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Julie Soto

No me olvides nunca
Traducción de Marta Carrascosa
Cano

Newton Compton Editores


Barcelona, 2024
Índice
Portada
No me olvides nunca
1. Ama
2. Ama
3. Elliot
4. Ama
5. Elliot
6. Ama
7. Ama
8. Elliot
9. Ama
10. Elliot
11. Ama
12. Ama
13. Elliot
14. Ama
15. Elliot
16. Elliot
17. Ama
18. Elliot
19. Ama
20. Elliot
21. Ama
22. Elliot
23. Ama
24. Elliot
25. Ama
26. Elliot
27. Ama
28. Ama
29. Ama
30. Ama
31. Ama
32. Elliot
33. Ama
34. Ama
Nota de la autora
Agradecimientos
Créditos
Para Mar y Cat.
Gracias por darme la mano
por debajo de la mesa durante todos estos años.
1
Ama
Marzo

Tengo cinco reglas para planear una boda de éxito.


(Mentira. Estoy segura de que hay más, pero si digo: «Tengo
setenta y cinco reglas, toma asiento», creo que habría
perdido tu atención).
Regla n.º 1. Nada de animales vivos. Se comen los anillos,
muerden a las niñas de las flores y se cagan en todas
partes.
Regla n.º 2. Cosas hechas a mano no significa que la
pareja haga las cosas con sus propias manos. Significa que
la pareja se metió en Pinterest y ahora es problema de la
wedding planner.
Regla n.º 3. Un DJ de un club nocturno y un DJ de bodas no
son intercambiables.
Regla n.º 4. Nunca te quedes a solas con el padrino de la
boda. Y, por último, regla n.º 5. Habla siempre con ellos
fuera de la glorieta. Siempre.
Avanzo hacia el altar con los muslos ardiéndome para
evitar que los tacones se me hundan en la hierba. La
alfombra llega en veinte minutos, y me alegro de haber
insistido en ella, porque la novia habría estado sacando las
piernas de aquí como si se tratara de un pantano.
Mi fotógrafa y exhermanastra favorita (una mujer india y
alta que confunden con Priyanka Chopra al menos un par de
veces al día) está tumbada boca abajo en medio del parque,
con la cámara apuntando hacia arriba, hacia el cenador,
donde mis ayudantes han sido secuestrados para sustituir a
los novios.
–Mar, querida –digo con una sonrisa falsa–. Jake ya tiene
trabajo. –Con un chasquido de dedos, Jake (otro
hermanastro) baja los escalones de la glorieta y regresa a la
zona de carga, donde se supone que tiene que estar
dirigiendo a los proveedores–. Y te dejé a Sarah diez
minutos.
Mientras se pone de pie con sus largas extremidades, el
hermoso rostro de Mar me mira con el ceño fruncido a
quince centímetros por encima de mi cabeza.
–¿Glorietas, Ama?
–La pareja insistió. Sé que las odias...
Me agarra del brazo, me coloca a su lado y gira la pantalla
de vista previa de la cámara hacia mí.
–Celosías. ¡Celosías!
Miro los fotogramas mientras ella los revisa. El techo de la
glorieta está entrecruzado y, qué suerte, hoy hace un día
radiante. Hay sombras en las caras de Jake y Sarah.
Mar se inclina hacia mí.
–Parecen...
–Tartas de manzana. Parecen tartas de manzana. –Resoplo
y miro al sol. Hay nubes en el oeste, pero ¿llegarán a
tiempo?–. ¿Qué llevas en el coche?
–Un montón de cosas que quedarían fatal durante la
ceremonia de verdad.
Asiento y miro la glorieta. Mar sabe que tiene que dejarme
pensar. Me paso una mano por el pelo oscuro, sigo
acostumbrándome a la medida más corta, aunque han
pasado dos años desde que me caía entre los omóplatos.
(De hecho, sé con exactitud cuánto tiempo ha pasado desde
que me arrastré hasta la peluquería y le rogué a mi
peluquera que me hiciese verme «diferente»).
Me vuelvo hacia Sarah, que se ha sentado en los
escalones de la glorieta.
–Sarah, en cuanto empiece la ceremonia, te harás con las
llaves de Mar y conducirás su coche hasta la zona de carga.
Llevarás con discreción todo lo que ella te diga a ese árbol
enorme, y en cuanto digan «Sí, quiero», Mar y tú os
encargaréis de todo. Sacaremos al oficiante de la boda y a
la pareja y haremos unas cuantas fotos que no parezcan
sacadas de una pastelería. Sarah, otra exhermanastra, la
cual no tiene interés alguno en la organización de bodas, y
se le nota, parpadea ensimismada hacia mí.
–¿Quién va a preparar lo del DJ?
–Supongo que yo. –Echo un vistazo al reloj y miro a Mar.
Asiente con la cabeza–. Vale, Mar. Durante la ceremonia
real, capta el beso, los momentos importantes, pero
céntrate en los familiares que lloran.
–Los familiares llorones son el pan de cada día.
Las dejo en la glorieta y saludo a la chica que trae las
flores. Como asistente de la florista teje guirnaldas de rosas
a través de las sillas, busco los pétalos que se están
poniendo marrones, y los arranco directamente de los
capullos. Los labios de la ayudante se tensan cada vez que
lo hago, pero sabe que no debe decir nada.
Doy un paso atrás y echo un vistazo al recinto. Ya casi lo
tenemos. Tengo que poner carteles y hacer una prueba de
sonido, pero ya está todo listo. Cuando llega la alfombra, el
hombre gruñón del camión no me resulta familiar. Me mira y
me pregunta si soy la ayudante de Ama Torres. Cuando le
corrijo, no parece confiar en que yo sea la clase de persona
capaz de colocar sillas en línea recta, y mucho menos de
coordinar una boda, pero se encoge de hombros y hace
rodar la alfombra por el pasillo.
Mientras observo al DJ juguetear con los ajustes de
sonido, el auricular inalámbrico que llevo en la oreja emite
un pitido –sí, soy esa persona–, y respondo:
–Soy Ama.
–Eh, hola. –No reconozco la voz–. Eres la wedding planner,
¿verdad?
–La misma –respondo lo más animada que puedo–. ¿Quién
eres?
–Erica. Soy la prima del novio.
La dama de honor que decidió teñirse el pelo de verde la
semana pasada.
–Hola, Erica. Parece que algo va mal.
–Sí... Eloise se ha encerrado en el salón de las chicas. –Me
detengo en seco–. Las otras chicas no querían que te
llamara, pero han pasado como cuarenta y cinco minutos, y
la maquilladora ni siquiera ha empezado con ella...
–Entendido. Gracias, Erica. Voy para allá.
Doy unos golpecitos en el auricular como el villano de las
películas de James Bond y giro como una bailarina para
dirigirme al hotel de enfrente. El séquito nupcial está
apostado en una pequeña sala de conferencias de la planta
baja que el hotel, ingeniosamente, ha transformado en una
suite después de que se disparara la moda de celebrar
bodas en el centro de la ciudad. Me dirijo directamente a la
recepción, donde Bernie, mi encargado favorito, ya está
rebuscando en el cajón.
–¿Una emergencia? –dice.
–Nada con lo que no pueda lidiar. –Le sonrío y acepto las
llaves de su mano extendida.
Mis piernas cortas cruzan a zancadas el vestíbulo y entran
directamente en la suite sin llamar. Seis cabezas peinadas a
la perfección me miran, y Erica finge estar igual de
sorprendida por mi llegada. Carmen, la dama de honor,
levanta la cabeza desde donde está apoyada contra la
pared del baño, hablando a través de la puerta. Parece
medio aliviada al verme y medio disgustada por no haber
podido ser la salvadora.
Pero ese es mi trabajo.
Voy directa a la puerta cerrada.
–Carmen, todo va a salir bien. ¿Puedes asegurarte de que
la maquilladora esté lista para Eloise dentro de cinco
minutos? Carmen parpadea, pero yo abro la puerta, entro en
el baño y cierro detrás de mí antes de que pueda hablar.
El baño es un diseño con pantallas Tiffany sobre los
apliques y azulejos déco de 1940. En la pared del fondo hay
una bañera con patas de garra, y dentro está Eloise, que
pronto será una Reynolds, con chifón blanco cubriendo los
laterales de porcelana esmaltada. No me mira, está absorta
en el vacío.
Los tacones me chasquean en las baldosas blancas y
negras cuando me acerco y, con un vistazo rápido, confirmo
que no ha abierto el grifo; no se repite el desastre de la
boda de los Winchell de 2022, menos mal. Me quito el
auricular, me descalzo y me meto en la bañera, sentándome
frente a ella.
Pestañea cuando me ve. Entonces le tiemblan los labios y
se le escapa un gemido. Se tapa la cara con una mano
mientras le caen las lágrimas. No digo nada hasta que
termina. Se lleva las palmas a los ojos y echa la cabeza
hacia atrás para contener las lágrimas.
Le hablo en voz baja:
–¿Qué es lo que cambiarías para que este día fuera
perfecto? Solo una cosa.
Se muerde el labio, mirando a la pared.
–Al novio.
Ah. Bueno, en eso no puedo ayudar. Al menos no de
manera inmediata. Asiento con la cabeza, como si lo
entendiera, como si lo considerara.
Patrick Reynolds no era mi novio favorito. Se declaró en
un partido de béisbol, con pantalla gigante y todo. Siempre
puedo hacerme una buena idea sobre la pareja cuando
pregunto por la historia de su compromiso. No digo que sea
un método probado para saber si va a salir bien, pero... las
novias con las historias de compromiso más bonitas son las
que no me han visitado dos veces.
–¿Quieres irte? –le pregunto–. ¿Escaparte por la parte de
atrás?
Se le escapa una risa ahogada.
–¿Hablas en serio?
–Sí. Podemos saltar. Solo tú y yo. O solo Carmen y tú. –
Cuando la confusión no desaparece de su cara, digo–: Lo
que quiero decir es que ya me han pagado, así que ¿qué
más me da si la boda se celebra o no?
Resopla y se pasa la mano por la cara.
–¿Qué pasaría con los proveedores? ¿El catering, el DJ?
–Me temo que el día de la boda no hay devolución.
Comerás pollo o pescado durante los próximos cincuenta y
siete días. Le tiembla el labio.
–¿Es raro que odie más la idea de cancelar el banquete
que la de cancelar la ceremonia?
–No. Es bastante normal estar más emocionada por la
fiesta con todos tus amigos que por el momento del altar.
–¿Puedo celebrar la fiesta sin casarme? –murmura
mientras se alborota el vestido sin rumbo fijo. Sonrío y la
dejo pensar–. La verdad es que detesto la idea de seguir
adelante con esto, cuando sé que será en vano. No quiero
acabar como mis padres, aguantando hasta que los niños
vayan a la universidad. –Resopla–. ¿Es peor celebrar una
boda por diversión, cuando sabes que no va a ser tu última
boda?
Trago saliva con fuerza. Me prometí que dejaría de hacer
esto, que dejaría de acercarme. Siempre lleva al desastre.
Eloise me había invitado a su despedida de soltera porque
ya me había acercado demasiado. Pero mi trabajo es
llevarla al altar. Así que tomo aire y dejo de contenerme.
–Mi madre se ha casado dieciséis veces.
Eloise me mira como si acabara de tirar su tarta de bodas
al suelo.
–¿Cuántas?
–Dieciséis. Mi padre era el número cinco. Soy su única hija
biológica, pero Mar..., la fotógrafa, es la hija del número
nueve. Tengo más de veinte hermanastros y
exhermanastros por todo Sacramento, incluidos mis dos
ayudantes de hoy.
Puedo ver cómo trabaja su mente, contando, haciendo
cuentas. –Eso es... horrible. Lo siento, no quería ser grosera
al respecto... –No pasa nada. Cuando era joven, pasar de
una familia a otra era un auténtico reto. Pero con el tiempo
conocí a gente genial. –Me aclaro la garganta y vuelvo a
centrarme–. Solo te cuento esto para decirte que, por
mucho que quieras que sea tu única boda, no tiene por qué
serlo. Mi madre organiza siempre ceremonias y banquetes
completos. Solo una de esas dieciséis bodas fue en el
ayuntamiento. Así que si planeas una boda diferente dentro
de tres años, toda esa gente seguirá estando ahí para ti.
Nadie se cansa de las bodas. Créeme.
Despacio, asiente.
–¿Por eso te hiciste wedding planner?
Sonrío.
–Más o menos. A los dieciocho ya sabía todo sobre las
bodas. Lo había hecho todo, desde niña de las flores a dama
de honor y a DJ.
Eloise se ríe.
–¿Alguna vez has estado casada?
–No –digo–. No me ha interesado nunca, ni siquiera
cuando era pequeña. –Y antes de decirle que ni siquiera
creo en los compromisos a largo plazo el día que intento que
acepte uno, respiro hondo y cambio de rumbo–. Así que
puedes elegir, Eloise. Tú tienes el poder. Puedes salir ahí
fuera y comer tarta, bailar y hacer un intento sólido de
mantener estos votos. O podemos escabullirnos por la
puerta de atrás. Enviaré a mi asistente para que lo
suspenda. –Le agarro la mano y le doy un apretón–. Una
boda no es el matrimonio. Los matrimonios nunca serán
perfectos. Siempre son un proyecto en construcción. ¿Pero
las bodas? Las bodas no son más que un momento en el
tiempo, esforzándose por ser perfectas. Déjame que haga
un momento perfecto para ti, Eloise.
Eloise se muerde el labio inferior entre los dientes,
mirando el anillo de compromiso. Cuando vuelve a mirarme,
sé que lo he conseguido.
Salimos de la bañera y, cuando abro la puerta del baño,
Carmen sigue de pie, dando saltitos.
–Todo va bien. ¡Señoritas! –digo a todas las presentes en
la habitación–. Tenemos trabajo por delante para que esto
salga a tiempo, pero lo que no nos ahorrará tiempo es
preguntarle a Eloise qué ha pasado esta última hora, ¿vale?
Le guiño un ojo y Eloise asiente con la cabeza en señal de
agradecimiento.
Mientras le devuelvo las llaves a Bernie, intento decirme a
mí misma que he hecho lo correcto abriéndome. Ya es el día
de la boda. Dar un poco de ti no es malo, a pesar de lo que
me han hecho creer.
Cuando vuelvo al jardín, Jake camina hacia mí con aire
agitado. –Acaba de llamar el del catering –suelta, presa del
pánico–. Dice que no ha llegado la mantelería.
Maldita sea. Es una empresa de mantelería nueva que
estaba probando. Cruzo las manos delante de mi estómago
y dejo que mis dedos jueguen con calma con el largo collar
de cadena que se posa entre mis pechos.
–Jake. ¿Cuánto te estoy pagando?
Balbucea:
–¿Cien dólares?
Jake es como un Teleñeco. Es estudiante de segundo año
en la CSU de Sacramento, estudia teatro. Esperaba a una
persona especializada en dirección escénica, pero parece
que me ha tocado una en arte dramático. Ahora es mi único
hermanastro, ya que su padre está casado con mi madre.
Digo ahora, porque..., bueno..., es solo cuestión de tiempo.
Busco en el móvil la empresa de mantelería entre mis
contactos. Mi llamada es enviada a la recepción de Linens
and Love, y digo:
–Soy Ama Torres. Su empresa lleva una hora de retraso en
la entrega de la mantelería. ¿Qué puede decirme al
respecto? El tipo que está al otro lado de la línea titubea y
dice:
–El camión está de camino. Es que... ha habido un
problema con el coche...
Saco las llaves del coche del bolso y digo:
–¿Puedo enviar a alguien a buscar el camión? Está
retrasando a mi personal de catering.
Me dice dónde está parado el camión y lo pongo en
espera, tomo a Jake del brazo y lo arrastro hacia el
aparcamiento.
–Jake, ahora te voy a pagar doscientos dólares para que
vayas a la gasolinera de Howe, y lo cargues todo en mi
coche, y me refiero a todo; ata las cajas a la parte superior
si es necesario. Y luego, ve directo al lugar de la celebración
y ayuda al catering para que todo esté según el horario
previsto. ¿Entendido? Jake empieza a balbucear de nuevo, y
yo digo:
–O no se te pagará nada. Porque ahora me estás
estorbando. Traga saliva, asiente y se dirige a mi coche. Una
vez que se ha alejado, vuelvo con Mar a la glorieta y
conecto de nuevo el auricular.
–Mi ayudante irá a buscar el camión. Por favor, dígale a su
conductor de reparto que si se retrasa una hora, llame, y
por favor, hágale saber a su gerente que Ama Torres está
muy descontenta. No añadiré a Linens and Love a mi lista
de proveedores aprobados.
Le cuelgo el teléfono mientras empieza a disculparse.
Respiro hondo, echo los hombros hacia atrás y encuentro a
Mar en una escalera, prácticamente colgada del techo de la
glorieta para colocar una lucecita.
–¿Todo bien por aquí? –le pregunto.
–¿Cuál era el drama? –pregunta–. Te vi dirigiéndote al
hotel. –La novia estaba a punto de huir. La he convencido de
que no lo hiciera.
Mar alza una ceja oscura.
–¿Cómo lo has hecho?
Frunzo los labios en una línea.
–Le hablé sobre mi madre. Y sobre que creo que los
matrimonios no importan, pero las bodas sí.
Mar se ríe.
–Muy atrevido por tu parte.
Me encojo de hombros.
–Tenía un pie en la puerta. Pensé que era hora de un poco
de honestidad.
Baja de la escalera y dice:
–Si alguien puede convencer a alguien de que los
primeros matrimonios no importan, es la hija de Cynthia
Jones Rutherford Reed Dyer Lee Torres.
–No puedo creer que aún lo tengas memorizado.
–Smith Smith Nelson Jaswal Matthews Andrews Evans
Benjamin... y tres más. –Toma aire como si hubiera corrido
una carrera–. Solo lo tenía memorizado hasta que Cindy
empezó a casarse con un montón de nombres de pila a
modo de apellido. –Después de tu padre todo fue cuesta
abajo –le digo, y ella levanta la cámara para hacerme una
foto–. Las chicas estarán listas en diez minutos. Cuando me
fui, aún no habían maquillado a la novia y a la madrina.
Mar arruga la nariz y revisa el móvil.
–Se va a hacer tar...
–¡No lo digas! –La apunto con el dedo y me dirijo hacia el
coche del oficiante de la boda cuando se detiene en la
acera. Pasamos el resto del montaje sin más contratiempos
y, antes de que se pueda decir «Sí, quiero», los invitados
empiezan a llegar. Cuando llega el aparcacoches, puedo
volver a pasar por el hotel. Al entrar en la suite, Mar tiene a
Eloise mirando por la ventana con la luz del sol colándose a
través de las cortinas de encaje. Eloise me mira por encima
del hombro y asiente con la cabeza, risueña.
Parece que arrancamos.
La novia camina hacia el altar al compás de A Thousand
Years, como siempre, y yo me quedo atrás, junto a un
pariente con un bebé llorón, esperando la siguiente señal
musical. Cuando Eloise y Patrick vuelven a pasar por
delante de sus invitados, ya juntos y recién casados, veo
que ella le sonríe con los ojos húmedos.
Puede que funcione.
Los llevo a la derecha, lejos de la salida para invitados, y
los retengo mientras el cortejo nupcial se une a nosotros,
dejando que Mar y Sarah lo preparen todo para nuestras
falsas fotos de boda. La tía de alguien intenta seguir al
cortejo nupcial y colarse en sus fotos privadas, y se me
escapa la expresión de Eloise cuando le digo con firmeza
que es una zona privada y que no se permite la entrada a
nadie que no sea del cortejo nupcial. Me gruñe y se aleja
haciendo sonar sus tacones. Presiento que me va a mandar
un correo electrónico muy duro.
Me encanta la parte de después de la ceremonia. Las
partes difíciles ya han pasado, para mí y para la feliz pareja,
y los proveedores están haciendo su trabajo en el siguiente
sitio. En este punto, básicamente se trata de acorralar a
niños pequeños, llevar al séquito nupcial del punto A al
punto B. Y cuando se contrata a Mar como fotógrafa, no
soporta que los padrinos de boda deambulen o que haya
miembros de la familia merodeando por ahí. Tiene un don
mágico para las bodas, porque es lo suficientemente alegre
y comprometida como para que las damas de honor se
sientan atraídas por ella, pero lo bastante sexy como para
que los padrinos escuchen cada palabra que sale de su
boca.
Al igual que yo, no olvida la regla n.º 4: nunca te quedes a
solas con el padrino de la boda.
Una vez en el salón de recepciones, es pan comido.
Cuando entro, Jake parece un drogadicto y habla a mil por
hora. Está doblando servilletas en formas que casi parecen
correctas, diciéndome que el repartidor se disculpó mucho.
No es suficiente. Linens and Love no va a entrar en mi
Rolodex. (Sí, tengo un Rolodex auténtico. Es de los años
cincuenta y resulta adorable).
Termino las servilletas con él, rehaciendo las que ha
dejado mal, y entonces llegan los invitados.
Lo que más echo de menos de trabajar con una gran
empresa de organización de bodas es que solía ser capaz de
tranquilizarme en cuanto se cortaba la tarta. Cuando estaba
con Whitney Harrison Weddings, siempre podían contratar a
tres como Jake para el montaje y desmontaje. Ahora que
trabajo por mi cuenta, tengo que estar al amanecer y al
anochecer. Un día llegaré ahí. Un día haré tres bodas por
sábado y dos por domingo, como Whitney. Pero tal y como
están las cosas, solo puedo hacer una al día, y tengo que
reservar paquetes más pequeños los domingos porque no
estaré disponible el día antes de la ceremonia. Lo que de
verdad necesito es un artículo de Martha Stewart o
TheKnot.com, como el que le hicieron a Whitney cuando
tenía veinte años. Saltó a la fama con la boda de la hija del
alcalde y ella sola puso a Sacramento en el mapa del sector
de las bodas. Cuando trabajé para ella, llevaba veinticinco
años de carrera y tenía contactos en San Francisco. Casi
nunca aparecía el día de la boda, a menos que se tratara de
una boda muy mediática. En realidad, me gusta mucho el
día de la boda. Me gusta el ajetreo de la ceremonia, me
gustan los baches y las caídas, me gusta el primer baile.
Pero, sí, algún día me encantaría cobrar lo suficiente como
para tener dos asistentes más aquí para poder limitarme a
apuntar. Eso requeriría sacrificar un poco mi marca, que
hasta ahora ha sido millennial, moderna y asequible con un
toque personal.
–¿Por qué miras al DJ con el ceño fruncido? ¿Le has vuelto
a descubrir esnifando coca en el baño?
Mar saca una foto a mi lado.
–¿Crees que todavía trabajo con ese tipo? –le digo–. Hice
que lo pusieran en la lista negra. Ahora solo trabaja en
bodas con cocaína.
–Excelente. –Cambia de objetivo–. ¿Estás pensando en
mañana?
Bueno, no lo había hecho. Pero ahora que ha sacado el
tema... –No estoy nerviosa –me apresuro a decir.
Se ríe.
–Bien. No tienes por qué estar nerviosa. Te querrán o no te
querrán. No hay nada más que puedas hacer.
Asiento con la cabeza y respiro hondo.
Hablando de grandes oportunidades, mañana podría ser el
día. Hazel Renee, una influencer con 4,2 millones de
seguidores en Instagram y 8 millones de suscriptores en su
canal de YouTube, se ha enamorado de una chica de
Sacramento. Vi el anuncio de su compromiso el mes pasado
en Instagram y pensé: «¿Qué afortunada wedding planner
de Los Ángeles se encargará de esa boda?».
Pues bien, parece que la afortunada persona que organice
ese boda podría ser yo. Su prometida, Jacqueline Nguyen,
quiere casarse en su ciudad natal. Me envió un correo
electrónico hace dos semanas para concertar una
entrevista. Intento no hacerme ilusiones. Estoy totalmente
preparada para hacerles saber lo que ofrezco y lo que no.
Incluso si planea mantener la lista por debajo de treinta, hay
agencias que tienen mucha más experiencia en el estilo que
pueden querer (léase: elegante de narices). Pero si conecto
con Hazel y Jacqueline... Si hago una boda que vean
millones...
Eso es lo único que me hace falta. Esa es la oportunidad
dorada para acceder a la clase alta (léase: elegante de
narices) y a una gran exposición.
Solo tengo que asegurarme de estar preparada para ello.
Al final de la noche, Eloise se tropieza conmigo, descalza y
borracha de amor, me da un beso en la mejilla y me dice
que he sido la mejor elección de su vida. La despido en su
coche y sonrío para mí misma.
Los fríos ojos azules de Whitney Harrison centellean en mi
mente, la voz maternal que reservaba solo para mí,
diciendo: «Ten cuidado, Ama. Al fin y al cabo, tú eres la
wedding planner, no su madrina. No des tanto de ti por
gente a la que nunca volverás a ver, gente que
probablemente ni siquiera se despida de ti al final de la
noche».
Bueno, chúpate esa, Whitney.
Suspiro, masajeándome la frente. He intentado establecer
límites más claros. La línea de la profesionalidad con los
clientes y los proveedores siempre ha sido mi punto débil.
Me encanta conocer a la gente y averiguar qué les hace
felices. Pero desdibujar los límites siempre me causa
problemas.
Siempre.
2
Ama
Marzo

Decidir qué ponerse para quedar con alguien que tiene su


propia línea de maquillaje, tres proyectos inminentes en
IMDb y su cara en Times Square es una pesadilla.
Cuando Hazel Renee hizo su primera portada para Marie
Claire, yo estaba en el instituto. Tenemos más o menos la
misma edad, así que a mis amigos y a mí nos tiene
conquistados desde hace mucho tiempo. Llevo diez años
siguiéndola en Instagram, así que sé exactamente qué
esperar cuando entre en la cafetería dentro de una hora.
Por lo general, en una primera entrevista con la pareja,
me visto para el cliente. Gracias a un poco de búsqueda en
redes sociales, puedo determinar si es más probable que
funcione mi traje con falda de Stella McCartney o mi rollo
bruja bohemia. Hazel y Jacqueline son jóvenes y estilosas.
No quieren un Stella. Me pongo una camiseta negra
entallada y una americana negra sobre los vaqueros y me
calzo unos zapatos negros de tacón. Dedico un buen rato
extra a maquillarme, porque es Hazel Renee, y utilizo su
línea de maquillaje. Fue Hazel quien me enseñó a
maquillarme el contorno en sus vídeos de YouTube cuando
era una adolescente, y sigo haciéndolo como ella, porque
con mi cara redonda siempre me confunden con una niña.
Con un poco de perfume y un bufido de mi gata, salgo a la
cálida mañana del mes de marzo.
Hace unos años me compré una casa de dos habitaciones
en la dulce zona de la Ciudad de los Árboles. Lo que quiero
decir es que me mudé a una casa de dos habitaciones. Será
mía oficialmente dentro de aproximadamente ochenta y
cuatro años. En un lugar como Sacramento, es difícil no
dejarse atrapar por el rollo de compartir piso en pleno
Midtown. Hay un radio de cinco manzanas en el que te
sientes un poco como en Nueva York: un bar debajo de tu
apartamento, un pequeño supermercado en la esquina y no
hace falta tener coche. Es adictivo. Mar sigue en Midtown,
pero viene a verme quince manzanas al este cuando
necesita «unas vacaciones». Decidí romper con el
estereotipo millennial cuando dejé de vivir de alquiler. No te
preocupes: sigo gastándome seis mil dólares al año en
tostadas de aguacate. Me dejaron conservar mi tarjeta de
socia.
Y, de hecho, si hay algo en lo que gasto seis de los
grandes al año, es en dónuts.
Abro la puerta de J Street Donuts y el señor Kwon me
saluda por encima de la cabeza de la mujer a la que está
atendiendo. Cuando llego al mostrador, ya está sirviéndome
mi media docena.
–Déjame adivinar –me dice–. Nuevos clientes.
–¿Cómo lo ha sabido?
–Vas vestida para impresionar. –Sella la parte superior de
la caja y agarra mi billete de diez dólares–. El de mantequilla
de cacahuete está en la parte izquierda, envuelto en papel.
–Gracias, señor Kwon.
Salgo antes de que la mujer que tenía delante haya
sacado la tarjeta del datáfono.
El señor Kwon sabe que debe quedarse con el cambio,
igual que sabe que, aunque su dónut Peanut Butter Dream
es el más vendido, yo soy alérgica. Solía darme unos
cuantos para los clientes en una caja aparte, pero al cabo
de unos años acabé convenciéndole de que con separarlos
era suficiente.
Los dónuts son mi forma de expresar amor. Llevo una caja
a todas las comidas, fiestas, cócteles..., lo que sea. No hay
nada en el mundo que no pueda resolverse con el primer
bocado de un dónut perfecto. Por supuesto, excluyo los
problemas mundiales graves, pero incluso así, creo que, si
todos pudiéramos sentarnos y comernos un dónut, las cosas
podrían ir mejor.
Los dónuts también son una táctica que me sirve para
conocer a los clientes. Puedo averiguar qué novias se han
puesto a dieta para los vestidos de novia, qué novios
prefieren que sus prometidas no coman dulces, y qué
parejas ya están comiendo por estrés. Y mientras conozco a
los clientes, puedo comerme un dónut. O seis, si están, en
efecto, a dieta. Mi madre se sometió a dietas demenciales e
intensas durante aproximadamente un tercio de sus bodas,
y eso me decía mucho sobre en qué punto estaba
emocionalmente con esa persona, con sus amigos, con ese
momento de su vida, etcétera.
Aparco en la puerta de Weatherstone, una cafetería de
moda en un edificio de ladrillo que en su día fue un establo
de caballos. No sé qué día, pero fue hace mucho tiempo. Los
baristas de aquí también me conocen porque vendo su café
para los convites. Incluso hice una boda con treinta
invitados en la cafetería hace dos años, por eso el barista de
la perilla no dice nada de los dónuts que traigo.
Ocupo la esquina libre de la rústica mesa de comedor
situada en el centro de la cafetería y me acomodo frente a
la puerta. Pido un café solo –te lo traen en una pequeña
jarra individual, para que te sientas más pijo– en lugar de lo
que pido siempre: espresso corto acompañado de algo frío
para después. Las piernas ya me tiemblan bastante.
Nunca he estado tan nerviosa en la primera reunión.
Excepto tal vez en la primera que tuve. Eso fue hace más de
tres años. Whitney me los había enviado cuando se negaron
a aceptar sus precios y, aunque suene como a un polvo por
lástima, fue en un momento de mi carrera en el que
necesitaba tantos polvos por lástima como pudiera
conseguir. Decidir dejar Whitney Harrison Weddings podría
haber sido el error más colosal de mi vida, pero, por suerte,
Whitney me apoyaba.
Son las nueve y dos minutos, la puerta se abre y tardo un
segundo en darme cuenta de que estoy viendo a la persona
que antes solo existía en mi móvil. Esperaba una chica de
pasarela, pero me encuentro con la chica de la puerta de al
lado. Hazel viste vaqueros y un cárdigan, lleva su pelo rubio
oscuro recogido; lo único que la hace destacar como
celebridad son las gafas de aviador que lleva puestas
incluso cuando se pasea por el interior. Sus dedos se
entrelazan con los de una chica asiática de mejillas
redondas y brillantes ojos marrones: Jacqueline. Es la
primera en verme y me señala con la mano.
–Hola, ¿Ama?
Jacqueline deja caer su bolso sobre la mesa a mi lado y
me ofrece un apretón de manos.
–Tú debes de ser Jacqueline.
–Jackie está bien –me dice–. Ella es Hazel.
Estrecho la mano de Hazel.
–Encantada de conocerte.
Me da un apretón fuerte y tiene una cara preciosa, y todo
esto me está mareando un poco.
–Dios, tu piel es perfecta –dice, y entonces estoy
prácticamente en el suelo.
Me acerco las yemas de los dedos a las mejillas y digo:
–Ah, gracias. De hecho, es tu línea.
–¡Increíble! Me encanta. –Me dedica una sonrisa brillante y
se vuelve hacia Jackie–. ¿Hazelnut latte?
Jackie asiente y se sienta frente a mí mientras Hazel se
dirige al mostrador. Jackie está a punto de decir algo cuando
sus ojos se fijan en la caja rosa que hay entre nosotras.
–Si eso son dónuts, voy a perder la puta cabeza.
Le sonrío y abro la caja. Chilla como si fuese yo la que se
hubiera arrodillado con un diamante y busca su favorito
entre la media docena.
–Si te gusta la mantequilla de cacahuete, es su
especialidad. Es este. –Señalo el que está envuelto en papel
encerado.
No duda en darle un buen bocado, y creo que ya estoy
obsesionada con ella.
–Oh-Dios-mío –murmura alrededor del dulce.
Hazel vuelve a la mesa justo a tiempo para que le pongan
el dónut en la cara con un «cariño-tienes-que-probar-esto».
–¡Mmm! –Abre los ojos de par en par–. Me encanta.
Bien. Bien. Oficialmente me caen bien.
Siempre me gusta evitar que la conversación vaya
directamente a los negocios. Creo que ayuda a que todo el
mundo empiece a hablar de algo tan incómodo como una
boda. Whitney no estaba de acuerdo. A ella le gustaba
ponerse manos a la obra. Pero cuando eres Whitney
Harrison, la gente deja de hablar cuando tú empiezas.
–Jackie, ¿creciste aquí, en Sacramento?
Jackie asiente mientras bebe un sorbo de su café con
leche.
–Fui a Rio Americano. Promoción de 2015.
–¡Ah, el mismo año que yo!
–¿En serio? ¿Dónde fuiste?
–A St. Joseph –digo, un poco avergonzada.
A Jackie le brillan los ojos y dice:
–Ah, sí.
Mi madre creció con mucho dinero. Gastó ese dinero en
dos cosas: mi educación privada y sus bodas. Cuando le
digo a la gente que fui al St. Joseph, uno de los cuatro
colegios católicos y privados de Sacramento, me miran con
otros ojos. Lo odio. Yo no tengo el dinero de mi madre,
porque sigue gastándoselo en arreglos de mesa y cuartetos
de cuerda, pero también porque no quiero pedírselo si no lo
necesito. Desde que trabajé con Whitney casi al terminar el
instituto, no lo he necesitado. Y el hecho de que no fuera a
la universidad es, en realidad, una lacra para la reputación,
por lo demás intachable, del St. Joseph. Una de las únicas
cosas buenas de haber ido a ese instituto es que todos mis
amigos y conocidos se están casando. Algunos de ellos
pueden permitirse ir a Whitney, pero muchos de ellos han
recurrido a mí en los últimos tres años.
–¿Y a qué te dedicas? –le pregunto a Jackie.
–Soy directora legislativa en el capitolio.
–¡Genial! Quiero decir, suena guay. No tengo ni idea de lo
que quiere decir. –Jackie se ríe. Le dirijo una sonrisa y me
vuelvo hacia Hazel–. Y obviamente sé a qué te dedicas tú.
Pero ¿qué te trae a Sacramento?
–Jackie –contesta sin más. Las dos se miran, con los
pómulos encendidos–. Siempre ha querido casarse aquí.
–Es una gran ciudad. –Le doy la razón–. Y aquí también
hay lugares de ensueño. –Volviendo al tema...
–En realidad ya tenemos el sitio. –Jackie sonríe,
volviéndose hacia mí.
–¡Excelente! ¿Ya habéis fijado una fecha?
–Todavía no –dice Hazel–. Jackie quería asegurarse de que
tenías libre la fecha.
Se me congelan los dedos dentro de la bolsa mientras
busco mi carpeta de catálogos.
–Oh, eso es... –Deslizo la carpeta sobre la mesa–. Me
siento muy muy halagada de que hayáis querido reuniros
conmigo. «Halagada» no es la palabra correcta, estoy
superemocionada. Me habéis alegrado el día. –Miro sus
caras expectantes–. Solo quiero asegurarme de que estáis
pensando en lo mejor para vuestra boda. Aún no conozco
todos los detalles (cuán grande, cuán lujosa), pero hay
muchas empresas que tienen experiencia en la organización
de bodas de todos los tamaños. Whitney Harrison Weddings
es una empresa increíble, y yo solía trabajar allí... –He oído
cosas no muy buenas sobre Whitney Harrison, la verdad –
dice Jackie, haciendo una mueca.
–Ah, vale. –Intento sonreír amable, pero me estoy
devanando los sesos pensando en quién podría haber
criticado a Whitney y vivir para contarlo.
–Y, por el contrario –dice Hazel–, tú estás muy bien
recomendada.
Abro la boca para aceptar el cumplido, pero nunca se me
ha dado bien, así que solo me sale un:
–Sí, ¡genial! –Me aclaro la garganta–. Vamos a hablar de lo
que puedo ofreceros, y nos aseguraremos de que es
exactamente lo que queréis para vuestro día.
Las dos asienten, como si fueran muñecas cabezonas. Le
doy la vuelta al catálogo y abro la primera página. Me
tiemblan un poco las manos. Apenas tenía una pizca de
esperanza de que esto fuera a salir bien. Ni siquiera sabía si
podría lograrlo si les gustaba, pero sabía que quería
intentarlo. Esta carpeta es básicamente mi presentación, así
que me sumerjo en ella.
–En este sector tan competitivo de las bodas, mi
especialidad sois vosotras. Vuestra visión. Vuestra boda. Mi
empresa ofrece seis paquetes que se adaptan a vuestro
presupuesto –estoy a punto de decir que el dinero
probablemente no sea un problema, pero me alejo de esa
estúpida idea– y a vuestro estilo. –Paso la página a mi pièce
de résistance, mi lookbook: diez páginas seguidas de las
bodas de las que más orgullosa estoy–. Lo que yo ofrezco, y
otras agencias más pequeñas no pueden ofrecer, es un
diseño experimentado, adaptado a la personalidad y los
sueños exactos de cada cliente. Otras agencias de élite
contratan a un diseñador con un coste adicional o cobran
más por el diseño. Yo no lo hago. Soy un todo en uno.
–Pero deberías. Cobrar más, digo.
Tengo los labios entreabiertos, lista para hablar de tarifas,
pero el murmullo de Hazel me detiene. Levanta la vista de
mis páginas de diseño.
–Siento interrumpir. Es que... Deberías plantearte cobrar
por ello. Esto es... –Señala mi boda favorita, el Willow
Ballroom, una explosión de primavera dentro de un almacén
reformado–. Esto es excepcional. Mejor que todo mi tablero
de Pinterest junto. Está claro que tienes el talento para
cobrarlo. El calor me sube a las mejillas y balbuceo un
gracias.
–Tienes razón. Podría añadir una tarifa. Pero es algo que
me encanta hacer. Y me diferencia de la competencia.
Hazel murmura. Da un sorbo a su flat white.
–Solía maquillarme yo misma para los anuncios de la
prensa. Por aquel entonces, mi canal de YouTube era solo de
tutoriales de maquillaje, así que llegaba al plató maquillada
y el fotógrafo lo permitía. No me di cuenta hasta más tarde
de que el maquillador que contrataban seguía cobrando. Y,
en determinadas circunstancias, también se llevaba el
mérito. –Se rasca un punto detrás de la oreja–. Obviamente
sabes lo que haces. No intento decirte cómo llevar tu
negocio. Pero de una persona que se gana la vida en el
mundo de lo visual a otra... La belleza siempre tiene un
precio. Puedes pedir lo que vales.
Se me contrae el pecho y se me eriza la piel. Estoy casi
avergonzada, pero también azorada por el cumplido.
–Lo siento. –Hazel se ríe–. Significa que me importa, lo
prometo.
–Le importa –dice Jackie, poniendo los ojos en blanco–. Se
pone en plan emprendedora contigo.
–No, me encanta –le digo–. Estoy estupefacta, eso es todo.
Es algo en lo que merece la pena pensar. –Intento
centrarme en mi discurso, que acaba de irse al traste
cuando Hazel Renee me ha dicho que valgo más de lo que
pido.
Parece verme vacilar un segundo y me dice:
–Háblanos de tus paquetes, ¿quieres?
–¡Claro! –Paso la página–. No hablo de número de
invitados. Sí, eso entra en juego más adelante para un
montón de precios distintos, pero cuando hablo de servicios,
pienso en lo que vosotras necesitáis de mí. Qué tipo de
implicación buscáis.
–Total –interrumpe Jackie–. Sáltate los pasos para bebés.
Quiero el diseño, quiero la selección de proveedores, quiero
que me lleves al altar.
Me río.
Hazel dice:
–Este año voy a estar muy ocupada. Aún no se ha
anunciado, pero he sido elegida para el próximo proyecto de
Greta Gerwig. Se rodará el mes que viene.
Se me abren los ojos de par en par.
–¡Increíble! Es de aquí.
Jackie asiente.
–Estoy muy feliz por Hay –le da un apretón en el brazo a
Hazel–, pero sé que eso significa que voy a hacer mucho de
esto yo sola...
–Sola no –replica Hazel, y me encanta la preocupación que
arruga su ceño–. Sabes que estoy disponible para esto.
–Claro, lo sé. Pero las dos decidimos que no queríamos
retrasarlo un año. Y eso significa que tengo que tomar las
primeras decisiones. –Jackie se dirige a mí–: Por eso te
necesito. ¿Respondes a los mensajes de ansiedad las
veinticuatro horas del día? Bromea. Y yo me río. Pero es algo
que solía hacer. Y es un hábito con el que tenía que acabar.
Mientras nos tomamos nuestros cafés, pienso que esto va
a ser difícil. Me gustan. Mucho. Me palpita el corazón como
si estuviéramos en una primera cita excelente, y puedo ver
cómo todo esto se desarrollará con claridad en mi mente.
–Creo que podemos trabajar con eso –digo–. ¿Por qué no
me contáis qué detalles tenéis resueltos? ¿Cuáles son
vuestras prioridades? –Saco el iPad del bolso y abro mis
notas. Garabateo Hazel & Jackie y aparece escrito en el
centro de la pantalla.
–El jardín de rosas del parque McKinley. Ha sido mi sueño
desde que era pequeña.
Jackie se sonroja y Hazel le rodea la cintura con el brazo.
–Es precioso –digo, escribiéndolo y uniendo las palabras a
Hazel y Jackie con una pequeña burbuja–. He hecho varias
bodas allí, así que conozco bien el sitio. De hecho, vivo muy
cerca. Sin embargo, se llena.
–Cierto –dice Hazel–, ya he llamado y nos están guardando
un par de fechas. Íbamos a esperar a saber tu agenda.
Parpadeo. Parece que soy una prioridad para ellas, lo cual
me deja perpleja. Me arden las mejillas cuando abro la
aplicación del calendario y pregunto:
–¿Cuáles son las opciones?
–El 7 de octubre es nuestra primera opción, pero también
tenemos el 6 de abril.
–¿Octubre de este año? –exclamo con los ojos clavados en
el calendario.
Faltan siete meses. Abril del año que viene es la mejor
fecha, claramente. Pero antes de que pueda convencerlas
de ello, Hazel apoya los codos en la mesa con una sonrisa
soñadora y dice:
–Siempre he querido una boda en otoño.
Y quizá sea porque es Hazel Renee, o porque ya estoy
visualizando el artículo, o porque a Jackie le entusiasman los
dónuts tanto como a mí (que es lo único que me hace falta
saber de una persona), pero no les digo de inmediato que
no va a salir bien. Puedo organizar una boda en siete meses.
He hecho muchas bodas en menos de un año y aun así han
sido increíbles. Y el 7 de octubre está disponible en mi
calendario.
He estado demasiado tiempo callada, con la vista clavada
en mi agenda y hojeando las grandes bodas que ya tengo
programadas para este año. Aparte de dos bodas en
septiembre, tendrían toda mi atención después de la
agitada temporada.
Al levantar la vista hacia ellas, me encuentro a Jackie
mordiéndose el labio y a Hazel intentando leer mi calendario
al revés con una expresión tensa.
–Bueno..., puedo hacerlo, pero iríamos muy apretadas.
Jackie chilla y Hazel la besa.
–¡Nos gusta que esté apretado! –Jackie jadea–. ¡Y esto no
es algo sexual! ¡Es solo algo que he dicho sin pensar!
Hazel se echa a reír y Jackie intenta disculparse mientras
recupera el aliento.
Me río con ellas, veo a Jackie sonrojarse y a Hazel reírse
en el hombro de Jackie. Son hipnóticas. Seductoras. Puedo
ver los próximos siete meses. Puedo ver la boda. Me veo
etiquetada en cada foto. Veo la boda de Hazel apareciendo
en la portada de People. Tal vez en Entertainment Weekly.
Veo periodistas llamándome para hablar de mí. Veo a The
Sacramento Bee cubriendo la sección de bodas. Y justo
antes de que sus risas disminuyan y su atención vuelva a
mí, veo a Whitney llamando para felicitarme. Me siento
como arrastrada por una corriente, una ola que sube cada
vez más alto.
–Apuntaré el 7 de octubre –les digo–. Puedo llamar hoy a
la Rosaleda y asegurarlo todo. Hay que aclarar algunas
cosas sobre el jardín de rosas. No tienen un área de
recepción que yo recomendaría. ¿Sabéis lo que queréis para
el banquete?
–Todavía no –responden las dos a la vez.
–Hablaremos de ello más tarde, pero no me imagino este
convite en el parque. –Mi forma de hablar ha cambiado.
Estoy tomando las riendas de esta boda, hablando rápido y
dejándome guiar por la adrenalina–. Si os gusta el estilo
general de esta boda en el Willow Ballroom –digo, señalando
la página aún abierta de mi lookbook–, entonces empezaré
a pensar en algo así.
Asienten al unísono.
–En segundo lugar, al tratarse de un jardín de rosas
histórico, solo permiten trabajar en él a un puñado de
floristas.
–¡Sí! El nuestro está autorizado. Trabaja allí todo el tiempo
–dice Jackie.
Las siguientes palabras se me atascan en la garganta y
por un momento pierdo la capacidad de hablar. La corriente
en la que navegaba hace unos segundos se rompe. Una ola
me arrastra. De las cinco floristerías de Sacramento que
están autorizadas a trabajar en la Rosaleda, solo una está
regentada por un hombre. Se me contrae el pecho y siento
que no puedo respirar. Me obligo a sonreír y digo:
–¿Ya tenéis floristería?
–¡Sí! Lo siento. La floristería y el lugar de celebración son
lo único que de verdad es importante...
–¿Habéis firmado algo o podemos comparar un poco? –Mis
palabras son cortantes y tienen un tono agudo.
Jackie parpadea. El café de Hazel se detiene en el camino
hacia sus labios.
Me recupero.
–Para encontrar al mejor, quiero decir.
–Creo que ya tenemos al mejor. –Jackie se ríe–. Es
Blooming. Elliot...
–¡Genial! –Sonrío tanto que siento que se me van a caer
los dientes–. ¿Y está asegurado? ¿Habéis hablado de la
fecha de octubre con él? –De inmediato, se me dispara el
pulso. No pueden haberse reunido con él todavía. Y si lo han
hecho, debería haberlas dirigido a una wedding planner
distinta o negarse, al igual que he estado haciendo durante
dos años.
–No, todavía no. Pero es un amigo de la familia –dice
Jackie–. Trabajo con su madre en el capitolio.
La sensación literal de una burbuja que estalla me golpea
el cerebro.
–Ah, qué bien. –Y antes de que Jackie lo diga, ya sé...
–Laura es la razón por la que vienes tan bien
recomendada. Te encargaste de su segunda boda hace dos
años.
Las burbujas del champán flotan en mi mente. Un baile
lento y una mano cálida en la parte baja de mi espalda. Y
tan rápido como llega, desaparece. Y el interior de mi pecho
vuelve a estar frío y húmedo.
–Por supuesto. –Mi voz es más ronca de lo habitual–. La
senadora Gilbert es una mujer maravillosa. Y fue una clienta
modelo, si se me permite decirlo. –La piel se me eriza a
medida que el miedo me invade–. ¿Estuviste en la boda de
la senadora? –Mis dedos aferran la taza de café.
–No pude asistir –dice Jackie–. En realidad, estaba fuera de
la ciudad, en Chicago, ¡donde conocí a Hazel!
–Dios mío, sí. Por favor, contadme todo sobre vosotras –
digo, feliz de saber que no estaba allí y agradecida por el
cambio de tema–. Hablaremos de proveedores más tarde.
Me pitan los oídos y he perdido la sensibilidad en los pies.
Apago el iPad e intento escuchar. Hazel y Jackie hablan por
los codos, se ríen sobre quién de las dos sintió algo primero,
y yo debería estar tomando notas. Debería estar guardando
en mi mente cada fragmento de sus personalidades como si
fueran canicas en una bolsa. Debería estar escribiendo el 7
de octubre de 2023 en mi iPad y adjuntándolo a la burbuja
de sus nombres.
Pero en lugar de hacer eso, escucho como si fuera un
viejo conocido, y dejo que las imágenes de graneros rústicos
y manteles de color marfil se escapen de mi cabeza como
arena a través de un colador. Entertainment Weekly y
People se alejan con el viento.
Porque no voy a organizar esta boda.
3
Elliot
Hace cinco años, cuatro meses,
tres semanas y cinco días

Odio las flores, joder.


