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Un descuido cósmico Liliana Blum

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Índice

Alas a los alacranes


Una Lady Macbeth cualquiera
La abuela no tiene quién la visite
La semana de Nínive
Pajarita
No me gusta el tono de tu voz
Ardea herodias
Un descuido cósmico
Agradecimientos
Acerca del autor
Créditos
Planeta de libros
Para la niña Mónica Rojas, Mario de El librero de Jude, Lily
Hernández, Willy Estrada de Librería Infinito, Lisandro y José Luis
González de Librería Alfarabía, Majo Zulaica, Vania Monterrubio y
Óscar Moreno, por su nueva amistad que iluminó mi año con libros,
cariño, apoyo, risas, ideas, complicidades y solidaridad. Los quiero
conmigo por siempre.
Para Gabriela Salazar, Sara Uribe, Sergio Pérez,
Atenea Cruz y Milena Solot, ya tantos años. Sigamos.
Alas a los alacranes

No fue tan difícil crear un muñeco que representara a mi marido. Realmente


nunca fui buena con las manualidades, ya me lo decían las monjas en la
primaria cuando intentaba tejer un juego de baño para el Día de las Madres.
Dedos torpes, me decían con un dejo de ternura y de burla al mismo
tiempo. Tampoco es que cortar y coser unos pedazos de tela requiera una
maestría en física nuclear. Ya que hablo de la construcción del artefacto,
debería decir que al principio yo no lo vi como venganza. Yo, Faina, no soy
ese tipo de persona. Nunca fui así en realidad. Lo hice más bien como una
forma de terapia, un escape para la impotencia que sentí porque Orestes me
fue infiel. No una, sino varias veces. Y lo peor es que ni siquiera tuvo el valor
de aceptarlo o decírmelo él mismo. Como es bastante imbécil, lo descubrí
después de un trabajo como detective amateur que cualquier mujer que
sospecha podría haber hecho. Cuando lo confronté, el muy cobarde sin
pelotas lo negó al principio, pero ante la evidencia no tuvo más remedio que
aceptarlo. Acto seguido, lo justificó revictimizándome: que mi trabajo me
absorbe todo el tiempo, que siempre estoy cansada, que ya no hacemos nada
juntos. Resultó entonces que la culpa de que me pusiera los cuernos de vaca
suiza era mía.
Idiota. A veces me pregunto qué fue lo que le vi a este hombre. Si acaso,
alguna vez hubo algo que me gustara de él como para decidir pasar la vida
juntos, ya no podía recordarlo. Lo conocí por Aristeo, su hermano, que en
ese entonces era el director del colegio donde yo trabajaba. Aristeo fue
siempre el más guapo de los dos, también el más inteligente y el que estaba
casado. Por alguna razón me vi obligada a elegir al feo, pazguato y soltero,
como si fuera el único remedio a la enfermedad de estar sola. O como si sólo
existieran esos dos hombres en el planeta.
Así de feo como era y con el cinismo del que solamente son capaces los
machos infieles, Orestes abrió el botecito de hojuelas junto a la pecera, y
comenzó a alimentar a su estúpido y monstruoso pez japonés, Chivigón. Yo
hubiera querido tomar a ese pez de frente bulbosa y estrujarlo con mi puño
hasta que por mis dedos saliera un puré anaranjado; aguantaría con
estoicismo el asco con tal de hacerle daño al estúpido de mi esposo. Pero
¿qué culpa tienen los hijos de los pecados de los padres? Aquel
razonamiento no me impidió sentir la ira recorrer cada una de mis células;
el calor bajando por mi cabeza, pasando por todo mi cuerpo hasta terminar
en mis pies; las ganas de golpear a mi esposo, el deseo de matarlo, de hacerle
mucho daño en el proceso, pensé que no podía permitirlo. No porque no se
lo mereciera, sino porque claramente existen desventajas en matar al
cónyuge, desde las económicas hasta la posibilidad de terminar en la cárcel.
Aun así, necesitaba sublimar los sentimientos que me estaban consumiendo.
No hay nada que desgaste más que la ira, excepto quizás el cáncer y el uso
exagerado de drogas a lo largo del tiempo.
Orestes se lavó las manos, abrió el refrigerador y sacó una caja de cartón
con el logo de una franquicia de pollos. Con los ojos muy abiertos señaló la
caja: su manera de preguntarme si quería. No pude entender cómo después
de confrontarlo por destrozarme la vida, su apetito no se había visto
mermado en absoluto. Se sentó a comer haciendo unos ruidos grotescos que
no hicieron más que incrementar mi deseo de causarle mucho, mucho,
mucho daño. No sé cómo se me ocurrió la idea, quizá por el pollo frito que
devoraba como un puerco inició la cadena: pollo cajún - Nueva Orleans -
magia negra - muñeco vudú - su merecido. Sí, eso pudo ser. Cuando mi
marido infiel comenzó a limpiarse las manos grasosas con medio paquete de
servilletas, para luego eructar y empinarse una cerveza, yo tenía mi plan ya.
Y como soy una mujer de acción y peligro, de esas que cuando se quejan de
algo no es para que las consuelen y las pobreteen, sino porque van a poner
manos a la obra, hice justamente eso.
—¿A dónde vas, Faina? —Escuché que preguntó más por compromiso
que por otra cosa. Desde nuestro enfrentamiento había tomado la actitud de
«aquí no pasó nada, pero por casualidad me estoy volviendo un marido
ejemplar». Para él, aquello significaba llevar su plato sucio al fregadero, no
contactar a su amante por un tiempo, al menos no mientras estaba en casa,
meter las botellas de cerveza vacías al bote de la basura, y sus calzones
flameados al cesto de la ropa sucia. Supuse que en su primitiva cabeza
pensaba que yo debería estarle agradecida por tan inusuales acciones.
—Necesito unas cosas de la mercería —contesté con frialdad. Y como yo
no miento jamás, fui a ese lugar y compré un metro de manta blanca y
relleno para almohadas. Ya con las cosas en mi bolsa, caminé un buen rato
por el centro. Luego me compré un elote asado con mucha mayonesa, queso
y chile. Me senté en una banca en la plaza para admirar la catedral de
Durango y fantasear con mi proyecto de costura. Aunque no sabía si
funcionaría o no, experimenté una emoción ya olvidada para mí:
entusiasmo.
***
A la mañana siguiente, cuando Orestes se marchó a la oficina, me serví café
en un termo, me puse mis zapatillas y me dirigí a la Biblioteca Central. Con
estoicismo y mis pantorrillas convirtiéndose en piedra, logré llegar hasta la
entrada principal. Me giré y vi la enorme escalinata que recién había subido.
Por un segundo tuve la fantasía de dejarme caer, como quien se lanza a una
alberca, y rodar abajo por los cientos de escalones. ¿Moriría al instante o
quedaría paralítica? Guardé mi termo ya vacío, enderecé la espalda y entré a
la biblioteca saludando a la empleada del mostrador que respondió con un
gruñido.
Fue una gran desilusión encontrarme con un lugar que no se parecía a la
idea de bibliotecas que yo tenía a partir de las películas o series
norteamericanas. En todo caso se asemejaba más a un supermercado en un
país comunista con sus estantes casi vacíos. Cuando me acerqué, comprobé
que los pocos libros que quedaban eran más bien donaciones de todo tipo
de personas, la mayoría poco letrada, a juzgar por los títulos de recetas de
cocina saludables ya pasadas de moda; varios de superación personal;
política de sexenios pasados; biografías de actores del cine nacional;
manuales de herbolaria; cancioneros populares; publicaciones del Instituto
de Cultura del Estado, que ni los familiares de los escritores querían leer;
números empastados de La familia Burrón y de Memín Pinguín, y unos
cuantos bestsellers traducidos en los años setenta. Con todo, encontré una
vieja Enciclopedia Británica que tenía un buen apartado sobre magia negra
en el Caribe, África, y Nueva Orleans. Me senté en un escritorio de madera
mutilado durante años con las navajas de los estudiantes, abrí mi libreta y
comencé a tomar notas. Tuve que ponerme mis audífonos para no escuchar
las risas de un grupo de adolescentes en la mesa de junto y el molesto
parloteo de la bibliotecaria con la mujer del aseo.
Quise buscar más libros para completar lo que había encontrado en la
enciclopedia, pero me quedé de pie detrás de un señor calvo y obeso que
revisaba un cajón, bloqueando el resto de los ficheros. Después de un rato
carraspeé para hacerle saber que no era el único con derecho a consultar las
fichas bibliográficas. Él se giró con dificultad un par de veces para
dedicarme una mirada fulminante, pero siguió pasando las tarjetas con
parsimonia, como si leyera una revista por ocio. Yo crucé los brazos, suspiré
lo más fuerte que pude, y me dediqué a golpetear el suelo con el pie, como si
fuera el conejo de la película de Bambi. Luego de unos diez minutos, el tipo
por fin se dio por vencido y cerró con fuerza los cajones abiertos haciendo
tanto escándalo que la bibliotecaria lanzó una advertencia.
—Gordo cretino —dije lo suficientemente alto para que pudiera
escucharme. Leí varios títulos hasta que encontré la ficha de uno que parecía
perfecto: Religión vudú: historia, ritos y el fenómeno de posesión, de Nélida
Agosto Citrón. Sin duda era mi día de suerte, encontrar un libro así en un
acervo tan miserable como éste. Me senté un buen rato con el libro,
eligiendo algunos capítulos, y pagué un dineral a la bibliotecaria para que
me sacara copias.
Salí radiante y feliz, así que tomé un pequeño paseo. Rodeé el edificio de la
biblioteca hasta llegar al embarcadero del pequeño teleférico que cruza
desde el Cerro del Calvario hasta el de Los Remedios. Hice el recorrido
pensando en Orestes. ¿Tendría la inteligencia suficiente para saber que lo
que estaba a punto de sucederle era una consecuencia de sus actos? Nunca
ha sido un hombre brillante. Suspiré. Tendría que averiguarlo una vez que
pusiera el plan en marcha. Una pareja ya madura, tomada de la mano, me
sonrió con esa sonrisa estúpida que tienen los enamorados al principio de
una relación. Apostaría lo que fuera a que cada uno estaba casado con otra
persona. Respondí con una sonrisa que no pretendió esconder su falsedad y
me concentré en mirar las azoteas de los edificios.
