Estate Juana

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 35

Estate, Juana

Luis Aguilar

Biogra fías para


niñas y niños
SECRETARÍA DE CULTURA

Alejandra Frausto Guerrero


Secretaria de Cultura

INSTITUTO NACIONAL DE ESTUDIOS HISTÓRICOS


DE LAS REVOLUCIONES DE MÉXICO

Felipe Arturo Ávila Espinosa


Director General
s ta te , Juana
E

Luis Aguilar

MÉXICO 2020
Ediciones en formato electrónico:
Primera edición, inehrm, 2020.

D. R. © Luis Aguilar Martínez


D. R. © Rodrigo Oscar Rivera Meneses, ilustración de portada
D. R. © Bruno González, ilustraciones de pp. 6-7, 15, 19, 23, 27 y 30
D. R. © Jorge Sánchez, ilustración de p. 13
D. R. © Goni, ilustraciones de pp. 24-25
D. R. © Miguel Cabrera, mnh.inah.Secretaría de Cultura, p. 28

D. R. © Instituto Nacional de Estudios Históricos


de las Revoluciones de México (inehrm),
Francisco I. Madero núm. 1, Colonia San Ángel, C. P. 01000,
Alcaldía Álvaro Obregón, Ciudad de México.
www.inehrm.gob.mx

Las características gráficas y tipográficas de esta edición son propiedad del


Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México, órgano
desconcentrado de la Secretaría de Cultura.
Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de
esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el
tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por
escrito del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México.

ISBN: 978-607-549-142-4

HECHO EN MÉXICO.
Biogr afías para
niñas y niños

-E state quieta, Juana.


Estoy segura de que esa fue la frase
que más escuché desde mi infancia. Todos dije-
ron siempre que era yo muy inquieta. Y en la épo-
ca que me tocó vivir, peor si eras mujer. Nací en
Nepantla, cerquitita de los volcanes del Estado de
México, el 12 de noviembre de 1648, cuando la
luz eléctrica ni en sueños existía.
Pero aun en la oscuridad, he visto siempre al
mundo como un enorme salón de clase donde todo
se puede aprender, donde todo es una lección. En
el monte, en la casa, en la cocina, en cada sitio hay
algo de conocimiento esperando que unos ojos,
impacientes como los míos, lo miren y lo vuelvan
ideas, palabras.
Por eso fui tan inquieta, porque me gustaba
siempre andar por todos lados para ver qué de nuevo
• 5 •
6 • Es t a t e , J u an a

podía aprender de aquí y allá, y ni hablar de lo


preguntona que era: por qué esto, por qué lo otro,
hasta que, claro, se cansaban de mí y me decían
“Estate quieta, Juana”.
Mi casa era grande, muy bonita. Tuve la suer-
te de ser nieta de Pedro Ramírez de Santillana y
Beatriz Rendón, los papás de mi mamá, quienes
vinieron de España, de un lugar llamado Sanlú-
Lu i s A g u i l ar • 7

car. Y como nos tocó vivir la época en que España


se hacía cargo de lo que tú conoces ahora como
México —que en ese entonces se llamaba Nueva
España— y los reyes daban facilidades a los seño-
res para venir y hacer negocios acá, pues viajaron
hasta estas tierras y pudieron comprar la hacienda
grande de Panoaya, donde yo crecí, y que estaba
por ese entonces en territorios de Nepantla.
8 • Es t a t e , J u an a

Pues por mucho que desde entonces me lo dije-


ran, ya ves que no hice caso y no me estuve nunca
quieta. A los tres años andaba corriendo por todas
las habitaciones de la hacienda y me gustaba es-
conderme tras las cortinas de manta bordada.
Una tarde, enredada entre aquellos cortinajes
de la sala de libros, escuché a la maestra de María,
mi hermana mayor, decir cosas sobre unos barcos
de Grecia que invadirían Troya. Al tiempo que es-
cuchaba imaginé lo que mi abuelo tanto me conta-
ba del mar: sus olas, su movimiento y los miles de
barcos llenos de soldados que la maestra decía. Mi
correría se detuvo de golpe.
¿Qué misterios escondía la historia que allí es-
taban contando? Me emocionó por completo lo que
oí, y me fui asomando muy lentamente para
que nadie me descubriera, porque yo no tenía per-
miso de estar en ese lugar. Entonces pude ver que
aquello que escuché lo leían de un libro grande, de
pastas de piel con pintura dorada. Imitando a los
tlacuaches que esperaban quietos a las gallinas del
corral, esperé sin hacer ningún ruido, enredada
tras una de las cortinas. Y ahí me estuve, quieta,
Lu i s A g u i l ar • 9