Todos los capullos de rosa se han marchitado y cuelgan
del tallo, con los pétalos volviéndose marrones. Las examino
una a una en la mesa principal de la carpa exterior,
asegurándome de que al menos los principales ángulos de
cámara, incluido el de la novia, son correctos.
Papá dice que le pillaré el truco, pero yo no quiero. Las
flores son cosa suya, no mía. Le encantan las flores. Tiene
un don para ellas. Mientras yo crecía, solía decir: «Las flores
son mejores que las personas».
Era un poco raro que dijera eso.
Pero me decía que las flores solo precisan de tres cosas:
luz, agua y atención. Cuando tenía quince años y estaba
enfadado porque era demasiado alto, anguloso y
maleducado, le decía: «Se podría afirmar que las personas
necesitan lo mismo». Se reía de mí. «Uno podría pensar». Se
quedaba callado: «Uno podría pensar...».
Y ahora, mientras destrozo rosas delante del personal del
catering, esperando a que papá vuelva con el resto de los
centros de mesa, estoy bastante convencido de que tanto
las flores como las personas apestan.
Arreglo la guirnalda lo mejor que puedo, intentando no
pensar en lo que quiso decir papá cuando dijo: «Ya le
pillarás el truco». Como si algún día fuera a necesitar tener
memorizados todos estos hechos aleatorios, anécdotas y
genialidades. Debería estar estudiando para mi examen
final de Teoría y Crítica del Diseño Arquitectónico, pero el
sonido de la tos seca de papá de esta mañana me hace
pensar que dará igual. El mes pasado, cuando mamá visitó
la tienda, me llamó y me dijo que mi padre parecía necesitar
un par de manos más. Pero no dijo por cuánto tiempo. Están
divorciados, pero ella sigue pendiente de él, lo cual es
bueno, porque no sé de qué otra forma nos habríamos
enterado de que tenía un tumor en los pulmones. Desde
luego, no por él.
Me paso una mano por el pelo oscuro y vuelvo a echar un
vistazo a la mesa principal, sin saber muy bien si estoy
mejorando o empeorando las cosas.
Una carcajada atraviesa la carpa, rebota en las mesas y
se burla de mí. Miro hacia ella y veo a una chica de pelo
castaño con un padrino que lleva pantalones y una camisa
de esmoquin, de pie a un lado de las sillas de la ceremonia.
Casi gruño y arranco un capullo por la frustración.
Hace solo cinco semanas que hago bodas con papá, pero
odio cuando el cortejo nupcial se involucra. Las opiniones
brotan como esporas. Observo de reojo cómo la dama de
honor se gira para señalar el arco nupcial y el padrino se
acerca a su hombro para «verlo desde su perspectiva».
Espero el inevitable momento en que él diga: «Tienes razón.
Uno de los lados está inclinado hacia la izquierda».
Es entonces cuando veo el iPad en sus manos. Y me doy
cuenta de que aún no está peinada ni maquillada. Al menos
no peinada y maquillada para una boda. Aunque es difícil
saberlo, porque va arreglada. Elegante.
Me estoy fijando en cómo compara la imagen del iPad y el
arco, esperando a que se dé la vuelta y «encuentre al
responsable de que no esté recto», por eso veo el momento
en que él se inclina hacia su cuello, le susurra algo al oído y
desliza la mano por su culo.
Ella se aparta de golpe. Veo sus ojos, muy abiertos, y
parpadea, mientras desaparece el color de las mejillas. Da
un paso atrás. Él vuelve a dar un paso adelante. Dejo caer la
flor que estoy podando cuando él la agarra por la cintura
con las dos manos y se inclina hacia sus labios.
Más rápido que un trueno, el puño de ella impacta de
lleno en la nariz de él.
–¡Joder! –El padrino retrocede a trompicones, agarrándose
la cara entre los dedos cubiertos de sangre roja como el
rubí. Me quedo helado al ver cómo la chica se lleva las
manos a la boca, sorprendida. La veo disculparse,
arrastrándose y extendiendo una mano hacia delante para
ayudar...
–¡Maldita zorra!
Mis dedos se entrelazan.
El padrino susurra con frenesí, con la columna curvada
como un gato acorralado en un callejón mientras saca
pañuelos de su riñonera e intenta inclinar la cabeza hacia
atrás.
Han llamado la atención de todo el equipo. Los
coordinadores del lugar de la celebración se apresuran a
llegar, pero Whitney Harrison les gana a todos. Es una
fuerza a tener en cuenta con sus tacones y su portapapeles.
Chasquea los dedos para conseguir hielo y toallas para la
nariz que sangra. La chica está de pie junto a su hombro,
acobardada.
El padrino escupe acusaciones, haciendo un gesto con la
mano. Una vez dentro, Whitney se da la vuelta, agarra a la
chica por el codo y tira de ella muy cerca, siseándole en la
cara.
Capto tres palabras:
–Sé una profesional.
Sigo inmóvil, observando desde la distancia. Oigo que la
gente a mi alrededor sigue colocando la mantelería,
mientras continúan con los cotilleos. Vuelvo a centrarme en
las rosas, que ocultan pétalos marrones. Saco el carro de la
tienda y lo llevo de vuelta a la furgoneta, intentando no ver
cómo la chica asiente, se limpia las mejillas y, con la mirada
gacha, se pone a ayudar con la mantelería.
Whitney se ajusta el vestido, se peina hacia atrás y
esboza una sonrisa. Me mira mientras me dirijo al camión y
siento que me sigue.
–Siento mucho lo ocurrido, Elliot. –Su voz es sedosa, pero
con un tono afilado–. Completamente inapropiado, y me voy
a ocupar de ella.
–Él se le insinuó –le digo–. De forma agresiva.
La sonrisa de Whitney se tensa.
–Es una vergüenza. Por desgracia, es la tercera vez que le
digo que tiene que poner distancia entre ella y los clientes.
Se implica demasiado. –Mirando por encima del hombro
hacia donde la chica está doblando una servilleta con dedos
temblorosos, dice–: La invitaron a la despedida de soltera,
por el amor de Dios. De todos modos, no creas que apoyo
que mi personal flirtee con el cortejo nupcial. Me encargaré
de ella.
Algo se me clava en la garganta.
–La mayoría de la gente no pega a alguien con quien está
tonteando.
Me dedica una sonrisa dulce y condescendiente.
–La mayoría de la gente ya habría aprendido la lección. –
Me da un apretón en el brazo y dice–: Saluda a tu madre de
mi parte. Whitney es una de esas personas que piensa que
tiene influencia porque se relaciona con mi madre, una
senadora estatal. Como si ella pudiera «hacer una
llamadita» en circunstancias excepcionales.
Whitney se mueve con rapidez bordeando la carpa,
observando a su rebelde ayudante. Recojo el carro con los
siguientes jarrones y dejo que se me despeje la mente.
Quizá Whitney tenga razón. Quizá esta chica tiene que
aprender la lección por las malas.
Por el rabillo del ojo, veo que a la chica se le cae una
servilleta al suelo porque solo tiene una mano para
doblarlas. Tiene la derecha sobre el estómago, magullada y
maltrecha por haber chocado contra un hueso.
«Las bodas son divertidas, Elliot –oigo decir a mi padre–.
No te lo pongas difícil».
Eso es lo que resuena en mi cabeza cuando abandono la
carretilla y me dirijo a la barra para coger un puñado de
hielo.
Los cubitos me queman la mano desnuda mientras se los
llevo. Los demás la ignoran, así que soy el único que puede
oírla sorber por la nariz mientras vuelve a colocar la
servilleta. Me mira y se aparta una lágrima.
–Hola, Elliot. ¿Tu padre necesita ayuda?
Su voz es suave y firme. No tenía ni idea de que supiera
mi nombre. Yo no sé el suyo.
Me da la espalda para guardar las apariencias y sigue
doblando servilletas con una mano. No sé qué responder,
así que me saco uno de los pañuelos de mi padre del
bolsillo.
–¡Elliot!
Me doy la vuelta para ver a mi padre aparcando la otra
furgoneta al lado de la carpa, haciéndome señas para que
vaya a ayudarlo. Vuelvo a mirar a la chica, que se ha ido a
otra mesa. No debe de tener mucho más de veinte años.
Ni siquiera sé qué le diría. ¿Me limitaría a darle un pañuelo
lleno de hielo? ¿A decirle que también debería haberle dado
un rodillazo en las pelotas? ¿A preguntarle si quiere que
vaya a darle una paliza a ese tipo? ¿A Whitney?
Así que, cuando se aleja de mí, vuelvo con mi padre, con
el hielo entumeciéndome la mano.
–¿Todo bien? –dice papá, levantándose del asiento del
conductor con un jadeo que no me gusta–. ¿Algún problema
con las rosas?
–Sí. Tendrás que revisarlas –murmuro.
–¿Para qué es el hielo?
Me miro la mano, enrojecida por el frío.
–Es... ¿Esa chica? ¿La ayudante de Whitney? Se hizo daño
en la mano y yo... –Le tiendo el pañuelo y el hielo–. Traeré
los centros de mesa. ¿Quieres ir a ver cómo está?
Agarra el pañuelo y luego me mira.
–¿No quieres ir tú?
Me encojo de hombros.
–No se me da bien la gente, ya lo sabes.
Me lanza una sonrisa burlona mientras camina hacia ella.
–¡Tampoco se te dan bien las flores!
Se ríe de su broma mientras le fulmino con la mirada.
Cargo la carretilla, observando por el rabillo del ojo cómo
mi padre se acerca a ella. En cuestión de segundos se está
riendo, sonriendo por algo que él dice. Le envuelve los
nudillos con el pañuelo, y ella vuelve a reír, con un ruido que
recuerda al de las flores al abrirse en primavera.
Preparo el resto de los centros de mesa solo, dejando que
papá haga la magia que solo él sabe hacer.
4
Ama
Marzo

Salgo de la cafetería con la promesa de llamar mañana para


concertar otra reunión. Tengo sus direcciones de correo
electrónico. Se supone que debo enviarles mis proveedores
favoritos esta noche.
No lo haré.
Necesito un poco de espacio para averiguar cómo
rechazarlo. Necesito averiguar qué tipo de mentira suena
mejor. ¿Basta con un «no trabajo con ese proveedor»? ¿O es
necesario decir toda la verdad? ¿Saldrá de todos modos
cuando Jackie le pregunte a su viejo amigo de la familia qué
pasó? ¿Estará Whitney Harrison organizando su boda para
entonces?
No consigo aclararme las ideas y casi conduzco
directamente a casa antes de recordar que hoy tengo la
boda de los Ferguson. Doy media vuelta y me dirijo al centro
para comprobar cómo van los preparativos.
Caigo en mi rutina, dejando que mi cerebro se preocupe
por la agenda y el catering tardío.
También creo que estoy haciendo un buen trabajo. Hasta
que Mar me lleva a un lado en la recepción y me dice:
–¿Dónde diablos tienes la cabeza hoy, chica?
Todo me viene de golpe, la cabeza me da vueltas y corro
al baño. Me estoy echando agua en las mejillas cuando Mar
me encuentra después de terminar el corte de la tarta.
–¿No te ha salido lo de Hazel Renee?
–Sí, me ha salido lo de Hazel Renne. Tienen a Blooming
para las flores. –Siento que se me cierra la garganta. Decirlo
me da náuseas.
Mar maldice. Miro hacia arriba y veo su cabeza echada
hacia atrás, la mirada clavada en el techo. Miro en la misma
dirección para ver si las respuestas están escritas en las
bombillas fluorescentes.
Apoyada junto a mí en la pared, Mar se quita los zapatos y
se hace más bajita. Por suerte, aquí el hotel tiene moqueta.
–Podrías hacerlo.
–¿Podría? ¿En serio? –Me vuelvo hacia ella, y su vacilación
me dice que tampoco lo cree.
Se queda un rato en silencio antes de decir:
–¿Y si solo os comunicáis por correo electrónico? Les
explicas que hay un problema, pero que estarías dispuesta a
solucionarlo.
Me lo pienso. Es mucho menos profesional. Puede
hacerme parecer débil.
–¿De verdad crees que podría organizar una boda sin verle
ni una sola vez?
Frunce los labios.
–¿Tal vez no quieran mucho diseño floral?
–Si contratas a Elliot Bloom, quieres mucho diseño floral.
Incluso pronunciar su nombre hace que se me encoja el
estómago. Veo dalias blancas y crisantemos detrás de los
ojos.
Me vuelvo hacia ella.
–Sal y haz más fotos de la recepción. Estaré bien.
–Podemos hablarlo esta noche. Yo invito.
Desaparece por la puerta del baño y yo miro la hora en mi
teléfono.
Tengo cuatro mil notificaciones nuevas.
Cuatro mil doscientas doce para ser exactos.
Abro Instagram para ver qué pasa, y me encuentro con
una foto de Hazel y Jackie delante de la cafetería de esta
mañana en la parte superior de mi tablón de fotos.
Hoy hemos quedado para tomar un café con
nuestra maravillosa wedding planner:
@WeddingsbyAma. Echadle un vistazo.

Tengo dos mil seguidores nuevos. Tengo treinta mensajes


directos de desconocidos. Tengo notificaciones de que mis
pines de Pinterest se han guardado. Tengo dos correos
electrónicos de blogueros preguntando qué podemos
esperar de la boda de Hazel Renee.

Las notificaciones siguen llegando. Vuelvo


tambaleándome a la boda de los Ferguson e intento que
todo el mundo siga el programa. Al final de la noche, mi
número de seguidores se ha duplicado. Tengo seis correos
electrónicos más de periodistas. Si no estuviera arrepentida
ya, lo estaría ahora. Esto es mucha más exposición de la
que nunca he manejado, incluso bajo las órdenes de
Whitney. Y la exposición significa tantas oportunidades de
cometer errores como aciertos. Cada boda tiene sus
presiones, pero no muchas tienen la posibilidad de hacerte
avanzar o arruinar tu carrera con un pequeño movimiento
del péndulo. Cuando Mar y yo nos acomodamos en el bar
del hotel a las once de la noche, echa un vistazo a mi
Instagram con ojos cansados. Se masajea la cara.
–Todavía puedes decir que no –dice; casi es una pregunta
por la forma en que las vocales se inclinan al final.
Asiento con la cabeza, con la mirada fija en un martini.
–Puedo.
–O puedes seguir adelante. Sé una profesional.
Se me cierran los ojos, tomo aire por la nariz.
«Sé una profesional» es una frase que me persigue. Mar
no sabe que ha pisado terreno pantanoso, así que respiro
hondo para despejarme.
«Sé una profesional». ¿Es eso lo que me diría Whitney?
Quiero llamarla y preguntárselo, pero entonces tendría que
contarle lo que pasó en la boda de la senadora Gilbert. Y lo
que había estado pasando los seis meses anteriores. Y con
quién. Y ella diría «Ama», en ese tono que me decía que la
había decepcionado. Sabría que no había aprendido la
lección y que había cruzado otra línea.
–Háblame del peor de los casos –le digo.
Mar se incorpora.
–Entras en su tienda. Enseguida rompes a llorar. Hazel
Renee lo graba. Es en directo en Instagram con el título:
«Mujer se arrepiente de una elección hecha a toda prisa...».
–Sabes que nunca me llamarían «mujer».
??Tienes razón. «La menor de Sacramento podría haberlo
tenido todo. Últimas noticias a las once». Creo que ¡E!
tendría suficiente con los hechos.
Bebemos un poco más y, cuando llego a casa, les envío
un correo electrónico a Hazel y Jackie con la lista de
proveedores, tal como acordamos. Como si de verdad fuese
a hacerlo. Cuando me despierto el lunes por la mañana,
resacosa, Jackie me ha contestado el correo electrónico:

¿Podemos ir a ver a Elliot cuanto antes? Quiero la opinión


de Hazel sobre las flores antes de que se vaya a rodar.

Me río entre lágrimas. Cuando termino y me lleno de


electrolitos, miro el calendario.

Lo extraño es que la boda de Hazel y Jackie encaja a la


perfección en mi vida. Hace unos meses, cuando me
planteé cómo sería esta temporada de bodas, quería una
boda a gran escala en la que trabajar este año. Era, de
hecho, mi objetivo a corto plazo. Quería algo con lo que
conseguir darme a conocer y que satisficiera mi cuenta
bancaria mientras sigo trabajando a menor escala. Quería
poder alquilar una oficina propia a finales de año, contratar
a un asistente fijo y pagar a otra persona para que se
encargara de las redes sociales. Esos eran mis objetivos a
largo plazo. Pero no conseguí nada y me dije a mí misma
que lo conseguiría la próxima temporada. Hazel y Jackie me
ayudarían a conseguirlo.
«Sé una profesional», la voz de Whitney me resuena en el
oído. Cada vez que me excedía, ella me recordaba que
había llegado a donde estaba con profesionalidad, sin cruzar
ningún límite. Whitney nunca se habría visto en la situación
de tener que trabajar con un ex, pero si lo hubiera hecho,
habría sabido superarlo. Sería una profesional.
Vuelvo a escribir a Jackie y le pregunto por su agenda de
esta semana. Luego le mando un mensaje a Mar diciéndole
que necesito que espabile y venga. Llama a mi puerta a
mediodía con gafas de sol y una caja de dónuts en la mano.
Voy por la mitad del tercero cuando hablamos por primera
vez.
–Voy a hacerlo.
Asiente con la cabeza y le da un sorbo a su Gatorade.
–Bien.
–Necesito que le llames hoy para concertar una cita.
El refresco de arándanos le sale por la boca mientras tose.
Le tiendo la servilleta que había preparado para este
momento. Cuando se recupera, dice:
–¿Tienes intención de hablar con él? ¿O es que tengo un
contrato?
–Solo tengo que superar esto. Entonces creo que será más
fácil. Me refiero a los negocios.
Mar suspira.
–Dame un Advil, y terminemos con esto.
Una hora después, estamos sentadas en el suelo de mi
salón con la caja de dónuts vacía. Mar tiene el guion escrito
en una mano mientras marca con el pulgar el número de
teléfono que le he dado. Respira hondo antes de pulsar el
botón de llamar, y yo me quedo paralizada.
Suena cuatro veces. El tiempo suficiente para que
suponga que saldrá el contestador. A mitad del quinto, oigo
un clic y espero el viejo mensaje de su padre de hace diez
años, invitándonos a dejar nuestro nombre y un número.
Suelto el aire. Se acabó. Ha sido fácil. Puedo esperar a que
me devuelvan el correo electrónico.
–¿Sí?
La sola sílaba me pone la piel de gallina. Lo odio por no
responder profesionalmente. Lo odio por no decir un
«Blooming, ¿en qué puedo ayudarle?» estándar. Lo odio por
no contestar nunca.
Pero más que nada, odio no poder moverme. Miro
fijamente a Mar mientras arruga las notas en su mano.
–Hola, llamo de parte de WeddingsbyAma. –Apura las
palabras como hemos practicado–. Quería organizar una
reunión durante esta semana por el encargo de unos
nuevos clientes. ¿Puedo hablar de la agenda con usted?
La línea se queda en silencio. Puedo oír los latidos de mi
corazón en mis labios mientras presiono mis dedos sobre
ellos. Mar comprueba la pantalla para asegurarse de que no
ha colgado.
Y entonces...
–Mar. –Lo dice como un saludo. Como un hecho.
Abro la boca. La garganta se me queda seca. Ha dicho dos
palabras y me siento como en trance. La estática del
teléfono silencia el timbre que tiene su voz en la vida real.
La resonancia en su pecho. Mar echa la cabeza hacia atrás y
cierra los ojos. Tensa los labios y dice en una voz más alta:
–¡No, soy Kelsey! Llamo para concertar una reunión con
un cliente...
–Mar, que se ponga Ama.
Dice mi nombre como si dijese «Emma», tal y como solía
hacer. Antes, cuando era nuestra broma. Antes de que me
diera cuenta de que era la forma en que deslizaba la vocal
por sus labios.
Mar me mira con los ojos muy abiertos, pero no puedo
moverme.
–¡Vale! –dice la voz de Kelsey–. Voy a ver si está libre.
Deja caer el teléfono sobre la mesa baja –su mesa baja–,
gesticula presa del pánico y murmura:
–¡¿Qué hago?!
No respondo. No puedo responder. Miro el teléfono móvil.
Entonces Mar se quita los zapatos y los pasea por la
madera, como una artista de Foley de los años veinte. Se
aparta del teléfono y dice:
–Ama, una llamada para ti.
Está buscando mis zapatillas, lista para crear los efectos
sonoros de dos personas caminando, cuando alcanzo el
móvil y digo: –Hola.
Se queda callado un rato. Creo que le oigo respirar.
–¿A qué hora?
Trago saliva de forma involuntaria. Por un momento no
consigo entender qué me pregunta.
–Están libres el jueves después de las cuatro, o el viernes
todo el día...
–El jueves a las cuatro.
La línea se corta.
Me acerco el teléfono a la oreja un poco más, esperando
más consonantes de las suyas. Con la esperanza de algo
más que una frase de cuatro palabras, como hacía antes.
Alejo el teléfono y lo miro fijamente. La pantalla del
teléfono de Mar nos muestra a las dos a los trece años,
disfrazadas para Halloween.
–¿Estás bien?
Levanto la vista y Mar tiene las manos en las mejillas
como en el cuadro de El grito de Munch. Sus ojos de cierva
buscan los míos.
–El jueves a las cuatro –digo. Me levanto y llevo la caja de
dónuts a la basura. Me limpio el azúcar de los dedos–. Voy a
ducharme. ¿Quieres ir a cenar luego?
Desaparezco en mi cuarto de baño antes de que pueda
contestar. El grifo oculta el sonido de mis sollozos.
5
Elliot
Hace tres años, ocho meses,
dos semanas y un día

«Las flores son mejores que las personas».


–Sí, papá, lo son –digo a la tienda vacía.
Estoy en la trastienda, trabajando en un aro que pueda
colgar del techo encima del mostrador. Estará hecho con
dalias y peonías enroscadas, una sección abajo a la derecha
y otra más pequeña arriba a la izquierda. Es una versión en
miniatura de lo que algunos piden para detrás del altar.
Papá me habría dicho que me centrara en el mostrador,
que no me entretuviera en la parte de atrás. Pero él medía
metro setenta y era delicado, amable con todo el mundo. Yo
soy todo lo contrario. Nadie viene a Blooming a fastidiarme.
Y, además, siempre me ha interesado más lo que hay entre
bambalinas.
Todavía hay mucho de él en la tienda: su voz en el buzón
de voz, su nombre en el cartel. Pero solo quedan cuatro de
sus flores, las que llevé a su funeral cuando pensé que le
gustaría que hubiese más flores que gente. Mamá tiene una,
y las otras tres siguen en la tienda. Y tenía razón. Solo
necesitaban luz, agua y atención. Pero no es tan sencillo.
Porque tienes que saber cuánta luz, cuánta agua y cuánta
atención. Pero si lo consigues, si consigues descifrar el
código, las flores son mucho mejores que las personas.
Porque puedes calcular la proporción de luz, agua y atención
de una persona, y aun así no ser suficiente. Para las flores,
es bastante.
Me llevó un par de años entenderlo de verdad. Durante
mucho tiempo, estuve enfadado por haber tenido que dejar
la universidad por las flores, precisamente, pero esta era la
tienda de mi abuelo antes de ser de mi padre, así que
siempre iba a ser mía, con cáncer de pulmón o sin él, con
título de arquitecto o sin él. Pero la luz, el agua y la
atención..., eso sí podía hacerlo. Ahora es algo casi
instintivo. No creo que tenga la magia de mi padre, pero
después de un tiempo, empecé a desarrollar mi propia
magia. Como este aro. Un poco de diseño y construcción
para darle vida al lugar. Puedo pasar horas haciendo cosas
como esta.
Así que justo cuando estoy empezando a atar las peonías
y suena la campanita de la entrada de la tienda de mi
padre, resoplo.
Aprieto los labios. Me falta tan poco para terminar esto.
–Sí, un segundo.
Una vez aseguradas las flores a la corona, cojo un trapo
para las manos y salgo de la trastienda. Una chica pasa los
dedos por las flores importadas que hay en el escaparate.
Odio cuando la gente toca las cosas.
–Qué. –Pongo las manos sobre el mostrador y me inclino
hacia delante sobre ellas.
Se da la vuelta. Me suena, pero parece demasiado joven
para ser una de las citas a ciegas de mi madre. Desliza la
mirada por los tatuajes de mis brazos, y aún estoy tratando
de ubicarla cuando frunce el ceño y se cruza de brazos.
–¿Qué? ¿Así es como recibes a la gente? –dice.
El sonido de su voz lo consigue. Es la chica de Whitney.
Ahora me acuerdo de ella. Sus ojos son de color roble
oscuro, a juego con su pelo. Lo lleva recogido en uno de
esos ridículos moños altos para que no sepas cuánto pelo
tiene en realidad, pero el mío es lo bastante largo como
para llevarlo recogido, así que no puedo quejarme. Poso la
mirada en sus caderas sin poder evitarlo.
–Bienvenida a mi tienda –le digo con sorna–. ¿Necesitas
un ramillete para el baile de fin de curso?
Parpadea deprisa.
–¿Un ramillete de graduación? ¡Tengo veintidós años!
Me encojo de hombros.
–Parece que tengas dieciséis. –No los aparenta. Pero
apuesto lo que sea a que se va a enfadar.
Se acerca al mostrador con una ceja arqueada,
pavoneándose.
–¿Así es como miras a las chicas de dieciséis años?
Me alejo del mostrador con un suspiro. Ha ganado.
–¿En qué puedo ayudarla, señora?
Veo que lo de señora la golpea tan fuerte como lo de que
tiene dieciséis, pero se recoloca la bufanda y se acerca.
–Me llamo Ama Torres. Tal vez recuerdes que solía trabajar
con Whitney Harrison Weddings. Ahora tengo mi propio
negocio...
–Enhorabuena.
Le doy la espalda y me pongo a arrancar los pétalos que
me he dejado esta mañana. Mantengo las manos ocupadas
y la escucho balbucear.
–Sí, gracias. Eh, me gustaría que trabajásemos juntos.
Siempre he sido fan de Blooming, y si puedo convencer a
los clientes para que te contraten, me gustaría...
–Whitney tiene descuento desde hace años. –Salgo de
detrás del mostrador y me dirijo a la barra de ramos que he
montado para que los clientes puedan confeccionarlos ellos
mismos, a precios por tallo. Cojo unos ranúnculos
amarillos–. Mi padre lo arregló con ella. Es mucho mayor
que el de cualquier otra persona, sobre todo, mayor que el
de las nuevas wedding planners.
–No he venido a buscar un descuento, señor Bloom –casi
sisea–. He venido a presentarme.
–Estupendo. Y ya lo has hecho.
Encuentro las petunias y vuelvo al mostrador, donde cojo
unas hojas de limón enceradas.
Mi padre solía hacer algo así. Era amable, por supuesto,
pero solía regalar un boutonnière o un pequeño ramillete a
la gente que entraba a hacer un pedido, como si fuese algo
de suerte para llevar consigo. Lo he ido ampliando. Lo
preparo mientras hablamos. A veces están tan encantados
de tener un arreglo gratuito inspirado en ellos que borra los
cinco minutos de descortesía que sufrieron.
–Vale –dice, y oigo cómo se exaspera–. Me gustaría
empezar de nuevo. Soy Ama.
Mis ojos abandonan el cordel y los pétalos. Me tiende una
mano con una sonrisa radiante. Disfruto del hecho de que
las mías están pegajosas de savia del tallo y con tierra bajo
las uñas cuando agarro sus dedos cuidados. Sus manos son
pequeñas. Y me doy cuenta de que no puede medir más de
metro y medio, pero lleva tacones para disimularlo. Me
estoy distrayendo demasiado con su cuerpo, así que digo:
–¿Emma?
Aprieta los labios. He tocado otro nervio.
–Ama. A-M-A.
Sigo sosteniendo su mano entre la mía cuando digo:
–¿Qué clase de nombre es Ama?
Retira la mano y sus ojos miran al suelo antes de
recuperar la confianza.
–Es el diminutivo de algo, es evidente.
Y el hecho de que no me lo diga es exquisito. Intento
evitar una sonrisa torcida, pero creo que no lo consigo.
–Amateur.
Me mira, luego se da cuenta de que es una suposición, no
una acusación. Enseguida se percata de que es ambas
cosas. Y entonces frunce el ceño.
Es un proceso divertido de ver.
–No. –Se sube el bolso al hombro–. Mi madre no me puso
«Amateur».
–Amabella –conjeturo.
Ladea la cabeza.
–¿Lees mucho a Liane Moriarty?
–Tengo HBO.
Resopla. Y no es burdo ni poco halagador. Empiezo a
enroscar de nuevo el cordel alrededor de los tallos.
–¿Por qué te ha dejado ir Whitney? –le pregunto.
Inhala con fuerza.
–Ella no me ha dejado ir. Nos llevamos bien, lo juro.
La miro. La recuerdo en los locales, haciendo de todo.
Estaba en las escaleras con el técnico de sonido, doblando
servilletas, cambiando palios nupciales de sitio. Detectaba
una flor marchita a un kilómetro de distancia y, mientras yo
estaba montándolo todo, ella se acercaba y arrancaba las
flores estropeadas. Era excelente con el diseño y
probablemente el verdadero cerebro del éxito de Whitney.
Pero también la recuerdo riéndose con las damas de honor,
acercándose más de lo que Whitney, la Reina del Hielo,
nunca se atrevió.
Y recuerdo el ruido de su puño al crujir. La forma en que
tembló cuando Whitney le clavó las uñas en el brazo.
–Es siempre igual, ¿no? –digo–. Whitney decide quién se
queda y quién se va. Whitney te dejó ir.
Deslizo el alfiler a través del boutonnière, terminando con
una cinta fina. Miro su mente trabajar, tratando de
entenderlo. –Le dije a Whitney que mi sueño era tener mi
propio negocio. Y ella me apoyó.
Coloco el boutonnière morado y amarillo sobre la mesa,
junto a su mano. Ella lo levanta y sus dedos acarician los
pétalos. Siento esa pizca de magia de la que hablaba papá:
cuando puedes cambiarle el día a alguien regalándole unas
flores.
Así que digo algo para arruinarlo.
–La única razón por la que Whitney Harrison te permitiría
competir con ella en el mercado es porque sabe que
fracasarás. Así que te dejó ir.
Levanta la mirada hacia mí. Veo sus dedos enroscarse
alrededor de las flores que están atadas. Y antes de que
pueda tirármelas a la cabeza, le digo:
–No voy a ofrecerte un descuento de proveedor durante
los primeros seis meses.
Cojo nuestra vieja tarjeta de visita, que aún lleva el
nombre de papá, y se la doy antes de recoger el trapo y
volver a la trastienda.
Me pregunto si buscará El lenguaje de las flores y se dará
cuenta de que acabo de decirle: «Eres una inmadura y me
molestas. Lárgate».
6
Ama
Marzo

Con el horario de Hazel siendo el que es, estamos haciendo


un montón de cosas en una semana. Vamos a Blooming
mañana por la tarde, pero mi estómago ya está hecho un
asco hoy, así que me limito a beber té helado en nuestra
segunda reunión; esta vez, un almuerzo en el café
Bernardo, un restaurante informal en Midtown.
Saco el iPad y digo:
–Bueno, contadme lo que tengáis hasta ahora. Las tallas,
los colores, los vestidos...
–Ah. –Hazel se termina su bocado de ensalada–. Yo voy
con un traje con pantalón blanco. Jac llevará vestido.
–Me encanta. –Me apoyo en los codos y sonrío–. ¿Ambas
caminareis hacia el altar? ¿Solo Jackie?
–Bueno, mi sueño siempre ha sido caminar hacia el altar
en la Rosaleda –dice Jackie con una sonrisa–, pero quiero
que Hazel también haga su entrada.
–Pero eso a mí no me importa, cariño...
–Lo sé, amor, pero sigo pensando que tu hermano debería
llevarte al altar...
Bebo un sorbo de té helado y dejo que discutan. Es genial
conocer a la gente desde el principio. Hazel es tranquila y
está dispuesta a todo, y Jackie, aunque quiere estar en todo,
solo tiene una exigencia concreta: la Rosaleda. Hazel es feliz
cuando Jackie lo es. Otro tipo de organizador se habría
centrado en Hazel, la celebridad. Pero ahora que he visto
esto, voy a ir un paso por delante.
–¿Puedo preguntar por la proposición? Me encanta oír la
historia.
A Jackie le brillan los ojos y se aparta el pelo de la cara.
–Fue en casa de mis padres. Llevé a Hazel a casa por
Navidad, pero ya había hablado con mi padre.
Jackie le sonríe, y veo sus ojos llorosos.
–Lo que yo no sabía –dice Hazel– es que Jackie también
llevaba un puto anillo en la maleta.
Expiro cuando Jackie le da un codazo a Hazel.
–Así que tuve que esperar allí como una idiota delante de
sus padres cuando ella salió disparada de su silla y corrió
escaleras arriba sin decir ni sí ni no. Pensé que se había
puesto enferma solo de pensarlo.
Se ríen y se dan un beso tierno.
Las historias de proposición de matrimonio son las
mejores, y esta es una de las buenas. No hay nada malo en
una propuesta en un estadio de fútbol si siento que la novia
es tan fanática de los deportes como el novio. Y las historias
más sencillas de «¿Quieres que nos casemos?» que ocurren
sin anillo también pueden decir mucho. A veces es que no lo
han pensado, pero también puede que sean más
espontáneos que otras parejas.
Algunas personas saben si un matrimonio durará cuando
ven la cara del novio al ver a la novia llegar al altar; otras lo
saben nada más conocer a la pareja; yo lo sé cuando oigo la
historia de la pedida de mano.
¿Y Jackie y Hazel? Son algo real.
No creo que los compromisos a largo plazo como el
matrimonio funcionen, pero sí creo en el amor. Puede ser
fugaz y poco fiable, rara vez duradero, pero creo que existe.
Sé que mi madre ha estado enamorada de muchos de sus
maridos, pero el matrimonio era la forma más rápida de
matarlo. Yo he estado enamorada una vez, y también
terminó.
Bebo un poco de té para ayudarme a tragar el nudo en la
garganta que se me forma con ese pensamiento. Frente a
mí, Jackie entrelaza sus dedos con los de Hazel encima de la
mesa.
No me corresponde a mí esperar que Jackie y Hazel estén
juntas para siempre, pero puedo alegrarme de que lo estén
ahora. Creo que están enamoradas y que ese amor durará
mucho tiempo. Fin de la historia. Siempre que me encuentro
con este tipo de parejas, pongo más de mí en el diseño, y
esas bodas acaban siendo mi mejor trabajo.
Consigo más de sus detalles durante el almuerzo, tomo
notas:

· Jackie caminará hacia el altar; Hazel POR DECIDIR


· Jackie vestido; Hazel traje
· Ambos encargados a Elle Stone (amiga de Hazel)
· Colores: POR DECIDIR (H quiere colores otoñales
apagados y dramáticos; J quiere rosa)
· Banda en directo en la recepción
· Violonchelista en la ceremonia (Xander Thorne), amigo de Hazel ·
Propuestas de acción de Ama
– Lugar de celebración de la recepción
– Conocer a Elle Stone
– Contactar con Xander Thorne; no pases por representante:
afi[email protected]

Cuando termino mis notas y las guardo en la carpeta


«Hazel y Jackie», digo:
–No hemos hablado de la lista de invitados. Dadme una
aproximación mientras miro lugares para la recepción.
Jackie mira a Hazel.
–Bueno, creo que podría ser un poco menos de cien. Pero
Hazel está preocupada por la lista de su publicista.
–Tengo el presentimiento de que «La boda de Hazel
Renee» en realidad no va a ser mi boda –dice Hazel con una
mueca. Asiento con la cabeza, pensando que la publicista
de Hazel puede ser el equivalente de la suegra en este
caso–. Creo que doscientos. Intento no abrir mucho los ojos.
Cien más por la suegra es mucho. Añado «100-200» a las
notas y lo guardo.
–Bueno. Supongo que ha llegado la hora de hablar de
dinero. ¿Cuál es el presupuesto?
Hazel se sienta hacia delante.
–Me gustaría pensar en ello como una cifra de la que no
pasarnos.
–Por mí genial. De todas formas, ¡suele ser algo que dejo
claro! –Tomo nota–. ¿Y os gustaría que yo elaborara un
presupuesto sabiendo el límite? –Cuando Hazel asiente,
pregunto la cifra. –Doscientos cincuenta mil.
Por suerte, el lápiz digital no se me resbala de la mano,
para rodar por el suelo, haciendo tropezar a un camarero al
que se le cae la bandeja de las bebidas. Pero en mi mente
ocurre todo eso. Y es mi carrera la que se arremolina en el
suelo con los cócteles mimosa.
Nunca he trabajado con un presupuesto tan elevado,
salvo con Whitney. Estoy en parte emocionada y en parte
asustada. Números así suelen venir acompañados de
proveedores que están fuera de mi alcance, lugares con los
que no tengo relación y grandes expectativas. Debería
haber recabado esta información antes de aceptar, pero el
deseo de Jackie de que fuera en la Rosaleda no indicaba ese
presupuesto.
–¿No es suficiente? –pregunta Jackie en voz baja,
malinterpretando mi silencio.
–No, es mucho –le digo–. Es... mucho. No he visto ese tipo
de presupuesto desde que trabajaba con Whitney, así que
estoy intentando procesarlo.
Pienso en la promesa que le hice a Whitney cuando dimití:
que nunca me entrometería en su mercado. La forma en
que agitó la mano como si ni siquiera fuera algo que le
preocupara. El abrazo que me dio. Firme, cariñoso, con
aroma a vainilla.
Pero ¿qué debo hacer ahora? ¿Retirarme? ¿Enviarlas a
Whitney, que puede manejar este tamaño, que conoce a
esta clase de vendedores?
No. De ninguna manera. Esta boda es una oportunidad
que no se me volverá a presentar.
Sé que puedo hacerlo. Soy la elección correcta para Hazel
y Jackie. Y estoy deseando demostrarlo.

Tengo la mañana libre antes de la cita del jueves en


Blooming, así que en lugar de quedarme mirando las
paredes y sudando, decido pasar por la oficina de WHW.
Hace unos meses que no voy y me gustaría hablar con
Whitney sobre la lista de deseos de Hazel y Jackie.
Con mi característica caja de dónuts entre las manos, abro
de un tirón la puerta del edificio de ladrillo, situado en East
Sacramento, el centro para la gente rica. En la recepción
hay una chica nueva a la que no conozco, pero enseguida la
gente sale de sus despachos para darme un abrazo y
agarrar un dónut.
Me costó marcharme. No es que quisiera dejar de trabajar
con Whitney, pero sabía que si seguía allí, me quedaría para
siempre. Y los clientes de Whitney no son mi tipo de gente.
Las bodas económicas que he hecho en los últimos dos años
han sido más satisfactorias que las de seis cifras que hacía
aquí. Ver cómo se ilumina la cara de la novia cuando le digo
lo que podemos lograr, incluso con poco dinero. Eso es lo
más importante. Whitney tiene un despacho en una esquina
(no es que importe cuando no estás en el centro de la
ciudad) en la parte de atrás, y mientras mis viejos amigos
se comen los dónuts que le he comprado al señor Kwon,
llamo a la puerta y espero su «¿Sí?». Entro con una sonrisa y
me siento transportada a mi primera entrevista en esta
oficina, recién salida del instituto. Mi madre tuvo una boda
organizada por Whitney Harrison el fin de semana de mi
graduación y, después de lanzar al aire mi birrete, corrí a su
recepción y vi a Whitney por primera vez. Era una presencia
intimidante: alta y rubia, y decepcionaba a todo el mundo.
La vi agarrar de la muñeca a un camarero que iba a servir
los primeros entrantes diez minutos antes de lo previsto y,
con un apretón que crujía los huesos y una sonrisa dulce
como la miel, lo guio de vuelta a la cocina. Fue fantástico.
Más tarde, me enteré de que su ayudante la había dejado
plantada ese día, por lo que ella se encargó de la boda. Ni
siquiera esperé a que el anuncio de la oferta de trabajo
apareciera en su página web; me presenté el lunes con un
lookbook de las cuatro últimas bodas de mi madre, todas
ellas diseñadas por mí. Con mirada calculadora, me ofreció
el salario mínimo por atender el teléfono. Dos semanas
después, me ascendió a asistente; al cabo de tres meses,
era la coordinadora de diseño y producción. Mientras mis
compañeras empezaban la universidad, yo ya me ganaba la
vida, haciendo exactamente lo que quería. Whitney está
igual que siempre. Lleva el pelo recogido en una espesa cola
de caballo rubia. Le están empezando a salir arrugas
alrededor de los ojos, pero sé que hace mucho que debería
haberse puesto bótox. Tiene los labios fruncidos cuando
levanta la vista para ver quién la ha molestado y, en cuanto
se da cuenta de que soy yo, sus dientes me sonríen con un
brillo nacarado. –Ama, ¡qué alegría! –Se levanta de un salto
y se alisa el vestido y me abraza–. ¿Qué celebramos?
Su suave perfume me envuelve, y respiro hondo antes de
decir: –Pensaba que ya había llegado tarde.
Me acomodo en la silla frente a su escritorio y nos
ponemos al día. Tiene cuatro bodas este fin de semana. Yo
tengo una, pero ella quiere oírlo todo.
–¿Cómo está tu madre? –me pregunta, cruza las piernas y
sonríe.
–Está bien. Se casó el mes pasado.
–¿Cuántos maridos lleva ya? –Se ríe, y siento que tengo
que hacer lo mismo–. ¿Alguien ha comprobado el récord
mundial? Se me encienden las mejillas. No es la primera vez
que oigo ese chiste y no será la última. Mi madre nunca se
ha avergonzado de sus matrimonios, pero después del
décimo, empecé a darme cuenta de que otras personas lo
encontraban muy divertido. De niña, no pensaba que
hubiera nada malo en ello. No sabía que la gente hablaba a
sus espaldas ni que era el blanco de las bromas de sus
allegados. Ahora me río con ellos para que no vean lo mal
que me sienta.
Cambio rápidamente de tema.
–Necesito un consejo profesional.
–¡Claro! –Mueve la muñeca y su pulsera tintinea–. ¿Qué
pasa? –Conseguí la boda de Hazel Renee.
Lo único que puedo hacer para no vomitar es quitármelo
de encima lo antes posible. Aunque todavía es posible que
vomite. Es pronto.
Alza las cejas.
–¿Ah, sí? –Sonríe, pero una pequeña carcajada brota de su
pecho–. ¿Cómo demonios lo has hecho?
–Me encontraron. –Me encojo de hombros–. Intenté
convencerlas para que no...
–Ama, no. –Niega con la cabeza–. Estás perfectamente
cualificada. Les hablaste de tus servicios, de tu estilo, de tu
escala, y aun así te quisieron.
Me muerdo el interior de la mejilla.
–Cierto. Empiezo a pensar que su nivel es... mayor de lo
que parece. O tal vez no me expliqué bien. No lo sé. Y
quería ser sincera contigo, porque dije que no invadiría ni tu
lista ni tus clientes. Agita la mano para restarle importancia.
–Bueno, eso no es algo que esté totalmente bajo tu
control. Ya lo sé. –Me mira y una sonrisa se dibuja en sus
labios sin alcanzar sus ojos–. Estoy orgullosa de ti. Es una
oportunidad maravillosa. ¿Cuándo es la boda?
Hago una mueca.
–El 7 de octubre.
Ella me mira boquiabierta.
–¿De este año? Eso es muy pronto.
Asiento con la cabeza, mordiéndome el labio.
–Es pronto, pero puedo hacerlo. Estoy segura. Solo
esperaba que pudieras indicarme la dirección correcta de
los proveedores que aún pueden estar libres.
La comisura de sus labios se tensa.
–Por supuesto. Pero... déjame que te aconseje que tengas
cuidado, Ama.
Respiro hondo, sé exactamente adónde quiere llegar.
–Hazel tiene tu edad, ¿no? –Cuando asiento, continúa–. El
aspecto de celebridad puede ser difícil. Puede ser seductor.
Así que recuerda que debes mantener las distancias. Podría
transmitir cualquier paso en falso a sus seguidores.
Ella dice «paso en falso» como si se tratara de un anillo de
boda perdido o de olvidarse de contratar a un DJ, pero yo sé
lo que quiere decir en realidad. Llevaba una semana en mi
puesto de coordinadora de diseño y producción cuando
envié un mensaje de texto a una novia para preguntarle por
qué nunca traía su tablero de Pinterest. Había estado
husmeando y había encontrado sus páginas en las redes
sociales. Los pines que había guardado no se parecían en
nada a los que habíamos elegido. Verónica, la novia, me
respondió que no creía que nada de eso fuera viable con su
presupuesto. Al día siguiente, había ideado todo un plan de
acción para el nuevo diseño de la boda y se lo presenté a
Whitney delante de la pareja. Veronica estaba eufórica.
Whitney sonrió, asintió y se mordió la lengua hasta que la
pareja se marchó, y entonces me apartó de la boda de
Veronica.
Me espetó: «¿Tienes idea de lo que supone llamar a la
empresa de alquiler, al catering y a la floristería cuatro
meses después para decirles que vas a cambiar el diseño?
Claro que no, porque soy yo la que tiene que hacerlo».
En ese momento, pensé que lo que más le molestaba era
el plazo y la relación con los proveedores. Pero tres meses
después, asistí a la despedida de soltera de una de nuestras
clientas y, cuando Whitney se enteró, también me apartó de
esa boda. Intenté ser mejor. Intenté rechazar invitaciones a
despedidas de soltera, pero para Whitney era una tirita que
tapaba el verdadero problema: yo les gustaba. Les gustaba
lo suficiente como para querer estar cerca de mí y hablar
del diseño de su boda en privado. Empecé a centrarme no
en cómo evitar que me invitaran, sino en cómo no ser
descubierta. Yo era la mejor diseñadora que tenía Whitney
y, para seguir siéndolo, tenía que llegar a conocer a la
pareja y su estilo. Cuando consideró que había mejorado en
mis límites, Whitney me ascendió a directora de diseño, un
puesto enorme para una veinteañera. Y un mes después de
eso, sucedió lo peor. Le di un puñetazo a un padrino de boda
por ponerme la mano en el culo y sugerirme que se la
chupara. Mientras lloraba y me disculpaba, con el puño
hinchado y la ropa demasiado apretada sobre una piel que
ya no parecía mía, Whitney me apartó a un lado y me dijo:
«Me sorprende que sea la primera vez, la verdad». Whitney
se ocupó. Lo solucionó todo con la pareja y consiguió que el
padrino se limpiase y fuese al altar. Le convenció para que
no presentara cargos, algo en lo que ni siquiera había
pensado. Cuando empezó la recepción, me acercó a su lado,
me puso una bolsa de hielo en los nudillos y me susurró en
voz baja: «Aprenderás, cariño. Me encargué de todo. He
hecho que quedase olvidado».
Ahora la miro a los ojos y me obligo a sonreír. En días
como este, aún desearía tenerla encargándose de todo.
–Por supuesto –le digo–. Estoy aprendiendo a poner
límites. Asiente, y no estoy segura de que me crea, pero da
una palmada en el escritorio y alcanza el ratón.
–¿El 7 de octubre? Te diré qué proveedores míos están ya
ocupados ese día.
Respiro hondo, armándome de valor, y acerco la silla para
mirar su calendario, como en los viejos tiempos.
7
Ama
Marzo

Hace dos años que no piso Blooming. Dos años, dos meses,
una semana y cuatro días, para ser más exactos. Intenté
calcular las horas y los minutos mientras me rizaba el pelo,
pero fue demasiado.
Y me quemé la muñeca.
Me he cortado el pelo desde la última vez que me vio, y es
una estupidez preguntarse si se dará cuenta cuando estoy
deseando que no se fije en mí, que tal vez pueda
esconderme detrás de una orquídea muy alta durante toda
la reunión y dejar que Jackie tome la iniciativa. Pero sigo
dándole vueltas.
No voy a llevar dónuts, porque con él, nunca ha sido la
cosa más «adorable».
Aparco al final de la calle en vez de en el aparcamiento
para tres coches que hay junto a la tienda. Mi Apple Watch
quería que llamara al 911 hace seis minutos por mi ritmo
cardíaco, así que estoy meditando de forma activa,
imaginándome arroyos que se deslizan despacio por las
rocas. Espero a que lleguen Jackie y Hazel, con la intensa
concentración de un sabueso de caza, que se sacude con
rapidez cada vez que un coche con dos mujeres dentro
reduce la velocidad. Me parpadea la luz de revisión del
motor, pero, como de costumbre, la ignoro. Esta es la
primera vez que vamos a estar en la misma habitación,
respirando el mismo aire, en más de dos años. Me he
esforzado por evitar Blooming todos los días de esos dos
años, y puedo dar por hecho que él tampoco me ha visto.
Empecé a trabajar con otros floristas, como es lógico,
aunque eso supuso un duro golpe para mi estilo y mi
creatividad. Incluso hubo algunas bodas en las que tuve que
prescindir de él después de..., bueno, después. La mayoría
de los días soy capaz de no pensar en él. Con el tiempo me
fue resultando más fácil, pero ahora me doy cuenta de lo
difícil que va a ser.
Un pequeño y bonito Prius pone el intermitente para
entrar en el aparcamiento, y tan pronto como confirmo que
es Jackie la que está al volante, cojo mi bolso y me bajo del
coche. Están cerrando sus puertas cuando me acerco a
ellas. Creo que nos abrazamos. Estoy a punto de
desmayarme, así que los detalles... se vuelven borrosos.
Charlamos hasta llegar a la puerta principal. Alargo la mano
para agarrar el picaporte.
–¡Hola!
El ladrido me congela como a una estatua. Las tres
miramos a la derecha, y ahí está él, con un trapo entre las
manos, camiseta negra con tres botones en la parte del
cuello, vaqueros negros. Sale del edificio del que acabamos
de salir, por la puerta lateral que da a la trastienda. Vuelve a
tener el pelo largo. Lleva la mitad recogido, retirado de la
cara. Una vez le dije que aquello era como un moño y me
mandó callar el resto del día. Siento que me tiemblan las
rodillas. Mis latidos vuelven a entrar en modo «¿Hay un
intruso en tu casa?».
Espero a que me señale y diga: «Ella no puede entrar» o
«Se cancela la reunión».
Pero ni siquiera me mira. Se limita a hacer un gesto con la
cabeza para que entremos por donde señala y desaparece.
Jackie pone los ojos en blanco y le dice a Hazel:
–Siempre es así. Su marca es la mala educación.
Me habría hecho gracia si no hubiera sentido un repentino
dolor en el pecho. Jackie conoce a Elliot. Más que
simplemente «el hijo de la jefa». Olvidemos todo lo
relacionado con la orientación sexual, hay una persona en
su vida que lo conoce lo suficiente como para hacer esa
broma, y yo no sabía que existía hasta esta semana.
Jackie y Hazel se dan la mano y caminan hacia la puerta
lateral, y yo las sigo como un perro al que llevan a bañarse,
acobardada y temblorosa. Sujeto la puerta una vez que han
entrado, y cuando oigo decir a Hazel «¡Vaya!» levanto la
vista y me detengo en el umbral.
La trastienda ha cambiado. Donde había cajas y cosas
rotas que arreglar, ahora hay dos mesas de trabajo, de casi
dos metros y medio de largo con encimeras de mármol.
Donde había pintura verde oliva desconchada y clavos
oxidados, ahora hay paredes blancas con arcos nupciales
colgando del techo alto, coronas montadas, una pared de
tres metros cubierta de rosas (tal vez artificiales) que
forman la palabra «Blooming». Donde había una bombilla
desnuda en el techo, ahora hay neones y luces LED que
emiten una luz violeta claro desde arriba. Me brillan los ojos
por todo lo que tengo que asimilar, y recuerdo...

–Si quieres personalizar instalaciones, va a hacerte falta


un estudio, Elliot.
Puso los ojos en blanco.
–He hecho un par de cosas. No voy a reconvertir el taller
solo para complacer a los clientes de clase alta de Whitney.
Mi padre nunca habría querido eso.
Me encogí de hombros.
–¿Por qué no las dos cosas? ¿Y la trastienda?

