen utilizar
pautas de crianza que incrementan el riesgo de ansiedad de sus
hijos, pues presentan conductas más controladoras e intrusivas y
ellos mismos ofrecen a sus hijos ejemplos de conductas ansiosas.
Os voy a contar un breve cuento, que leí en el libro El canto
del pájaro, de Anthony de Mello, para que veamos qué fácil es
transmitir nuestros propios miedos a nuestros hijos:

Una madre quería que, después de jugar, su hijo regresara a casa lo antes
posible y antes del anochecer. Pero no lo conseguía. Esta mamá pensó que
tal vez, si asustaba a su hijo, él le haría caso. Así que la madre le contó que
era importante que regresara antes de que cayera la noche porque al,
ponerse el sol, salían unos espíritus malvados que podrían atacarle. Y así
consiguió que su hijo le hiciese caso.
El problema vino cuando el niño se hizo mayor, porque seguía teniendo
miedo a los espíritus y también a la oscuridad. Así que su madre decidió
regalarle una medalla y le dijo que, mientras la llevara puesta, los espíritus
no le harían daño. Y así, agarrando fuerte la medalla, el niño se atrevió a
salir de noche. Sin darse cuenta, su madre había implantado tres miedos en
su hijo: a los espíritus, a la oscuridad y, ahora también, a perder la medalla.

En este caso la oscuridad no es una amenaza real; sin


embargo, el niño tiene miedo porque le han enseñado que puede ser
peligrosa.
La sociedad nos controla a través del miedo y, sin querer, esto
lo trasladamos a la educación, tanto en casa como en la escuela:

“Como no estudies repetirás curso”.


“Dame la mano para cruzar, porque te pueden atropellar los coches”.
“Si comes chocolate se te caerán los dientes”.
“Si no comes lentejas, no crecerás”.
Esto no significa que no podamos advertir a nuestros hijos de
los peligros o riesgos del día a día, pero el enfoque de la advertencia
es diferente. En los ejemplos anteriores educamos a través del
miedo. Veamos los mismos ejemplos, pero ahora educando a través
de la responsabilidad:

“Es importante que estudies, para que luego puedas elegir estudiar lo
que te gusta”.
“Dame la mano para cruzar la calle, porque la mamá es más alta y ve
mejor los coches que vienen”.
“Comer mucho chocolate no es bueno para ti. Puedes hacerlo de vez en
cuando, pero no tan a menudo”.
“Las lentejas son legumbres y son buenas para ti. Come ahora unas
poquitas para tener energía. Si prefieres otra legumbre te la puedo hacer la
próxima vez”.

Si analizamos nuestros propios miedos seguro que nos damos


cuenta de que, la mayoría de ellos, los hemos aprendido a través de
la observación o de experiencias del pasado. Por eso te propongo el
siguiente ejercicio de reflexión:

• ¿Cuáles son tus miedos aprendidos?


• ¿Cuáles crees que estás transmitiendo?
• ¿Cómo podrías evitarlo?

Yo misma trabajo en no transmitir a otros el miedo que me


producen los insectos voladores (avispas, mosquitos, abejas,
abejorros…) y algunos no voladores (arañas, cucarachas…). Soy
consciente de que me generan mucha hiperactivación e
hiperreacción, pero delante de los niños intento no sobresaltarme
para no transmitírselo. Tomé conciencia un día que iba paseando con
mi sobrino (en aquel momento él tendría unos 4 años) y, de repente,
pasó una avispa. Yo empecé a hacer movimientos bruscos y creo —
en el futuro negaré haberlo hecho— que grité. Mi sobrino, que
nunca había sentido ese miedo por los insectos, automáticamente
empezó a imitarme. Obviamente, yo era el espejo en el que se
miraba y si su tía (adulta) se asustaba por un insecto volador, él
interpretó que era porque el bicho representaba un peligro. Así que
me tocó hacer un ejercicio de autorreflexión y explicarle que yo
estaba exagerando mi reacción y que él podía ayudarme a vencer
ese miedo, ya que él no lo tenía. Me dijo que sí, y entonces, cada
vez que pasaba una avispa, yo tenía que tener mayor control. ¿Y
sabéis qué? ¡Lo conseguí(mos)!
Cuando ya eres madre y descubres que estás embarazada, ya sabes
lo que eso representa en tu vida, no es una situación nueva. Pero
nos olvidamos que el primogénito de la familia se enfrenta a una
situación que, además de ser nueva, no suele ser elegida.
Los niños se rigen por un pensamiento lógico (causa-
efecto) y por ello es fácil que, a ojos del hermano mayor, el nuevo
hermanito sea:

«El que me aparta del cariño


de mamá y/o papá y me
quita el tiempo que me
dedicaban».

Y por ello, ese tierno y dulce bebé se convierte en un rival


para el hermano mayor.
Si a esto le sumamos las tendencias egocéntricas del niño
(también absolutamente normales en los primeros años) y sus
limitaciones para regular sus emociones, el cóctel está servido.
Los celos, al igual que cualquier otra emoción, es una emoción
adaptativa y que cumple su función en nuestro día a día. Pero antes,
me gustaría aclarar la diferencia entre dos emociones que a menudo
se confunden, pero que son diferentes, y pueden aparecer juntas
ante la llegada de un hermanito: los celos y la envidia.

Los celos

Los celos son el miedo que sentimos a perder a alguien por un


tercero; es decir, es una relación triangular. Por ejemplo, cuando tu
hijo prefiere estar con el otro progenitor o con los abuelos y sientes
que puedes perder parte de su amor.
Ante los celos, se suele experimentar enfado, inseguridad o
rabia hacia la persona querida porque sentimos que nos ha fallado.
Siguiendo el ejemplo anterior, cuando tu hijo prefiere estar con otra
persona a estar contigo, ¿cómo reaccionas? Es común escuchar
cómo estas mamás y estos papás, que se sienten amenazados
porque sus hijos prefieren estar con otras personas, digan algo
como:

“Ah, vale. Así que prefieres estar con tus abuelos, ¿eh?… Vale, vale…”.

Este enfado o rabia viene directamente generado por una


inseguridad de la propia persona, y así es cómo se siente tu hijo en
esos momentos: inseguro. Los niños que sienten celos suelen tener
una buena relación con su hermano, juegan con él y le hacen caso,
pero dan problemas a sus padres. Muchos padres no entienden qué
pasa y suelen decir:

“Mi hijo no tiene celos. ¡Si a su hermano le quiere muchísimo! Pero con
nosotros ha cambiado mucho”.

Siento decir que SÍ: sí que siente celos. Precisamente eso es


lo que le pasa.
Es normal que, como madre o padre, te sientas mal, frustrado
e incluso enfadado si tu hijo te rechaza: tu pequeño, inocente y
cariñoso, de repente se ha transformado en alguien mucho más
grande —porque nos da la sensación de que, en los dos días de
hospital, han crecido como cuatro metros— y, además, ahora no es
cariñoso y su comportamiento en casa es mucho peor. Por eso, te
pediría que hicieras un ejercicio de reflexión. Imagínate que tu
peque te dijera:

“Mamá, a partir de mañana voy a tener una nueva mamá a la que no solo
voy a querer igual que a ti, sino que además tendré que dedicarle más
tiempo porque me necesita más”.

¿Cómo te sentirías? Pues así es cómo se sienten muchos niños


ante la llegada de un hermano. A esto, debemos sumarle que ellos
como niños no tienen los mismos recursos emocionales que tenemos
nosotros como adultos.
TIPS
¿CÓMO ACTUAR ANTE LOS CELOS?

Aquí te pongo algunos tips para manejar los celos ante la llegada de
un hermano:

Dedica tiempo a solas con el hijo mayor. Un bebé suele


absorber todo nuestro tiempo y energía y esto impacta
directamente en el primogénito. Por eso es importante cuidar
ese espacio individualizado con él. No hace falta que sea
planificar grandes actividades, ya que estas se producen de
vez en cuando. Son mejores gestos pequeños, pero más
continuados. Por ejemplo: leer su cuento favorito, estar con él
en el momento de dormirse, jugar a un juego de mesa, hacer
un dibujo con él, acompañarle al cole solos, preparar algo de
cenar juntos, etc.

Enséñale fotos de cuando era bebé, para que se sienta


identificado. Es un ejercicio muy bonito. Podéis sacar fotos
de cuando él era bebé para que pueda ver que él en el pasado
fue igual y tuvo la misma atención.
Evita las comparaciones. Comparar un hermano con otro es
un detonante de celos y competitividad. Comentarios como
«Este duerme mucho mejor. María fue agotadora hasta que
cumplió el año y medio» envían inconscientemente a los niños
el mensaje de que deben competir para ganarse el cariño de
los progenitores. Las comparaciones en positivo también
generan ese sentimiento de rivalidad entre ellos.

Evita hacer comentarios que hagan sentir mal al niño


por rechazaros. Es muy típico que cuando el peque rechaza
a sus padres, estos sientan dolor en su «ego parental». Ante
esto podemos llegar a hacer comentarios como:

“Ah, pues si tú no quieres estar conmigo, yo tampoco”.


“Ah, vale, vale. Luego no me busques cuando quieras que te lea un
cuento antes de dormir, ¿eh?”.

Este tipo de comentarios solo generan más inseguridad en


el niño. ¿Y cómo podemos responder? La respuesta es
sencilla: desde el amor:

“Vale, cariño. Igual ahora no te apetece jugar conmigo. Yo sí que quiero,


si te apetece luego me lo dices y, si en ese momento puedo, jugamos”.

Quizá tu hijo está actuando mal y el problema es que nos


han enseñado que, ante el error, debemos penalizar a la otra
persona. Pero errar es algo completamente humano y permite
extraer muchos aprendizajes. ¡Quizá ya vaya siendo hora de
ver los errores de nuestros hijos como oportunidades y no
como fracasos!

No modifiques la rutina diaria del hermano mayor. La


rutina es algo que nos da seguridad y estabilidad. De hecho,
cuando nos confinaron por la pandemia mundial, una de las
grandes recomendaciones de las organizaciones y
asociaciones de salud era que mantuviéramos una rutina. La
rutina es continuidad, es el suelo que nos ayuda en tiempos
de cambio y adversos (la muerte de un familiar, la enfermedad
de alguien, un despido de trabajo, un divorcio, una pandemia
mundial…). La llegada de un bebé a casa es una revolución y
cambia la rutina de todos los miembros de la casa. Los adultos
somos conscientes de que eso va a pasar, pero los niños y
adolescentes no lo son.

El otro día hablaba con una adolescente que tiene una


hermanita de 2 años y me contaba lo mucho que su vida había
cambiado desde que nació. Ya no podía ir a sus actividades
extraescolares porque su padre trabajaba y su madre tenía que
cuidar de la peque. El ritmo de su vida ahora giraba en torno a su
hermana: los planes eran más infantiles, escuchaban CantaJuegos
en el coche y tenían que estar en silencio en casa y «super pronto».
Ella sentía que sus padres estaban más volcados en su hermana que
en ella y, al hablar con su familia, reconocieron que así era. Está
claro que a veces es irremediable que la rutina del hermano mayor
cambie, pero si esto ocurre conviene hacerlo con mucha anticipación
y de forma progresiva antes de que el bebé llegue. Aun así, se debe
intentar respetar en lo posible y hacer un esfuerzo para mantener
hábitos y costumbres del otro u otros hijos.
Los celos, bien manejados, son adaptativos y con paciencia y
cariño los peques terminarán controlándolos. Es cuestión de tiempo.
Es importante resaltar que una de las etapas en la que los celos se
pueden ver más acentuados es durante el segundo año del bebé; es
decir, cuando empieza a hablar, andar y a hacer más cosas «de
mayor», ya que es en estos momentos cuando se le puede
considerar un mayor rival.
Los efectos de unos celos mal resueltos pueden cambiar el
carácter del niño y fomentar sentimientos como el egoísmo, la
envidia o la codicia.

La envidia

La envidia es una emoción que se puede confundir con los celos,


pero que en realidad es muy diferente. Consiste en rechazar a una
persona por tener algo que yo quiero; es una relación dual, entre
dos. Por ejemplo: cuando veo que la gente viaja mucho y yo no
puedo, siento envidia. También puede ser un mecanismo de defensa
para protegerse; por ejemplo, una mujer que no puede quedarse
embarazada, durante un tiempo no puede soportar a otras mujeres
embarazadas, ni siquiera si son amigas o de la familia. ¿Realmente le
caen mal esas personas? Seguramente no, porque antes se llevaba
fenomenal con ellas. Pero la envidia está actuando para protegerla
de un dolor emocional que tiene.
La envidia es una de las emociones más rechazadas
socialmente. La palabra envidioso está muy mal vista y cuando se
aplica a alguien es, generalmente, con intención ofensiva. Pero la
envidia, bien gestionada, puede ser una emoción muy potente en la
motivación y evolución de una persona. Esta emoción se puede
transformar en admiración. Siguiendo el ejemplo de los adultos, a la
persona que siente envidia de que otras personas viajen mientras
que ella no lo está haciendo puede servirle como fuente de
motivación para empezar a ahorrar dinero y plantearse un viaje a
medio plazo. O la mujer que no puede quedarse embarazada y
siente envidia de las que lo están puede plantearse que le vendría
bien comunicar el malestar que siente y buscar ayuda.
Ante la llegada de un hermano, la envidia se manifiesta
cuando el niño rechaza a su hermano (y no a sus padres). Son
peques que con sus padres siguen siendo cariñosos, pero, o bien
ignoran a su hermano, o le hacen daño de forma intencionada (le
pegan, se ríen cuando llora, le quitan sus juguetes, le hacen
rabiar…). Veamos de qué manera podemos ayudarlos cuando sienten
envidia.

TIPS
¿CÓMO ACTUAR ANTE LA ENVIDIA?

Empatiza con él y dile que tú también echas de menos


cosas de antes. Lo primero que hay que hacer es validar la
emoción del hermano mayor y explicarle que entiendes cómo
se siente. De esta forma se sentirá comprendido, menos
culpable y en confianza para poder expresar cómo se siente.

Pon el acento en el futuro de forma positiva y dile que


tener un bebé en casa, al principio, es muy duro porque
necesita una rutina más tranquila, no duerme bien, etc. Luego
añade que, en un futuro, verá más ventajas de las que puede
ver ahora como: hacer más planes fuera de casa, jugar con su
hermano, enseñarle a hacer cosas que él ya sabe, volver a
alguna actividad que ha dejado, etc. De esta forma el
hermano verá que esta situación es temporal ya que ellos,
dependiendo de la edad, muchas veces no son conscientes de
hasta cuándo será así.
Involucra al hermano mayor en las tareas diarias. Así
como en los celos esta herramienta no es útil, ya que el niño
lo que desea es pasar tiempo «a solas» con sus progenitores,
en el caso de la envidia sí puede ser útil. Muchas veces los
padres —especialmente los que viven los primeros meses de
vida de un bebé de forma ansiosa— pueden cometer el error
de querer apartar al otro hermano por miedo a que pueda
dañar de algún modo al pequeño.

“No le limpies tan fuerte, que le haces daño”.


“Quita las manos, que las tienes sucias”.
“Cuidado al pasar tan cerca del bebé. ¿No ves que está ahí y le puedes
dar?”.

Poco a poco, el hermano mayor puede sentir que es un


estorbo e ir desarrollando más y más envidia. Por eso
debemos hacer que se sienta parte de la familia (porque lo es)
y para ello es importante que pueda ayudar si le apetece. Por
ejemplo: peinar al bebé, ponerle cremita, contarle un cuento,
preparar el biberón o papillas, acercarle algo a la mamá
cuando ella está dando el pecho al hermanito

No le asignes el rol de hermano mayor, porque sentirá


que le han quitado su posición. Los hermanos son hermanos y
están en igualdad de posición en los árboles generacionales.
Está claro que uno es el mayor y el otro es el pequeño por
definición; de hecho, yo estoy designándolos así a la hora de
explicaros este capítulo, para que se entienda de quién estoy
hablando. Pero una cosa es usar estos términos para
identificar quién nació primero y quién nació después y otra
muy diferente es aplicar la categoría «hermano mayor» para
asignar responsabilidades. Por ejemplo:

“Déjale las cosas a tu hermano porque tú eres el mayor”.


“Deja que tu hermano vea los dibujos que él quiera, porque es el
pequeño y no lo entiende”.

Bien, tengamos en cuenta que, si exigimos


responsabilidades a los hermanos mayores, ellos terminarán
exigiendo derechos y eso no nos parecerá bien.
Ojo, que esto no quiere decir que en ocasiones sea
necesario decir cosas como: «Cariño, tu hermano es pequeño
y no lo entiende». No es lo mismo decir que alguien es
pequeño que decir que alguien es EL pequeño. Lo primero
describe al bebé como alguien de menor edad en comparación
con otro u otros; el segundo concepto describe al bebé como
el menor en comparación con el mayor, asignándole a este
último más responsabilidad. Simplemente son hermanos y
están en términos de igualdad en cuanto a derechos y
responsabilidades.
Refuerza las conductas positivas hacia su hermano. Los
gestos de ayuda y cariño por parte del hermano mayor hacia
el pequeño pueden ser comentadas de forma natural:

“Se te da bien cuidar de los bebés”.


“Miguel me ha ayudado a preparar la papilla de Lola”.

¡Ojo! Reforzar no es alabar, y esto último es muy artificial:

“Eres el mejor hermano mayor del mundo”.


“Miguel es un cocinero de 10 y ha preparado una superpapilla”.

Más adelante, en el capítulo de los «Los 10 mandamientos


de la educación emocional» comentaré con más detalle la
diferencia entre reforzar y alabar.

No le fuerces para que se acerque al recién nacido,


quizás necesite su espacio para asimilar la llegada del
«intruso» a la familia.

Como acabamos de ver, los celos y la envidia son emociones


que van de la mano y no es raro encontrarlas juntas, aunque en
realidad son distintas y conviene saber distinguirlas. En esta tabla
veréis resumidas las principales características de cada una:
CELOS ENVIDIA

Miedo a perder a alguien (en Rechazar a una persona


este caso sus padres) por un (hermano) por tener algo
DEFINICIÓN
tercero (hermano). que yo quiero (atención,
tiempo, regalos, cariño…).

COMPONENTES DE LA Es una relación triangular. Es una relación entre dos.


RELACIÓN

El rechazo es hacia los El rechazo es hacia el


RECHAZO
padres. hermano.

Y os diré algo más: de todos los tips para manejar los celos y
la envidia que hemos visto, el mejor sin duda es la PREVENCIÓN.

¿Cómo prevenir los celos y la envidia?

Desde el momento en que nos han confirmado el embarazo tenemos


que empezar a trabajar en casa la llegada del nuevo hermanito. No
importa la edad que tengan los otros hijos. Los consejos que siguen
son aplicables a cualquier etapa evolutiva.

TIPS
¿CÓMO PREPARO A MI HIJO PARA LA
LLEGADA DE SU HERMANO?
Los encargados de comunicar la noticia deben ser
siempre los padres, y han de hacerlo en privado. En
ocasiones me he encontrado con algunos que han informado
a sus hijos delante del resto de la familia, e incluso casos en
los que estos se han enterado por los abuelos o tíos. Es muy
importante que sean los padres quienes den la noticia a sus
hijos mayores, primero porque así estos se sentirán parte del
equipo y, segundo, por si necesitan expresar alguna emoción.
Si los niños son muy pequeños se puede acompañar la noticia
de algún cuento visual, para que puedan entenderlo mejor.