muy quieta por una vez en la vida, esperando a


que los demás se fueran.
Aunque las velas de la sala ya estaban hu-
meantes y apagadas, y se esparcía por la habita-
ción el aroma de la cera, me acerqué y abrí ese
libro grande que dejó la maestra sobre la mesa
pequeña. Como un enorme cofre de oro y joyas
finas, las palabras brillaron fascinantes sobre mi
rostro. Quería saber, y pronto, qué decían esas
figuras como plumas de pavorreal enlazadas unas
con otras.
Salí corriendo para pedirle… no; pedirle no: ro-
garle a mi abuelo, a mi mamá y hasta a los criados
—quienes me vieron con cara de loca— que me en-
señaran a leer, que me dejaran tomar clases con esa
maestra que le enseñaba tantas cosas a mi hermana
María.
—Estate quieta, Juana— me dijeron todos, pero
ya saben ustedes: no me “estuve”.
Molí tanto, le di tanta lata a todos y a todas ho-
ras que, al final, mi abuelo —que era bueno como
el pan de yema que hacía la mulata que nos cuida-
ba— aceptó.
10 • Es t a t e , J u an a

—Ándale pues, te dejamos ir a clase con María,


pero no vayas a molestar a nadie ni tienes permi-
tido decir nada.
Ya les conté que en aquella época no era lo mis-
mo que ahora. Por entonces a las mujeres no se
nos permitía aprender muchas cosas. La educación
que podíamos recibir era en la casa de alguna se-
ñora cercana a la familia, a la que se le conocía
popularmente como Amiga. Las clases eran para
pocas niñas y se nos enseñaba algo de aritmética,
costura y a leer y escribir.
Pero yo quería saber de los griegos y sus bar-
cos y batallas, de lo que había en el cielo, de las
historias y los descubrimientos, de lugares lejanos;
quería saber muchas más cosas.
La maestra de María era buena y nos leía cosas
muy interesantes, pero cada tanto paraba e insis-
tía sobre las lecciones de cómo tomar el vestido
al levantarnos o para dónde había que mover el
abanico cuando hacía calor; los modos de andar o
hablar.
Al final aceptó enseñarme las letras, yo creo,
porque también la machaqué hasta el cansancio;
Lu i s A g u i l ar • 11

pero en apenas dos meses yo estaba ya leyendo so-


lita. Medio lento todavía, pero ya solita.
Pronto mi curiosidad por aprender hizo que la
maestra comenzara a ponerme más atención a mí
que a mi hermana y eso molestó a María, así que
un día le pidió al abuelo que ya no me dejara en-
trar a sus lecciones. Me regañaron y castigaron y
mamá me prohibió volver adonde la maestra. Pero
eso no me entristeció tanto porque ya sabía leer.
Esa noche, a escondidas, tomé un libro de la
biblioteca. Era un volumen de Platón. Y cuando
todos estaban ya en sus habitaciones, con las velas
apagadas y roncando el último o primero sueño,
no sé, encendí un pabilo al lado de mi ropero la-
brado y comencé a leer.
¡No sé cómo hay gente que dice que la magia
no existe! Esa noche, en mi lectura, vi claritas las
imágenes de Grecia, de Sócrates hablando, con su
túnica blanquísima y sus barbas de sabio, dicién-
dome cosas maravillosas sobre la belleza, la vida,
la razón.
Toda mi habitación —a pesar de los ronquidos
de la nana— se volvió espacio de aquellas voces
12 • Es t a t e , J u an a

reveladoras; a la luz de la vela llegó el sol y esa


mañana sentí que el conocimiento había dejado en
mí algo que era para siempre; una cicatriz como
cuando te pinchas la piel con la espina del nopal.
Empezaba la primavera de 1656 y yo no había
parado de leer desde que aprendí. Tampoco, ya lo
saben, me había estado quieta. Les voy a contar
que en esa época tenía un sueño: entrar a la Uni-
versidad, para poder dedicar mi vida a pensar, leer
y escribir. Pero sólo los hombres podían hacerlo,
por lo que le dije a mi mamá que, si me disfrazaba
de hombre, yo también podría ser universitaria. Ya
se imaginarán lo que me contestó: que estaba loca,
que eso era imposible. A pesar de ese desengaño,
ahí descubrí mi verdadera vocación, a la que no
renunciaría, ya vería yo cómo le hacía.
Salía con la nana a caminar al jardín. Ella me
hacía preguntas sobre cosas de la religión mien-
tras paseábamos y yo respondía lo que sabía, pero
también con ideas de los griegos y los latinos, con
fragmentos de poemas de Góngora u otros escri-
tores españoles que me tenían loca todos ellos y a
quienes yo ya había leído y releído con pasión:
Lu i s A g u i l ar • 13
14 • Es t a t e , J u an a