Tengo que apoyar la mano en el marco de la puerta antes


de caerme. Nunca en mi vida me he sentido insegura sobre
los talones, pero mis piernas no quieren cooperar.
–Cierra la puerta –me dice su voz ronca desde el otro lado
de la estancia.
Está de pie junto a una mesa más pequeña situada en la
esquina, que es más bien un banco de trabajo. Es el único
rincón desordenado en toda la sala. Es el único rincón Elliot
en toda la sala.
–Elliot –dice Jackie–, esta es mi prometida, Hazel.
Dejo que la puerta se cierre tras de mí y observo desde
una distancia de diez metros cómo Hazel le estrecha la
mano. Murmura algo que debe de ser «Encantado de
conocerte».
Hazel señala la pared de rosas.
–Esto es increíble. Todo tu taller lo es, de verdad.
Él asiente, nunca es de los que dan las gracias.
–Esta fue la tienda de mi padre durante cuarenta años. Se
dedicaba a hacer ramos y piezas pequeñas para bodas, pero
cuando yo me hice cargo, empecé a experimentar con
construcciones e instalaciones. Ahora Blooming ofrece
ambas cosas.
Son las frases más largas que le he oído decir nunca. Y me
doy cuenta de que es un guion que intenta fingir que no se
ha aprendido de memoria. La familiaridad que siento a su
alrededor me produce una descarga eléctrica y tengo que
apartarme. Me pongo de cara a la pared y examino la forma
en que ha dispuesto las coronas de flores para la primavera.
Oigo cómo le dan la fecha de la boda. Oigo a Hazel
empezar a describir un par de artículos de su lista de
deseos. Oigo el zumbido bajo de su aprobación.
Debería estar allí, en medio de todo esto. Estoy diseñando
esta boda, y eso incluye colaborar en los arreglos florales.
Con la excusa de mirar las macetas de flores que tiene
sobre la mesa, me acerco justo cuando me pregunta:
–¿Dónde es la recepción?
–Estoy trabajando en eso esta semana –le digo. Mi voz
suena entrecortada. Cuando lo miro, se está arremangando
y mira a Jackie–. Una vez que lo sepa, puedo enviarte un
correo electrónico con la hora de la visita.
–¿Cena de ensayo? –dice.
–Todavía no hay detalles, pero me encantarían unos
centros de mesa para eso –dice Jackie esperanzada,
juntando las manos. Él se limita a asentir. Alcanza el tallo de
una cala fucsia con los dedos y la arranca de un arreglo
mientras dice:
–La Rosaleda del parque McKinley. ¿Nos ceñimos a las
rosas para la ceremonia? ¿O quizá os gustaría ver más
variedad?
Jackie y Hazel se miran y luego me miran a mí.
–Creo que lo de la variedad suena bien –digo, confiando
en su intuición.
No responde. No asiente. No indica que he hablado o que
siquiera existo. Trago saliva con fuerza y lo veo acercarse a
los crisantemos de color naranja apagado de la otra mesa.
El corazón me da un vuelco, ya sé lo que está haciendo.
Estoy nerviosa y recuerdo mi primer boutonnière.
Ranúnculos y petunias, inmadurez y resentimiento. Sacudo
la cabeza para liberarme del recuerdo mientras Jackie dice:
–Esto es genial.
Miro por encima del hombro y veo lo que está mirando.
Apoyada contra la pared hay una gran caja transparente,
dividida en cuatro cuadrantes repletos de flores. Tiene unos
treinta centímetros de profundidad, me llega a la cintura y
está cubierta por una plancha de plexiglás transparente.
Podría colgarse de la pared a modo de ventana falsa.
Elliot murmura y deja las flores sobre la mesa. Doy un
paso atrás para darle un gran margen cuando se acerca a la
caja de la ventana. Sujeta un enchufe que yo no había visto
antes, lo conecta a una toma de corriente y, antes de que
yo pueda maravillarme de lo bonitas que se ven las luces de
cuento de hadas dentro de esa jardinera, la deja plana en el
suelo y se sube encima. No es hasta que le tiende la mano a
Jackie para que se una a él cuando nos damos cuenta...
–¿Esto es...? –Los ojos de Hazel se abren de par en par–.
¿Esto es una pista de baile?
Jackie se queda boquiabierta y se une a él sobre el
plexiglás. –Es una décima parte de una pista de baile –
aclara.
Se baja y le hace un gesto a Hazel para que ocupe su
lugar en el suelo. Cuando Hazel lo mira con recelo, Jackie
susurra: –No pasa nada. Es arquitecto.
Elliot no la corrige. Ella se sube y él apaga las luces del
taller para que tengan la sensación de estar en una
recepción de noche con las luces debajo.
Sinceramente, me he quedado sin palabras. Lo cual está
bien, porque de todas formas no querría saber nada de mí.
He visto pistas de baile con luces LED antes, pero esta es
una pista hecha de flores y luz. Es mágica, y solo es una
losa de tres por tres. Hazel y Jackie me miran con cara de
«Quiero un cuento de hadas» y yo digo:
–Inclúyelo en el presupuesto.
Las luces se encienden y, mientras charlan con él,
continúa con las calas y los crisantemos, agarrando una
hierba de la pampa y un poco de boj. Asiente mientras
hablan, enrolla el cordel y se hace con una cuerda
desgastada para atarlo. Cuando coloca el ramo sobre la
mesa delante de Hazel y Jackie, estas dejan de hablar y se
quedan mirándolo.
–De regalo. –Se dirige hacia la puerta que da a la tienda
principal–. Envíame un correo electrónico –le dice a nadie. A
mí. Jackie agarra el ramo y pasa los dedos por los pétalos.
–Vaya. Esto...
–Rosas como tú quieres, colores otoñales como yo quiero –
dice Hazel. Se vuelve hacia mí–. ¿Le has contado que
estuvimos discutiendo sobre los colores?
Niego con la cabeza.
–No. Él solo... lo sabe. –Me cuelgo el bolso al hombro y
hago un gesto hacia la salida–. ¿Vamos?
Hazel saca una foto de su estudio antes de irnos y dice:
–¿Puedes preguntarle si puedo publicarla?
Prefiero comer cristal.
–Claro.
Cuando se cierra la puerta y nos dirigimos a nuestros
coches, me doy cuenta de que he sobrevivido. No me ha
mirado ni una vez. No me ha dirigido la palabra. Pero he
sobrevivido.
–Dios mío, si no me gustaran las chicas... –dice Hazel de
forma sugerente.
–¿O estuvieses prometida? –Jackie le pellizca el costado.
–Está muy bueno.
Miro fijamente al frente.
–Su madre dice que no sale con nadie. Qué triste,
¿verdad? –Jackie mira por encima del hombro hacia la tienda
y baja la voz como si él pudiera estar escuchando–. Dice
que su última novia le rompió el corazón.
Me tropiezo con nada, miro hacia atrás como si fuera a
aparecer una piedra enorme, y Hazel dice:
–¿Cuándo fue eso?
Se me forma un nudo en el estómago, pero la senadora
Gilbert no sabía nada de lo nuestro, creo. ¿Cómo es posible
que...? –Me parece que fue el otoño pasado. Era una chica
de la oficina; Kate –dice Jackie.
El retortijón que siento en el estómago se vuelve violento.
Miro hacia la tienda. ¿Hay otra chica que le rompió el
corazón? ¿Después de mí? Han pasado dos años, así que
supongo que tiene sentido que haya salido con alguien. He
salido con un par de personas, pero nadie que pudiera
significar algo. Él fue la primera persona a la que dejé
acercarse tanto, la primera por la que rompí todas mis
reglas, y no tenía interés alguno en volver a hacerlo.
No sé qué es peor. La idea de que siguió adelante, o la
esperanza de que no lo hiciera.
–¿Ama?
Me giro hacia Hazel y sonrío.
–¿Sí? ¿Qué?
–¿Tenemos que hacer algo más hoy? Estaré fuera dos
semanas. –¡No! Vamos genial. Esa pista de baile es
increíble. Creo que será una pieza central perfecta.
Nos despedimos, y camino la media manzana hasta mi
coche mientras miro por encima del hombro como una
idiota. Con la esperanza de que alguien me esté
observando.
8
Elliot
Hace tres años, seis meses y seis días

No uso las redes sociales. Podría intentar explicar cómo


están pudriendo a mi generación, o que basar tu autoestima
en tu capacidad para hacer una foto de tus huevos es inútil.
Pero la verdad es que nunca aprendí a usarlas.
Y me niego a hacerlo mal. Si voy a dedicar entre una y
ocho horas de mi día a una nueva afición, no voy a hacer el
ridículo. Mi padre quería que la tienda tuviese una cuenta de
Instagram. Mi primo la creó hace unos años, pero a papá se
le daba fatal subir contenido. Ponía todo en mayúsculas en
las descripciones y en la esquina de la foto de unas dalias
había bolsas de fertilizante. Tiene unos cien seguidores y
recibe unos seis «me gusta» por publicación.
Ese mismo primo, Ben, trabaja en la tienda los días en los
que preparo bodas, y le pedí algunos consejos. Monté un
candelabro de flores rectangular suspendido del techo de la
trastienda con una cadenita. Lo llené de paniculata y flores
de color rosa de un astilbe. Ni siquiera me avergüenzo: es
una nube rosa esponjosa y creo que ha quedado genial. Ben
pensó lo mismo y me ayudó a subirlo con los hashtags
adecuados.
Doscientos «me gusta», setenta nuevos seguidores.
Odio las redes sociales. Estoy en la cama, mirando otras
publicaciones de diseñadores florales de todo el mundo. No
me importa que tengan mil veces más seguidores o «me
gusta»; es que se los merecen. La inspiración y la envidia
me recorren la piel.
Uno de ellos tiene una pared de rosas con los nombres de
los

novios. Una pared. De rosas. ¿Cuánto pagan estas parejas


por esta mierda? Pero incluso mientras niego con la cabeza,
tengo ganas de esbozar el diseño. ¿Sobre qué tipo de
estructura está montada la espuma de flores? ¿Tiene que
ser algo que se monte el mismo día, o de verdad es
sostenible?
Otro chaval de lo más gamberro hace ramos de flores con
la temática de Alicia en el País de las Maravillas, y va
desnudo bajo un delantal de jardinería. Tiene veinte
millones de seguidores. Su ramo de Sombrerero Loco me
está volviendo loco porque está claro que ha teñido las
peonías. Estoy a punto de convertirme en uno de esos
troleadores de internet de los que he oído hablar, dispuesto
a publicar «¿spray negro en las peonías, hermano?» cuando
llega un nuevo «me gusta» y un nuevo seguidor.

A @AmazingAma le ha gustado tu foto.

@AmazingAma ha empezado a seguirte.

Desvío la mirada hacia donde estoy escribiendo,


intentando decidir si quiero una coma después de
«peonías», cuando me doy cuenta de quién puede ser.

Salgo del perfil del tío desnudo y hago clic en mis


notificaciones justo a tiempo para ver:

@WeddingsbyAma ha empezado a seguirte.

Hago clic en el primer perfil y veo sus enormes ojos


mirando fijamente a la cámara bajo el ala de un sombrero.
La cuenta es privada. Mi pulgar se posa sobre el botón
«seguir», pero decido no hacerlo.
Cuentas privadas. La versión de Instagram de las citas en
línea, las solicitudes de seguimiento rechazadas de una en
una. El aviso de una notificación en la parte superior de la
aplicación baja. @WeddingsbyAma me ha enviado un
mensaje.
Me siento en la cama, con la extraña sensación de no
estar en ropa interior para esto. Pero miro la hora y es ella la
que me manda un mensaje directo a las once y media de la
noche. Hago clic en el mensaje, y es un enlace a mi propio
post del candelabro y un mensaje de ella:

AMA: Esto es una puta pasada.

Trago saliva. Sé que lo es. Pero se supone que no tienes


que decir eso. Sigo pensando en su molesta forma de hablar
y en el olor de su perfume que impregnaba las flores incluso
después de que se hubiera ido.

Decido no decir nada en lugar de volver a ser grosero. O


en lugar de verme obligado a escribir un «gracias». Voy a su
perfil y miro las publicaciones. Ha estado trabajando con
Relles Florist de Midtown. Son buenos. Mi padre solía cenar
con el señor Relles, y toda su familia fue a su funeral.
Aparece un nuevo mensaje.

AMA: ¿Se puede hacer para una mesa principal de


tres metros y medio?

Miro fijamente la pantalla, y pienso en las bandejas que


tengo. Una bandeja mide un metro. No haría cuatro
bandejas porque eclipsaría la propia mesa. Puedo juntar tres
bandejas, incluso unirlas para que haya más estabilidad...

AMA: ¿Para el próximo fin de semana?


Frunzo el ceño al ver el mensaje que me llega. Es jueves.
Nueve días para un pedido especial no es algo insólito. Pero
no por Instagram. A las 23:38 h.
En mi cabeza, esbozo una respuesta (mi primo dice que
pueden ver cómo escribes), y al cabo de unos diez minutos
la descarto. Me limito a responder:

ELLIOT: Llama mañana a la tienda y hablamos.

Son las nueve de la mañana, y todavía estoy intentando


encender el ordenador cuando la puerta se abre. Lleva el
mismo sombrero negro de ala que en su foto de perfil, y una
amplia sonrisa en los labios. Con el pelo suelto, ahora puedo
ver que le llega hasta la mitad de la espalda. Parece una
bruja.
–¡Buenos días!
Me sorprendo mirándola mientras se acerca al mostrador
y le respondo con un gruñido, volviéndome hacia la caja
registradora. Deja caer una caja rosa entre nosotros. La
fulmino con la mirada.
–¡Dónuts! De J Street Donuts.
–Un nombre muy original.
Le brillan los ojos.
–Bueno, Elliot Bloom de Blooming, no todos tenemos esa
suerte.
Abre la tapa, y le echo un vistazo a la media docena de
dónuts.
–No tomo azúcar.
Me mira como si acabara de quemar su casa.
–Dios, ¿en serio? Eso no puede ser.
–Lo es. No tomo.
–¿Nunca? –Se apoya en el mostrador–. ¿Y refrescos? –
Cuando niego con la cabeza, parpadea como si le estuviera
dando un ataque–. Yo como un dónut casi todos los días.
La miro de arriba abajo, buscando señales de que dice la
verdad. La curva de sus caderas me llama la atención, como
la última vez, pero vuelvo a centrarme con rapidez.
–Te dije que llamaras.
–¿Para qué perder el tiempo? –dice, y saca un dónut de la
caja, se lo mete entre los labios pintados y agarra el iPad de
un tirón.
La observo masticar, sacando la lengua para atrapar el
azúcar. Pienso en Madison Bailey cuando, en el instituto, le
decía a cualquier idiota que quisiera escucharla que siempre
hay que comer delante de un chico. «Le hará pensar en tu
boca».
Maldita Madison. Entonces no la creí.
–Vale –dice, tragando, y también me fijo en ese
movimiento. Pasa los dedos con rapidez sobre el iPad–. La
boda es el próximo sábado. La mesa principal mide tres
metros y medio de largo, y el techo unos seis de alto. Creo
que la lámpara de araña está a unos dos metros o dos y
medio. ¿Puedes venir al sitio de la boda hoy o mañana para
medirlo y confirmarlo?
Sus ojos se dirigen hacia mí. La pantalla del ordenador se
vuelve negra, y la tarea queda completamente olvidada.
Sacudo el ratón y finjo mirar la agenda.
–Cualquier día a mediodía. A esa hora mi primo puede
ocuparse de la tienda.
–Estupendo. Hoy, por favor –me dice. Me indica la
ubicación y luego añade–: ¿Puedo ver la pieza? ¿Sigue aquí?
Me dirijo a la trastienda y me giro para abrirle la puerta.
Ella agarra un dónut de chocolate de su caja y me sigue.
La única bombilla que hay en la trastienda parpadea.
Utilicé una lámpara de trabajo para la foto original. Casi
parecía bien montada, con la pintura verde rústica en la
pared detrás del candelabro suspendido.
Se mueve hacia él, estirando la mano para tocar la
paniculata, pasa por debajo y mira las bandejas. En realidad
es pequeña. Solo que lleva zapatos de tacón alto.
–En rosa, ¿verdad? –digo, pasándome el delantal por la
cabeza.
–Sí, perfecto.
–¿Va a venir el cliente para confirmar?
–Yo soy la clienta –dice distraída, da un paso atrás para
ver dónde conecta con el techo.
Siento que algo en el pecho se me desploma. Como un
pájaro muerto por un disparo.
–Enhorabuena –murmuro, observándola mientras da un
mordisco al dónut. Observando su boca.
–Eh. –Se vuelve hacia mí–. Lo siento. –Al acabar, traga–. Yo
no. Mi madre. Se va a casar; yo me encargo del diseño.
Desvío la mirada hacia el desorden de la trastienda,
ignorando la adrenalina que me recorre, así como el alivio.
Me aclaro la garganta y continúo.
–Las bandejas miden un metro. Creo que haré tres para
que no eclipsen. Y luego las flores asomarán por los
extremos y darán más volumen.
Asiente y me mira con una sonrisa divertida.
–Puedes decir frases de más de tres palabras. Genial.
Pongo los ojos en blanco y me acerco para mostrarle
cómo voy a unir las bandejas. Veo que se fija en el tatuaje
que tengo en el antebrazo izquierdo.
–¿Qué flor es esa?
Doblo el codo hacia atrás.
–Es una orquídea zapatito de dama. Está en peligro de
extinción.
Se queda mirando el tatuaje, los pétalos blancos y el
centro rosa rojizo.
–¿Es tu favorita?
Dejo caer el brazo y busco la otra manga para bajármela.
–No, no tengo ninguna favorita.
Su mirada se desvía hacia mi brazo derecho mientras lo
cubro hasta la muñeca, pero deja estar el tema.
–¿Tienes más para hacer un centro de mesa también?
Solo a modo estético, para que combine arriba y abajo.
–¿Todavía no tienes los centros de mesa?
–Sí los tengo. Pero preferiría que fuese así.
Entro en la tienda y me dirijo a la barra de tallos en busca
de las plumas de astilbe y la paniculata.
–¿Qué flores son las otras? –le pregunto–. Puedo
combinarlas y rellenar el centro.
–Dalias blancas.
Me sorprende verla a mi lado.
Me sigue a la trastienda, cojo una palangana baja de una
estantería y empiezo a colocar las ramitas en abanico. Noto
cómo observa el movimiento de mis manos. El centro está
desnudo, y opto por unas velas blancas y gruesas.
–Puedo llenar el centro con dalias o entrelazarlas.
–¿Qué crees que es mejor?
Me mira expectante y siento como si esto fuese una
especie de examen.
Empiezo a entrelazarlas con la paniculata. Con suerte,
integrar las dalias ayudará a que estos centros de mesa
combinen con el otro diseño floral.
–¿Te cae bien el tipo? –le pregunto.
No contesta y levanto la vista.
–¿El tipo? –pregunta.
–El nuevo marido de tu madre.
–Ah. –Resopla y agita una mano con indiferencia–. Eso da
igual.
Cero puntos por ahí.
–Vale.
–Lo siento, me refiero a que nunca está casada por mucho
tiempo. Así que si me gusta o no es algo sin importancia.
Pasaré el verano con él y sus hijos, tal vez el día del trabajo,
y luego, lo más probable es que no vuelva a verlo nunca
más.
Hay una ligera mueca de desilusión en su boca.
–Eso suena duro –aventuro.
Me mira a los ojos.
–A veces.
–¿Tu padre sigue por aquí? –No contesta de inmediato y
siento cómo se me pone la piel de gallina–. Lo siento, no
tienes que...
–No pasa nada. –Sonríe y dice–: Está en Connecticut. Con
su nueva familia. ¡Más hermanastros para mí! –Se ríe, como
si hubiese una broma ahí, pero no la pillo–. Solía volar cada
dos Navidades, pero hace ya unos años que no lo hago. Me
regaló su coche por mi decimosexto cumpleaños y
empezamos a llamarnos solo en vacaciones.
Levanto la vista hacia ella. Tiene la mirada clavada en el
centro de mesa que estoy haciendo, pero su expresión no
tiene nada de triste ni de avergonzada. Es un hecho. No
puedo disculparme por los hechos. Cambia de tema
enseguida y señala las flores mientras termino.
–Tiene muy buena pinta. Si no fueras tan gilipollas, ya te
habría encargado diez.
–Ah, ¿no te gustó tu boutonnière? –pregunto con un aire
inocente, crispando los labios.
Me limpio la mano con un trapo y la conduzco al
mostrador.
Ella me sigue.
–Te refieres a los ranúnculos por la inmadurez, las
petunias por el resentimiento y... ¿cuál era la otra planta
que usaste?
–Hiedra venenosa.
Cojo una hoja para pedidos del cajón y la miro de reojo.
Me está mirando como un pez. Cuando se da cuenta de que
estoy bromeando, veo que se muerde el interior de la
mejilla para evitar sonreír.
Garabateo el pedido en mi cuaderno.
–Cobramos un diez por ciento más en los pedidos
urgentes. –Asiente con la cabeza–. Y hay una tarifa por GC.
Parpadea y luego murmura para aceptar. Baja la mirada
hacia su teléfono móvil, pero veo cómo sus ojos se enfocan,
tratando de averiguar qué es un GC.
Es lo único que hizo mi padre que me convenció de que
éramos parientes. A veces cobraba una tarifa GC. Un grano
en el culo. Solo eran diez dólares, así que solía donarlos a la
biblioteca o al instituto.
Escribo el nombre del pedido en la parte superior. Ama
Torres. Mientras garabateo la fecha, digo:
–Amalgama.
Deja de teclear, probablemente buscando GC, y me mira.
–¿Crees que mi madre me puso Amalgama?
Me encojo de hombros.
–Hay tan pocas palabras con A-M-A en el mundo.
¿Amaranto? –Te olvidas convenientemente de Amada. ¿Qué
es Amaranto?
–No lo he olvidado; lo he ignorado. El amaranto es una
planta. Deja caer flores rosas que a veces uso para hacer
ramos.
Las comisuras de sus labios se tensan y murmura.
–No.
Sus ojos miran hacia otro lado con rapidez.
Me inclino hacia delante sobre el mostrador para poder
ver los pequeños detalles de su expresión que me dicen que
estoy demasiado cerca de la verdad.
Mi mirada se desvía hacia el escaparate: la flor que la
sorprendí manoseando la primera vez que entró en mi
tienda. La «Perla Roja» que traje de Sudamérica. El segundo
capullo acaba de abrirse hoy, rojo carmesí.
Me muevo alrededor del mostrador y saco mis minitijeras
del bolsillo trasero. Paso las yemas de los dedos por los
pétalos oscuros y los estambres me dicen adiós.
–Amaryllis –digo, hablando en voz baja en medio del
silencio de la tienda. Levanto los ojos hacia ella, y está
apretando los labios, rubor en las mejillas, una mancha en el
cuello tan vibrante como la Perla Roja Amaryllis–. ¿A tu
madre le gustan los musicales, o...?
Sus ojos vuelven a brillar.
–¿Cómo es que alguien como tú conoce a un personaje sin
importancia de Vivir de ilusión?
–¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Tengo HBO. –Deslizo
las tijeras por el tallo del brote más antiguo y corto. Vuelvo
despacio al mostrador, cojo un manojo de paniculata de mi
delantal y digo–: Amaryllis era una niña mala que fue muy
grosera con un niño que ceceaba. Y como niño que
ceceaba... –Sus ojos se abren de par en par, como si le
hubiera ofrecido dónuts para un año–. Juré vengarme de
Amaryllis cobrándole veinte dólares por la entrega.
Lucha por no sonreír. Cojo una cinta rosa, ato la amarilis y
la paniculata con un giro rápido, y lo coloco junto a su copia
del pedido.
–Nos vemos a mediodía –digo, antes de desaparecer en la
parte de atrás para limpiar.
Cuando llego al club de campo, se lo ha puesto en la
blusa, por encima de los pechos. Me cuesta horrores no
bajar la mirada.
9
Ama
Marzo

Es difícil centrarse en otras bodas cuando tengo la de Hazel


y Jackie encima. El sábado por la mañana, en la ceremonia
de los Gutiérrez-Montoya, esbocé los diseños de la sala de
recepción mientras los novios enseñaban a los camareros la
coreografía de Be Our Guest, que la pareja exigió que se
interpretara a la salida de los entrantes. Tenía allí a dos de
mis exhermanastros de planta, vestidos como los camareros
y aprendiéndose el baile por cincuenta pavos.
Los maridos de mi madre que más me gustan son los que
tienen hijos y necesitan experiencia laboral.
Pero nada de lo que esbozo me gusta. No me parecen
Elliot. Aunque parezca mentira, lo que más odio de volver a
trabajar con Elliot Bloom es la posibilidad creativa que
siempre me hacía sentir. Podía enviarme una foto de una
pieza a medio terminar, y cambiaría todo el diseño de la
boda. Porque tenía que quedármela. Elliot tiene una
habilidad para crear algo de la nada que es muy adictiva.
Puedes decirle: «Quiero una torre Eiffel de dos metros
hecha de flores», y al día siguiente te envía el diseño y el
presupuesto. Es lunes y ya llevo seis bocetos de una sala de
recepción que no existe, basada solo en la pista de baile de
flores. Tengo tres diseños de interior y tres de exterior. Estoy
ignorando por completo las otras bodas que tengo por
delante en los próximos siete meses porque no puedo dejar
de pensar en esa posibilidad. Me levanto de la mesa de mi
dormitorio, que he convertido en despacho, doy un respingo
y voy a darle de comer a la gata.
Lady Cat-ryn de Purrgh mueve la cola hacia mí e ignora su
comida. Quiere los restos de sushi que olfateó en la caja de
comida para llevar de hace unos días. Mar me llevó a cenar
el viernes para hablar de la reunión con Elliot. Le mentí y le
dije que había ido mejor de lo esperado. Me preguntó por
qué mentía y le respondí pidiendo otra ronda de bebidas.
A pesar de la enorme reducción de sueldo que le
supondría, voy a rogarle a Mar que trabaje como mi
ayudante para la boda de Jackie y Hazel, porque por muy
maravillosa fotógrafa que sea, Hazel va a contar con todo
un equipo de personas que ya hayan trabajado juntas antes.
Mar suele trabajar sola. Conoció a su último novio a través
de la fotografía, y lo tenía como asistente para los eventos
que la contrataban. Desde que rompieron en otoño, ha
estado trabajando sola y entrevista a ayudantes del
programa de fotografía de la universidad, pero ninguno de
ellos está preparado para la magnitud de esta boda.
Suspiro y miro el reloj. Si quiero avanzar algo con los
proveedores, aún me quedan tres horas de trabajo. Mi
empresa de alquiler favorita con la que trabajé a las
órdenes de Whitney es la primera opción para otra pareja
que tengo. No suelo trabajar con Everlast Event Rentals
porque sus precios no se ajustan a los presupuestos de mis
clientes, pero Ashley y Davin quieren derrochar. También
quiero contratarlos para Jackie y Hazel.
Marco y espero que Vickie siga trabajando allí. Cuando por
fin se pone al teléfono, hablamos un rato de sus hijos, de su
madre y de la mía. No habíamos hablado desde que dejé
WHW, y es agradable hablar con ella.
–Vale, tengo dos bodas para las que quiero contar con
Everlast –le digo.
–Dispara. –Oigo el tintineo de sus largas uñas sobre el
teclado–. Tenemos mucho trabajo para los próximos seis
meses, así que espero que llegues pronto.
–Yo también lo espero. Tengo a los Dawson el 2 de
diciembre. Están buscando un paquete estándar y un kit
para la mesa principal.
–Sí. Podemos hacerlo. Tenemos mucho ese día.
–Genial. Apúntame y llevaré a la pareja en algún momento
de esta semana. Y luego tengo una boda muy grande en
octubre. Para tu información, probablemente la cubrirán los
medios.
–Vaaaale, tomaré nota. Nada de platos astillados.
Me río.
–El 7 de octubre. Nos hará falta un paquete completo,
pero aún no estoy segura de los detalles. Puedo traértelos
esta semana.
–Mmm –Vickie hace una pausa–. El 7 de octubre es un día
muy concurrido. Ama, no estoy segura de que podamos
hacerlo. Se me para el corazón.
–¿De verdad? ¿Qué me estoy perdiendo? ¿Por qué es tan
popular ese día?
–Parece que ya tenemos siete u ocho ese día. Van a
acabar con nosotros.
No puedo parar de pensar. ¿Y si esto afecta a todos los
proveedores? ¿Y si ya voy con retraso en las reservas
porque es el cumpleaños de alguien como Timothée
Chalamet y todos los chalamaníacos quieren casarse ese
día?
–Yo..., vaya. Tengo que consultar esto con mis otros
proveedores también. Pero, Vickie, no bromeaba sobre el
perfil alto. ¿Hay alguna posibilidad de mover las cosas?
¿O...?
Ella suspira.
–Bueno, se lo plantearía al dueño, pero cuatro de esas
bodas son de Whitney. Tú, más que nadie, sabes que no
puedo cancelar una boda Whitney.
Parpadeo hacia la pared, con la boca abierta.
–¿Cuatro bodas Whitney? ¿El 7 de octubre?
–Sí. ¿Tienes algo más que quieras apuntar en el calendario
ya? ¿Por si acaso?
Niego con la cabeza, pero ella no me ve.
–No, muchas gracias, Vickie. Resérvame el 2 de diciembre,
y te llamaré para concertar una reunión lo antes posible.
Cuando cuelgo, ya estoy buscando mi bolso y tanteando
para sacar el iPad. Abro la aplicación de notas y busco la
lista que hice en la oficina de Whitney. La lista que me dio
de proveedores que no iba a utilizar el 7 de octubre.
Everlast está arriba del todo.
Han pasado cuatro días desde que estuve en la oficina de
Whitney. Es muy posible que su agenda se haya llenado en
ese tiempo. Pero también es sospechoso.
Me hago crujir el cuello, deshaciéndome de ese
pensamiento. Eso no tendría ningún sentido. No después de
la forma en que me trató el jueves. Estaba feliz de verme,
encantada de ayudarme. Ahora me preocupa haberle dado
mal la fecha; que Whitney no esté utilizando a todos los
proveedores de la lista un día distinto.
Busco el número de la pastelería Freeport a toda prisa. No
he hablado nada de pasteles con Jackie y Hazel, pero tengo
que hacer estas consultas cuanto antes.
Llamo a seis pastelerías. Todas tienen bodas el 7 de
octubre. Dos de ellas no saben quién soy porque nunca
trabajé con ellas bajo la dirección de Whitney, y las otras no
me dirían si fue Whitney Harrison Weddings quien las
contrató, aunque se lo preguntara.
No es el fin del mundo. Aún pueden celebrar otra boda el
7 de octubre, pero la escala puede ser un problema.
Le envío un mensaje a Jackie para que me diga qué tienen
en mente en cuanto a pasteles. No me contesta hasta
después de que cuatro de las seis panaderías hayan cerrado
por hoy, pero no importa. Dice:

JACKIE:
¡Ni idea todavía! ¿¿En qué estás
pensando??
Bueno, estoy pensando que habéis cometido un error
enorme al contratarme y que a este paso puede que
tengamos que ir a una pastelería de San Francisco, y no
tengo contactos allí. Lady Cat-ryn salta sobre mi hombro y
me araña la piel mientras el sol se pone, un recordatorio
perfecto de que no puedo quedarme aquí sentada todo el
día. Saco el sushi, lo pongo en un plato y se lo dejo en el
suelo mientras cojo mi chaqueta y salgo a dar un paseo.
Me meto las manos en los bolsillos, miro las copas de los
árboles y pienso. Quizá pueda llamar a Whitney para pedirle
ayuda. Quizá pueda preguntarle si hablaría con esas
pastelerías por mí, o tal vez que me diese algunos nombres
de sitios de San Francisco con los que haya trabajado. Pero
eso me parece de ser débil. Y...
Y poco profesional.
Debería ser capaz de hacer esto por mí misma, pero la
verdad es que parece que he abarcado demasiado.
Mis pies me llevan a dar la vuelta a la manzana y a pasar
por delante de la librería que hay junto al parque. Luego me
dirijo a la Rosaleda. Está empezando a anochecer, pero me
quedo en la acera mirando el lugar donde suele ir el arco
durante las bodas. La gente desquiciada que puede correr
un par de kilómetros después de un largo día de trabajo ya
está fuera, recorriendo el sendero de tierra que rodea el
parque. Casi me atropella uno cuando entro en el jardín y
me tumbo en la hierba, imaginándome a Hazel y Jackie
casándose aquí dentro de poco menos de siete meses.
El jardín de rosas no es tan grande. Es bonito si te gustan
las rosas. ¿Y a quién no le gustan? Excepto a los floristas
enfadados que llevan flores en peligro de extinción tatuadas
por todo el cuerpo, pero estoy divagando. La Rosaleda...
Bueno, en realidad no casa con Jackie y Hazel. Jackie y
Hazel casan más con bodegas. Graneros rústicos. Viejas
fábricas con flores que brotan de cubos de leche.
Odio no tener todavía un lugar para la recepción, porque
siento que es como si quisiera que el lugar de la recepción
compense lo que le falta a la Rosaleda. Pero tal vez no sé lo
que Jackie quiere de esto. ¿Por qué la Rosaleda?
Solía hacerle estas preguntas a Whitney, y ella me decía
que intentara no dejarme llevar. Pero Whitney no entiende
que para diseñar la boda de alguien, tienes que saber por
qué. Tienes que saber cómo se conocieron. Tienes que
saber la historia de la proposición, y lo unida que está la
madre de la novia a ella, y por qué se hizo vegana, y por
qué no come dónuts.
Tienes que saber estas cosas o, si no, podrías estar
diseñando la boda de cualquiera. Y a Whitney no le gustaba
cuando cruzaba esa línea. Pero Whitney no era la que
sacaba ideas como si fueran oro a partir de paja.
Oigo a Elliot en mi cabeza. Algo que me dijo hace dos
años y medio, que enterré y le dije que lo dejara estar.
Tal vez Whitney sí me haya hecho una lista negra de sus
proveedores para el 7 de octubre. No sé por qué lo haría,
pero tal vez lo haya hecho. Y quizá eso signifique que ya no
tengo que ser su tipo de profesional. Saco el móvil y llamo a
Jackie. –¡Hola, Ama!
En serio, su entusiasmo es tan adorable. De verdad cree
que puedo sacarme una boda de la manga. Y tal vez pueda,
joder. –Estoy en la Rosaleda. ¿Estás libre?

Jackie se reúne conmigo en quince minutos. Las farolas


empiezan a encenderse alrededor del parque y los perros
del vecindario están dando sus paseos vespertinos. Cuando
se acerca, Jackie da saltitos de emoción, como si estuviera a
punto de lanzar un hechizo y todos sus deseos fueran a
hacerse realidad.
Se sienta a mi lado en la hierba. Le pregunto:
–¿Por qué la Rosaleda?
–Cielos. –Se queda pensativa–. Solía practicar fútbol ahí. –
Señala al otro lado del parque–. Y a veces había bodas los
fines de semana. Siento que siempre quise casarme aquí.
Asiento con la cabeza y me enrosco el collar entre los
dedos. –Así que sientes nostalgia. Ser joven y soñar.
–Sí. Oh, Dios. –Sus ojos se abren de par en par–. ¿Eso no
es bueno? ¿No es una razón lo suficientemente buena?
–¡Para! –Me río y le doy un codazo–. Claro que es
suficiente. Es lo que soñabas. Solo intento visualizar a Jackie
y Hazel en la Rosaleda como lo hacía la Jackie de doce años.
Me levanto y la ayudo a ponerse en pie. Seguimos el
camino que hemos visto recorrer a muchas novias a través
de los rosales. Enmarcamos la fiesta de la boda a cada lado
de la entrada principal. Sigo sin ver esto. Creo que empieza
a notar mi vacilación. –¿Qué pasa? –Está haciendo una
mueca.
–Creo que Hazel y tú sois especiales. No solo importantes,
sino entrañables y divertidas. Así que quiero utilizar la
Rosaleda de la misma forma, y es difícil. Por no mencionar –
hago un barrido con la mano en el terreno– que es imposible
que quepan aquí doscientas personas.
Es algo que llevaba tiempo rondándome la cabeza.
Aunque los permisos de la Rosaleda son para doscientas
personas, en realidad solo caben cien antes de que se
pierdan las vistas. Me giro para contemplar todo el parque y
la concurrida calle adyacente. Ese era el otro problema.
Siempre suena un claxon de coche en medio del vídeo de la
boda cuando estás en la Rosaleda. Y ahí es cuando me doy
cuenta. Nunca he tenido tanto dinero para jugar con la
Rosaleda. No he tenido este tipo de presupuesto en más de
tres años. Cuando tienes dinero, la imaginación no tiene
límites.
–¿Y si instalamos el altar allí? –Señalo el lado opuesto del
jardín, donde suelen sentarse los invitados.
–Vale... –Jackie se pone a mi lado–. ¿Dónde estarán los
demás? –¿Y si...? –Tomo aire. Sé que esto es una locura–. ¿Y
si alquilamos toda esta sección del parque? Bloqueamos la
calle. Contratamos seguridad para el perímetro. –La miro y
tiene las cejas alzadas sobre la línea del pelo–. Queréis un
espectáculo. Pues paremos la ciudad.
Veo el momento en que se da cuenta de que puedo hacer
lo que estoy sugiriendo. Parpadea con rapidez contra la luz
del sol que se desvanece y dice:
–Eso... eso es increíble. No habría que preocuparse por los
asientos.
Ahora las ideas me asaltan a toda velocidad. Giro hacia
una de las casas que bordean la calle.
–¿Esa de dos pisos? Es un Airbnb. Podemos alquilarla el fin
de semana y alojar allí a los invitados a la boda. Entonces,
cuando llegue el momento de llamar a Hazel al altar, ella irá
por ahí –señalo el camino que bordea el jardín–, escondida,
y tú vendrás directamente desde la casa, cruzarás la calle
que hemos bloqueado e irás hasta el altar. Las dos
caminaréis por el pasillo desde lados opuestos, para
encontraros en el centro. Se lleva los dedos a los labios,
observando el camino que he trazado.
–¿Puedes hacerlo de verdad? ¿Puedes bloquear la calle?
–Lo he hecho antes. Hará falta dinero, pero lo tenemos. No
quiero ser gros...
–Sé más grosera. –Resopla–. ¿Y la recepción?
–Sigo pensando que eso será en otro sitio. Creo que
pararemos el tránsito de esa calle lateral y haremos entrar a
los invitados. Podríamos... –Me interrumpo. Quizá voy
demasiado rápido, pero Jackie está pendiente de cada una
de mis palabras–. Podríamos hacer algo del mismo estilo.
Una boda popup, pero con permiso, claro. Hay muchos
edificios abandonados en Midtown. Y antes de que digas
«qué asco»... –digo, pero ella rebota sobre sus talones.
–Hay uno al lado de Weatherstone, la cafetería donde nos
conocimos. Solía ser mi estudio de danza cuando hacía
ballet. Levanto un dedo.
–Vale, volvemos a lo de que eras bailarina y futbolista,
pero, antes de nada, si me estás diciendo que hay un
estudio de danza abandonado al lado de Weatherstone, creo
que mañana llamaré al Ayuntamiento para asegurarme de
que no ha sido declarado en ruinas. ¿Es el edificio de la
izquierda?
–¡Sí! Un estudio donde solían ensayar para El
cascanueces, así que puede encajar con la lista de
invitados. Techos altos y todo. Solíamos colarnos hasta la
azotea, y creo que tenía al menos tres pisos de altura.
Me lo guardo. ¿La posibilidad de una boda en una azotea
en el Midtown de Sacramento? Es el sueño de cualquier
wedding planner.
Contengo una sonrisa mientras miro hacia arriba y hacia
abajo de la calle.
–¿Sabes? Técnicamente se puede ir andando, pero...
podríamos hacer algo muy bonito con el tema del transporte
hasta el banquete, sobre todo porque esta calle estará
cerrada.
–¿Me vas a poner un coche de caballos en mi boda, Ama?
–Jackie chilla, y yo la agarro de los brazos y la sacudo.
–¡No puedo creer que me hayas robado lo que iba a decir!
¡Es tan emocionante! ¡Qué fuerte!
Se ríe y me abraza. Pienso a toda velocidad en todos los
permisos que necesito, pero por encima de todo está la
certeza de que cualquier cosa que se me ocurra... puede
hacerse. Tengo a Elliot Bloom trabajando en ello.
Por fin tengo ganas de llevar a cabo este diseño. Estoy
deseando que sea mañana.
10
Elliot
Hace tres años, cinco meses,
una semana y un día

Estoy enganchado al móvil. Algún día tendremos grupos de


apoyo para esto; las espaldas curvadas como cruasanes, los
pulgares crispados por la necesidad de deslizar el dedo y
todos ciegos por la luz azul.
He publicado una foto de un arco floral deconstruido hace
diez minutos, y ya estoy comprobando en Twitter si
Instagram se ha caído. Al cabo de cinco minutos, por fin
recibo varios «me gusta». Pero como mi autoestima está
ahora intrínsecamente ligada a esta foto, estoy pensando en
borrarla, y después a mí mismo. Suena el teléfono de la
tienda y doy gracias a Dios por tener otra cosa en la que
pensar.
–Hola –murmuro.
–¿Es en serio? Borra eso.
Reconozco la voz.
–¿Emma Torres?
–Sabes que es Am..., olvídalo. Es la cosa más horrible que
he visto nunca. Hay una bolsa de tierra para macetas en la
esquina de la foto.
Saco a tientas el móvil del bolsillo y abro Instagram.
Maldita sea. No soy mejor que mi padre.
–Sí, supongo que no es tan buena.
Mi pulgar toca con melancolía el icono de borrar.
–Bueno, lo que quiero decir es que el arco es precioso.
¿Son hortensias?
Veo desaparecer la foto con sus cuatro «me gusta», y algo
en mi pecho baila por su cumplido.
–Sí. Hortensias y rosas blancas. Es algo básico. Y ya se ha
hecho antes.
–No por ti. –Se ríe burlona, como si hubiera algo que me
estoy perdiendo–. ¿Qué haces esta tarde?
El baile de mi pecho se detiene y soy un flan. Abro la boca
para decir que nada, pero justo antes de hacerlo me
detengo.
–La tienda... –Me aclaro la garganta–. Abrimos hasta las
cinco, pero después...
Lo dejo en el aire, incómodo, pero ella responde.
–Genial. Pasaré sobre las dos. ¡No hagas nada con ese
arco! La línea se corta. Me da vergüenza haberle sugerido
verla fuera del horario laboral. Seguro que trae a una pareja
para que vea la pieza. Voy a la parte de atrás y empiezo a
mover las cosas, a recoger los sacos de tierra y volver a
meterla en los armarios. Por desgracia, huelo como si
hubiera estado trabajando, así que a mediodía cierro la
tienda durante diez minutos, corro al gimnasio abierto
veinticuatro horas del que soy socio y me doy la ducha más
corta de mi vida. Tengo una camisa de repuesto en el
maletero del coche. Está arrugada, pero no huele como si
acabara de pasarme cuatro horas haciendo un arco floral
deconstruido solo para que Instagram y Ama Torres me
rechacen en menos de una hora.
A las dos en punto, la puerta se abre de golpe y hago
como si no la estuviera esperando. Me giro para saludarla
con mi habitual ceño fruncido, pero me encuentro con la
chica más guapa que he visto en mi vida. Es alta, de piernas
largas, pelo oscuro y ojos grandes. Es el tipo de chica a
cuyos pies caen rendidos los chicos, pero yo decidí hace
tiempo que eso no es para mí. No me gusta caer rendido a
los pies de nadie.
Ama entra por la puerta detrás de ella y, aunque lleva
botas de tacón, es gracioso lo bajita que es al lado de esta
chica. Me mira junto a los lirios y, aunque frunzo el ceño al
ver la caja rosa que lleva en la mano, sus mejillas se dibujan
en bonitos círculos mientras me sonríe. Lleva el pelo suelto
y se pasa una mano por él, despeinándolo para que caiga
en mechones sueltos.
Siento que se me curvan los dedos.
–¡Hola! –dice Ama, alegre–. ¡Esta es Mar! Mar, este es
Elliot Bloom. El dueño de Blooming.
Mar da un paso adelante con una sonrisa recatada en sus
labios carnosos y me estrecha la mano. Justo cuando estoy
a punto de preguntarle si esta vez es ella la que se casa,
Ama dice:
–Creo que también deberías hacer una foto del mostrador.
–Pasa la mano por el aire como si pintara un paisaje.
Mar asiente y mete la mano en una bolsa que lleva
colgada del hombro.
–Sin duda. Podemos hacer un par de montajes. –Saca una
cámara.
Estoy confuso mientras Ama se acerca al mostrador, deja
caer la caja de dónuts y agarra uno de chocolate antes de
desaparecer en la parte de atrás. Oigo un «Oh Dios mío,
vaya» de una boca llena de dónut, mientras Mar empieza a
colocar un objetivo y a moverse por las hileras de ramos de
flores.
Abro y cierro la boca. Sigo a Ama a la parte de atrás,
donde está dejando caer migas de dónuts al suelo.
–No comas aquí detrás. Se llenará de bichos.
–Sí, es precioso –dice, da otro mordisco y me ignora–. Mar
tendrá que traer el equipo que tiene en su coche, pero esto
va a ser genial. Quizá lo pongamos en el aparcamiento.
¿Hay una valla ahí atrás? Se me ha olvidado. –Empieza a
dirigirse hacia la puerta lateral.
–¿Qué está pasando? ¿Quién es Mar?
Se vuelve hacia mí con una enorme sonrisa.
–¡Mi hermana! Bueno, exhermanastra. Es fotógrafa.
Sale por la puerta lateral como si todas mis preguntas
hubieran sido respondidas con éxito. La puerta se cierra tras
ella mientras parlotea consigo misma sobre el
aparcamiento, y cuando intenta volver a abrirla, por poco no
me muevo para hacerlo yo. Llama a la puerta con suavidad,
siguiendo uno de esos patrones de las fanfarrias, y pongo
los ojos en blanco.
La abro y ella me empuja sin darme las gracias mientras
llama a Mar para que se acerque a echar un vistazo.
Me quedo de pie en un rincón mientras las dos se mueven
de un lado para otro, reorganizando las macetas, moviendo
el papeleo del mostrador y trayendo luces y pantallas. No
me necesitan hasta que llega el momento de mover el arco.
Ama intenta agarrar uno de los lados y yo niego con la
cabeza, levantándolo yo solo. Me abre la puerta, y es la
primera vez que me alegro de haber perdido todo ese
tiempo duchándome cuando paso junto a ella. Huele a
azúcar.
Mar se acerca para mostrarme algunas de las tomas del
arco, y estoy de acuerdo, tiene mejor aspecto. Profesional.
Veo que Mar me mira a la cara para ver qué opino, y sus
ojos se clavan en mi boca, en mi cuello. Se acerca y me
aparto.
–¡Eh! –Ama aparece delante de nosotros–. Vamos a poner
a Elliot en el mostrador, delante del cartel de BLOOMING.
Frunzo el ceño.
–¿Por qué?
–¡Puedes ponerlo en la página web! O en Instagram –dice
mientras vuelve a entrar. Luego, en voz baja, añade–: Dios,
la cantidad de seguidores que conseguirías...
Miro al suelo con el gesto molesto mientras mantengo la
puerta abierta para Mar, tratando de entender lo que quiere
decir. –No voy a colgar una foto mía con una flor en
Instagram –grito tras Ama.
Ya está en el mostrador, robándome una orquídea para
ponerla junto a la caja registradora.
–Venga, vamos, te dejo que cruces los brazos y me
fulmines con la mirada –dice, y dejo caer los brazos–. Elliot,
te sorprendería saber cuánta gente quiere ver al hombre
detrás de estos impresionantes arreglos. Y hoy tienes muy
buen aspecto.
Lo último que dice es tan repentino y rápido que apenas
tengo un segundo para percatarme antes de que me
arrastre hasta colocarme detrás del mostrador, bajo el viejo
cartel de madera que pintó mi padre. Mis extremidades
cuelgan con torpeza y, de repente, vuelvo a estar en el
colegio, obligado a salir detrás en todas las fotos y a sonreír
de forma poco natural.
Ama se coloca al otro lado del mostrador e inclina la
cabeza hacia mí.
–Apóyate en el mostrador.
Me muestra cómo, presionando las palmas de las manos
contra la parte superior y apoyando su peso en él. Está
ridícula, parece un ratoncillo enfadado. Pero cuando lo hago,
ella levanta la mano y tira de parte de mi pelo hacia delante
con los dedos. Me mira fijamente la onda de pelo negro
mientras sus dedos intentan retorcerla, y no puedo creer lo
cerca que está. Hasta el segundo clic no me doy cuenta de
que Mar ya está haciendo fotos. Aparto la mirada de la
expresión de concentración de Ama y veo un movimiento en
los labios de Mar que no me gusta.
–Súbete las mangas.
Vuelvo a mirar a Ama. Ella hace mímica, como si yo no
hablara su mismo idioma.
–¿Por qué?
–Para que se vean los tatuajes.
Dudo.
–Los llevo tapados para que los clientes más
conservadores no tengan prejuicios contra mí.
Ama resopla.
–Créeme, nos dirigimos a un grupo demográfico
totalmente nuevo. –Habla con picardía, como si tuvieran un
secreto que no quiere que yo sepa.
Detrás de ella, Mar se ríe ante la pantalla de la cámara
mientras hace un repaso.
Me subo las mangas y Ama baja los ojos y se fija en la flor
de mi brazo derecho.
–¿Esta cuál es? –me pregunta.
Ya me estoy irritando, así que le digo:
–Búscala.
Me dedica una sonrisa brillante, con las mejillas
redondeadas y los dientes blancos, con los que después se
muerde el labio inferior y oigo otro chasquido.
Miro a Mar, que sigue apoyada en el mostrador, y Ama se
pone al lado de Mar.
–No voy a sonreír –digo.
–No se me ocurriría pedírtelo –dice Mar con una sonrisa
fingida.
Mar toma algunas fotografías. Charlan sobre iluminación.
Ama va a trastear con las persianas de las ventanas. Estoy
deseando que suene el teléfono o que entre un cliente. Mar
le enseña a Ama una de las fotos y las dos se ríen y
cuchichean.
Joder. He vuelto al instituto.
–¿Hemos terminado?
Me miran, quizá sorprendidas por mi tono. Mar es la
primera en recuperarse.
–¡Sí! Te las enviaré por correo electrónico. Ahora debería
irme corriendo a Rite Aid.
–Ah, vale. ¿Quieres que te acompañe?
Ama agarra mi tarjeta de visita del mostrador y deja que
Mar escriba la dirección de correo electrónico.
–No, no –dice Mar, y las comisuras de sus labios se curvan
hacia arriba–. ¿Por qué no ayudas a Elliot a elegir cuál
publicar hoy?
Me vuelvo a bajar las mangas y ayudo a Mar a recoger su
equipo de iluminación en silencio mientras las dos charlan.
Cuando vuelvo de llevar las luces al coche de Mar, Ama está
sentada en mi mostrador, mirando fotos en su móvil. Tiene
una pierna cruzada sobre la otra, como si eso fuera mejor
que no hacerlo. El vestido le llega hasta el muslo.
–Baja del mostrador –digo borde, pero ella se limita a
saltar y aterriza como un gato sin apartar la cara del móvil.
–Os las he mandado a los dos –dice Mar–. Ama, vuelvo en
diez o quince minutos.
–¿Qué te debo? –le digo a Mar.
Ella inclina la cabeza hacia mí y parpadea.
–Ah, no. Ha sido divertido. Basta con que Ama me etiquete
en las publicaciones como autora de la fotografía.
Y entonces se marcha.
Y solo quedamos Ama y yo.
–Vale, aquí hay suficiente para dos semanas de
publicaciones diarias.
Me vuelvo hacia ella. Está apoyada en el mostrador, con
las piernas cruzadas por los tobillos.
–Pero no puedo mantener esa constancia.
Agita en el aire su mano libre, sin dejar de mirar las fotos.
–Solo hay que poner en marcha una galería, conseguir
seguidores. El resto vendrá solo. Me gustaría publicar
primero el arco deconstruido para enviárselo a algunos
clientes.
Asiento. Sigo de pie en la puerta. Con lo cómoda que está,
parece como si yo fuera el cliente y ella la dueña de la
tienda. A falta de algo mejor que hacer, me dirijo a la
trastienda para asegurarme de que todo está en orden.
Mientras estoy reordenando las cosas que han cambiado
de sitio, su voz me llama desde la puerta:
–Vale, entra en tu correo electrónico.
Suspiro, saco el móvil y abro el correo de Mariana Jaswal.
–Descarga todo el álbum y te ayudaré a publicar.
–Sé cómo publicar en Instagram –le digo.
Ella resopla burlona. Sigue siendo adorable. Lo odio.
–En realidad, no.
Descargo las fotos, abro Instagram y le doy mi móvil. Lo
que de inmediato me parece un error. Me enseña qué filtros
usar, qué hashtags y cómo dar crédito a Mar, pero nada de
eso importa porque procede a programar diez publicaciones
más de la misma manera. Veo por encima de su hombro mi
foto en el mostrador.
–Esa no.
Me mira por primera vez en casi diez minutos.
–¿Por qué no?
Estoy lo bastante cerca para ver el lugar exacto en el que
el marrón oscuro de su iris se encuentra con sus pupilas
negras. –Es ridículo –digo, e intento recuperar mi móvil.
Ella lo aparta de golpe.
–Tú sí que eres ridículo. Eh, ¿y esta flor? –Señala el móvil,
donde está expuesto mi antebrazo derecho.
–Es una Franklinia. Árbol de Franklin, en honor a Benjamin
Franklin.
Sin pensarlo, me llevo la mano a la manga para bajarla,
pero ya está bajada.
–¿Eres un fanboy de Benjamin Franklin? ¿O...?
La miro.
–¿Qué cojones es un fanboy de Benjamin Franklin?
Se encoge de hombros.
–¡Dímelo tú! ¿Sales con una cometa en medio de
tormentas eléctricas? ¿Trabajas solo con billetes de cien
dólares...?
–El árbol de Franklin –la detengo– está extinguido en
estado salvaje.
Veo que le brillan los ojos.
–Entonces, ¿te tatúas flores que nunca verás?
Abro la boca para contradecirla antes de que sus palabras
se hagan realidad, antes de oír con qué facilidad lo ha
explicado. Trago saliva, sin afirmar ni negar.
–¿Cuántos tienes?
–¿De qué? –Tengo la voz rasgada.
–Tatuajes.
–Seis. –La veo recorrerme con la mirada, buscando
indicios de dónde están. La sangre que ha estado tiñendo
mi cara se agolpa y me aclaro la garganta–. ¿Tú tienes
alguno?
Niega con la cabeza. Sus labios se curvan en una sonrisa
dulce y, de cerca, sus ojos son increíblemente grandes.
–Pero quiero uno. ¿Dónde debería hacérmelo?
Siento los latidos de mi corazón en la punta de los dedos.
La concentración me impide escudriñar su cuerpo como ella
ha hecho con el mío. Tengo un nudo en la garganta cuando
respondo:
–¿Qué quieres?
Sus pestañas se agitan tan rápido que creo que me lo he
imaginado. Siento que está más cerca, pero no la he visto
moverse. –Tal vez alguien podría convencerme de hacerme
una flor. –Habla en voz baja. Las vocales redondas y lentas.
–Ya eres una flor. –Me arrepiento en cuanto sale por mi
boca. No es suave. No es sexy.
Pero curva hacia arriba la boca y su expresión florece.
–Soy una flor –asiente, con los dientes relucientes. Saca la
lengua y debe de saberlo. Madison Bailey debe de haberle
dicho que lo hiciera. Tiene que saber que le estoy mirando
la boca, que estoy medio empalmado solo con esta
conversación. Que estoy haciendo todo lo posible para no
acercarme. El timbre de la puerta de la tienda cruje como el
hielo sobre mi cuerpo.
–¿Ama? –Mar ha vuelto.
Se aleja de mí (quizá sí estaba más cerca) y me paso una
mano por el pelo, tirando con fuerza de las raíces para
centrarme.
–Sí, ¡estamos programando las publicaciones! –responde.
Termina de poner un pie de foto en la imagen mía en el
mostrador, pulsa Programar, y me devuelve el móvil. Está
caliente–. Acuérdate de lo que te digo: de todas, esa foto
será la que tendrá más alcance.
Frunzo el ceño y ella me devuelve la sonrisa.
–Le enviaré a mis clientes la foto del arco deconstruido y
espero que quieran pasar pronto. –Se aleja hacia la puerta y
se despide con la mano–. ¡Ya te llamaré!
El oxígeno vuelve a la habitación y oigo a las dos susurrar
mientras suena de nuevo el timbre de la entrada y la puerta
se cierra tras ellas. El móvil se ilumina entre mis manos. La
foto que ha publicado ya tiene cien «me gusta». Tengo
veinte seguidores nuevos.
Me paso el resto del día trasteando por la tienda y, entre
pedidos por teléfono y alguna visita, miro todas las fotos
adjuntas al correo electrónico de Mar.
Ha incluido esa en la que Ama está jugueteando con mi
pelo. Su cuerpo está estirado hasta alcanzar mi cabeza, con
la cintura un poco inclinada sobre el borde del mostrador. El
vestido le llega hasta la parte superior de los muslos y se
ajusta a la perfección a la curva de su culo. Lleva las uñas
pintadas de negro, algo en lo que yo no había reparado,
pero que hace juego con el color de mi pelo cuando pasa los
dedos por él.
Estoy tan absorto en ella que hasta la tercera vez que
miro la foto no me veo a mí mismo, mirándole la cara,
fascinado. Hambriento.
Y Ama también está en copia en el correo con todas estas
fotos. Gruño y dejo caer la cabeza entre las manos.
Joder.
11
Ama
Abril

Ahora que Jackie y yo hemos hablado, los diseños fluyen


como el agua. Con la idea de una boda de lujo en un edificio
abandonado, de repente, la inspiración está clara. Va a ser
lujo industrial, con un montón de diseño floral.
La semana que viene, cuando Hazel pueda venir para
echar un vistazo a las ideas de la Rosaleda y a la ubicación
del estudio de ballet, nos pondremos manos a la obra. Ya
estoy en contacto con mi amigo de la oficina municipal para
ver hasta qué punto es una locura cortar el tráfico de la
calle que rodea el parque. Dice que es bastante
extravagante, pero que se puede hacer.
Hoy me dirijo a una degustación de tartas para una boda
distinta, pero espero poder convencer al propietario para
que considere una quinta boda el 7 de octubre. La pareja
son Michelle y Mitch. Él le propuso matrimonio una noche de
borrachera en Las Vegas, pero lo que me encanta de ellos
es que esa noche corrieron por el MGM Grand diciéndole a
todo el que quisiera escucharles que no podían casarse esa
noche: Mitch insistió en que el padre de Michelle tenía que
llevarla al altar. Llegaron incluso a preguntar a los
trabajadores en qué dirección estaba la capilla para poder
evitarla.
Sí, lo harán bien. Fui yo quien sugirió que se fueran de
luna de miel a Las Vegas en plan broma, pero acabaron
enamorándose de la idea y tiraron los folletos de Hawái.
Mentiría si dijera que el día de la degustación de la tarta
no fue mi día favorito. Con lo golosa que soy, es sin duda la
razón por la que me convertí en wedding planner. Michelle y
Mitch eligieron la tarta de crema de almendra de tres pisos,
y yo lo arreglé con la dueña.
–Betty, ¿puedo preguntarte otra vez sobre el 7 de
octubre? –digo en voz baja–. Sé que estás desbordada
con..., creo que dijiste..., ¿cuatro bodas Whitney ese día?
–Mmm, no todas son de Whitney, pero lo siento, Ama. Va a
estar muy complicado.
Me obligo a sonreír y a darle las gracias, pero acabo de
confirmar que Whitney o bien me ha dado la disponibilidad
del día equivocado, o bien me ha arrebatado a propósito
fechas con todos los proveedores de lujo. No sé qué hacer
con esa información. Si intenta cancelar estas citas con sus
proveedores más adelante, se consumirá a sí misma.
Cuando termino con Michelle y Mitch, veo que tengo un
nuevo mensaje en el grupo que tengo con Hazel y Jackie.