Explícales el proceso del embarazo. Los niños,


especialmente en la etapa infantil, no entienden lo que es el
embarazo. Por ello se les puede decir que es una etapa larga
en el que el bebé irá creciendo dentro de mamá unos meses y
luego nacerá. También se les debe explicar los cambios físicos
por los que pasará mamá como, por ejemplo, el crecimiento
de la barriga. Se les pueden enseñar fotos de cuando ellos
estaban en la tripita de mamá para que vean que es un
proceso natural por el que ella ya pasó. Es conveniente situar
el nacimiento del nuevo hermanito en el tiempo, con
festividades o fechas señaladas que sirvan de referencia, por
ejemplo: «Nacerá en Navidad, Pascua, verano, cerca de tu
cumple…». De esta forma se podrán ir haciendo una idea de
cuánto dura el embarazo.

Permite que participen en la toma de decisiones y en


momentos importantes. Por ejemplo: en la elección del
nombre, habitación, ropa, etc. Involucrarse y ser partícipes de
la preparación les hace sentirse comprometidos e ilusionados
con la llegada del hermano. Algo que también puede ayudar
es mostrarles alguna ecografía del bebé, para hacerles más
tangible la figura de su nuevo hermanito.

Anticipa el momento del parto. Hay que explicarles que


mamá estará ausente unos días, con quién se van a quedar
mientras tanto, cuántos días serán, que podrán venir a visitar
a mamá y al hermanito al hospital, etc.

Explícales cómo será el bebé cuando llegue. Es muy


común decirles cosas como: «Tendrás un hermanito con el
que podrás jugar» y, de repente, cuando por fin ha llegado el
hermanito, es un bebé que prácticamente no puede abrir los
ojos. Explícales que al principio será un bebé muy pequeño
que necesitará mucha atención y ayuda, pero que con el
tiempo irá creciendo y podrán jugar juntos. Ponle ejemplos de
otros niños o enséñale fotos de otros bebés.
Haz cambios antes de que llegue el bebé. Si es necesario
cambiar de habitación al niño mayor, habrá que hacerlo unos
meses antes ya que así no asociará el cambio a la llegada del
bebé. Hay que pensar también en otros posibles cambios que
habrá cuando llegue el hermanito. Por ejemplo, en ocasiones
sucede que el hermano mayor dormía en la habitación de los
padres y, ante la llegada del hermanito, estos han forzado el
cambio. Si esto va a ocurrir, es mejor hacerlo antes para que
el niño no asocie «el desalojo» con «el intruso».

La mayoría de las situaciones en las que aparecen celos o


envidia pueden considerarse manifestaciones adaptativas propias de
la edad y debemos entender la aparición de estas «inseguridades»
como un proceso de adaptación ante la llegada del nuevo hermano.
Generalmente, si los padres transmiten cariño y seguridad,
estas emociones irán dando paso a una relación amistosa entre
hermanos. Esto no significa, sin embargo, que no puedan reaparecer
ocasionalmente a lo largo del desarrollo de tus hijos.
Desde casa podemos trabajar con nuestros hijos los celos y la
envidia ante la llegada de un hermano. En el anexo
«Dinámicas familiares» os he dejado algunas propuestas para
hacerlo. Son las actividades y .

No obstante, si los celos o la envidia forman parte del día a


día y, transcurrido un tiempo razonable, no se reducen, sería
conveniente recurrir a la ayuda de un profesional para que pueda
servir de guía familiar ya que muchas veces desde dentro, con el
agotamiento que implica la ma(pa)ternidad, es difícil manejar las
conductas asociadas a estas emociones.
Hay muchas personas que tienen dudas sobre lo que significan las
nuevas corrientes de crianza conocidas como «disciplina positiva»,
«crianza respetuosa», «crianza con apego», etc. Y es normal que
haya confusiones sobre el significado de estos conceptos, ya que
podrás encontrar definiciones distintas según la web que mires. He
tenido a mamás y papás en mi consulta que me preguntaban cómo
marcar límites a sus hijos y, cuando les he comentado que es
importante que les digan «no», se han sentido confusos.

FAMILIA: Pero, Carmen, nosotros con nuestra hija tenemos un máximo de


tres “noes” al día.
CARMEN: ¿Y eso por qué?
FAMILIA: Porque nos lo dijeron en un curso de disciplina positiva.

La disciplina positiva también es decir «no». Precisamente,


uno de los grandes mitos sobre esta forma de educar es creer que lo
excluye. Cierto que el nombre puede llevar a confusión, porque lo
positivo se relaciona con el «sí» y lo negativo con el «no», pero la
realidad es que decir «no» a nuestros hijos es tan importante como
decir «sí». Por lo general, cuando indagas un poco, compruebas que
este tipo de cursos han sido impartidos por personas sin cualificación
profesional en ciencias de la educación o con alguna titulación que
se han sacado en unos pocos meses y basándose en su experiencia
como madre o padre. Desde mi punto de vista esto es muy
arriesgado, ya que cuando se imparten cursos divulgativos sobre
crianza (o cualquier otro tema) la persona que lo hace debe tener
una buena formación en la materia basada en conocimientos,
estudios y en su experiencia profesional. La experiencia personal, en
este caso como madre o padre, siempre puede ser un plus a la hora
de conectar con las familias, pero esta experiencia per se no es
suficiente para impartir seminarios, cursos o formaciones. Por
ejemplo, una oncóloga no es más profesional por el hecho de haber
pasado un cáncer. Es cierto que el hecho de haber pasado por un
cáncer le permitirá conectar y comprender a los pacientes de forma
diferente, pero la profesionalidad no le viene dada por esto, sino por
sus estudios, su experiencia laboral, sus habilidades y destrezas, etc.

Entonces, ¿qué es la disciplina positiva?

La disciplina positiva es un modelo educativo basado en la psicología


de Alfred Adler y su discípulo Rudolf Dreikurs. En 1920, Alfred Adler,
médico y psicoterapeuta austríaco, habló por primera vez de la idea
de educar a las familias para que estas pudieran ofrecer a sus hijos
una educación basada en el respeto y el cariño. ¡Ojo!, porque
también señaló que los niños que estaban sobreprotegidos o que
carecían de límites podrían desarrollar problemas de
comportamiento y/o sociales. A este modelo de crianza lo llamaron
«crianza democrática».
Años más tarde, en 1988, Jane Nelsen y Lynn Lott crearon un
modelo basado en la psicología adleriana conocido como «disciplina
positiva» y a partir de entonces este modelo de crianza se ha
popularizado y, en mi opinión, distorsionado un poco. Criar en
positivo no significa no marcar límites, ni tampoco dejar que el niño
haga lo que quiera. He llegado a escuchar a familias decir que sus
hijos pueden vestir como ellos quieran, porque es su cuerpo y su
vida y ellos deciden.
Perdona, pero no. De la misma forma que los niños no deben
comer lo que ellos decidan (porque entonces la mayoría solo
comería chocolate y gusanitos), tampoco pueden tener el completo
control sobre todas las decisiones de su vida. La crianza es la época
en la que las madres y padres van a guiar a sus hijos, promoviendo
su autonomía para que en un futuro sean adultos responsables,
independientes y seguros a la hora de tomar decisiones y vivir. Claro
que los hijos pueden, y DEBEN, tomar ciertas decisiones, pero hay
otras decisiones que nos corresponden a nosotros, los adultos, que
somos los responsables de evaluar la situación y explicarles el
motivo por el que pueden o no pueden hacer algo.
Y ahora, la pregunta del millón: ¿cómo diferenciar cuándo le
dejo tomar decisiones y cuándo no? Si la decisión que quiere tomar
puede perjudicarle, entonces tendríamos que marcar límites:

“No puedes llevar esas sandalias porque vamos al campo y puedes hacerte
daño”.
“No puedes tomar chocolate antes de comer porque luego no tendrás
hambre y no te comerás lo que realmente necesitas para tener energía”.

En este sentido, me gustaría puntualizar que si se trata de una


decisión que no es muy arriesgada merece la pena dejar que sea el
niño quien la tome, para que pueda aprender de las consecuencias.
Veamos un ejemplo. Tu hijo pide un helado de fresa, pero tú
sabes que este sabor no le gusta porque la última vez que lo pidió
terminó dejándolo por ahí. Una vez que le has explicado que la
última vez no le gustó, si el niño sigue insistiendo y se enfada sería
interesante aceptar su decisión y dejar que pida el helado de fresa.
A lo mejor nos sorprende y resulta que se lo toma, pero otras
muchas veces volverá a dejarlo porque, efectivamente, no le gusta.
En este caso, el peque ha aprendido por propia experiencia que este
sabor no es para él. Aquí muchas familias empezarían con los
reproches o el castigo mientras el peque llora pidiendo otro:

¿Veees? ¡Te lo dije!”.


“Pues ahora te has quedado sin helado”.
Para que se produzca aprendizaje ante un error no
necesitamos castigos ni reproches, sino más bien soluciones y
cariño:

“No te gusta, ¿verdad? Eso te estaba diciendo mamá. La próxima vez


seguro que eliges otro que te gusta más. ¿Cuál elegirías ahora?”.

Visto esto, me gustaría explicar lo que es la crianza


respetuosa a través de lo que, para mí, serían sus 10
mandamientos:

1. Amarás a tu hijo sobre todas las cosas.


2. No compararás a tu hijo en vano.
3. Educarás en valores.
4. Fomentarás su autonomía y desarrollo.
5. No alabarás a tu hijo sobre todas las cosas.
6. No castigarás ni utilizarás el chantaje emocional.
7. No proyectarás tus fracasos o tus deseos en tus hijos.
8. No le contarás falsos testimonios ni mentirás.
9. Validarás y sostendrás sus emociones.
10. Te adaptarás a su ritmo, no viceversa.

PRIMERO
Amarás a tu hijo sobre todas las cosas

El amor es una de las emociones más poderosas que existen. Pero


no hablo del enamoramiento, sino del amor puro que sientes hacia
una persona. El amor de verdad es el que sientes de forma
incondicional, el que sientes aunque tu hijo no te haya dejado
dormir en toda la noche pero al día siguiente se te olvide al verle
sonreír. Es también el que sientes cuando tu hijo te ha gritado y
luego te abraza fuerte o te hace reír.
Hay un ejercicio que me encanta hacer con mi hija y es
recordarle no solo lo mucho que la quiero, sino cuándo la quiero. De
entrada, tal vez puede sonar algo cursi, pero si lo aplicas verás
enseguida los efectos positivos que tiene, tanto en ti como en tu
peque.

“Te quiero muchísimo, pero, sobre todo, te quiero siempre. Te quiero


cuando nos lo pasamos bien, pero también cuando me enfado contigo. Te
quiero cuando haces las cosas bien y también cuando te equivocas. Te
quiero siempre, cariño. Te quiero cuando estamos juntas, pero también
cuando no lo estamos. Siempre, siempre te quiero”.

Esto es el antídoto para cualquier chantaje emocional. Muchas


familias y educadores retiran la palabra a los peques cuando se
enfadan. «Ahora no quiero hablar». Esto se traduce en «para mí no
eres importante cuando me haces daño o no haces las cosas como
yo quiero». Castigar con el silencio es un método de manipulación
psicológica pasivo-agresivo. Es pasivo porque no hay una agresión
directa, pero sigue siendo agresivo porque provoca daño en el otro,
especialmente cuando son niños. Este modo de castigar,
lamentablemente muy común, no deja de ser una forma de maltrato
psicológico que crea una enorme dependencia emocional (basada en
la incertidumbre y la ansiedad) en la víctima. La persona que castiga
pasa a tener el control de los tiempos, mientras la que es castigada
se siente invisible ante un ser querido. Los niños aprenden y se
regulan emocionalmente a través de nosotros y si su educador
principal no está disponible en ese momento, el mensaje que reciben
es que, ante un error, ya no se les quiere. Es en estos momentos
cuando más nos necesitan y así pueden entender que estar
enfadado no es sinónimo de desamor.
Ojo, porque esto no quiere decir que a veces el silencio no sea
necesario para evitar que un conflicto vaya a más, es decir, el
silencio como solución momentánea para regularnos. De esta forma,
el silencio también es sinónimo de amor, porque se usa como una
especie de tregua. La diferencia entre una y otra forma de utilizar el
silencio es el motivo por el que se ejerce. Veamos un par de
ejemplos:

• Silencio como tregua y señal de amor:

“Cariño, ahora prefiero que no hablemos porque estamos nerviosos.


Cuando estemos tranquilos, hablamos y buscamos una solución”.
• Silencio como castigo:

“No quiero hablar contigo. Estoy enfadada y no me apetece estar


contigo”.

Debemos transmitir a los peques que el enfado es una


emoción normal que nos sirve para marcar límites en las relaciones o
que surge cuando algo nos parece injusto, pero esto no significa que
dejemos de querer o respetar a la persona con la que nos hemos
enfadado. Los conflictos y los problemas son oportunidades de
aprendizaje y crecimiento.

SEGUNDO
No compararás a tu hijo en vano

Muchos creen que las comparaciones entre personas son una


herramienta de motivación, pero la realidad es que son una medida
de presión que, a la larga, suele desembocar en problemas de
ansiedad y autoestima. Es muy habitual escuchar a familias y
educadores comparar a los niños con sus hermanos u otros
compañeros de clase:

“Mira qué bien come tu hermano, y tú no”.


“Tu hermana que es más pequeña es más organizada que tú”.
“Eres el que más hablas de toda la clase, normal que luego tengas las notas
que tienes”.
Pero la realidad es que comparar a un niño con otros es
agravio comparativo. Por ejemplo, imagina que tu hijo, Miguel, es un
alumno que en clase habla mucho y se distrae. Todas las semanas
llegan notas en la agenda a casa acerca de su comportamiento. Un
día, harta de que nada funcione, le dices a tu hijo:

“Miguel, no entiendo qué es lo que te pasa. ¿Por qué no puedes portarte


bien? En vez de sentarte con Carlos, que te distrae, siéntate en clase con
Vicente que es un muy buen niño y saca notazas”.

Seguramente sea cierto que Vicente es mejor a nivel


académico y se comporta mejor en clase, pero igual se nos olvida
que Miguel tiene más habilidades sociales que otros compañeros,
que es muy creativo y que se le da bien el deporte. Todos somos
diferentes y tenemos nuestras propias fortalezas y debilidades. Con
las comparaciones lo que hacemos es centrarnos únicamente en las
debilidades. En el momento en el que comparas a tu hijo Miguel con
su compañero Vicente, estás comparando solo algunos aspectos de
la forma de ser de estos niños; sin embargo, a tu hijo se lo trasmites
como un todo. No debemos olvidar que los niños están en pleno
desarrollo de su identidad, por lo que este tipo de comparaciones
podría impactar directamente en su autoconcepto y autoestima.
Por otro lado, cuando estas comparaciones proceden de
figuras adultas con las que hay un buen vínculo, los niños pueden
sentir que les han decepcionado, lo que puede generar en ellos un
gran malestar. Siguiendo con el ejemplo, tu hijo Miguel puede llegar
a pensar que prefieres a Vicente que a él.
Seguramente cuando Miguel vea a Vicente no sentirá
admiración, sino más bien rivalidad y celos. Esto es un efecto muy
habitual de las comparaciones, especialmente si hay una relación
muy cercana, como pueden ser entre amigos, hermanos o primos.
Volviendo al ejemplo de Miguel, es muy probable que este
mensaje haya generado más rabia, frustración e inseguridad en el
niño. Por eso, es común que las comparaciones puedan tener un
efecto rebote, reforzando el comportamiento no deseado.
Los niños a los que se les compara constantemente con otros
dejan de valorar sus propios logros. Terminan normalizando las
comparaciones y, finalmente, lo hacen de forma inconsciente. Yo he
tenido alumnos con ataques de ansiedad por haber sacado un 8 en
un examen. Su gran miedo era que sus compañeros de clase lo
supieran, especialmente aquellos que habían sacado más de un 8.
Estos niños terminan pensando que siempre hay otra persona que lo
hará mejor, lo que impide que puedan disfrutar de sus éxitos.
Como habréis leído en el enunciado de este segundo
mandamiento, al final se precisa: «EN VANO». ¿Y por qué? porque
las comparaciones no siempre son negativas. Hay veces que son
necesarias y sí que pueden servir como motor de motivación y
reflexión: cuando las comparaciones se utilizan con uno mismo.
Por ejemplo:
“Cariño, es normal que este examen haya ido mal. ¿Qué diferencia ves
entre el esfuerzo que has hecho en los exámenes de este trimestre y el
esfuerzo que hiciste en los exámenes del trimestre pasado?”.

De esta forma invitamos al niño a la reflexión, para que piense


por sí mismo las diferencias que hubo en SU PROPIA conducta;
además, puede servirle de motivación, porque emocionalmente
conectará con experiencias positivas del pasado en las que consiguió
superar algún reto. De hecho, la motivación también viene dada por
las expectativas, que en este caso son realistas ya que
anteriormente pudo hacerlo; es decir, es algo que depende de él y,
por lo tanto, tiene el control para cambiar la situación.

TERCERO
Educarás en valores

Los valores son los principios, virtudes o cualidades que caracterizan


a una persona y que son de gran importancia para convivir en
sociedad, ya que nos ayudan a marcar los límites en las relaciones
con los demás.
Educar en valores no es tarea sencilla ya que requiere
dedicación y tiempo, e incluso, en la etapa de la adolescencia,
muchos de los valores trasmitidos se verán cuestionados y
transgredidos. Necesita, además de tiempo, ejemplo y constancia.
Implica alejarse de los métodos inmediatos como el chantaje
emocional, las tablas de recompensa y los castigos. Educar en
valores significa educar partiendo de cómo se siente el niño ante su
propio comportamiento e invitándole a reflexionar sobre cómo ese
comportamiento suyo ha podido impactar en los demás, tanto para
bien como para mal. Existen infinitos valores y por ello es importante
que cada familia revise cuáles son los valores importantes para ellos,
pero por aquí os dejo algunos de los valores que considero
imprescindibles en la educación: esfuerzo, paciencia, tolerancia y
respeto.

Esfuerzo y paciencia

Hoy en día estamos acostumbrados a tener las cosas «al alcance de


un clic». Hasta para comprar cosas como comida y ropa puedes
hacerlo cómodamente desde el sofá de tu casa y te lo traen a casa.
Dietas milagrosas que te prometen bajar de peso rápidamente,
anuncios que podemos saltarnos en tres segundos para continuar
escuchando una canción, academias de idiomas que te enseñan el
idioma que quieras en un curso intensivo de dos semanas, empresas
de venta online que compiten entre sí para ver cuál hace la entrega
antes, medios de transporte que te llevan de un sitio a otro a la
velocidad de la luz, etc. Vivimos en la época de la inmediatez y, sin
darnos cuenta, estamos educando a una generación que está
creciendo creyendo que las cosas que son rápidas son buenas y las
lentas malas, cuando no es así. Una sobremesa larga, una tortilla de
patata como la de mi abuela cocinada a fuego lento, tener un huerto
y ver cómo con el tiempo da sus frutos, un paseo largo por la
montaña, entrenar cada día y notar poco a poco tus progresos son
solo algunos ejemplos de actividades que requieren tiempo y que
son positivas.
Mostrar al niño que esforzarse en algo no solo hace que se
sienta orgulloso de sí mismo, sino que además hace que valore más
las cosas y refuerce su autoestima, le hace sentirse útil y capaz.
Veamos un ejemplo. Mireia es una niña de 3 años que no
encuentra una pieza de un puzle con el que está jugando. Al
principio intenta buscarla, pero al no encontrarla se empieza a
frustrar. Te dice que no sabe cuál es y que lo hagas tú. Aquí puedes:

• Coger la pieza del puzle y colocarla bien.