Ya en casa, le serví la merienda a Orestes y comimos como siempre desde
hace años, frente al televisor viendo cualquier cosa para evitar cualquier
conversación.
***
Algunas personas aseguran que soy la mujer más pacífica del mundo.
Incluso me han tachado de bondadosa en varias ocasiones cuando me
descubren haciendo alguna obra de caridad. Y como nunca me persigno en
los aviones ni digo «si Dios quiere» ante cualquier plan, asumen que no sólo
soy atea, sino que también soy racional. El hecho de que fui maestra de
ciencias en una secundaria hasta antes de casarme, también abona a esa
creencia. La gente, ya se sabe, suele dar por sentado un sinfín de cosas. Sólo
ven la punta del iceberg, algo sin contexto, y crean una historia que les
complace, o les conviene, aunque sea una distorsión de la realidad. El que
confundan las cosas no me vuelve su versión de mí misma. Ahora que el
incidente con Orestes llegó a los medios, la gente tendrá que replantearse sus
teorías.
Me terminé el café y lavé la taza antes de asomarme por la ventana que da
al frente de la casa. Nada. Nadie. Saqué de la alacena la bolsa de la mercería
que escondí atrás de los rollos de papel de baño y algunas sustancias de
limpieza. La forma fácil de hacer el muñeco hubiera sido imprimiendo una
foto de cuerpo completo de Orestes en algún tipo de papel plastificado, y
luego coserlo arriba de un trozo de tela. Faltaría luego usar otro tanto para la
parte trasera y rellenarlo como una pequeña almohada. Por supuesto que si
alguien veía el muñeco sería más que evidente a quién representaba. En
cambio, un muñeco más tradicional podría ser cualquier hombre de cuerpo
flácido, bigote y tonsura.
Extendí un plástico sobre la mesa de la cocina, sintonicé la estación de
baladas en el radio y puse manos a la obra. Dibujé una figura de unos
cincuenta centímetros sobre la manta. No quería un muñequito, sino algo
que pudiera acunar entre mis brazos. Recorté, rellené y cosí usando el dedal.
Al poco tenía hecho un muñeco genérico, sin facciones, con el potencial de
ser cualquiera. Ahora necesitaba personalizarlo, imbuirlo de oresticidad, así
que subí hasta al cuarto matrimonial y busqué en el clóset alguna camisa de
mi marido que no hubiera usado en mucho tiempo. Encontré una de
franela, arrecholada entre un suéter y un saco: «perfecta», pensé. Del fondo
de uno de los cajones saqué una trusa de color negro que sería muy útil para
unos pequeños pantalones, zapatitos e incluso emular una boina ridícula
como la que se pone a veces para jugar golf.
Luego tomé su cepillo de dientes y con él junté los pelos que dejó en el
lavabo al rasurarse en la mañana. Coloqué una hoja de papel a manera de
recogedor, y volví a la cocina. Tomé un plumón negro y marqué lo que
serían los ojos, la nariz y la boca. En seguida puse un poco de pegamento
blanco y con las pinzas de las cejas, fui colocando la barba de mi marido
sobre el rostro del muñeco para formarle unos bigotes. Soplé con mucho
cuidado. Lo contemplé por un rato pensando que faltaba algo. ¡Claro, pelo!
Volví al baño y puse a contraluz el peine que Orestes usa: ¡bingo! Había
varios cabellos enredados allí. Los recorté cuidadosamente para hacer
pequeñas versiones de su cabellera y puse pegamento sobre el pequeño
cráneo desnudo.
Levanté el muñeco para evaluar mi avance. Iba tomando forma. Con el
marcador marqué sus tetillas y un diminuto pene en el lugar donde
usualmente van esas cosas. Le di la vuelta y pinté también la raya de las
nalgas. Dibujé además una serie de caracolitos negros en toda la espalda:
serían los pelos de simio que lo cubren. Satisfecha con el resultado, comencé
a cortar la tela de la camisa para confeccionar una réplica; también unos
pantaloncitos a partir de los calzones con elástico guango. En el último
instante, decidí que no necesitaba zapatos. Lo observé y me pareció que
seguía faltando algo. Subí corriendo las escaleras con una agilidad que hace
mucho no tenía y bajé el frasco de la loción favorita de Orestes. Un poco de
Hugo Boss y entonces sí: era él. «Víctor Frankenstein debió de sentirse así»,
pensé con orgullo, y lamenté no tener a nadie con quien compartir mis
logros.
Cuando vi el reloj con forma de Gato Félix, el corazón me dio un vuelco:
las horas se habían pasado volando. No faltaba mucho para que mi marido
regresara a comer y yo no tenía nada listo. La pechuga de pollo seguía
congelada y no había tiempo para hacer un arroz. Me apresuré a recoger los
retazos de tela para ponerlos en la basura y retirar cualquier vestigio que
pudiera delatarme. Al muñeco lo escondí en la parte inferior del mueble del
comedor que era de mi abuela y en donde guardo los cubiertos de plata, las
copas de cristal cortado y la mejor vajilla. Como precaución extra, lo cubrí
con unos manteles bordados. «Aquí te quedas calladito», le dije como de
niña les hablaba a mis muñecas.
Mientras terminaba de limpiar y despejar la mesa, encontré una solución
para el problema de la comida: llamé a una pizzería local y pedí la que
menos le gusta a Orestes: una grande con pera y queso de cabra. Mi favorita.
Disfruté este poder que su culpa me regalaba, en su estatus actual de perro-
con-la-cola-entre-las-patas no podría reprocharme aquel gasto ni ponerse a
decir que una pizza sin ningún tipo de carne no era pizza de verdad. Busqué
en mi sección secreta de la alacena, donde guardo las botellas que a veces me
acompañan por las tardes, y saqué una de tinto. Me serví una copa, di un
sorbito que me llenó de satisfacción, y me senté a mirar la cola negra del
gato reloj moviéndose como péndulo. El resto del ritual tendría que esperar.
***
Al siguiente día, después de beber mi café y de cerciorarme de que Orestes
no fuera a regresar porque se le olvidó cualquier cosa, decidí proceder. Tenía
que invocar a un espíritu para que me ayudara a darle una lección a mi
marido infiel. No está de más reiterar que no lo hice por venganza, sino
como escape terapéutico para canalizar mi ira de manera controlada. Que
quede claro. La intención puede marcar toda la diferencia del mundo para la
misma acción. Salí al patio de lavado y me hinqué en el suelo, con el muñeco
junto a mí. No quería un incendio ni dejar rastro del ritual: el último lugar al
que podría entrar mi esposo era donde se lavaba la ropa y se guardaban los
utensilios de limpieza. Encendí la vela negra que me vendieron en el
mercado; tenía un olor no sólo extraño, sino bastante desagradable. Me
obligué a contener las náuseas que amenazaban con subir por mi tráquea e
intenté concentrarme en la persona que mi muñeco representaba. Con un
gis copié de mis hojas de apuntes el vevé, una especie de diagrama que debía
trazar en el piso y que funciona como un faro para los loa, espíritus del
vudú. Me temblaba la mano, como si fuera una niña de cuatro años
aprendiendo a escribir.
«Ojalá que esto funcione», pensé. El patio no era ningún templo ni yo una
sacerdotisa. Sólo el tiempo y las reacciones de mi esposo lo dirían. De un
pequeño saco de ixtle tomé un puño de harina de maíz y dejándola escapar
entre mis dedos, intenté repasar el trazo del vevé. Me di cuenta de que había
estado aguantando la respiración y me estaba mareando, así que respiré
profundamente varias veces, sacudí la harina de mis manos, y cogí la hoja
donde había anotado la oración para Papa Legba.
Oh, buen Legba, escúchame: ábreme la barrera.
Papa Legba, ábreme la barrera.
Ábreme la barrera para que pueda entrar.
Vudú Legba, ábreme la barrera.
Daré gracias a los loa cuando vuelva.
Ababó.
Casi olvidaba la parte del sacrificio. Me levanté con cierta dificultad: las
rodillas me tronaron y los músculos de mis piernas se quejaron por el
entumecimiento. Fui hasta la oficina de Orestes y con un bowl para el cereal
capturé a Chivigón. Pensar en tocar el pez me producía asco y ansiedad en
proporciones idénticas. Cuando volví al patio, me di cuenta de que hacer un
sacrificio era una noción muy vaga. No implicaba necesariamente una
tortura de algún tipo, sólo ofrecer una vida a cambio de algo más. Así que
quizá no tendría que matar al monstruoso pez globo; bastaría con dejarlo
morir. Eso también resolvía el problema de explicar su ausencia cuando
Orestes volviera del trabajo y notara que la pecera estaba vacía. Si cortaba al
pez en pedazos, por ejemplo, tendría que deshacerme de ellos en el
escusado. En cambio, si Chivigón moría de causas naturales inducidas,
podría regresar su cadáver al agua y fingir demencia cuando mi esposo
preguntara por él. Después de todo, los peces de acuario mueren de repente,
¿no?
Vacié el agua del bowl en la coladera y luego acerqué el recipiente a la vela
negra, cuidando por supuesto que el pez no cayera sobre la flama y, apenas
en un murmullo, pronuncié:
—Papa Legba, te entrego la vida de esta inocente criatura llamada
Chivigón.
Apenas terminé de hablar, el susodicho se puso a brincar de un lado al
otro como tortilla en un comal, boqueando por aire. Cerré los ojos: no me
interesaba verlo sufrir. Después de un par de minutos, dejó de moverse.
Quería probar si el hechizo funcionaba o no, pero pensé que sería mejor
hacer la limpieza y revisar la hora. Guardé el Orestes de trapo junto con los
instrumentos de tortura en una bolsa que puse dentro de la lavadora.
Como una buena Cenicienta, vertí una cubeta de agua con limpiador de
pino sobre el dibujo en el cemento y lo tallé con una escoba. Después regresé
a la oficina y dejé caer el cadáver del pez japonés en la pecera que
borboteaba con su bomba como si nada fuera de lo común hubiera pasado.
Fui a la cocina a tirar la vela, el bowl, mi libreta de apuntes y el gis en el cesto
de basura. Finalmente cerré la bolsa negra y la saqué para que el camión
recolector se la llevara más tarde. El reloj de gato en la pared me indicó que
él no tardaría en llegar. Me sentía exhausta. Decidí premiarme con otra copa
de vino para calmar las ansias de probar el muñeco en ese momento.