Varia imaginación que, en mil intentos,


A pesar gastas de tu triste dueño
La dulce munición del blando sueño,
Alimentando vanos pensamientos1

Y la pobre nana, paciente, sólo se persignaba mi-


rando al cielo, pidiendo más paciencia para no
terminar ahorcándome. Volvíamos al casco de la
hacienda cantando villancicos. Un día, cuando
llegamos, todo estaba en silencio y supe que algo
andaba mal. Esa tarde murió mi abuelo.
Les contaré algo que quiero que se quede entre
nosotros. Nada me ha entristecido tanto como la
muerte de mi abuelito, quien siempre fue mi me-
jor amigo, me entendía muy bien; le daba alas a
mi imaginación y a mis inquietudes. Y aunque me
daba mucha tristeza perderlo, al saber que me ha-
bía heredado su biblioteca gigante no podía dejar de
sonreír. Les juro que nunca he sido mala persona,
pero entre lágrima y lágrima por su muerte, se me
escapaba una sonrisa de felicidad. Ahí supe que uno
puede sentir muchas cosas al mismo tiempo.

1
Fragmento de Góngora, 1654.
Lu i s A g u i l ar • 15

Sin haber llegado todavía a la adolescencia ya


había leído casi toda la biblioteca del abuelo y has-
ta otras cosillas que de vez en cuando me traían de
España o de la capital.
Mi mamá soñaba con que perteneciera yo a la
corte del virrey, y esa idea me gustó, sobre todo
porque eso podía significar que, en el palacio, en
la ciudad, hubiese libros nuevos que descubrir. En-
tonces no sólo accedí, sino que insistí. Y ya saben
cómo soy cuando algo se me mete a la cabeza. Pero
el asunto no era cosa fácil.
16 • Es t a t e , J u an a

La esposa del virrey tenía unas damas de com-


pañía que se ocupaban de atender cualquier con-
versación, respetuosamente, con los modos y cos-
tumbres de la época, que eran mucho más cuidados
que hoy. Y yo, si bien sabía algo de muchas cosas,
a veces no me comportaba muy bien que digamos.
Como había muchas muchachas que también
querían ser damas de la virreina, llegado el mo-
mento tuve que entrevistarme con el virrey y la
virreina. No es por presumir, pero parece que les
caí muy bien y hasta los impresioné. Quedaron en-
cantados por lo que sabía, por lo que platicaba, por
ser atenta y hasta simpática. Me aceptaron y entré
a formar parte de la corte. Estando ahí, un día el
virrey me dijo que me quería hacer un examen,
para saber si mis conocimientos eran naturales o
había algo de sobrenatural en lo que yo sabía. Se
juntaron varios señores que sabían mucho, junto
con sacerdotes, gente de la casa del virrey y me
pusieron en medio de un salón muy grande. Para
esa ocasión mamá mandó traer un vestido verde
como las esmeraldas, con listones del color de la
plata de las reales minas de Zacatecas. Y pues claro
Lu i s A g u i l ar • 17

que me puse muy nerviosa. Yo nunca había teni-


do que demostrar cuánto sabía y menos responder
preguntas de gente que, casi seguro, sabía más que
yo. Pero al final les gané. Les demostré que podía
discutir, al tú por tú con todos ellos, sobre cosas
profundas de arte, literatura, filosofía y ciencia.
¿Se acuerdan de eso que me pasó al leer por
primera vez a Platón? Pues en el examen me
ocurrió casi lo mismo. Cuando respondía lo que
me preguntaban se me borraba el salón y sus can-
diles, y los bigotes y lentes de los señores que es-
taban ahí: yo sólo me concentraba en encontrar,
en los enredijos de mi cerebro, la respuesta a sus
preguntas. Y aparecían los números bailando, los
sonetos de Góngora, los blancos y enormes edifi-
cios de la Grecia antigua, sus filósofos e historia-
dores, dioses y titanes, ayudándome todos juntos
a responder.
Fueron tiempos muy felices para mí. Cómo no
iban a serlo, si estaba rodeada de gente que sabía
conversar y tenía acceso a nuevos y muchos libros;
y de vez en cuando me compartían algunos de sus
conocimientos.
18 • Es t a t e , J u an a