• Separarle tres piezas (entre ellas la correcta) y decirle que
pruebe con una de esas tres.

Si elegimos la primera opción, la niña se sentirá contenta por


poder seguir jugando, pero si elegimos la segunda opción
seguramente consiga encajar la pieza y, cuando lo haga, solo tienes
que mirar su cara para ver cómo se siente. Además de poder seguir
jugando, esto le dará seguridad en sí misma y motivación para
seguir intentándolo la próxima vez.

Tolerancia y respeto

La tolerancia es un valor fundamental para poder vivir en sociedad.


Es la actitud que se define por el respeto y empatía que tenemos
hacia otras formas de pensar, otras ideas, opiniones y actitudes,
especialmente aquellas que no coinciden con las propias.
Se ha observado que educar en tolerancia desde una edad
temprana prepara a los niños para convivir en una sociedad cada vez
más diversa. La tolerancia es antagónica de la discriminación y evita
conflictos. Además, permite que grupos diferentes y con ideas
opuestas puedan cooperar y enriquecerse. La tolerancia es el camino
hacia la convivencia y el respeto. Es un escudo contra los conflictos
y, en especial, es un valor fundamental para prevenir el acoso
escolar.

TIPS
CLAVES PARA EDUCAR EN TOLERANCIA Y
RESPETO
No evites los conflictos. Obviamente, estamos para proteger
a nuestro hijo frente a agresiones verbales o físicas de otras
personas, pero muchas veces caemos en el error de intervenir
ante la mínima manifestación de conflicto. Permítele que
maneje el conflicto y, una vez haya pasado, ayúdale a
reflexionar sobre lo ocurrido y las cosas que ha hecho bien o
cosas que puede mejorar para la próxima vez.
Veamos un ejemplo. Tu hija está en el parque y quiere
deslizarse por el tobogán, pero otra niña se lo impide,
poniéndose en mitad de la escalerilla mientras se ríe. Tu hija
acude a ti corriendo y te dice que le digas a esa nena que se
mueva. Seguramente te brote el impulso de ir a decirle a esa
niña que se aparte y deje subir a tu hija, pero si lo haces la
estarías privando de una oportunidad de aprendizaje. En
cambio, puedes ayudarla diciéndole:

“Cariño, si quieres jugar en el tobogán dile a la niña que se aparte un


poco, que quieres subir. Si ves que no se aparta, puedes hablar con su
mamá o su papá para que le digan que lo haga, o jugar mientras a otra
cosa hasta que la nena se canse y se vaya. ¡Seguro que no se queda ahí
toda la tarde!”.

Quizá algunos estéis pensando que tu hija se pondría a


llorar y que no es justo que se tenga que fastidiar ella, cuando
es la otra niña la que actúa mal. Y sí, tenéis razón: no es
justo. Pero los niños también tienen que ir aprendiendo a
enfrentarse a la resolución de conflictos y conocer tanto los
beneficios de hacerlo como los perjuicios de no hacerlo. Si
siempre resolvemos nosotros los conflictos por los niños,
cuando estén en un contexto en el que no estemos (por
ejemplo, en el cole) no tendrán las herramientas suficientes
para hacerlo.

Ayúdale a diferenciar cuándo algo que le ha molestado


ha sido causado de forma intencionada y cuándo no lo
ha sido. Muchas veces se generan conflictos por pequeños
malentendidos, cuando en realidad son incidentes normales
que podrían solucionarse a través de la comunicación.
Por ejemplo, si un niño más pequeño coge un juguete de
tu hijo sin permiso y tu hijo se enfada mucho, podemos
esperar a ver cómo reacciona. Después reflexionaremos con él
para que enfoque la situación de forma menos conflictiva, que
vea, por ejemplo, que como el otro niño era pequeñito quizá
no sabía todavía cómo pedirle el juguete y que lo ha cogido
sin mala intención. Proponle posibles formas de actuar ante
situaciones similares que puedan producirse otras veces.

Reflexiona con tu peque sobre cómo se sienten él y los


demás cuando es tolerante y cuando no lo es. Si tu hijo
ha ayudado a otro nene, hazle ver lo bien que se siente el
otro niño y pregúntale cómo se siente él. También al contrario,
si tu peque ha pegado o quitado algo a otro niño, pregúntale
cómo se siente por haberlo hecho y cómo cree que se siente
el otro niño.

Ayúdale a buscar vías alternativas para resolver


conflictos. Superado el conflicto, podéis jugar entre los dos a
imaginar cómo podría gestionar esa misma situación, u otra
parecida, en el caso de que sucediera. También puedes
hacerlo con tus propios errores.
Vamos a verlo con un ejemplo. Alicia es la madre de
Carlos. Hoy Alicia está cansada y ha perdido la paciencia con
su hijo porque no quería ir a cenar. Ahora Alicia se siente mal
y quiere hablar con Carlos para pedirle perdón. En esta
conversación sería genial que juntos pudieran buscar
soluciones para la próxima vez. Por ejemplo, Alicia puede
decirle a Carlos: «Hoy mamá está muy cansada porque ha
dormido mal. Siento mucho haberte gritado antes. Hoy voy a
necesitar que me ayudes un poco. ¿Te parece, cariño?»; así
Carlos puede entender que mamá necesita que le ayude más.

Controla el contenido que ven en las pantallas. Un punto


muy importante respecto a la falta de tolerancia y respeto que
muestran los niños actualmente es, sin duda, la influencia de
los medios de comunicación. En los dibujos animados, las
películas y videojuegos que consumen cada vez están más
normalizados los comportamientos agresivos, violentos e
irrespetuosos hacia los demás y esto provoca los siguientes
efectos en niños y adolescentes:

• Insensibilidad a la violencia, normalizando patrones de


conducta antisociales y llevando a algunos niños y
adolescentes a imitarlos o adoptarlos.
• Aceptación gradual de la violencia como medio para
resolver los problemas; es decir, los niños se vuelven
más agresivos ante los conflictos.
• Surge el miedo a convertirse en víctima de la violencia.

CUARTO
Fomentarás su autonomía y desarrollo

A la periodista y escritora americana Erma Bombeck se le atribuye


esta maravillosa metáfora, que compara la crianza con el proceso de
hacer volar una cometa:

“Te pasas la vida tratando de hacerles volar. Corres con ellas hasta quedar
sin aliento. Caen al suelo. Chocan contra los tejados. Tú las remiendas, las
ajustas y les enseñas. Observas cómo el viento las mece y les aseguras que
un día podrán volar. Finalmente vuelan.
Necesitan más hilo y tú sueltas más y más, y sabes que muy pronto la
bella criatura se desprenderá de la cuerda de salvamento que la ata y se
elevará por los aires, como se espera que lo haga, libre y sola. Solo
entonces te das cuenta de que has hecho bien tu trabajo”.

Y es que las familias tenemos la obligación de educar y criar


futuros adultos autónomos e independientes. A diferencia de lo que
piensen muchas familias, los hijos no son propiedad suya. Hay una
delgada línea entre el adoctrinamiento y la educación. Adoctrinar es
imponer a tu hijo la forma de pensar y actuar que consideras
correcta, mientras que educar consiste en guiarle, respetando su
forma de pensar y actuar. Hace unos meses, una nena de 8 años me
contaba en el comedor que había decidido ser vegetariana. Le
pregunté si alguien de su familia lo era y ella me dijo que no, que
era algo que ella había decidido y que sus padres la habían ayudado
a hacerlo de forma responsable, con ayuda de su pediatra y un
nutricionista infantil. ¡Me pareció realmente maravilloso que esa
mamá y ese papá permitieran «ser» a su hija!
Ojo, esto no quiere decir dejar que tus hijos hagan lo que les
dé la gana. Los adultos tenemos la responsabilidad de guiarlos,
obviamente, pero si la decisión que quieren tomar no es perjudicial
para ellos es fundamental no solo que la respetemos, sino que
además la acompañemos.
Por otro lado, para criar niños autónomos debemos dejarles
que vivan la experiencia. Como dijo Benjamin Franklin:
«Dímelo y lo olvido,
enséñame y lo recuerdo,
involúcrame y lo aprendo».

Las palabras se las lleva el viento, pero cuando uno mismo


hace algo el aprendizaje está garantizado. De niña montaba a
caballo y teníamos un profesor al que recuerdo con mucho cariño.
Se llamaba Abel y siempre que nos enseñaba algo era HACIÉNDOLO.
Desde el primer día entraba en la cuadra, preparaba al caballo,
guardaba sus cosas, le duchaba, etc. Jamás hacía él las cosas por
nosotros: nos enseñaba cómo hacerlo y luego nos hacía repetirlo. Y
aprendíamos a la velocidad de la luz. Actualmente, entre la falta de
tiempo y el ritmo acelerado del día a día, tendemos a encargarnos
de una serie de tareas que deberíamos dejar que nuestros hijos
aprendieran gradualmente a realizar por sí mismos: preparar la
mochila, el almuerzo, la ropa del cole, hacerse la cama, etc. Y de
repente, cuando llegan a la adolescencia, pretendemos que lo hagan
ellos. Las bases de la independencia se encuentran en la infancia y,
aunque tarden en hacer las cosas o las hagan no todo lo bien que
nos gustaría, es importante que nos ajustemos a su ritmo. ¡Los
frutos vendrán después!
QUINTO
No alabarás a tu hijo sobre todas las cosas

Este mandamiento puede sonar chocante. ¿Cómo no voy a decirle


cosas buenas a mi hijo? ¡Claro que sí! Pero hay una gran diferencia
entre reforzar-alentar y alabar.

REFORZAR-ALENTAR ALABAR

Animar a tu hijo, comentando las cosas que Manifestar admiración hacia tu hijo por lo
ha hecho bien desde un plano de igualdad. que ha hecho, colocándolo en una situación
de superioridad respecto a los demás.

Se basa en el resultado, pero especialmente Se basa en el resultado.


en el proceso.

Hace críticas constructivas con el fin de No hay nada que mejorar.


mejorar.

REFORZAR-ALENTAR ALABAR

Ejemplos: Ejemplos:
“Dibujas muy bien”. “Es el dibujo más bonito que he
“Te estás esforzando mucho para visto nunca”.
este examen”. “Sin duda eres el mejor en tu
“¿Qué te parece si la próxima vez equipo y si tu entrenador no lo ve,
lo haces con rotuladores?”. es su problema”.
“Yo lo veo perfecto, nada que
añadir”.
Alabar no es siempre malo; de hecho, es probable que en
ocasiones nuestros hijos destacarán por encima de los demás en
algunos aspectos y no está de más hacérselo saber, pero, eso sí, sin
hacerles creer que eso los hace superiores al resto. Por ejemplo:

“En clase eres uno de los mejores en matemáticas, podrías aprovechar esa
cualidad para ayudar a los demás”.

El problema es cuando alabamos constantemente o cuando lo


hacemos para compensar un déficit. Por ejemplo, decirle a un niño
que se le da mal el deporte que es el mejor de su equipo para que
no se sienta mal por ello. Tampoco es cuestión de decirle que es
malo, pero es importante que los adultos seamos realistas con ellos
y les ayudemos a identificar sus puntos débiles con el objetivo de
que mejoren. Por ejemplo:

“Poco a poco irás mejorando los disparos a portería. Quizá ahora no tienes
la puntería que te gustaría, pero si te esfuerzas y practicas verás cómo
mejoras. ¿Quieres que te ayude?”.

¿Por qué no es bueno alabar en exceso a


nuestros hijos?

Cuando recibimos alabanzas o halagos nuestro sistema de


recompensa se activa, generando una sustancia conocida como
dopamina que nos hace sentir bien. Liberamos dopamina cuando
comemos cosas que nos gustan, hacemos alguna actividad que
disfrutamos o cuando alguien nos dice algo bonito. A priori suena
genial (y lo es), pero si la liberamos en exceso puede terminar
generando dependencia. ¿Qué pasará con un niño al que sus padres
están constantemente alabando? Que se acostumbrará a ese
refuerzo y, cuando no lo tenga, no solo no se sentirá bien, sino que
además se sentirá mal. Porque eso es lo que termina pasando
cuando se desarrolla una adicción: en principio se busca el agente
que ha provocado antes la sensación placentera (en este caso el
halago) para sentirnos bien y terminamos buscándolo para no
sentirnos mal. Y lo cierto es que, en el día a día, las personas que
nos rodean no nos están alabando constantemente, y a los niños
tampoco. Ni en la escuela, ni en las actividades extraescolares, ni
cuando juegan con su grupo de amigos ni en muchos otros
contextos. Claro que debemos reforzarlos y motivarlos centrándonos
en sus fortalezas y esfuerzo, pero tan importante es esto como hacer
que tomen conciencia de sus debilidades y de los aspectos que
deben mejorar de una forma respetuosa y realista.

SEXTO
No castigarás ni utilizarás el chantaje
emocional

Seguro que te suenan frases como estas:


“Es que ya nada le hace efecto”.
“Le he castigado un mes sin tableta”.
“Se pasa el día castigado y parece que le da igual”.

Hace ya tiempo que se demostró que los castigos son


ADAPTATIVOS. Eso quiere decir que dejan de tener su efecto porque
los niños terminan acostumbrándose a ellos.

Entonces, ¿qué hacemos?

Reflexionar con tu hijo es la clave para el aprendizaje. Nos


han enseñado que cada vez que un niño hace algo mal o se
equivoca debe recibir un castigo porque, si no, «no aprende».
Pero, ¿cuántas veces te equivocas tú a lo largo del día? Estoy
segura que muchísimas. Igual que yo… y que todos.
¿Te imaginas que cada vez que se te olvidara algo de la
compra te castigaran sin un plan divertido o sin móvil? Sería
frustrante, ¿verdad? Y seguro que la compra se convertiría en un
estrés y dejarías de disfrutar de ella.
Pues los niños igual. O más. Si por cada error que comenten
se les pone un castigo al final no solo se frustran, sino que pierden
la motivación por mejorar.
Frente a los castigos tenemos no solo una, sino dos
alternativas respetuosas: los límites y las consecuencias. La
diferencia fundamental entre ambos es que los límites se establecen
ANTES de que ocurra el problema, mientras que las consecuencias
se aplican DESPUÉS.

Los límites

Los límites son esenciales para favorecer un buen desarrollo


emocional, además de ofrecer seguridad.
Sí, lo sé, ¡qué fácil es decirlo, pero luego la parte práctica ya
no lo es tanto! En cualquier caso, somos humanos y nos
equivocamos muchas veces (igual que los niños, no lo olvides).
Lo importante es ser constante con los límites y, si en algún
momento fallamos, ser conscientes de que tampoco pasa nada:
reflexionamos sobre nuestro error y seguimos intentándolo.

TIPS
CÓMO APLICAR LÍMITES SIN RECURRIR AL
CASTIGO
Aquí os dejo algunas recomendaciones sobre este asunto tan
importante:

Marca límites objetivos. Expresiones como «pórtate bien» o


«sé bueno» son muy generales. Dirígete a él de forma más
concreta:

«Deja de levantarte tantas veces de la mesa y espera a que terminemos


de comer para ir a jugar».

Plantea opciones trampa. A los niños les gusta tener control


sobre la situación. Por ello, una buena estrategia para
conseguir que hagan lo que quieres consiste en darles a elegir
entre dos opciones que conducen al mismo fin. Por ejemplo:

“¿Prefieres ducharte o bañarte?”.


“¿Te pones los zapatos tú o te los pongo yo?”.

Habla en positivo. Todos —no solo los niños— cuando


escuchamos un «no», automáticamente dejamos de oír lo que
viene después. Trata de decirle las órdenes en positivo. No es
lo mismo decir «No te levantes» que decir «Vuélvete a
sentar».

Ofrece alternativas. Cuando le digas que «no» a algo


ofrécele una alternativa, ya que tu hijo seguramente esté
focalizando toda su atención en su petición. Por ejemplo:
“No puedes jugar más con la tableta, pero podemos jugar al juego del
otro día, ese que te gustó tanto”.

Muéstrate firme. Ser firme no significa ser autoritario. Uno


puede ser firme estando muy tranquilo. La firmeza implica no
negociar en mitad de una rabieta. Muchas familias, ante la
rabieta de sus hijos (bien porque sienten pena hacia los
peques, porque están cansados o bien porque están con otras
personas y quieren evitar el conflicto delante de otros)
terminan cediendo o negociando con su peque. Siempre
puede haber negociaciones, pero no deben conseguirse
mediante rabietas porque esto solo potenciará otras futuras.
Esto es lo que se conoce como refuerzo intermitente: unas
veces consigues el premio y otras no. Y es un esquema de
conducta tremendamente adictivo: así funcionan las máquinas
tragaperras o las relaciones de dependencia emocional. Si a
un niño le dices que no diez veces y a la undécima le dices
que sí, ¿qué crees que hará la próxima vez que le digas que
no? Como mínimo insistirá otras once veces y, si aun así ve
que te mantienes en el «no», seguirá insistiendo. En cambio,
si te mantienes firme en el «no» desde el primer momento, en
el futuro entenderá que, por mucho que insista, cuando se le
dice no, es no; y sus rabietas, con el tiempo, irán cediendo
porque dejarán de tener una función.
[IMPORTANTE: ser firme no significa ser rígido. Claro que
podemos acceder a peticiones a las que antes hayamos dicho
que no, pero lo importante es que no las consigan a través de
conductas que queremos eliminar (rabietas, pegar,
insultos…).]
Veamos un ejemplo. Estás con tu hijo en las fiestas de tu
pueblo y te pide un helado. Le dices que no porque es tarde y
os vais a ir a casa.

• Reacción 1. El niño se pone a llorar y a gritar. Si cedes


aquí, prepárate para dar cinco pasos atrás en el manejo
de las rabietas. Sin darte cuenta, le has reforzado
intermitentemente una conducta que no te gusta y tu
hijo utilizará el mismo recurso en el futuro, porque su
cerebro ha interpretado que funciona.
• Reacción 2. El niño vuelve al rato y te dice: «Mamá, es
que me apetece mucho y estamos en fiestas. ¡Por
favoooooor!». Aquí podrías hacer una excepción y
explicarle que has cambiado de opinión porque, por un
lado, te lo ha pedido con buenas maneras y, además, te
ha dado una buena razón y, segundo, has pensado que
os podríais quedar un ratito más. Es importante
explicarle que una parte de esa decisión también ha
dependido de ti.
Critica la conducta, no al niño. Es muy típico escuchar
frases como: «No seas gritón», «¡Qué tramposo eres!». En
lugar de descalificar al niño, prueba a poner el acento en la
conducta que debe mejorar: «No me gusta que grites» o «No
me gusta jugar cuando las personas hacen trampas». De esta
forma separamos al niño de la conducta y es más fácil que
pueda sentirse responsable de ella.