HAZEL: Ama ¿te acuerdas del brunch en casa de


los padres de Jackie el día antes de la boda?
Deberíamos llevar flores allí también, ¿no?

Me siento en el coche a la puerta de la pastelería y veo


pasar los coches mientras elijo: correo electrónico o
llamada.
Soy una cobarde, así que correo electrónico.

Elliot:
La semana que viene Hazel estará en la ciudad para preparar la boda.
¿Podemos vernos en la tienda para empezar a concretar las flores y los
colores?

Además, van a celebrar un brunch en casa de sus padres el día de antes


(viernes 6 de octubre). Les gustaría incluirlo como un evento de la boda con
diseño completo.

En resumen:
· Ceremonia
· Recepción
· Cena de ensayo
· Brunch
· Posible diseño en el transporte
· Posible Airbnb/hotel

Programaré todas estas visitas lo antes posible. Para la próxima semana,


Jackie y Hazel están disponibles. Si necesitas algo de mí, no dudes en
pedírmelo.

Saludos,
Ama Torres

Solo con mirar la lista de ubicaciones me mareo. No es por


la cantidad de trabajo; esa es la parte divertida. Es el saber
que no habrá un espacio libre de Elliot durante los próximos
seis meses. Cuando llega la respuesta, solo dice:

Martes a las 10:00 h.

Uno pensaría que después de superar la última reunión,


estaría mejor preparada para el martes.
Mientras me preparaba, casi me pongo brillo de labios en
las pestañas.
Una vez que ubico la máscara de pestañas, las cosas van
cuesta abajo y sin frenos. Ya estoy en el coche cuando me
doy cuenta de que no le he dado de comer a Lady Cat-ryn.
Cuando vuelvo a entrar para darle una lata, ya ha tirado mi
jarrón de flores frescas de la encimera al suelo.
Me mira con un arrogante desdén felino, moviendo la cola.
Niego con la cabeza, abro de un tirón la tapa de un Fancy
Feast y lo dejo en la encimera. Ya se las apañará.
Después de limpiar el desastre lo mejor que puedo y
volver a mi coche, todas las luces de aviso se encienden,
más de las que se encienden normalmente. Al parecer,
tengo los neumáticos deshinchados, hay que cambiar el
aceite y me queda poco líquido limpiaparabrisas. Lo único a
mi favor es que la aguja indica medio depósito de gasolina,
pero incluso eso es cuestionable con el indicador de
combustible bajo mirándome de frente. Mientras el motor
patina, me planteo cómo de malo sería conducir quince
manzanas en un coche que claramente está pidiendo la
muerte a gritos.
Miro al cielo. Está bastante despejado. Cojo mi bolsa y
espero poder llegar en los quince minutos que tengo, pero
quizá eso sería una bendición. Nunca llego tarde, pero la
idea de llegar pronto y estar a solas con Elliot merece la
pena ante la posibilidad de llegar tarde.
La primavera en Sacramento es preciosa, aunque traiga
con ella un montón de alergias. Por algo nos llaman la
Ciudad de los Árboles. Ramas naranjas, verdes y rojas
brotan en cada manzana, al igual que su polen. Camino por
la concurrida J Street con tacones de diez centímetros,
haciendo caso omiso de las miradas extrañas de los
paseadores de perros y de las dos bocinas que suenan por
motivos ajenos al tráfico.
Elliot solía burlarse de mí por los tacones. Cuando por fin
me vio sin ellos, admitió que sí, que soy bajita, y sí, que
intimido más con ellos puestos. Por supuesto, en aquel
momento llevaba unos calcetines peludos con motivos de
ranas, así que solo podía ir hacia arriba.
Faltan dos minutos para las diez y estoy a tres manzanas.
Les envío un mensaje a Hazel y Jackie diciéndoles que
llegaré enseguida y luego pulso el botón del paso de
peatones. Me molesta el sudor que se me acumula en el
centro de la espalda o en las axilas. Y también que mi cuero
cabelludo esté húmedo, deshaciendo todo el trabajo que
invertí en estas ondas playeras. Cuando por fin llego a
Blooming, le doy gracias al destino por, al menos, no tener
brillo de labios en las pestañas.
Estoy acalorada. Y jadeo. Si no confiara en mi spray fijador
Hazel Renee, seguramente estaría comprobándome el
maquillaje antes de agarrar el picaporte, pero allá voy.
Suena el timbre por encima de mí y espero poder colarme
mientras los tres discuten sobre colores y centros de mesa,
pero la tienda está en silencio. Miro hacia el mostrador y allí
está él, inclinado sobre el mostrador, con la mirada clavada
en el periódico de hoy e ignorándome.
El corazón me late a trompicones. ¿Me he equivocado de
día? ¿Me he equivocado con el horario de verano? Saco el
móvil y veo el mensaje de Jackie:

JACKIE:
¡Nosotras también llegamos tarde! ¡No te
preocupes! Llegaremos en 10 minutos.

Eso fue hace cuatro minutos. Tengo seis minutos. Seis


minutos que podría haber pasado en Rite Aid o vagando por
el callejón como un perro callejero. Pero ahora... ahora
tengo seis minutos a solas con Elliot.
–No tardarán en llegar –digo.
Pasa una página del periódico y me ignora. Me planteo
esperar fuera, pero respiro hondo y me alejo de la entrada,
miro las flores expuestas en el escaparate. Tiene lirios en
macetas y coronas de primavera (lo más vendido), pero
también ramos grandes en jarrones altos. Girasoles y
caléndulas naranjas, cortaderas blancas y rosas de color
rosa palo, crisantemos de color rojo carmesí y calas rojizas.
Se ha superado. Bastan para que cualquier persona se
detenga y decida entrar a comprar flores. Lo miro a través
de un ramo de hortensias. Sigue concentrado en el
periódico. Vuelve a llevar el pelo recogido y veo lo largo que
lo tiene. Los años no le han pasado factura. Ahora tiene
veintinueve años, pero siempre los ha aparentado. Siempre
ha estado al borde de algo. Siempre a un paso del cambio,
de la definición. Cuando tenía veintidós años, creía que los
veintiséis eran una edad adulta. A un paso de necesitar tu
propio seguro médico. Es probable que ya sepas lo que es la
col rizada. Pero ahora, con casi veintiséis años, lo miro y me
pregunto si le hice perder un año de su vida. Ya podría
haber sentado la cabeza. Podría tener hijos.
Siento un pinchazo detrás de los ojos y tengo que apartar
la mirada. Me muerdo el interior de la mejilla para centrar el
dolor. Pienso en la amiga de Jackie... ¿Kate? Y casi espero
que haya habido alguien después de mí, alguien que lo haya
roto de otra manera. Porque yo no merezco tres años de la
vida de alguien. Aparte de algunos ligues, no he tenido citas
serias después de él, pero eso es otro tema. Yo no salgo con
nadie en serio. Podría haber tenido rollos de una noche si
hubiera querido. Él no podría. No sería capaz. Puedo quedar
con chicos en Bumble o quedar con uno de los amigos de
Mar para tomar algo una noche y que las cosas no vayan
muy lejos. Algo informal. Elliot no es así.
Si hay una cosa que Elliot Bloom no es, es informal.
Reviso el móvil. Han pasado seis minutos. Mientras espero
ver un Prius entrando en el aparcamiento, vuelvo a mirarle.
Está sentado con los brazos cruzados, con la vista fija en el
mostrador. Si le hablara, me pregunto si seguiría
ignorándome. Quizá si se tratase de trabajo, tendría que
responder.
–¿Tienes alguna pregunta o duda sobre las localizaciones?
– Mi voz se oye débil en la tienda silenciosa.
Tensa la mandíbula y entrecierra los ojos mientras niega
una vez con la cabeza.
Supongo que podría haberlo hecho peor. Podría haber
intentado disculparme por lo ocurrido en la boda de su
madre. «Siento que tus palabras tuvieran en mí el mismo
efecto que un enjambre de abejas. ¿Acaso fue terriblemente
difícil desmontar la recepción de tu madre sin mí? Qué
profesional».
La puerta se abre, y me ahorro las locuras que me vienen
a la cabeza.
–¡Sentimos llegar un poco tarde! –dice Jackie con una
sonrisa enorme.
Hazel está justo detrás de ella con una taza de café entre
las manos, y creo que podría ponerme a gritar, pero
supongo que es algo que tengo que tener en cuenta para el
futuro.
Hazel me abraza con fuerza y todo queda perdonado.
–Estoy muy emocionada por lo de esta semana –dice,
subiéndose las gafas sobre la cabeza–. Jackie me ha estado
diciendo que eres un genio, pero no por qué. Quiere que me
sorprenda. Me río nerviosa.
–Bueno, tengo algunas ideas, pero si no encajan,
¡pasaremos a otra cosa!
Por encima del hombro de Hazel, Jackie charla con Elliot,
deja caer una carpeta sobre el mostrador y le da un apretón
en el brazo para saludarle. Él le devuelve el saludo con una
sonrisa que más bien parece una mueca.
Jackie se vuelve hacia Hazel y hacia mí al otro lado de la
estancia y dice:
–¿Hay dónuts? Ama, me muero por uno.
–¡No! Dios, lo siento. Se me ha estropeado el coche, así
que hoy he tenido que venir andando. –Me paso una mano
por el pelo liso para despeinarlo–. Pero la tienda está al final
de la calle. Podemos pasar después –digo guiñándole un ojo.
–¿Qué le pasa a tu coche?
Su voz atraviesa la habitación como un tiburón en un
banco de pececillos. Está hojeando la carpeta que ha traído
Jackie, con la mirada baja.
Se me seca la garganta cuando respondo:
–Se han encendido todas las luces de aviso. No pasa nada.
Seguramente se ha activado un sensor. –Pongo los ojos en
blanco mirando a Hazel, como si dijera: «Coches, ¿qué voy a
contarte?». –No haría eso si lo llevaras a una revisión cada
veinte mil kilómetros como una persona normal.
Me está hablando. Reprendiéndome, para ser precisos,
pero, por lo menos, es comunicación verbal. Jackie debe de
haber malinterpretado mi expresión de asombro porque le
da un empujón en el hombro y dice:
–Si eres un experto, tal vez deberías ofrecerte a echar un
vistazo.
Eso es horrible. Es literalmente la guinda del pastel de mi
día de mierda. Tengo la boca abierta para sugerir cualquier
otra posibilidad cuando de repente se encoge de hombros y
dice:
–Claro.
Su mirada sigue clavada en la carpeta de Jackie (un
collage de ideas sobre flores, ahora puedo verlo) y no la
aparta de las fotos. –Bueno… –digo en voz baja–. Elliot tiene
que atender la tienda, y nosotras tenemos que sentarnos a
estudiar el lugar de la boda después.
–Podemos hacerlo todo –sugiere Hazel de forma inocente–.
Podemos llevarte a casa para echar un vistazo a tu coche
antes de comer.
Jackie asiente con energía. Elliot pasa una página. Entro
en un pequeño coma.
–Claro. Sí. Vamos viéndolo, ¿vale?
Tal vez todos nos olvidemos convenientemente de esta
conversación en una hora.
Jackie empieza a hablar con Elliot de las cosas que quiere
y en las que necesita su inspiración. Quiere coherencia en el
diseño, pero también que brillen las personalidades de
ambas. –¿Es una tontería que queramos un ramo diferente
para cada una? –Jackie hace una mueca.
–Cariño, ya te lo dije –dice Hazel, agarrándola de la
mano–. Puedo llevarlo de color rosa. Puedo llevar las flores
que quieras. –Solo quiero sentir que vamos juntas –susurra
Jackie–. Quiero que tú quieras los colores y las flores que a
mí me gustan.
Estoy pensando en cómo capturarlas a las dos en algo tan
grande como el diseño floral cuando Elliot dice:
–Quieres que tu boda refleje vuestra unión. Está Hazel,
está Jackie y luego están Hazel y Jackie. Pueden ser las tres
cosas. Jackie gira su cuerpo hacia él, como una flor en busca
de la luz del sol.
Elliot mira a Hazel y dice:
–¿Qué tipo de cosas te gustan? ¿Qué ramos o centros de
mesa te han llamado la atención?
–Colores otoñales apagados. Tonos fríos. Pero al mismo
tiempo, tropicales. Me encantan las hojas grandes y las
flores exóticas. Tal vez flores difíciles de encontrar.
–Podemos pedir flores de otros países. Eso no es
problema. ¿Qué tipo de flores tropicales? –pregunta,
moviéndose por el mostrador hacia las flores más exóticas
de la pared del fondo–. Tenemos orquídeas dendrobium y
lirios cala. Quedan muy bien en ramos. Hibiscos. Hay
amaryllis –hace un gesto de desinterés con la mano en mi
dirección y siento que la sangre deja de circular– y anturios.
Siento que Hazel y Jackie se vuelven hacia mí, más de lo
que puedo ver. De hecho, ya no veo nada. Escuchar el siseo
sibilante y las «l» arrulladoras de su boca ha vuelto a
dejarme sin sentido. –¡Ah, vaya! ¿Ama es el diminutivo de
Amaryllis? –pregunta Jackie.
Sonrío y asiento, como si fuera una cabeza sin cuerpo.
–Es tan poco común. Me encanta. ¿A tus padres les
encantaba la flor?
–Eh, a mi madre. Y por otras cosas –murmuro,
apartándome el pelo por detrás de la oreja–. En la mitología,
Amaryllis se enamoraba de un hombre que amaba las
flores...
Creo que aquí es donde me moriré. Creo que me tumbaré
y esperaré a morir. Puede usarme como fertilizante para las
flores. No puedo mirarlo, pero Hazel me sonríe con un brillo
romanticón en los ojos.
–¿Cuál es el mito? –pregunta.
–Bueno... –dudo–. Todos los días se ponía frente a su casa
y se clavaba una flecha dorada en el corazón. Al trigésimo
día, una flor carmesí brotó de su pecho. Y por fin se fijó en
ella.
–Oh, qué bonito –dice Jackie–. Me encantan los griegos.
Todo ese amor no correspondido y el sacrificio.
–¿Sacrificio? –Resuena una voz profunda. Sus manos
trabajan en un ramo sin que nos demos cuenta–. Él no la
quería, así que ella se talló a sí misma en algo que a él le
gustaba, algo que él quería.
Ahora siento esa flecha dorada, tallando, tallando.
–Claro que te identificarías con el hombre –se burla Jackie.
Se supone que para aligerar el ambiente.
Obligo a mis labios a levantarse hacia arriba en las
comisuras. La piel se me desprende bajo la afilada flecha
clavada en mi pecho. Alcanza una hoja grande, sacando los
anturios de un jarrón.
–¿Cómo es la amaryllis? –dice Hazel, volviéndose hacia
donde Elliot señaló las calas.
–Ya no las tengo en la tienda.
La flecha toca hueso.
La deja colgar con torpeza, así que le digo:
–¿Estás jugando con los anturios?
–Los anturios están disponibles en varios colores. Tienen
un toque tropical que puede ser muy elegante. Pueden ser
un centro de mesa, pueden ser una pieza principal, pero,
sobre todo – ata el ramo y se lo entrega a Jackie–, pueden
ser una pieza discreta de un ramo más grande.
Veo brillar los ojos de Jackie. Hay rosas de color rosa
agrupadas entre el manojo de anturios. Tienen un pétalo
singular con forma de hoja y aspecto ceroso y un estambre
solitario que brota del centro. Los anturios de Jackie son
blancos con toques de rosa que se filtran en los bordes.
–No los tengo aquí en la tienda, habría que encargarlos,
pero los anturios vienen en verde –le dice a Hazel–. Pueden
ser el complemento de tu ramo o el centro del mismo.
También los hay en burdeos, para algo más dramático.
Los labios de Hazel se crispan al oír lo del drama.
–Me... me interesaría hablar más de eso. –Sus ojos se
deslizan hacia mí, y siento que vislumbro la verdad. Hazel
quiere drama. Quiere elegancia y declaración de
intenciones. Pero Jackie no es así, así que se lo ha estado
guardando.
Elliot saca el móvil del bolsillo y abre Instagram. Les
muestra a las dos algunos ramos de anturios que ha hecho
y otros con la etiqueta #anthurium.
El burdeos y el rosa bailan en mi cabeza cuando empiezan
a hablar de cómo se pueden construir los centros de mesa
alrededor de los anturios. Veo los rosas de Jackie en el
interior de las sillas de la ceremonia y los rojos vino de
Hazel en el exterior. Veo rosa y burdeos en todas las mesas.
Para cuando salimos de Blooming, estoy tan ensimismada
en las ideas de diseño que tengo en la cabeza, tan
concentrada en ignorar al mastodonte de florista que hay a
un metro a mi derecha, que no oigo a Jackie de inmediato.
–He dicho que si te llevamos. Por lo de tu coche.
Dudo solo un segundo, pensando en Whitney y en lo poco
profesional que es que tus clientes te hagan de chófer. Si
tienes que ir a algún sitio con ellos, tienes que ser tú quien
conduce. Pero para cuando mi cerebro vuelve a funcionar,
Hazel está agarrando del codo a Jackie, metiéndole ideas
brillantes en la cabeza con los ojos.
–¿No iba Elliot a echarle un vistazo a su coche? Igual nos
vemos allí. Elliot, tú puedes llevar a Ama más rápido,
¿verdad? –No, eh, no. –Las palabras salen de mí–. No.
Puedo... Elliot no debería dejar el taller. Puedo llevar el
coche mañana.
–Pero es muy peligroso –dice Jackie, haciéndose a la idea–.
Elliot, ¿tienes un minuto?
–Elliot no es que sea muy de coches, la verdad –
murmuro–. Es florista, no mecánico.
Le veo cruzar los brazos en mi visión periférica, y
entonces hay un filo en su voz:
–Puedo echarle un vistazo. Sea de coches o no.
–¡Genial! –Hazel se agarra a la puerta–. ¡Ama, mándale un
mensaje a Jackie con tu dirección y estaremos allí
enseguida! –¡Puedo... puedo ir con vosotras! –Mi voz suena
desesperada–. A Elliot no le hace falta una chica en su
coche –digo entre risas y haciendo un gesto raro con la
mano.
–¡No te preocupes! –dice Jackie, que ya se ha metido de
lleno en el plan–. Hazel y yo te compraremos dónuts a
cambio. Y entonces la puerta principal se cierra. Y desearía
haber conducido esa trampa mortal hasta aquí. Que
explotara en una señal de stop hubiera sido mejor que esto.
Para evitar mirarlo, le envío a Jackie mi dirección. Seguir
instrucciones es fácil.
Recoge algunas cosas y agarra el cartel de VUELVO EN 15
MINUTOS que su padre pintó a mano, y yo le sigo hasta la
puerta. Camino hacia su furgoneta, porque conozco su
furgoneta. Igual que sé que la manilla de la puerta se atasca
y hay que zarandearla. Igual que sé que las ventanillas se
empañan con cada gemido y que el cuero de los asientos no
es cómodo cuando te arrodillas en él.
Me subo, entro y me pongo el cinturón antes de que abra
la puerta. Oigo sus pasos pesados acercándose. El tirón de
la puerta del conductor. El ruido de su cuerpo.
Sale del aparcamiento y se mete en la carretera, y yo me
quedo mirando el salpicadero. Ojalá tuviera algo ridículo,
como una bailarina de hula, algo en lo que pudiera
concentrarme en lugar de en los latidos de mi corazón o en
su respiración fuerte. –¿Se lo has contado? –pregunta,
girando con facilidad hacia mi calle.
Mira al frente. Es lo primero que me dice.
–No. Son... intuitivas, quizá. –Me miro las rodillas,
enfadada porque no me mira–. Tendrás que ser más
maleducado conmigo para que lo entiendan.
Pone el intermitente con desdén.
–Tomo nota.
Observo a una pareja mayor cruzar por el paso de
peatones. Empiezan a difuminarse ante mis ojos y me
muerdo el labio, desviando la mirada hacia la derecha para
que no me vea. Me cuesta mucho mantener la respiración
uniforme.
Se detiene frente a mi casa y sale de la furgoneta antes
de que el motor esté apagado del todo. Busco las llaves en
el bolso, pulso el botón de desbloqueo y salgo despacio
mientras él levanta el capó. Dejo las llaves a su lado y me
siento en el escalón del porche.
Que Elliot me arregle el coche es algo normal entre
nosotros. No es una persona a la que le gusten los coches,
pero tiene razón: podría, no sé, cambiar el aceite o aprender
algo sobre motores y no estaría metida en este lío. Es el
coche de mi padre. Lo único que me ha regalado, aparte de
juguetes y caramelos cuando era pequeña. Mi madre se ha
ofrecido varias veces a comprarme uno nuevo, pero no
puedo deshacerme de este coche. Y creo que si lo llevo al
taller, no lo volveré a ver. Pero han pasado años desde la
última vez que este coche tuvo una puesta a punto de Elliot
Bloom. Nadie se ha burlado de mí por el clavo en el
neumático durante dos años. Nadie ha salido a hurtadillas
de mi casa un sábado por la mañana, me ha arrastrado
hasta el motor abierto y me ha gritado por los niveles de
aceite. Nadie ha comentado nada sobre la cantidad
inexistente de líquido limpiaparabrisas que tengo.
Ahora me siento como este coche. Mientras Elliot da
vueltas, enciende el motor, empuja el asiento un palmo
hacia atrás y niega con la cabeza en dirección a mi pequeño
Camry, siento que tal vez hace tiempo que nada ha estado
funcionando bien. Cuando llega el Prius, Elliot está cerrando
el capó. Sonrío mientras Jackie me felicita por la casa y el
jardín. Me ofrece la caja rosa y olisqueo un dónut de tarta de
chocolate, desesperada por tener algo que hacer.
–¿Puedo pasar al baño? –pregunta Hazel.
Vuelvo a pensar en Whitney. Lo inapropiado que es todo
esto. Asiento y le quito las llaves a Elliot.
–Al final del pasillo a la izquierda. Si hay toallas en el
suelo, finge que tengo una compañera de piso horrible.
Se ríe y abre la puerta principal con la llave que he sacado
del llavero para ella. Un demonio peludo le pasa entre las
piernas en cuanto abre la puerta y, antes de que pueda
comprobar si hay coches en la calle, Lady Cat-ryn está
restregando la cabeza entre las espinillas de Elliot.
Hazel se disculpa y yo le hago un gesto para disuadirla. El
aire me abandona por completo cuando Elliot se agacha
para rascarle la cabeza, y decide aparentar que la gata no
es una amenaza. La cojo en brazos y empieza a arañarme.
–¡Dios mío, es preciosa! –dice Jackie.
–No está mal... Pero no merece la pena con los problemas
que da. –Lady Cat-ryn se revuelve entre mis brazos,
forcejeando conmigo, y yo la agarro por detrás del cuello y
la dejo colgar como una muñeca.
–Tienes que llevarlo a que le echen un vistazo –dice Elliot,
y después de un segundo me doy cuenta de que está
hablando del coche, no de Lady Cat-ryn–. Hay que cambiarle
el aceite, el líquido de la dirección asistida está bajo y hay
un clavo... en la rueda izquierda de atrás. –Le cuesta decir lo
último. Porque ambos sabemos que es el mismo clavo que
tenía hace dos años. –Gracias.
Hay tensión, y no solo porque Lady Cat-ryn pese cinco
kilos y la tenga alejada de mi cuerpo al estilo Rey León.
Se gira hacia su furgoneta.
–Esta semana te mandaré fotos de esos anturios –dice por
encima del hombro.
Hazel sale de casa justo cuando la furgoneta de Elliot se
aleja. Cojo otro dónut de la caja que sujeta Jackie.
–¿Cuántas veces habéis trabajado juntos Elliot y tú? –
pregunta Hazel con aire inocente.
Trago saliva.
–Un par de veces. Es genial.
Lady Cat-ryn sisea, y los labios de Hazel y Jackie se curvan
en sonrisas secretas idénticas.
12
Ama
Abril

Con Hazel en la ciudad, terminamos rápido con nuestra lista


de cosas por hacer. Quiero tener muchas cosas resueltas
antes de que la ajetreada temporada de bodas esté en
pleno apogeo. Después de la cita en Blooming, vamos a la
Rosaleda para hablar de mis ideas de cerrar la calle y
alquilar el Airbnb frente al parque. Hazel asiente a mi lado,
pero su mirada no deja de deslizarse hacia la Rosaleda.
Cuando Jackie camina por el parque para ver la zona que
utilizaríamos para sentar a los invitados, le digo a Hazel:
–¿En qué estás pensando?
Ella respira hondo.
–El jardín es precioso. Es muy Jackie.
Haciéndose eco del comentario de Elliot sobre los ramos
dramáticos, digo:
–Quizá podamos añadir un poco de dramatismo.
Me lanza una mirada de soslayo y compartimos una
sonrisa mientras Jackie vuelve a nuestro lado.
Al día siguiente, mi amigo de la oficina de permisos
municipales me ha conseguido una visita al antiguo estudio
de ballet. Cuando digo que tengo un amigo en la oficina de
permisos de la ciudad, no es tan glamuroso como parece. Se
llama Hal. Él tiene las llaves y yo los dónuts.
Les he dicho a Hazel y a Jackie que nos reuniéramos a las
diez, pero media hora antes estoy en Weatherstone
tomando un espresso y una infusión fría. Tengo una bolsa de
dónuts en una mano y, en cuanto abro la oxidada puerta
principal del antiguo estudio de ballet, me doy cuenta de
que debería haberlos dejado en el coche.
Algo se escabulle.
Me siento en el coche durante diez minutos, tomándome
un chocolate al estilo old-fashioned para calmarme.
Jackie no dijo cuánto tiempo llevaba cerrado el estudio de
ballet, pero cuando lo pienso, he estado yendo a
Weatherstone durante casi diez años, y nunca he visto tutús
o puntas.
Quizá sea un error. Crear un salón de recepciones de la
nada es un trabajo descomunal. Por no hablar de la
electricidad y la fontanería, el catering, el equipo de sonido,
el generador de reserva, hay que traerlo todo. Es construir
un salón de recepciones nuevo.
Respiro hondo, meto los dónuts en la bolsa y vuelvo a
abrir la puerta principal. La abro para que sepan que estoy
dentro. Ahora que estoy preparada para los roedores y las
cucarachas, es más fácil quedarme quieta y mirar alrededor.
Y la verdad es que no está mal.
No hay indicios de que nadie haya estado de okupa. No
hay basura ni puntas de ballet olvidadas de algún niño
como símbolo de las artes moribundas. Hal me dijo que
alguien lo alquiló hace cinco años, pero que nunca hizo nada
con él. El contrato terminó hace unos meses, pero está claro
que en ese tiempo lo limpiaron al menos una vez. No espero
que las luces funcionen, pero de todos modos le doy al
interruptor en vano. A lo largo de la pared lateral, hay seis o
siete ventanas cubiertas con una cortina aterciopelada que
pretende parecerse a un gran telón de teatro. Empiezo a
descorrerlas, y la luz y el polvo se esparcen por la
habitación en forma de bruma. Recorro con la mirada las
altas paredes. Hay marcas donde solían estar los espejos y
las barras de ballet, y por encima hay bailarines pintados a
lo largo de la pared: un hombre fornido ejecutando un salto
en split; una chica con un tutú blanco a medio piqué, una
mujer con un sencillo maillot y una falda de ensayo de pie
en cuarta posición, con los dedos estirados con delicadeza.
Tiene su encanto. Sonrío ante las siluetas de todos ellos,
preguntándome a quién podría llamar para limpiarlas y
restaurarlas.
Hay una habitación al fondo y me dirijo hacia ella,
abriendo las cortinas y dejando entrar la luz a medida que
avanzo. La puerta está entreabierta y enciendo la linterna
del móvil para asegurarme de que no molesto. Es una sala
de baile más pequeña; aun así, seguramente tenga casi
veintiocho metros cuadrados. Recuerdo que Jackie
mencionó una azotea y voy a buscar la forma de subir, con
la esperanza de que haya escaleras normales y no una
escalera de incendios. Cuando abro la puerta de lo que creía
que era un armario, me encuentro con unas escaleras,
menos mal. Sin embargo, el local tiene que cumplir los
requisitos de la ADA para obtener permisos, lo que supone
un problema. De momento, me concentro en subir para ver
si esto es siquiera una opción. Sin encontrar escalones
desvencijados ni suelos rotos, me dirijo a la puerta de arriba
y la abro de un tirón.
El viento me acaricia el rostro. El sol brilla como si hubiera
encontrado el nirvana. Se me dibuja una enorme sonrisa en
la boca cuando veo una azotea industrial lisa con medias
paredes de ladrillo en los límites, preparada y lista para una
fiesta. Aquí no hay nada, pero puedo verlo todo. La pista de
baile de flores con luces LED en el centro, brillando mientras
cae el crepúsculo sobre la fiesta. Una barra a la derecha.
Mesas altas esparcidas. Setos de boj bordeando el
perímetro. Y algún tipo de magia que Elliot pueda crear.
¿Quizá altura añadida? Y, además, el horizonte de
Sacramento está justo ahí. Abro la puerta y compruebo
todos los ángulos, asegurándome de que no hay nada
antiestético. Lo único que veo es mi ciudad natal. La ciudad
natal de Jackie.
Este es el tipo de local que la gente mataría por tener.
Veo un Prius en la calle y bajo. Mientras sus pasos se
acercan a la puerta, le doy vueltas a las ideas.
–Vaya –dice Jackie y cruza el umbral con Hazel detrás–.
Esto es muchííísimo peor de lo que pensaba. –Mira el suelo y
las ventanas sucias–. Siento mucho haberlo sugerido.
–Me encanta –digo, y me mira como si tuviese una rata en
el hombro. Cosa que podría ser–. Mira, escuchad.
Hazel entra con cautela, como si el suelo pudiera ceder.
Me coloco a su lado en la entrada, agitando las manos y
dibujando un cuadro.
–Aquí podemos crear algo. –Señalo hacia donde solía estar
el pequeño vestíbulo–. Una especie de zona de bienvenida.
Una separación entre este espacio y el salón principal.
¿Quizá un fotomatón, pero más sofisticado? Elliot podría
hacer una pared de rosas en la que ponga «Jackie y Hazel»
y la fecha de la boda. Un cartel aquí recordándoles a todos
los hashtags. –Ni siquiera tengo que preguntarle a él qué
puede hacerse. Tenemos dinero para gastar.
Veo sus ojos siguiendo mis manos mientras hilo una
historia, sin mirar el polvo ni los posibles excrementos de
alimañas. –Así que el recorrido a través de la puerta es por
aquí –extiendo las manos hacia delante–, alrededor de la
pared de flores, y hacia el comedor. –Llevo a Jackie al centro
de la sala de ballet y Hazel nos sigue–. Podemos utilizar todo
el espacio para poner mesas redondas y así darle más
amplitud. Montamos una barra en una de las esquinas. El
servicio de catering en la sala pequeña de ahí atrás.
Hazel levanta una ceja dubitativa hacia mí.
–¿Y lo desmontamos todo antes de bailar? La verdad es
que eso no me gusta nada.
–A mí tampoco –digo con una amplia sonrisa. Les hago un
gesto para que me sigan y las conduzco con cuidado
escaleras arriba.
–No puede ser. –Jackie se ríe mientras sube a la azotea–.
No puede ser. ¿De verdad puedes hacerlo?
–Aún no lo sé, la verdad. Pero me gustaría intentarlo. –Veo
a Hazel moverse hacia cada una de las esquinas. No puedo
leerle la cara–. Aquí en el centro estará la pista de baile de
Elliot, que lucirá increíble por la noche. Una segunda barra
por allí.
Jackie asiente y mira a su alrededor, pero es más bien un
gesto espasmódico y de nerviosismo. Hazel se vuelve y me
sonríe. –Me encanta este lugar –dice.
Respiro el aire primaveral y continúo.
–Tengo que advertiros de que construir un espacio de la
nada puede salir caro. Fontanería, alcantarillado, comprobar
si hay moho, cambiar el cableado de la electricidad, que
cumpla la ley ADA. La comida ahora será cien por cien de
catering externo, lo que nunca está mal, pero no es un todo
incluido como podrían ofrecerte otros locales.
Les explico todas las advertencias y la letra pequeña, pero
Hazel está dando vueltas por la azotea, apenas me escucha.
–Volvamos a mirar abajo –dice.
Toma la mano de Jackie y veo que relaja los hombros.
Una vez que estamos de nuevo en el estudio de danza,
señalo las vigas expuestas, la altura, las paredes de ladrillo.
Este espacio puede haber sido un estudio de danza, pero
nunca se construyó para eso.
–¿Crees que Elliot podría hacer algo bonito con estos
techos? –pregunta Jackie.
–Desde luego. Tiene unos candelabros suspendidos
preciosos. Se podrían poner flores aquí arriba y abajo en la
pista de baile de la azotea.
–¿Cuándo puede venir a verlo? –dice Hazel–. Me
encantaría empezar a ver cómo cobra forma todo esto.
–Claro, puedo traerlo la próxima vez que vengamos de
visita... –Podría venir hoy, ¿no crees? –interviene Jackie–.
Quiero decir, ya que estamos aquí. Ya que tenemos la llave.
Tartamudeo un poco antes de decir:
–Lo de última hora puede estar complicado por la tienda.
Pero puedo proponérselo.
Asienten, contrariadas, y no me queda más remedio que
sacar el móvil. Después del desastre de ayer, odio tener que
volver a molestarlo. Quiero mandarle un mensaje en vez de
llamar al teléfono de la tienda, pero eso sería admitir que
nunca he borrado su número. Y la verdad es que no quiero
volver a ver los últimos mensajes que me envió.
Pulso el botón para marcar y escucho el tono. Contesta
rápido. Demasiado rápido. ¿Como si ya estuviera en el
mostrador y estuviera ocupado?
–¿Sí?
–Hola, soy Ama Torres. Estoy aquí en un posible local con
Jackie y Hazel, y querían saber si tenías algo de tiempo libre
para venir. –Mi voz suena demasiado aguda, y mis dedos
rodean el teléfono como si fueran garras–. Entiendo si es
muy precipitado.
La línea está en silencio. Rezo para que sea un no sencillo.
Sin rodeos.
–No puedo ir a todos los sitios potenciales. Saben que soy
florista, no diseñador, ¿verdad?
Resoplo como si me hubieran dado un puñetazo en el
estómago. Dios, esto es mucho peor que si me colgase. Me
siento como si tuviera diecinueve años otra vez, y Whitney
me estuviera regañando por ser demasiado pasiva en el
montaje. «¿Estás al mando o no?».
–Claro. Supongo que querrás que te incluya más adelante,
en un momento más adecuado. Cuando hayamos
terminado, te enviaré los diseños iniciales y a partir de ahí
trabajaremos por correo electrónico.
Me arde la cara. Oigo a Jackie y Hazel hablar detrás de mí
sobre las mesas, la distribución y todas las cosas de las que
me encargo. Espero a que se corte la comunicación, pero no
lo oigo. Está revolviendo papeles. Quizá cuelgue yo primero.
–¿Cuál es la dirección?
La vergüenza de los últimos dos minutos me ha taponado
los oídos o algo por el estilo. Lo primero que pienso es que
tiene un cliente en el mostrador y necesita su dirección para
la entrega.
–¿Emma?
Cierro los ojos con fuerza. Sé que no quería decirlo así. Sé
que es su forma de hablar. Pero me clava agujas en el
pecho, lo perfora todo.
–Es en la Veintiuno, al lado de Weatherstone.
–Estaré allí en diez minutos. No podré quedarme mucho.
Asiento hasta que me doy cuenta de que no puede verme.
Le digo:
–Genial. –Pero la línea ya está cortada. Por Hazel y Jackie,
añado–: Hasta pronto. Chao. –Me vuelvo hacia ellas con una
sonrisa que acabo de esbozar–. Diez minutos.
Hazel y Jackie están contentas, y eso es lo único que
importa. Hazel pregunta si quiero un café, y antes de darme
cuenta, estoy sola en un edificio abandonado, mientras mis
clientas deambulan por Weatherstone.
Aprovecho para centrarme. En parte tiene razón. Si se
tratara de cualquier otro cliente que no fuesen Jackie y
Hazel, les habría dicho que no molestamos a los
proveedores antes de tener un lugar asegurado. Si fuera
cualquier otro proveedor, no habría llamado. Y la idea de
que Hazel quiera la opinión de Elliot sobre el diseño general
en lugar de solo los aspectos florales es preocupante.
Debería controlar más estas reuniones, pero he estado
demasiado poco implicada en las únicas a las que ha
asistido, las de la tienda de Elliot.
Camino por la pista de ballet, hago fotos de todo y me
pongo a organizar las ideas. Me pierdo en mi propia
imaginación sobre el diseño cuando una sombra oscurece el
umbral de la puerta. Entra sin decir nada, observando el
alcance del trabajo que hay que hacer. Estoy de pie en un
oscuro salón de baile, conteniendo la respiración, esperando
a que se burle de mi idea, a que se mofe de mí por pensar
que puedo crear un salón de recepciones de la nada.
Le veo inclinar la cabeza hacia el techo. No dice nada,
pero se saca una cinta métrica del bolsillo trasero.
Respiro aliviada. Está pensando y eso es lo único que
necesito.
Encuentro mi voz y me explico:
–Hay una azotea. No estoy muy segura de si puede servir,
pero la idea sería cenar aquí abajo y bailar arriba.
–¿Qué empresa has contratado? –Apenas levanta la voz,
pero todavía puedo oír el ruido de las consonantes en el
suelo de madera.
–Todavía no tengo. Everlast tiene otras cuatro bodas ese
día, así que puede que tenga que trabajar con una empresa
de fuera de la ciudad y transportarlo.
–¿Whitney tiene cuatro bodas el 7 de octubre? –Se mofa–.
¿Le diste la fecha?
Odio que se haya fijado en lo que temo con tanta
exactitud, pero al menos me está hablando.
–Ella no tiene que adaptarse a mi calendario...
–Pero tú tienes que adaptarte al suyo.
Está estirando la cinta métrica por la larga pared de la
derecha, tomando notas en un trozo de papel.
–Es Whitney Harrison –argumento.
Me mira por primera vez. La primera vez en dos años.
Quiero alborotarme el pelo, la chaqueta, el maquillaje. Me
ve de verdad. –Y tú tienes la boda de Hazel Renee –dice.
Una sensación ligera y suave me envuelve el pecho. Es
como un cumplido. Es como un recordatorio de que yo
también soy increíble.
Pero entonces lo vuelvo a oír, como una frase entera,
como una causa y un efecto.
«Ella es Whitney Harrison, y tú tienes la boda de Hazel
Renee». Vuelvo a tener sospechas de si Whitney lo ha hecho
a propósito, tal y como él insinúa.
Deja de mirarme y echa un vistazo a sus notas.
–¿Y los de Michelangelo?
–Están en la lista negra.
Las palabras me salen antes de que pueda detenerlas, y
le veo negar con la cabeza con desdén.
Están en la lista negra. Por culpa de Whitney. Trabajan en
baby showers, graduaciones y fiestas de quinceañeras,
apenas rozan el mundo de las bodas porque Whitney
Harrison es la dueña del mundo de las bodas.
–Es una idea increíble –digo–. Les llamaré hoy. Gracias.
No dice de nada, como una persona normal. Pero nunca lo
ha hecho.
Jackie y Hazel entran por la puerta y siento que puedo
respirar. Le saludan y vuelvo a la carga con mi discurso. Me
concentro en proyectar confianza, en exponer mi visión
antes de que Hazel pueda dirigirse a Elliot y pedirle la suya.
Observo su rostro en busca de resistencia, esperando a que
se le frunza el labio, lo que significa que no le gusta. Pero no
es así.
Veo una intensidad familiar tras sus ojos cuando subimos
a la azotea. Está midiendo los metros cuadrados y
comprobando la altura de las paredes laterales mientras yo
hablo. Pero conozco esa mirada. Está inspirado.
Me interrumpe una vez.
–La pista de baile. Se levantará unos treinta centímetros
del suelo. Puedo hacerla lo más fina posible, pero se perderá
la profundidad de la pieza. Si es de más de veinte
centímetros, entonces vamos a necesitar un escalón a su
alrededor, para pasar la inspección.
–¿Podemos levantar el suelo en todas partes? –pregunta
Hazel, como si levantar el suelo fuera algo que se hace
todos los días. –Supongo... supongo que Elliot y yo podemos
estudiar la posibilidad de crear un suelo artificial integral
para la azotea. –¿Qué le parece, señor arquitecto? –
pregunta Jackie, dándole un codazo en el brazo a Elliot.
Espero a que él la corrija, a que diga que nunca terminó la
carrera. Siempre ha sido muy susceptible con eso. Pero se
limita a ajustarse el reloj.
Y yo suelto:
–¿Te sacaste el título?
Me mira por segunda vez en el día antes de apartar
rápidamente la mirada.
–Sí –me dice Jackie–. El año pasado, ¿no? Y la licencia.
Ahora es arquitecto colegiado.
Hazel dice algo..., algo sobre lo bueno que será para
nuestros fines. Pero por un momento no oigo más que un
ruido sordo.

Me relajé en la silla, mirándole fijamente a través de una


mesa puesta para dos.
–Creo que podrías volver, si quisieras. Tienen un montón
de opciones online para estudiar. Depende de ti, pero... tú
mismo lo has dicho: tu padre quería que te sacaras la
carrera. ¿Y quién sabe? Tal vez te daría cierta ventaja
cuando, inevitablemente, abras una sala de exposición.
Le guiñé un ojo con picardía y sus ojos se posaron en mis
labios cuando me llevé la copa hacia ellos.

–Sí, puede hacerse. –Su voz atraviesa mis recuerdos.