A las tres de la mañana me desperté como si hubiera puesto la alarma. A mi


lado, Orestes roncaba de una manera que me hizo querer volverme lesbiana
o, al menos, soltera. Si el ruido era repugnante, lo era más su físico al
dormir: la baba escurría por la comisura de su boca abierta manchando la
almohada y las sábanas con un olor fétido, con los ojos semiabiertos
mostrando lo blanco de los glóbulos… No pude más, me enfundé las
pantuflas y salí de puntitas. Ya en el pasillo me relajé un poco. Él jamás había
tenido el sueño ligero; me estaba preocupando demasiado. Bajé por las
escaleras sin prender la luz, fui hasta el patio de lavado y saqué la bolsa con
el muñeco y demás implementos que había dejado adentro de la lavadora.
Regresé a la cocina y extendí el muñeco sobre la mesa. Con los ojos
cerrados y pensando en el infiel, volví a entonar el canto para invocar a Papa
Legba. Me acordé de los correos empalagosos que le mandó una de sus
amantes, con las fotos de una escapadita que se dieron a Mazatlán mientras
yo creía que estaba en la matriz de su empresa en Ciudad de México. La ira
comenzó a recorrer mi cuerpo otra vez, caliente y ácida, como si reviviera el
descubrimiento. Puse al muñeco bocabajo, tomé un alfiler con punta roja y
lo clavé muy despacio en lo que sería la baja espalda. ¿Funcionaría? Enredé
un pedazo de cuerda en el cuello del Orestes de trapo, apretando con
firmeza. Y sólo por no dejar, tomé de la alacena chile en polvo y se lo froté
en la zona de los genitales. «Esto es una tontería», me dije. Las tres de la
mañana es una hora peligrosa: o asaltas el refri o empiezas a creer en la
magia negra. Volví a guardar las cosas en el escondite y me serví un vaso de
leche antes de volver al cuarto. Todo parecía igual que como lo dejé. De
pronto me sentí muy cansada. Ni siquiera me lavé los dientes: sólo me metí
en la cama y dejé que el sueño me venciera.
***
En la mañana, no fueron los pajaritos, el camión del pan o el despertador,
sino el escándalo de Orestes lo que me despertó. Sentado en la cama con los
pies apoyados en el tapete y dándome la espalda, se convulsionaba con una
combinación de carraspeo y tos. Como esposa ejemplar, bajé corriendo a la
cocina por un vaso de agua. Le dio un trago y pareció estar mejor. Noté la
marca rojiza alrededor de su cuello, pero no dije nada.
—Gracias. Creo que tenía muy reseca la garganta.
Se puso de pie, y cuando lo hizo, lanzó un alarido agudo. Se llevó las dos
manos a la parte superior de sus glúteos inexistentes, y se quejó de un dolor
incapacitante en la espalda baja. Lo ayudé a recostarse bocabajo y levanté la
playera que usaba para dormir. Allí, en la piel, había unos puntos rojos que
podrían ser cualquier cosa. Fui al botiquín por una crema para el dolor
muscular y comencé a frotar. Sus gemidos de dolor se fueron convirtiendo
poco a poco en sonidos de placer, como si le estuviera dando un masaje en
la playa.
—¿Se te ofrece algo más? —pregunté limpiándome las manos con una
toallita húmeda—. Necesito ir al baño y arreglarme.
Intentó girar sobre sí mismo para responder. Lo vi luchando contra su
peso y la gravedad como un escarabajo volteado. Me ganó la compasión y
regresé para ayudarlo. Una vez que estuvo bocarriba, se empezó a sacar con
desesperación el bóxer. Cuando lo logró, vi cómo en su cara se registraba el
terror al mirar sus partes pudendas: la piel enrojecida y cubierta por un
salpullido espeluznante. Corrí de vuelta al botiquín para buscar la pomada
de árnica. Tuve que restregarlo por todas las zonas aledañas al apéndice
arrugado que se escondía tras el arbusto negro de sus vellos. Sin que
ninguno de los dos lo planeáramos, su cuerpo respondió a mi tacto como
hacía mucho no sucedía. Yo me dejé llevar, quizá porque había pasado tanto
tiempo desde la última vez, que me resultó novedoso. Y no es que extrañara
eso, más bien deseaba los cambios de rutina, pero el acto fue el mismo de
siempre: Orestes arriba de mí, jadeando, con su enorme vientre rozándose
contra el mío, mientras intentaba realizar los movimientos copulatorios con
poco éxito, derramando su sudor sobre mi cara. Nunca me había dado un
orgasmo y esta vez no fue la excepción, pero al menos la fricción entre mis
piernas resultó agradable por un momento, tanto como esas manitas
rascadoras para la espalda. Para cuando terminamos, ya no le dolía el lomo,
la garganta no dio más problemas y su piel había regresado a la normalidad.
Me di una ducha y, mientras me caía el chorro de agua casi hirviendo,
llegué a la conclusión de que los efectos del vudú eran bastante ligeros y
fáciles de contrarrestar. Pasé de un extremo a otro en un instante: primero
pensando que no había funcionado y, luego, tras recordar los efectos en el
cuerpo de Orestes, me asusté porque pensé que podría haber sido mucho
más grave. Para cuando me envolví con la toalla y me puse la crema
antiarrugas, ya estaba mucho más tranquila. Era una práctica segura, ¿no?
Yo, por supuesto, siempre me he preocupado por él.
A lo largo del día, mientras hacía el súper y luego la limpieza de la casa,
me di cuenta de que mi esposo no había hecho la conexión entre sus
malestares y su infidelidad. Yo había tenido la idea de hacer el muñeco vudú
como terapia personal y así sentir un poco de justicia, ¿qué hay de malo en
eso?, pero luego consideré que si a él le quedaba claro por qué le acaecían
esos males, podríamos convertir la experiencia en un ejercicio didáctico.
Nunca venganza, sólo aprendizaje. Sin embargo, no había logrado ese
cometido, el sexo inesperado había sido una especie de premio para él,
cuando yo me había prometido castigarlo con mi frialdad y abstinencia.
Necesitaba corregir el estímulo. Orestes era como esos perros falderos
histéricos que no paran de ladrar y yo, en lugar de ponerle un collar con
descargas eléctricas como procedería, le había dado un premio. Se veía tan
complacido que ni siquiera mencionó el hecho de que Chivigón flotaba
inerte en la pecera. A lo mejor pensó que había sido su culpa por olvidar
alimentarlo; en la noche la pecera estaba drenada, con el buzo yaciendo
sobre las piedras de colores, como un náufrago sin suerte.
En la madrugada fui por el muñeco y decidí llevarlo conmigo a la cama
matrimonial. Los ronquidos de oso pardo de Orestes eran igual de fuertes
que de costumbre. Me acosté de espaldas a él, tomé el alfiler de cabeza roja y
comencé a clavarlo en el torso del muñeco como en la escena de regadera en
Psicosis. Casi de inmediato, sentí un movimiento detrás de mí. Me incorporé
para ver a mi esposo llevándose las manos al pecho y al estómago, gimiendo
de dolor, todavía sin despertar. Yo empecé a susurrarle con suavidad, muy
cerca del oído, casi de manera romántica:
—Eso te pasa por engañar a Faina.
Por respuesta recibí un gruñido de cerdo buscando trufas. Era evidente
que el mensaje no estaba siendo recibido, así que piqué la planta del pie del
vudú; Orestes se contrajo casi de manera simultánea como si hiciera una
abdominal para sobarse la suya.
—Los hombres infieles en general viven menos.
Él se revolvió sobre las sábanas y pasó de estar bocarriba a posicionarse
como un camarón gigante sobre su costado; al poco tiempo su respiración se
volvió pausada, tranquila.
—Hay consecuencias para todos los actos que cometemos. Y lo que le
hiciste a Faina es imperdonable.
Presioné con fuerza mi mano contra la cara del muñeco y comencé a
contar los segundos muy bajito. Antes de llegar al minuto, Orestes se movió
como si tuviera un ataque epiléptico, llevándose las manos a la cara,
intentando quitarse algo que no estaba allí. Fue entonces que abrió los ojos
de súbito y me sorprendió mirándolo con una mórbida fascinación al
comprobar los efectos del vudú. De inmediato quité mi mano del muñeco y
logré lanzarlo al suelo antes de ser descubierta.
