Un Descuido Cósmico Liliana Blum Full Chapter Free
Un Descuido Cósmico Liliana Blum Full Chapter Free
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Enseñar a hablar a un monstruo José C Vales
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Índice
Marcela pensó en firmar con sus iniciales, pero decidió que era una mala
idea. Sólo puso una M cursiva en la parte inferior. Volvió al tronco y atoró la
nota en la corteza. Se aseguró de que no fuera a caerse, y luego se alejó con
la misma emoción con la que de niña tocaba los timbres de las casas y se
echaba a correr con su mejor amiga, muriéndose de la risa.
Fue difícil pasar el resto del mes: todos los días en el paseo perruno
peinaba la zona de los tres cadáveres, sin encontrar nada fuera de lugar. «Era
normal», pensó, «el asesino llevaba un calendario riguroso y, por alguna
razón, una corazonada, tal vez». Marcela estaba segura de que no mataría
antes de tiempo. Y así, los días se arrastraban con lentitud. Durante esas
semanas, vio muchas películas, leyó varios libros, practicó yoga y se vio con
varias amigas para tomar café. Hiciera lo que hiciera los días transcurrían
con la parsimonia de una oruga, pero como decía su abuelo José, a cada toro
le llega su san Fermín y el día llegó por fin vestido de un sábado lleno de sol.
Contra todas sus expectativas, esa mañana no encontró ningún cadáver
durante el paseo. El alma se le fue a los pies. Marcela se preguntó en qué se
había convertido. ¿Qué persona normal espera con ansias un asesinato? Era
un juego, se consoló. No había prueba real de que las marcas en el árbol
hubieran sido hechas por el mismo asesino. Bien podría tratarse de un
puberto idiota que estuviera contando el número de chicas que se había
llevado a la cama. Es más, ni siquiera podía saberse si los tres homicidios
eran obra del mismo hombre, o de varios. Sucedía además que la sierra era
un lugar conveniente para disponer de un cuerpo, en particular para los
miembros del crimen organizado. Y en el hipotético caso de que
efectivamente existiera un asesino serial que llevara sus cuentas en un
tronco, no había garantía de que leyera la nota, o de que fuera a hacerle caso
a la sugerencia de Marcela. Volvió a casa, se bañó y, aunque era temprano, se
bebió una botella entera de vino tinto frente a la televisión hasta que se
quedó dormida.
***
El cuarto cadáver apareció en la zona desértica del estado, muy lejos de la
sierra y de los territorios muy familiares ahora para Marcela. Vio la noticia
en la portada del periódico amarillista: «Encuentran al excéntrico poeta
Marco Antonio del Huerto a la entrada del albergue para perros Huellitas de
Amor. Su cuerpo mostraba signos de tortura». La distancia geográfica del
nuevo hallazgo con respecto a los demás hizo que la policía estuviera segura
de que no había relación alguna entre los cuatro asesinatos. Pero cuando
Marcela acudió al día siguiente al árbol de las marcas, no sólo se encontró
con cuatro líneas verticales, sino con una nota escrita en perfecta caligrafía:
Hecho está. ¿Alguna otra complacencia?
Escondió la nota en el espacio entre sus pechos, como las señoras que se
guardan el monedero en el sostén, y se alejó del árbol lo más que pudo.
Terminó el paseo sin saber de dónde sacó las fuerzas, y cuando tomó el
volante y encendió el carro, notó que sus manos le temblaban. No sabía si
era por el miedo o por la emoción. Ya de vuelta en su casa, volvió a leer la
notita y la puso entre las páginas de The Tommyknockers, un libro de bolsillo
en pésimas condiciones que compró de segunda o quinta mano en un bazar.
Pasó el resto de la tarde considerando poner otro papelito en el árbol. Se
acordó del Camarón, el maestro de deportes en la secundaria. Le decían así
por el color de su piel: un hombre blanco que pasaba gran parte de su vida
bajo el sol y tan macho que pensaba que el protector solar o las gorras eran
para los débiles.
Marcela se recostó sobre el sofá frente a la televisión y cerró los ojos. Hacía
tanto de aquellos años de la secundaria: con la falda del uniforme
arremangada en la cintura y las calcetas enrolladas en los tobillos, como si
los muslos y las pantorrillas le fueran a cambiar la vida. Y muchas veces así
era, un cambio, sí, muy radical, pero no el que una se imagina a los catorce o
a los quince. «Qué cruel que la gente se refiera a esta etapa como la edad de
las ilusiones», pensó reacomodándose porque le dolía la espalda. Qué ciego
y qué poderoso era el impulso de las hormonas. Cada año había al menos un
embarazo entre sus compañeras, y la chica en cuestión dejaba de asistir a
clases una vez que se hacía evidente su estado.