Obsérvate a ti mismo antes de corregir a tu hijo. Los


niños se autorregulan a través de sus padres. Si ellos están
descontrolados y tú te descontrolas mientras les corriges,
difícilmente se regularán emocionalmente.
Tómate un minuto para relajarte antes de corregirles. Si
ellos te perciben tranquilo, seguramente se relajen antes. ¡Las
emociones se contagian!

Las consecuencias

Las consecuencias son el resultado del comportamiento del niño. A


mí me gusta diferenciar dos tipos de consecuencias:
• Consecuencias naturales. Son el resultado natural derivado
de la conducta del niño, sin necesidad de que un adulto
intervenga. Por ejemplo: si un niño tira un juguete al suelo
porque está enfadado y este se rompe, la consecuencia
natural ha sido que el juguete se ha roto y el niño se siente
triste.
• Consecuencias artificiales. Son las provocadas por las
personas del entorno del niño, pero que siguen teniendo
relación con la conducta de este. Siguiendo el ejemplo
anterior, los padres podrían decirle al peque que ayude a
arreglar el juguete roto.

En el caso anterior, un ejemplo de castigo sería decirle al niño


que como ha roto el juguete ya no va a ir al parque después o que
se queda sin tableta el fin de semana. Las familias que recurren a los
castigos terminan quedándose sin recursos y los niños frustrados y
enfadados. A largo plazo, las familias que abusan de los castigos
acaban viendo afectada su relación con sus hijos. De los castigos no
se deriva un aprendizaje ni los niños llegan a entender dónde han
errado.
El secreto de las consecuencias es que son proporcionales a lo
que ha hecho el niño y que tienen una relación directa con lo que ha
pasado, por eso para los niños es fácil aprender y extraer
conclusiones sobre los errores cometidos.
A continuación os dejo una tabla con la diferencia entre
castigo y consecuencia:

CASTIGO CONSECUENCIA

Impulsivo y desproporcionado al error. Meditado y proporcionado al error.


“Si no te duchas, despídete de ver “Como no te has duchado cuando
dibujos el resto de la semana”. te lo he pedido, ahora ya no te da
tiempo a ver el ratito de dibujos.
Mañana acuérdate para que no te
vuelva a pasar”.

Se comunica desde el descontrol emocional: Se comunica de una manera tranquila y


rabia, frustración o tristeza. respetuosa.

El castigo llega de forma sorpresiva. La consecuencia se avisa previamente.

Tiene como objetivo censurar la conducta Tiene como objetivo ayudar al niño a
del niño. mejorar su conducta.

De todas formas, os contaré algo que siempre digo a las


familias con las que trabajo y que seguro os dará un respiro:

No hace falta establecer


consecuencias para todos los
errores de los niños.
Los adultos vivimos obsesionados con castigar o marcar
límites a los niños. Parece que solo así aprenden. Observa tu propia
reacción cuando cometes un error con tu pareja, o una amiga, o en
el trabajo. ¿Siempre sufres consecuencias o castigos? ¡Vaya infierno!
Además, las consecuencias naturales siempre están ahí. Esto no
quiere decir que debamos ignorar los errores de los niños, pero
tampoco debemos irnos al extremo contrario. Una buena forma de
atender el error, sin hacerlo de forma punitiva, sería reflexionar con
el niño sobre las causas que le han llevado a cometerlo, qué
consecuencias ha tenido sobre él y buscar soluciones para evitarlo
en el futuro.
Por ejemplo, imagínate que tu hijo está hablando en el parque
con otro niño que tiene un perro. De repente tu hijo le dice al otro
que él también tiene un perro (pero tú sabes que no es verdad.) En
ese momento interrumpes la conversación entre los niños y dices:
«Halaaa, eso es mentira. Nosotros no tenemos perro». Cuando os
vais de camino a casa hablas con tu hijo, en tono enfadado, de lo
mal que está mentir, que eso no te gusta nada, que si sigue así no le
creerán y, de paso, le cuentas la historia del pastorcito mentiroso, las
ovejas y el lobo. Y, para rematar, le castigas un poco con un silencio
incómodo o creando un ambiente tenso. Quizá pienses que con
semejante despliegue tu hijo no mentirá la próxima vez, pero te diré
que seguramente lo siga haciendo, aunque no delante de ti, porque
le has dejado muy claro que no te gusta. Parece que se nos olvida
que lo más importante no es castigar al niño para corregir su
conducta errónea, sino entender el motivo por el que ha actuado así
y proporcionarle herramientas para que no vuelva a hacerlo. Os dejo
una posible respuesta:

“Cariño, hoy en el parque he escuchado cómo le decías a un nene que


también tenemos un perro.
Tú sabes que no es así. Imagino que lo has hecho porque a ti te
encantaría tener un perro también, ¿no? Pero, ¿qué crees que pasaría si
ese nene se enterara de que no es verdad?
Las mentiras son un poco peligrosas porque si los demás se enteran que
no es verdad, les costará confiar en ti la próxima vez. ¿Cómo te sentirías si
un día ese niño viniera a casa y viera que no es verdad? Imagino que te
daría vergüenza.
La próxima vez no hace falta que mientas sobre cosas tuyas para que los
demás te quieran más. Este nene te quiere igual, tengas o no tengas perro.
La gente no nos debe querer por lo que tenemos, sino por lo que somos.
Si volviera a pasar esa situación, ¿qué podrías decir?
Me gusta hablar contigo de estas cosas. Mamá también se equivocó
diciendo mentiras alguna vez y es bueno hablarlo con otras personas para
aprender”.

De esta forma el niño ha sido consciente de su error, ha


aprendido de ello y, además, sabe que en caso de volver a cometerlo
puede hablarlo con su madre. No ha habido castigo ni consecuencias
por su error. Es normal cometer errores: somos humanos, no
máquinas.

SÉPTIMO
No proyectarás tus fracasos o tus deseos
en tus hijos

Si hay algo que los padres quieren para sus hijos es «LO MEJOR».
Pero este concepto es muy subjetivo y es probable que lo que es lo
mejor para ti para otra persona no lo sea. Hay personas para las que
tener un trabajo con un buen sueldo a costa de viajar mucho es lo
mejor, porque eso les proporciona un buen nivel de vida y pueden
llevar a sus hijos de vacaciones a lugares increíbles, pero, para otras,
lo mejor es tener un trabajo con un horario cómodo y flexible que
les permita conciliar con su familia. «Lo mejor» es diferente para
cada persona, y ninguna opción es mejor que otra. El problema
viene cuando los padres quieren imponer lo que ellos consideran que
es «lo mejor» para sus hijos sin tener en cuenta lo que sus hijos
piensan.
Es frecuente ver padres y madres que proyectan sus sueños
rotos en sus hijos porque consideran que es lo mejor para ellos, sin
considerar los deseos o sueños reales que estos tienen.
Andre Agassi, extenista norteamericano número uno en el
mundo y ganador de ocho Grand Slam, confesó en su autobiografía
Open que odiaba el tenis y que había sido el «número uno más
infeliz del mundo». Desde bien pequeño su padre le obligó a
entrenar duro: con solo 7 años tenía que golpear las 2500 pelotas
que salían propulsadas sin parar de una máquina lanzapelotas —a la
que el crío llamaba «El Dragón»—, modificada ad hoc para disparar
más. Además, para mejorar su rendimiento, le introdujo en el mundo
de las drogas.
Está claro que esto es un ejemplo extremo, pero la proyección
en niveles más bajos también es dañina. Adultos que terminan
trabajando en la empresa de sus padres para seguir con la tradición
familiar o chavales que optan por una carrera que no les gusta
porque sus padres se lo recomiendan y, años después, se sienten
infelices en sus trabajos. Niños que hacen extraescolares que
detestan solo porque sus padres quieren que lo hagan pues
consideran que es «lo mejor» para ellos. Es tarea del adulto revisar
si su concepto de «lo mejor», que quiere para sus hijos, viene dada
por una carencia propia. Quizá el padre que anhela que su hijo sea
médico lo haga porque en su familia hubo un problema de salud, o
porque él mismo lo es y sabe que es un trabajo con buenas salidas
profesionales. Pero es posible que a su hijo no le guste la medicina y
quiera dedicarse al periodismo, teniendo además grandes dotes
personales para ello. Sus padres, en vez de apoyarlo en su vocación
periodística, le dicen que si quiere tener un seguro asegurado
debería enfocarse a alguna carrera de ciencias. ¿Podríamos entender
a estos padres? Sí, totalmente. Es comprensible que estos padres
prefieran que su hijo estudie una carrera que, para ellos, le va a
garantizar seguridad y estabilidad futura. Pero, ¿acaso es eso lo que
quiere el hijo? ¿Alguien se lo ha preguntado? Generalmente, los hijos
de padres que han proyectado en ellos sus deseos o frustraciones
tienen muchas dudas acerca de lo que quieren hacer porque nunca
se han mirado a sí mismos, sino a través del reflejo de sus padres. A
menudo se sienten confusos a la hora de tomar decisiones e
insatisfechos con las decisiones tomadas.
Claro que nuestros sueños pueden inspirar y motivar a
nuestros hijos, pero esto debe ser algo que ellos disfruten y hagan
voluntariamente. Imponerles un camino que no han elegido puede
ser, paradójicamente, «lo peor» para ellos. Cualquier persona tiene
el derecho de elegir su propio camino.

OCTAVO
No le contarás falsos testimonios ni
mentirás

Queremos que nuestros hijos nos cuenten las cosas y no nos


mientan, pero lo cierto es que muchos adultos mienten a los niños.
Hay un proverbio judío que dice: «Con una mentira suele irse muy
lejos, pero sin esperanzas de volver».
Todos sabemos que la mentira es un detonador de la
desconfianza y estoy segura de que la mayoría de las familias
buscan un clima de confianza y seguridad con sus hijos. Entonces,
¿por qué mienten los adultos a sus hijos? Veamos cuáles son los
motivos principales.
Tienen prisa y es la vía fácil. Llegáis tarde al cole y tu hijo te
está pidiendo que quiere ir al cumple de un amigo, que es el
viernes. Justo ese día tenéis ya otro compromiso y sabes que
no podrá ir, pero tu hijo está en pleno enfado diciendo que no
sale de casa. Sin saber cómo, en ese momento le dices:
«Bueno, igual sí. Ya veremos».

Para evitar conflictos. Imagina que estás de viaje con tu hijo


de 4 años. Van ya cinco horas de camino y tu hijo se está
poniendo nervioso. «¿Falta mucho?», «¿Cuánto queda?», «¿Ya
llegamos?», «¡Estoy cansado!». Al final, para evitar que se
enfade, y aunque aún estáis a mitad de trayecto, le dices: «Sí,
ya llegamos. Ponte a jugar con los coches y enseguida
estamos».

Para conseguir algo del niño de forma inmediata. Hora


de irse a dormir. Tu hijo no quiere cenar, tampoco ha comido
bien en el cole. Así que te agobias y, desde esta emoción, le
dices: «Si no comes, no crecerás y te quedarás pequeño».

Para evitarles sufrimiento. Este es uno de los motivos


principales por los que se miente a los niños. No queremos
verlos sufrir y por ello muchas familias terminan ocultándoles
situaciones desagradables, incómodas, preocupantes o
dolorosas. Por ejemplo, la enfermedad o muerte de un
familiar, el despido de mamá o papá, un divorcio, etc. Es
normal que no nos guste ver a nuestros hijos sufrir y, por
supuesto, hemos de medir la forma en la que se les
comunican las cosas. Pero intentar evitar el sufrimiento a los
niños, cuando es algo que les afecta directamente, no les
ayuda en absoluto. Los niños notan y perciben las emociones
de sus padres y, si no tienen la información correcta sobre lo
que está ocurriendo, tienden a sentirse culpables. No
debemos olvidar que en la primera infancia están en una
etapa egocéntrica y atribuyen todo lo que ocurre a su
alrededor a ellos mismos. Pensarían algo así: «Papá está
llorando, eso es porque me porté mal el otro día», «Mis
padres discuten, seguro que es porque no hice los deberes
ayer». Los niños tienen derecho a estar informados de lo que
sucede a su alrededor y formar parte de ello.

Para generar ilusión. Esta mentira es, en mi opinión, la más


controvertida. Aquí entrarían ejemplos como decir a los niños
pequeños que Papá Noel, los Reyes Magos o el Ratoncito
Pérez existen. Cada vez hay más familias que optan por decir
la verdad a sus niños porque no quieren mentirles; otras
familias, sin embargo, prefieren mantener esta mentira con el
objetivo, bienintencionado, de crear un aura de ilusión y
magia. ¿Y qué es mejor? Kathy McKay y Christopher Boyle,
profesionales de la psicología, escribieron en 2016 un artículo
en la revista The Lancet Psychiatry poniendo en duda los
beneficios de mentir a los niños pequeños con Santa Claus o
los Reyes Magos. En el artículo, comentan que todos los niños
llegarán a saber en algún momento que se les ha mentido
sobre esto durante años, lo que puede hacer que se
pregunten qué otras mentiras les han contado. Sea como sea,
a día de hoy no hay ninguna evidencia científica que
demuestre si mentir a los niños sobre personajes fantásticos
interfiere en el vínculo familiar. Por ello, lo que yo diría es:

• Se trata de una decisión muy personal y cada familia debe


tomarla priorizando siempre al niño,
independientemente de las carencias que el adulto
pudo tener en su infancia. Muchas familias dicen que lo
hacen por ilusionar a los niños, pero hay muchas otras
formas de generar ilusiones en ellos sin necesidad de
mentirles.
• No debe utilizarse como chantaje o como una forma de
controlar el comportamiento del niño. Es común
escuchar a muchos adultos decir: «Si te portas mal, los
Reyes no te traerán nada» o «Papá Noel te está viendo
y, si no comes, te quedarás sin regalos». Hay un
estudio, realizado por Jared Piazza, Jesse M. Bering y
Gordon Ingram, en el que se demostró que los niños se
portan mejor cuando creen que hay una figura mágica
observándoles, pero, por otro lado, esta mejoría en su
comportamiento desaparece en cuanto los niños dejan
de creer en dicha figura. Los adultos no van a poder
mantener esta mentira siempre; si para controlar el
comportamiento de sus hijos han recurrido a este
comodín, cuando los peques averigüen la verdad ya no
serán tan peques y su capacidad de autorregulación o
autorreflexión no habrá tenido oportunidad de
entrenarse.
• No crear demasiado espectáculo. Si decides continuar con
la mentira de Papá Noel, al menos no engordes la
mentira. Cuanta más ilusión crees, seguramente más
grande será la decepción cuando el peque se entere de
la verdad.
• Si tu hijo pregunta, no mientas. Hay familias que, por
diversos motivos, adoptan una decisión intermedia. En
lugar de decirle al niño directamente que la figura
mágica en cuestión no existe, optan por esperar a que
el niño les pregunte por ello y entonces le revelan la
verdad.
NOVENO
Validarás y sostendrás sus emociones

En el primer capítulo comentaba que no hay emociones buenas ni


malas, que todas las emociones son necesarias y adaptativas si las
tenemos bajo control. Sin embargo, cuando preguntas a una madre
o a un padre qué quiere para su hijo, dirá: «Quiero que mi hijo sea
feliz». Y muchos estaréis pensando: «¿Y qué hay de malo en querer
que tu hijo sea feliz?». ¡Pues nada! El problema es cuando ese
deseo de felicidad para tu hijo anula o reprime la aparición de otras
emociones —menos agradables— en tu hijo.
El otro día iba por las calles de mi pueblo, Chelva, y vi a una
madre que llevaba a su hija en brazos. La cría lloraba. Una mujer
que pasaba en aquel momento le dijo a la niña: «¡Pero bueno! Con
lo guapa que eres y lo fea que te pones cuando lloras».
Automáticamente, la niña empezó a llorar aún más. ¡Genial, señora!
Ahora no solo tenemos a una niña que considera que la belleza es
importante para obtener la aprobación de los demás, sino que
además se le está diciendo que no es correcto expresar emociones
«negativas» como la rabia, la frustración o la tristeza.
Veamos otro ejemplo. Mario es un niño de 4 años que, cuando
se enfada, pega a sus padres. Un día, en una comida con toda la
familia, tocaba paella. Y a Mario no le gusta nada de nada. En
cuanto le ponen el plato delante, Mario dice: «Puaj, ¡qué asco!». Su
tío, que está sentado a su lado, le reprende: «¡Mario, esa boca! Eres
un maleducado». En ese momento, Mario se enfada y le da un
manotazo a su tío. Inmediatamente, los padres de Mario van hacia
él, le cogen bruscamente del brazo y le dicen: «Pero, ¿qué haces?
No se pega. Eres un grosero y un maleducado». A continuación, se
dirigen a toda la familia que está sentada a la mesa y, como si Mario
no estuviera también allí, dicen: «Ufff, ya no sabemos qué hacer con
este niño. Cada vez que se enfada, pega. Así nadie va a querer jugar
con él y se quedará solo». El resto de la familia asiente, apoyando lo
que los padres de Mario han dicho.
Bien, repasemos lo que ha ocurrido. Piensa en esa comida que
detestas, que no puedes ni ver. ¿La estás visualizando? Imagínate
ahora que tienes una comida con varios compañeros de trabajo en
casa de uno de ellos, que os ha invitado a todos. Son las 15:00 de la
tarde y tienes hambre, pero ya en la mesa descubres que para
comer han preparado justo ese plato que no te gusta nada.
Seguramente pensarás que, en semejante brete, procurarías poner
buena cara y te lo comerías sin decir nada o, todo lo más, intentarías
evitar comértelo diciendo tal vez, lo más educadamente posible, que
te sienta mal. Lo que es seguro es que no le soltarías a tu anfitrión
«¡Qué asco!», porque sería de mala educación y ofendería a la otra
persona, ¿verdad? ¡Hasta aquí todo claro! Pero mi pregunta no es
qué le dirías a esa persona, sino qué pensarías al ver el plato o qué
emoción sentirías. Déjame adivinar: «¡Qué asco!». ¡Vaya,
exactamente igual que Mario! La diferencia está en que tú piensas y
actúas desde un cerebro adulto, con el que has desarrollado
habilidades complejas como la empatía, asertividad y autocontrol.
Pero Mario es un niño de 4 años que aún está en el proceso de
aprendizaje de estas tres habilidades. Con esto no quiero decir que
no debamos corregir a Mario, claro que sí. Pero en la escena
anterior, en ningún momento Mario se ha sentido comprendido,
únicamente juzgado. Ante este tipo de conductas de los niños es
importante que el adulto primero valide su emoción y después
corrija de forma respetuosa su comportamiento, ofreciendo
alternativas. Por ejemplo:

“Mario, puede que a ti no te guste la paella, pero no está bien que lo digas
así porque tu abuelo la ha preparado para nosotros. ¿Cómo te sentirías tú si
fueras él? Si no te gusta la paella, no tienes que comerte todo el plato.
Mira, cómete solo esto [y le reduces la cantidad] y después puedes tomar
algo de fruta. ¿Qué fruta te apetece después?”.