Parpadeo y le está diciendo a Hazel cuáles son las opciones.
Parpadeo y ya ha terminado la carrera. Siento un dolor
punzante en el estómago, como una vieja herida que nunca
ha cicatrizado del todo, pero vuelvo a centrarme.
–No será barato –añado.
–Bueno, háblalo conmigo. Quizá podamos ajustar el
presupuesto –dice Hazel. Jackie se vuelve hacia Hazel y
susurra tan bajo que apenas puedo oírlo por encima de la
brisa–. ¿Te parece bien? Podemos ir a otros sitios.
–Otros sitios no serán tu antiguo estudio de danza en tu
ciudad natal –dice Hazel, y la besa con cariño.
Noto que empiezan a sudarme las axilas. Siempre es
increíble cuando a la pareja le gusta tanto algo que quiere
hacer un hueco en el presupuesto para ello, pero nunca
quieres que se arrepientan de haberte dado tanto dinero
para que jugaras con ?l. Tiene que ser espectacular.
Cuando volvemos a bajar, le digo a Elliot:
–Queríamos saber qué piensas del techo.
Observo cómo inclina la cabeza hacia atrás y recorre las
vigas con la mirada.
–¿Quieres un país de las maravillas floral al completo?
¿Arriba en el suelo, abajo en el techo? –pregunta.
Es sorprendente lo bien que terminamos los pensamientos
del otro. El estómago me duele al sentir la nostalgia de todo
esto. –Estaba pensando en candelabros suspendidos, pero
dime lo que ves –digo.
–Ya tenemos las rosas de color rosa en el diseño. Podemos
hacer candelabros suspendidos. Añadir paniculata. Que
parezca una nube, como lo fue la de tu madre.
Lo dice como si nada. Como si no hubiera sido el principio.
Como si fuera un simple trabajo para él, no la primera vez
que estuve en la trastienda, o la primera vez que le
pregunté por sus tatuajes.
Hazel me mira con avidez, sin apartar los ojos del techo.
Jackie dice:
–¿Elliot se encargó de la boda de tu madre? Qué bonito.
–Sí, una de ellas. –Me aclaro la garganta–. ¿Cuál es tu otra
idea? ¿Si no son candelabros suspendidos?
Señala las vigas altas que suben por las paredes de
ladrillo.
–Estructuras. En forma de árbol. Grandes columnas que
hagan mirar hacia arriba, con grandes piezas en la parte
superior. Quizá no quieras ceder espacio, pero también
existe la opción de alquilar cortinas blancas o piezas de
carpa de Michelangelo.
–Una carpa exterior falsa –digo, mirando la sala–. Con
luces encima, podría parecer un cielo nocturno.
–Creo que me voy a desmayar. –Jackie se ríe–. Estáis
describiendo cosas tan bonitas. Siento que necesito verlo.
–Claro –digo cogiéndola del brazo–. Dejaremos que Elliot
se ponga manos a la obra, pero haré una maqueta de
algunos diseños y se los enviaré, luego él les añadirá el
diseño floral. Es un esbozo, pero así podemos verlo todo
junto.
Le miro para asegurarme de que nuestro antiguo método
sigue funcionando. Dirige la mirada hacia el techo y se
rasca el cuello con los dedos.
Es entonces cuando la veo. La tinta. Se me para el
corazón. No sé si viene de su pecho o de su hombro, pero
hay un tatuaje asomándose por su cuello.
Uno nuevo.
Apenas le echo un vistazo y tengo que apartar la mirada.
Mi cabeza va a mil por hora mientras Jackie le dice algo.
Me duele saber que hay un tatuaje que no puedo mirar ni
tocar. Que nunca podré preguntarle qué flor extinguida vive
en su piel.
Me trago ese dolor, dándoles la razón en que es hora de
irse. Me siento vacía. Ojalá nunca lo hubiera sabido.
Busco en el bolso la llave para cerrar y me tocan el codo.
Mi cabeza se inclina hacia un lado y son los dedos de Elliot
los que me detienen. Deja que Hazel y Jackie salgan a la luz
del sol y vuelve a inclinar la cabeza hacia el techo. Espero,
pendiente de él. De lo que tenga que decirme en privado.
–Tendrás que hacer algo con los murciélagos –dice.
Miro fijamente hacia donde él está mirando. Y sí. Son
murciélagos. Respiro hondo y le doy las gracias.
Será mejor que me olvide de los tatuajes y de los dedos
ligeros como plumas en el codo.
Tengo mucho trabajo que hacer.
13
Elliot
Hace tres años, cuatro meses,
dos semanas y dos días

Puede que se haya superado a sí misma. He hecho un buen


número de bodas y eventos en el Old Sugar Mill, pero
ninguna como esta.
Ha alquilado carpas y seda que parecen aumentar la
altura de la sala en lugar de limitarla. Hay lámparas
escondidas en alguna parte que proyectan suficiente luz
sobre el techo para atraer la mirada hacia arriba. Ha elegido
mesas rústicas en lugar de redondas, y yo solo estoy aquí
para añadir un poco de magia. Estoy arrastrando la carretilla
hasta el lugar de la recepción cuando por fin la veo. Lleva
un auricular en una oreja y está distribuyendo un montón de
tarjetas con nombres en la mesa. Me saluda con la mano,
pero no se acerca a saludarme.
Lo cual está bien.
Da igual.
Estamos trabajando.
Llevo la carretilla de mano de vuelta al aparcamiento para
cargar más flores. Me detengo en la bifurcación del camino,
donde hay una cesta de flores junto a un cartel que indica el
camino a los invitados, cuando ella aparece de la nada,
moviéndose con rapidez.
–¡Ah, qué bien! ¿Puedes agarrar el tablón y colocarlo? Está
pegado a la pared. –Señala y corre.
Antes de que pueda decir que no, se ha ido. Suspiro, tiro
de la cesta con un brazo y agarro la parte superior del
tablero con el otro. Cuando le doy la vuelta, el nombre de la
boda y la fecha están dibujados con tiza, junto con los
hashtags de las redes sociales. Lo levanto y lo dejo en el
camino, con la cesta delante. Estoy retocando el arreglo
cuando oigo el ruido de sus tacones al volver del
aparcamiento.
–¡Genial! ¿Lo mueves a la derecha del camino?
La fulmino con la mirada por encima del hombro, pero
para cuando sus cortas piernas me han alcanzado, lo he
arrastrado todo al otro lado.
–Fantástico. ¿Puedes venir un momento? Necesito a
alguien alto.
Y vuelve a desaparecer.
–¿A alguien alto? –La sigo.
–¡Sí! ¡Dos segundos! –Gira en círculo para responder, pero
continúa su camino hacia el interior.
–Ama, ¡necesitas un ayudante! –Agita la mano sobre su
cabeza como si me hubiera oído–. A ser posible uno alto –
murmuro. La sigo de vuelta al interior y la alcanzo
enseguida. Por el camino, agarra una servilleta mal doblada
de la mesa, sin perder el ritmo, se la entrega al equipo de
montaje indicándole el número exacto del asiento del que la
ha cogido.
–Whitney estaría orgullosa –digo con un tono un poco
burlón. Ella no lo capta.
–¿De verdad? ¿Eso crees? –Me mira y me dice–: Estás muy
guapo.
Y así, mi concentración y mi confianza mueren. Me paso
una mano por el pelo, nervioso. Es solo una camisa de
cuadros y mis mejores vaqueros, pero el hecho de que se
haya dado cuenta de algo significa que es demasiado. Sabía
que no tenía que construir nada aquí, solo llevar la carretilla
de un lado a otro para descargar los centros de mesa.
–Vale –dice Ama, señalando hacia arriba, hacia el dosel–.
Se ha caído y se ha desenchufado este hilo luces.
–Ama... Ni siquiera yo puedo llegar hasta ahí. Está como a
tres metros de altura.
Ella asiente con brusquedad.
–Vale. Bien. Entonces tal vez puedas levantarme y yo...
–Largo de aquí. –Le hago señas para que se vaya–.
Buscaré una escalera.
–Gracias, gracias, gracias –dice. Me da un apretón en el
brazo y, antes de que pueda preguntarme qué hace tan
cerca de mi cara, me roza la mandíbula con los labios.
Se va antes de que pueda ver el calor que se extiende por
mi cuello. Me paso los nudillos por el lugar, esperando que
ya no haya carmín, y veo cómo se lleva dos servilletas más
mientras se dirige a la zona de la ceremonia.
Para cuando encuentro una escalera, arreglo el enchufe y
la llevo de vuelta al armario, ella me pisa los talones.
–Dios, Elliot. La he cagado.
La miro por encima del hombro mientras vuelvo a meter
la escalera en el armario.
–¿La has cagado?
–No hay suficientes. –Está agotada, con los ojos como
platos y la voz chillona–. Los centros de mesa.
Miro más allá de ella y veo el filo de las mesas.
–¿No puedes espaciarlos?
–Están demasiado espaciados. –Se pasa la mano por el
pelo e intento no volver a ver cómo le cae sobre la cara–. No
es por las flores. De verdad. Es la decoración de alquiler. Los
globos y las luces. Hacen falta tres más por mesa.
Cierro la puerta del armario y me muevo para ver mejor la
zona de la recepción. Es algo que solo vería si ella me lo
hubiera señalado. Y lo ha hecho. Y ahora es lo único que
veo.
–No quería sobrecargar las mesas, ya que esto es mucho
más minimalista. Dejar que la sala brillara –dice–. Pero
ahora pienso que debería haber optado por decoración
floral. ¿Tienes algún jarrón de reserva en el camión? ¿Para
poder usar algunos de los arreglos y distribuirlos un poco?
–Cuando son de cristal, traigo jarrones de sobra, pero
estos son cubos, así que...
Se muerde el labio y mira la estancia con disgusto.
–¿Puedes volver a la tienda y preparar algo?
–¿Preparar algo? –repito con sarcasmo–. ¿La boda no
empieza en una hora? Hasta la tienda ya tardo media hora.
–La ceremonia durará unos cuarenta y cinco minutos. –
Tiene los ojos muy abiertos y suplicantes–. Por favor, Elliot.
Esto es tan embarazoso. Pensé que lo había clavado. De
verdad. Llevo tres años soñando con el diseño de este
sitio...
–Vale, vale.
Cojo la carretilla y la llevo al aparcamiento. Me grita
gracias y me pide disculpas, y una parte enfermiza de mi
cerebro se pregunta si volverá a darme un beso en la cara
cuando termine.
El Old Sugar Mill está en una estrecha carretera que
bordea el río de Sacramento, así que no hay mucho margen
de maniobra para el exceso de velocidad. Vuelvo a la tienda
con algunas ideas dándome vueltas en la cabeza. Arrastro
una caja hacia abajo con el resto de los cubos y cojo otra
caja que tiene versiones más pequeñas. Ella tenía un buen
instinto en cuanto al minimalismo, así que creo que poner
versiones más pequeñas a lo largo de los espacios vacíos
complementa bien la idea original. Durante veinte minutos,
mis manos trabajan de manera automática, arrancando
rosas blancas y tallos de eucalipto de todas partes. Cuando
vuelvo a cargar la furgoneta, solo faltan diez minutos para
que empiece la boda.
Al volver, oigo a alguien leyendo «El amor es paciencia, el
amor es amabilidad» por el micrófono del jardín de atrás
mientras cargo la carretilla. La rueda oxidada no está hecha
para colarse en una boda que ya ha empezado, así que
avanzo despacio hacia la puerta lateral de la recepción. Una
vez dentro, Ama me ve desde su sitio frente a las puertas
acristaladas, pendiente de la ceremonia. Se cuela dentro y
se acerca a mí a toda velocidad mientras arrastro la
carretilla hasta la primera mesa.
–Versiones más pequeñas. No saturarán...
–Son perfectas. Dios, parece que siempre había tenido un
plan. Me quita dos y cruza al otro extremo de la mesa.
–Tenías un plan. Era bueno –le digo.
Me sonríe.
–¿Las pones en una factura aparte? Puede que tenga que
pagarlas yo.
Estoy a punto de hacer el muy caballeroso gesto de no
cobrarle, pero veo que sus dedos arrancan un pétalo de una
de las rosas. Luego dos más.
–Esta está muerta –dice, arrancando toda la flor y el tallo
del manojo.
–No está muerta. Tiene una enfermedad fúngica...
–¿Quieres que deje las enfermas?
–Estoy diciendo que son sobras.
–Y estoy haciendo que no parezcan sobras –dice con
naturalidad. Sus ojos se dirigen a la ceremonia en el césped
y su mano se acerca al auricular que lleva en la oreja–.
Recibido –dice–. Estaré allí en treinta segundos. –Se gira
hacia mí–. ¿Puedes repartirlos? ¿Los más pequeños en el
centro y los más grandes en los extremos?
Abre la puerta de un empujón y se va. Me muevo entre las
mesas, dándome un respiro. Cuando vuelve a asomar la
cabeza, estoy a punto de terminar, pero me dice:
–¿Tienes dos pilas doble A?
Parpadeo.
–No.
–¿Puedes preguntarle al personal? El mando a distancia
para proyectar las diapositivas no funciona. Usé todas mis
AA la semana pasada y olvidé reponerlas.
Frunzo el ceño y le digo:
–Ama, necesitas un ayudante.
–¡Hoy tengo dos! –dice, alegre, como si eso resolviera mi
problema, y vuelve a cerrar la puerta.
Echo los hombros hacia atrás y me dirijo a la sala de
restauración, mientras pregunto a todos los trabajadores si
llevan encima o guardan en el coche algo con pilas. Al final,
la encargada del local se apiada de mí y abre la pequeña
linterna que lleva en el bolso. Me pone las pilas usadas en la
mano y me reúno con Ama en la puerta con ellas.
–Vale, ¿eso es todo? –pregunto con todo el sarcasmo que
puedo, pero ella se limita a sonreír y a darme las gracias.
Cuando me cierra la puerta, corro para arrastrar la
carretilla por el lateral del edificio, haciendo todo el ruido
que me da la gana. Llego al jardín trasero justo cuando los
invitados se ponen en pie para caminar hacia el pasillo y
apenas espero a que la última persona desaparezca antes
de empezar a desmontar la decoración floral de la
ceremonia. Una parte se reutiliza y otra se dona.
Una vez cargada la furgoneta, me detengo en el
aparcamiento. Debería subirme y volver a la tienda para
limpiar. Por la tarde me llegan algunos pedidos de flores
para el sábado por la noche, pero en general la cosa está
tranquila. Nada de pedidos por teléfono si no son días
laborables. Solo me perdería la comida de los proveedores,
por muy buena que sea, pero alejarme de las peticiones
insensatas de Ama y de su boca teñida de burdeos me
parece una prioridad mayor.
Estoy cerrando la puerta trasera cuando mi teléfono vibra.
Es un mensaje de Ama.

AMA: He guardado algunos canapés para nosotros.

Podría irme ahora mismo. Debería irme.


Pero en lugar de eso, le mando un mensaje a Ben para
preguntarle si puede acercarse a la tienda. Vuelvo a la
puerta lateral y camino a través de la bodega, ahora
abarrotada, mientras los invitados van corriendo a beberse
todo el vino gratis que puedan. Ella está al otro lado de la
puerta de la cocina y tiene una servilleta con unas cuantas
cosas que parecen quiches. Sus ojos se iluminan cuando me
ve, y quizá merezca la pena. Me como el aperitivo y tarareo
sorprendido mientras ella habla con alguien por el auricular.
–Qué bueno, ¿verdad? Hay más. Iré a por ellos.
Todavía estoy comiendo cuando desaparece, trato de
averiguar si soy su acompañante en esta boda.
Me quedo en la cocina y miro por la ventana hacia el salón
principal. Es precioso. Una vez que la feliz pareja ha entrado
en la recepción, Ama vuelve hacia mí, haciéndome un gesto
con la cabeza para que la siga por un pasillo. Lleva una
bolsa grande. –¿Crees que ha quedado bien? –me dice,
abriendo la puerta de una sala donde guardan el vino. Es
enorme y está vacía, excepto por los barriles apilados en
pirámides contra la pared.
–Sí. Tenías razón sobre los centros de mesa. ¿Qué... qué es
esto?
–Tengo que colocar velas votivas –saca de su bolso una
bolsa de velas del tamaño de Walmart y un montón de
bolsas de papel– en estas bolsas de papel. Algo así como un
farolillo. Cuando se ponga el sol, las pondré fuera.
–¿Por qué no tienes un ayudante para estas cosas?
Abre la bolsa de velas votivas sobre la superficie plana de
un barril.
–Están supervisando el catering. Y son mis hermanastros
más jóvenes, así que no me fío del todo de ellos en lo que
respecta al fuego.
Noto que estoy agotado, como si me hubieran chupado
toda la energía. Y, por alguna razón, me siento
increíblemente estúpido. Aunque me contrataron para estar
aquí, como su proveedor, no estoy actuando como su
proveedor.
–No puedo ayudar con eso. –Tengo la voz ronca.
Me mira fijamente.
–Vale. Tienes que volver, ¿eh?
Sigue moviendo las manos con rapidez para abrir bolsas e
inclinar mechas, y me irrita que no pueda detenerse un
segundo y oír cómo me cabreo con ella.
–Necesitas otro ayudante. Tal vez uno alto. Porque yo no
puedo aparecer los sábados y ayudarte a gestionar las
cosas.
–No, claro. ¡Desde luego!
Sonríe alegre, y eso me cabrea más.
–Y cóbrame las clases de publicidad y marketing que me
disteis Mar y tú el mes pasado. Agradezco las fotos nuevas
que conseguí para la web y para Instagram, pero no puedo
permitirme que vengas y te apoderes de mi tienda así como
así.
Mis palabras son cortantes, y al fin deja las velas.
–Vale...
–Y deja de traer putos dónuts a mi tienda. –Le apunto con
el dedo a la cara–. No me los como. Son asquerosos. Y dejas
la caja cada vez...
–¡A lo mejor deberías probar uno para saber si son
asquerosos! –Se pone las manos en la cadera.
–Son poco profesionales, Ama. No los quiero en mi tienda.
Algo hace clic en su mirada. Se le tensa la mandíbula.
–Pues ya no los tendrás ni a ellos ni a mí en tu tienda –
dice acalorada–. Hay muchas floristerías...
–Oh, por favor –espeto–. ¿Crees que harán todo lo posible
en Relles con tu actitud? ¿Hacer recados de vuelta a la
tienda y dejar que te cueles en sus mensajes directos a las
once de la noche?
Se ríe, y hay una chispa de dureza en sus ojos oscuros.
–Si no quieres que te mande mensajes cuando estás en la
cama, Elliot, puedes responder por la mañana. –Entrecierro
los ojos, pero me corta–. Lo que haces no es tan especial.
Puedo encargar arcos para bodas y candelabros
suspendidos en San Francisco con mucho menos escándalo.
–¿Escándalo? ¿Yo soy el escandaloso? Tú eres la
escandalosa. –¡Yo no soy escandalosa!
–¡Estás armando un escándalo ahora mismo!
Da un paso alrededor del barril, me apunta con el dedo
como he hecho yo antes y quiero agarrarla.
–Tú eres el que está armando un escándalo por unas velas
votivas. Vete ya. Envíame una puta factura por todo el
tiempo que has perdido hoy.
Estoy a punto de dar media vuelta y largarme, pero en
vez de eso me encuentro dando un paso hacia ella.
–Búscate un puto ayudante. No le pidas a cualquier idiota
ante el que puedas batir las pestañas que te ayude con la
escalera –ella jadea, indignada– o que te rediseñe las mesas
del convite.
–Oh, vaya, vaya. Añade el daño emocional a tu factura. Te
pagaré cien dólares por haberte puesto a buscar pilas hoy. Y
oye –gruñe. La sangre me late en los oídos–. Un consejo
profesional. No le regales una flor sudamericana rara a
todas las chicas que «batan las pestañas» ante ti. Vas a
arruinarte.
Tengo la respiración agitada. Estoy tan cerca de ella que
podría besarla si diera un paso adelante...
Y supongo que está pensando exactamente lo mismo,
porque me agarra por los hombros y yo la agarro por la
cintura. Me rodea el cuello con dos brazos y se aprieta
contra mí.
La presión de sus labios sobre los míos me enciende el
pecho y mis dedos se enroscan en su pelo como si fuera un
salvavidas. Tropezamos hacia atrás y mis hombros chocan
con la pared de ladrillo. Me oigo gemir.
Tira de mi cabeza hacia la suya con avidez, acercándose y
manteniéndome contra los ladrillos. Sus labios echan aire
contra los míos entre besos bruscos, y quiero detenerme y
preguntarle: «¿Quién de los dos ha hecho esto?». Pero tiene
los dedos en mi pelo y su lengua se desliza en mi boca, y la
cabeza me da vueltas.
Oigo un sonido suave en su garganta, un maullido, un
gemido, y le inclino la cabeza hacia atrás con la mano para
besarla con más intensidad. Vuelve a ocurrir cuando deslizo
el otro brazo por su cintura, nuestras lenguas bailan y nos
mordisqueamos los labios.
Cuando se detiene, noto su aliento cálido golpeándome en
la boca y, al abrir los ojos, me preparo para lo peor: su
expresión de pánico o incluso que se ría de mí. Pero antes
de que abra los ojos, posa la boca en mi mandíbula, justo
donde me ha dado un beso hoy.
Mi polla se estremece y sé que ella lo nota. Con lo cerca
que está, puede sentirlo todo.
Cuando me muerde, me brota un gemido de la garganta y
le rodeo la espalda con los brazos, acercándola más de lo
imposible. Empieza a succionarme el cuello, justo por
encima de la clavícula, y puede que me desmaye.
–Ama...
Me enrosca los dedos en los hombros y un gemido sale de
su garganta. Le recorro la columna vertebral con las manos,
cada vez más abajo, y cuando su trasero se curva a la
perfección desde la parte baja de su espalda, mis caderas
se lanzan hacia ella sin permiso. Jadea contra mi cuello y no
tarda en volver a unir nuestras bocas.
No me atrevo a bajar las manos hasta su culo, su culo
espectacular, un culo que no tiene ni idea que deseo de
todas las formas posibles. Le devuelvo el beso sin mucha
delicadeza, completamente abrumado por su cuerpo sobre
el mío, su boca sobre la mía, su lengua por todas partes.
Sus dientes se vuelven más bruscos, la boca más insistente.
Apenas puedo respirar.
Sus manos abandonan mis hombros y empiezan a
subirme la camisa, levantándola hasta que me toca el
estómago.
Estoy empalmadísimo. Bajo las manos y aprieto con mis
dedos su trasero, y entonces siento que podría deshacerme
en sílabas y gemidos para el resto de mi vida.
Noto sus manos moviéndose alrededor de la cintura. Y
luego el ruido seco de mi cinturón abriéndose.
La agarro por las caderas y la empujo hacia atrás. Separa
la boca de la mía y me giro hacia un lado con rapidez.
–Vale, vale, vale –murmuro–. Bien, vale.
–¿Qué pasa?
Está sin aliento. Y me gustaría poder verle la cara, ver si le
brillan los ojos, si está sonrojada, ver qué aspecto tienen sus
labios después de que los haya besado. Pero si la miro, me
correré. Si tengo las manos sobre su cuerpo un segundo
más, estaré acabado.
Así que digo la primera estupidez que se me pasa por la
cabeza. –¿Estás a cargo de esta boda o qué?
Intento recuperar el aliento cuando la oigo burlarse.
–¿Cómo dices?
–¿No tienes que volver?
Joder, tengo la polla dura. Presionándome contra la
cremallera. El cinturón desabrochado se burla de mí.
–¿Estás de broma? –Su voz es aguda. Enfadada.
Cierro los ojos y me giro hacia ella, apoyándome en la
pared. –Lo siento. Es que... voy a correrme.
Vuelvo a estar en primero, enterándome por Madison
Bailey y una habitación llena de sus amigas de que el juego
de la botella no es nada impresionante. Joder, tengo que
superar lo de Madison.
Se mueve y en parte espero que se marche. Siento su
calor antes de verla.
–De eso se trata. –Su aliento me calienta el cuello.
La miro y es peor. Está sonrojada, eléctrica, hermosa. Ni
siquiera se le ha corrido el pintalabios, pero hay algo en su
boca que deja claro que la he besado.
Despacio, sube las manos hasta mi botón y mi cremallera.
–Va a ser muy rápido –le advierto.
Sonríe.
–Bien. Porque tengo una boda a la que volver...
Inclina la cabeza hacia arriba para besarme de nuevo, y
mi cremallera se desliza hacia abajo en medio del silencio.
Tengo la respiración acelerada y agitada, pero la beso
despacio, quizá algo descuidado. Me mete la mano en los
vaqueros y me quedo sin aire.
–Oh –susurra.
Apenas puedo abrir los ojos con la suave presión de sus
dedos sobre mis calzoncillos, pero ahora me entra el pánico.
–¿Qué? ¿Pasa algo?
Tiene la mirada clavada en mi barbilla, pero está
desenfocada. Sus labios forman un hermoso «oh», y si no
temiese que estuviera a punto de decirme que me pasa
algo en la polla, volvería a besarla. Mueve los dedos a lo
largo de mi miembro y veo que sus pestañas se agitan igual
que necesitan hacer las mías.
–Todo está bien –dice con una sonrisa–. Todo está muy
bien. Me mira con una especie de sonrisa secreta, y con mi
expresión debo estar diciéndole que no la entiendo.
–Tienes un buen tamaño –aclara, un rubor tiñe sus
mejillas. Empieza a acariciarme a través de los calzoncillos,
suave, pero con firmeza. Me mira fijamente y no puedo
apartar la mirada. No mientras su mano me está haciendo
eso.
–Ah, bien. Sí. Genial –balbuceo.
Entonces mete la mano en mis calzoncillos y volvemos a
estar al borde del clímax. Le sujeto la cara y tiro de ella para
que me bese. Siento su sonrisa en mis labios. Me rodea con
los dedos y empieza a bombear. Me la voy a follar. Algún día
me la follaré y conseguiré volverla igual de loca. Tiene la
boca abierta, aceptándome mientras la saboreo una y otra
vez. Mis caderas empiezan a sacudirse. Ella ni siquiera ha
empezado y yo voy a estallar. Gimo en su boca y ella me
aprieta más fuerte, más rápido...
–Elliot –gime, y ese es el final.
Veo destellos blancos detrás de los ojos. La mente se me
llena de color y sonidos. Me estoy corriendo en los vaqueros
con su mano bombeándome con rapidez, su dulce aliento en
mi cara, sus labios rozándome la comisura de los labios.
Cuando puedo abrir los ojos, está sacando la mano de mis
vaqueros. La agarro de la muñeca y le limpio los dedos con
la parte interior de mi camiseta. Antes de que pueda decir
nada, nos hago girar, la aprisiono contra la pared y le meto
la lengua en la boca. Ella jadea y yo la beso con más
profundidad. Alcanzo con las manos el borde de su vestido y
se lo subo por los muslos.
Sonríe contra mi mejilla mientras me muevo para besarle
el cuello.
–Tengo que volver. –Suena melanc?lica, insegura.
–Puedo ser rápido –le susurro al oído.
Le subo el vestido hasta la cintura y por fin le toco el culo.
Ella gime y yo succiono sus pulsaciones, deslizando los
dedos para hundirlos en el encaje.
En algún lugar se oye un suave pitido y, antes de que
pueda averiguar de qué se trata, se lleva la mano al
auricular que por arte de magia sigue en su oreja y lo toca.
–Ama. –No oigo lo que dice la otra persona, pero ella
responde–: Genial. Voy para allá.
–No, no lo hagas –le digo una vez que termina la llamada–.
Seré rápido.
–Tengo que irme. Al parecer, el catering no tiene más
remedio que mover el culo. –Sonríe y se pasa la mano por el
pelo. Le paso los dedos por la franja de encaje que le cruza
el vientre. –Te prometo que puedo...
Me agarra por la mandíbula y me besa con intensidad. Es
un adiós, pero tengo que intentarlo.
–Tengo que saber lo mojada que estás –susurro contra sus
labios–. Tengo que saber... –Mis dedos bailan sobre el
encaje.
Tiene una mirada ardiente y unos labios traviesos cuando
dice: –La próxima.
Me empuja por los hombros y doy un paso atrás a
regañadientes. Tengo un estropicio en los vaqueros del que
debo ocuparme cuanto antes, pero no quiero que esto se
acabe.
Sin apenas tirar del vestido, ya está lista para volver a
salir. Y de repente me avergüenzo de lo diferentes que han
sido nuestras experiencias. No debería haber dejado que me
metiera la mano en los pantalones hasta que hubiera hecho
que se corriera. Pero el eco de «la próxima» me zumba en la
sangre cuando esboza una sonrisa por encima del hombro,
abre la puerta de golpe y se marcha danzando.
Me quedo solo durante unos minutos, intentando
averiguar qué ha pasado y cómo hacer que vuelva a pasar.
Preparo veinte velas votivas antes de volver a mi furgoneta
con cautela, con la esperanza de que mi ropa del gimnasio
siga debajo del asiento.
14
Ama
Mayo

Despierto sobresaltada de un sueño muy agradable. Elliot y


yo estábamos otra vez en el Old Sugar Mill para la boda de
los Robinson. Pero en lugar de que yo lo masturbara, él se
arrodillaba más rápido que una bala. Todavía tengo los
dedos apretados alrededor de las sábanas que habían
estado sustituyendo a su pelo.
Me palmeo las mejillas con ambas manos y luego me froto
los ojos. Quizá sea porque hace tres semanas que no lo veo
ni sé nada de él. Volver a incluirlo en mi vida en una
situación tan estresante como la boda de Jackie y Hazel no
me ha dado tiempo a procesar mis emociones. O mi libido.
Siempre pensé que era atractivo. Incluso cuando tenía
veinte años y seguía a Whitney como un cachorrito.
Desempaquetaba todos los centros de mesa mientras su
padre charlaba con todo el mundo, y a veces me ponía en
su camino a propósito solo para obligarle a decir «Perdona».
No lo conocía lo suficiente para saber que esas palabras no
forman parte de su vocabulario. Solía limitarse a decir
«Muévete».
Pero ahora, al volver a estar cerca de él, oír su voz, oler su
loción para después del afeitado o su gel de baño o lo que
sea, me siento como entonces. Ha vuelto a mi vida durante
un puñado de semanas y luego ha vuelto a desaparecer. Y
está claro que nunca volverá a ser como antes. Tendré que
vivir con el hecho de que nunca volveré a sentir sus dedos
en mi pelo, y que hay tinta en su piel que mi boca nunca
tocará.
Me recuerdo a mí misma que nada de esto ayuda. Esta
mañana vuelvo a verlo, y el abanico que va de cachonda a
doliente es una forma absurda de empezar el día. Retiro las
sábanas y me doy una ducha fría.
Hoy es el día de la visita de las localizaciones. Algunos de
mis mejores proveedores se reunirán conmigo primero en
casa de los padres de Jackie, donde está previsto el brunch,
luego en el restaurante Firehouse de Old Sacramento, donde
será la cena de ensayo, y después una parada rápida en el
lugar de la recepción solo para mí y George, de
Michelangelo Event Rental. No hay por qué asustar a los
demás con el estado del edificio. Ya he arreglado los
permisos con Hal. Lo único que me está dando problemas es
cerrar la calle alrededor del parque, pero lo solucionaré.
Estoy entrando en el coche cuando suena el teléfono, así
que conecto el bluetooth y contesto.
–Hola, Osito –entona la voz de mamá, suave y dulce.
–¡Hola! ¿Qué tal?
Ya puedo adivinar de qué se trata, ya que el espectáculo
de mierda que fue la Pascua en casa de su marido todavía
me tiene conmocionada.
–Solo quería que supieras que lo mío con Carl no va a
funcionar.
Cuando salgo de la entrada de mi casa, utilizo un guion
que he perfeccionado a lo largo de los años.
–¿Qué? Oh, no. Mamá, qué pena. ¿Qué ha pasado?
–Ya sabes, algo no iba bien. Me costaba verlo, pero ahora
que lo hemos hablado me siento mucho mejor.
–Era uno de los buenos, pero ¿sabes qué? Tú también –
digo de memoria.
–Sí, sí. –Habla con un poco de melancolía–. Y a Jake
también le gustabas. Dijo que le gustaría ayudarte con más
bodas si alguna vez lo necesitas.
–Claro –digo, poniendo los ojos en blanco. Irá al Rolodex
con el resto de los hermanastros.
–Bueno, escúchame –dice–. Me mudo hoy, solo me llevo
un par de cosas. ¿Puedo quedarme un par de días en tu
casa hasta que encuentre otro sitio?
Respiro hondo. Este es el patrón. Mamá se muda conmigo
una semana. Mamá compra una casa nueva. Mamá conoce
a un nuevo hombre y abandona dicha casa. Mamá se casa
con el nuevo hombre y vende la casa. Mamá se divorcia del
nuevo hombre. Mamá se muda conmigo. Etcétera. Y así
siempre. –Claro. Hoy estoy hasta arriba de trabajo, pero
estaré en casa a la hora de la cena. Podemos cenar chino
juntas.
–Me encantaría. Pasaré dentro de una hora. Tengo mi llave
–dice.
–Fantástico. No... no limpies mi habitación. Y cuando
ignores mi petición y la limpies, no me escondas el vibrador.
–No lo escondí, Ama. Lo puse en el armario donde ningún
invitado pudiera ofenderse...
–Vale, no toques mis juguetes sexuales, por favor. Te
quiero, ¡adiós!
Le cuelgo. Cynthia Jones, la mujer que no necesita
vibradores. Ha estado con un hombre el noventa por ciento
de su vida adulta. Y, además, un hombre nuevo, así que no
hay margen para aburrirse de una persona.
Voy a ver al señor Kwon a J Street Donuts y me ofrece una
docena de dónuts antes de que se cierre la puerta.
Los padres de Jackie viven a unos veinte minutos de la
Rosaleda, en un barrio de Sacramento con bastante clase
que se llama Carmichael. Me acerco a una lujosa casa de
dos plantas y me recuerdo que tengo que preguntarle a
Jackie a qué se dedican sus padres. Qué maravilla. Su
madre, Kim, me da un fuerte abrazo y se queja del azúcar
procesado mientras elige un Boston de crema. Jackie me
recibe en la cocina.
–¡Qué casa tan bonita, chica! ¿Creciste aquí? –Elijo un
dónut y me apoyo en la isla de la cocina.
–¡Sí! Pero estoy segura de que no es nada en comparación
a donde creció usted, señorita del St. Joseph.
Me encojo de hombros. La casa de mi infancia no se
parecía en nada a esta, pero era bonita. Kim toma otro
dónut a hurtadillas mientras me agarra del codo y me da las
gracias por todo. –Jacqueline está enamoradísima de ti –dice
Kim con una sonrisa–. Espero que no te importe, pero tengo
una petición diminuta.
–Claro, ¡por favor!
Kim se lleva una mano al corazón.
–Tenemos una reliquia familiar que me encantaría
incorporar en algún sitio. Es una cuba que creo que podría
usarse como una especie de cuenco.
Jackie dice:
–Creo que tal vez en la recepción. ¿Lo llenamos de hielo y
colocamos las bebidas dentro?
–Eso suena... mucho más elegante que un barril de
plástico. Adelante. –Me río–. Hazel ya me estaba hablando
de botellas de cerveza artesanal, así que quizá las
coloquemos en la cuba. Kim da una palmada y parece a
punto de echarse a llorar.
–Eso me haría muy feliz. Mi padre falleció hace unos años.
Le doy un apretón en la mano y dejo que me cuente
algunas historias sobre él. Cuando suena el horno, Kim va a
sacar los rollos de canela que se ha tomado la molestia de
hacer. Me vuelvo hacia Jackie.
–Vale, cuéntame lo que estamos pensando antes de que
llegue todo el mundo.
Ignoro la punzada de ansiedad que me invade el pecho
cuando recuerdo que Elliot forma parte de ese todo el
mundo y sigo a Jackie hasta la entrada.
–Estaba pensando que podríamos guardarlo todo en el
salón comedor porque tenemos puertas acristaladas que se
abren –dice Jackie, llevándome a una habitación con techos
altos y muebles a los que parece que les acaban de quitar el
plástico.
–Vaya. Es precioso. –Recorro la chimenea de ladrillo y los
cojines colocados a la perfección con la mirada. De hecho,
las puertas de cristal dan al comedor y este, a su vez, a la
cocina–.
Has dado en el clavo. Una mesa larga en el centro de
estas dos habitaciones.
Mientras hablamos del aparcamiento y del número de
personas, llaman a la puerta y se abre con indecisión. Veo
su mano grande agarrándose a la puerta y desvío la mirada
hacia el comedor antes de que entre del todo.
Diez minutos antes, como le enseñó su padre.
Jackie se aleja de mí para saludarle. Oigo a Kim preguntar
por su madre y, antes de que pueda responder, ya le está
guiando por la casa, hablando de dónde le gustaría que
hubiera flores. Jackie vuelve hacia mí, sacudiendo la cabeza
en tono juguetón. –Pida lo que pida, dale la mitad –dice–.
Vale, ¿por dónde íbamos?
–Me encanta el gusto de tu madre. La decoración es
genial. Ahora tengo que hablar con la empresa de alquiler
sobre lo que voy a traer.
Elliot se ríe de algo y me roba la atención. Kim le está
guiando por todo el recorrido y por fin puedo verle por
encima del hombro de Jackie. Sonríe muy pocas veces. Hace
una eternidad que no lo veía hacerlo, y me duele que esa
sonrisa no vaya dirigida a mí. Despejo la mente y me dirijo a
la ventana trasera para ver qué opciones ofrece el patio
trasero.
Jackie se me acerca.
–Así que... ¿salís?
Me vuelvo hacia ella tan rápido que oigo un crujido.
–¿Juntos? No. Dios, no. –Me río como una loca–. ¿Por qué...
por qué dices...? No. Nosotros no.
Jackie parpadea y abre la boca.
–Eh, no, me refiero a si sales con alguien. Ya sabes, con lo
que la palabra implica.
Se me desploman los hombros por la pérdida de
adrenalina y me masajeo la frente, avergonzada.
Dice:
–Pero si vas por ahí, yo estaría súper de acuerdo. Está
soltero... –Lo siento. Es que... –Agito una mano, buscando a
qué neurosis echarle la culpa–. Estoy tensa, supongo. No,
ahora mismo no estoy saliendo con nadie.
–¿Una mala ruptura? –supone.
Le dedico una media sonrisa.
–Algo así. No me van las relaciones a largo plazo.
–Bueno, ya sabes lo que podría ayudar a aliviar esa
«tensión» –dice en tono jocoso, y sigo sus ojos mientras se
deslizan de forma cómica hacia Elliot, que escucha con
atención a su madre hablar de crisantemos frente a
claveles. Él siente nuestra mirada y nos mira. Aparto la
mirada y Jackie saluda con la mano–. Lo siento, si estoy
haciendo el ridículo. Hay y yo tenemos una apuesta sobre
cuándo os acostaréis.
Encantador. Han confundido mi horror y mi silencio
petrificante de los últimos meses con coqueteo. Tarareo en
voz baja. –Vais a perder las dos. Os lo aseguro.
–¿No es tu tipo?
Mi poco hábil cerebro me proporciona recuerdos de mi
sueño de esta mañana, con mi rodilla sobre su hombro y la
espalda contra la pared de ladrillo del Old Sugar Mill. Y
entonces, para no ser menos, aparecen mis recuerdos más
reales: pétalos de rosa aplastados pegados a mi piel, hojas
en su pelo, su lengua por todas partes.
–No tengo un tipo –digo con descaro, girando sobre mis
talones y poniendo fin a la conversación.
De todas formas, es inapropiado. Si Elliot o Kim notan el
rubor en mis mejillas, no dicen nada.

Después de que George, de Michelangelo, haya visto la


distribución de la casa y de que tanto él como Elliot me
hayan dado su opinión sobre lo que pueden hacer, salimos
de la casa de los Nguyen y nos montamos en nuestros
coches para dirigirnos al restaurante Firehouse. Me ofrezco a
llevar a Jackie, y me doy cuenta de que está buscando una
buena razón para que Elliot y yo volvamos a ir en el mismo
coche, pero no la encuentra.
George ya ha celebrado un evento en el Firehouse y
conoce los servicios básicos del restaurante. Elliot ha dejado
centros de mesa antes, pero no ha trabajado en las
instalaciones. Lleva su cinta métrica para medir puertas y
esquinas.
Me encantan las cenas de ensayo. Menos invitados,
menos momentos irrepetibles, más alcohol. De hecho, tanto
el brunch en casa de los Nguyen como la cena de ensayo
están resultando muy agradables porque no incluyen la lista
del agente de Hazel, que ya me está dando dolor de cabeza,
a pesar de mi emoción por la posibilidad de conocer a Anya
Taylor-Joy.
La pared de rosas que Elliot está construyendo para la
recepción se traerá el día de antes y él se encargará de
traer los centros de mesa. George traerá los globos negros y
dorados y la cartelería. Eso es fácil. Ahora viene la parte
difícil.
Estamos en el aparcamiento del restaurante cuando me
dirijo a Elliot.
–Vale, los tres nos dirigimos al edificio de la Veintiuno para
enseñarle a George con qué estamos trabajando. –Parpadeo
contra la luz del sol y me llevo la mano a los ojos–. Así que
puedes irte. Sé que lo has visto.
–¡Oh, pero eres bienvenido a quedarte con nosotros! –
añade Jackie, muy servicial.
–Eh, sí, por supuesto. Eres bienvenido. Pero sé que estás
ocupado. –Me dirijo a los coches antes de que Jackie pueda
engatusarle más–. George, ¿quieres que vayamos juntos en
coche? Está un poco difícil para aparcar, y puedo dejarte
aquí después. –Sí, iré –dice una voz grave, cortando la
respuesta de George. Las llaves tintinean entre mis dedos,
rozando la puerta del coche. Miro a Elliot. Se encoge de
hombros con las manos en los bolsillos.
Jackie parece a punto de explotar. George tiene la boca
abierta como si estuviera listo para responder, si tan solo
alguien volviera a prestarle atención.
–¡Genial! Fantástico. –Sueno como un ratón de dibujos
animados. Las llaves por fin abren la puerta del coche, y veo
con horror cómo George y Elliot tratan de ser más
caballerosos el uno que el otro por el asiento delantero.
George es un hombre más corpulento, pero Elliot tiene las
piernas más largas, así que en realidad la cosa va a estar
igualada. George se queda con el asiento de delante, Jackie
se desliza en la parte trasera en el lado del pasajero, y veo a
Elliot alcanzar la puerta que está detrás de mí.
George y Jackie hablan de emisoras de radio, y yo estoy
esperando al cuarto chasquido de un cinturón para acabar
con esto de una puta vez. Puedo ver el borde de su
mandíbula en mi espejo retrovisor lateral.
–¡Vaya, tienes muchas luces encendidas en el panel de
instrumentos!
«Cállate de una puta vez, George». Cierro los ojos con
fuerza, esperando poder reírme y decir: «¡Sí! ¡Qué locura!».
–¿Vas en serio? Joder. –Su voz viene de detrás de mí, y
noto que se echa hacia delante, mirándome por encima del
hombro. El vello de mi nuca no sabe que tenemos
problemas, así que se eriza cuando dice–: ¿Qué cojones,
Ama?
Pongo la marcha atrás y salgo del aparcamiento.
–¡En el taller me han dicho que no pueden hacer nada! –
chillo con la voz de «¡Solo soy una cría!» que uso para salir
del paso. Jackie se ríe de mí, pero cada vez que veo a Elliot
por el retrovisor, sus ojos están clavados en mi nuca.
George se ofende bastante al oír que en un taller me han
dicho que no pueden hacer nada y quiere saber de qué
taller se trata, porque le gustaría evitarlo.
Llegamos al edificio sin morir en un terrible siniestro,
muchas gracias, y aparte de la forma en que alguien se
niega a mirarme de nuevo, todo va bien dentro. George está
muy preocupado cuando ve por primera vez el estado del
lugar, pero le cuento el plan sobre los permisos y las
inspecciones sanitarias, y empieza a sonreír cuando nos
vamos. Hace lo mismo que Elliot y se asegura de que sé lo
de los murciélagos.
Lo más difícil de hoy es que, aunque es la primera vez que
tengo que estar en su presencia en varias semanas,
también es la última vez que tendremos que vernos en casi
dos meses. Ahora cada uno seguirá su camino por un
tiempo. Es mayo, y la boda es en octubre. Mientras vamos
los cuatro de vuelta al aparcamiento del restaurante, no
puedo evitar mirar por los retrovisores más de lo necesario,
buscando en su rostro impasible alguna señal de vida.
No se despide cuando volvemos a los coches, y todavía
estoy concretando las cosas con un George muy hablador
cuando arranca la furgoneta. Sale del aparcamiento
mientras espero a que Jackie entre en mi coche para llevarla
a casa. Y entonces se va. No sé por qué ha vuelto al edificio
de la Veintiuno si lo único que ha hecho es fruncir el ceño.
Si todo va bien, esta será la última vez que lo vea durante
un tiempo. Me siento como una adicta que empieza a llorar
por él, incluso cuando su olor perdura en mi coche.
Tengo una boda a la vuelta de la esquina para la que sé
que él sería ideal, pero me da miedo preguntarle al
respecto. ¿Vamos a volver a trabajar juntos en bodas
después de esta? ¿O la boda de Jackie y Hazel es una
circunstancia especial que nos obliga a reunirnos? ¿Y qué
prefiero? Sé que cuando trabajo con él doy lo mejor de mí, y
me gustaría decir lo mismo de él, pero eso no significa que
merezca la pena.
No podemos volver a lo de antes, ni siquiera al sexo.
Porque siempre hubo sexo entre nosotros, incluso en esos
meses en los que él se negaba a dar el primer paso. Mi error
fue pensar que entre nosotros podía haber solo sexo.
No sé si hay un futuro en el que podamos trabajar juntos
olvidándonos de todo lo demás.
Lo único que sé es que no quiero que esta boda se acabe
pronto.
15
Elliot
Hace tres años, cuatro meses y dos
semanas

Hacia el final de su matrimonio, estaba claro que mi padre y


mi madre ya no coincidían en muchas cosas. Él quería
enviarme a un campamento de ciencias; ella me inscribió
como aprendiz de escenografía en el teatro local. Él quería
comprar una casa más grande en las afueras; ella tenía una
carrera política que estaba despegando y necesitaba estar
cerca del capitolio. A él le gustaban los huevos revueltos; a
ella, las tortillas francesas. Pero en lo único que habrían
estado de acuerdo es en que debería haber llamado a Ama
el domingo.
Papá habría discutido el sábado por la noche sobre cómo
iba a volver a casa, solo por fastidiar. Y mamá habría
replicado que yo nunca debería haberme ido, que debería
haber estado allí para acompañarla hasta el coche.
Incluso con papá muerto y mamá sin enterarse de la paja
que me hicieron en la boda de un desconocido, obviamente,
soy lo bastante hijo suyo como para saber, un lunes por la
mañana, que la he cagado.
Me arrastro hasta la tienda temprano para intentar
aclararme las ideas. Llamarla hoy es mejor que no llamarla
nunca, así que eso está en mi lista de tareas pendientes,
pero ya hay un mensaje en el buzón de voz de la tienda.
Son las ocho de la mañana.

Hola, soy Ama.


Se me congelan los músculos y me vuelvo hacia la caja
negra que guarda mi destino.

Tengo una pareja que quiere que les haga un candelabro suspendido para su
boda en junio. Otra vez con poca antelación, y lo siento. Voy a llevarlos hoy
para intentar con vencerte.

Puedo oír la sonrisa en sus palabras antes de que termine


el mensaje. Me paso la mano por el pelo, mirando alrededor
de la tienda un poco desorientado. Levanto la vista hacia el
candelabro que tengo colgado sobre la cabeza. ¿Debería
retocar alguna de las flores?
En lugar de eso, vuelvo a escuchar el mensaje, con la
esperanza de saber cómo se siente respecto a lo que pasó
el sábado. Tal vez la elevación de las vocales diga que está
deseando volver a verme. A lo mejor no me estoy
imaginando el zumbido de las zalamerías saliendo de sus
labios sonrientes.
Apenas han pasado cinco minutos desde que he abierto
cuando la puerta se abre de un tirón y el timbre de mi padre
anuncia la llegada de alguien. Una pareja joven entra, echa
un vistazo y Ama cierra la puerta tras ellos. Mientras me
dirijo al mostrador, comentan lo bonita que es la tienda.
–Lo sé, ¿verdad? –les dice Ama–. Este es Elliot Bloom. Era
el local de su padre antes de que él se hiciera cargo, y
también se está dedicando a las instalaciones
personalizadas.
Casi me molesta que hable de mí en vez de dirigirse a mí,
pero entonces se acerca al mostrador y saca una caja de
dónuts rosas con una sonrisa socarrona para responder a mi
ceño fruncido. Como si supiera que los dónuts me ponen
nervioso y los trajera igualmente.
Conozco a la pareja, rechazo un dónut e intento mantener
una conversación normal con la novia sobre un candelabro
suspendido de paniculata mientras Ama se apoya en el
mostrador y hace cosas insinuantes con un dulce de canela.
O eso, o me he vuelto completamente loco y se está
comiendo un dónut como una persona normal.
Mientras la novia me dice lo mucho que odia la paniculata
y si podemos buscar una alternativa para el candelabro
suspendido, me doy cuenta de que Ama me mira fijamente
a los ojos, separa sus labios oscuros y carnosos y desliza
despacio –más de lo necesario– el dónut entre ellos.
–¿Crees que podría funcionar? –me pregunta la mujer, y
tengo que recordar las últimas palabras que escuché antes
de que Ama decidiera comerse un dónut delante de mí.
–Por supuesto –balbuceo, y me aclaro la garganta–. Hay
otras opciones además de la paniculata.
Le doy unas cuantas opciones antes de decantarnos por
las hortensias blancas.
Una vez que confirmo que solo quieren el candelabro
suspendido, Ama empieza a acompañarlos hasta la puerta,
y siento que se me escapa el momento entre los dedos. Veo
la caja rosa aún abierta sobre el mostrador.
–Llévate tus dónuts –le ladro a su espalda.
Se gira hacia mí junto a la puerta.
–Ah, sé lo mucho que te gustan. –Curva los labios y hace
aletear las pestañas. Y luego dice–: Ahora vuelvo. –Y deja
que la puerta se cierre tras ella.
Miro la caja ofensiva, tentado de tirarla a la basura. No es
que tenga un odio irracional a la masa frita, es que Laura
Gilbert no tenía azúcar en casa. Por lo tanto, no bebo
refrescos, no como dulces de Halloween ni pido helados. Eso
me convirtió en un niño muy popular, desde luego.
Cojo una de las monstruosidades glaseadas y noto cómo
el azúcar se filtra en mi piel por ósmosis. Lo pruebo para
decirle que lo odio y se acabó.
Me meto el dónut en la boca, y en cuanto lo mastico, sé
que ha sido un error. Veo las virtudes. Las veo. Pero para
alguien que no le pone crema al café porque lo endulza
demasiado, apenas puedo soportarlo. Tiro el resto del dónut
y hago lo que puedo para tragar. También estaba relleno de
algo, y ahora lo tengo en la lengua. Cierro la caja, la empujo
hacia el borde del mostrador, y confío en que se los lleve.
Empiezo a limpiar. No voy a quedarme esperando a que
vuelva a entrar. Estoy en la parte de atrás cuando oigo el
timbre de la puerta, y debería molestarme ver cómo entra
sin más en la trastienda.
–Deberías considerar tener una sala de exposición.
–Sí…
–Va en serio. –Se acerca a la única mesa de trabajo que
hay y se sube encima–. Si quieres seguir haciendo
instalaciones personalizadas, necesitarás un estudio, Elliot.
Aparto la mirada del movimiento del vestido sobre sus
muslos y refunfuño:
–He hecho un par de cosas. No voy a transformar la tienda
solo para jugar en la liga de los clientes de clase alta de
Whitney. Mi padre nunca habría querido eso.
Parece pensárselo.
–¿Por qué no ambas cosas? ¿Y la trastienda? –Mira a su
alrededor y la veo diseñando el espacio como si fuera una
recepción–. Si tuvieras un pequeño almacén en esta parte,
podrías guardar lo que quisieras sin dejar de utilizar las
paredes y el suelo como sala de exposiciones. –Se vuelve
hacia mí–. ¿Whitney sabe siquiera lo que has estado
haciendo? Debería contratarte más a menudo.
–Whitney Harrison Weddings me sigue en Instagram, pero
sé...
–Que no significa nada –termina por mí y asiente–. Son
todos asistentes. Podrías contactar con ella. Dile lo que
tienes intención de hacer, más que nada por si alguna vez
quiere algo más que centros de mesa.
Cojo un puñado de astilbe que ha sobrado y que está al
lado de donde ella se ha sentado en la mesa.
–Sigues siéndole muy leal, ¿eh?
Me mira con un brillo en los ojos.
–Sí. Ella me convirtió en lo que soy ahora.
Ahí estoy en desacuerdo con ella, pero eso queda para
otro día. –¿Qué te he dicho sobre pasearte por mi taller
como si fuera tuyo? –digo en voz baja, mirando hacia donde
está sentada, en medio de mi puesto de trabajo.
Aprieta los labios.
–Mmm. ¿Que te encanta?
Niego con la cabeza y me acerco un paso. Separa las
rodillas y casi me caigo sobre las mías.
Vuelve a ronronear, dándose golpecitos en la barbilla.
–¿Dijiste algo así como «Gracias por traerme dónuts al
trabajo y gracias por la publicidad gratis que me habéis
hecho tu fotógrafa y tú»?
Pongo las manos sobre la mesa, a ambos lados de sus
caderas, y me inclino hacia delante. Así es más alta que yo,
y creo que le gusta.
–Tendrás que perdonarme por haberlo olvidado –dice,
acercándose para acariciar el botón de mi cuello–. Llevabas
esos vaqueros ajustados y esa camisa de cuadros. Parecías
un misionero que venía a salvar mi alma sucia.
Se acerca y sus labios rozan mi sien.
–No son vaqueros ajustados –le digo.
–Apenas podía meter la mano en ellos –susurra contra mi
mejilla.
Trago saliva y sé que lo oye. Levanto las manos de la
mesa y las pongo con cuidado sobre sus rodillas. Se separan
más.
–Dime dónde tienes otro tatuaje –suspira en mi cuello y
me da besos fugaces a lo largo de la mandíbula–. Uno de los
otros cuatro. Estoy desesperada por averiguarlo.
Se me cierran los ojos cuando sus dientes me rozan la
oreja. –Tengo una Viola cryana en las costillas.
–¿Qué peligro corre? –Se le entrecorta la respiración
cuando deslizo las manos por sus muslos.
–Mucho. Extinta.
–Quiero verlo. Quiero verlos todos –susurra, y el aire me
provoca escalofríos–. Quiero pasar mis labios sobre cada
uno de ellos. Vuelvo a estar medio empalmado. Me agarro a
sus muslos, mirándome las manos mientras le subo el
vestido hasta las caderas. Ahora me está haciendo un
chupetón en el cuello, y gime cuando llego al encaje de su
ropa interior. Lo rozo, rodeo sus caderas y subo hasta la
cintura. Casi puedo tocarle la espalda con las yemas de los
dedos.
Subo las manos, que se extienden sobre su vientre.
Aparto el relleno del sujetador y encuentro sus pezones
duros y firmes. Gime y se agarra a mi cuello, atrayendo mi
boca hacia la suya. Puedo sentir cómo se mueve hacia
delante, acercando su centro al mío. Le recorro la boca con
la lengua, y mi polla ha captado el mensaje de que sí, voy a
follármela sobre esta mesa.
Le acaricio los pechos, rozando con suavidad la piel
tirante. Jadea y sus rodillas se apoyan en mis caderas. Jadea
en mi boca, sin aliento. Enrosca los dedos en mi cuello y,
justo cuando se me ocurre bajarle las bragas y saborearla,
se aparta de mi boca. Me mira a los ojos rápido.
–¿Te has... comido un dónut?
Me río, y le deslizo las manos por el vientre para sujetarla
por la cintura.
–Me has pillado. Fue asqueroso. Los odio.
Respira con dificultad, y hay algo detrás de su sonrisa.
–Vale, vale. –Mira al suelo–. Vale, entonces... –Su garganta
traquetea–. Todo va bien. Pero tienes que llamar al 911 y
traer el EpiPen que hay en mi bolso.
Parpadeo. Y antes de que pueda preguntarle si está de
broma, o quitarle los dedos de la cinturilla de sus bragas,
pone los ojos en blanco y se desploma contra mi hombro.
Me quedo petrificado. ¿Está de broma?
–¿Qué cojones?
La zarandeo. La inclino hacia atrás y le levanto los
párpados para mirarle los ojos. El corazón me bombea con
dificultad porque aún tengo sangre en la polla, pero creo
que ha dicho algo de un EpiPen. La tumbo en la camilla con
toda la delicadeza que puedo y busco su bolso por toda la
habitación. El teléfono se me escapa de las manos cuando
lo saco del bolsillo. Cae al suelo y tengo que escarbar para
encontrarlo debajo de una estantería. Vuelvo junto a ella y
le tomo el pulso mientras marco el 911.
–¿Cuál es su emergencia?
Miro fijamente a esta hermosa chica a la que claramente
he matado y digo:
–No lo sé, pero se ha desmayado. Ha dicho que tiene un
EpiPen, creo.
–¿Es alérgica?
–¡No lo sé! ¡No la conozco, joder!
Empiezo a rebuscar en su bolso y saco un tubo, victorioso,
antes de darme cuenta de que es un tampón.
–¿Qué hago con un EpiPen?
–Señor, ¿dónde está?
Le digo la dirección y por fin localizo el EpiPen.
–¿Y es su EpiPen? ¿Indicó a qué era alérgica? ¿Tal vez a los
cacahuetes?
–¡No ha comido cacahuetes! Estaba besándola...
Desvío la mirada hacia el mostrador, donde hay una
inocente caja rosa.
–¿Acabo de matarla con un dónut de mantequilla de
cacahuete? –Señor, estoy segura de que no está muerta,
pero necesita que la ayude. ¿Puede seguir instrucciones?
Estoy pensando en la señorita Tarico, que en tercero que
me dijo que era pésimo siguiendo instrucciones.
–No. Seguramente no.
Puede que esto sea un estado de shock. Quizá sea un
sueño. ¿Lleva demasiado tiempo desmayada?
–¿Tiene el EpiPen, señor?
–Sí, ¿qué hago con él?
La mujer me suelta una sarta de sandeces sobre el color
anaranjado de la piel y el azul del cielo. Tiro de la lengüeta,
se lo pongo contra el muslo y escucho un siseo.
Ama toma aire como una princesa Disney que se
despierta de una maldición. Y luego se da la vuelta y vomita
sobre mi mesa de trabajo.
El hospital está a solo ocho manzanas, así que los
paramédicos llegan a mi tienda antes de que pueda
reaccionar como es debido a los vómitos y los temblores.
No me mira a los ojos mientras los paramédicos la suben
a una camilla, y probablemente sea porque acabo de
intentar matarla. Puede que esto eche por tierra lo que
estaba resultando ser una primera cita realmente increíble.
Le hacen lavarse la boca cuando se enteran de que fue su
lengua la que entró en contacto con la lengua de otra
persona que había estado en contacto con mantequilla de
cacahuete. Me quedo boquiabierto mientras la envuelven en
una manta térmica y la sacan en camilla.
–¿Vienes? –pregunta uno de los chicos.
–Eh… Sí, sí.
Cojo mis llaves y su bolso, pongo el cartel de CERRADO y los
sigo hasta la ambulancia.
Cuando las enfermeras me piden que rellene formularios
por ella, no puedo explicarles que acabo de empezar a
tocarle las tetas y que en realidad no soy su novio, así que
me paso veinte minutos rebuscando información en su
bolso. Una vez tienen sus tarjetas médicas y su carné de
conducir (cumple años el 10 de mayo), me siento en la sala
de espera hasta que una mujer rubia se me acerca dos
horas más tarde. No parece una doctora, pero me pongo en
pie cuando me dice:
–¿Eres Elliot?
–Sí, señora.
Extiende la mano con una amplia sonrisa.
–Soy Cynthia, la madre de Ama.
Mierda.
–Hola, bien. Quiero decir, encantado de conocerla.
Me vuelvo a meter las manos en los bolsillos lo antes
posible –las manos que hace unas horas habían estado
frotando los pezones de su hija– y digo:
–¿Está mejor?
–Sí, está bien. Le darán el alta enseguida. –La sonrisa de
Cynthia es dulce como la miel, y la miro fijamente
intentando encontrar las partes de Ama. El pelo oscuro lo ha
heredado de su padre, pero supongo que reconozco la nariz
de su madre y la forma de su mandíbula.
Así que tú eres el florista que se encargó de mi boda en
abril. –Sí, eh, sí, soy yo.
Bien. Esto es terreno seguro.
–Y también estás... ¿saliendo con mi hija?
Esto no es terreno seguro.
–Eh… No. No que yo sepa.
–Pero estabas besándola...
Cynthia mueve la mano en el aire como si lanzara un
hechizo para que así sea.
??Sí. Sí. Eso es... un hecho médico.
–De hecho, ¡está en su historial! –Se ríe.
–Genial.
–Mamá, por favor, no te cases con él –oigo detrás de
nosotros. Me giro y veo a Ama en una silla de ruedas.
La he dejado paralítica.
Y antes de que pueda empezar a trazar planes en mi
mente para ensanchar las puertas de la tienda e instalar
rampas en mi casa, se levanta despacio con la ayuda de su
madre.
–Gracias por lo del EpiPen –dice con una sonrisa tensa–.
Me alegra saber que puedes mantener la cabeza fría bajo
presión.
Creo que lo de hoy ha sido de todo menos «cabeza fría
bajo presión», pero supongo que lo dejaremos entre
Josephine, la operadora del 911 y yo.
–Sí –asiento–. Así que eres alérgica a los frutos secos, pero
aun así compras un dónut de mantequilla de cacahuete.
–Lo envuelven por separado. –Se encoge de hombros. Eso
me molesta. Como si pudiera olvidarse de lo que ha pasado
hoy–. Siento haberte vomitado encima.
–Es verdad. Bueno, debería ir a limpiarlo.
Le devuelvo el bolso y retrocedo hacia las puertas
correderas de cristal. Aquí no hay formalidades para
terminar una conversación en un hospital después de que tu
boca le haya provocado un ataque anafiláctico a la chica
que te gusta, así que... –Elliot, ¿te gustaría comer con
nosotras? –pregunta Cynthia con el brillo de los nietos en los
ojos.
Estoy a punto de balbucear una respuesta cuando Ama
me interrumpe:
–Tiene que atender la floristería, mamá. Y no es que esté
lista para ir a tomar un martini al Bistro 33. –Se pone el
bolso sobre el hombro y me sonríe–. Te veo en la boda de los
Gordon el próximo sábado.
–Cierto. Hasta el próximo sábado.
Las veo caminar hacia el aparcamiento. Ama me mira una
vez con una sonrisa dulce.
Una vez que se han ido, doy varias vueltas en círculo
hasta que me doy cuenta de que he venido en la
ambulancia con ella. Me meto las manos en los bolsillos y
vuelvo a la tienda acompañado de la brisa de mayo.
16
Elliot
Hace tres años, tres meses, tres semanas
y cuatro días