—¿Qué diablos me hiciste, Faina?
Pude haber iniciado una pelea en ese momento. ¿Con qué derecho me
hablaba con ese tono tan violento, sobre todo después de la gran afrenta a
nuestros votos matrimoniales? En cambio, decidí calmarme y le contesté
muy quitada de la pena:
—¿Yo? Nada, sólo estaba preocupada por ti. Parecía que te estabas
ahogando.
Me fulminó con una mirada cargada de rencor, pero también de sospecha.
Sin decir nada se incorporó para ir al baño a orinar. Escuché su chorro
endeble que tardaba varios segundos en empezar a salir; no tenía que estar
allí para saber que dejaba caer sus asquerosas gotas amarillas tanto sobre el
asiento como al pie de la taza, sobre mi lindo tapete color durazno. «Tendré
que ponerlo en la lavadora mañana a primera hora», pensé y metí el muñeco
debajo de la cama. Me estaba volviendo a acostar cuando escuché el grito de
Orestes desde el baño:
—¡Tú me hiciste esto, maldita loca! —dijo plantándose frente a la cama,
mostrándome su torso pálido con pechos peludos y caídos, además del
vientre inflado, ambos cubiertos de marcas rojas, como de punción,
rodeadas de un moretón violáceo.
«Piensa rápido, Faina: ¿qué haría cualquier esposa con muina, pero
inocente de practicar vudú a su marido? Ya.», me dije poniéndome de pie
con relativa agilidad, para rodear el colchón. Encendí la lámpara del buró y
me acerqué a la piel de Orestes para examinarla, tocándola con cuidado y
poniendo una cara de extrañeza.
—¿Tú crees que yo te hice esto? Ojalá pudiera hacerte un hechizo para
vengarme de las deshonras que me has traído, pero Dios no les da alas a los
alacranes —dije fingiéndome muy ofendida—. ¿No será más bien que
tenemos chinches? —Levanté la sábana haciendo un gesto de asco—. A lo
mejor te las trajiste de la cama del motel a donde llevaste a tu amiguita.
Mi marido abrió la boca para decir algo, pero se lo pensó mejor y se limitó
a cerrar los puños y a lanzarme una mirada violenta e inofensiva al mismo
tiempo. Buen chico. Algo había aprendido.
—Siéntate que te pongo crema de árnica —le dije como una tregua y fui a
traer el pomo del botiquín. Cuando regresé, Orestes ya estaba sobre el
colchón y, como un niño enfadado y trompudo, dejó que le untara aquel
placebo.
***
Prolongué la tortura de madrugada durante varias semanas. Nunca hice
nada grave o que pusiera en peligro la vida de Orestes. Es decir, no hasta el
final, pero eso fue un gran error. Tendría que enfatizar que, en verdad, la
magia vudú me sirvió de terapia para canalizar los sentimientos oscuros que
fermentaron en mí después de enterarme de su engaño. Aunque debería
admitir que quizá también se fue convirtiendo un poco en venganza,
quisiera decir que del tipo pasivo-agresiva, por momentos más de lo
segundo que de lo primero. ¿Y hasta cuándo estamos satisfechos con?
¿Cuándo sabemos que el otro ya ha pagado lo suficiente por la afrenta
inicial?
Es posible que fuera ahí donde me falló el cálculo. Cabría la posibilidad de
considerar que yo extendiera el tormento por demasiado tiempo y, como
sucede a veces con la ambición, no supe cuándo parar. O tal vez comencé a
disfrutarlo sin darme cuenta. No lo sé. Pero los estragos en mi esposo
comenzaron a ser demasiado evidentes, en particular para su familia y sus
compañeros de trabajo. Y es que sí, se veía terrible, no tanto por las heridas
que el vudú le provocaba en el cuerpo, sino porque su calidad de vida
mermó de manera exponencial por las malas noches que yo le daba. No lo
noté a tiempo, bueno, también podría ser que sí, pero de alguna manera me
alegraba ver que su físico se asemejaba a como yo me sentía por dentro. Él
me la debía. Y aunque en un inicio no quise vengarme, quién soy yo para
cuestionar los caminos misteriosos de la vida y el azar.
Fue la tarde en que mi cuñado Aristeo lo llevó a hacerse una serie de
estudios que le había pedido un médico internista, quien no podía
explicarse el conjunto de lesiones y malestares que le refirió Orestes durante
la auscultación. Yo me había quedado en casa, alegando que no me gustaban
los hospitales, lo cual era verdad. Me preocupaba que en algún momento
alguien apuntara el dedo hacia mí. Según yo no había nada que me ligara a
lo que estaba pasando, pero nunca se sabe. Nunca fui buena para adivinar
quién era el asesino en las novelas de detectives.
Para disipar cualquier sospecha y congraciarme con mi cuñado —por si
no lo he dicho: el más guapo de los dos hermanos—, preparé mi famoso pay
de manzana con nieve de vainilla que tenía en el congelador: la combinación
perfecta. Sería una buena tarde para todos. Después de esto voy a parar con
el vudú, me prometí mientras introducía un palillo en la cubierta del pay
para comprobar su cocción.
Le faltaba un poco. Consideré lavar el bowl de la batidora, sentarme a leer
una novela de Judith Rossner, o jugar por última vez con el muñeco
mientras estaba listo. Racionalicé que sería preferible lavar todos los trastes
acumulados al terminar con el pay y la nieve, el libro seguiría esperándome
el tiempo que fuera necesario. En cambio, el muñeco tendría que ser
destruido porque ya era tiempo de parar. ¿Quizás una última vez?
Fui por él y lo recosté sobre la barra de la cocina, junto a la estufa.
Después de dos meses de uso casi continuo se veía bastante maltrecho. Ya le
había hecho de todo y mi creatividad estaba por agotarse. ¿Y si le introducía
el palillo por salva sea la parte? ¿No sería llegar demasiado lejos, algo
enfermizo de mi parte? ¿Qué diría ese acto de mí misma? Estaba
ponderando las distintas implicaciones morales del acto que no me percaté
del carro de mi cuñado hasta que estuvo estacionado frente a la casa y
escuché las voces de los dos hermanos hablando mientras se bajaban.
Decir que me aterroricé sería quedarme corta. Me paralicé por valiosos
segundos hasta que ya era muy tarde para salir corriendo: ellos ya habían
abierto la puerta principal desde donde podía verse la entrada a la cocina.
Entonces hice lo único que se me ocurrió en ese momento: abrí la puerta del
horno y lancé el muñeco detrás del molde del pay, que por cierto ya estaba
listo. El aroma invadió la cocina y el resto de la casa.
—Huele delicioso, cuñada —dijo el hermano de Orestes detrás de mí. ¿En
qué momento se había acercado tanto? Mi plan era que su única vista fuera
la de mi trasero mientras me agachaba para sacar el pay con los guantes de
cocina puestos, pero algo había visto porque preguntó señalando el horno:
—¿Qué es eso de ahí?
Yo cerré la puerta con el mayor disimulo posible y coloqué el pay sobre
una base de corcho para que se enfriara.
—Un trapo —dije sin darle importancia—. ¿Cómo les fue con los
estudios? ¿Para cuándo están los resultados? —pregunté todavía de espaldas
a él, enderezándome y desabrochando el delantal. Si había calma en mi voz
era porque yo sabía que no se trataba de nada crónico o mortal y porque
estaba segura de que los médicos llegarían a la conclusión de que no había
nada mal con él. Mi marido el infiel sólo necesitaba enmendar su
comportamiento, ponerse al corriente con las desveladas y estaría como
antes de todo esto. A lo mejor le faltaba incluir un multivitamínico a su dieta
y bajar de peso, pero nada más.
—Parece un muñeco, o algo así —insistió Aristeo.
Me estaba girando para explicarle que era un trapo que usualmente meto
luego de cocinar para que absorba los olores del horno —los hombres se
creen casi cualquier cosa cuando de la cocina se trata—, cuando el grito de
los hermanos me congeló la sangre. Mi cuñado, una representación humana
del cuadro de Edvard Munch, gritaba viendo a su hermano arder. Orestes
bramaba con el grito más estremecedor pidiendo ayuda mientras las llamas
lo envolvían. O quizá decía otra cosa: era difícil entenderlo. No sé por qué
pensé en el arbusto ardiente que le hablaba a Moisés.