La virreina me quería mucho y pronto fui una


de sus damas consentidas. Pienso que sobre todo
porque yo no me quedaba callada, preguntaba sin
miedo y decía sin miramientos aquello que me pa-
recía mal.
Usando el favor de su preferencia, pronto me
atreví a pedir que me dieran permiso de leer li-
bros que estaban reservados a los hombres. ¡Claro
que todos se escandalizaron de mi petición! Desde
luego. Pero ya me conocen un poquito: yo no iba a
quitar el dedo del renglón.
A veces, a solas, cuando pensaba en mi madre,
yo solita me decía: “Estate quieta, Juana”. Pero luego
me acordaba de mi abuelo diciéndome que yo podía
llegar tan lejos como quisiera, que había que apren-
der siempre, y eso me daba ánimo para insistir.
Pues con supervisión, como debía ser entonces,
pero me dieron permiso de leer algunos de esos
libros que estaban en la biblioteca de los señores.
Parece increíble para aquellos tiempos, pero pude
conseguirlo. Y es que había libros que a las mu-
jeres nos estaban por completo prohibidos. Ya les
dije que eran otros tiempos.
Lu i s A g u i l ar • 19

En la calle, por ejemplo, no había pavimento


como hoy, los coches eran carretas y carrozas ti-
radas por caballos y había distinciones de castas,
un principio que no nos dejaba ser a todos iguales.
20 • Es t a t e , J u an a

Para lavarnos las manos había que llenar vasijas de


cerámica y el jabón era hecho de yerbas. Ni pensar
en comprar cosas en tiendas, como todo lo que us-
tedes compran ahora. Todo era distinto y las mu-
jeres no teníamos derecho a casi nada, ni hablába-
mos, ni se nos permitía opinar. Y los sanitarios…
bueno, eso mejor no se los cuento.
Pero de todas las cosas que eran distintas en ese
entonces, y que eran muchas, ninguna me causaba
tanta molestia como el que a las mujeres no nos
permitieran ir a la Universidad.
La Universidad —pensaba yo—, ese espacio tan
maravilloso, lleno de gente que sabía tantas cosas
y querían enseñar y de tantos otros que querían
aprender; un espacio enorme lleno de libros traí-
dos de quién sabe qué otros rincones del mundo,
no debía ser un lugar prohibido para las mujeres.
No me voy a poner a discutir ni los voy a
aburrir con mis ideas sobre por qué eso estaba mal
y no debería volver a pasar en ningún lado. Me
concentraré en contarles cómo, animada por mi
triunfo ante la “biblioteca de varones” de la casa
del virrey, comencé a fraguar en mi cabeza un
Lu i s A g u i l ar • 21

plan para, ya que no podía ir a la Universidad y


aprender lo que los hombres sí podían, poner en
práctica otra estrategia, pero desde la mirada de
las mujeres.
Lo primero que tenía que hacer era prepararme
y saber mucho más de lo que ya sabía, pero eso era,
modestia aparte, bastante fácil. Porque sin ánimo de
presumir, de todas las damas de la virreina yo era
quien más había leído. Y sabía leer y escribir en latín
y hasta algo de griego. Entonces, con el alma inquie-
ta, como la había tenido siempre, me puse a planear
lo que haría para cumplir con mi verdadera voca-
ción, vivir para los libros. No me llamaba la atención
el matrimonio ni la vida normal de las mujeres de
mis tiempos. Así que empecé a pensar que tal vez no
estaría mal ser monja, así como lo oyen.
Por aquellas fechas había empezado a hacer mis
primeros ejercicios de escritura: poemas, cartas,
canciones. Había ido descubriendo que otra forma
de aprender era plasmar en papel los pensamien-
tos, los sentimientos.
En el ejercicio de escribir descubrí que no se
trataba de demostrar cuánto se sabe, sino encontrar
22 • Es t a t e , J u an a