Por otro lado, la reacción de Mario —pegar— es un tema muy


interesante. Detrás de esta reacción se esconden emociones como la
rabia, el enfado o la frustración. Mario se siente frustrado y enfadado
porque no solo no le han comprendido, sino que además le han
humillado y ofendido delante de toda la familia. ¿Te imaginas si en
esa comida con tus compañeros de trabajo todos empezaran a decir
cosas negativas de ti como si no estuvieras delante? ¿Ves ahora
cómo se siente Mario? En aquel momento, cuando Mario pegó a su
tío, los padres podrían haber hecho lo siguiente:

• Retirar a Mario de la mesa y hablar con él en privado.


• Validar su emoción, explicándole la relación entre esta y su
conducta y por qué no es una conducta buena:

“Entiendo que estás enfadado por lo que te ha dicho tu tío, pero pegarle
no soluciona el problema”.

• Haz que sea consciente de cómo se siente él cuando pega:

“¿Cómo te sientes por haber pegado a tu tío?”.

• Ofrécele conductas alternativas saludables:

“Si no te gusta lo que te ha dicho tu tío, puedes ignorarle o decirle que


no te gusta que te llame maleducado”.

• Anímale a pedir perdón por su comportamiento:

“Estaría bien que pidieras perdón a tu tío por haberle pegado. Seguro
que después él se sentirá mejor y tú también”.

DÉCIMO
Te adaptarás a su ritmo, y no viceversa
Os voy a contar una historia que se llama «Un día con Valeria».

En casa por la mañana:


“¡Valeria, despierta, que llegamos tarde al cole!”.
“Valeria, bébete más deprisa la leche”.
“Valeria, ¿aún no te has vestido?”.
“Valeria, ¿te has lavado ya los dientes? ¡Deja de enredar! ¡Vamos!”.
“Valeria, corre, que no nos van a dejar entrar a clase si llegas tarde”.
“Valeria, vamos, un beso. Adiós, cariño. ¡Nos vemos a las 16:30, aquí
mismo! No tardes en salir, que ya sabes que no puedo aparcar en la puerta
del cole”.

En el colegio:
“Valeria, entra ya, que llegas tarde a clase”.
“Valeria, ponte con la tarea de clase y deja de pensar en las musarañas”.
“Valeria, se acabó el recreo. Ponte ya en la fila”.
“Valeria, vamos, a comer. ¡Que solo tienes veinte minutos!”.
“Valeria, ¿aún no has acabado el trabajo de clase? ¡Si no lo terminas lo
tendrás para deberes!”.

Después del colegio:


“¡Valeeeeeria, hija! ¡Estoy aquí! Corre, vamos, veeeeen, que no puedo estar
aparcada en doble fila”.
“Valeria, vamos, que ahora toca atletismo. ¡Coge ya la bolsa de deporte!”.
“Valeria, no te quedes hablando con tus amigas. Que hay que llegar a casa
y estudiar”.
“Valeria, ¡dúchate ya!”.
“Valeria, a cenar”.
“Valeria, cariño, ya es tarde. Ahora hay que dormir o mañana estarás
cansada”.
¿Cómo crees que se siente Valeria? Seguramente estresada,
agotada y superada. Los niños necesitan tiempo para poder
desarrollarse. La infancia es como el cocido de pueblo: el secreto
está en que lo han dejado horas y horas a fuego lento. La infancia,
también se cuece a fuego lento.
¿Qué pasa cuando cueces algo a un fuego más intenso del
que requiere el guiso? ¡Que se quema! Esto mismo les pasa a los
niños: se queman. Y esto se traduce en rabietas y mal
comportamiento. La próxima vez que tu hijo esté actuando mal,
plantéate si no será que le estás marcando un ritmo más rápido de
lo normal.
No lo olvides: la infancia se cuece a fuego lento.
Vivimos en una época en la que pensamos que los niños son
nativos digitales por el hecho de nacer rodeados de tecnologías,
pero esto no significa que lo sean. Nativo significa, según la RAE,
«innato, propio y conforme a la naturaleza de cada cosa» y,
sinceramente, no se ocurre algo más artificial y menos conforme a la
naturaleza humana que la tecnología. En nuestra vida cotidiana
hemos normalizado el uso de pantallas tanto entre adultos como en
la infancia, y el hecho de normalizar algo hace que, de forma
inconsciente, no percibamos el riesgo. Ejemplos de prácticas
arriesgadas o perjudiciales que hemos normalizado, y por eso
percibimos menos peligrosas, son el consumo del alcohol en jóvenes
(y en adultos), sobreexponer a los menores en redes sociales, dar
una palmada a tu hijo en el culo o que las empresas exploten a sus
trabajadores. Lo más peligroso que puede ocurrir con algo dañino es
que se normalice y, lamentablemente, las pantallas se han
normalizado.
Niños viendo dibujos durante horas en tabletas, menores
jugando todo el día a videojuegos con contenidos inapropiados
(violentos, sexistas y que promueven las apuestas), chavales que
pasan el tiempo en redes sociales sin supervisión y un largo
etcétera. Pero, oye, «es que todos los niños de su edad lo hacen y el
mío no va a ser el rarito».
Esta normalización podemos verla reflejada en los últimos
datos. Los niños de hoy en día empiezan a ver regularmente la
televisión a los 4 meses de edad, mientras que en 1970 empezaban
a verla a los 4 años. Según datos de Empantallados y Gad 3, los más
pequeños usaron las pantallas en el año 2020 casi cuatro horas al
día. Desde Kaiser Family Foundation señalan que un 43 % de los
niños menores de 2 años ve la tele todos los días y los menores de 6
años pasan dos horas diarias frente a estas pantallas, casi el mismo
tiempo que lo hacen jugando al aire libre y tres veces más del que
pasan leyendo o escuchando lo que alguien les lee.
Que algo esté normalizado no significa que sea bueno;
estamos rodeados de miles de ejemplos de otras cosas que están
normalizadas y son perjudiciales: el consumo de tabaco o alcohol,
tirar basura al suelo, etc. La normalización de este tipo de conducta
nos da carta blanca para el autoengaño:

“Todos los niños ven dibujos en la tele desde pequeños”.


“Todos los niños de primaria juegan a este videojuego”.
“Todos los adolescentes tienen móvil”.
En este punto no puedo evitar acordarme de mis padres
diciéndome de pequeña: «¿Y si todos tus amigos se tiran por un
puente, tú también te tiras?».
Lo siento, no nos engañemos: los niños no son nativos
digitales. Así lo confirman numerosos estudios, que están
demostrando que ni física ni neurológicamente los humanos estamos
preparados para las tecnologías, especialmente en la primera
infancia.

Efectos de la exposición a pantallas en la


primera infancia

Son muchos los investigadores que se han interesado por el efecto


de las pantallas en la primera infancia. Hubo un tiempo en el que las
pantallas se presentaban como una vía de aprendizaje, pero la
evidencia científica no solo ha dejado claro que esto no es así, sino
que además ha revelado que la exposición a pantallas en edades
tempranas afecta negativamente en distintos ámbitos. Entre otros:

Retraso en el desarrollo. Ya son muchos los estudios que


asocian el uso excesivo de pantallas digitales con un retraso
en el desarrollo del lenguaje, el desarrollo socioemocional o de
la teoría de la mente. Los resultados de estos estudios
apuntan que cuando el niño está empantallado no está
interactuando con su figura de apego, tan necesaria para su
desarrollo. Por usar una metáfora sencilla, cuando un niño
está ante una pantalla y absorto ante ella es como si su
cerebro se pusiera en «modo avión», es decir, entra en una
especie de desconexión del entorno donde la información ni
entra (aprendizaje) ni sale (interactúa con su entorno). Seguro
que alguna vez has intentado hablar con una persona que
está viendo un vídeo y parece que se ha vuelto sorda: es que,
realmente, no nos escucha. No hay ninguna otra actividad,
aparte de las pantallas, en la que esto ocurra.

Inmadurez de las funciones ejecutivas. Las funciones


ejecutivas se podrían definir como el conjunto de capacidades
cognitivas, de orden superior, necesarias para controlar y
autorregular la propia conducta. Son las que nos permiten
iniciar, mantener, supervisar, corregir y alcanzar un plan de
acción dirigido a un objetivo. Mediante ellas podemos
mantener la concentración, reflexionar una respuesta antes de
responder (autocontrol) y retrasar la gratificación. Las
personas con déficit de atención se caracterizan por una
insuficiente madurez de las funciones ejecutivas y es
precisamente por ello por lo que tienen dificultades de
organización, autocontrol, planificación, anticipar
consecuencias, concentración, etc.
Ya hay estudios longitudinales que han encontrado una
relación entre ver televisión en una edad temprana y tener
dificultades de atención en la adolescencia. Otros estudios se han
centrado en estudiar la «hipótesis de la sobreestimulación» y es que
uno de los secretos que hace que las pantallas sean tan atractivas y
adictivas para todos, y muy especialmente para los niños, es
precisamente la sobreestimulación sensorial que producen: colores
llamativos, movimientos rápidos y repetitivos, sonidos y música
atractiva y, por último, la velocidad a la que se suceden las distintas
escenas. Esto último es muy revelador. Te propongo el siguiente
ejercicio: prueba a visionar de nuevo alguno de los dibujos animados
o de las pelis que viste en tu infancia y cuenta los segundos que
transcurren entre una escena y la siguiente; a continuación, haz lo
mismo con alguno de los videojuegos que ven tus hijos o con una
película de acción reciente. Comprobarás que el tiempo entre
secuencias era mucho mayor antes. Ahora las escenas van mucho
más rápidas y esto hace que los cerebros de los niños, que pasan
muchas horas frente a las pantallas, se habitúen a un nivel de
estimulación tan elevado que cuando están offline y la estimulación
es menor (ritmo de las conversaciones, tiempo jugando,
sobremesas, esperar en la cola del supermercado, atender en
clase…) sus cerebros entran en reposo, se aburren y piden más y
más, generando comportamientos ansiosos e hiperactivados.
Abandono escolar. También existen estudios longitudinales
que han encontrado que los niños que han estado expuestos
tempranamente a pantallas tenían más posibilidad de
abandonar la escuela sin haber terminado sus estudios, lo que
repercute en su futuro bienestar socioeconómico. Otro estudio
publicado por Cáritas en febrero de 2022 y financiado por el
Ministerio de Sanidad, titulado El Impacto de las pantallas en
la vida de la adolescencia y sus familias en situación de
vulnerabilidad social: realidad y virtualidad, relaciona el uso
adictivo de pantallas en adolescentes (más de seis horas
diarias) con el fracaso escolar basándose en dos criterios:
absentismo escolar y número de asignaturas suspendidas.
Debemos tener en cuenta que el rendimiento escolar es, sin
duda, un fenómeno multicausal, y por ello se advierte de las
limitaciones que pueda tener el estudio al abordar el fracaso
escolar únicamente desde la relación con el uso de pantallas,
pero sí es relevante porque, aunque las pantallas pueden ser
un factor que impulse el aprendizaje y el rendimiento escolar,
al mismo tiempo pueden ser una de las causas del fracaso
escolar. En este estudio encontraron que un 22,9 % de los
adolescentes que presentan un uso superior a seis horas
diarias del móvil ha faltado algún día a clase sin motivo
justificado y que casi seis de cada diez adolescentes que
hacen un uso adictivo de las pantallas suspenden tres o más
asignaturas. Así pues, parece evidente la relación entre el
absentismo escolar y el número de suspensos con respecto
tanto al abuso como al uso de las pantallas.

Mayor probabilidad de sufrir acoso escolar. Un estudio


longitudinal, publicado en Journal of Developmental
Behavioral Pediatrics y elaborado por la Universidad de
Montreal, estudió los hábitos de consumo televisivo de un
total de 1997 niños (991 niñas y 1006 niños) de 2 años y
medio. Diez años más tarde, los mismos niños tuvieron que
responder a preguntas sobre su interacción con sus
compañeros de curso (sexto grado, alumnos con una edad
media de 12 años), especialmente sobre si sufrían algún tipo
de acoso escolar, verbal o físico. Linda Pagani, una de las
autoras del estudio, asegura que el número de horas que
pasan viendo la televisión los niños de 2 años y medio tiene
una relación directa que aumenta sus probabilidades de sufrir
acoso escolar en sexto grado y esto se debe a que en la
infancia se aprenden y desarrollan las habilidades sociales. El
tiempo que dedican a las pantallas es tiempo que restan a las
experiencias interactivas con otros niños. Los investigadores
calcularon que por cada 53 minutos de televisión que
consumen los niños de 2 años y medio las posibilidades de
sufrir algún tipo de acoso escolar a la edad de 12 años
aumentan un 11 %.

Pierden oportunidades de aprendizaje. Las investigaciones


revelan que los niños más pequeños no aprenden de los
medios digitales como lo hacen cuando ese aprendizaje es
guiado por sus cuidadores. A este fenómeno se le ha
denominado «déficit del vídeo». Se ha observado que los
niños menores de 30 meses tienen más problemas en
aprender la información vista en un vídeo, y después trasladar
ese aprendizaje al mundo real, que si directamente lo
aprenden de su cuidador. En ello se centró un estudio que
evaluaba la capacidad de niños de diferentes edades para
aprender palabras nuevas a través de pantallas digitales. Los
investigadores hallaron que, a los 15 meses de edad, los niños
podían aprender palabras nuevas de determinadas
aplicaciones para pantallas táctiles y con un cuidado diseño
educativo. Sin embargo, estos niños tenían problemas para
transferir este conocimiento al mundo real. Esto nos indica
que la mejor forma de aprendizaje para un niño es a través de
la experiencia, la manipulación de objetos y la interacción con
el mundo offline.
Afecta al sueño. El incremento en el uso de pantallas en
dormitorios se ha relacionado con un menor tiempo de sueño.
Dormir y descansar es muy importante para el desarrollo
emocional y cognitivo de las personas, pero aún más de los
niños. Se ha observado en niños de 6 a 12 meses expuestos a
pantallas que, al final del día, la duración de su sueño era
inferior a la de los que no lo estaban. Una de las explicaciones
que han propuesto es que la luz azul emitida por los
dispositivos electrónicos inhibe la segregación de melatonina
(hormona que facilita el sueño) y, por lo tanto, el cerebro
sigue interpretando que es de día.

Afecta a la vista. En 2015 la revista Science hablaba del


«Myopia Boom». Y es que se ha observado que el número de
personas con miopía en Estados Unidos se ha duplicado desde
1971. En Asia, el porcentaje de adolescentes y adultos
jóvenes con miopía ha pasado del 10 %-20 % al 90 % en
sesenta años. Este boom se relaciona, en parte, con el uso de
pantallas y también con el aumento de las actividades que
actualmente se realizan a corta distancia y con luz artificial.
Hacer actividades al aire libre tiene un efecto protector frente
al desarrollo de la miopía.
Riesgo de desarrollar obesidad y enfermedades
cardiovasculares. Se ha observado que ver la televisión o
estar frente a pantallas entre una y tres horas al día
incrementa entre un 10 % y un 27 % el riesgo de obesidad y
enfermedades cardiovasculares. Esto se debe a la vida
sedentaria que suele ir asociada a las personas que ven tantas
horas de televisión a lo largo de su vida.

Afecta a la regulación emocional. Las pantallas se utilizan


muchas veces como «chupetes tecnológicos». Son las nueve
de la noche en un restaurante donde un grupo de amigos,
algunos con niños pequeños, están terminando de cenar. En el
momento del postre, uno de los críos, de 4 años, dice que
quiere otro helado y sus padres le dicen que no porque ya se
ha tomado uno y es demasiado. El niño coge un berrinche
enorme, un berrinche difícil de gestionar ya que se le juntan la
frustración, un gran sentimiento de injusticia y el agotamiento.
En ese momento su padre saca una tableta de su mochila, le
pone su serie de dibujos favorita y automáticamente el niño
para de llorar. ¿Magia? No. ¡Es el modo avión que comentaba
antes! Pero, ¿sabéis qué pasará cuando, al cabo de un rato,
sus padres apaguen la tableta? ¡Bingo! Volverá a llorar, y esta
vez su llanto será más intenso y difícil de calmar, porque ni
sus padres ni el propio niño sabrán muy bien qué le pasa. Lo
que le pasa al peque es que no ha gestionado ni regulado sus
emociones antes y, además, ahora está aún más cansado que
al principio. Esos dibujos animados han servido para callar al
niño a corto plazo, pero el objetivo de la educación emocional
no es callarle sino calmar.

Pantallas, ¿amigas o enemigas?

Seguramente al llegar a este punto del capítulo tengas ganas de


prohibir las pantallas de por vida a tu hijo, pero esta no es la
solución porque, aunque ya hemos quedado en que los niños NO
son nativos digitales, sí viven en una época en la que las tecnologías
están en nuestras vidas personales y profesionales. No se trata de
darle la espalda a la tecnología, se trata de darle la mano y enseñar
a nuestros hijos a hacer un uso responsable de ella para poder
obtener los beneficios que nos aporta.

TIPS
USO RESPONSABLE DE LAS PANTALLAS EN LA
INFANCIA
A continuación os dejo una serie de recomendaciones, dirigidas a
familias y educadores, para promover un uso responsable de las
pantallas en la infancia. Están basadas en las indicaciones de la
Organización Mundial de la Salud y la Asociación Americana de
Pediatría:

• Niños de 0 a 2 años: cero pantallas digitales (excepto


videoconferencias).
• De 2 a 5 años: limitar el uso de las pantallas a una hora al día, y
siempre con programas educativos de alta calidad y
acompañados de un adulto que pueda estar comentando el
contenido para que el niño lo comprenda.
• A partir de los 6 años: establecer límites de tiempo claramente
definidos.
• A cualquier edad: menos tiempo ante las pantallas es siempre
mejor.
• ¿Pantallas como niñeras tecnológicas? No, gracias.
• Poner pantallas en zonas comunes para poder controlar el
contenido al que los niños están expuestos. Dejar a los niños
con una tableta o un móvil en la mano es convertir a nuestros
hijos en huérfanos virtuales.
• Evitar las pantallas como hilo musical de la casa: apagar las
pantallas y televisores cuando no se estén utilizando.
• Todo a su tiempo: mantener los dormitorios, la hora de las
comidas y el tiempo de juego con el niño libres de este tipo de
dispositivos.
• No usar pantallas una hora antes de ir a dormir, ya que puede
afectar al sueño.
• Conoce los contenidos que ve tu hijo. Hace poco que se ha
puesto de moda un famoso peluche con colores muy
llamativos. Lo venden en todas las tiendas infantiles, ferias y
grandes superficies con un público objetivo claro: los niños.
Este famoso muñeco es uno de los personajes de un juego
muy violento que, básicamente, consiste en matar al rival
dándole un abrazo tan fuerte que llega a asfixiarlo. La mayoría
de las familias que compraron este muñeco a su hijo no tenían
ni idea de quién se trataba. Es nuestra responsabilidad
conocer lo que nuestros hijos ven y con lo que juegan.
• Ayuno tecnológico: toda la familia debería ponerse de acuerdo
para dejar a un lado los dispositivos tecnológicos por un
tiempo previamente convenido (un fin de semana de
desconexión, salir a cenar sin móviles…).
• No utilizar las pantallas como regulador emocional. Utiliza
palabras y gestos de cariño y seguridad para ayudarle a
calmarse.
• Los niños deben pasar un tiempo diario realizando actividad
física.
• Ocio offline: apuntar a los niños a una actividad extraescolar o
animarles a que practiquen algún hobbie (pintar, coleccionar
algo, tocar un instrumento…).
Paulo Coelho dijo lo siguiente:

«Vivimos como si jamás


fuéramos a morir y morimos
como si jamás hubiéramos
vivido».