No pudimos salvarlo. Ni con el pequeño extintor que guardaba en el patio


de servicio ni lanzándole agua con el bowl de la batidora. No fue venganza,
lo juro. Nunca lo planeé así. Aunque ya decía mi abuela que toda mujer se
merece unos años de viudez, esto no dejaba de ser una tragedia tan grande
que la noticia traspasó la frontera de lo local y llegó a los noticieros
nacionales de la noche: «Hombre de Durango muere calcinado enfrente de
sus familiares en aparente e inexplicable combustión espontánea».
Estoy pensando en comprarme unos peces payaso, como los de la película
de Nemo, para darle nueva vida a la pecera vacía que luce muy lúgubre.
Una Lady Macbeth cualquiera

Un cadáver. Las perras de Marcela encontraron un cadáver. Se entiende que


humano, de lo contrario no sería novedad. Fue por el olor; no había duda.
No era extraño que con frecuencia dieran con los restos escondidos de una
ardilla o zarigüeya, incluso de un coyote, y se deleitaran en masticar los
huesos secos o los pellejos todavía con pelo. Los impulsos católicos,
oxidados pero vivos, hicieron que Marcela se persignara sin pensarlo. Miró
alrededor, asustada. Luego se calmó: «qué tonta eres, como si el asesino
pudiera estar cerca todavía». Como si el estado de descomposición no
estuviera tan avanzado. ¿Qué iba a hacer quien lo mató? ¿Meterse en una
tienda de campaña al calor de una fogata y esperar durante días para ver
quién se topaba con el muerto primero? «Boba», pensó, «no eres más que
una boba irredenta».
Caminó de regreso, preguntándose si alguna vez olvidaría aquel hallazgo.
Parecía descabellado, ¿quién olvida un cadáver?, pero tampoco se
sorprendería si así sucediera. De hecho, lo más alarmante y deprimente de
estos últimos años de su vida había sido descubrir su capacidad para olvidar.
No recordar cada instante de su matrimonio era algo que agradecía. Quizás
el día de la boda era lo único que valía la pena guardar en la memoria: el
vestido español y magnífico; las flores perfectas; el cuarteto de cuerdas en la
iglesia; la ilusión de toda una vida; las miradas de envidia de las amigas, las
reales y las encubiertas. Si supieran. Si pudieran verla ahora.
A Marcela lo que le angustiaba era perder esos pequeños eventos que le
daban sentido a su vida: los buenos libros, los momentos de la niñez en los
que la felicidad era tangible en algo tan simple como un perro de peluche o
mirar el rostro de mamá diciéndole con los labios «te quiero» mientras
guisaba en la estufa su comida favorita. Si perdía todo eso, ¿qué le quedaría?
Ni siquiera un hogar donde pudiera almacenar recuerdos en forma de
tiliches. La casa que construyeron juntos tras casarse por el civil le
pertenecía al exmarido y terminó siéndolo en la práctica gracias al abogado
de colmillos de jabalí que él había contratado. A ella no le quedó más que
moverse de casa en casa, como un cangrejo ermitaño que habita las conchas
vacías de otras criaturas del mar. Se sentía perpetuamente descolocada al no
tener un lugar propio. A sus cuarenta y pico, con la menopausia y la soledad
acechando en cada esquina, había encontrado refugio en esos largos paseos
por la sierra con sus perros.
No es que haya sido una decisión hecha en completa libertad, pero al final
las cosas se habían reacomodado para bien. Marcela tenía un vecino,
perpetuamente iracundo, que odiaba a los perros, no sólo a los de ella, sino a
cualquier can, fuese de casa o callejero, estuviera cerca o lejos, fuera
ladrador o callado: el hombre detestaba la existencia misma de los Canis
familiaris. El tipo, un cabeza de huevo, panzón y con piernas de palito, no
tenía empacho en anunciar a los cuatro vientos que iba a liquidar a
cualquier perro que se encontrara en su camino. Lo normal hubiera sido
tirar de loco a alguien así, pero el día en que decenas de perros aparecieron
envenenados en las calles aledañas a las suyas, tanto perros callejeros como
los que vivían dentro de las cocheras, Marcela mantuvo a María de las
Habichuelas y Fauda Bureka, sus dos sabuesos, bien guardados dentro de la
casa, por temor a que el asesino les lanzara algún alimento envenenado.
Aterrada ante la posibilidad de perderlos, había desistido de pasear a sus
perras con correa por las calles de su colonia, y había comenzado a llevarlas
en el carro más lejos, primero a una parte, luego a otra, hasta que descubrió
la cercanía y las bondades de la sierra.
Ahora bastaba con subir a los animales al vehículo para, en diez minutos,
encontrarse sobre la carretera. Luego de un rato, con la estación de radio
sintonizada en Oldies but Goodies y vericueteando detrás de tráileres
cargados de troncos gigantes, llegaba a este paraje entre pueblos, lejos de los
puestos de gorditas, mezcal, sombreros y artesanías de alacrán. En un golpe
de suerte, Marcela había encontrado una brecha que la conducía a un lugar
sacado de los cuentos de hadas. El olor de los pinos, agujas, piñas secas en el
suelo, la frescura del aire, la ilusión de estar lejos de todo, a pesar de que a
unos doscientos metros corriera la carretera con su tráfico mortal, le parecía
la perfección.
Pero, ahora, alguien le había arruinado su paraíso personal. Tuvo ganas de
olvidar el cadáver: sin ser ninguna experta forense, le quedaba claro que
aquel desdichado ser no había tenido una muerte natural ni pacífica. Una
visión así tiende a quedarse en uno incluso más que los detalles de una
buena novela, por excelente que sea. Marcela no logró impedir que María de
las Habichuelas se embarrara el lomo con el cuerpo putrefacto, pero al
menos Fauda Bureka sí se salvaría de un baño porque pudo jalarla a tiempo.
Nerviosa, como si ella hubiera tenido algo que ver con aquel asesinato, se
apresuró para subir a las perras al carro y manejó hasta la casa, intentando
no pensar ni vomitar con aquel hedor que, estaba segura, quedaría adherido
a los asientos.
¿Qué se hacía en esos casos?, se preguntó más tarde, ya bañada y con una
taza de té de jengibre en la mano. ¿No era ella la que decía que el mundo
está como está por la pasividad y la indiferencia de la sociedad? Marcela
había visto a un hombre muerto a quien alguna familia echaría de menos y
habría de vivir por siempre con la incertidumbre en cuanto a lo que le pasó.
Peor aún, la muerte no parecía natural. Entonces se trataba de un caso de
homicidio que podría quedar impune si Marcela decidía seguir con su vida
como si no hubiera visto nada. En este país rara vez se impartía la justicia y
eso no estaba en sus manos. En cambio, avisar sobre el cadáver… A
medianoche, con el insomnio y la gastritis desatados, marcó el número de
emergencias y contó lo que había visto aquella mañana.
Al día siguiente, Marcela intentó tomar una ruta distinta para el paseo
perruno, pero al final no pudo resistirse y caminó hasta el lugar. No es que
fuera tan buena para orientarse, pero las perras la guiaron sin problema.
Para su sorpresa, sólo quedaba el hedor, una mancha oscura sobre la
hojarasca y un líquido pútrido que se quedó a dar fe de algo que ya no
existía. ¿Dónde estaba el cuerpo? Tomó un palito y removió la viscosidad en
el suelo. Reflexionó con tristeza: un día hay algo, los residuos de un acto de
violencia, que pudiera ser en defensa propia o por pura maldad y, en
veinticuatro horas, desaparecer. Así como así, la historia más cruenta
borrada en un instante. Marcela subió a los animales al carro y manejó con
una desazón distinta a la del día anterior. De vuelta en la ciudad y antes de
volver a casa, se detuvo en un quiosco cerca de la catedral para comprar los
periódicos locales en busca de alguna mención. Luego, en la barra de la
cocina y frente a una taza de café, la encontró en un diario de formato
pequeño y amplio amarillismo: «Señora con sabuesos encuentra muerto
mutilado en la sierra; probable ajuste de cuentas entre narcomenudistas». En
muchas palabras, la nota explicaba que la policía no tenía idea de lo
sucedido y mucho menos alguna pista para dar con el responsable. Trató de
no ofenderse por el apelativo de señora, que, aunque debería considerarse de
respeto, sonaba más bien a evidencia de su inminente vejez.
***
No es que Marcela hubiera olvidado lo que vio; jamás lo haría. Sólo no
esperaba encontrar otro. ¿Cuáles eran las probabilidades de algo así? Con
seguridad algún experto de un instituto especializado en Estados Unidos
tenía las estadísticas indicadas para responder a su pregunta, pero no cabía
duda de que serían muy bajas. Contra todo pronóstico, exactamente un mes
después del primer hallazgo, Marcela se topó con un segundo cadáver.
Estaba en el mismo sitio, con heridas similares al otro, incluso en una
posición parecida, como si alguien los hubiera puesto a dormir bocarriba
con delicadeza. La gran diferencia era que el primero había sido un tipo con
amplio sobrepeso, y éste, el cuerpo de una mujer joven que lucía un poco
más fresco que el otro.
Esta vez ya no se persignó, pero sí inspeccionó los alrededores. «Tonta»,
pensó más tarde en casa: «¿qué hubieras hecho si te lo encontrabas?».
Porque no le quedaba duda de que se trataba de un hombre, y que era el
mismo en ambos asesinatos. Son los hombres los que matan, los que violan,
los que torturan. Casi siempre. La gran mayoría de las veces. Son los
hombres a quienes hay que tenerles miedo. En ese instante, sin embargo,
Marcela no tuvo miedo de encontrarse con el asesino, sino de que alguien la
confundiera con éste. En ese punto de su vida, lo último que necesitaba era
una acusación falsa sobre algo tan serio como dos homicidios.
Decidió entonces regresar, aunque faltaban aún veinte minutos para
completar la hora del paseo habitual. Iban rumbo al carro cuando María de
las Habichuelas y Fauda Bureka se detuvieron a oler con compulsión un
árbol. Ella reparó en aquel tronco pelado; no era un árbol viejo que se estaba
descascarando por efecto del clima y del tiempo, sino un árbol pelado por la
voluntad y precisión de una navaja. «Voluntad de estilo», solía decir su
maestra de literatura sobre los autores. Y allí, grabado en la carne tierna del
pobre pino, había dos rayas verticales y paralelas. Sólo dos rayas. Claro,
cualquiera las podría haber hecho, aunque había dos personas muertas… Sí,
aquello debía ser una mera coincidencia. ¿Por qué si sólo era eso, Marcela
sintió un escalofrío que le recorrió la espalda? Por un segundo se sintió
observada y, aunque estaba lejos de considerarse en forma, podría jurar que
regresó corriendo hasta su carro en un tiempo digno de las olimpiadas.
Por supuesto que no llamó a la policía para avisar del segundo cadáver.
Tonta no era. O no tanto. Una cosa era reportar un cuerpo que apareció
mientras caminaba inocentemente con sus perras y algo muy distinto era
encontrarse uno más, así como así. Ni el más estúpido de los asesinos
seriales cometería ese error. No era normal que justo aquello le hubiera
sucedido a Marcela, claro que no. Pero los demás no lo verían de otra
manera. Por eso en los días que siguieron tomó rutas distintas al inicio de la
caminata, pero al regreso no podía resistirse a la idea de pasar por lo que
terminó llamando «el lugar», así en comillas en su propia mente… Lo hizo
tantas veces que estaba segura de que podría llegar allí con los ojos cerrados
o durante la noche. Los senderos en la tierra estaban bien trazados por otros
pies que durante años habían pasado por ese tramo. De ahí que no le
extrañó que alguien más terminara reportando a la mujer muerta y que la
noticia del hallazgo saliera en el periódico local al día siguiente.
Quizá porque era una mujer fue la gran noticia en la ciudad: «Encuentran
el cuerpo torturado de una damisela en el mismo lugar de otro asesinato. Se
desconoce si hay relación». Un par de días después, una pequeña nota
informaba que los estudios forenses apuntaban a que ambos cadáveres
tenían una diferencia exacta de un mes, a juzgar por el grado de
descomposición. Marcela tenía el periódico abierto sobre la mesa de la
cocina y tras leer lo último, levantó la mirada hacia el calendario de la pared,
que mostraba la foto de unas ovejas tupidas de lana en una campiña de
Nueva Zelanda. Se mordió los labios: si ella había encontrado el cadáver
fresco de la mujer el 30 de mayo y junio estaba a punto de terminar. ¿Sería
posible…?
***
El número tres estaba a cuatro kilómetros de los otros dos, por una de las
rutas que Marcela usaba justo para evitar pasar por allí. En esta ocasión se
trataba de un hombre joven sin camisa; su piel era un catálogo viviente,
bueno, más bien un catálogo muerto, de todos los errores que se pueden
cometer con tinta, dinero y poco juicio. No parecía podrido por completo,
pero ya empezaba a oler. Miró a su alrededor, como ya se le había hecho
costumbre. Por suerte, esta vez también estaba sola. Se acuclilló ante el
hombre muerto, sus dos rodillas tronando penosamente. Las perras ya lo
estaban olisqueando: ella extendió la mano para tocarlo. Se sentía apenas
frío, como lo estaría una lata de aluminio bajo la sombra. La disonancia
cognitiva que resultó al posar sus dedos sobre algo que lucía como un brazo
humano, con piel, pero sin el río tibio de vida que fluye por debajo, le resultó
perturbadora.
Marcela se puso de pie: ahora tendría que revisar el tronco del árbol.
Tardó poco más de una hora, pero lo encontró al fin. Le llamó la atención un
círculo de piedras en el suelo con los residuos de una fogata, un par de
botellas de vidrio ambarino y unos huesos que María de las Habichuelas y
Fauda Bureka se apresuraron a roer. Pensó en el asesino. Sí, tenía que ser un
hombre. Lo imaginó con el cuerpo cansado, los músculos satisfechos de
trabajar, porque matar a alguien sin duda era algo que suponía un duro
esfuerzo. Lo pudo visualizar asando carne sobre el fuego, bebiéndose dos
cervezas y, finalmente, levantándose para marcar el tronco con una línea
más. Porque sí, ahora había tres líneas. Y Marcela no necesitaba ser detective
forense de una teleserie norteamericana para adivinar que en un mes habría
otro cadáver y su respectiva muesca en el árbol.
Se sentó arriba de una de las piedras y se mordió las uñas, como cuando
pensaba con intensidad o estaba ansiosa. Las tres personas asesinadas no se
apegaban a un perfil definido de víctima: distintos sexos, edades diferentes.
Sólo coincidían en el sitio donde sus cuerpos fueron desechados. Marcela
regresó al carro con sus sabuesos. Sacó una libreta y un bolígrafo de la
guantera, y escribió:
No sé cómo los elijas; quizá se lo buscaron. Yo creo que hay gente que no merece vivir. Sé
que esto debe sonar a que soy un monstruo, pero así es. Tengo un vecino, por ejemplo,
que ha envenenado a muchos perros callejeros y también a los perros de otros vecinos
sólo porque sí, porque odia los ladridos y las cacas en la calle. Como si la calle no
estuviera llena de basura que tiran los humanos también; o como si no fuera la culpa de
los dueños; o como si los pobres callejeros pudieran recoger su propia mierda. Estoy
segura de que fue él.
Varias veces nos había amenazado con matar a nuestras mascotas, y un día lo cumplió.
No te lo podrías imaginar: decenas de perros agonizando en el suelo, el hocico
espumeante de dolor y gemidos. Lo denuncié, pero en el Ministerio Público se rieron de
mí y no hicieron nada, como pasa siempre en este país, ya lo sé. El mataperros se llama
Marco del Huerto y ésta es su dirección…