la posibilidad de un diálogo con una misma y es-


clarecer ideas, llegar a lo más hondo del pensa-
miento y de lo que una siente.
Para 1668, yo, como la mayoría de las chicas de
mi época, tuve que decidir qué quería hacer con mi
futuro. Yo ya sabía qué buscaba; lo supe desde los
ocho años cuando leí el libro que robé de la biblio-
teca de mi abuelo ¿se acuerdan?: yo quería saber,
dejar de ignorar.
Pero había dos escasas cosas a las que nos tenían
destinadas a las mujeres: casarnos o ser monjas.
Casarme significaba cumplir tareas que, aunque
no me eran ajenas, consideraba yo que me aparta-
ban bastante del verdadero y único placer que en
la vida yo tenía: leer y escribir. O sea, aprender.
Puesta a escoger entre un lugar silencioso en el
que podría estarme todo el tiempo al lado de mis
libros y ejercitar la tarea de entrenar el pensamien-
to, o cuidar del orden de una casa, ya fácilmente
adivinan cuál escogí. ¿Ustedes qué habrían hecho?
Los que me conocían pensaron que aquella de-
cisión estaba bien. Que a ver si así, de una vez por
todas, Juana Inés se estaba quieta, recluida en un
Lu i s A g u i l ar • 23

convento. Pero si hay algo que parece que no va a


cambiar nunca, es porque no va a cambiar nunca.
Por más que una quiera.
Desde el primer día en el convento de las mon-
jas jerónimas dicen que fui un dolor de cabeza para
la madre superiora y para mis hermanas que, aun-
que me tenían paciencia y cariño, se desesperaban
igual que antes mi nana, mi abuelo y mamá, por-
que estaba todo el tiempo molestando con apren-
der o enseñar.
24 • Es t a t e , J u an a
Lu i s A g u i l ar • 25

Mi afán por aprender no tenía límites y reté


más de una vez la norma establecida. Pero no es
que fuera una rebelde sin causa, sino que me pa-
recía injusto que los hombres pudieran acaparar el
saber. Y contra ello puse mi empeño.
Seguí escribiendo poemas, sonetos, liras y vi-
llancicos. Y aunque mis escritos complacían a
monjas y obispos casi siempre, muchas veces
me reprendieron por escribir y decir cosas
que no eran apropiadas para una mujer.
¡Menos para una monja!
Mientras mis hermanas del con-
vento cocinaban, y como a mí eso de
los trastos y masas no me llamaba
tanto la atención, aunque lo hacía,
la madre superiora me dejaba salir
al jardín para pensar. Escribí mu-
cho en esos años. Mis textos eran
leídos, mis villancicos y obras de
teatro se representaban. Empecé a
ser reconocida como escritora, me
visitaban muchas personas impor-
tantes en mi celda: virreyes, virreinas,
26 • Es t a t e , J u an a

arzobispos, obispos, visitantes ilustres. Fui una


mujer famosa y reconocida, no sólo en Nueva Es-
paña, sino también en Europa e Hispanoamérica.
Fui muy feliz porque había cumplido mi sueño.
Pero lo que yo hacía no dejaba de ser mal visto por
algunas autoridades que tenían una visión muy
tradicional de lo que debían hacer las mujeres,
incluidas las monjas. Fue así que, pasados mu-
chos años, sostuve una polémica con el obispo de
Puebla sobre asuntos en los que me parecía que
no sólo estaba bastante equivocado, sino que co-
metía serios atropellos a la razón. Defendí el de-
recho de las mujeres al conocimiento. Pero, otra
vez, yo era solamente una monja y no me tenían
para aquello.
Así que, temeraria, comencé a escribir una car-
ta, quizá la más famosa de todo lo que dejé escrito.
Claro: hablo de la Respuesta a Sor Filotea, que bien
pueden ustedes encontrar y leer si les interesa.
Pues en aquel convento viví, quizá, los mejores
años de mi vida, siempre bajo el abrigo de los
virreyes. Tuve muchos privilegios que otras her-
manas no tenían: la posibilidad de recibir visitas al
Lu i s A g u i l ar • 27

convento para discusiones literarias y, por supues-


to, el acceso a muchos libros.
¡Ah, por cierto!, en aquellas discusiones litera-
rias conocí al señor Sigüenza y Góngora quien, no
sin sonrojo, se declaró admirador de mis sonetos
barrocos, y a quien yo le confesé también mi pro-
funda admiración por lo que él escribía.
Cuando una mujer como yo escribe, tiene la es-
peranza de que alguien más la lea; y en esos tiem-
pos era muy difícil no sólo porque en general la
28 • Es t a t e , J u an a
Lu i s A g u i l ar • 29