Aunque ellas en sus fantasías quisieran atraer a un chico guapo como los
de las boy bands, las piernas de las niñas entrando a la pubertad funcionan
como la sangre en el agua con los tiburones alrededor y, en aquel colegio de
monjas para niñas de clase media baja, el Camarón era el escualo alfa sólo
por ser el único hombre en el colegio, a menos que uno contara al
intendente, un viejo taciturno que era casi como un fantasma. Durante los
recreos, el Camarón cuidaba a las niñas y a las adolescentes mientras
jugaban; su cara adoptaba un gesto que Marcela no entendía entonces, pero
que más tarde asociaría con la lascivia de los pedófilos, el raboverdismo de
los machos de la especie humana. En clase de deportes parecía obligatorio
que él les rozara las nalgas o los pechos incipientes por error o, bien, que las
tocara de manera abierta tratando de demostrar una posición de vóleibol o
atletismo. ¿Y cómo sabía una niña que aquello no era normal, que no lo
hacían todos los maestros de deporte tratando de mostrarles a sus alumnos
cómo se hacían las cosas? «Los finales de los ochenta, qué tiempos», pensó y
recordó cómo las alumnas más grandes sabían que por temporadas el
Camarón tenía la costumbre de adoptar a una estudiante favorita a la que
invitaba a su cubículo para que le ayudara a ordenar sus cosas. El cubículo:
el nombre dignificado de un almacén diminuto en donde se guardaba la red
para el vóleibol, conos anaranjados para la clase de atletismo, los balones
para todas las disciplinas y donde el maestro de deportes tenía un escritorio,
una silla vieja y los desechos de las oficinas administrativas.
Marcela había sido una de esas favoritas. Evocó al Camarón acercándose a
ella, el miembro turgente y más que visible debajo de los pants, como un
parásito de película de terror. Se estremeció al recordar y se levantó para
caminar por la casa, como si cada paso pudiese exorcizar el asco y el terror
de esas imágenes. Jamás se le ocurrió contarles lo que pasaba a su madre o a
las monjas. Sentía culpa, vergüenza y le aterraba la posibilidad de que nadie
le creyera. A pesar de que se trataba de un secreto a voces entre las
estudiantes, todas lo tomaban con la resignación de las vacas que cruzan un
río infestado de pirañas a sabiendas de que alguna será sacrificada para que
el resto del rebaño pueda pasar.
Después de un rato, se decidió a escribir la nota con el nombre completo
de aquel maestro de deportes, aclarando que no sabía si aún seguía vivo.
Decía que la historia era muy larga para resumirla en una pequeña hoja de
papel, que más bien era tema para una larga conversación de café, pero
bastaba con saber que al tipo le gustaba tocar a las niñas. Al día siguiente
llevó una engrapadora al paseo perruno y pegó la nota en el árbol. Besó las
yemas de sus dos dedos y luego los posó sobre el papel, como un judío con
la mezuzá. Terminó la caminata con ligereza en los pies y anticipación en el
alma.
El resto del mes se le antojó eterno. ¿Cómo harían para no desesperar
aquellas mujeres en tiempos de guerra, que mandaban cartas de un
continente a otro y debían esperar pacientes por una respuesta que podía
tomar semanas? Marcela se dedicó a hacer ejercicio, a pasear a las perras y a
revisar todos los diarios de punta a punta, aunque estaba segura de que los
muertos del Hombre del Árbol eran tan especiales que ella podría
distinguirlos del resto de los decesos reportados en las noticias. Tenía la
certeza de que no aparecería un nuevo cadáver hasta que transcurriera el
mes; mientras tanto, tuvo que ver apuñalados en crímenes de pasión,
muertos en accidentes automovilísticos, ataques cardíacos fulminantes a
mitad de la calle, suicidios diversos y niños ahogados por meterse a nadar a
la presa.
El mismo día en que se cumpliría el mes, un par de monjas jóvenes que
salieron a barrer las banquetas del colegio a las seis de la mañana se
encontraron con el cuerpo bastante maltratado de un hombre que había
trabajado como maestro de deportes allí mismo unos treinta años atrás.