Marcela pensó en firmar con sus iniciales, pero decidió que era una mala
idea. Sólo puso una M cursiva en la parte inferior. Volvió al tronco y atoró la
nota en la corteza. Se aseguró de que no fuera a caerse, y luego se alejó con
la misma emoción con la que de niña tocaba los timbres de las casas y se
echaba a correr con su mejor amiga, muriéndose de la risa.
Fue difícil pasar el resto del mes: todos los días en el paseo perruno
peinaba la zona de los tres cadáveres, sin encontrar nada fuera de lugar. «Era
normal», pensó, «el asesino llevaba un calendario riguroso y, por alguna
razón, una corazonada, tal vez». Marcela estaba segura de que no mataría
antes de tiempo. Y así, los días se arrastraban con lentitud. Durante esas
semanas, vio muchas películas, leyó varios libros, practicó yoga y se vio con
varias amigas para tomar café. Hiciera lo que hiciera los días transcurrían
con la parsimonia de una oruga, pero como decía su abuelo José, a cada toro
le llega su san Fermín y el día llegó por fin vestido de un sábado lleno de sol.
Contra todas sus expectativas, esa mañana no encontró ningún cadáver
durante el paseo. El alma se le fue a los pies. Marcela se preguntó en qué se
había convertido. ¿Qué persona normal espera con ansias un asesinato? Era
un juego, se consoló. No había prueba real de que las marcas en el árbol
hubieran sido hechas por el mismo asesino. Bien podría tratarse de un
puberto idiota que estuviera contando el número de chicas que se había
llevado a la cama. Es más, ni siquiera podía saberse si los tres homicidios
eran obra del mismo hombre, o de varios. Sucedía además que la sierra era
un lugar conveniente para disponer de un cuerpo, en particular para los
miembros del crimen organizado. Y en el hipotético caso de que
efectivamente existiera un asesino serial que llevara sus cuentas en un
tronco, no había garantía de que leyera la nota, o de que fuera a hacerle caso
a la sugerencia de Marcela. Volvió a casa, se bañó y, aunque era temprano, se
bebió una botella entera de vino tinto frente a la televisión hasta que se
quedó dormida.
***
El cuarto cadáver apareció en la zona desértica del estado, muy lejos de la
sierra y de los territorios muy familiares ahora para Marcela. Vio la noticia
en la portada del periódico amarillista: «Encuentran al excéntrico poeta
Marco Antonio del Huerto a la entrada del albergue para perros Huellitas de
Amor. Su cuerpo mostraba signos de tortura». La distancia geográfica del
nuevo hallazgo con respecto a los demás hizo que la policía estuviera segura
de que no había relación alguna entre los cuatro asesinatos. Pero cuando
Marcela acudió al día siguiente al árbol de las marcas, no sólo se encontró
con cuatro líneas verticales, sino con una nota escrita en perfecta caligrafía:
Hecho está. ¿Alguna otra complacencia?