gente no leía —cosa que se parece mucho a estos


tiempos de ustedes ¿verdad?—, sino porque para
nosotras las mujeres era difícil llegar al interés de
las imprentas. Cualquier cosa que escribiera una
mujer era desdeñada.
No sé bien cómo le hice ni por qué tuve tanta
suerte. El caso es que, desde mi infancia en la ha-
cienda, allá en Nepantla, en la casa del virrey o
en el convento de las jerónimas, donde me quedé
el resto de mi vida, siempre tuve libros y personas
con las cuales discutir y de los cuales aprender. Y
eso, para mí, fue la felicidad.
Pero les confieso algo: me asombra todavía que
esa suerte, combinada con un poquito de inquie-
tud de mi parte, no solamente propició para esta
humilde monja, de nombre Juana Inés de la Cruz,
muchas horas de felicidad, sino que también abrió
camino a un sinfín de mujeres que, aunque a paso
lento, pero con firmeza, han ido escribiendo la
historia de las mujeres de este país. Ahora ustedes
pueden ver mujeres que son médicas, profesoras,
ingenieras, científicas, historiadoras, ministras,
presidentas de países. Mujeres que, en resumen,
30 • Es t a t e , J u an a

son lo que quieren ser. Y esa era una de mis más


grandes inquietudes.
Pues luego de la corte y los conventos, yo andu-
ve, como sabrán, correteando todavía muchos años
más por las habitaciones del convento. Y devoré
muchos libros más, y me escondí tras las cortinas,
y pensé muchas cosas y todavía escribí mucho de
lo que pensaba.
Pero en 1695, un 17 de abril para ser exacta,
una enfermedad llamada tifus trajo hasta mí la
muerte.
Con todo y eso, y aun pasando un siglo y otro,
he visto que las cosas que escribía encuentran aho-
Lu i s A g u i l ar • 31

ra más y más lectores y eso siempre da gusto. Des-


de acá desde donde ahora estoy, por ejemplo, no
saben la alegría que me dio ver que, en 1879, una
de mis obras fue traducida al alemán por el poeta
suizo Edmund Dorer: ¡Mis escritos en otro idioma!
¡Con lo que a mí me gustaba saber de los idiomas
y los países!
Y la misma felicidad sentí del muy concienzudo
ensayo que escribió sobre mí su compatriota Octa-
vio Paz; o de que mujeres mexicanas, como Margo
Glantz y Sara Poot, se hayan interesado tanto en
mis trabajos.
Y ya ven que, de tan inquieta que siempre he
sido, ni cuando la muerte me dijo “Estate, Juana”
le hice caso:

¿Por qué creen? ¡Que ni eso me detiene todavía!


Pues ya ven: contándoles yo a ustedes aquí ando
de mi vida; y estudiosos y estudiantes, caminando,
encuentran nuevas cosas en las cosas que escribía.


32 • Es t a t e , J u an a

I d e n t i f i ca c i ó n d e i m á g e n es

Páginas 6-7, 15, 19, 23, 27 y 30, ilustraciones de Bruno González, Sor
Juana Inés de la Cruz, México, inehrm, 1992.
Página 13, Jorge Sánchez, Sor Juana Inés de la Cruz a los 15
años (detalle), óleo sobre tela. Colección Bodegas del
Molino, Puebla, Pue. (Colección particular). Imagen to-
mada del libro: Sor Juana Inés de la Cruz, Carta de Sera-
fina de Cristo 1691, edición facsimilar, Toluca, Gobierno
del Estado de México, Instituto Mexiquense de Cultura,
1996.
Páginas 24-25, Goni, Juana de Asbaje, 13.8 x 15.2 cm, grabado.
Archivo Gráfico de El Nacional, Fondo Gráfico, inehrm.
Página 28, Miguel Cabrera, Retrato de Sor Juana Inés de la
Cruz, óleo sobre tela, siglo xviii, Museo Nacional de His-
toria.inah.Secretaría de Cultura.


Estate, Juana
fue editado por el
Instituto Nacional de Estudios Históricos
de las Revoluciones de México.
Se terminó en la Ciudad de México en abril de 2020,
durante la pandemia covid-19, en cuarentena,
a 325 años de la muerte de Sor Juana Inés de la Cruz.

También podría gustarte