La sociedad occidental vive de espaldas a la muerte que es,


probablemente, uno de nuestros grandes tabús. La infancia y la
muerte son dos realidades que parecen totalmente opuestas y, sin
embargo, no deberían serlo porque la muerte forma parte de la vida
y viceversa. Debería ser natural poder hablar de la muerte en
cualquier etapa de la vida y durante la niñez tenemos muchas
oportunidades de hacerlo, sin necesidad de dramatizar. Veamos
algunas.

• Situaciones cotidianas en las que los niños están en contacto


con la muerte: cuando arrancamos flores, al pisar un insecto
sin querer, una medusa arrastrada a la orilla de la playa, hojas
o frutos caídos en el suelo, etc.
• Conversaciones que puedan surgir a partir de dudas, intereses,
curiosidades, preguntas o miedos expresados por los niños.
• Noticias en los medios de comunicación.
• Cuentos infantiles (son los recursos más sencillos y útiles para
tratar este tema).
• Películas infantiles. El otro día estuve viendo el musical El Rey
León y justamente la parte en la que Mufasa muere la
omitieron completamente y enseguida pasaron a la escena del
«Hakuna Matata». Claro que no hay que hacer una tragedia
de un musical infantil, pero tampoco hacía falta omitir la
tristeza de Simba.
• Muerte de algún familiar, de alguien cercano o de la mascota de
la familia.

Muchas personas me contactáis ante la muerte o enfermedad


terminal de un familiar o de la mascota familiar porque no sabéis
qué decirles a vuestros hijos. Por eso, he querido dedicar un capítulo
de este libro a este tema tan tabú como importante en el desarrollo
emocional de nuestros hijos.

¿Qué es «la muerte» para los niños?


Para hablar de la muerte con los niños debemos intentar
comprender qué idea se hacen ellos de este concepto tan abstracto,
no solo para saber qué decirles, sino también para saber qué NO
decirles.
Voy a abordarlo por etapas, pero no olvidemos que las edades
que indico son meramente orientativas ya que la comprensión de
este tipo de conceptos depende también de la etapa madurativa de
cada niño o del contexto en el que se críen.

De 0 a 3 años

Desconocen el concepto de muerte, aunque sí perciben las


emociones del cuidador principal. Por eso, si fallece un familiar o
alguien cercano, los niños no entenderán qué ha pasado, pero sí
entenderían que mamá y/o papá están muy tristes.

¿Qué hacer?

Mantener el contacto físico como factor de protección. Es


bastante común que ante el fallecimiento de alguien cercano
el cuidador principal se aleje del bebé de forma inconsciente.
Puede pasar más tiempo durmiendo, llorando u organizando
su nueva rutina sin el ser querido, pero hay que tener en
cuenta que esta distancia es percibida por el bebé.
Las rutinas son fundamentales a la hora de garantizar un
orden y seguridad a los peques. Muchas veces, ante el
fallecimiento de un ser querido, los cuidadores principales
dejan a los niños con sus abuelos o cambian la rutina de los
niños (ya no van a extraescolares, una semana sin colegio,
cambio de vivienda, etc.). Muchas veces será inevitable, y es
normal, pero debemos volver a la normalidad lo antes posible
y en caso de que vaya a haber cambios es fundamental
comentarlos con ellos.

La gestión emocional adulta es imprescindible. Claro que


podemos estar tristes y llorar delante de los bebés, pero
también debe haber momentos de amor y calma.

¿Qué NO hacer?

Cuidado con tratar de compensar la ausencia del ser querido con los
niños. Por ejemplo, si fallece uno de los progenitores, meter otra vez
en la cama del matrimonio al niño que ya dormía en su propia
habitación. Si es el niño quien lo pide no hay problema, porque es
una necesidad del menor, pero sí lo habría si lo hace el otro
progenitor para intentar llenar la ausencia del fallecido. Los adultos
estamos para contener las emociones de los niños, nunca al revés.
De 3 a 6 años

En esta franja de edad entienden la muerte como algo temporal y


reversible. No conciben que alguien se vaya «para siempre» y
fantasean con la idea de volver a verle. Esta creencia se ve reforzada
con relatos en forma de cuentos, películas, dibujos animados, etc.,
donde los personajes mueren y vuelven a aparecer en siguientes
episodios e incluso resucitan. Además, en esta etapa aparece el
pensamiento mágico, que mezcla la realidad con la fantasía: en
su imaginación todo es posible y en su mente conviven ambos
mundos sin conflictos.

¿Qué hacer?

Mostrar empatía y validar sus emociones:

“Le echaremos mucho de menos y podemos hablar de él/ella cuando


quieras”.
“Yo también le echo mucho de menos”.

Sinceridad:

“Cuando alguien muere ya no podemos verle ni hablar con él, aunque sí


que podemos tenerle en sus fotos y vídeos”.
Aclarar el motivo de la muerte, para que no tengan sentimiento
de culpabilidad. Es común que a estas edades se sientan
culpables y traten de buscar explicaciones lógicas: «Como me
porté mal, se ha muerto». Por eso, es importante explicarles
de forma sencilla el motivo:

“Ha muerto porque estaba muy enfermo”.

¿Qué NO hacer?

Dar mensajes abstractos que pueden provocar más confusión


en el niño:

“Se ha ido”.
“Está en el cielo”.
“Se ha ido, como cuando nos vamos de viaje”.

Mentirles:

“Algún día lo volveremos a ver”.


“Se ha quedado dormido”.
“Aunque ya no está aquí, te está viendo todo el rato”.

Proporcionar demasiada información. Entre la sinceridad y el


«sincericidio» hay una diferencia. Debemos decirles la verdad,
pero esto no significa que tengamos que entrar en detalles
que pueden generar ansiedad en los niños por su falta de
madurez emocional.
“El tío Roberto ha muerto en un accidente de coche porque el otro
conductor se saltó un semáforo en rojo”.

Todos estos detalles son innecesarios y pueden hacer que el


niño desarrolle ansiedad y/o fobias al asociar «conducir» con
«peligro de muerte», particularmente si son muy pequeños.

De 6 a 11 años

En esta etapa ya comprenden que la muerte es algo irreversible,


aunque, especialmente en el primer ciclo de primaria (de los 6 a los
8 años), todavía les cuesta entender que sea algo universal. Es decir,
aún no han incorporado que se trata de algo que nos puede pasar a
todos. Esto empiezan a hacerlo a partir del segundo ciclo de primaria
(de los 9 a los 11 años), cuando se adquiere la concepción adulta de
la muerte: final, irreversible y universal. Debemos tener en cuenta
que durante la etapa de primaria es el momento en el que más
diferencia de madurez hay entre los niños del primer ciclo y los del
último.

¿Qué hacer?

Hablar de la persona fallecida en pasado. Las palabras


impactan directamente en nuestra forma de procesar la
información. Hablar de esa persona en pasado ayuda a
integrar la pérdida:

“¿Te acuerdas del día que le llevó a los caballitos?”.


“Era una persona genial”.

Hacerles partícipes de una despedida. Muchas personas


me preguntan si deberían llevar a sus hijos al funeral de la
persona fallecida o, en caso de enfermedad terminal, si
deberían animarles a que vayan al hospital a despedirse del
enfermo. No hay una respuesta rotunda a estas preguntas, ya
que cada circunstancia y cada niño son diferentes. Respecto a
la edad, no es lo mismo un niño de 6 años que uno de 11: por
eso debemos adaptar las despedidas a cada caso.

Yo suelo recomendar que los niños vayan al funeral, siempre y


cuando vaya a ser un encuentro íntimo y no haya sido un
acontecimiento traumático (por ejemplo, ocurrido de forma
repentina). Siempre podemos ofrecerles la posibilidad de ir el mismo
día del funeral; o bien más adelante, ya más calmados, realizar con
ellos un ritual de despedida adaptado a sus edades (hacer un dibujo
y llevarlo a la tumba, encender en casa una vela por el fallecido y
dedicarle unas palabras en familia…). En cualquier caso, los niños
deben tener la oportunidad de despedirse para facilitar el proceso de
duelo. Por ejemplo:
“¿Te apetece escribirle una carta o hacerle un dibujo?”.
“¿Quieres que encendamos una vela y le digamos al abuelo tres cosas
que nos gustaban de él?”.
“¿Hacemos un álbum de fotos de Balú [mascota fallecida] y lo
guardamos para que podamos ver las fotos cuando le echemos de
menos?”.

Preguntarles qué saben. Especialmente en la primera etapa


de primaria, los niños todavía mantienen el pensamiento
mágico y suelen confundir la realidad con la fantasía. Por otro
lado, con la mejor de las intenciones, los adultos ocultamos
información a los niños, lo que puede llevarles a buscarla por
sí mismos y sacar sus propias conclusiones.

Cuando tenía 19 años trabajé como voluntaria en una


asociación para acompañar a niños con cáncer. Recuerdo que uno de
ellos me contaba que, cuando le diagnosticaron la enfermedad, sus
padres le ocultaron que tenía cáncer. Solamente le dijeron que
estaba malito y que iba a ir al hospital, donde le pondrían un
tratamiento que le dejaría muy cansado. Un día, este niño de 10
años, movido por la curiosidad, empezó a rebuscar entre los papeles
de sus padres y encontró un documento del hospital donde ponía la
palabra «cáncer». Así que el niño, con la curiosidad espoleada, en
lugar de preguntar a sus padres preguntó a Don Google, que le dijo
que se iba a morir. Este niño de 10 años, con su curiosidad ya
aplacada, empezó a sentir mucho, mucho miedo, y rabia, porque sus
padres no le habían dicho que iba a morir. Así que, con ambas
emociones descontroladas, se dirigió a sus padres y les dijo de todo,
todo lo que os podéis imaginar. A partir de ese día, con la ayuda de
un magnífico psicólogo de la asociación, Javi, esta familia fue
asesorada para acompañar al niño durante su enfermedad. Su
pronóstico era muy bueno y en unos meses consiguió superarla. Con
esta historia lo que quiero decir es que no solo es muy importante
que seamos sinceros con los niños, sino que además les PREGUNTEMOS

para conocer qué saben exactamente de la situación:

“¿Sabes lo que le ha pasado?”.


“¿Qué te han dicho sobre la enfermedad de tu padre?”.
“¿Tienes alguna duda?”.
“Quizá ahora no tengas preguntas, pero si en algún momento te surgen
puedes preguntarme lo que quieras”.

¿Qué NO hacer?

Negar la emoción. En el capítulo que dedicaba a los 10


mandamientos de la educación emocional ya hablaba de esto.
La tristeza es una de las emociones que más nos cuesta
aceptar en los niños: nos duele verlos sufrir y no poder
evitarlo. Y es que la tristeza no es una emoción que debamos
evitar, aunque sí acompañar. Es común escuchar a muchas
familias decir a sus hijos frases como:

“No estés triste, él te quería mucho”.


“A ella le gustaría verte feliz”.
“Debemos ser fuertes”.
“A él no le gustaría vernos mal”.

En vez de eso, trata de empatizar y compartir su emoción, de


esa forma se sentirá comprendido. Respeta además sus tiempos y
permítele que se comunique cuando lo necesite:

“Cariño, es normal que te sientas triste. Yo también lo estoy”.


“Si necesitas llorar o hablar, cuenta conmigo”.

Mentirles para evitar el sufrimiento. A veces los niños nos


hacen preguntas difíciles o que nos pillan de sorpresa y, sin
darnos cuenta, respondemos con una mentira por no saber
qué decir. Es una reacción automática como, por ejemplo,
ante la enfermedad terminal de un familiar decirles:

“No se va a morir”.
“No sabemos nada”.

Ante las preguntas difíciles, en vez de responder afirmativa o


negativamente, responde con otra pregunta:

“¿Por qué me preguntas eso?”.


“¿Cómo te sentirías si eso pasara?”.

De 12 a 18 años
En la adolescencia ya conciben la muerte como algo irreversible y
universal, pero en ellos las manifestaciones del duelo son distintas a
las de los adultos y su mecanismo de defensa suele ser la negación.
A veces actúan «como si no hubiese pasado nada» lo que, unido a
que, por lo general, no suelen comunicarse con los adultos, puede
provocar tensiones familiares añadidas. Los adultos pueden creer
que los adolescentes están bien —cuando no lo están, en absoluto—
e incluso sentirse molestos al pensar que no les importa la pérdida.
También es común que el duelo en la adolescencia se manifieste en
forma de rabia, en lugar de tristeza, ya que a esta edad el
sentimiento de injusticia está a flor de piel y suelen sentir mucha
frustración e impotencia ante la muerte de un ser querido,
precisamente porque la consideran injusta.

¿Qué hacer?

Preguntarles cómo se sienten. Uno de los grandes mitos


sobre los adolescentes es que no quieren hablar con los
adultos, pero eso no es cierto. La gran barrera entre unos y
otros es que muchas veces, aunque ellos utilicen el mismo
idioma que los adultos, no se comunican como estos.
Respetar su espacio, sin por ello abandonarles
emocionalmente, es la clave. Por eso, es muy importante
preguntarles sobre sus pensamientos, sentimientos y
emociones, pero sin caer en el interrogatorio:

“¿Quieres que hablemos de lo que ha pasado?”.


“¿Cómo estás?”.

Permitir que participen en la toma de decisiones sobre


la despedida. No hay una forma correcta de despedirse de
un ser querido, pero sí hay formas incorrectas y son las
impuestas por los demás.

“¿Quieres venir al entierro o prefieres que vayamos la semana que viene


al cementerio, nosotros solos?”.
“El abuelo está en el hospital y nos han dicho que le quedan pocos días.
¿Quieres ir a verle y despedirte? Decidas lo que decidas, será lo mejor”.

Mostrarles tus emociones para que puedan sentirse


comprendidos. Puedes incluso contarles alguna pérdida que
tuviste a su edad o alguna experiencia tuya del pasado
relacionada con la muerte de algún ser querido.

“¡Me da mucha rabia lo que ha pasado!”.


“Yo también le echo de menos”.
“Es muy triste lo que ha pasado”.
“Cuando yo tenía tu edad también perdí a mi abuelo”.

¿Qué NO hacer?
Dar por ciertas cosas que no son. Tal y como os comentaba
antes, los adolescentes tienden a actuar como si nada hubiera
pasado o proyectando su rabia. Esto no significa que no lo
estén pasando mal. Muchas veces los adultos envían mensajes
culpabilizadores a los adolescentes como:

“Parece que no te importe”.


“No me puedo creer que quieras salir de juerga después de la muerte de
tu abuelo”.
“¡Eres un egoísta! Con lo que ha pasado y solo piensas en salir con tus
amigos”.

Silenciar el tema para que piensen que estamos bien. A


veces, por el contrario, somos los adultos los que actuamos
como si nada hubiera pasado delante de nuestros hijos.
Silenciar las cosas no facilita el duelo. Claro que no debemos
estar todo el día hablando de nuestra reciente pérdida, pero el
otro extremo puede llevar a que el adolescente bloquee sus
emociones y dificultar así su proceso de duelo. Además, es
habitual que el adolescente esté deseando comunicar cómo se
siente, pero no sepa cómo iniciar la conversación. Los adultos
somos responsables de acompañarles en su duelo y de
brindarles espacios de comunicación.
Decidir por ellos. Los adolescentes atraviesan una etapa de
gran confusión en todos los aspectos, en la que unas veces se
les trata como niños y otras como adultos. Ante situaciones
especialmente dolorosas, como lo son todas las relacionadas
con la muerte, la mayoría de las veces les tratamos como
niños y tendemos a protegerles. Pero, en realidad, los
adolescentes no son ni niños ni adultos: son adolescentes.

“No irás al funeral, allí no pintas nada”.


“No quiero que veas a tu primo en ese estado”.

Recuerdo a uno de mis pacientes, Óscar, cuya madre no


quería que fuera al hospital a despedirse de su abuelo, enfermo
terminal de cáncer, que llevaba varios meses hospitalizado.
Óscar tenía entonces 14 años y su hermana, Lola, 16. Óscar y
Lola no habían visitado a su abuelo en los últimos meses por
precaución, para evitar posibles contagios por covid dado su
delicado estado de salud, de modo que solo la madre de ambos
había ido a verle al hospital. Un día comunicaron a la familia que los
órganos del abuelo estaban empezando a fallar y que en unos días
moriría. Los padres de Óscar y Lola se mostraban reacios a dejar
que sus hijos fueran a despedirse de su abuelo al hospital, porque
no querían que lo vieran en sus últimos momentos, tan frágil y
consumido; preferían que la imagen que conservasen de él fuese
otra, mejor, cuando estaba sano y lleno de vida.
La madre de los chicos me llamó para preguntarme qué debía
hacer. Le dije que fuera sincera con ellos, que les explicara
claramente la situación y el estado en el que encontrarían al abuelo
en el hospital, rodeado de aparatos y cables y sin poder hablar. Le
recomendé que ofreciese a sus hijos la posibilidad de elegir entre ir
al hospital, sabiendo cómo verían al abuelo, y otras alternativas de
despedida (una llamada, una carta, un vídeo…), y que permitiese
que fueran ellos mismos quienes tomasen la decisión. La madre me
dijo que se lo pensaría.
Cuatro días después me llamó de nuevo, llorando, para
comunicarme que el abuelo había fallecido. Quería darme las gracias
por haber podido regalar a sus hijos la oportunidad de elegir. Óscar
dijo sí y fue al hospital a despedirse de su abuelo. Lola dijo no y
prefirió escribirle una carta, que la propia madre le leyó. Ninguno de
los dos tomó la decisión correcta o errónea. Ambos tomaron una
decisión libre y esta decisión fue la que les permitió dar el primer
paso frente a su duelo. Los adolescentes pueden y deben tomar sus
decisiones, obviamente guiados por los adultos.
La muerte es un tema tan tabú que, cuando nos toca, no
sabemos cómo abordarlo con nuestros hijos. En el capítulo
«Dinámicas familiares» he incluido las actividades , y
que podéis realizar en casa con ellos y os ayudarán a
gestionar el duelo.

A continuación os resumo las ideas principales de este


capítulo:

• No esperes a que ocurra una muerte cercana para hablar de


este tema con tus hijos.
• No les ocultes los hechos ni les mientas.
• Sé sincero, pero no «sincericida».
• En lugar de hablar tú, pregúntales a ellos (qué saben, qué
creen, qué piensan, cómo se sienten…).
• Respeta tiempos y espacios.
• Trata el tema a través de experiencias propias o de terceras
personas.
• Aborda el tema de la muerte de forma indirecta: ejemplos
hipotéticos, episodios, situaciones o personajes que les sean
familiares por cuentos, películas, dibujos animados, etc.
• Normaliza el tema y habla de ello con naturalidad.
• Utiliza palabras sencillas, claras y que ellos puedan entender.
• Parte de sus conocimientos previos sobre el tema y de cómo lo
conciben.
El abuso sexual infantil (ASI) es cualquier clase de contacto sexual,
por parte de un adulto, con una persona menor de 18 años y desde
una posición de poder sobre ella. Se trata de la utilización de un niño
o adolescente en una actividad de carácter sexual sin el
consentimiento cierto de la víctima, ya sea por el uso de la fuerza,
mediante amenazas, engaños o sencillamente por no ser esta
plenamente consciente, bien por su inmadurez psicofísica o por su
nivel de comprensión. El ASI no es sinónimo de violación, que
implica siempre el uso de la fuerza o la intimidación de la víctima. De
hecho, en el ASI raramente se utiliza la fuerza física para obtener
contacto sexual con el menor, que tampoco ocurre de forma aislada
o accidental.
El ASI es un problema muy grave que afecta a niños, niñas y
adolescentes de ambos sexos y de todas las edades. Según datos
del Consejo de Europa, se estima que uno de cada cinco menores
europeos es o será víctima de alguna forma de violencia sexual
antes de cumplir la mayoría de edad. Uno de cada cinco es una cifra
que se aplica a toda Europa y no excluye diferencias de frecuencia
de un país a otro. Estos datos son el resultado de diversos estudios
realizados en el marco europeo por diferentes equipos y coincide con
las estadísticas presentadas por diversas organizaciones, entre las
que cabe citar a Unicef, la Organización Internacional del Trabajo y
la Organización Mundial de la Salud.