El problema con que dijese «Te veo en la boda de los Gordon


el próximo sábado» fue que me dejó en la misma posición
que antes de nuestro casi incidente de muerte por vía oral.
Debería llamarla. Debería llevarla a una cita de verdad (a
ser posible a algún sitio donde no hayan oído la palabra
«cacahuete»). Debería intentar decirle que follar en la
trastienda está bien, pero que me gustaría ir a más.
Porque sí. Quiero eso.
A veces siento como si hubiera entrado en mi vida como
un huracán y apenas me hubiera dejado un segundo para
orientarme, pero en realidad la conozco desde hace casi
medio año. Y ha estado rondando por mi entorno desde
hace algunos años. Hasta mi padre la conocía, lo que me
resulta extraño cuando intento definir mis sentimientos por
ella. Ella conoce una parte de mí que ya no está. Cuando
pienso en pasar más tiempo con ella, en ir a más, hay algo
extrañamente correcto en que papá la haya conocido.
Así que me pongo mis vaqueros (muy bien lavados) que
ella calificó de ajustados, me pongo otra camisa de cuadros
y me dirijo a la boda de los Gordon como si fuera una
segunda cita. Me recuerdo a mí mismo que la última vez me
hice ilusiones sin querer, así que no cuento con que esta vez
sea diferente, y no me frustro si ocurre lo mismo.
La boda de los Gordon va a ser católica, así que de
entrada me digo que no habrá flirteo en una iglesia.
Pero mientras descargo las guirnaldas para colgarlas a lo
largo de los bancos, ella me ve, e incluso desde la distancia
que hay hasta el altar, veo que me recorre la ropa y el
cuerpo con la mirada. Sonríe de un modo que me dice que
sabe exactamente por qué me he vestido así, lo que de
inmediato me hace sentir demasiado ansioso y pienso en si
debería ir a casa a cambiarme. Cuando llevo la guirnalda
para cubrir el caballete situado en la fachada de la iglesia,
unos dedos pequeños y cálidos me tocan la muñeca. Está a
mi lado, tan cerca que puedo oler su pelo. –Se ve muy bien.
¿Me das tu opinión sobre una cosa? –Ladea la cabeza hacia
la derecha, asiento y la sigo. Me lleva a uno de los rincones
y me pregunta por encima del hombro–: ¿Por casualidad no
te habrás comido un dónut hoy? –Se pasa el pelo por detrás
de la oreja y me mira.
–No –respondo un poco avergonzado.
–¿No has desayunado PB&J?
Pongo los ojos en blanco.
–No.
Gira sobre sus talones y antes de rodearme el cuello con
los codos y plantar sus labios sobre los míos, dice:
–Genial.
Me sorprendo. Todavía tengo los ojos abiertos y miro a
nuestro alrededor, dándome cuenta de que me ha llevado a
un lugar apartado. En esta iglesia.
Su lengua me acaricia los labios y yo le pongo los dedos
en la cintura mientras le abro la boca. Me agarra el pelo con
las manos y me inclina la cabeza para besarme con más
profundidad. Apoyo las manos en sus caderas.
Me alejo todo lo que me permite y le digo:
–¿Esto te parece raro? ¿Eres católica? No te estarás...
poniendo cachonda porque estamos en una iglesia,
¿verdad?
Se ríe contra mis labios.
–Crecí siendo católica, pero con los años me he dado
cuenta de que mi madre y yo estamos bastante de acuerdo
con esa Iglesia británica. La que se creó para los divorcios.
–Eh, yo no diría que fuese creada...
Vuelve a besarme y me permito sentir su cuerpo contra
mí. Antes de que mi cerebro pueda corear: «iglesia, iglesia,
iglesia», ella se aparta.
–Tengo cosas que hacer, pero quería saludarte. –Sonríe
con tanta ternura, y las yemas de sus dedos me rozan la
nuca con tanta suavidad que mi cuerpo empieza a
reaccionar–. ¿Está tu primo listo en el lugar de la recepción?
Con la mente en blanco, le digo:
–Sí, Ben está allí con los centros de mesa. Iré a verlos en
cuanto me ocupe de los adornos florales de la ceremonia.
–Deberías quedarte durante el banquete –dice en voz
baja, implorante–. Te prometo que no te mandaré a buscar
pilas.
Mueve las pestañas mientras me mira, y eso es todo lo
que necesito.
–Sí. Cuando termine de montarlo, me quedaré por aquí.
Me da un beso en la mejilla, se arregla el vestido y sale de
la sala moviendo las caderas como tanto me gusta.
Y así es como me encuentro de pie sin hacer nada,
estorbando en el catering de esta mansión conservada
históricamente en el centro de la ciudad. Mi trabajo ha
terminado. Se han trasladado las flores, y Ben se ha ido. Y
yo estoy arrastrando los pies, a la espera de que la pareja
haga su entrada. En una situación normal, me iría a casa
ahora y volvería para limpiar. Pero estoy aprendiendo que
con Ama nada es normal.
Ama no tarda en sonreírme y acercarse. Le da un apretón
en el codo a la fotógrafa, Mar, y mueve la cabeza en mi
dirección. Cuando Mar me mira con una sonrisa discreta,
finjo examinar el dibujo del techo.
Ama pasa por mi lado, rozándome la cadera con los dedos
y, después de unos segundos, la sigo. Sorprendentemente,
me lleva a la cocina.
–¿Quieres un canapé? –Toma un canapé y señala la
bandeja–. Acaban de empezar a cenar, así que estos los van
a tirar. O me los comeré yo.
Se da la vuelta y agarra uno de una bandeja que está más
lejos, y estoy sorprendido por lo tranquila, calmada y segura
que está.
Quizá se enrolla a menudo con gente en las bodas. Quizá
se cuela con sus novios por la puerta de atrás todo el
tiempo, y nadie tiene que hacer más preguntas sobre dónde
se mete durante la recepción.
Todo eso me da vueltas en la cabeza mientras rechazo un
aperitivo y me meto las manos en los bolsillos.
–¿Quieres champán? –Señala las bandejas que están
llenando.
–Eh, no. ¿Sueles beber durante el banquete? –le pregunto.
Me dedica una sonrisa y se lleva otro canapé a los labios.
–Me mantengo sobria. Te estaba ofreciendo una copa.
Pareces... tenso. –Se lleva el crostini a la boca, ancha y
suave, y sé que quiere que me quede mirando e imagine
cosas sucias.
Voy diez pasos por delante de ella.
La agarro de la mano y la conduzco fuera de la cocina, al
pasillo lleno de camareros. Hay una pequeña sala para que
los novios esperen antes de que se les anuncie. Ya he
celebrado bastantes bodas aquí y sé dónde está. No la miro,
pero sé que se mueve deprisa para seguir mi ritmo.
La habitación está vacía y, en cuanto entramos, cierro la
puerta y la empujo contra ella. Ya está sonriendo cuando
deslizo la boca sobre la suya. Siento que lleva todo el
tiempo al mando. Desde el momento en que me preguntó
por el tatuaje del antebrazo. Incluso antes de eso, ella
llevaba la voz cantante.
Le rodeo la cara con las manos, los pulgares en los
pómulos y las yemas de los dedos en el pelo. Ella gime en
mi boca, y apenas he hecho nada para provocarlo. Mi
lengua se desliza por la suya, arrancando gemidos de su
garganta mientras mis caderas presionan contra su
estómago. Me agarra los brazos con las manos, y siento un
destello de excitación al saber que se está preparando para
lo que se avecina.
–¿Cuándo tienes que volver? –murmuro contra su boca.
Antes de que pueda responder, dejo caer besos por su
mandíbula, haciendo que arquee el cuello para que pueda
sentir su pulso contra mis labios.
–Le he dicho a Mar que me llame si hay algún problema.
Pero el DJ es bueno, así que no debería haber ninguno.
Inclino su cara hacia la mía y la beso con fuerza. Llevo las
manos a sus caderas y, aunque lleva el vestido ceñido al
cuerpo, se lo subo metiendo los dedos en la tela y tirando
hacia arriba con suavidad.
Aquí hay poca luz, solo la que se filtra desde fuera, pero
cuando me aparto para mirarla, ni siquiera se le ha corrido
el pintalabios.
–¿Qué demonios llevas en los labios?
Parpadea con rapidez y levanta la mano como si le
hubiera dicho que tiene bigote.
–No, quiero decir... –suspiro–. ¿Es alguna mierda de
marca? ¿Por eso no se va cuando te beso?
–Es de Hazel Renee –dice sin más. Como si eso lo aclarara
todo.
–Me importa una mierda de quién sea. Quiero que te veas
corrompida cuando te estoy corrompiendo.
Estoy irracionalmente enfadado por eso, pero ella me mira
como si me acabara de convertir en un cachorrito con
pajarita. Me vuelve a besar y me propongo despeinarla si no
puedo estropearle el pintalabios.
La empujo contra la pared, con una mano le tiro del pelo y
con la otra le subo el vestido por las caderas.
–Enséñame uno de los tatuajes –susurra.
–Prefiero hacer esto –le digo, pasando los dedos por
delante de su ropa interior.
Gime, pero me agarra del cuello.
–Quiero verlos. Enséñame uno.
–¿Y si no quiero?
–Bueno –dice con una sonrisa burlona–, solo uno de los
dos ha tenido un orgasmo, así que yo diría que es un gesto
de cortesía por parte del culpable...
Me arden las mejillas y dejo caer la cabeza sobre su
hombro. Se ríe y me pasa los dedos por el pelo.
–Vale.
Me alejo de ella y me subo la camisa. La única luz que hay
procede de las brillantes lámparas del patio, pero ella sigue
con los ojos clavados en el costado derecho en cuanto se
me ven las costillas.
–Viola cryana –dice en voz baja. Me sorprende que se
acuerde–. Extinta.
Sus ojos revolotean hasta los míos y se inclina hacia
delante, pidiendo permiso. Asiento con la cabeza. Sus dedos
bailan cálidos sobre mi vientre. Atrapa los pétalos morados
y los rodea por el centro amarillo.
–¿Cuándo podré ver otro?
Me humedezco los labios.
–Primero tendrás que llevarme a cenar.
Se ríe y me sorprende que lo esté haciendo tan bien. Tomo
su mano y la conduzco hasta el sofá de dos plazas al que,
estoy seguro, le han dado buen uso varios recién casados.
La empujo para que se siente a mi lado y, antes de que se
ponga cómoda, hago girar su mandíbula y vuelvo a besarla.
Paso los dedos por sus muslos y vuelvo a subirle el vestido.
Justo antes de apartar su ropa interior, retrocedo para
mirarla a los ojos. Ella asiente y me agarra del cuello,
tirando de mí hacia ella.
No me cuesta apartar el encaje. Y creo que gimo al sentir
sus pliegues contra las yemas de mis dedos. No estoy
seguro. Me pierdo un poco. Está húmeda y caliente, y me
deslizo por ella como si fuera mantequilla. Se estremece
contra mi boca mientras arrastro los dedos por ella,
encontrando su clítoris con mucha más delicadeza de a la
que estoy acostumbrado.
Ronronea, nuestras bocas están tan cerca la una de la
otra que siento que me trago sus sonidos.
–Dime dónde tienes otro. –Su voz es carrasposa y aguda.
–Te los enseñaré todos si te corres con mis dedos dentro
de ti. Deja caer la cabeza sobre el respaldo del sofá, y
suspira mientras presiono con más fuerza. Observo cómo le
sube y le baja el pecho, y desearía que su vestido no fuera
tan ceñido, porque si no podría apartar la tela y ver cómo se
le endurecen las tetas. –¿Me lo vas a decir? ¿Uno más? –
gime.
–¿Te gustan mis tatuajes? –digo, inclinándome para
pasarle los dientes por la mandíbula.
–Sí. Sí.
Deslizo un dedo hasta su entrada, rodeándola con
suavidad, y ella gime, agarrándose a mi hombro.
–¿Por qué, Ama?
Suelta un suspiro, casi una carcajada.
–Me encanta cómo dices mi nombre.
–¿Cómo lo digo?
–Como Emma. Como si te diera puta pereza decir Ama.
Empujo mi dedo dentro de su apretado y húmedo calor, y
se queda sin aliento, arañándome el cuello.
–¿Por qué quieres saber de mis tatuajes? –pregunto,
entrando y saliendo de ella, observándole la garganta y los
ojos cerrados. –Oh Dios, Elliot. Voy a correrme.
–Dime por qué quieres saberlo.
Giro la mano hasta que puedo rodear su clítoris con el
pulgar. Jadea y noto cómo sus músculos se agitan a mi
alrededor. –Porque quiero conocerte. Quiero saber lo que te
gusta, lo que odias..., aunque sea a mí. –Empiezo a
presionar despacio con un segundo dedo–. Joder, joder,
joder, quiero amar lo que tú amas, aunque esté extinto.
Dice las cosas más insensatas, cosas que solo te las
susurran en sueños. El tipo de cosas por las que matarías a
otros hombres. Aprieto la boca contra su mandíbula,
succiono su piel, esperando que tenga moratones cuando
corten la tarta.
Me arrastra hasta sus labios y yo sigo metiendo los dedos
con rapidez, haciéndole remolinos en el clítoris. Se corre
más rápido que ninguna otra mujer a la que haya tenido el
gusto de complacer, y aunque la cifra no es alta, sigue
siendo asombroso ver cómo arquea la espalda y se lleva
una mano a la boca.
Creo que, aunque no volviera a hablarme nunca más,
podría sobrevivir sintiendo cómo se agita alrededor de mis
dedos, el jadeo ahogado detrás de su mano, el agarre
imposible de sus dedos en mi cuello.
Por suerte, sigo moviéndome dentro y alrededor de ella
hasta que por fin respira con dificultad y me agarra de la
muñeca. La saco con suavidad y espero a que recupere el
aliento.
Me mira con ojos vidriosos y pienso que, aunque su
pintalabios sigue perfecto, tiene el aspecto de estar muy
corrompida. –Enséñamelos –jadea–. Me he corrido en tus
dedos. Ens?ñamelos.
Suelto una carcajada y ella sonríe.
–Tengo uno en la espalda y dos en las piernas.
Se traga algo que suena como un gemido y, antes de que
pueda cuestionarlo, balancea la pierna sobre la mía y se
sienta a horcajadas sobre mi regazo. La polla me aprieta la
cremallera, pero sus piernas a ambos lados pueden
volverme loco.
Empieza a desabrocharme la camisa mientras me besa, y
murmura contra mi boca:
–Esta vez, la espalda.
La ayudo con los últimos botones y enseguida me la bajo
por los hombros. Ella se estira hasta las rodillas para
curvarse sobre mi espalda, y siento sus dedos recorriendo
mi hombro izquierdo.
–¿Qué es?
–Kadupul.
–Háblame de ella.
Desde esta posición, su pecho me aprieta la mandíbula,
así que aprovecho para arrastrar la boca sobre la piel de su
escote. La siento estremecerse.
–Es de Sri Lanka, y es la flor más cara del mundo, porque
literalmente no tiene precio. Nunca la han comprado.
–¿Qué más? –me pregunta.
Siento sus manos recorriéndome el vientre. Cuando me
tira del cinturón, intento no ahogarme.
–Solo florece por la noche y muere antes de que salga el
sol. Murmura y empieza a mordisquearme el cuello. Me baja
la cremallera.
–Tenías que ponerte estos putos pantalones otra vez. –Se
ríe contra mi piel.
La ayudo a desabrocharlos y bajármelos por las caderas.
Tengo las manos sobre su cintura, así que ni siquiera sé
qué pretende hasta que me quita los calzoncillos. Siento el
encaje contra mi polla y echo la cabeza hacia atrás.
–Ama. ¿Estás segura?
–Llevo un DIU –dice, como si con eso lo resolviera todo. Me
mira agitando las pestañas–. ¿Cuánto tiempo crees que
puedes hablar de flores mientras reboto en tu polla?
Siento cómo mi punta empuja contra su calor. Se me
ponen los ojos vidriosos.
–No mucho tiempo, la verdad. Creo que me distraeré con
facilidad.
Mueve las caderas y veo cómo desliza la lengua por su
boca perfecta. Se inclina para besarme mientras su cuerpo
me absorbe. Jadeo contra su boca y me muerde el labio
inferior. Apenas estoy un poco dentro cuando maldice.
–¿Qué pasa? –Me agarro a sus caderas.
–Mierda, Elliot –gime–. Había olvidado lo grande que eres.
Tengo que mirar al techo y contar hasta diez para no perder
la cabeza en ese momento. Ella sigue moviéndose sobre mí,
cada vez entra un poco más. Intento quedarme quieto, pero
entonces oigo una cremallera y el revoloteo de la tela. El
vestido se le desliza por los hombros.
Ahora me toca maldecir a mí. La sujeto por la caja
torácica, tiro de una copa del sujetador hacia abajo y me
meto con rapidez un pezón entre los labios. Jadea y empieza
a mover las caderas. No estoy del todo dentro, pero me da
igual, porque se revuelve contra mí como si fuera a correrse
otra vez.
Arrastro los dedos sobre su otro pecho, pellizcando y
tirando. El gemido que sale de su boca es pecaminoso, y
quizá lo bastante alto como para que lo escuchen al otro
lado de la puerta. No creo que a ninguno de los dos le
importe.
Tiene la cara pegada a mi sien y oigo su respiración
entrecortada y superficial en mi oído. Murmura pequeñas
afirmaciones de «sí», «por favor» y «Elliot».
Paso a chuparle el otro pecho y meto las manos bajo su
vestido. El encaje de su ropa interior me roza la polla y la
aparto aún más para poder tocarle el clítoris.
–¡Oh, joder!
Mis labios se separan de su pecho para hacerla callar,
pero cabalga sobre mí, jadeando y gimiendo. Presiono con
fuerza sobre su clítoris, haciendo remolinos con diferentes
movimientos, y la oigo jadear, con las caderas contraídas.
Estoy tan cerca, joder, pero tengo que contenerme para
sentir su orgasmo en mi polla.
Me roza la espalda con las manos y, cuando me doy
cuenta de que sus dedos presionan mi tatuaje de la
kadupul, gimo. Levanto las caderas con brusquedad.
Grita, y al principio me pregunto si le he hecho daño, pero
luego me doy cuenta de que estoy completamente dentro,
tiene los muslos pegados a los míos. Tengo su aliento
caliente pegado a la oreja mientras gime palabrotas. Y
entonces sus paredes vuelven a agitarse.
Se corre otra vez, solo porque la he llenado.
Le presiono la frente sobre el hombro y no paro de mover
las caderas. Vuelo en picado mientras ella aprieta una y otra
vez, sus dedos graban cicatrices en la tinta. Muevo las
caderas hacia ella y, con cada embestida, emite un medio
gemido hermoso. La miro a la cara justo antes de correrme
dentro de ella, y veo su boca perfecta en una «o», los ojos
cerrados y la mandíbula desencajada.
–Amaryllis.
Entreabre las pestañas y me mira fijamente mientras me
libero, caliente y brillante. Todo está iluminado por la luz de
las estrellas durante milenios.
Jadeo y me dejo caer contra el sofá. Cuando los latidos del
corazón me martillean y por fin empiezan a ralentizarse, la
miro. Tiene el vestido bajado y arrugado. Los labios siguen
brillándole a la perfección, pero tiene un aire desaliñado en
los ojos y en el pelo que me hace sentir orgulloso.
Levanto la mano y le rozo el pecho, memorizando su peso.
Se estremece y me inclino para besarla de nuevo, justo
cuando se separa de mí.
Se vuelve a poner las bragas, se recoloca el vestido y se
sube la cremallera. Estoy sentado con la polla fuera y el
pecho me jadea. –Tengo que ir a hacer acto de presencia ahí
fuera –dice con una sonrisa rápida. Asiento con la cabeza,
pensando que lo más probable es que me quede a dormir
aquí hasta que me diga que es hora de irme a casa con
ella–. Ha estado genial. ¿Estás bien? Parpadeo y me doy
cuenta de que no me voy a casa con ella. –Sí. Sí. Conozco el
camino.
–Te veré el pr?ximo fin de semana.
Tal vez me estoy imaginando la tensión en su sonrisa.
Asiento y la memorizo, por si esto no ha ido tan bien como
yo pensaba.
Cuando sale por la puerta, intento recordar sus palabras
exactas: «Quiero conocerte. Quiero saber lo que te gusta, lo
que odias».
Me subo la cremallera y me abrocho los pantalones.
Compruebo que no queda rastro de nosotros.
«Quiero amar lo que tú amas, aunque esté extinto».
Me concentro en las palabras más que en la huida a la
carrera, en el hecho de que no me dejara besarla después.
Me dirijo a mi furgoneta hasta que llega el momento de
interrumpir la recepción, enciendo el motor y pongo a todo
volumen algo sin sentido solo para quitarme sus palabras de
la cabeza.
17
Ama
Junio

Esta vez mamá se queda tres semanas. Me pregunta por mi


vida amorosa una vez por semana cosa que, para ella, es un
récord nuevo. Y solo me pregunta por Elliot dos veces.
Al cabo de tres semanas, ha encontrado un buen piso de
alquiler a unas manzanas de mi casa y, una semana
después, un buen novio unos años mayor que yo.
–Todavía no es su prometido, pero estoy segura de que es
cuestión de unos meses –le aclaro a Mar mientras tomamos
unas copas.
Pido otro martini. Acabamos de pasar por una boda muy
dura (el cura involucrado en un accidente de coche, una
dama de honor con resaca y un aire acondicionado averiado
en el salón de recepciones) y necesitamos alcohol.
Mar me escruta por encima de su margarita a base de
mezcal. –¿Es el más joven que ha tenido? ¿Veintinueve? –
Cuando asiento con la cabeza, me dice–: ¿Te parece raro? Es
decir..., ¿necesitas ir a terapia ahora?
–Si no me hacía falta ir a terapia antes, es probable que
ahora sí.
–¿Le has preguntado por qué hace eso? –dice Mar después
de habérselo pensado.
–¿Por qué no puede estar sola? O ¿por qué no puede
limitarse a salir con alguien sin involucrar a Kay Jewelers?
–Supongo que ambas. Estoy segura de que la respuesta
es la misma. –Le suena el teléfono y se lo saca del bolsillo–.
Vale, Michael está libre. ¿Quieres conocerlo?
Michael es el nuevo chico de Mar. Asiento con la cabeza,
entusiasmada.
–Dile que venga aquí. Me iré en media hora o así.
–No hace falta. Podemos pasar a ese reservado.
Niego con la cabeza.
–No te ofendas, pero eso suena horrible. Definitivamente
no quiero estar de más un sábado por la noche.
Mar hace una mueca y le manda un mensaje a Michael
diciéndole dónde estamos.
–Así que –dice mientras se guarda el teléfono en el
bolsillo¿estás conociendo gente? ¿Necesitas echar un polvo?
Son dos preguntas muy diferentes, y analizo las
reacciones de mi cerebro ante ambas.
–No, y sí, pero no es un sí desesperado.
Mira fijamente su copa y remueve el hielo.
–¿Cuánto tiempo ha pasado?
–Vale, primero –digo, aceptando mi nuevo martini de
manos del camarero–, estoy muy ocupada, y sí, es una
excusa válida. Y segundo, sabes que he estado con chicos
desde lo de Elliot, así que no actúes como si no lo hubiera
hecho.
–Con dos. Los dos hace más de un año. A los dos dices
habértelos cargado. –Hago una mueca y ella pone los ojos
en blanco–. No me refiero a sus cuerpos, sino los momentos.
Asiento con la cabeza, tragándome la mitad de la bebida.
El primero fue un ligue y nada más. No pude correrme. Y no
por falta de ganas. Y con el segundo tuve que parar a la
mitad porque me puse a llorar. Le dije entre lágrimas que no
sabía por qué y que no pasaba nada, que podía seguir. Pero
a su favor, al parecer, fue un rechazo.
–Sí, los despedacé en mil pedazos.
–¿Has pensado en..., no sé, salir con alguien?
Me sonríe radiante, como un anuncio de pasta de dientes.
–Ya sabes que yo no hago eso –digo despacio.
Mar resopla.
–Permíteme una breve condescendencia, pero, Ama,
tienes veintiséis años. No se conoce lo que no se hace. –
Cuando frunzo el ceño ante mi copa, me dice–: Una vez lo
hiciste.
–Y mira adónde me llevó –murmuro.
Vuelvo a la boda de los Gordon. A cómo pensé que podría
hacer que fuese algo informal. Que no fue hasta después de
que me dejara boquiabierta en un sofá de una habitación
apartada cuando me di cuenta de que quería irme a casa
con él. Que dije cosas que no podía retirar.
Y en medio del fulgor, me había mirado como nadie lo
había hecho en mi vida. Como si estuviera de acuerdo.
Como si mis palabras significaran algo para él, en lugar de
ser un murmullo de placer. Me hizo preguntarme si eran solo
murmullos o si lo decía en serio.
Habría sido sencillo si hubiera podido llamarlo un buen
polvo y seguir adelante. Pero era la temporada de bodas. Y
lo veía todos los fines de semana, y cada fin de semana mi
determinación disminuía de «No lo vuelvas a hacer» a «Algo
informal podría funcionar» a «Define algo informal».
No dejaré que vuelva a pasar.
Mar está mirándome, así que digo:
–Cuando esté preparada para salir con alguien, te lo diré.
No puedo ni pensar en chicos ahora mismo con todas las
bodas que tengo. Lo que me recuerda que te necesito el 13
de enero.
Saca su calendario.
–¿Dónde es la boda?
–En el Four Seasons.
–¿El hotel? ¿O el jardín paisajístico?
Resoplo.
–No hagas como si no lo hubiese comprobado diez veces.
–¿Es nueva? –me pregunta, apuntando la fecha en el
móvil. Cuando asiento con la cabeza, me dice–: ¿Te parece
bien aceptar más trabajo?
Hago un gesto con la mano.
–Estoy bien. –Pero la pierna me rebota en el taburete del
bar.
No podría haberles dicho que no a Ginny y Dustin. Son tan
monos. Él iba a pedirle matrimonio en el castillo de
Disneyland, pero se puso nervioso y se lo pidió en
Adventureland sobre un muslo de pavo por accidente.
Michael llega. Cuando Mar se levanta de un salto para
saludarle, veo que mide al menos uno noventa, es moreno y
está muy muy musculado... ¿y me resulta curiosamente
familiar?
–¡Ama! –dice él.
Me quedo sin palabras mientras Mar nos mira.
–Mar, estás saliendo con... uno de mis exhermanastros –
digo. Michael se ríe. Mar se queda boquiabierta y veo cómo
hace cuentas en su cabeza para saber si es incesto,
preguntándose si esto es raro.
–Eh, Mar también es una de mis exhermanastras –le
aclaro a Michael. A él le hace gracia. Mar todavía no lo tiene
claro–. No está emparentado con ninguna de nosotras –le
digo a Mar–. Relájate.
Cansada, pide otra copa y nos ponemos al día durante
unas horas. Me siento como una casamentera orgullosa,
aunque no he hecho absolutamente nada.
Cuando se van, les digo que me voy a quedar a tomar
otra copa. Echo un vistazo a la clientela de la una de la
madrugada de nuestro bar de moda favorito. Algunos chicos
son mi tipo, pero ninguno me interesa. El único con el que
me planteo ir a hablar tiene el pelo largo y negro y los labios
carnosos, y cuando me doy cuenta de qué (o a quién) veo
en él, decido pagar la cuenta y me voy a casa sola.

La semana que viene Hazel está en la ciudad. Ya ha


terminado de grabar, pero la llaman de vez en cuando para
retoques y magia de posproducción, así que mientras esté
aquí vamos a rematar algunas cosas. Faltan cuatro meses,
por lo que vamos muy justas de tiempo para encargar las
invitaciones, pero por suerte tengo unos cuantos calígrafos
que me adoran. También tengo que asegurarme de que la
amiga de Hazel, la diseñadora, cumple. No he metido la
mano en el asunto de los vestidos y trajes de novia, aparte
de echar un vistazo a los diseños, pero hasta ahora el
cortejo nupcial está casi resuelto.
Volvemos a quedar en Weatherstone y Hazel está
partiendo una barrita de arce en trozos del tamaño de un
bocado mientras dice:
–Vale, pues dos cosas. Primero, la despedida de soltera.
–Sí –digo, abriendo las notas de mi iPad–. ¿Hay algo con lo
que Chelsea necesite ayuda?
Chelsea es la mejor amiga de Hazel y el motivo por el que
Jackie y ella se conocieron. Va a ser la madrina por parte de
Hazel. –Queremos que vengas –suelta Jackie–. Por favor, por
favor, por favor.
Esbozo una sonrisa.
–Sois tan dulces. –Trago saliva. Tengo práctica en esto,
pero es difícil cuando se trata de Jackie y Hazel Renee.
–Hay un sitio para ti en el avión, con todos los gastos
pagados –dice Hazel–. Y resulta que sé que no tienes boda
ese fin de semana. –Me guiña un ojo por encima de su taza
de café.
Sonrío mirándome las manos. Van a pasar tres noches en
Las Vegas. Todo el grupo volará desde Sacramento para que
los amigos de Hazel puedan ver la ciudad.
–Tenéis razón, no tengo ninguna boda..., todavía. –Las
miro con la garganta seca–. Es solo que tengo una política
de empresa en contra de ello. Solían invitarme mucho a
despedidas y acababa por complicar demasiado las cosas.
Pienso en Whitney dejándome fuera de las bodas, en las
novias enviándome mensajes de texto todo el día y toda la
noche, en las parejas dándome ideas cuando ya habíamos
fijado temas y colores. Un desastre.
–Oh, venga –se queja Hazel rodeando su dónut–.
Igualmente ya estás rompiendo todas las reglas con
nosotras. Quiero decir, estás haciendo una sala de
recepciones desde cero. Seamos un desastre juntas. –Se ríe,
y suena cariñosa y acogedora. Como recuerdos felices.
–Lo pensaré –digo, dándole un sorbo a mi cerveza fría con
pesar. Sé que no iré. Ya encontraré alguna excusa. No es
profesional y plantea la pregunta: ¿trabajas para ellas o eres
su amiga? No es una respuesta fácil.
–¿Qué es la otra cosa? –pregunto, cambiando de tema tan
rápido como puedo.
Jackie hace un gesto hacia Hazel y Hazel termina de
masticar. –Me contactaron de Fabulous Dream Weddings.
–¿El programa de la TLC? –pregunto.
Ese programa es casi tan famoso como Say Yes to the
Dress y Bridezillas. Whitney estuvo a punto de conseguirlo
una vez con una de sus bodas, antes de que surgieran
problemas de agenda. –Sí. ¡Quieren enviar un equipo y
grabarlo todo! Sería mucho, lo sé, pero tengo que decir que
creo que sería genial poder darte publicidad a ti, a Elliot, y a
todos los que trabajan tan duro en esto en Sacramento.
Los ojos de Hazel me miran brillantes, y pienso con
rapidez. –Vaya. Creo que lo más importante es: ¿de qué
tendrán el control?
Hazel niega con la cabeza y frunce el ceño.
–De nada.
–Claro, pero esos programas solo funcionan si algo va mal,
¿no? Entonces, ¿nos harán escenificar cosas o intentarán
crear drama donde no lo hay?
–Es una gran observación, Hay –le susurra Jackie.
Hazel murmura en señal de comprensión.
–Déjame que hable con mi agente y vea si puede acordar
algo. Me está presionando mucho. ¡Y Jackie y yo pensamos
que es una gran idea!
Pone una mano sobre la de Jackie, y veo, por un instante,
que Jackie no sonríe, pero enseguida se controla.
Lo medito. Sería un buen reportaje, seguro. Mi mayor
duda es que hay cosas entre bastidores para las que
preferiría no tener un equipo de grabación. El gasto y el
esfuerzo para limpiar el espacio de al lado son enormes. Ya
me estoy encontrando con obstáculos que no comparto con
ellas, así que explicarlo delante de la cámara suena a
pesadilla.
–Me gustaría hablar con algún productor antes de aceptar
–digo.
Jackie asiente, pero veo que Hazel se tambalea un poco
antes de asentir también. Creo que le sorprende un poco
que me oponga. Lo siento, Hay. Me contrataste para llevar
las riendas de esta boda.
Durante los próximos días, las llevaré a conocer a algunos
de mis artistas calígrafos y volveremos a visitar el estudio
de ballet con los planos completos, en los que se indica
dónde estará todo el equipo de alquiler y el diseño floral.
(Afortunadamente, los murciélagos han sido reubicados).
Después de hablar con Hazel y su agente para recabar
más información sobre lo que necesitaría el equipo de
rodaje, me comunico con Bea, la productora de los episodios
de Fabulous Dream Weddings, y lo hablo con ella. Quiero
dejar claro que la semana de la boda es mía.
–Creo que lo que más me preocupa es la puesta en
escena. Veo el programa lo suficiente como para saber que
hay que crear una trama para que el espectáculo funcione –
le digo a Bea el domingo por la noche, después de un largo
día de boda con un portador de anillos travieso, un pastor
alemán que se zampó las alianzas.
–Claro –dice Bea. Aunque su voz me tranquiliza, me doy
cuenta de que está haciendo diez cosas distintas mientras
atiende mi llamada–. Creo que lo que más nos interesa es el
aspecto «de ensueño» que has creado aquí. Por lo que han
dicho Hazel y Jackie, parece que has logrado algo realmente
especial.
Trata de seducirme, y le está funcionando.
–Te lo agradezco. Creo que lo que quiero de ti es
transparencia, y también que sepas que la boda es lo
primero. Hay cuatro eventos que estoy coordinando para
esa semana, así que quiero saber que si te digo «No quiero
equipo» o «No podemos volver a filmar eso», se respetará.
–Te entiendo. Creo que podemos hacer que funcione.
Cuando colgamos, sé que estoy abarcando más de lo que
puedo recoger, pero no puedo evitarlo. Esto sería grande.
Aunque TheKnot.com y People no publiquen un artículo
destacado, sería una exposición increíble. Envío un correo
electrónico a Hazel y Jackie para hacerles saber que lo de
Fabulous Dream Weddings es un hecho. Firmo un contrato y
todo.
Contrato a Mar para que sea oficialmente mi segunda al
mando. Ganaré menos en esta boda por ello, pero merecerá
la pena tener a alguien que vigile a los equipos de rodaje
cuando yo no pueda hacerlo. De todos mis otros
exhermanastros, Jake el empollón dramático es el único que
ha intentado mantenerse en contacto. Nuestros padres se
separaron hace seis semanas, pero me ha enviado dos
correos electrónicos desde entonces para ver si necesito
algún ayudante. Empiezo a contratarlo todas las semanas
para entrenarlo para la boda de Hazel y Jackie. Sarah, que
ya ha trabajado conmigo antes, aunque a regañadientes,
casi me rechaza antes de enterarse de que le pago más que
la última vez.
Todo va sobre ruedas. Llega el equipo de rodaje para
hacer las tomas iniciales. Con algunas dudas, accedo a
dejarlos entrar en la recepción para que se hagan una idea
del «antes» de nuestro antes y después. Ensayo diez veces
con Mar mi primera «entrevista», intentando hacerme una
idea de lo que quiero decir sobre Jackie y Hazel. Cuando el
equipo de Bea me sienta en la Rosaleda, solo tartamudeo en
cuanto me preguntan cómo me encontró la pareja.
–La jefa de Jackie, la senadora, la senadora me encontró.
Lo siento, ¿quizá no deberíamos decir que es senadora?
¿Dio a conocer Jackie que trabaja para el gobierno? Lo
siento.
Voy dando palos de ciego.
Al final deciden seguir haciéndole esa pregunta a Jackie.
En la pastelería están encantados de organizar una cata
de tartas para fingir que aún no han elegido la suya: una
tarta de mantequilla integral con caramelo de bourbon y
migas de cardamomo, cubierta con crema de merengue
suizo de almendras. (Sí, la probé, y sí, me morí). Voy con
ellas y recreo toda la experiencia, esperando a que Jackie y
Hazel repitan el momento en el que no se pusieron de
acuerdo sobre si querían coco o no. Hazel se vuelve hacia
mí igual que hace tres meses y me pregunta:
–Ama, ¿tú qué opinas?
Finjo pensármelo y respondo:
–A veces el coco no gusta a los invitados, pero es vuestra
tarta. Terminamos el rodaje y me voy a tomar algo con Mar.
Bebemos un poco demasiado, porque todo va bien.
Mejor de lo que podría haber esperado.

Lo primero que pienso es que es raro que mi móvil esté


conectado, ya que lo pongo en no molestar desde
medianoche hasta las siete de la mañana.
Lo segundo que pienso es que Mar se ha quedado a
dormir aquí y no ha llegado al segundo dormitorio. Tengo su
pelo en la boca.
Pero lo tercero...
–Hola, soy Ama –intento decir, como si fuera el tipo de
persona que obviamente está despierta a las (miro el reloj)
7:02 h. –Hola.
Lo tercero es que oír la voz de Elliot Bloom a primera hora
por la mañana sigue siendo lo que más me gusta en el
mundo entero.
Me incorporo de un salto en la cama.
–¿Qué pasa?
Mar refunfuña y se da la vuelta a mi lado.
–¿Te he despertado? –pregunta.
–¿Qué pasa?
–Creía que ibas al gimnasio a las seis y media.
Suspiro.
–Eso era... hace tres años, Elliot. Ya ni siquiera soy socia.
–No habría llamado si hubiera pensado que dormías...
–¿Por qué me llamas? –espeto.
¿He dicho ya que no soy una persona de mañanas?
–Por el huracán del Caribe de la semana pasada –dice.
Entrecierro los ojos e intento pellizcarme el brazo para
asegurarme de que no es un sueño–. ¿Te has enterado?
–Más o menos.
Aparto las mantas y Mar pregunta con quién estoy
hablando. La hago callar. Hay una notable pausa. Luego:
–Es probable que se produzca una escasez de suministro
de la mayoría de los anturios.
Por fin todas las piezas encajan. Me paso una mano por la
cara. –¿Cómo de grave es?
–Insalvable.
Mar se incorpora, sujetándose la cabeza.
–¿Tienes huevos? –dice, con la voz gruesa y áspera por el
alcohol.
–Quédate aquí –le susurro, y voy a la cocina–. ¿Y eso qué
significa? –le pregunto–. ¿Estás diciéndome que costará más
dinero? Vuelve a hacer una pausa antes de responder,
tajante:
–¿Cuánto dinero crees que tienes en el presupuesto para
deshacer un huracán, Ama?
Gruño.
–Así que nada de anturios. Nada de nada.
–Las únicas disponibles son las rosas y blancas, las del
ramo de Jackie. Pero Hazel tendría que ceder.
Me froto la sien. No me gusta esa opción. Los estilos
personales de Hazel y Jackie son muy diferentes. Sé que no
estaría contenta con sus flores.
Empiezo a abrir armarios para poder hacer café.
–Creo que tenemos que rediseñarlo –le digo.
Mar me grita desde el fondo del pasillo:
–¿Estás haciendo café?
La ignoro y escucho la respiración de Elliot.
–Bien. Llámame para programar una cita cuando estés
despierta de verdad.
Cuelga. Entrecierro los ojos mirando el móvil, intentando
averiguar por qué es él el que está enfadado. Está claro que
me llamó a las siete de la mañana esperando esto.
Mar sale a trompicones con la ropa de ayer.
–¿Por qué... tienes que ser tan ruidosa?
Le tiro una taza de café a la cabeza.

Lo interesante de tener un equipo de filmación invadiendo


la boda que organizas es que les encantan las malas
noticias. Tanto es así que ahora nos dirigimos a Blooming
para que Elliot les dé la mala noticia a Hazel y Jackie en
persona.
Ojalá disfrutara torturando a Elliot, porque esto va a ser
delicioso. Como uno de mis proveedores, recibió el correo
electrónico sobre la filmación y ya firmó sus cláusulas y se
las devolvió al equipo de producción. Pero no creo que
esperara salir en cámara. Le dije a Bea que la reunión con el
florista probablemente no se repetiría y le ofrecí otros
proveedores en su lugar. Pero ahora...
Ahora alguien se acerca a Elliot con una brocha para los
polvos, afirmando que «tiene brillos».
–Aléjate de mí, joder –le dice Elliot con toda la educación
que puede reunir.
Suspiro, balanceándome un poco sobre mis pies. Esta
mañana no hay tiempo para dónuts. Ni tiempo para café, ni
tiempo para desayunar. En cierto modo, estamos en modo
pánico. Las cámaras lo están suavizando un poco, pero un
rediseño floral completo a tres meses y medio de la boda no
es bueno. Sobre todo, cuando el diseño floral es tan
importante como lo era este. Bea me informa.
–Hazel y Jackie están en el aparcamiento. Mi equipo las
está reteniendo hasta que estemos listos. No las has
avisado, ¿verdad? –No –digo–. Espero que sea lo bastante
dramático para ti. –Sonrío sin fuerzas y me apoyo la mano
en el estómago.
–Estoy segura de que lo será. ¿Qué te pasa?
Levanto la vista y la veo doble. Cuando se solidifican,
hago un gesto con la mano.
–Es que no he desayunado.
Le mostré a Mar los huevos y la cocina, pero me apresuré
a prepararme y venir aquí.
–Toma. –Saca una barra de su riñonera.
Veo la palabra «chocolate» y le hago un gesto con el
pulgar. Empiezo a preguntarme si el consumo diario de
dónuts ha arruinado mi nivel de azúcar en sangre. Quizá he
sido hiperglucémica todo este tiempo, pero no lo sabría
porque he comido mil gramos de azúcar cada mañana
durante los últimos diez años. (No sé cuántos gramos de
azúcar hay en realidad en los dónuts, ni me importa).
Me tiemblan los dedos y me apoyo un segundo en el
mostrador para estabilizarme. Bea anuncia algo al equipo y
yo apenas escucho mientras rasgo el envoltorio con los
dientes.
Una mano aparece delante de mis ojos y, de repente, de
un fuerte manotazo, la barrita cae al suelo.
–¿Qué haces?
Parpadeo, mi pulso palpitante compensa la bajada de
azúcar por un momento. Elliot está de pie frente a mí,
furioso.
–¿Desayunar? –Intento.
Se agacha para recoger la barra y me la pone delante de
los ojos. –Barrita de chocolate y mantequilla de cacahuete –
dice.
El calor me inunda el cuello y la mandíbula.
–Oh. Es verdad.
No puedo mirarle a los ojos mientras tira la barrita a la
papelera.
–¿Qué pasa contigo? ¿No has dormido? –Sus palabras son
mordaces, como si fuera un insulto o algo así.
–No he comido. Yo... lo siento.
Me siento avergonzada y mortificada. Ni siquiera estoy
segura de si llevo el EpiPen en el bolso o en la bolsa que
tengo en el coche.
La voz de Bea está cerca de mí.
–¿Vamos bien? –dice–. ¿Hacemos entrar a las chicas?
–No. –La voz de Elliot es dura–. Dame dos minutos. –Se
aleja de mí y se dirige a la puerta principal. Le grita a un
miembro del equipo al azar–: ¡Y sentadla en esa silla!
Oigo el timbre de la puerta. Justo antes de que se cierre
del todo, creo que Jackie dice:
–¡Elliot! ¿Adónde vas?
Mientras alguien me sienta en una silla y me ofrece una
botella de agua, miro más allá de las dalias del escaparate y
veo a Elliot cruzando el tráfico en dirección a Rite Aid.
No puedo mirar a nadie a los ojos. Me avergüenza que la
resaca pueda estar contribuyendo a todo esto, pero también
son las diez de la mañana y soy una mujer adulta que no ha
comido nada. La rapidez con la que Elliot regresa me hace
temer que no haya pagado la compra, porque sé lo que
piensa de las cajas automáticas. Deja caer un plátano, una
caja de barritas para desayunar sin frutos secos y una
botella de Gatorade amarillo sobre el mostrador, a mi lado.
Y sé lo que estás pensando: está claro que está enfadado
conmigo si ha comprado Gatorade amarillo y espera que le
dé las gracias. Pero, por desgracia, el Gatorade amarillo es
mi favorito. Y odio que me haya salvado de comer
mantequilla de cacahuete y se haya acordado de mi
Gatorade favorito, todo en un mismo día.
Empiezo con medio plátano, luego sigo con una barrita y
me tomo la mitad del Gatorade. Cuando por fin vuelvo a
estar consciente (aunque bastante hinchada), le hago un
gesto con la cabeza a Bea para que deje de perder el
tiempo.
Hay dos cámaras, un tipo con un micrófono de brazo y
Bea metida aquí dentro conmigo y con Elliot. Los chicos se
colocan en sus puestos y la ayudante de Bea, que está fuera
con Hazel y Jackie, les da la señal para que entren.
Me pongo en pie y sonrío, escondiendo mi botín del Rite
Aid detrás del mostrador y esperando no estar tan pálida y
sudorosa como me siento.
Jackie y Hazel entran y saludan a Elliot, me abrazan y
Jackie susurra:
–¿Estás bien? –Asiento con la cabeza.
Sé que a Elliot no le van a sentar bien las cámaras, así
que tomo la iniciativa.
–Tenemos malas noticias de las que hablar. –El tipo del
micrófono inalámbrico se acerca a mí, colgando la nube
peluda sobre mi cabeza–. Elliot me ha informado de que no
vamos a poder conseguir los anturios que queremos en la
cantidad que nos hace falta.
La cámara de Jackie y Hazel capta perfectamente su
reacción ante la noticia. Jackie toma aire en silencio y mira a
su prometida. Hazel abre la boca y se inclina hacia un lado.
Será un gran momento televisivo.
–Vale –dice Hazel despacio–. Vale, entonces... ¿hacemos
menos? O...
Hago un gesto a Elliot y él frunce el ceño. El micrófono con
brazo gira hacia él y lo mira fijamente antes de hablar.
–Podríamos seguir adelante con los anturios rosas y
blancos. Esas son las que iban a ser en principio las flores
de Jackie. ¿Pero los de color burdeos? ¿Los de hojas verdes?
Ambos están descartados.
Hazel está en su salsa cuando suelta un suspiro dramático
y se masajea la frente. Jackie entrelaza sus dedos y acaricia
el costado de Hazel, que mira a su alrededor en busca de un
bote salvavidas. Me aclaro la garganta.
–Es perfectamente viable hacer un rediseño basado en los
anturios rosas y blancos. Pero no creo que sea ni de lejos lo
que tú quieres.
Veo a Bea asentir con la cabeza desde detrás del cámara
que me enfoca, y me siento como una auténtica estrella de
reality. –Creo que necesitamos un rediseño –continúo–. Creo
que debemos volver a centrarnos en lo que ahora sabemos,
y tratar de remodelar lo que tenemos en mente sobre el
arreglo floral. Hazel levanta la cabeza, y en ella hay una
decepción infantil.
Como si le hubieran quitado las Navidades. Me hace un
gesto para que continúe.
–Está claro que ya nos hemos decidido por la pista de
baile. Creo que es impresionante, y será una verdadera
pieza clave para la recepción. Creo que podemos seguir
adelante.
Jackie mueve la cabeza en señal de acuerdo y Hazel se
muerde el labio y asiente.
La verdad es que me siento un poco perdida. Aún no le
había dicho que no a Hazel Renee. Y aunque hasta ahora he
hecho todo lo posible por tratarla como a cualquier otro
cliente, parece que esto se está convirtiendo en algo
demasiado personal para mí en muy poco tiempo. Su
decepción y desdén por esta reunión se está notando, y yo
estoy en el punto de mira para mejorar la situación.
–Elliot, ¿podemos pasar a la sala de exposición y empezar
a hablar de algunas ideas?
Él abre el camino y uno de los cámaras le sigue a toda
prisa. Hay cables y equipos por todas partes, así que
tardamos un rato en instalarnos en la trastienda. Tenemos
que volver a entrar y fingir que todo se ha hecho en una
sola toma.
Antes incluso de que estemos listos para volver a rodar,
Elliot ya está tirando jarrones y moviéndose por la
habitación. Bea envía enseguida a un cámara para que le
siga, cosa que, a todas luces, él detesta.
Bea nos da el visto bueno para continuar, y yo tomo la
iniciativa.
–Entonces, lo que queríamos cuando nos pusimos de
acuerdo sobre el diseño floral anterior era satisfacer a las
dos como era debido. Jackie es clásica y elegante. Hazel es
lujo moderno con mucho carácter. Nos decidimos por una
flor rara en diferentes tonos para uniros a las dos, pero
ahora tenemos que valorar otras opciones y debemos abrir
nuestras mentes.
Jackie está pendiente de cada una de mis palabras, y
Hazel está (sinceramente) actuando como una mocosa.
Estoy rezando para que esto sea en beneficio de las
cámaras.
Elliot ya tiene algunas variedades de tallos con los que
jugar, y tal y como debería haber supuesto, un cámara se
fija solo en él. Es fascinante, guapo y está haciendo algo de
forma activa.
Levanta la vista y tira de la hierba de la pampa como si
fueran plumas.
–Voy a hacer borrón y cuenta nueva, tanto desde el punto
de vista mental como creativo –dice–. Es una boda de otoño.
Las bodas de otoño son de colores suaves y apagados. En
términos de diseño clásico –hace un gesto hacia Jackie– hay
rosa palo y hierba de la pampa.
Combina una flor rosa palo con la hierba de la pampa,
creando un precioso ramo que refleja el estilo de Jackie.
Incluso puedo ver en sus ojos que sería muy feliz con esas
flores.
–Lo que también me viene a la cabeza para el otoño son
los borgoñas. El vino. Colores cálidos y acogedores –dice.
Combina la hierba de la pampa con dalias rojo oscuro.
Añade una hoja de limonero y lo ata con una cuerda
deshilachada en lugar de con una cinta.
Está cerca de Hazel, pero no del todo. Lo sabe. Estoy
abriendo la boca para aliviar la tensión cuando Hazel
levanta las manos. –Lo siento. ¿Podemos dejar de rodar? –
Mira a Bea con una expresión firme. Uno de los operadores
inclina su cámara hacia el suelo–. No tenía ni idea de que
venía aquí para una emboscada, así que estoy un poco
conmocionada.
Frunzo el ceño. ¿Una emboscada?
Bea da un paso adelante.
–Por supuesto. Ya sabes que cuando trabajas en un reality
muchas cosas no se escenifican. Son emociones reales que
salen a la luz. Me encantaría continuar mientras estamos en
bruto, pero lo entiendo si no es posible.
–Hazel. Jackie –digo–. No tenemos que tomar ninguna
decisión hoy o delante de las cámaras. Podemos hacer una
recreación como hicimos en la panader?a. –Veo que Bea
quiere convencernos de que lo hagamos en directo, pero la
interrumpo–. Elliot, mientras las cámaras están apagadas,
¿tienes algo que añadir?
Se rasca la barbilla.
–Lo que está pasando no es habitual. Es raro que tenga
este tipo de problema con el abastecimiento, pero es una
escasez internacional. Lo que sí puedo prometeros es que
esta boda será preciosa. Ya hay un diseño estupendo, y
ahora solo queda complementarlo.
Muestro mi acuerdo. Hazel está respirando hondo modo
zen. Dudosa, Jackie dice:
–Estaría más que encantada con algo así. –Junta los ramos
de muestra de ambas, mostrando lo bien que quedan.
–Pero yo no –dice Hazel sin rodeos.
Veo que Jackie se queda boquiabierta y que Bea arde en
deseos de filmarlo.
–Hay un arreglo que llevo tiempo queriendo probar –dice
Elliot despacio–, pero no he encontrado el momento
adecuado para jugar con él.
Desbloquea el móvil y veo que sus pulgares se dirigen a
Instagram.
–No tengo ninguno de los materiales aquí en la tienda –
continúa–, porque son raros.
Sus ojos me miran y lo entiendo. La está seduciendo.
Raros. La mejor razón. Es un término de moda al que Hazel
se aferrará. Le da a Hazel su móvil y veo cómo la tensión
desaparece de sus cejas al deslizar con el dedo.
–La protea reina es la pieza central. Son elegantes, pero
impactantes. Y lo mejor de todo es que no habrá problemas
de suministro. Incluso podríamos llenar la pista de baile con
ellas con el presupuesto que nos ahorraremos al no importar
los anturios. Hazel le enseña las fotos a Jackie y veo que
Jackie lo intenta. No es exactamente su estilo. Miro las
imágenes de las flores en forma de copa de veinte
centímetros que parecen más arbustos que flores, y sé que
a Jackie le gustan las hojas puntiagudas y los dientes del
centro de la flor.
–¿Podrías volver a hacer ramos distintos para ellas? –le
pregunto a Elliot.
Asiente con la cabeza y agarra el móvil, mostrando un
arreglo que hace suspirar de alivio a Jackie. Es un ramo de
rosas rosa palo agrupadas alrededor de una protea reina
blanca con hojas de eucalipto esparcidas por todas partes.
–Me gusta, cariño –le susurra a Hazel.
Hazel me mira, luego mira a Bea y a las cámaras.
–De acuerdo. Ya podemos rodar. ¿Podemos repetirlo,
Elliot? –dice, como una auténtica estrella.
18
Elliot
Hace tres años, tres meses, una semana y
cuatro días