Escondió la nota en el espacio entre sus pechos, como las señoras que se
guardan el monedero en el sostén, y se alejó del árbol lo más que pudo.
Terminó el paseo sin saber de dónde sacó las fuerzas, y cuando tomó el
volante y encendió el carro, notó que sus manos le temblaban. No sabía si
era por el miedo o por la emoción. Ya de vuelta en su casa, volvió a leer la
notita y la puso entre las páginas de The Tommyknockers, un libro de bolsillo
en pésimas condiciones que compró de segunda o quinta mano en un bazar.
Pasó el resto de la tarde considerando poner otro papelito en el árbol. Se
acordó del Camarón, el maestro de deportes en la secundaria. Le decían así
por el color de su piel: un hombre blanco que pasaba gran parte de su vida
bajo el sol y tan macho que pensaba que el protector solar o las gorras eran
para los débiles.
Marcela se recostó sobre el sofá frente a la televisión y cerró los ojos. Hacía
tanto de aquellos años de la secundaria: con la falda del uniforme
arremangada en la cintura y las calcetas enrolladas en los tobillos, como si
los muslos y las pantorrillas le fueran a cambiar la vida. Y muchas veces así
era, un cambio, sí, muy radical, pero no el que una se imagina a los catorce o
a los quince. «Qué cruel que la gente se refiera a esta etapa como la edad de
las ilusiones», pensó reacomodándose porque le dolía la espalda. Qué ciego
y qué poderoso era el impulso de las hormonas. Cada año había al menos un
embarazo entre sus compañeras, y la chica en cuestión dejaba de asistir a
clases una vez que se hacía evidente su estado.
Aunque ellas en sus fantasías quisieran atraer a un chico guapo como los
de las boy bands, las piernas de las niñas entrando a la pubertad funcionan
como la sangre en el agua con los tiburones alrededor y, en aquel colegio de
monjas para niñas de clase media baja, el Camarón era el escualo alfa sólo
por ser el único hombre en el colegio, a menos que uno contara al
intendente, un viejo taciturno que era casi como un fantasma. Durante los
recreos, el Camarón cuidaba a las niñas y a las adolescentes mientras
jugaban; su cara adoptaba un gesto que Marcela no entendía entonces, pero
que más tarde asociaría con la lascivia de los pedófilos, el raboverdismo de
los machos de la especie humana. En clase de deportes parecía obligatorio
que él les rozara las nalgas o los pechos incipientes por error o, bien, que las
tocara de manera abierta tratando de demostrar una posición de vóleibol o
atletismo. ¿Y cómo sabía una niña que aquello no era normal, que no lo
hacían todos los maestros de deporte tratando de mostrarles a sus alumnos
cómo se hacían las cosas? «Los finales de los ochenta, qué tiempos», pensó y
recordó cómo las alumnas más grandes sabían que por temporadas el
Camarón tenía la costumbre de adoptar a una estudiante favorita a la que
invitaba a su cubículo para que le ayudara a ordenar sus cosas. El cubículo:
el nombre dignificado de un almacén diminuto en donde se guardaba la red
para el vóleibol, conos anaranjados para la clase de atletismo, los balones
para todas las disciplinas y donde el maestro de deportes tenía un escritorio,
una silla vieja y los desechos de las oficinas administrativas.
Marcela había sido una de esas favoritas. Evocó al Camarón acercándose a
ella, el miembro turgente y más que visible debajo de los pants, como un
parásito de película de terror. Se estremeció al recordar y se levantó para
caminar por la casa, como si cada paso pudiese exorcizar el asco y el terror
de esas imágenes. Jamás se le ocurrió contarles lo que pasaba a su madre o a
las monjas. Sentía culpa, vergüenza y le aterraba la posibilidad de que nadie
le creyera. A pesar de que se trataba de un secreto a voces entre las
estudiantes, todas lo tomaban con la resignación de las vacas que cruzan un
río infestado de pirañas a sabiendas de que alguna será sacrificada para que
el resto del rebaño pueda pasar.
Después de un rato, se decidió a escribir la nota con el nombre completo
de aquel maestro de deportes, aclarando que no sabía si aún seguía vivo.
Decía que la historia era muy larga para resumirla en una pequeña hoja de
papel, que más bien era tema para una larga conversación de café, pero
bastaba con saber que al tipo le gustaba tocar a las niñas. Al día siguiente
llevó una engrapadora al paseo perruno y pegó la nota en el árbol. Besó las
yemas de sus dos dedos y luego los posó sobre el papel, como un judío con
la mezuzá. Terminó la caminata con ligereza en los pies y anticipación en el
alma.
El resto del mes se le antojó eterno. ¿Cómo harían para no desesperar
aquellas mujeres en tiempos de guerra, que mandaban cartas de un
continente a otro y debían esperar pacientes por una respuesta que podía
tomar semanas? Marcela se dedicó a hacer ejercicio, a pasear a las perras y a
revisar todos los diarios de punta a punta, aunque estaba segura de que los
muertos del Hombre del Árbol eran tan especiales que ella podría
distinguirlos del resto de los decesos reportados en las noticias. Tenía la
certeza de que no aparecería un nuevo cadáver hasta que transcurriera el
mes; mientras tanto, tuvo que ver apuñalados en crímenes de pasión,
muertos en accidentes automovilísticos, ataques cardíacos fulminantes a
mitad de la calle, suicidios diversos y niños ahogados por meterse a nadar a
la presa.
El mismo día en que se cumpliría el mes, un par de monjas jóvenes que
salieron a barrer las banquetas del colegio a las seis de la mañana se
encontraron con el cuerpo bastante maltratado de un hombre que había
trabajado como maestro de deportes allí mismo unos treinta años atrás.
Desde luego no podían saber aquello cuando lo vieron y se alejaron gritando
con las escobas en alto. Lo que vieron fue el cuerpo sin vida de un viejo de
piel rojiza y arrugada, con la cartera intacta, con dinero y credencial para
votar, de modo que la policía no tuvo problemas para identificarlo. La nota
en el periódico provocó que Marcela soltara la taza del café e hiciera un
desastre en la cocina. Las perras se escondieron debajo de la cama. Una
parte de ella esperaba que esto fuera a pasar, pero otra lo dudaba, e incluso
tenía miedo de que en verdad sucediera. Aquello se sentía como hacerte
amiga de un genio que cumplía deseos. Bueno, no todos, sólo los de
venganza y muerte.
Ese hombre que la hacía de genio era un asesino y de manera indirecta
ella se había convertido en una asesina también. No, en algo peor; ahora era
como esos políticos que mandan a los soldados —no olvidemos que los
soldados siempre son los hijos de alguien— a morir en el frente o, bien, a
llevar la muerte de otros sobre sus conciencias. Sísifos para la eternidad,
quedar mutilados o traumatizados hasta el último de sus días, si es que
llegaban a salir vivos del combate, mientras ellos, los políticos y sus familias,
permanecían seguros y ajenos a la masacre que sus ideologías y ambiciones
provocaban. Así Marcela, deseándole la muerte a alguien, pero sin
ensuciarse las manos. Una Lady Macbeth cualquiera.
Tuvo entonces el impulso infantil —y severamente católico— de correr a
confesarlo todo a un sacerdote y no volver a pasear a sus perras nunca más
por la sierra. Pero, al final, le ganó la curiosidad gatuna de consultar el
tronco y la madera no la desilusionó: ahora mostraba una quinta raya
atravesando las otras cuatro de forma diagonal. Había una nota pegada con
una tachuela: «Servida, señorita. El Camarón tenía muchas fotos en su casa.
Fue en verdad satisfactorio arrancar esa maleza. Nunca es demasiado tarde.
¿Algún otro pedido?».
Una idea fulgurosa atravesó el cerebro de Marcela: no había nadie que se
mereciera más la muerte que el sátrapa que gobernaba el país desde un
palacio virreinal. Tantas muertes, tantos asesinatos, tanto sufrimiento
humano evitable, tanta pobreza por su causa. El cinismo de su sonrisa
burlona, esa voz que le causaba náuseas y un malestar físico general. Todas
las mentiras, acusaciones infundadas contra sus enemigos políticos; la forma
en la que usaba el poder completo del Estado en contra de sus críticos; la
militarización; su franca colusión con el crimen organizado y la devastación
de la economía e instituciones democráticas. ¿Sería mucho pedir para ese
buen samaritano que arrancaba las malezas humanas? Esta petición ya era
palabras mayores. El objetivo no era una simple plaga de jardín: era un
trífido * rabioso de poder y maldad.
Marcela sacó su bloc de notas, mordió la punta del bolígrafo, y ensayó en
su mente la mejor redacción para su propuesta. Sería la última. Si la
cumplía, el mundo sería un mejor lugar para varios millones de personas.
Con letra perfecta escribió el nombre del dictador y agregó al final:
«Después de esto, te invito a un café, te invito al cine, te invito a mi casa, te
invito a donde tú quieras».
Al colocar el papel sobre la corteza y sujetarlo con una tachuela, notó que
estaba naciendo una ramita tierna y verde, en el mismo sitio en donde
acostumbraban a dejarse los mensajes. Marcela respiró el aire de los pinos y
se sintió rejuvenecida, audaz. Quizá no estaría tan mal si olvidaba una parte
de su pasado: aún había tiempo de forjar nuevos recuerdos.

NOTAS
* El día de los trífidos (1951) por John Wyndham.
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The Project Gutenberg eBook of A history of the
Zulu Rebellion, 1906, and of Dinuzulu's arrest,
trial, and expatriation
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eBook.

Title: A history of the Zulu Rebellion, 1906, and of Dinuzulu's


arrest, trial, and expatriation

Author: James Stuart

Release date: June 6, 2022 [eBook #68255]

Language: English

Original publication: United Kingdom: MacMillan and Co.,


Limited, 1913

Credits: Charlene Taylor, Graeme Mackreth and the Online


Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net
(This file was produced from images generously made
available by The Internet Archive/American Libraries.)

*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK A HISTORY


OF THE ZULU REBELLION, 1906, AND OF DINUZULU'S ARREST,
TRIAL, AND EXPATRIATION ***
A HISTORY OF THE ZULU REBELLION, 1906

MACMILLAN AND CO., Limited

LONDON · BOMBAY · CALCUTTA


MELBOURNE

THE MACMILLAN COMPANY

NEW YORK · BOSTON · CHICAGO


DALLAS · SAN FRANCISCO

THE MACMILLAN CO. OF CANADA, Ltd.

TORONTO
COLONEL SIR HENRY E. McCALLUM, R.E., G.C.M.G.,
(Governor of Natal, 1901-1907).
A HISTORY
OF

THE ZULU REBELLION


1906

AND OF
DINUZULU'S ARREST, TRIAL AND EXPATRIATION

BY

J. STUART
CAPT. NATAL FIELD ARTILLERY; INTELLIGENCE OFFICER, 1906-1909
EX-ASSISTANT SECRETARY FOR NATIVE AFFAIRS, NATAL

WITH FIVE MAPS, SIX PLANS


AND TWENTY-FIVE ILLUSTRATIONS

MACMILLAN AND CO., LIMITED


ST. MARTIN'S STREET, LONDON
1913

COPYRIGHT

Dedicated,

BY PERMISSION,

TO

HIS EXCELLENCY,

COLONEL SIR HENRY EDWARD McCALLUM.


R.E., G.C.M.G., AIDE-DE-CAMP TO HIS MAJESTY THE KING, ETC., ETC.