Formas de abuso sexual infantil

Estas son algunas de las formas de abuso sexual que pueden sufrir
los menores.

Bromas, humillaciones e insinuaciones de carácter


sexual. Aquí incluiríamos comentarios sobre el desarrollo del
cuerpo (ocurre especialmente durante la adolescencia). Estos
comentarios pueden venir tanto de personas adultas como de
otros adolescentes. Otros actos de contenido sexual sin
contacto también entran en este ámbito, como gestos
sexualizados o intimidaciones.

Voyerismo. Consiste en observar a un niño o adolescente


mientras está desnudo o semidesnudo (mientras se ducha,
mientras se cambia, mientras se baña…) para satisfacción
propia.

Exhibicionismo. Cuando un adulto exhibe sus genitales ante


un niño o adolescente.
Besos o caricias con connotaciones sexuales.

Grooming. Cuando un adulto contacta con un menor a través


de las tecnologías con el objetivo de ganarse su confianza
para luego involucrarle en alguna actividad de carácter sexual
(enviar fotos o vídeos con poca ropa, también conocido como
sexting, etc.) Un informe sobre Violencia Viral realizado por
Save The Children, basado en una encuesta con casi 400
jóvenes de entre 18 y 20 años de toda España, confirmó que
uno de cada cinco de los encuestados había sufrido este tipo
de abuso, el 15 % en más de una ocasión. De media, la
primera vez que sufrieron esta violencia fue con 15 años.

Exponerlos a pornografía. Ver pornografía en la infancia


puede causar mucho daño en el desarrollo afectivo y sexual
por falta de comprensión de aspectos de la sexualidad.

Realizar fotografías o grabaciones comprometedoras de


niños y adolescentes (desnudos o semidesnudos, o
también en poses sexualizadas), para posteriormente hacerlas
públicas —por ejemplo, a través de las redes sociales— o
chantajearles.

Realizar frotamientos contra un niño o adolescente, tocarle


los genitales o hacer que toque los genitales de otra persona.
Masturbación. Hacer que el niño o adolescente se masturbe
delante de otra persona o masturbarle. Hacer que el niño o
adolescente masturbe a otra persona.

Mantener relaciones sexuales con un niño, niña o


adolescente (por vía oral, vaginal o anal).

El abuso infantil es muy difícil de detectar. Muchos menores


sienten culpa por lo que les ha pasado y también les da mucha
vergüenza contarlo. Por otro lado, tienen miedo de que algo malo
pueda pasarle al agresor si lo cuenta; de hecho, entre el 70 % y el
85 % de los casos, la víctima conoce al abusador por ser alguien de
su entorno próximo, con quien interactúa a menudo o ha
interactuado en alguna ocasión (un familiar o un conocido de la
familia, un vecino, un profesor…).
A día de hoy sigue habiendo muchos mitos y conceptos
erróneos sobre el abuso infantil, lo que dificulta su detección.
Veamos algunos:
MITO REALIDAD

«El abuso sexual infantil se produce La realidad es que tanto niñas como niños,
cuando hombres adultos abusan de y adolescentes de ambos sexos, sufren
niñas». abuso sexual. Respecto a los abusadores, es
cierto que mayoritariamente suelen ser
hombres, pero también hay mujeres y, en
ocasiones, también pueden ser otros niños y
adolescentes.

«Quienes abusan sexualmente de Los abusadores sexuales proyectan una


niños y adolescentes son extraños, falsa imagen de amabilidad y cercanía para
personas ajenas al entorno familiar y ganarse la confianza de los menores, de sus
social del menor». familias y de los profesionales que los
rodean. Alrededor del 85 % son personas
queridas y respetadas tanto por los menores
como por los adultos de su entorno (dato de
la Campaña «Uno de cada cinco» del
Consejo de Europa).

«Las víctimas de los abusos sexuales El abuso sexual afecta a menores de todo
pertenecen a clases sociales tipo de familias. En ocasiones, el hecho de
desfavorecidas o familias que las víctimas pertenezcan a clases
desestructuradas». medias y altas puede suponerles una
presión más para que guarden silencio.
MITO REALIDAD

«Los niños y adolescentes inventan Cuando un menor refiere que ha sufrido


muchas veces supuestos abusos abusos sexuales suele ser cierto en la
sexuales, para llamar la atención, por inmensa mayoría de los casos. Los abusos
envidia o por rabia». sexuales son una experiencia tan traumática
para las víctimas que es muy difícil que se lo
inventen.

«Si a mi hijo le pasara, seguro que me La detección de este tipo de abuso es muy
enteraría». compleja; de hecho, la mayoría de los casos
no son detectados ni denunciados.

El síndrome de acomodación al abuso


sexual infantil

Uno de los motivos por los que el abuso sexual infantil se mantiene
durante años es por la ley del silencio que lo rodea, aún más férrea
cuando el abuso se produce dentro de la familia. Este silencio, que
generalmente dura años, lo explicó muy bien el psiquiatra Ronald
Summitt en 1983 al describir lo que bautizó como Síndrome de
Acomodación al Abuso Sexual Infantil (SAAS). Este síndrome
comprende cinco etapas que explican el comportamiento de los
menores que han sufrido ASI, que no son sino un mecanismo de
defensa que les permite sobrevivir a la situación abusiva.
Mantenimiento del secreto. El secreto es el arma principal
de los abusadores. El adulto abusador le dice al niño que no
debe compartir lo que ha ocurrido con nadie, haciendo que se
sienta culpable de los posibles daños derivados de revelar lo
ocurrido y prometiéndole que todo saldrá bien si no lo cuenta.
El secreto es impuesto mediante la manipulación emocional, la
amenaza y la culpabilidad.

“Si lo cuentas, tu madre ya no podrá estar conmigo y no tendrá dinero


para comer”.
“Si lo cuentas, se romperá la familia”.
“Si se lo dices a alguien, iré a la cárcel por tu culpa. Y tú no quieres eso,
¿verdad?”.

Indefensión. Educamos a los niños desde que son pequeños


para que obedezcan a los adultos y se muestren cariñosos con
ellos, y especialmente con personas del círculo social más
próximo a la familia (parientes, amigos). ¿Recuerdas la
historia que contaba Jorge Bucay sobre el elefante que había
intentado escapar de pequeño y no pudo y por eso se resignó
a vivir encadenado? Esto también ocurre con los niños
víctimas de ASI. El niño confía plenamente en las personas
cercanas porque eso es lo que se le ha enseñado y lo que
espera es que le protejan. Si un adulto de su confianza abusa
sexualmente de él, el menor se sentirá confundido,
traicionado y desprotegido. El ASI provoca en la víctima
sentimientos de impotencia y desprotección que pueden
perdurar a lo largo de toda su vida.
No olvidemos que la mayoría de los abusadores son
personas próximas al menor, por lo que educar a los niños
inculcándoles una obediencia ciega a los adultos puede ser un
factor de riesgo para el ASI. Esto no significa que no debamos
fomentar en ellos el respeto hacia los adultos, claro que sí,
pero el respeto no es obediencia y además no debería darse
por el hecho de ser adultos.

Atrapamiento y acomodación. En esta fase el niño se ha


resignado ante la situación de abuso, e incluso llega a creer
que él mismo la ha provocado. No puede concebir que el
agresor, sobre todo si es alguien de su círculo cercano, le
pueda hacer nada malo; por ello, su única alternativa es
intentar captar su amor. La víctima tiende a adaptarse a la
situación abusiva como método de supervivencia. Se
encuentra atrapada por el secreto y la responsabilidad de
mantener a su familia protegida.
Todo ello facilita que el abuso se repita, el tiempo que el
agresor decida, generando en el niño sentimientos
ambivalentes que se traducen en alteraciones de conducta
como insomnio, agresividad, impulsos suicidas, promiscuidad,
fugas, etc.

Desvelamiento aplazado. El abuso suele durar años. Los


mecanismos de acomodación persisten hasta la adolescencia,
momento en que es habitual que surja la conducta desafiante
frente a los adultos propia de esta etapa y se desvele el
secreto. Es frecuente que los adultos que escuchan el relato
del abuso se identifiquen más con el adulto abusador, por
empatizar con él, y piensen que quizá el niño o adolescente
esté mintiendo. No es infrecuente, por ejemplo, que adultos
conocedores de situaciones de ASI expresen sus dudas en
este sentido a través de frases como «No puede ser, ¡pero si
su padre es un amor!». Además, tal y como hemos visto en la
fase anterior, los niños víctimas de ASI suelen tener problemas
de conducta, agresividad y comportamientos antisociales, por
lo que muchos adultos terminan etiquetando al niño como
«problemático» y no le creen.

Retracción. Esto es consecuencia de la fase anterior. Si, tras


revelar los abusos, su relato no es creído, la víctima de ASI
experimentará sentimientos de vergüenza y culpa. Por otro
lado, es también posible que la revelación desencadene
conflictos en diferentes aspectos de su vida, lo que vendría a
confirmar las amenazas del abusador y acrecentaría los
temores de la víctima. En estos casos, muchos menores llegan
a retirar la demanda.

Detección del abuso sexual infantil

Como ya he indicado, el abuso sexual infantil es muy difícil de


detectar ya que, debido precisamente al síndrome de acomodación
que explicaba antes, muchos niños tardan en pedir ayuda. Los
efectos y consecuencias del ASI tampoco son siempre evidentes, y
su gravedad depende de muchos factores (frecuencia, intensidad,
grado de parentalidad, etc.).
Pese a ello, diversos estudios han llegado a clasificar algunas
señales que pueden servir para detectar posibles casos de ASI en
niños y adolescentes:

Efectos emocionales:

• Ansiedad.
• Miedo generalizado.
• Hostilidad y agresividad sin una causa aparente.
• Culpa y vergüenza.
• Depresión.
• Trastorno de estrés postraumático.
• Rechazo del propio cuerpo.
• Desconfianza hacia el entorno.
• Manifestaciones psicosomáticas.

Efectos sexuales:

• Conocimiento precoz para la edad del menor.


• Juegos sexualizados.
• Masturbación compulsiva.
• Excesiva curiosidad por el tema sexual.
• Problemas de identidad sexual.
• Conductas promiscuas.

Efectos sociales:

• Retraimiento social.
• Déficit en habilidades sociales.
• Conductas antisociales.

Efectos conductuales:

• Regresiones.
• Alteraciones del sueño.
• Incontinencia urinaria.
• Autolesiones.
• Intentos de suicidio.
• Fugas del domicilio familiar.
• Conductas adictivas.

Un 80 % de los niños y adolescentes víctimas de abuso sexual


intentaron contarlo en algún momento, pero muchos de estos
intentos fueron ignorados, malinterpretados o infravalorados. La Ley
Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor
deja muy claro en su artículo 13.4 que:

“Toda persona que tuviera noticia, a través de cualquier fuente de


información, de un hecho que pudiera constituir un delito contra la libertad
e indemnidad sexual, de trata de seres humanos, o de explotación de
menores, tendrá la OBLIGACIÓN de ponerlo en conocimiento del Ministerio
Fiscal sin perjuicio de lo dispuesto en la legislación procesal penal”.

Es decir, cualquier persona adulta, y mucho más si es un


profesional con niños o adolescentes a su cargo, tiene la obligación
de denunciar cualquier tipo de abuso sexual infantil del que tenga
conocimiento, indicios o sospecha. No es nuestra labor decidir si
ocurre o no, ni siquiera investigarlo: nuestro deber es denunciarlo.
Muchas personas me preguntan: «¿Y si el menor está mintiendo?».
Y yo les respondo:

¿Y si no?
¿Cómo actuar ante una revelación de
abuso sexual infantil?

Enfrentarse a una revelación de ASI no es tarea fácil. Ante algo así


es fundamental gestionar correctamente la avalancha de emociones
y pensamientos que nos brotan en ese momento, en que se nos
impone ante todo el instinto de proteger al menor que tenemos
enfrente, y que van de la sorpresa a la alarma, la preocupación, el
dolor, la rabia, la ira, la sensación de impotencia, culpabilidad o
fracaso, e incluso la incredulidad. Porque desearíamos que no fuese
verdad, e inconscientemente podemos buscar señales que nos
indiquen que lo que el niño nos está contando pudiera ser fruto de
su imaginación. Lo cierto es que nuestro rol como adultos NO es
averiguar si lo que nos cuenta es cierto o no, ni tampoco nuestro
cometido es lidiar con la situación de abuso. Nuestra obligación es
proteger al pequeño y notificar la situación a las autoridades
pertinentes.
La diferencia entre que un niño hable de su situación de
abuso, o que decida retraerse y no revelarla, está en cómo reaccione
y actúe el adulto al que ha decidido confiar lo que le está
sucediendo. Por eso, voy a dejaros unas pautas al respecto.

¿Qué hacer?
Ante todo, creer al menor y respetar sus tiempos. Nunca debemos
cuestionar si lo que dice es cierto. Debemos escucharle en todo
momento y hacerle entender que le creemos. No debemos
presionarle para que hable y evitaremos hacerle demasiadas
preguntas. Es importante agradecerle su confianza por elegirnos
para contar algo tan difícil de expresar y hacer que se sienta
orgulloso por haber tenido la valentía de hacerlo. En todo momento
se le debe transmitir la idea de que nada de lo sucedido es culpa
suya: él o ella no han hecho nada malo.
Durante la conversación conviene intentar averiguar la
existencia de posibles lesiones, eso sí, sin mediar ningún tipo de
exploración física. Ante la sospecha de cualquier tipo de lesión
debemos acudir a los servicios sanitarios. Lo importante es proteger
a la víctima, y notificar nuestras sospechas es la única manera de
garantizar su protección frente a posibles agresiones futuras.
Paralelamente, debemos evitar el proceso de revictimización,
para lo que es fundamental garantizar la confidencialidad. Debemos
tener en cuenta que, frente a la amenaza de la estigmatización,
podremos actuar más eficazmente si en el centro educativo hemos
creado un clima de integración y aceptación de las diferencias
individuales y sociales.

¿Qué NO hacer?
Mostrar sorpresa o alarma. En el momento en que un
menor está revelando su experiencia de abusos no conviene
dar signos de sorpresa o preocupación, pues lo más probable
es que deje de hablar. Ante este tipo de reacciones, pueden
sentir gran culpa o vergüenza al entender que lo que les ha
pasado es «raro» hasta para un adulto y retraerse por
completo.

Juzgar al menor o dudar de su testimonio. Muchas veces


los abusadores son personas cercanas e incluso gente muy
agradable. Hacer comentarios como «¿En serio?, pero si te
quiere un montón» o «¿Y seguro que no lo hace para jugar?»
no solo restan credibilidad al menor, sino que además pueden
llevarle a creer que es él quien está equivocado. Este tipo de
comentarios solo aumentan la confusión que experimentan
muchas víctimas de ASI en la fase de atrapamiento y
acomodación.

Pedir detalles. Hablar sobre una situación de abuso es muy


duro para el niño. No es necesario que nos den detalles. En
este tipo de conversaciones no debemos someter al niño a
mayor estrés y por ello debemos limitarnos a conocer la
información necesaria (quién, dónde, frecuencia, si alguien lo
sabe), pero pedir que abunde en detalles no es más que puro
morbo y no ayuda en absoluto al niño. Una recomendación
sería decirle al peque que si hay alguna pregunta que no
quiere contestar en ese momento, puede no hacerlo.

Emplear palabras que puedan asustar: policía, detención,


abuso, denuncia, etc.

Afirmar que no se lo diremos a nadie o comprometernos


a guardar el secreto. Este es un error que cometen muchas
personas. Cuando un menor víctima de ASI accede a revelar
su situación no es raro que lo haga con la condición de que
esta se mantenga en secreto. Sabemos que esto no va a ser
así, porque tenemos la obligación de denunciarlo, así que
estaríamos mintiéndole y tarde o temprano se enterará. El
niño ha confiado en ti como adulto, porque eres una figura de
seguridad, y si tú también le fallas cuando se ha abierto a ti
en algo tan difícil para él, va a suponerle un dolor muy
grande. Es importante ser siempre sinceros con ellos. Por
ejemplo, podemos decirles:

“Puedo prometerte que te voy a ayudar y que todo lo que haga será
para conseguir que esta situación pare”.

O también aclararle que, si lo consideras necesario, a lo


mejor se lo tienes que decir a otras personas que le pondrán a
salvo y cuidarán de él.
Perder los papeles ante la revelación e insultar al agresor.
Es muy importante mantener la calma en todo momento y
trasmitírsela al menor.

Asegurarle que sus familiares lo comprenderán. Muchas


veces los niños que desvelan una situación de ASI no quieren
que hablemos con sus padres por temor a que no les crean, y
por desgracia a veces es así. Es importante trasmitirles calma
y seguridad respecto a la reacción de su familia —siempre
que, por supuesto, los abusadores no formen parte de la
misma— y, por nuestra parte, hacer lo necesario para que
esta sea lo más favorable posible (hablado con la familia,
recomendándoles algún orientador o psicoterapeuta, etc.).

Trabajar la prevención desde la infancia

Enseñarles desde pequeños a reconocer y respetar las


partes íntimas de su cuerpo. Hay que explicar a los peques
que nadie debe tocar sus partes íntimas (pechos, culo,
genitales y boca). A veces será necesario que algún adulto lo
haga —por ejemplo, un médico, pero siempre será delante de
mamá o papá; o el profe, para ayudarle a limpiarse o ponerle
cremita en caso de que sean muy peques—, pero si en algún
momento lo hace de una forma que le haga sentir incómodo o
que le dé asco, entonces debe contarlo. Enséñales desde
pequeños a lavar sus partes íntimas —en el momento del
baño, por ejemplo, o cuando estés haciendo cambio de pañal
—, sin forzarles e involucrándoles a ellos («ponte cremita en
el culete», «límpiate tú ahora»…). Cuando empiecen a ir al
baño solos, anímales a que sean ellos mismos los que se
limpien y luego revisa tú cómo lo han hecho, pidiéndoles
antes permiso para hacerlo.

«Tu cuerpo es tuyo». No debe obligarse a los niños a dar


besos o abrazos a los adultos, ni tampoco a someterse a las
típicas cosquillas. A los adultos no siempre nos apetece besar
o abrazar a la gente, ni siquiera a nuestros allegados. Algo
muy sencillo que les empodera a este nivel es permitirles
elegir su ropa interior. Es una forma de transmitirles que son
ellos quienes deciden sobre sus partes íntimas.