En las últimas dos semanas solo he hablado con Ama de


negocios. En la boda del sábado pasado en el Willow
Ballroom, los dos estábamos hasta arriba de trabajo. El
diseño de ella era el más elegante que he visto nunca, y
mereció la pena. Pero eso significó que no había tiempo
para ninguna conversación fuera de «Está genial. Mueve
eso cinco centímetros».
Ahora, en la boda de los Ng, solo me han contratado para
centros de mesa, así que ni siquiera la veo hasta que
aparece en el lugar de la recepción con su auricular en la
oreja y un rostro que arde en concentración.
Todavía no sé cómo me siento con todo esto. ¿Se me ha
escapado? ¿Fue algo puntual? Si es así, no voy a ser yo
quien se acerque a ella, aunque sí quiero volver a verla.
Quiero tener una cita con ella y charlar de algo que no sean
flores y bodas. Todas las mañanas desde la boda de los
Gordon me despierto empalmado, deseando volver a estar
con ella.
Pero no sé cómo hacer que suceda de otra manera que no
sea... merodeando por aquí. He invitado a salir solo a cuatro
mujeres en mi vida y, según las estadísticas, no se me da
muy bien. Así que monto las mesas, agarro mi carretilla y
vuelvo al aparcamiento. Mientras arranco la furgoneta, un
nudillo golpea la ventanilla del conductor. La cara radiante
de Ama está al otro lado del cristal. Bajo la ventanilla.
–Hola.
–Hola –dice con dulzura–. ¿Ya te vas?
–Tengo que volver a la tienda.
Murmura y se sube al escalón para poder asomar los
brazos por la ventana.
–¿Qué tal la semana?
Me doy cuenta de que probablemente no soy lo bastante
frío para lo que sea esto. Sea lo que sea lo que ella cree que
está haciendo, ya sean encuentros cada dos semanas o
citas esporádicas, creo que está fuera de mis capacidades.
Pero aun así le respondo con la garganta seca:
–Bien. ¿Y la tuya?
–Ocupada. Quiero que esta boda se acabe de una vez.
Establecieron un presupuesto bajo y después me pidieron
una y otra vez que lo sobrepasara. –Suelta un suspiro y se
pasa una mano por el pelo. La miro con atención–. ¿A qué
hora cierras la tienda? –A las seis. Volveré a las diez a por
los jarrones.
Asiente.
–¿Quieres volver un poco antes? –Alarga la mano para
arreglarme el cuello, pero luego se limita a juguetear con el
botón más alto–. Puedes ayudarme a poner bengalas –dice
con voz sedosa, como si bengalas significara algo
totalmente distinto. –¿De verdad se trata de poner
bengalas? Porque ya sabes lo que pienso sobre la falta que
te hace un ayudante...
–Lo que quiero decir es que vuelvas y te follaré en tu
furgoneta. Me quedo mudo y muevo la cabeza como si
estuviera sopesando las opciones.
–Estaba pensando que quizá podría follarte yo en mi
furgoneta.
Aprieta los labios para contener una sonrisa.
–Lo pensaré.
Me arrastra por el cuello y me besa. Antes de que pueda
enredar mis dedos en su pelo, se aparta, me guiña un ojo y
desaparece.
Vuelvo al aparcamiento a las 6:02 h. Antes de plantearme
entrar a buscarla, veo una figura salir del banquete. Se
escucha Y.M.C.A.
Cuando la música cambia a We Are Family, entra de un
salto por la puerta del acompañante y se baja la ropa
interior por los muslos. Le digo que se ponga de rodillas en
el asiento.
Cuando me compré esta furgoneta en el instituto, siempre
tuve la esperanza de tener sexo en ella. Tal vez después de
un partido de fútbol, donde sin duda yo era el quarterback
estrella a pesar de no haber tenido nunca talento innato
para el deporte. Es un poco más complicado de lo que
imaginaba, pero aun así consigo hacerlo con una rodilla en
el asiento. Tiene las manos apoyadas una en la ventanilla y
otra en el reposacabezas. La furgoneta está cargada de
humedad y huele a ella, y miro fijamente sus caderas
mientras las vuelvo a pegar contra mí. La rodilla se me
resbala y las manos me sudan en su piel.
–¿Volverás...? –jadea, con la cara contra el asiento–.
¿Volverás a llamarme Amaryllis?
Gimo, a punto de perder el control, pero consigo susurrar
su nombre una vez antes de correrme.
Se arregla como antes. Se sube las bragas y me besa en
los labios. Bajo las ventanillas y me recompongo mientras
ella vuelve a la recepción.
Dos semanas más tarde, está estropeando mi diseño floral
en la boda de los Singh, recolocando las flores y tirando los
crisantemos a la basura. Cuando le grito en un armario de la
limpieza, me responde con gritos hasta que su boca acaba
sobre la mía. Ese día se pone de rodillas y me olvido de los
crisantemos. De hecho, sus ideas eran mejores. Siempre lo
son.
En la siguiente reunión de proveedores que tenemos en
mi tienda, se comporta con normalidad. Me pone de los
nervios. Es todo negocio, y lo único en lo que puedo pensar
es en lo mucho que quiero poner mi boca sobre ella hasta
que grite. Se va con los clientes, y no la veo durante otra
semana.
Creo que la estoy superando. Como si fuese a estar bien si
solo trabajamos juntos de ahora en adelante. Y entonces, la
próxima vez que la veo es en una reunión para una pareja
que se va a casar en casa de sus padres. Está a mi lado en
el patio trasero, enseñándome dónde irá el arco nupcial, y
suelto:
–¿Quieres cenar conmigo esta semana?
Hace aletear sus pestañas de una forma tan bonita que
apenas la oigo hablar en voz baja.
–Sí. Eso suena genial.
Le miro la cara, con las mejillas sonrosadas y el labio
inferior entre los dientes.
–Entonces, ¿cuál es la disposición de las sillas? –le
pregunto. Sonríe y continúa explicándome el diseño.
Ese jueves, la llevo a un pequeño restaurante italiano a
unas manzanas de la tienda. Come más que ninguna otra
chica con la que haya salido, y cuando eructa en la mesa,
acabo riéndome tanto que el camarero tiene que comprobar
si estamos bien. Cuando se entera de que fui a una
universidad fuera del estado durante tres años, me hace
contárselo todo.
–¿Qué estudiabas?
–Arquitectura –digo; la palabra resulta casi amarga en mi
boca. Se le iluminan los ojos.
–Eso explica muchas cosas. –Cuando frunzo el ceño, dice–:
Las cosas que construyes. Los arcos nupciales, los aros, los
candelabros…
–No creo que mis estudios de arquitectura sirvan para
hacer arreglos con paniculata y peonías –murmuro, dándole
vueltas a mi carbonara.
–¿De verdad? –Inclina la cabeza hacia mí–. Yo lo veo. ¿Te
licenciaste?
–No, lo habría hecho, pero lo dejé en mi último año y...
nunca volví. –Aparto la mirada de ella.
–¿Querías hacerlo? ¿Volver? –pregunta, como si me leyera
la mente–. O sea, no sé nada del plan de estudios, pero
¿sería fácil volver si tuvieras tiempo?
Me encojo de hombros, tratando de ignorar que acaba de
dar en el clavo.
–En realidad, da igual, porque no tengo tiempo. Tengo la
tienda y... –Me detengo, mordiéndome la mejilla.
–¿Lo dejaste cuando tu padre enfermó? –pregunta en voz
baja.
Asiento con la cabeza.
–¿Qué pasó?
–Cáncer de pulmón. No había fumado en su vida. –Esbozo
una sonrisa triste–. De todos modos, la tienda lo era todo
para él, nunca la abandonaría. Ningún hermano se la
quedaría, nadie más. Él quería que me licenciara, pero
siempre me dijo que algún día me quedaría con Blooming.
Ese día llegó antes de lo esperado. Mamá me llamó y me
dijo que tenía un tumor en los pulmones y que nunca me lo
diría él mismo. Así que vine a casa. –La miro a los ojos–.
Pero me gusta la tienda. Me llevó un tiempo, pero las flores
son... Bueno, las flores son mejores que las personas. –Cito
a papá y me río.
Sus ojos brillan.
–Eso me lo dijo tu padre.
El corazón me da un vuelco. Las costillas me oprimen.
–Una vez fue muy amable conmigo –dice con los ojos un
poco empañados. Trago saliva y miro hacia otro lado, y ella
añade–: Quiero decir, siempre fue muy amable. Como muy
especial. –Resopla riéndose y levanta su copa de vino–.
Nada que ver contigo.
Asiento con la cabeza y ella continúa.
–Pero una vez tuve una boda muy dura con Whitney, y
él... Me hizo sonreír. –Ahora ella lo hace–. No sé si esto es
raro, pero me dio un pañuelo. Todavía lo tengo. ¿Quieres
que te lo devuelva? Creo que tiene sus iniciales.
Recuerdo el crujido de su puño contra la nariz. La forma
patética en que se llevó la mano al pecho después. Su risa
resonando como si fuera música.
Niego con la cabeza.
–Tenía cientos de esos. No pasa nada. Me gusta que
tengas uno.
Se sienta de nuevo en su silla y cruza las piernas bajo la
mesa. –Creo que podrías volver, si quisieras. Tienen un
montón de opciones online para estudiar. Depende de ti,
pero... tú mismo lo has dicho: tu padre quería que acabaras
la carrera. ¿Y quién sabe? Tal vez te daría cierta ventaja
cuando, inevitablemente, abras una sala de exposición. –Me
guiña un ojo.
–Tal vez. –Odio admitirlo, pero me gusta la forma en que
puede describir mi futuro con tanta facilidad–. ¿Tú no fuiste
a la universidad?
–Empecé con Whitney unas semanas después de terminar
el instituto. Supongo que podría haber estudiado
organización de eventos, pero habría tenido que salir de la
ciudad para ello. Y yo ya estaba trabajando bajo las órdenes
de la maestra.
Tiene un brillo en los ojos cuando habla de Whitney, e
intento no fruncir el ceño.
–Siempre me pregunté cuál era tu puesto con ella –le digo.
–Hacía varias cosas distintas. Pero en la época en que
trabajabas con tu padre, era directora de diseño.
–¿Y por qué te fuiste?
–Quieres decir ¿por qué Whitney me «dejó» ir? –Hace eco
de las palabras que dije a principios de año y busca su copa
arqueando las cejas. Pongo los ojos en blanco–. Trabajaba en
bodas con presupuestos de cientos de miles de dólares,
pero sabía que quería trabajar con presupuestos más bajos.
Los presupuestos más bajos casi abren más oportunidades,
¿tiene sentido?
–Sí, lo tiene –respondo con honestidad.
–Whitney estaba empezando a rechazar a todo el que no
tuviese cincuenta de los grandes o más, sin importar lo que
pudieran pagarle, así que pensé: «Yo podría quedarme con
eso. Podría hacer algo muy especial con ese presupuesto».
–¿Así que no tenía nada que ver con tu sueldo? ¿O con
cómo te trataba?
Parpadea y un silencio de estupor recorre la mesa.
Enseguida me arrepiento de haber dicho eso.
–¿Cómo...? ¿Cómo me trataba? ¿A qué te refieres?
–Lo siento, no debería haber... –Me callo, pero ella sigue
esperando–. Para todos los proveedores estaba claro quién
era el verdadero cerebro detrás de la operación de Whitney
Harrison Weddings. Mi padre hablaba de ello todo el tiempo,
de lo mucho que el estilo de Whitney estaba creciendo, el
cambio que se había producido desde que contrató a gente
nueva. Mark, de Roscow Rentals, solía comentármelo;
Minnie de Freeport Bakery se dio cuenta.
Veo que el pecho se le hincha cada vez más deprisa, pero
tiene los labios apretados.
–Ama, a lo que me refiero es a que un mes después de
que te fueras, Whitney me pidió que replicara el pedido de
la boda de los Teele. Hasta los capullos. Tu diseño, copiado y
pegado en otra boda.
Se aclara la garganta.
–No lo sabía. –Toma un sorbo de vino y aparta la mirada–.
Bueno, para ser justos, todo lo que diseñé mientras estaba
allí pertenecía a Whitney. Estaba en mi contrato. Así que
estaba en su derecho.
Aprieto la mandíbula para no decir nada al respecto. Noto
cómo me rechinan las muelas.
–¿Cuánto te subieron el sueldo cuando te ascendieron a
directora de diseño?
–No recuerdo...
–Ahora que no te tiene a ti, tiene que contratar a sus
diseñadores. Tamara Birch, ¿la que ahora trabaja mucho con
ella? Whitney añade su coste al presupuesto total. Tamara
cobra cien por hora por su diseño de bodas.
Me mira fijamente, haciendo cálculos. Veo que está a
punto de darse cuenta de la mierda que le han dado
durante años.
–Pero a mí me pagaban un sueldo –dice–. Aunque Tamara
Birch trabajara cinco horas cada semana del año, yo habría
cobrado más que ella. Y yo tenía estabilidad durante toda la
temporada baja, así que... –De repente, se incorpora y le
hace señas al camarero para que traiga la cuenta–. Dejemos
el tema, ¿vale? Creo que tienes... argumentos interesantes,
pero sinceramente, me gustaría estar de buen humor para
follarte esta noche. ¿Y quién podría discutir contra eso? Me
bebo el vino y, cuando llega la cuenta, ya le estoy dando mi
tarjeta de crédito al camarero antes de que pueda fingir que
la busca. Me sonríe.
–¿Cómo sabías todo eso de Tamara Birch? –dice con una
sonrisa pícara.
Suspiro, poniendo los ojos en blanco.
–Fueron dos citas.
Se ríe.
–¿Te van las diseñadoras de bodas?
Firmo el recibo y murmuro:
–Quizá a ellas les vaya yo.
Ella no lo niega.
Caminamos de vuelta a nuestros coches, aparcados en la
tienda, y ella me empuja contra su Camry para besarme. Me
abre la puerta del acompañante y corre hacia el lado del
conductor. Enciende el aire acondicionado, y luego se monta
encima de mí, estoy aprendiendo qué es lo que más le
gusta hacer. –Te invitaría a casa –murmura contra mi cuello
mientras mete la mano en mis vaqueros–, pero mi madre
está instalada conmigo esta semana.
–Ah. –Sus dedos me envuelven, y me encuentro hablando
todavía de su madre–. ¿Va todo bien?
–Sí, se está divorciando.
Me recorre la mandíbula con los dientes y la polla me salta
en su mano.
–¿Ella...? ¿La boda para la que hice el candelabro
suspendido hace nada? Lo siento.
Ama está rozándome el muslo, así que supongo que la
conversación no la perturba.
–No importa. Son cosas que pasan.
Deslizo las manos bajo su vestido y presiono en su centro.
Gime cuando le meto los dedos.
Por encima de su hombro, veo el salpicadero.
–¿Qué...? ¿Qué le pasa a tu coche? –pregunto, sin aliento.
Parece saber exactamente de qué estoy hablando cuando
dice: –Tengo que llevarlo al taller.
Me acaricia la punta de la polla con el pulgar, pero no
puedo ni disfrutarlo porque hay siete luces encendidas.
–¿Estás segura de que puedes conducirlo?
–Llevo haciéndolo como dos meses.
–¡Dos meses! –La aparto de mi cuello–. Ama, no puedes
conducir un coche en estas condiciones.
–¡Está bien! Hay que sacarle un clavo a un neumático y
cambiarle el aceite. Seguro que está bien.
Veo las señales del airbag, las luces de mantenimiento y
algo que nunca he visto parpadear en ningún coche que
haya tenido. –Ama.
–Relájate y sigue llamándome Emma.
Me cubre la boca con la suya y hace cosas perversas con
la lengua, pero la empujo hacia atrás incluso cuando
empieza a apretarme otra vez el pene.
–No puedo. Podríamos morir en este coche, solo por estar
aquí sentados.
Hago que baje de un empujón.
–No, espera...
–Abre el capó. Echaré un vistazo.
–Elliot Bloom, si te quedas quieto y te olvidas de esto,
prometo chuparte el alma a través de la polla.
Su mirada es feroz, y la respiración se le acelera.
–Yo... Ama, no puedo. No puedo.
La aparto a un lado y abro la puerta. Me vuelvo a poner
los pantalones y le hago un gesto para que abra el capó.
Pasamos veinte minutos mirándonos a través del parabrisas
antes de decirle que voy a llamar a una grúa y la llevo a
casa.
No hace falta decir que esa noche no me chupa el alma a
través de la polla.
19
Ama
Julio

El equipo de rodaje complica las cosas diez veces más. Me


parece una estupidez darme cuenta ahora, pero es verdad.
Como Hazel y Jackie han contratado a una diseñadora de
vestidos de novia de fuera de la ciudad, el equipo de
grabación va a perder la oportunidad de hacer un montaje
probándose vestidos en una tienda de novias. Así que Bea
preguntó si podemos hacer un montaje, porque al parecer
es algo muy importante en el episodio.
Le doy a Bea los nombres de las mejores tiendas de
Sacramento y las llamamos juntas para organizarlo todo.
Tengo que concertar una cita de última hora para probar
vestidos que ni siquiera se van a comprar, y Bea tiene que
autorizar al equipo de rodaje a pasar por ellas. Una tienda
llamada Spring Maiden, en Carmichael, acepta participar en
el rodaje, siempre y cuando se mencione el nombre de su
tienda y se la muestre de forma favorable.
Dejo que Bea se ocupe de Jackie y Hazel, dándoles un
guion que deben seguir a grandes rasgos, y yo intento fingir
que es una reunión de proveedores normal.
Spring Maiden es una tienda preciosa en la que he estado
pocas veces, pero por suerte la dueña aún me recuerda de
cuando trabajaba con Whitney. Llego pronto para
asegurarme de que tenemos la privacidad que pedimos y
para conocer a los asistentes que nos ayudan hoy. La dueña
me saluda y me aparta a un lado.
–Hemos podido cerrar la tienda al público para que el
equipo de rodaje no moleste a nadie. Pero ya había una cita
concertada cuando llamaste, así que están al otro lado de la
tienda. Ya les he avisado.
–Genial –digo–. Eso no debería ser un problema.
Las cámaras captan a Hazel y Jackie entrando y a la
dueña saludándolas. Nuestra dependienta de esta mañana
nos lleva a nuestra habitación privada con espejos y una
plataforma. Jackie y Hazel comentan con la dependienta lo
que buscan en un vestido. Bea ha decidido que la decisión
de Hazel de llevar traje debe ser un «viaje» que realiza
durante la escena, así que Hazel se prueba vestidos que «no
le van».
Bea me hace señas para que me acerque a la puerta y la
sigo. –¿Podemos hacerte una entrevista sobre la compra de
vestidos? –pregunta.
–Por supuesto.
–Deja que les dé un respiro a Hazel y Jackie, y luego haré
que un cámara te coloque en este rinconcito tan mono. –
Señala una pared mate con el nombre de la tienda pintado a
mano.
Estoy esperando a que el equipo se prepare y consultando
mis correos electrónicos cuando oigo:
–Ama, me preguntaba si eras tú.
Levanto la vista y Whitney Harrison está saliendo de la
sala privada al otro lado de la entrada.
–¡Whitney, hola! –Salto para darle un abrazo antes de
recordar que aún desconfío de ella. Me abraza con fuerza y
vuelvo a preguntarme si lo de los proveedores ha sido una
confusión enorme–. Debería haber adivinado que eras de la
otra fiesta. –Espero que no te importe que no nos hayan
podido cambiar la cita –dice Whitney, apartándose un
mechón de pelo de la cara–. Mi novia tiene esta cita desde
hace más de un mes.
–Ah, no, para nada. –Hago un gesto con la mano para
restarle importancia–. No me importa la privacidad. Creo
que es solo para que el equipo de filmación tenga menos
gente rondando. –Es verdad –dice–. ¿Cómo va el rodaje?
¿Interfiere mucho? –Hasta ahora no. –Me río–. Es solo un
poco de puesta en escena con los proveedores. En realidad,
las chicas ya tienen sus trajes –digo en voz baja–, pero el
equipo de producción quería una escena comprando
vestidos de novia.
–¡Ah, bien! –dice, apoyando una mano en mi codo–. Para
ser sincera, Ama, me preocupó mucho oír que la boda de
Hazel Renee todavía no tenía vestidos de novia. Faltan tres
meses.
Whitney se ríe, como si estuviéramos compartiendo una
broma. Le devuelvo la sonrisa.
–No, todo va según lo previsto –respondo, cortante.
En ese momento, Hazel entra en el vestíbulo, como si
necesitara un descanso. Esboza una sonrisa y se acerca a
nosotras cuando le digo:
–¿Todo bien?
–Sí. Solo estresada. –Se fija en Whitney y le tiende la
mano–. Hola, soy Hazel.
–Hazel Renee, claro. Tu boda va a ser lo único de lo que se
hable. –Whitney agarra su mano con firmeza.
–Esta es Whitney Harrison –le digo–. Es una wedding
planner fabulosa.
–¡Ah! He oído hablar mucho de ti gracias a Ama. Y por mi
prometida, cuando buscábamos planificadores. –Si recuerda
los reparos de Jackie sobre Whitney, no lo demuestra.
–Está claro que has contratado a la persona adecuada –
dice Whitney, apoyando una mano en mi hombro–. Ama
trabajó para mí durante años, así que puedo decir con
confianza que es extraordinaria.
–¡Oh, lo sabemos! –Hazel se ríe–. Estamos muy contentas
con ella. –Me sonríe complacida y la sombra de un guiño se
dibuja en su rostro.
–Es única, sin duda –dice Whitney. Intento distinguir
cualquier tono sarcástico o de mala voluntad en sus
palabras, pero no encuentro nada–. ¿Dónde es la recepción?
Sé que la ceremonia es en la Rosaleda.
–Hemos encontrado un sitio en Midtown –le digo, con
cuidado.
Es algo enorme, lo que estoy haciendo con el antiguo
estudio de ballet. Ya tengo contratistas que me dicen que es
imposible, hasta que les enseño el presupuesto.
–Ama va a hacer magia de la nada –dice Hazel, dándome
un golpecito en el brazo.
–Eso es muy ambicioso –dice Whitney.
Oigo algo de esa vieja actitud de «hablaremos de esto
más tarde» que recuerdo de mis años en WHW.
Hazel continúa, y tengo la sensación de que me está
presumiendo.
–Estoy muy impresionada con ella. Voy a intentar
convencer a mis amigas que se han prometido de que la
tengan en cuenta para sus bodas. –Se vuelve hacia mí de
forma casual–. Las conocerás en la despedida de soltera.
Durante... durante unos segundos no siento nada. Me
arden tanto las mejillas que creo que se me ha derretido la
cara. Paso de la sonrisa de Hazel a la de Whitney a cámara
lenta.
–La despedida de soltera –repite Whitney y me mira de
reojo–. Bueno, es bonito que Ama pueda sacar algo de
tiempo para eso. Entablar amistad con los clientes siempre
fue su fuerte.
Me miro los zapatos. Qué puto desastre. Aún no he
aceptado ir a la despedida de soltera, pero Hazel ha sido
insistente. No sabe en el campo de minas que se ha metido.
Bea nos interrumpe.
–Hazel, ¿podemos seguir? Y, Ama, haré que Nick salga
enseguida para tu entrevista.
Hazel sigue a Bea dentro, y yo me siento con la mirada
perdida. –Bueno, algunas cosas nunca cambian –susurra
Whitney.
–No voy a ir a la despedida de soltera –digo apurada–. Me
invitaron, pero sé que no es profesional...
–Pero te han invitado, Ama. –Me mira y levanta una ceja
perfecta–. Te has excedido lo suficiente como para que eso
sea normal.
Tengo un nudo en la garganta.
–Lo siento.
Se ríe, un tintineo que reservaría para aquellos novios que
se creen cómicos.
–Ama, ya no trabajas para mí. Puedes llevar tu propio
negocio como quieras. –Me da un apretón en el brazo y
siento cómo una uña con la manicura hecha me roza la
piel–. Solo espero que no te quemes.
Asiento con la cabeza, sin poder abrir la boca. Me
escuecen los ojos y quiero salir corriendo al aparcamiento y
gritar.
–Llámame si necesitas algo –dice, caminando hacia atrás–.
Es un proyecto muy grande.
Desaparece en su habitación privada. Cuando Nick sale
con la cámara y prepara la iluminación, estoy en blanco. No
recuerdo mis respuestas a sus preguntas.
Cuando les digo a Hazel y a Jackie que no puedo ir al fin
de semana de la despedida de soltera veo su decepción,
pero me mantengo firme.
20
Elliot
Hace tres años, dos meses y cinco días

Después de nuestra cita, no me habló durante una semana.


Y, por desgracia, cuando me vio el fin de semana para la
boda de los Wilmot, se comportó como una mujer de
negocios.
Ayer publiqué una foto del comienzo de una pared de
rosas. Solo tiene un metro veinte por dos metros cuarenta, y
la verdad es que no hay espacio para letras, pero al menos
he añadido una «B» de Blooming. Todavía no le ha dado un
«me gusta» a la foto.
Es como si estuviéramos jugando a un juego, y no tengo
ni idea de quién va ganando, pero es imposible que gane
yo. Ya estamos en agosto. Se acerca el final de la temporada
de bodas, y cada vez la veré menos hasta que vuelva a
arrancar. Eso si decide seguir contratándome.
Hemos quedado el viernes para una reunión de
localización y mi plan es pedirle una segunda cita. Si dice
que no, al menos sabré a qué atenerme.
Estoy en la trastienda intentando limpiar la mesa de
trabajo del desastre de rosas que he montado. Suena el
teléfono y odio tener la esperanza de que sea ella.
–Hola.
–Elliot. Whitney Harrison. ¿Cómo estás?
Su voz dulzona me perfora los oídos, y golpeo el botón de
volumen del teléfono para intentar suavizarla.
–Bien. Hola, Whitney.
–Escucha, uno de mis asistentes de redes sociales acaba
de enseñarme tu pared de rosas. ¡Dios mío, es preciosa!
¡Ni siquiera sabía que trabajabas con instalaciones
personalizadas!
–Sí, gracias. Es algo bastante nuevo, de momento lo estoy
probando.
–Pues es maravilloso –dice, y la oigo teclear–. Estoy
buscando una pieza como esa. Iba a hablar con Briar Rose
Designs, pero me encantaría trabajar contigo. Tú sabes lo
bien que tu padre y yo nos llevábamos.
Lo dice como si hubieran estado juntos desde que usaban
pañales, cuando en realidad mi padre la toleraba, en el
mejor de los casos. Era el mejor negocio de bodas de la
ciudad, así que no había más remedio que trabajar con ella.
Papá le hizo un descuento para tentarla a seguir viniendo.
–Claro –le digo–. ¿Quieres venir y echar un vistazo? Ahora
mismo solo tengo hecha esa pieza.
–Sí, ¿quedamos para la semana que viene? Te enviaré un
correo electrónico, y si puedes, hazme un presupuesto para
una pared de tres metros de ancho. Y detalla los añadidos,
¿quieres? Por letra, por colores de rosa..., las cosas buenas.
Me muerdo la lengua para no decirle que tengo un trozo
de casi un metro y medio de ancho que tiene una «B» y ya
está. Supongo que, si quiere una, ya me las apañaré.
–Claro. –El tintineo de sus uñas de fondo me hace pensar
en cómo solían clavarse en el brazo de Ama, y digo–: Y solo
para que lo sepas, este negocio de instalación está
considerado independiente de Blooming. Se facturará por
separado y no se aplicarán los descuentos normales.
Deja de teclear y sonrío.
–Claro. Es comprensible, Elliot. ¡Te escribiré por correo
electrónico!
Cuelga antes de que podamos despedirnos.
Puede que haya echado a perder el negocio, pero al
menos no tengo que hacerle a Whitney esa mierda de
descuento en las cosas que hago a mano.
La puerta se abre y, al saludar con un gruñido, veo a Ama
en mi felpudo de bienvenida. Me aclaro la garganta y me
inclino sobre el mostrador.
–¿Estás aquí por lo de la pared de rosas? –pregunto.
Abre la boca y hace una pausa.
–¿Has publicado una pared de rosas?
Sin mucha ceremonia, deja el bolso cerca de la caja
registradora y se va directa a la trastienda. Aprieto la
mandíbula por la intrusión, pero entonces la oigo jadear.
–Vaya. ¡Esto es increíble!
La sigo y me apoyo en la puerta.
–Quería probar.
–¿Vas a hacer el resto de Blooming? ¿Las otras letras?
Me encojo de hombros.
–Podría, pero siendo sincero, esto me costó mucho,
tiempo y dinero.
Apenas parece oírme, se limita a pasar los dedos por los
pétalos.
Siento un zarpazo en el pecho y me siento como un niño
pequeño a punto de empezar a gritar por cualquier cosa.
–¿Qué te trae por aquí? –Tengo la voz ronca y ella se gira
al oírla.
–Eh... –Presiona la cadera contra mi mesa de trabajo–.
¿Estás viendo a otras personas?
La pregunta me descoloca.
–¿Que si estoy viendo a otras personas?
–Sí.
–«Otras personas» implica que estoy viendo a alguien que
ya existe. Y hace dos semanas que no te veo –murmuro. Sé
que sueno inmaduro, pero no puedo evitarlo.
Mueve los labios.
–Bueno, ahora estoy aquí. Viéndote. Dejándome ver.
Da un paso adelante y, antes de que pueda acordarme de
la bronca que quería tener, me pasa los brazos por los
hombros y me abraza hasta ponerse de puntillas. Sus labios
son cálidos y carnosos, y aprieta su pecho contra mí. Deslizo
las manos hacia sus caderas y, aunque sé que deberíamos
hablar, por un momento, me pierdo en su boca, en su
cuerpo.
–Así que –susurra contra mis labios– ¿estás viendo a otras
personas?
Parpadeo y bajo la mirada hacia ella.
–¿Que si estoy viendo a otras personas?
–Eso es lo que has dicho antes.
–Porque sigo sin creerme que sea una pregunta.
Ella traga saliva y me mira el cuello.
–¿Porque... es una estupidez preguntarlo cuando no somos
exclusivos? ¿O...? –Aletea las pestañas cuando me mira.
Siento que hay muchas cosas que dependen de mi
respuesta. Como si de repente lo que tenga que decir sobre
esta relación extraña que tenemos fuera a afectar al futuro
de la misma. Me muerdo el interior de la mejilla mientras
busco las palabras adecuadas.
–Ni siquiera sé qué es esto –digo, sincero–. Nos vemos
quizá una vez a la semana, y follamos, te he llevado a
cenar, pero yo... –Trago saliva–. Siento que estoy esperando
a que me expliques las reglas. Seguiré jugando, aunque
nunca lo hagas, pero... no, no me acuesto con otras
personas cuando estoy... haciendo lo que sea esto.
La intensidad poco clara de su mirada hace que me
estremezca. Siento que tengo que seguir hablando ante su
silencio, pero sé que es su turno.
–Conque las «reglas», ¿eh? –Me sonríe con pesar en el
hombro. Al final respira hondo y me mira–. Mi madre se casa
mucho. Y cuando digo mucho, es mucho. La boda que
hiciste en abril fue la decimocuarta.
Siento que los ojos no deberían salírseme de las órbitas,
así que me obligo a no hacerlo.
–Vale.
–Desde que nací, nunca ha estado sin un hombre en su
vida –continúa–. Y siempre acaba en el altar. Catorce
prometidos, catorce bodas. En una ocasión le pregunté si
alguna vez le dio miedo decir «Sí, quiero», como se ve en
las películas, pero me dijo que nunca. Me dijo: «El amor es
como el viento. Va y viene. Las bodas no son más que una
fiesta».
Sonríe ante el recuerdo. Todavía estoy un poco aturdido,
pero la escucho.
–Sabes, las catorce bodas no son lo importante. Supongo
que me refiero a los divorcios. Ya van catorce veces que se
separa de alguien que significaba mucho para ella. Alguien
a quien quería. Y de verdad creo que amaba a algunos de
ellos –dice–. No es que mi madre estuviera bien después de
cada divorcio, lista para el siguiente. Sufría mucho. Había
días en los que pensaba que no comería ni se levantaría de
la cama. Siempre me dijo que el matrimonio merecía la
pena, pero yo no creo que sea así. Se recupera, como
saliendo de una especie de trance de recuerdos, y me mira.
–Supongo que lo que quiero decir es que no le veo sentido
a los compromisos que se acaban. Yo no salgo con nadie –
dice–. Al menos no a largo plazo. Hago... lo que estamos
haciendo ahora. Un poco por aquí, un poco por allá. Pero no
me gustan los compromisos. –Se ríe un poco–. Está claro
que sé muy bien de dónde viene todo eso, pero he visto a
demasiados hombres hacerle promesas a mi madre,
hacerme promesas a mí, que se rompían cuando las cosas
se ponían difíciles. Hubo un padrastro, Warner, del que me
encariñé mucho. Mi madre estuvo con él cinco años. Yo
tenía diez años cuando rompieron, pero me prometió que
seguiríamos viéndonos. –Niega con la cabeza–. Le
preguntaba a mi madre por él todo el tiempo, pero nunca
volví a verlo.
Hace una pausa y aprieta los labios, pensativa. Se me
forma un nudo en la garganta y aún tengo las manos sobre
sus caderas, pero las siento frías. Parece que me está
dejando ir con facilidad, y quizá debería apartar las manos,
pero entonces ella me coloca las suyas en los antebrazos.
–Sé que es raro que sea wedding planner y no crea que el
matrimonio funcione, pero es así. Para mí las bodas no son
más que una fiesta. Los matrimonios son cosas que
terminan. Y no creo que el amor deba llevar a un
compromiso cuando la emoción resulta tan incierta y
voluble para todo el mundo.
–No para todo el mundo –susurro. Parpadea y me arriesgo,
esperando que me dé una oportunidad. Porque estoy
bastante seguro de que nunca la dejaría escapar si tuviera
la oportunidad–. No todo el mundo es voluble.
Reprime una sonrisa.
–¿En serio? –Me rodea el cuello con los brazos.
Asiento, solemne.
–No dejo ir las cosas con tanta facilidad. –Siento el pulso
en la garganta, pero me obligo a hablar sin que se me note.
Me doy cuenta de que es el momento de todo o nada, y
necesito que sepa que voy a por todas–. Si quieres seguir
adelante con lo que sea que haya entre nosotros, no tienes
que preocuparte de que me eche atrás. Puede que un día
pienses que todo ha terminado, pero conmigo no lo has
tenido «todo».
La observo respirar lenta y profundamente, con la mirada
fija en mi rostro. Estoy al borde de un precipicio,
esperándola. Siempre esperándola.
Al final, una sonrisa burlona se dibuja en sus labios.
–Entonces, ¿las reglas del juego? –Me pasa los dedos
desde la oreja hasta el cuello de la camisa y me da un
vuelco el corazón–. Hoy he venido porque te he echado de
menos, y darme cuenta de que puede que no sea la única
persona con la que sales... me ha vuelto loca. –Se ríe–. Y eso
nunca pasa. Así que, regla n.º 1: No vamos a vernos con
otras personas. Regla n.º 2: Quiero verte más que una vez a
la semana. –Hace una pausa y me mira atentamente. Se le
borra la sonrisa de la cara–. Pero no quiero llamarlo relación.
Regla n.º 3.
Siento que algo se marchita en mi interior, pero me centro
en lo que espero que sea lo no dicho al final de la frase.
Parece que quiere exclusividad y más tiempo juntos sin
ponerle etiquetas. Eso puedo hacerlo. Aparte de mamá, no
hay nadie en mi vida a quien pudiera presentársela como
«mi novia».
–¿Sin etiquetas? –añado a modo de ayuda.
Ella sonríe.
–Las etiquetas tienen fecha de caducidad.
Lo que estoy escuchando es que no quiere que lo nuestro
termine. Eso me entusiasma. La idea de que quiera mirar al
futuro y seguir viéndome es embriagadora. Me susurra
promesas en el pecho que deja claro que no expresará en
voz alta.
–¿Y la última regla del juego? –Da un paso hacia mí y su
sonrisa se vuelve traviesa–. Tus tatuajes. Tengo la necesidad
imperiosa de ver los seis.
Murmuro.
–Para eso tendría que quitarme los pantalones.
–Qué pena.
Me desabrocha el botón de arriba y le agarro las manos.
–Voy a darle la vuelta al cartel y a cerrar la puerta. Dame
un segundo.
Me pregunta detrás de mí:
–¿No quiere hacerlo deprisa y corriendo, señor Bloom?
Pongo el cartel de VUELVO EN 15 MINUTOS y echo el pestillo.
Con un movimiento rápido de dedos, descuelgo el teléfono y
vuelvo a la trastienda.
Está sentada en la parte de delante de mi mesa de
trabajo, moviendo las piernas de forma inocente. Aún no he
podido limpiarla tras la pared de rosas y otros proyectos, así
que está sentada junto a la tierra de las macetas y recorre
los pétalos sueltos con las yemas de los dedos. Golpea el
borde de la mesa con la rodilla.
–¿Has hecho tú esto?
Miro hacia abajo y veo mis iniciales grabadas en la
esquina de la mesa, donde me sentaba a hacer los deberes
cuando era pequeño.
–Sí.
–Eres un rebelde. ¿Profanando la propiedad?
–Mmm.
Me acerco, colándome con facilidad entre sus piernas.
Lleva un vestido, como siempre, y se lo subo por los muslos
mientras acerco mi boca a la suya. Todavía con el pétalo de
rosa en la mano, me cubre las mejillas y la mandíbula.
Intenta obligarme a besarla de otra forma, más intenso, más
rápido, pero yo le rozo los muslos con los pulgares y lo hago
despacio.
Sigue desabrochándome los botones y pronto me quita la
camisa por los hombros y me sube la camiseta. Entonces,
me pasa las palmas de las manos por el color violeta de las
costillas. Respiro con rapidez cuando me besa la mandíbula,
baja por el cuello y pasa por el pecho hasta las costillas. El
primer roce de su lengua con los pétalos morados me hace
sentir un tirón en el estómago. Lo besa y de su garganta
salen gemidos dulces y pequeños.
Acerco su cara a la mía y dejo que mi lengua recorra su
boca. Mi brazo rodea su cintura y la arrastro hasta el borde
de la mesa. Me ayuda a quitarle el vestido por debajo y a
tirarlo a un rincón. Mis manos quieren estar en todas partes
a la vez.
–¿Sabes que es la primera vez que nos desnudamos así? –
Se ríe. –Soy consciente de ello –murmuro, mirando el encaje
que cubre sus pechos y el que se desliza entre sus piernas.
Pego mis labios a su cuello y recorro su piel con las
manos. Me agarra el pelo con las manos y me aprieta las
caderas con las rodillas cuando le chupo el cuello. Mis dedos
tiran del encaje de un pecho y el aire sale de sus pulmones
cuando le paso un pulgar por el pezón.
Tira del botón de mis vaqueros, pero la aparto.
–Espera.
Ella bufa.
–No puedo.
La beso con firmeza y la empujo para que se tumbe. Se
arranca el sujetador con dedos ávidos y me abre las piernas
con facilidad. Hay pétalos de rosa esparcidos por todas
partes, tierra de macetas sin barrer, pero estira los
músculos y me invita a poner la boca sobre su piel.
Me inclino sobre ella y la beso justo por debajo del pecho.
Desliza los dedos por mi pelo y me empuja hacia abajo.
Estoy lamiéndole la piel entre el ombligo y la ropa interior
cuando se incorpora sobre un codo y dice:
–Por favor, Elliot. Por favor, más rápido.
La miro, con los planos de su cuerpo desnudo entre
nosotros. –Llevo meses queriendo hacer esto, así que, si
tienes paciencia, sería maravilloso.
Ella gime y se deja caer de nuevo sobre la mesa,
llevándose las manos a la cara y al cuello.
Paso a besarle la parte interior del muslo y levanta la
mano, se la lleva a la nuca y veo cómo enreda los dedos en
los capullos de rosa de la mesa. Se deshacen en sus dedos,
como pétalos de flores estallando.
Le aparto las bragas y la saboreo, deslizando la lengua
poco a poco por su centro.
Ahoga un gemido, y levanta las rodillas para abrazarme
las orejas. Se las vuelvo a abrir, manteniéndolas pegadas a
la mesa, y cuando paso la lengua por su clítoris, mueve las
caderas. Murmura cosas incoherentes mientras mi boca la
explora. Qué bien sabe. Pego los labios a ella y succiono.
Le sale un gemido largo de la garganta y vuelve a tirarme
del pelo. Huelo la tierra y las rosas bajo sus uñas. Se
mezclan con su aroma en algo que podría embotellar. Sus
muslos empiezan a temblar bajo mis manos y los empujo
hacia arriba, abriéndola. Está maldiciendo, gritándome y
hablando sola. Levanto la vista y me observa. Tiene tierra y
pétalos de rosa pegados a la piel. Un pétalo rosa está
colocado a la perfección junto a su pezón, y gimo por las
vistas que tengo.
Le succiono el clítoris con los labios y la lengua, y sacude
las caderas contra mi cara, pidiéndome más.
Mi mano abandona su muslo y deslizo un dedo hasta su
entrada. Cuando empujo dentro de ella, emite sonidos
salvajes. Se corre al instante, agitándose alrededor de mi
dedo, con las manos sujetando mi rostro contra ella. Grita, y
nunca olvidaré el sonido, el olor.
Sigo succionando mientras relaja las caderas. Pequeños
temblores se apoderan de ella de vez en cuando y no puede
recuperar el aliento.
–Elliot –dice, su voz suena como ida–. Por favor.
Me separo de ella y me bajo la cremallera de los vaqueros.
Se incorpora al instante, se acerca al borde de la mesa y
acerca mi boca hacia ella. Me besa como si buscara su
sabor. Me bajo los calzoncillos y ella me para.
–Fuera –me dice con voz ronca–. Quítatelos.
Quiere ver los tatuajes.
Me quito los zapatos y empujo los vaqueros al suelo.
Pasea la mirada por mi pene y se posa en la flor roja de mi
muslo derecho.
–¿Qué es? –jadea.
–Es un arbusto de montaña de Santa Helena. Se extinguió
hace años.
Envuelve mi polla con sus dedos y empieza a
masturbarme. Susurra contra mis labios:
–¿Dónde está el último?
Aparto su mano de mí para girarme y mostrarle el lateral
de mi pantorrilla.
–Valerianella affinis.
Se relame los labios y, antes de que pueda hacerme
preguntas al respecto, arrastro su boca hasta la mía. Le
rodeo la cintura con las rodillas y alineo la polla para
penetrarla. Empujo despacio, y ella sigue apretándose como
si de repente estuviera de nuevo al límite. Con embestidas
superficiales, me muevo dentro de ella. Sus pechos me
aprietan el pecho y noto la suciedad y las rosas entre
nosotros, mezcladas con el sudor.
–Joder –gime contra mí.
Le subo la rodilla y empujo más adentro.
–¡Oh, joder!
Jadeamos el uno en la boca del otro mientras alcanzo el
fondo de su interior una y otra vez. Mi mano cae sobre su
pecho y me llena la palma.
–Orquídea zapatito de dama, árbol de Benjamin Franklin,
kadupul –dice contra mi mandíbula–. Viola cryana, Santa
Helena... y Valer... Valerianella...
–Affinis. Sí.
Le doy un beso en la mejilla. He empezado a sacudir las
caderas. Dejo que mis dedos empiecen a acariciarle el
clítoris.
–Zapatito de dama. Franklin –se detiene para gemir y veo
cómo los ojos se le salen de las órbitas–, Viola cryana y
kadupul. Santa Helena, Valerianella affinis...
–Y amaryllis –susurro en su oído.
Ella se tensa. Siento que deja de respirar. Se atraganta y
respira con dificultad. No hay sitio dentro de ella, pero me la
follo como si ese lugar me perteneciese.
–Amaryllis. Ama. –Jadeo–. Ama.
Me araña la espalda con las uñas, formando patrones.
Apenas emite sonido alguno y luego jadea. Suelta pequeños
gritos desiguales y sus paredes se agitan una y otra vez.
Le rodeo la cintura con el brazo, pegándola a mí. No tengo
adónde ir, pero me agarro a ella, murmurándole su nombre
en el cuello, hasta que me corro. El placer me ciega. Creo
que le muerdo la piel. Sigo moviendo las caderas contra
ella, buscando más.
Cuando puedo volver a respirar, me echo hacia atrás para
mirarla. Está completamente agotada. Le pesan los ojos y
su pecho sube y baja. Tiene las tetas cubiertas de pétalos
de flores y tierra, con los pezones tensos y pidiendo más
atención. Jadea contra mi cara y me pasea las manos por el
pelo y las mejillas. –Eres increíble, joder –jadea, y siento que
se me hincha el pecho con el elogio.
Estoy abriendo la boca para responderle cuando llaman a
la puerta de la tienda con fuerza.
Miro por encima del hombro en dirección a la entrada.
–He puesto un cartel. Supongo que debería haber puesto:
«Echando un polvo, vuelvo en una hora».
Se ríe entre dientes y tira de mi cara para que vuelva.
Mueve la boca con sensualidad sobre la mía. Si no acabara
de decir que no le gustan las relaciones, probablemente le
diría que la quiero ahora mismo, mientras nuestro sudor se
seca con la tierra y las rosas.
Porque creo que la amo. Nunca he querido a alguien así:
su cuerpo, su forma de hablar, su forma de pensar...
Me suena el teléfono móvil en el bolsillo de los vaqueros.
Miro con el ceño fruncido la ropa arrugada que está en el
suelo. Cuando lo localizo, la pantalla del teléfono se ilumina
con la palabra MAMÁ.
Hago una mueca y contesto.
–¿Mamá?
Las cejas de Ama saltan hasta el nacimiento del pelo.
–¿Dónde estás? ¿Por qué está cerrada la tienda?
El lenguaje humano se evapora de mi cerebro.
–Eh..., ¿qué?
Le hago un gesto a Ama para que se vista y cojo mi ropa
interior.
–La tienda está cerrada –dice despacio–. ¿Pasa algo?
–Sí. No me encuentro bien. Así que, sí. He cerrado la
tienda. Los vaqueros hacen demasiado ruido al meter las
piernas en ellos.
–Tienes la furgoneta aquí –dice, con tono uniforme.
–Estoy en Rite Aid. Comprando medicamentos.
–Cariño –su voz cambia de suspicaz a maternal en un
segundo–, ¿qué medicamentos? Llevo una farmacia entera
en el bolso.
–No, tranquila. –Dejo la camiseta en el suelo y cojo mi
camisa de botones. Ama solo lleva puesto el sujetador y las
bragas–. Me voy a casa.
–Deja que te lleve. Nos vemos en el aparcamiento.
La cabeza ya no me funciona cuando digo:
–No. No, no hace falta. Es un resfriado o algo así. Y ya... –
Me vuelvo a poner una bota–. Ya estoy aquí. Entrando por la
puerta de atrás.
Ama me mira como si estuviera loco, y probablemente lo
estoy porque mamá dice:
–Ni siquiera te he visto cruzar la calle. ¿De verdad no me
has visto en la puerta?
No puedo calzarme la otra bota, así que salgo a la pata
coja de la trastienda y le indico a Ama que se cuele por la
puerta de atrás hasta el aparcamiento.
–Aquí estoy –digo en voz alta.
Mamá me escucha a través del teléfono y desde dentro de
la tienda y se da la vuelta, cuelga.
Abro la puerta y mamá me mira como si supiera que me
he estado follando a alguien en la antigua mesa de trabajo
de papá. Se lleva la mano a la frente y me recorre el cuello y
las mejillas con las yemas de los dedos.
–Tienes un aspecto horrible.
–Ya. Lo sé.
–Y estás cubierto de tierra.
–Flores –digo, como si eso lo explicara todo.
Puede que me desmaye y contribuya a todo este plan de
estar enfermo.
Me empuja hacia la tienda, y tengo la esperanza de haber
oído la puerta trasera cerrarse.
–Elliot, necesitas un segundo dependiente. Cuando
enfermas, no puedes cerrar la tienda.
–Tienes razón. Sí. ¿Qué te trae por aquí?
Casi me aplaudo por el cambio de tema hasta que veo el
bolso de Ama sobre el mostrador. Esquivo a mi madre y le
tapo la vista con la espalda mientras lo dejo caer detrás de
la caja registradora.
–Bueno, tengo noticias, pero creo que podríamos esperar
hasta que te encuentres mejor.
Mi madre no es de las que esperan a las «noticias». Una
vez interrumpió una de mis fiestas de cumpleaños para
anunciar que habían firmado su proyecto de ley. La veo
pasarse el pelo negro por detrás de una oreja y sonreírme.
–¿Cuáles son las noticias? Puedes contármelo –le digo.
En ese momento, la puerta de la tienda se abre de un
tirón, suena el timbre de papá y Ama entra con una amplia
sonrisa. La sangre abandona mi rostro.
–¡Elliot, justo el hombre al que quería ver! –dice con un
tono de alegría falso–. Ah, perdona. –Finge percatarse de la
presencia de mi madre–. No había visto que tenías una
clienta. ¡Esperaré aquí!
Cuando se vuelve para mirar las orquídeas de la pared del
fondo, veo que tiene tierra en el cuello y un pétalo de rosa
en el pelo. Y mi madre también lo ve.
Así es como me iré de este mundo mortal.
Mi madre se vuelve hacia mí muy despacio, con las cejas
enarcadas. Cuando no se me ocurre absolutamente nada
que decir, me dice:
–Elliot, preséntame a tu amiga.
Me aclaro la garganta, pero aún me carraspea.
–Ama, esta es mi madre.
Ama se da la vuelta, con aire de inocente sorpresa.
–¡Oh, senadora Gilbert! Es un honor conocerla.
Se dan la mano, y solo puedo pensar en que
probablemente también tenga tierra bajo las uñas.
–Ama es wedding planner –le digo–. Solía trabajar con
Whitney Harrison. Trabajamos mucho juntos. Conocía a
papá.
Es como tener diarrea.
Mi madre le sonríe.
–Eso es estupendo. ¿Qué tipo de bodas haces? Si no te
importa que te lo pregunte.
Tengo que reconocer que Ama entra con facilidad en el
tema del trabajo, diciéndole a mi madre exactamente cuál
es su estilo y qué aporta a sus clientes. Mamá pregunta por
una boda en concreto a la que fue el año pasado y acierta
que fue un diseño de Ama.
Son como la gasolina y una caja de cerillas, y yo estoy
aquí sudando.
–Bueno, solo quería pasar a preguntarle a Elliot si ayer me
dejé aquí el bolso –dice Ama, segura de sí misma.
–Pues sí.
Lo saco de detrás del mostrador.
–¡Qué tonta soy! –Ama me lo arrebata–. Ha sido un placer
conocerla, senadora. Elliot, te veré este fin de semana, en la
boda de los Bigg-Mosby –se apresura a añadir.
Cuando sale por la puerta principal, me entretengo
tecleando cosas en el ordenador.
–Es muy dulce –dice mamá–. Guapa.
–¿Lo es? Claro. Puede ser. Bajita.
–Elliot, ha sacado las llaves del coche del bolso al salir por
la puerta. Eso no es algo que se olvidara ayer.
Aprieto los labios y me muerdo la lengua.
–Entonces –empieza a decir mamá con cautela–, supongo
que no hace falta que me hables de novias, pero...
–No es mi novia –me apresuro a decir, recordando que
Ama no quería eso–. Pero... siento algo muy fuerte por ella.
Una sonrisa se dibuja en el rostro de mamá.
–Bueno, entonces me alegro de haberla conocido. ¿Podría
volver a verla en otra ocasión?
Asiento con la cabeza, la mortificación me sonroja las
mejillas. –Claro. ¿Qué noticias me traes?
Mamá se mueve como cuando debate: nuevo tema, nueva
energía, nueva sonrisa. Se acerca al mostrador y se aclara
la garganta. –Stefan me pidió matrimonio. Anoche.
Me sorprende oírlo, aunque sabía que esto iba a pasar.
–Eso es estupendo. Enhorabuena, mamá –digo con una
sonrisa sincera.
Stefan es genial. El mes pasado me pidió mi bendición y
se la di encantado. Llevan juntos dos años. Su primera cita
fue dos noches antes de que muriera mi padre, y me gustó
mucho que Stefan estuviera presente durante todo el
proceso.
–Puedes sentirte incómodo, si quieres –dice mamá.
Pongo los ojos en blanco. Así es como crecía a su lado
también. «Puedes tener una rabieta, si quieres. Puedes
suspender biología, si eso te hace feliz».
–No estoy incómodo. Me cae bien.
–Bien –dice. Luego, en voz baja, añade–: Nadie debería
esperar la felicidad ni un segundo más de lo necesario. –
Sonríe y vuelve a dar un giro–. ¿Blooming se encargará de
nuestra boda? –Por supuesto. –Saco el calendario–. ¿Tienes
ya algún detalle? –Me gustaría tenerlo hecho antes de fin de
año –dice con naturalidad. Tenerlo hecho–. ¿Tal vez en
diciembre?
–Es precipitado, pero a mí me parece bien –le digo.
–¿Debería contratar a Ama?
La miro para ver si habla en serio.
–Me gustaría que no lo hicieras.
Se ríe.
–¿Por qué? ¿No sería genial para su negocio?
–Literalmente te acaba de decir las cosas que hace. Las
bodas de políticos en el Sutter Club no eran una de ellas.
–Su estilo suena encantador. –Se quita una pelusa
imaginaria de la blusa–. Y trabajó con esa perra pretenciosa,
así que estoy segura de que ya conoce el Sutter Club.
A mamá nunca le gustó que Whitney convenciera a papá
para conseguir ese descuento. Eso, y que antes de Ama,
Whitney no tenía gusto alguno en sus diseños y solía
presionar a papá para que hiciera arreglos horteras en lugar
de seguir su consejo. Suspiro.
–Si crees que es una buena idea, estoy seguro de que
Ama apreciaría la oportunidad.
A mi madre le brillan los ojos cuando me sonríe y dice:
–Me encantaría tener su número.
21
Ama
Agosto