Desde luego no podían saber aquello cuando lo vieron y se alejaron gritando
con las escobas en alto. Lo que vieron fue el cuerpo sin vida de un viejo de
piel rojiza y arrugada, con la cartera intacta, con dinero y credencial para
votar, de modo que la policía no tuvo problemas para identificarlo. La nota
en el periódico provocó que Marcela soltara la taza del café e hiciera un
desastre en la cocina. Las perras se escondieron debajo de la cama. Una
parte de ella esperaba que esto fuera a pasar, pero otra lo dudaba, e incluso
tenía miedo de que en verdad sucediera. Aquello se sentía como hacerte
amiga de un genio que cumplía deseos. Bueno, no todos, sólo los de
venganza y muerte.
Ese hombre que la hacía de genio era un asesino y de manera indirecta
ella se había convertido en una asesina también. No, en algo peor; ahora era
como esos políticos que mandan a los soldados —no olvidemos que los
soldados siempre son los hijos de alguien— a morir en el frente o, bien, a
llevar la muerte de otros sobre sus conciencias. Sísifos para la eternidad,
quedar mutilados o traumatizados hasta el último de sus días, si es que
llegaban a salir vivos del combate, mientras ellos, los políticos y sus familias,
permanecían seguros y ajenos a la masacre que sus ideologías y ambiciones
provocaban. Así Marcela, deseándole la muerte a alguien, pero sin
ensuciarse las manos. Una Lady Macbeth cualquiera.
Tuvo entonces el impulso infantil —y severamente católico— de correr a
confesarlo todo a un sacerdote y no volver a pasear a sus perras nunca más
por la sierra. Pero, al final, le ganó la curiosidad gatuna de consultar el
tronco y la madera no la desilusionó: ahora mostraba una quinta raya
atravesando las otras cuatro de forma diagonal. Había una nota pegada con
una tachuela: «Servida, señorita. El Camarón tenía muchas fotos en su casa.
Fue en verdad satisfactorio arrancar esa maleza. Nunca es demasiado tarde.
¿Algún otro pedido?».
Una idea fulgurosa atravesó el cerebro de Marcela: no había nadie que se
mereciera más la muerte que el sátrapa que gobernaba el país desde un
palacio virreinal. Tantas muertes, tantos asesinatos, tanto sufrimiento
humano evitable, tanta pobreza por su causa. El cinismo de su sonrisa
burlona, esa voz que le causaba náuseas y un malestar físico general. Todas
las mentiras, acusaciones infundadas contra sus enemigos políticos; la forma
en la que usaba el poder completo del Estado en contra de sus críticos; la
militarización; su franca colusión con el crimen organizado y la devastación
de la economía e instituciones democráticas. ¿Sería mucho pedir para ese
buen samaritano que arrancaba las malezas humanas? Esta petición ya era
palabras mayores. El objetivo no era una simple plaga de jardín: era un
trífido * rabioso de poder y maldad.
Marcela sacó su bloc de notas, mordió la punta del bolígrafo, y ensayó en
su mente la mejor redacción para su propuesta. Sería la última. Si la
cumplía, el mundo sería un mejor lugar para varios millones de personas.
Con letra perfecta escribió el nombre del dictador y agregó al final:
«Después de esto, te invito a un café, te invito al cine, te invito a mi casa, te
invito a donde tú quieras».
Al colocar el papel sobre la corteza y sujetarlo con una tachuela, notó que
estaba naciendo una ramita tierna y verde, en el mismo sitio en donde
acostumbraban a dejarse los mensajes. Marcela respiró el aire de los pinos y
se sintió rejuvenecida, audaz. Quizá no estaría tan mal si olvidaba una parte
de su pasado: aún había tiempo de forjar nuevos recuerdos.
NOTAS
* El día de los trífidos (1951) por John Wyndham.
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The Project Gutenberg eBook of A history of the
Zulu Rebellion, 1906, and of Dinuzulu's arrest,
trial, and expatriation
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Language: English
TORONTO
COLONEL SIR HENRY E. McCALLUM, R.E., G.C.M.G.,
(Governor of Natal, 1901-1907).