Enseñarles a respetar también el cuerpo de los demás.


Igual que nadie debe tocar su cuerpo sin su consentimiento,
ellos tampoco deben hacerlo con el de los demás sin pedir
permiso. Ni a los adultos ni a otros niños.

Hablar abiertamente con los niños sobre sexualidad,


desde muy temprana edad, para que no sea un tema tabú en
casa.
No debe haber secretos. No debemos tener secretos con los
niños ya que, como hemos visto, son el mejor aliado de los
agresores. Enseñar a los niños a diferenciar entre secretos y
sorpresas es fundamental. En la tabla siguiente describo la
diferencia entre ambos.

SECRETOS SORPRESAS

Nos hacen sentir emociones desagradables: Nos hacen sentir emociones agradables:
culpa, miedo, asco, malestar, confusión… ilusión, amor, alegría, gratificación,
diversión…

El secreto no tiene límite temporal, se La sorpresa tiene límite temporal, se


prolonga en el tiempo. produce en un momento concreto.

El objetivo del secreto es esconder algo El objetivo de la sorpresa es esconder algo


malo que ha hecho otra persona. bueno para otra persona.

En la actividad del anexo «Dinámicas familiares»


encontraréis una dinámica con tarjetas para trabajar con los
niños la diferencia entre secretos y sorpresas a partir de
algunas situaciones cotidianas.
EL GLOBO

¿Qué se trabaja? Relajación, conciencia del propio cuerpo y


control de las emociones a partir de la respiración.

Edad: 2-6 años.

Descripción de la actividad. Coge un globo del color que elija tu


hijo e ínflalo rápidamente. No lo ates, cógelo bien con los dedos para
que no se salga el aire. Explícale a tu peque que el aire de dentro es
nuestra emoción (en este caso sería la rabia) y que si no lo
aprendemos a controlar se nos puede escapar. En ese momento
soltamos el globo. Explicamos a nuestro peque que eso es lo que
nos pasa a las personas cuando no regulamos nuestras emociones,
que actuamos muy deprisa, estresados y sin control. Comentamos
también las sensaciones físicas que hemos tenido cuando el globo
iba volando sin control: tensión y estado de alerta.
Ahora volvemos a inflar el globo más despacio mientras le
enseñamos a hacer respiraciones cogiendo el aire por la nariz (3
segundos), aguantándolo y después soltándolo lentamente (3
segundos) mientras inflamos el globo. Repetimos varias veces hasta
inflar el globo por completo (así sirve de práctica) y al terminar lo
atamos. Terminamos la actividad diciéndole que las respiraciones
nos ayudan a tener más control de nuestras emociones y de nuestro
propio cuerpo.

ANIMALES DORMIDOS

¿Qué se trabaja? Autocontrol, calma, autoconciencia corporal.

Edad: 2-6 años.

Descripción de la actividad. Para este juego será necesario que


el niño o los niños elijan ser un animalito que les guste (un perro, un
gato, un conejo…) y se muevan por la habitación como si lo fueran.
El adulto contará hasta tres y dirá: «Animales, ¡a dormir!». En ese
momento los niños deberán tumbarse en el suelo y hacerse los
dormidos. El adulto revisará que los peques estén sin moverse y
concentrados en su propio cuerpo hasta que el adulto diga:
«Animales, ¡a despertarse!».
Con este juego trabajamos habilidades como el autocontrol y
la conciencia del propio cuerpo y de las propias emociones (miedo,
ansiedad, rabia…).

EL CARACOL

¿Qué se trabaja? Relajación física y escucha activa.

Edad: 2-6 años.

Descripción de la actividad. Otro ejercicio de relajación para


niños: los caracoles salen de su caparazón y, ante una amenaza,
vuelven a esconderse. Este ejercicio lo pueden hacer sentados en
una silla o en el suelo.
Comenzamos la actividad pidiéndoles que encojan su cuerpo,
escondiendo sus manos y brazos, como si se encontraran dentro del
caparazón de un caracol. Les explicamos que, al salir el sol, los
caracoles se sienten mejor y vuelven a salir. Les pedimos que poco a
poco vayan extendiendo su cuerpo hasta volver a la postura inicial.
Sin embargo, al pasar una nube que oculta por completo los rayos
del sol, los caracoles vuelven a esconderse en su hogar, siendo así
necesario que los pequeños se encojan nuevamente.
Esta práctica puede realizarse durante varias veces seguidas,
permitiendo así que los niños se relajen al contraer y estirar el
cuerpo.

APRENDE A IDENTIFICAR EL
MIEDO

¿Qué se trabaja? Miedos infantiles.

Edad: 3-8 años.


Descripción de la actividad. El miedo es una emoción necesaria
para la supervivencia. Si vamos por el bosque y vemos un oso, en
nuestra cabeza se enciende una alarma:

¡¡CUIDADO: HUYE O
ESCÓNDETE!!

Y menos mal que nuestro amigo el miedo nos ha ayudado, al


advertirnos de que ese oso podría ser un peligro.
Pero, a veces, el miedo puede convertirse en un enemigo y
aparecer cuando las situaciones NO son peligrosas. En este caso no
debemos hacerle caso, porque de lo contrario se hará más grande y
fuerte que nosotros.
En este juego vamos a aprender a diferenciar cuándo el miedo
es nuestro amigo y cuándo es nuestro enemigo.
La dinámica de este juego es sencilla. Primero se preparan las
dos cartas principales, MIEDO REAL y MIEDO IMAGINARIO, que han
de ser de tamaño algo mayor que las otras. Basta con recortar las
cartulinas del tamaño deseado y escribir en cada una de ellas el
texto correspondiente, con letra clara y de buen tamaño; si se
quiere, siempre se les puede dar un toque más creativo, poniendo
un fondo de color distinto para cada una, incorporando iconos o
imágenes, etc. Después se elaborarían las otras cartas, estas de
tamaño algo menor, que representen cosas, personajes o situaciones
que puedan dar miedo a los niños: bichos (araña, avispa, gusano,
escorpión, etc.), personajes imaginarios (bruja, fantasma,
monstruo(s), etc.), figuras reales (profesor/a, médico, dentista,
payaso, etc.), fieras o animales salvajes (león, tiburón, cocodrilo,
lobo, oso, serpiente, etc.), vehículos (coche, moto, tren, avión, etc.),
estar en el colegio, estar malito, oscuridad, ruidos fuertes… Como
con las dos cartas principales, podéis hacerlas en versión básica
(bastaría con escribir el nombre de cada «miedo» en la tarjeta
correspondiente) o una versión más premium, decorada con colores
o imágenes representativas. Si los niños son pequeños y no saben
leer esta última versión es más visual, aunque también se puede
jugar con ellos con la básica simplemente leyendo en voz alta el
nombre de cada miedo.
Situamos en el centro las dos cartas principales y en un mazo
las otras; luego se trata de ir cogiendo por turnos una a una las
cartas del mazo e ir comentando entre los jugadores si habéis
sentido alguna vez ese miedo en concreto y si es un miedo real o
imaginario, colocando cada una de las cartas debajo de la carta
principal correspondiente. Algunos miedos dependen del contexto y
eso es importante aclararlo mientras se reflexiona en grupo sobre
cada uno de los miedos que van saliendo.
DIBUJA TU MIEDO

¿Qué se trabaja? Miedo infantil.

Edad: 4-9 años.

Descripción de la actividad. En el capítulo de los miedos os


contaba que una de las claves para vencer los miedos irracionales es
ponerles un nombre. Esta actividad, muy sencilla, se desarrolla en
diferentes pasos:

• Cada miembro de la familia debe pensar en un miedo que


tenga. Durante unos minutos cerráis los ojos y tenéis que
darle forma, color y tamaño a vuestro miedo. Puede adoptar
apariencia de animal o de persona, puede ser alguien o algo
real o bien creado por vosotros.
• En la segunda parte de la actividad tenéis que dibujar vuestro
miedo en una hoja de papel. Tal y como os lo habíais
imaginado. Es importante que no miréis los dibujos de los
demás, tenéis que estar centrados en el vuestro, más tarde
podréis ver los de los demás. Podéis dibujarlo en blanco y
negro o utilizar colores.
• Una vez que lo hayáis dibujado, debéis pensar un nombre para
vuestro miedo y escribirlo en el mismo papel. Si alguno de los
peques todavía no sabe escribir, pedidle que os diga el
nombre que quiere ponerle a su miedo y vosotros se lo
escribís en el papel. Respetad el nombre que le dé.
• Ahora es el momento de que cada participante presente su
miedo a los demás. Una vez que acabe la explicación, los
otros pueden hacerle preguntas sobre ese miedo en concreto.

En esta actividad es fundamental el respeto y la validación del


miedo que haya presentado cada participante. Hacer bromas o
burlas sobre los miedos de los otros puede provocar más inseguridad
en el niño. Esta actividad sirve para que los niños —y los adultos—
den el primer paso para enfrentarse a sus miedos, reconocerlos y
hablar de ellos sin temor ni vergüenza.

¿QUÉ ES LO QUE SÉ HACER?


¿Qué se trabaja? Celos infantiles y autoestima.

Edad: 2-6 años.

Descripción de la actividad. Es una de las actividades más


completas para trabajar los celos en niños. Además de afrontar los
celos infantiles, también refuerza la autoestima de los peques. Se
trata de crear un juego de tarjetas que representarán diferentes
habilidades: bailar, correr, cantar, ayudar, trabajar, hacer deporte,
limpiar, cocinar, escuchar, aprender, dar masajes, hacer reír, dibujar,
ordenar (podéis añadir todas las que se os ocurran). Basta
simplemente con escribir el nombre de cada habilidad en una
tarjeta, aunque también se pueden representar mediante dibujos o
collages, usando fotos recortadas de revistas o periódicos.
El peque deberá coger una tarjeta al azar y representar con
mímica la habilidad que le haya salido y los papás deberán adivinar
qué es lo que sabe hacer.
Aprovechad estos momentos de juego para animarle,
diciéndole que papá y mamá saben que sabe hacer muchas cosas.
Reforzar su seguridad personal hará que el sentimiento de celos se
minimice.
JUEGO DE PREGUNTAS

¿Qué se trabaja? La llegada de un hermano y la autoestima.

Edad: 2-9 años.

Descripción de la actividad. Otra actividad muy recomendable


para trabajar los celos infantiles antes de que llegue un nuevo
hermanito.
La primera parte del juego consiste en hacer esta pregunta:

«¿Qué harás cuando el bebé


?».

Con esta formulación, se plantearían diversas situaciones que


puedan darse en el día a día. Por ejemplo:

“¿Qué harás cuando el bebé tome el pecho?”


“¿Qué harás cuando papá bañe al bebé?”
De esta forma vamos preparando al peque para los cambios
que habrá tras la llegada de su hermano y también le estaremos
ofreciendo distintas soluciones en el caso de que experimente celos
por sentirse desplazado.
La segunda parte es introducir otra pregunta:

«¿Qué harás tú si el bebé


?».

Aquí deberéis anticipar situaciones que puedan producirse


más adelante, en la convivencia familiar, y reflexionar con él sobre lo
que podrá y no podrá hacer. Por ejemplo, enseñarle a través de este
juego que esconderle los juguetes al hermanito no será buena idea.

UNA CARTA O UN DIBUJO PARA TI

¿Qué se trabaja? Muerte, duelo y despedida.


Edad: 2-99 años.

Descripción de la actividad. Esta actividad ayuda a salir de la


fase de negación, especialmente en las primeras fases del duelo. Le
pediremos al niño que escriba una carta o haga un dibujo a la
persona que ha fallecido y que después pueden hacer lo que quieran
con ella: guardarla, llevarla al cementerio, quemarla, etc. Respetad
su intimidad y preguntadle si podéis verla, si ellos no quieren no
pasa nada. La parte terapéutica es el hecho de escribirla. Al escribir
en pasado o al dibujar un recuerdo del pasado, ayuda a integrar que
esa persona no está en el presente.

RITUAL DE DESPEDIDA

¿Qué se trabaja? Duelo y despedida.

Edad: 3-99 años.


Descripción de la actividad. Hay familias que prefieren no llevar a
sus peques al funeral o al cementerio porque puede resultar un
momento muy duro para ellos. El sepelio tiene un papel importante
a nivel psicológico porque es una forma de materializar la despedida;
por eso, si por la razón que sea se decide que los niños no estén
presentes en esta ceremonia, es importante compartir con ellos
algún ritual de despedida propio para darles la oportunidad de
avanzar en su duelo: encender una vela por la persona fallecida,
cantar una canción, ir al cementerio otro día, aventar las cenizas del
difunto, etc.

EL ALBÚM

¿Qué se trabaja? Muerte y duelo.

Edad: 2-6 años.


Descripción de la actividad. Esta actividad consiste en hacer un
álbum de fotografías y/o recuerdos de la persona fallecida. Es muy
útil para esas etapas en las que los peques creen que la muerte es
reversible. Podemos explicarles que ya no volveremos a ver a esa
persona, pero que si quieren podemos hacer un álbum para verla en
fotografía siempre que nos apetezca.

LA CAJA DE LAS EMOCIONES

¿Qué se trabaja? Educación emocional y comunicación.

Edad: 2-9 años.

Descripción de la actividad. Nos cuesta hablar de las emociones


«negativas», como la rabia, la tristeza o el miedo. Para esta
actividad prepararemos unas tarjetas en las que escribiremos el
nombre de distintas emociones o pondremos alguna imagen que las
represente (alegría, tristeza, rabia, dolor, ira…) y las metemos dentro
de una caja. Después cada uno elige la tarjeta que representa
aquella emoción que hayamos tenido durante el día y la comenta en
familia. Si los niños son muy pequeños, en vez de escribir el nombre
de la emoción podemos representarla mediante una imagen (dibujo,
foto, emoticono…).

SECRETO O SORPRESA

¿Qué se trabaja? Prevención del abuso sexual infantil.

Edad: 2-9 años.

Descripción de la actividad. En esta actividad trabajaremos con


los niños la diferencia entre secretos y sorpresas con el objetivo de
ayudarles a detectar si están siendo víctimas de algún tipo de abuso
por parte de otras personas y que así puedan contarlo a sus padres
o profesores. Es importante, antes de iniciar la actividad, explicarles
las diferencias entre secreto y sorpresa (las encontraréis en la tabla
«Secretos y sorpresas») e insistirles en que si en algún momento
son cómplices de algún secreto deben decíroslo siempre, que les
creeréis y que no os enfadaréis con ellos.
A los niños se les presentarán una serie de situaciones
cotidianas y, después de cada una de ellas, se les hará las siguientes
preguntas:

«¿Esto es un secreto o una


sorpresa?».
«¿Por qué?»

A continuación os propongo varias situaciones posibles:

SITUACIÓN 1
En tu clase estáis preparando un festival de baile para fin de
curso. La profesora os pide que no le contéis a vuestra familia
cuál será la canción que vais a interpretar.

SITUACIÓN 2
Estás con tus amigos en el patio del cole cuando, de repente,
junto a vosotros pasa un niño más mayor corriendo, pega una
patada al cubo de basura y lo rompe. Se acerca a ti y a tus
amigos y os dice que no le digáis nada a ningún adulto.

SITUACIÓN 3
Estás con tu madre comprando un regalo de cumpleaños para
tu hermano. Tu madre te pide que, por favor, no le digas nada
a tu hermano sobre el regalo.

SITUACIÓN 4
Tu equipo de fútbol está planeando hacer una gran fiesta para
la entrenadora después del último partido. Nadie debe
mencionarlo delante de ella.

SITUACIÓN 5
El hermano de un amigo te dice que conoce un juego «de
tocarse» muy divertido y quiere jugar contigo, pero te
advierte de que es un juego solo para niños y que ningún
adulto puede enterarse.

SITUACIÓN 6
Tu amiga Lorena lleva a clase unos bombones para
regalárselos a vuestra amiga María porque es su último día en
el cole. Te dice que no se lo cuentes a nadie, que los quiere
sacar en la hora del almuerzo.

SITUACIÓN 7
Hoy en el parque tu amiga Blanca te ha contado que el novio
de su madre juega con ella a un juego que nadie puede saber
y que la hace sentir incómoda. El juego consiste en hacerle
cosquillas y darle besos cuando su madre se va a trabajar,
pero a ella no le gusta.

SITUACIÓN 8
Durante el recreo, dos niños han entrado en la clase y han
cogido sin permiso el almuerzo de un compañero tuyo. En ese
momento tú estabas en clase porque habías ido a por tu
botella de agua y les has visto. Los niños te han dicho que,
por favor, no digas nada.

EL SEMÁFORO DE LAS EMOCIONES

¿Qué se trabaja? Autocontrol, frustración y regulación emocional.

Edad: 4-9 años.

Descripción de la actividad. En esta actividad trabajaremos con


los niños el autocontrol emocional para esos momentos de rabietas y
frustración. A través de esta actividad se trabajará la caracterización
de las situaciones en las que el niño ha perdido el control de sí
mismo, para determinar las causas y buscar soluciones para evitar
que vuelva a ocurrir en el futuro. Consiste en dibujar un semáforo en
un papel y pintar cada círculo de un color:

• ROJO
• NARANJA
• VERDE

La primera parte de la actividad se asociará al color ROJO del


semáforo. En esta parte vamos a localizar una situación en la que el
niño haya perdido el control de la rabia. Por ejemplo:

“El otro día, cuando estaba viendo la tele y papá la apagó para que fuese a
cenar”.

En el NARANJA intentaremos aclarar el motivo o motivos por


los que el niño se descontroló tanto. Por ejemplo:

“Era tarde y estaba cansado”.


“No me gustaba la cena”.
“Justo cuando la apagaste, el capítulo estaba en lo más interesante”.

Es importante que en esta parte el adulto no juzgue ni


minimice los motivos que el niño le dé. Es importante escuchar y
comprender lo que el niño nos cuenta. Si el niño no sabe identificar
los desencadenantes, el adulto puede ayudarle: «¿Podría ser porque
estabas cansado? El día anterior habías tenido partido».
En el VERDE vamos a buscar soluciones o alternativas para
evitar que suceda de nuevo:

“Ducharme antes, para que tenga más tiempo para ver la tele antes de
cenar”.
“Papá/mamá deben avisarme al menos 5 minutos antes de apagar la tele”.
“Irme a dormir antes, para no estar cansado al día siguiente”.

Y no lo olvides: educar es
también lo que haces cuando
no estás educando.
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Nota
* Utilizaré el término padres para referirme de forma genérica a ambos progenitores, padre
y madre; también aplicaré de forma genérica los sustantivos hijo(s), bebé(s), niño(s)y
adolescente(s), englobando ambos sexos.
EDUCAR CON PACIENCIA
Ayuda a tus hijos a gestionar sus emociones
Carmen Esteban
(@mipsicologainfantil)

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© Carmen Esteban, 2023


© Editorial Planeta, S. A., 2023
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08034 Barcelona
www.planetadelibros.com

Diseño de cubierta: Planeta Arte & Diseño


Ilustración de cubierta: © Angélica Chamorro
Diseño y gráficos de interior: María Pitironte

Primera edición en libro electrónico (epub): febrero de 2023

ISBN: 978-84-670-6926-6 (epub)

Conversión a libro electrónico: Acatia


www.acatia.es
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