GOVERNOR OF NATAL (1901-1907),

WHOSE FIRM AND CAPABLE ADMINISTRATION


OF THE GOVERNMENT OF THE COLONY,
IN A TIME OF PUBLIC DANGER,
WILL LONG BE REMEMBERED WITH GRATITUDE
BY EVERY NATALIAN.
PREFACE.
Although the object of this book is stated in the opening paragraph,
it is, perhaps, proper that the circumstances under which it came to
be written should also be set briefly before the reader.
Towards the end of the campaign, probably the first to be conducted
by a British colony without the assistance of the Mother Country,[1]
the Government of Natal decided that a history of the military
operations should be compiled. On being asked, I consented to
undertake the task. But, though promptly entered upon, the greatest
difficulty was experienced in carrying it to a conclusion. This arose
from my being a civil servant and being obliged to continue
discharging certain special as well as ordinary official duties. As,
when the Union of South Africa was established, the work had not
been completed, the attention of the Minister of Defence was drawn
to the matter. General Smuts intimated that the new Government
was unable to ratify the original instructions, and that if the book was
ever to be published (which he personally hoped would be the case)
it would have to be on my own responsibility and at my own
expense. In these circumstances, particularly as an opportunity
occurred of severing my twenty-four years' connection with the Civil
Service, I resolved to go on with it and appeal for support to those
who had taken part in the campaign. This appeal was made to a
somewhat limited extent in 1912, and it is owing very largely to the
guarantee then obtained that the heavy costs of publication have
been incurred.
But, although the volume can no longer claim to be an official
publication, it is in the unique position of being based as much on
official information as, perhaps, any exclusively official history could
have been, for I am pleased to say that considerable assistance has
been given by the Government, especially by all records, e.g.
commanding and other officers' reports, statistics, maps, etc., being
placed freely at my disposal. The reader will, however, soon perceive
that the subject has been treated with a fulness and freedom that
could hardly have been expected in a more formal production.
Owing, for instance, to having for years specialized in Zulu history,
habits, and customs, I have not hesitated to incorporate information,
germane to the subject, which I felt the reader might wish to have,
especially as some of it is not procurable elsewhere. Moreover,
instead of being limited, as at first intended, to the events of 1906,
the narrative includes a detailed account of the Dinuzulu Expedition,
and other topics incidental to that important sequel of the Rebellion.
Although I had the privilege of serving as intelligence officer
throughout the campaign, as well as during the Expedition, and
therefore was an eye-witness of many of the operations, it became
necessary, as it was desired that the history should be
comprehensive, to obtain exact information regarding several
actions, operations, etc., at which I was not present. A party, which
included a first-class surveyor and professional photographer, was
accordingly organized by direction of the Commandant, as early as
November, 1906, for the purpose of visiting the battle-fields. The
members were selected for their personal knowledge of what had
occurred at the places in question. Quantities of accurate
information, not previously available, were thereupon collected by
me at each spot, the surveyor at the same time preparing the maps
and plans included herein.
So abundant is the material accumulated then, as well as on various
other occasions, that it would have been easy to compile a much
larger work than the present one. That the book is as full as it is, is
due to the fact that no general account exists of an occurrence that
must for long loom large in the history of the Native races of South
Africa. To some extent, owing to my recent intimate connection with
the Native Affairs Department, the book may even claim to be an
introduction to and a study of some of the more fundamental aspects
of the Native Question—no doubt the greatest problem with which
South African statesmen will ever be called on to deal.
The main object throughout has been to ensure accuracy. Working,
as I have had to do, practically alone, the task has proved long and
difficult. This is the sole reason why the time originally fixed for
publication has, I regret to say, been exceeded by a few months.
I cannot conclude without acknowledging my indebtedness and
expressing my thanks to the many officers, non-commissioned
officers and men, and others not in the military service, who, from
time to time, have given valuable information and helpful
suggestions or advice. To name but a few of these would be
invidious. I can only say that the uniform readiness and unfailing
courtesy of all to whom I was obliged to appeal have been greatly
appreciated, and have gone a long way towards rendering the
undertaking less arduous than it otherwise would have been. To say
that the greatest assistance has come from the Government,
especially the Militia and Police Departments in Natal and the
Volunteer Department in the Transvaal, is but to state what will be
patent to everyone.
The despatches from the Governors, Sir Henry McCallum and Sir
Matthew Nathan, to the Secretary of State for the Colonies in various
blue-books have been invaluable. Captain W. Bosman's and Mr.
W.J. Powell's well-known books have, of course, also been
consulted; the help derived from them, especially the former, is very
gratefully acknowledged.
My thanks are also due to J. Windham, Esq., and my mother for
reading several of the chapters and suggesting various
improvements.
The index is the work of Miss M. Marsh, of the Encyclopædia
Britannica staff; no pains have been spared in rendering it as
complete and accurate as possible.
J. STUART.
London, June, 1913.

FOOTNOTES:
[1] But see p. 63.
CONTENTS.
CHAPTER PAGE
I. Introduction 1
II. System of Native Administration
in Natal 18
III. State of Military Organization
on the Outbreak of Rebellion 38
IV. Zulu Military System and
Connected Customs (with a
Note on the Rebel
Organization1906) 67
V. Events and Conditions
antecedent to Outbreak of
Hostilities.—Murder of Hunt
and Armstrong 92
VI. Mobilization and
Demonstrations in Force (a) in
the South-west, (b) at
Mapumulo.—Executions at
Richmond 127
VII. Outbreak at Mpanza 155
VIII. Flight of Bambata to Nkandhla
Forests.—First Steps taken to
cope with the Situation.—Zulu
Customs 178
IX. The Nkandhla Forests.—
Sigananda and his Tribe.—
Dinuzulu's Attitude.—Early
Operations at Nkandhla.—
Murder of H.M. Stainbank 204
X. Mobilization of Zululand Field 222
Force.—Mansel Engages the
Enemy at Bobe
XI. Converging Movement on
Cetshwayo's Grave.—
Negotiations for Sigananda's
Surrender.—Further
Operations, Nkandhla.—Tate
Gorge 237
XII. Operations by (a) Umvoti Field
Force, (b) Mackay's Column.—
Battle of Mpukunyoni 257
XIII. Further Operations by Zululand
Field Force.—Action at
Manzipambana.—Enemy decides
to move in Force to Mome 280
XIV. Action at Mome Gorge 299
XV. State of Affairs at Umsinga.—
Operations by Murray-Smith's
Column.—Further Operations
by Umvoti Field Force and
Mackay's Column 318
XVI. Concluding Operations,
Nkandhla.—Visit of Dinuzulu's
Indunas to Pietermaritzburg.—
Position at Mapumulo.—Actions
at Otimati and Peyana (Hlonono) 333
XVII. General Concentration at
Thring's Post.—Actions at
Macrae's Store, Insuze and
Ponjwana.—Converging
Movement on Meseni's Ward 359
XVIII. Action at Izinsimba.—
Concluding Operations.—
Disbandment. —Courts-martial.
—Cost of the Rebellion 386
XIX. Some Lessons of the Rebellion 407
XX. Native Affairs Commission.—
Visit of Dinuzulu to
Pietermaritzburg.—Murders of
Loyalists.—Escape of Bambata's
Wife and Children from Usutu.
—Remobilization of Militia to
arrest Dinuzulu 424
XXI. Dinuzulu Expedition.—
Surrender of Dinuzulu.—
Calling in of Firearms.—
Searching for Outstanding
Rebels 443
XXII. Preliminary Examination and
Trial of Dinuzulu.—Withholding
of his Salary.—His Settlement
in the Transvaal 460
XXIII. Review of Policy followed in
Connection with Dinuzulu.—His
Status.—His Attitude during,
and subsequent to, the
Rebellion 477
XXIV. Conclusion 504
APPENDICES.
I. Casualties, (a) Killed, (b)
Wounded 540
II. Honours 543
III. Strength of Forces, 7th May,
1906 546
IV. Disposition of Forces, 7th May,
1906 547
V. State of Transport, 7th May,
1906 548
VI. Strength of Active Militia
called out, December, 1907 549
VII. Strength of Reserves in the 549
Field, December, 1907
VIII. Expenditure, Rebellion and
Dinuzulu Expedition 550
IX. Zulu Songs sung at Usutu 551
X. Causes, Superstitions, etc.,
Matabele Rebellion, 1896 551
XI. Native Corps 557
Index 563
LIST OF ILLUSTRATIONS.
(a) ILLUSTRATIONS.
Colonel Sir Henry E. McCallum, R.E., G.C.M.G.,
Frontispiece

Hon. C.J. Smythe,

Hon. Sir Thomas Watt, K.C.M.G.,

Hon. T.F. Carter, K.C.,

Hon. H.D. Winter,

Colonel H.T. Bru-de-Wold, C.M.G., D.S.O.,,

Major-General Sir J.G. Dartneli, K.C.B., C.M.G.,,

Colonel G. Leuchars, C.M.G., D.S.O.,,

Sir Abe Bailey, K.C.M.G.,,

Mr. H.M. Stainbank,

Mr. Oliver E. Veal,

Sub-Inspector S.H.K. Hunt,

Trooper G. Armstrong,

Bambata,

Cakijana,
Sigananda,

Mangati,

Brigadier-General Sir D. McKenzie, K.C.M.G., C.B.,

Mveli,

Sitshitshili,

Sibindi,

Mankulumana,

Bambata's Wife,

Usutu Kraal,

Group: Dinuzulu, Hon. W.P. Schreiner, K.C., AND


OTHERS,
(b) MAPS AND PLANS.
Key Map, and Area of Operations, End of Index

Mpanza,

Bobe,

Mpukunyoni,

Manzipambana,

Mome, showing Tate Gorge,

Otimati,
Peyana (Hlonono),

Insuze,

Ponjwana (Sikota's Kraal),

Izinsimba and Macrae's Store,


ABBREVIATIONS.
B.M.R. Border Mounted Rifles.
Command, i.e. "Presented by
Cd. 'Command' of His Majesty to both
Houses of Parliament."
C.M.R. Cape Mounted Rifles.
C.N.A. Commissioner for Native Affairs.
D.C.M. Distinguished Conduct Medal.
D.L.I. Durban Light Infantry.
H.F.F. Helpmakaar Field Force.
I.L.H. Imperial Light Horse.
J.M.R. Johannesburg Mounted Rifles.
L. and Y. Lancaster and York.
M.C.R. Militia Composite Regiment.
N.C. Natal Carbineers.
N.D.M.R. Northern District Mounted Rifles.
N.F.A. Natal Field Artillery.
N.M.C. Natal Medical Corps.
N.M.R. Natal Mounted Rifles.
N.N.C. Natal Naval Corps.
N.N.H. Natal Native Horse.
N.P. Natal Police.
N.R. Natal Rangers.
N.R.R. Natal Royal Regiment.
N.S.C. Natal Service Corps.
N.T.C. Natal Telegraph Corps.
N.V.C. Natal Veterinary Corps.
O.C. Officer Commanding.

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