A HISTORY
OF
AND OF
DINUZULU'S ARREST, TRIAL AND EXPATRIATION
BY
J. STUART
CAPT. NATAL FIELD ARTILLERY; INTELLIGENCE OFFICER, 1906-1909
EX-ASSISTANT SECRETARY FOR NATIVE AFFAIRS, NATAL
COPYRIGHT
Dedicated,
BY PERMISSION,
TO
HIS EXCELLENCY,
FOOTNOTES:
[1] But see p. 63.
CONTENTS.
CHAPTER PAGE
I. Introduction 1
II. System of Native Administration
in Natal 18
III. State of Military Organization
on the Outbreak of Rebellion 38
IV. Zulu Military System and
Connected Customs (with a
Note on the Rebel
Organization1906) 67
V. Events and Conditions
antecedent to Outbreak of
Hostilities.—Murder of Hunt
and Armstrong 92
VI. Mobilization and
Demonstrations in Force (a) in
the South-west, (b) at
Mapumulo.—Executions at
Richmond 127
VII. Outbreak at Mpanza 155
VIII. Flight of Bambata to Nkandhla
Forests.—First Steps taken to
cope with the Situation.—Zulu
Customs 178
IX. The Nkandhla Forests.—
Sigananda and his Tribe.—
Dinuzulu's Attitude.—Early
Operations at Nkandhla.—
Murder of H.M. Stainbank 204
X. Mobilization of Zululand Field 222
Force.—Mansel Engages the
Enemy at Bobe
XI. Converging Movement on
Cetshwayo's Grave.—
Negotiations for Sigananda's
Surrender.—Further
Operations, Nkandhla.—Tate
Gorge 237
XII. Operations by (a) Umvoti Field
Force, (b) Mackay's Column.—
Battle of Mpukunyoni 257
XIII. Further Operations by Zululand
Field Force.—Action at
Manzipambana.—Enemy decides
to move in Force to Mome 280
XIV. Action at Mome Gorge 299
XV. State of Affairs at Umsinga.—
Operations by Murray-Smith's
Column.—Further Operations
by Umvoti Field Force and
Mackay's Column 318
XVI. Concluding Operations,
Nkandhla.—Visit of Dinuzulu's
Indunas to Pietermaritzburg.—
Position at Mapumulo.—Actions
at Otimati and Peyana (Hlonono) 333
XVII. General Concentration at
Thring's Post.—Actions at
Macrae's Store, Insuze and
Ponjwana.—Converging
Movement on Meseni's Ward 359
XVIII. Action at Izinsimba.—
Concluding Operations.—
Disbandment. —Courts-martial.
—Cost of the Rebellion 386
XIX. Some Lessons of the Rebellion 407
XX. Native Affairs Commission.—
Visit of Dinuzulu to
Pietermaritzburg.—Murders of
Loyalists.—Escape of Bambata's
Wife and Children from Usutu.
—Remobilization of Militia to
arrest Dinuzulu 424
XXI. Dinuzulu Expedition.—
Surrender of Dinuzulu.—
Calling in of Firearms.—
Searching for Outstanding
Rebels 443
XXII. Preliminary Examination and
Trial of Dinuzulu.—Withholding
of his Salary.—His Settlement
in the Transvaal 460
XXIII. Review of Policy followed in
Connection with Dinuzulu.—His
Status.—His Attitude during,
and subsequent to, the
Rebellion 477
XXIV. Conclusion 504
APPENDICES.
I. Casualties, (a) Killed, (b)
Wounded 540
II. Honours 543
III. Strength of Forces, 7th May,
1906 546
IV. Disposition of Forces, 7th May,
1906 547
V. State of Transport, 7th May,
1906 548
VI. Strength of Active Militia
called out, December, 1907 549
VII. Strength of Reserves in the 549
Field, December, 1907
VIII. Expenditure, Rebellion and
Dinuzulu Expedition 550
IX. Zulu Songs sung at Usutu 551
X. Causes, Superstitions, etc.,
Matabele Rebellion, 1896 551
XI. Native Corps 557
Index 563
LIST OF ILLUSTRATIONS.
(a) ILLUSTRATIONS.
Colonel Sir Henry E. McCallum, R.E., G.C.M.G.,
Frontispiece
Trooper G. Armstrong,
Bambata,
Cakijana,
Sigananda,
Mangati,
Mveli,
Sitshitshili,
Sibindi,
Mankulumana,
Bambata's Wife,
Usutu Kraal,
Mpanza,
Bobe,
Mpukunyoni,
Manzipambana,
Otimati,
Peyana (Hlonono),
Insuze,