Cuando faltan dos meses para que termine la cuenta atrás


para la boda, empezamos a vaciar el estudio de ballet. La
tramitación de los últimos permisos nos ha llevado bastante
tiempo, pero por fin lo hemos conseguido. Cuando no me
reúno con clientes o proveedores, estoy en Weatherstone,
consumiendo demasiada cafeína.
Crecí en una situación económica bastante buena, pero
nunca he sido capaz de tirar el dinero por la ventana ante
un problema como este. Es una locura. ¿Moho en una de las
paredes? Pum, dinero. ¿Contratista quejándose de los
plazos? Pum, aprueban la contratación de un nuevo
trabajador. ¿Multas municipales por quejas de ruido y
permisos de aparcamiento? Que el asistente me envíe la
factura.
Todo pasa por Hazel y Jackie, por supuesto, pero cuando
les di el presupuesto de lo que costaría convertir este
espacio en un salón de recepciones en dos meses, incluí un
colchón del veinte por ciento para este tipo de problemas.
Gracias a eso todavía estoy dentro del presupuesto.
Hoy voy a ultimar el transporte de los invitados desde el
jardín de rosas hasta el convite. Vamos a contratar a la
empresa que hace paseos en carruaje de heno en otoño y a
remodelar sus carros. Cuando le dije a Jackie que había
descubierto cómo darle un carruaje tirado por caballos, se
echó a llorar, pero ahora es cosa mía asegurarme de que
parezcan menos carros de la Revolución francesa y más
carruajes de la Cenicienta. Y eso implica a Elliot.
Es la primera vez que le veo en un mes, y la verdad es
que no es mucho tiempo, pero me parece una eternidad
después del contacto que hemos tenido en los últimos seis
meses. Le he estado enviando mis ideas por correo
electrónico, en lugar de lo que solía hacer: ir a la tienda
para echar un polvo rápido y compartir ideas; pero no puedo
saber cuál es su carga de trabajo sin mirarle a la cara o
escucharle suspirar por teléfono.
En las veces que hemos estado en Blooming, no he visto a
ningún ayudante, así que no sé si tiene suficientes manos
para hacer todo esto. Su primo Ben suele ayudarle los días
que hay bodas, pero no es florista; es un gruñón. Y esta
boda es un encargo enorme. Uno de los diseños más florales
que he hecho. Tal vez sea porque estuve dando tumbos por
el desierto demasiado tiempo, pero él es como un
refrescante Gatorade de color amarillo del que no me canso.
Puede que me haya pasado con las flores, pero al saber que
Elliot había vuelto no he podido evitarlo. Puede que añadir
esta última capa sea demasiado para él, pero no se ha
quejado.
Todavía.
Me acerco al almacén donde se guardan los carros de
heno y no me sorprende ver la furgoneta de Elliot aparcada
junto al equipo de rodaje. Pasarán otros diez minutos hasta
que lleguen Hazel y Jackie, algo histórico, así que tal vez
esta sea mi oportunidad para preguntarle a Elliot si le estoy
exigiendo demasiado.
Veo a Bea dentro, reunida con Vince, el dueño de la
empresa de los paseos en carruaje y el hombre al que
vamos a alquilarle todo. Saludo al equipo, al que ya conozco
bastante bien, y me dispongo a hablar de nuevo con Elliot.
Está charlando con el técnico de sonido. Es difícil saber si se
llevan bien o si Elliot solo lo tolera, su cara no da demasiada
información.
–Buenos días –saludo–. ¿Puedo hablar con Elliot un
momentito?
El chico de sonido se despide, y Elliot mira hacia un sitio
que está más allá de mi oído.
–¡Faltan dos meses! –digo–. Solo quería asegurarme de
que no estoy dándote mucha carga de trabajo.
Me mira, pero sigue teniendo el ceño fruncido.
–¿Qué significa eso?
–Es que..., quiero decir que es una boda enorme. Y sigo
pidiendo más. ¿Crees que habrá algún problema?
Creo que podría contarle todas las pestañas en el tiempo
que le lleva decir:
–No habrá ningún problema.
Me obligo a sonreírle.
–Y si lo hubiera, ¿me lo dirías?
–No habrá ningún problema.
Pasa por delante de mí y saca las cosas de la furgoneta, y
yo finjo que todo va estupendamente mientras saludo a
Bea.
Cuando llegan Jackie y Hazel, puedo ver en sus caras que
esperaban un carruaje, no un carro.
–Este es el plan –digo una vez que las cámaras están
rodando–. Sustituiremos estos fardos de heno por bancos
acolchados. –Me subo en el carro y empiezo a señalar
alrededor–. Elliot va a instalar tres arcos suspendidos en la
parte de arriba, cubiertos de rosas, que conectarán con la
Rosaleda. A lo largo del exterior colocará boj. –Me doy la
vuelta y me siento cómoda en el fardo de heno–. Es un
paseo de diez manzanas en un carruaje tirado por caballos y
cubierto de flores. Me parece encantador e inesperado.
Hazel asiente, pero Jackie hace una mueca de lo que cree
que es una sonrisa.
–Elliot –digo–, ¿algo que añadir?
Mira directamente a Jackie y le dice:
–El día de tu boda esto no parecerá un paseo sobre heno.
Te lo aseguro.
Eso la tranquiliza, como ya sabía que haría.
Una cámara me sigue para hablar con Vince, y la otra se
queda con Jackie y Hazel para «hablar de sus miedos»,
como dice Bea. Elliot se acerca a mí para hablar de cómo va
a fijar los arcos y a firmar permisos, y todo va bien hasta
que Vince dice:
–No subas en uno a más de diez, y todo irá bien.
Levanto la vista del papeleo. Se me levantan las cejas.
–Creía que eran quince.
–Lo mejor son diez adultos. –Vince se rasca la barba–.
Quince personas es lo normal cuando cargas niños de
treinta y pocos kilos.
–Acabas de recortar mis cuentas un tercio con esta
noticia. ¿Por qué no lo mencionaste en nuestros correos
electrónicos?
Siento que el cámara se acerca a mí, y de repente la
segunda cámara está cubriendo a Vince.
Se encoge de hombros.
–No sabía para qué los ibas a usar. Quince adultos...,
bueno, eso agotaría a los caballos.
Hago cuentas del tiempo que los invitados estarían
esperando en la Rosaleda a que el primer grupo de
carruajes volviera del salón de recepciones para volver a
cargar.
–Estoy alquilándote doce carruajes y caballos para cubrir
el número de invitados, y ahora me dices que necesito seis
más. ¿De cuántos más puedo disponer?
–Bueno, es octubre. Es la época de los paseos en carruaje,
de los huertos de calabazas y todo eso –dice, y se
interrumpe como si eso lo explicase todo.
–¿De cuántos más puedo disponer? –le repito.
–Tengo que atender mi negocio con los otros ocho
caballos. Es un sábado en la parte más seca del otoño, así
que voy a estar a tope con los paseos en carros de heno ese
día.
Lo único que oigo son ocho más. Por el rabillo del ojo, veo
que Elliot está desbloqueando su móvil con rapidez.
–Entonces, ¿qué me costará contar con seis más? –exijo.
–No puedo ceder mis caballos...
–¿Quién ha dicho que no vaya a pagar por ellos? –me
burlo–. Me estás dando un mazazo enorme. No recuerdo que
en nuestra correspondencia se mencionara la limitación de
peso en ningún sitio.
–Mi negocio es estacional, cariño –dice, y se me curvan los
dedos–. Solo tengo ocho semanas al año para llevar estos
carros y caballos, y tú quieres matar a mi ganado
precisamente un sábado...
–¿Has vendido ya entradas?
La voz grave de Elliot interrumpe nuestra conversación.
Sigue tecleando con rapidez en su móvil.
–Algunas, estoy seguro...
–Genial, si compruebas tu correo electrónico, verás una
reserva para cincuenta personas a nombre de Elliot Bloom
para el sábado 7 de octubre. –Levanta los ojos hacia Vince y
agita el teléfono–. Todo pagado. Vamos a necesitar esos
caballos y carruajes en la Rosaleda ese día.
Parpadeo con rapidez y lo miro con la boca abierta. Vince
hace lo mismo. Algo arde profundamente en mi pecho, un
dolor que me hace sentir estupendamente. Las cámaras y
Bea están igual de cautivadas.
Vince levanta las manos y dice:
–Vale. De acuerdo.
Se retira a su oficina para actualizar el papeleo.
–Gran jugada, chicos –dice Bea, sinceramente
impresionada–. Me encanta el drama que no tengo que
escenificar.
–Factúralo –le digo a Elliot en voz baja, y él se limita a
asentir. Me reúno con Jackie y Hazel. Estaban escuchando a
escondidas.
–Eso ha sido muy excitante –dice Hazel–. Deberíais
acostaros.
Me ruborizo, y Jackie dice:
–¡Es lo que te he estado diciendo!
Me centro en mis pensamientos. Jackie se ha metido en mi
vida amorosa, y ahora Hazel también. Me tratan como a una
de sus amigas en lugar de alguien a quien han contratado.
Aunque no siempre estoy de acuerdo con los
procedimientos de Whitney, este es un caso en el que
desearía haber mantenido las distancias con el cliente.
Miro por encima del hombro para asegurarme de que
Elliot no me oye.
–Me alegro de que os hayáis entretenido, pero eso no va a
pasar.
Estoy a punto de cambiar drásticamente de tema cuando
Jackie dice:
–¿Porque tienes novio? Vamos, tú misma dijiste que no
tienes relaciones largas.
Abro y cierro la boca.
–¿Que tengo qué?
Hazel se muestra tímida.
–Ya intenté conseguir información a través de Elliot. Soy
una entrometida, lo siento. –Se ríe, pero siento que nunca
volveré a reírme–. Dijo que un día te llamó y tenías a alguien
en la cama.
Estoy en blanco. Me siento como un ordenador que ha
petado. –¿Tenía... cuándo...?
–¿Sigues con él? –insiste Jackie, con ojos traviesos.
–Si no es nada serio, la verdad es que creo que Elliot
estaría dispuesto a hacer travesuras. Eres tan sexy, joder, y
él siempre te está mirando...
–Lo siento. –Aprieto las manos contra el aire que me
sofoca–. ¿Elliot dijo que yo tenía a un tío en la cama? ¿Qué
coño quería decir con eso? ¿Por qué..., asunto suyo, o...?
Hazel se encoge de hombros.
–Dijo que te llamó una mañana temprano y te oyó hablar
con alguien. –Hace una mueca–. Lo siento mucho, esto me
parece muy personal y algo sobre lo que no debería
bromear.
Quiero gritar. Mar. Mar quedándose a dormir después de
haber bebido y pidiéndome el desayuno. No tiene una voz
supergrave ni nada parecido, pero es la única persona con
la que me he despertado en dos años.
Se me tensa la cara hasta que esbozo una amplia sonrisa.
–Estoy algo desconcertada porque no me he acostado con
nadie. Eh... –Trago saliva, atragantándome–. Entonces,
¿Elliot dijo que tenía novio?
–Bueno, un amigo. No un novio. Creo que él sabe que no
te van los novios.
Es como si todo lo que tengo en el estómago se
intercambiara con todo lo que tengo en el pecho. Siento
náuseas y vértigo. –¿Él ha dicho eso?
Hazel se apresura a corregirme.
–No en el sentido de que seas una zorra. Por Dios, no.
Se encoge ante Jackie.
–Vaya, todo esto está saliendo mal, y yo solo intento que
dos personas atractivas echen un polvo...
–¡Ha trabajado contigo un montón! –dice Jackie–. ¡Quizá
simplemente lo ha notado! Estoy de acuerdo con Hazel.
Cuando me lo dijo, no sonaba como si lo hubiera dicho con
mala intención. Quizá como... una aclaración de que el tipo
de la cama no era tu novio, o...
Lanzo una carcajada y les aprieto los brazos con dedos
que han perdido toda sensibilidad.
–No pasa nada. No me ha sentado mal. Es que sigo
confundida con ese tío que supuestamente ha salido de mi
cama. –Suelto una carcajada, sin gracia–. Pero sí, no os
preocupéis por liarnos. Sabemos que no somos compatibles.
Lo miro por encima del hombro mientras sube a su
furgoneta. Arranca el motor y da marcha atrás sin mirarnos.
–Él es un chico de relaciones –digo, y luego añado en voz
baja–, por lo que he podido apreciar.
22
Elliot
Hace tres años, una semana y seis días

La gata de Ama es una amenaza.


Dejamos a Lady Cat-ryn fuera del dormitorio, y aun así me
desperté con una pata tocándome la cara. La gata puede
abrir puertas.
Esta revelación me horroriza, pero Ama se limita a asentir
con la cabeza y a apartar a la gata de la cama.
–¿Acaso te gustan los gatos?
–Mmm –dice mientras se acurruca a mi lado–. Me
encantan. Ama desaparece enseguida, pero yo me quedo
mirando a la gata que está sentada entre la puerta y yo,
moviendo la cola hacia mí.
En contra de lo que yo creía, Ama tiene nevera y cocina, y
come otras cosas aparte de porquerías azucaradas por las
mañanas. Pero a las nueve de la mañana ya me está
empujando para que me vista y podamos pasar por J Street
Donuts de camino a la tienda.
No hemos tenido otra conversación sobre qué es esto
exactamente. Solo sé que, si quiero que siga así, quizá no
deba etiquetar las cosas. Sigo esperando el momento en
que se canse de que esté cerca de ella o se asuste de esta
relación sin compromiso. Pero cuando el mes pasado le dejé
dos cajones y seis perchas, se puso eufórica. Y no da
señales de estar cansada de mi presencia. Desde hace tres
semanas, pasa el noventa por ciento de su tiempo en
Blooming, trabajando en un rincón en sus correos
electrónicos o diseños y corriendo a buscar la comida para
los dos a mediodía.
–No tienes por qué quedarte si tienes trabajo que hacer –
le digo un día de octubre mientras veo que el reloj marca las
17:00 h.
Me mira desde donde ha estado tecleando a toda
velocidad en su portátil.
–No, me encanta trabajar aquí. Me inspira, ¿sabes?
Me quedo mirando el abono y las macetas y jarrones que
tiene a ambos lados.
–Vale...
–Podría montar un escritorio y llevar mi negocio desde
aquí para siempre.
Hace un gesto hacia el desorden y los zócalos en mal
estado, e intento ver lo que ella ve.
–Mientras no te entretenga. –Vuelvo al mostrador para
hacer una factura–. Podrías, ¿sabes? –le digo–. Montar un
escritorio. No es mucho, pero... si no te importa el olor a
fertilizante... y prometes no comer dónuts...
–¿Hablas en serio?
Se me acerca sigilosa, ahora apoyada en la entrada de la
trastienda, con una sonrisa en los labios.
Me encojo de hombros.
–Sí, me gusta tenerte cerca. Hace que el día sea
interesante. Le brillan los ojos.
–¿Y si me reuniera ahí atrás? Ahora no, mientras esté así,
claro –dice–. Pero... ¿y si te dedicaras más a los montajes...
y yo empezara a ofrecer paquetes con montajes
personalizados a través de ti?
Frunzo el ceño.
–Es más o menos lo que ya estamos haciendo, ¿no?
–Pero de forma oficial. Si... si... si alguna vez decides
construir una sala de exposición ahí detrás, entonces me
reuniría con los clientes en ella. –Empieza a hablar rápido,
las ideas fluyen, las manos lanzan hechizos–. No sería una
asociación en términos de negocios, pero podría ser... podría
ser, no sé. Algo nuevo. Algo que solo se hace en San
Francisco y Los Ángeles.
Si quieren a Ama Torres, tendrán a Elliot Bloom. Si quieren
a Blooming, se ven arrastrados hacia Ama Torres. –Toma
aire–. Vale, eso suena... un poco más oportunista de lo que
pretendía, pero...
–Es como tener un Starbucks en medio de tus grandes
almacenes –digo, viendo por dónde va.
–¡Exacto! Es como: «Ay, ya que estoy aquí, ¿sabes qué?
Quiero un Unicorn Frappuccino», o «La verdad es que solo
quería un café con leche, pero la zapatería está ahí mismo».
Le brillan los ojos y asiento con la cabeza. Pero me siento
receloso. Como si yo fuera a conseguir el mejor trato.
–No sé –dice, pasándose una mano por el pelo–. ¿Tal vez
es elitista o excluyente? Por ejemplo, podrías perder muchos
negocios con otras wedding planners y coordinadores de
eventos que piensan que trabajas solo conmigo.
–Bueno, y, por otro lado –digo–. Tú no podrías trabajar con
otros floristas o fabricantes por encargo...
–No quiero trabajar con nadie más –me corta–. Quiero al
mejor. Trago con dificultad. Quiero decirle que solo doy lo
mejor de mí cuando trabajo con ella. Pero creo que ya lo
sabe. Creo que aquí puede apreciarlo bien.
–Es algo que podemos considerar después de la boda de
mi madre –le digo. Me sonríe–. Ya sabes, legalmente, por
razones de negocios, puede que tengas que pagarme
alquiler en algo que no sea sexo.
–¿Dónuts?
La miro.
–No.
Durante el resto del día, yo hago un pedido y ella termina
de llamar a los proveedores antes de ir a reunirse con mi
madre. Cuando accedí a que Ama se encargara de la boda
de mi madre, hubo algunas cosas en las que no pensé. Por
ejemplo, que mi madre y Ama se reunirían una vez a la
semana para tomar café o hablar con los proveedores. No
hay motivo para que yo esté allí con ellas, ya que Ama cree
que fuimos muy discretos cuando vino a por su bolso. No
tiene ni idea de que mi madre sabe que estamos follando.
Pero cada jueves, mi madre y mi no-novia se sientan en un
café del centro para planear una boda, y yo me quedo
mirando la pared de la tienda, haciendo rebotar la rodilla
durante toda esa hora.
Mamá quiere que la boda sea antes de fin de año, y tiene
presupuesto para que se haga rápido. Ama sugirió una boda
elegante en Fin de Año, cosa que a mi madre le encantó.
Ama ha estado trabajando todos los días, esforzándose para
que sea una realidad. Algunas noches se presenta en mi
casa a las once, con muchas ideas o quitándose los
vaqueros. A veces las dos cosas. Ahora, cuando recibo el
mensaje de que viene de camino, no sé si prepararme una
taza de Keurig y limpiar la mesa baja o empalmármela.
A Ama le gusta trabajar en el suelo, alrededor de mi mesa
baja (también le gusta follar en mi mesa baja, así que ¿se
entiende el dilema que tengo?), para empezar, porque ella
no tiene una mesa baja. La mía es una de IKEA que tengo
desde la universidad y no pega con ninguno de mis
muebles. Una noche, después de que ella haya investigado
lo que tendremos que hacer con los centros de mesa, y
después de que se haya retorcido debajo de mí sobre mi
alfombra áspera, digo:
–Me hace falta una mesa baja nueva.
–Oh, ¡¿puedo quedarme esta?!
En sus ojos se ve la alegría de una niña en Navidad, como
si estuviera a punto de regalar una casa de ensueño de
Barbie.
–¿La quieres? ¿Esta?
–Sí, me hará pensar en ti. En todo lo que es tuyo.
Levanta las cejas de forma sugerente y me besa tan
profundamente que acabamos follando sobre la mesa baja
por segunda vez en esa semana.
Al día siguiente, compramos una mesa baja y, al otro,
trasladamos la mía a su casa.
Esa noche, estoy tumbado en la cama con ella, mis dedos
juegan con su pelo. Ya estamos en noviembre. Llevamos
tres meses con esta no-relación, y la última vez que dormí
solo fue hace seis semanas.
Sigo esperando el día en que decida que se acabó. Rompo
sus reglas del juego. Le sugiero que hagamos un viaje a
Napa antes de que empiece la temporada de bodas el año
que viene. Le encanta el plan. Le pregunto si quiere que
vaya a la fiesta de cumpleaños de Mar, la cual está
organizando.
–¡Claro que sí! –dice.
Su madre se compromete, y habla como si no fuera solo a
hacer las flores. Habla como si fuera a ser su pareja en la
boda. Como si fuera a presentarme a la gente allí.
Y la mayor mella en sus reglas: sigue haciendo planes
para nuestro estudio conjunto, envolviendo, entrelazando
nuestras vidas de cara al futuro. Como si no viera el final.
Después de la boda de mi madre el mes que viene, voy a
preguntarle si podemos volver a definir las reglas. Puede
que ella no crea en las relaciones, pero eso es lo que
tenemos. Puede que no le importe presentarme como su
novio, pero me gustaría llevarla a cenar con mi madre y
Stefan en alguna ocasión. Puede que ella no necesite una
relación a largo plazo, pero para mí, «para siempre» suena
bien.
Si no quiere modificar sus reglas, supongo que me
parecerá bien. Pero necesito que sepa que ya pienso en
nosotros a largo plazo. Ya me imagino los rótulos de los
negocios, los viajes fuera de la ciudad y los bailes lentos con
vestidos blancos, aunque ella no quiera ponerle nombre.
Está tecleando distraída en su móvil junto a mí en la
cama. Me vuelvo hacia ella.
–¿Qué es lo que más te gusta de las bodas?
–La proposición –responde rápido.
La miro.
–¿La parte con la que no tienes nada que ver?
Parpadea con rapidez y me mira.
–Ah, vaya. Sí, supongo que sí.
Deja el móvil y se pone de lado para mirarme.
–¿Te referías a flores, comida o DJ?
Me encojo de hombros.
–No. ¿Qué es lo que hace que quieras dedicarte a las
bodas? –Lo que más me gusta es personalizar la boda para
la pareja. Me encanta cuando siento que he dado en el
clavo. Y para mí, la historia de la pedida de mano es lo que
me dice exactamente qué darles.
Le retiro el flequillo de los ojos con el pulgar.
–¿Por qué?
Se lo piensa.
–Aprendes quién es una persona cuando tiene miedo,
¿sabes? Y cualquiera que diga que no tiene miedo de
declararse está mintiendo. Creo que la persona a la que se
le propone matrimonio también tiene un momento. Solo
siente terror. «¿Es el sí la decisión correcta? ¿De verdad se
está declarando así? No puedo creer que haya esperado
diez años, ¿es una mala señal? ¿Le he presionado para que
lo haga?».
Las preguntas le salen en espiral, como el vapor de una
tetera. –También creo que la forma en que se hace la
proposición es muy reveladora. En concreto, dice mucho del
novio o de la persona a la que se le propone matrimonio.
Ni siquiera necesito que me lo aclare. Tiene sentido.
–Cuando me hablan de la pedida de mano, me hago una
idea de cómo son como pareja. Tiene un valor incalculable.
Una vez, una pareja se negó a contármelo. Dijeron que
preferían mantenerlo en secreto, y juro por Dios que fue la
peor boda que he hecho nunca. Fue con Whitney.
Se ríe y vuelve a agarrar el móvil.
Siento que el corazón me late con fuerza y no entiendo
por qué hasta que las palabras salen a borbotones:
–¿A ti cómo te gustaría que fuese?
Se vuelve.
–¿Que me propusieran matrimonio?
Asiento, y siento que estoy volando demasiado cerca.
Como si pudiéramos haber conservado este momento para
siempre si no tuviera que preguntárselo..., pero tengo que
preguntárselo. Hay una parte de mi corazón que ha estado
ahí plantada durante tres meses de más, incapaz de romper
la superficie y estirarse hacia la luz.
–¿Qué tipo de fuegos artificiales quieres? ¿Sorpresa o no?
¿Íntimo o multitudinario? –digo–. ¿Qué te imaginas?
Su mirada es suave, y me pregunto si existe ese miedo
del que habla. El: «¿Esto está bien?».
–Yo no –dice–. No me lo imagino. No quiero una.
Creo que la he oído. Creo que la entiendo. Creo que no
hay ninguna complicación, ninguna simplificación excesiva.
No quiere una proposición.
Sobre todo, cuando se inclina hacia delante y me besa,
tira el móvil y pasa las manos por el tatuaje de la kadupul.
Sus labios la siguen y se curvan para besar mi omóplato
tatuado. Ya lo ha hecho muchas veces, casi como si tuviera
que dar las buenas noches a cada uno de ellos. Presiona sus
suaves labios contra mi muslo y mi pantorrilla, su lengua
recorre la Viola cryana de mis costillas. Me lame los dos
brazos y por fin baja por la cama hasta donde vuelvo a estar
empalmado. Su boca se mueve sobre mí, y me pierdo por
completo. Su lengua me saborea y mis manos se deslizan
por su pelo.
Pero creo que la he escuchado.
No quiere una proposición. Nada de espectáculos.
Me lo guardo para el día en que por fin me diga que
podemos hablar de «para siempre».
23
Ama
Octubre

La semana de la boda suele ser larga, pero esta es eterna. A


veces me siento como David luchando contra Goliat
mientras me defiendo de un ataque tras otro. Entre que el
agente de Hazel actualizó su lista la semana anterior y la
remodelación del estudio de ballet, estoy hasta arriba.
Prácticamente estoy pagándole a Mar para que viva en
Weatherstone y pueda ser el punto de contacto para los
detalles sin importancia que necesiten los obreros. En estos
días, agradece la distracción después de romper con
Michael. Fue su decisión, pero todavía está muy disgustada
por ello. Por suerte, tengo mucha práctica siendo
comprensiva en este tipo de situaciones.
Lo bueno y lo malo de esta semana es que Elliot está allí
un par de horas al día, así que, con Mar presente para
coordinar, no tengo que verlo. Mientras construyen el salón
de recepciones, estoy con Jackie y Hazel ultimando detalles
y dando las últimas aprobaciones. Si se tratara de una boda
normal, las cosas irían viento en popa, pero he tenido que
añadirle un proyecto de construcción.
Ni siquiera molesto a Elliot para que dé el visto bueno. Se
lo digo a Jackie, pero las dos estamos de acuerdo en que se
puede confiar en él. No puede instalar la pista de baile hasta
el miércoles por miedo a que las flores estén marchitas el
sábado, pero está allí con el equipo todos los días,
supervisando las demás instalaciones y volviendo a
comprobar todas las medidas. Mar nos informa de que se
lleva bien con los trabajadores, que observa y discute los
cambios. Sus estudios en arquitectura acaban siendo una
bendición.
Cuando el inspector viene el jueves por la tarde a revisar
nuestro suelo nuevo construido alrededor de la pista de
baile, Elliot está allí para responder a todas sus preguntas.
Es la única vez que le veo esa semana. Apenas puedo
dedicarle tiempo porque el inspector intenta encontrar
cualquier cosa para cerrarnos el local, pero estoy preparada
para ello. Tengo todos los permisos, los números y las
aprobaciones. Durante un mes, no he hecho otra cosa que
vivir y respirar por y para la boda de Jackie y Hazel.
He superado las bodas que tenía programadas para
septiembre (incluida una que se echó atrás cuando faltaba
media hora) y estoy temiendo y soñando a la vez con el
pequeño descanso que tendré a partir de la semana que
viene. En las últimas seis semanas, ocho o nueve parejas
me han llamado y me han enviado correos electrónicos para
concertar entrevistas, todas ellas personas que han oído
hablar del rodaje del programa o que siguen a Hazel y están
muy ilusionadas con la boda. He tenido que posponer todas
las reuniones hasta la semana que viene. Espero vivir para
verlo.

Ayer mandé a Jackie y a Hazel a que las mimaran: cera en


Dirty Bird y manicura y pedicura en Nature Love, mis
favoritos. Hoy han celebrado un brunch en casa de los
padres de Jackie. Elliot básicamente dejó las flores con un
gruñido, murmuró que Ben volvería para recogerlas y se
fue. Me hubiera gustado irme con él. Después, tengo poco
tiempo para preparar la cena de ensayo antes de ir al jardín
de la Rosaleda para el ensayo.
Llegamos a Firehouse a mediodía, que es lo más pronto
que nos dejan entrar, y entramos como un tornado. Quería
tener a Mar conmigo para que me echara una mano, pero
en el estudio de ballet están con los últimos retoques, así
que sigue allí. Le doy a Jake setenta y cinco pavos más para
que venga a descargar los coches conmigo.
El personal de Firehouse, bendito sea, no nos ha
preparado nada. Así que arrastro las mesas hasta su sitio,
con mucha ayuda de los ayudantes de camarero porque
llevo unos vaqueros ajustados y tacones. Detrás de un
montón de servilletas que hay que planchar con la máquina
de vapor, Jake murmura:
–El florista y el equipo de rodaje están aquí.
Agarro la mitad superior de las servilletas, haciendo que
se le vea la cara.
–Habla más alto, Jake. Eres actor.
–Ah, perdona. El florista...
–No, te he oído. Habla con George para ver si puedes
cambiarte para ayudar a traer las flores, y luego dirige al
equipo de grabación en la dirección correcta.
–¿Quién es George? –pregunta.
–Es el tipo del alquiler. Grande, pelirrojo.
Se va corriendo como un conejo y yo empiezo a arrastrar
sillas. Tengo una caja de tarjetas con los nombres y
macarons para cada cubierto, pero antes tengo que colocar
los platos. Mientras hablo con el jefe de cocina, dos jarrones
gigantes pasan a mi lado sujetos por un par de fuertes
brazos. Jake los sigue con un tímido encogimiento de
hombros:
–No me ha dejado ayudar.
Estoy demasiado distraída por la majestuosidad absoluta
de las proteas reina que Elliot sostiene. Las coloca con
cuidado en sus sitios: las dos esquinas de nuestra sección
del restaurante. Cuando se da la vuelta para regresar al
aparcamiento, se aparta el pelo de la cara con una mano y
veo las ojeras y los ojos inyectados en sangre.
Eso me hace retroceder un segundo. Porque sé que
significa que no ha dormido. Lo que definitivamente
significa que le he pedido demasiado.
–Ama, ¿me has oído?
Me giro y me encuentro a Bea delante de mí.
–Lo siento, ¡no! Dios, esas flores son preciosas, ¿verdad?
–Son estupendas –asiente con una sonrisa–. Voy a hacer
que el equipo grabe algunas tomas de la preparación del
lugar. Estaba pensando en una secuencia a cámara rápida.
Colocar una cámara en la esquina en un plano amplio y
grabar una cinta durante las próximas seis horas. Y luego,
cuando la mesa esté puesta, podríamos hacerte una última
entrevista, ya que sé que mañana no estarás disponible.
–Claro, por supuesto. Gracias. –Me aclaro la garganta y me
inclino hacia ella–. ¿Y ese chico de ahí? Es mi hermanastro,
Jake. Es actor. Si por casualidad encuentras alguna forma de
utilizarlo en la edición A/B roll, te agradecería que le dieras
el máximo tiempo posible en pantalla.
Bea me guiña un ojo.
–Tomo nota.
Jake queda relegado a arreglar la mesa mientras Elliot y
su primo Ben traen los centros de mesa. Sigue yendo y
viniendo cuando Bea me sienta a la mesa junto al modelo
de cubierto que he preparado para que Jake lo estudie y lo
copie.
Una vez que los chicos de cámara y sonido están situados,
Bea dice:
–Sé que ya hicimos una introducción, pero vamos a hacer
otra. La iluminación y la ambientación aquí son mucho
mejores que en la anterior. Así que dinos tu nombre y datos
sobre ti, cuánto tiempo llevas haciendo esto, etcétera.
Las cámaras empiezan a grabar y yo me paso el pelo por
detrás de la oreja.
–Soy Ama Torres, y soy la wedding planner de Hazel y
Jackie. Llevo más de ocho años en el sector de las bodas y
este es el cuarto año que dirijo mi propia empresa de
organización de bodas.
–Bien –me anima Bea–. ¿Y qué fue lo que te atrajo de las
bodas?
–Siempre me han encantado las bodas –digo–. Desde que
tengo uso de razón.
Elliot vuelve a pasar detrás de la cámara y yo intento
seguir prestando atención a Bea y a las luces brillantes.
–¿Hay alguna boda en concreto que recuerdes de
pequeña? ¿Fuiste la niña de las flores de una tía o algo
personal?
–Las bodas de mi madre. –Me acuerdo de reformularlo
para la entrevista y digo–: Recuerdo específicamente
haberme apasionado por las bodas durante las de mi
madre.
Bea dice:
–¿Así es como Jake llegó a ser tu hermanastro?
Veo a Jake hacer una pirueta para mirarnos al oír su
nombre. –No, esa ha sido una relación más reciente.
Probablemente debería dar marcha atrás, pero la luz de la
cámara me distrae, al igual que los pasos de Elliot al dar
pisotones alrededor de la mesa.
–Mi madre se ha casado varias veces, así que durante mi
infancia viví muchas bodas.
Veo que Bea ladea la cabeza y me doy cuenta de que eso
no es bueno para mí.
–¿Cuántas veces se ha casado tu madre?
Oigo a Jake resoplar en medio de una risa antes de decir:
–Muchas.
Todos nos giramos hacia él y se mira sorprendido.
–Lo siento –intenta decir–, es que...
–Ve a buscar mi coche, Jake –le digo con frialdad.
Me mira boquiabierto antes de recuperarse y salir
corriendo por la puerta avergonzado.
Pero Bea sigue mirándome.
–¿Cuántas veces?
–Ella, eh..., mi madre se ha casado dieciséis veces. –Me
río, como hago siempre que lo digo–. ¡Se podría decir que le
gustan las bodas tanto como a mí!
–Así que ¿te hiciste wedding planner por eso?
–Sí, podría decirse. –Siento que mi sonrisa es como de
cera y falsa. Bea me hace un gesto para que me explique–.
Supongo que por eso me hice wedding planner.
Los ojos de Bea casi parecen los de un lobo, amarillos
entre los árboles del bosque, al acecho. Siento que empiezo
a sudar.
–¿Cómo fue eso para ti? ¿Crecer así? ¿Crees que ha tenido
algún impacto en tu vida personal?
Abro la boca. La garganta me carraspea. Sonrío mucho y
los ojos se me llenan de lágrimas nerviosas.
–¿Vas a utilizar algo de esto? –me pregunta una voz ronca
desde algún sitio más allá de la luz de la cámara–. ¿Tu
programa no dura media hora?
Enfoco la mirada y veo a Elliot detrás de Bea con los
brazos cruzados.
–Eh, sí. –Bea se repone–. Pero la boda de Hazel Renee será
un episodio doble. Creo que es una gran oportunidad para
Ama salir en pantalla el mayor tiempo posible. Que los
espectadores la conozcan...
–Genial. Pregúntale por su color favorito. Sus ridículas
preferencias de Gatorade. Pregúntale por los dónuts. –
Levanta la voz–. No indagues en su vida personal. ¿Vas en
serio?
Creo que no puedo respirar.
–Nadie va a venir a Sacramento a contratarla porque su
madre se haya divorciado quince o dieciséis veces. La van a
contratar por esto –dice señalando la mesa y los cubiertos–.
La van a querer por lo de mañana, así que ¿por qué no te
ahorras el carrete para las cosas que de verdad importan?
Por fin, el cámara apunta hacia otro lado y la luz se apaga.
Cuando abro los ojos, Elliot se aleja dando zancadas a por
los siguientes jarrones.
–Perdón. Necesito un momento.
Me pongo en pie de un salto y corro en dirección
contraria, hacia el pequeño pasillo que conduce a las
oficinas del restaurante. Bea me pide disculpas, pero no la
escucho. Respiro con dificultad y me pongo los nudillos
sobre los ojos para contener las lágrimas.
Ni siquiera sé qué me hace llorar más: la vergüenza por lo
de mi madre o que sea Elliot quien lo haya parado. Me
apoyo en la pared y me acurruco con las manos en las
rodillas, intentando respirar.
No tenía ninguna razón para intervenir. Elliot, la persona
que ha experimentado esto de primera mano. Él sabe muy
bien qué efecto tuvo eso en mi vida personal. No tenía por
qué hacerlo, en absoluto.
No sé cuánto tiempo me quedo en el pasillo. Sé que
cuando lloro, me hincho como un pez globo, con maquillaje
Hazel Renee o sin él. Lo que de verdad necesito es hielo
para los ojos y los labios antes de volver a enseñar mi rostro
al mundo, pero como eso no va a ocurrir, me tomo mi
tiempo.
Hay una ventana al final del pasillo, y voy a abrirla para
tomar un poco de aire fresco. Retiro la mano cuando veo a
uno de los operadores de cámara, el que estaba grabando
mi entrevista, fumando junto a un coche, y a Elliot a su lado.
Me escondo contra la pared y me asomo para observar. El
cámara mira a su alrededor, como para que no le vean, y
luego pulsa un botón de su equipo. Sale una tarjeta de
memoria y se la extiende a Elliot como si estuviera
vendiendo droga. Elliot se la mete en el bolsillo, se dirige a
su furgoneta y coge los últimos jarrones para llevarlos
arriba.
24
Elliot
Hace dos años, nueve meses,
una semana y un día

Víspera de Año Nuevo

La noche antes de la boda de mi madre, Ama no consigue


dormir.
Lo sé porque me mantiene toda la noche despierto. A las
dos de la madrugada, se vuelve hacia mí y me zarandea.
–Oye. Eh.
Me restriego la cara.
–¿Qué pasa?
–Voy a darme un baño.
La miro sin entender nada.
–Vale.
–No tienes bañera –dice.
–Vale.
–¿Quieres venir conmigo a mi casa o te quedas aquí?
Respiro hondo y reprimo un bostezo.
–Supongo... que puedo ir contigo.
Ella sonríe y dice:
–Bien.
Entonces rueda hacia mí, aprieta su cuerpo contra el mío
y me besa con tanta intensidad que, de repente, estoy muy
despierto. Mi mano se enreda en su pelo, sujetándole la
cabeza, y le devuelvo el beso. Me deleito en la sensación de
su cuerpo apretado contra mi costado, en la forma en que
sus caderas empiezan a presionarme. Susurra contra mi
boca:
–¿Quieres bañarte conmigo?
–¿Cabré en tu bañera? –Me río entre dientes.
Se agacha, me pone la mano en la entrepierna y dice
juguetona: –Ah, yo haré que quepas.
Luego se levanta de la cama y empieza a vestirse y a
recoger lo que necesitará para mañana. Estoy duro como
una piedra, para cuando ella está lista en la puerta, todavía
sigo intentando ponerme los vaqueros.
En la furgoneta, de camino a su casa, no para de hablar,
repasa el plan para mañana y los problemas que pueden
surgir. Cuando llegamos a su casa, está tan concentrada en
la boda que empiezo a perder la esperanza de acostarme
con ella o dormir pronto.
Pero entra en su casa, saluda a la gata y empieza a
desnudarse, todo mientras termina la lista de cosas que
hacer por la mañana. Cuando se quita los vaqueros, me
mira y me dice:
–¿Te bañas?
–Eh..., claro.
La sigo al baño y me desnudo mientras ella abre el grifo y
se queja del catering.
–Si me vuelve a meter prisa con los platos, será la última
vez que lo contrate –dice, agarrando las sales de baño–.
¿Crees que me respeta? No creo que me respete.
Asiento con la cabeza. Estoy de acuerdo. Escucho. Pero he
aceptado el hecho de que acabo de conducir veinticinco
kilómetros a las dos y media de la madrugada para
meterme en esta bañera y escuchar a Ama delirar. No pasa
nada. Puede que me quede dormido, me resbale y me
ahogue. Pero no pasa nada. Enciende velas, apaga luces y
pone música en el móvil. Pero también se preocupa por la
disposición de los asientos.
–Si vuelvo a oír a la ayudante de la gobernadora decir
dónde se sienta, voy a perder la puta cabeza.
Señala la bañera y yo me dirijo a ella dando un traspiés y
me deslizo en el agua caliente, la temperatura perfecta para
dormitar. Apoyo la cabeza en los azulejos y escucho cómo
despotrica de una amiga de mamá que no ha confirmado su
asistencia.
Se mete en la bañera y se sienta entre mis piernas,
haciendo que el agua se acerque hasta el borde de una
forma peligrosa. Sigue hablando sin parar cuando vuelve a
apoyarse en mi pecho y toma una de mis manos para
meterla entre sus muslos. –¿Quieres tomarte un respiro? –
balbuceo.
–¿Un respiro? ¿Qué quieres decir?
–Puedes relajarte. Deja que tu mente divague.
Dejo que mis dedos bailen sobre su cuerpo para que capte
el mensaje.
Se gira sobre su hombro y dice:
–Esta soy yo relajándome.
Contengo una sonrisa y le digo:
–Venga.
La coordinadora del local es el siguiente tema de
conversación. Apoya la cabeza en mi hombro y se desahoga
hasta jadear, quejándose de los plazos y de los correos
electrónicos condescendientes.
–Si cree... si cree que puede pisotearme, entonces...
entonces... Cuando Ama se corre en mis dedos con un
suave gemido, es la vez que más callada ha estado en la
última media hora. Por un momento pienso que se ha
dormido, pero entonces inclina la cara hacia la mía y me
besa.
–Gracias. Siempre sabes lo que necesito –me dice.
Le aparto el pelo de la cara y le pregunto:
–¿Qué más necesitas? ¿Cuál es tu lista de tareas
pendientes? Desglosa sus preocupaciones, sus pesares. No
hago ningún comentario. Dejo que su cerebro se organice.
Cuando se calla, me acerco y destapo el desagüe. La
envuelvo en una toalla y la llevo a su habitación. Me
aseguro de que la alarma esté puesta y el café preparado.
Cuando retiro las sábanas para acostarme a su lado, se gira
hacia mí y me dice somnolienta:
–¿Y si me olvido de algo?
–No se te ha olvidado nada.
–¿Y si algo va horriblemente mal?
La acerco más a mí y ella se deja abrazar.
–Eso no va a pasar. Y si pasa, lo solucionarás. Eres
asombrosa. –Le doy un beso en el pelo–. Amazing Ama.
Suelta una carcajada y yo casi lo digo. Casi digo «Te
quiero». Pero no sé si ella quiere que lo haga. Creo que
podríamos estar juntos cuarenta años y tener veinte hijos, y
seguiría sin querer oírlo. Así que la abrazo hasta que
recupera el aliento y lo susurro en voz baja, como una
plegaria.

La segunda boda de mi madre es preciosa. Y, cada vez


que puede, mi madre les dice a sus invitados que se lo debe
todo a su wedding planner y a su hijo. El Sutter Club, un
local exclusivo para la élite de Sacramento, es un sitio
común para bodas, pero no son como esta. Esto está hecho
de manera excepcional, y sé que las amigas de mi madre
recomendarán a la wedding planner de Laura Gilbert
durante años.
Ama está estresada hasta que llega el primer baile.
Cuando suena At Last, veo que la tensión desaparece. Me
mira por primera vez desde que nos bañamos juntos esta
mañana.
Hoy temprano, Ben y yo hemos colocado la decoración
floral en la sala de ceremonias y en la sala de recepciones, y
luego he tenido que ir a ducharme y a vestirme, así que la
verdad es que no la he visto. Durante la hora del cóctel y la
cena, he tenido que aguantar que los amigos de mi madre
me preguntaran si salía con alguien e inmediatamente
después sacaban sus contactos para emparejarme con
alguien. Y todo el tiempo he querido anunciar a gritos a toda
la sala que soy muy feliz con la persona perfecta, y que ella
está justo aquí. Estoy seguro de que tendré que aguantar
unas cuantas llamadas sobre citas a ciegas en el próximo
mes, pero me las apañaré.
Cuando el primer baile termina, Ama se pone en contacto
con el DJ y le da las riendas de la recepción. Me levanto de
la mesa a la que apenas he prestado atención y la sigo
hasta la cocina. –Increíble –le digo, dándole un beso en la
mejilla.
Ella me sonríe.
–¿Tú crees? Ha ido bien, ¿verdad?
–A la perfección. No sé si alguna vez has hecho un trabajo
mejor.
Se ríe, parece una alegría efervescente, y me dice que
vuelve enseguida.
Mientras la recepción se adentra en baladas agridulces y
canciones de jazz, la espero cerca de la cocina. Cuando
vuelve, está sonando The Way You Look Tonight y me dirijo a
ella.
–¿Considerarías poco profesional que sacara a bailar a la
wedding planner?
Reprime una sonrisa y acepta sin pensárselo dos veces.
Tomo su mano y la conduzco a la pista de baile. Espero a
que insista en que nos quedemos entre las sombras, como
hemos hecho durante medio año, pero me deja ponerle una
mano en la cintura y sujetar su palma con la otra. Me deja
llevarla al centro, cerca de la mirada de mi madre. Y me
sonríe todo el tiempo. Tengo que concentrarme en la suave
mirada de sus ojos y en el calor de su cintura para no decir
«Te quiero». Me doy cuenta de que cada vez va a ser más
difícil.
–¿En qué piensas? –me pregunta.
–Solo... en lo feliz que soy.
Resopla riéndose, como si la hubiese pillado por sorpresa.
–Yo también soy feliz. –Parece pensárselo un momento, y
luego empieza a juguetear con su bolso, que es claramente
una riñonera, da igual por dónde se mire–. Tengo una
sorpresa para ti. –Vale.
Saca un sobre, me lo entrega y me rodea el cuello con los
brazos para que podamos seguir bailando mientras lo abro.
Dentro hay un papel. Un intercambio de correos
electrónicos.

Querida Ama Torres:


Gracias por ponerse en contacto con nosotros. Sí, tenemos una Franklinia que
estamos cuidando. No forma parte de la exposición, pero dado que su amigo
es tan aficionado, me plantearía permitirle visitar la flor (con supervisión) en
cualquier momento en el futuro.
Avíseme si alguna vez viene por aquí y estaré encantado de enseñársela.
Frank Hitchkins
Director del Arnold Arboretum
Universidad de Harvard

Parpadeo al leer las palabras una y otra vez. Cuando la


miro, sonríe nerviosa.
–¿Quieres hacer una escapada? –pregunta, riéndose–.
Estaba pensando en hacerla en otoño, cuando las hojas
están rojas. Harvard es uno de los únicos arboretos que
tiene el árbol de Franklin, y yo... –Traga saliva y me pone
una mano en el antebrazo derecho, donde está el tatuaje–.
Quiero que lo veas.
Tengo una sensación de burbujeo en mi interior. Es muy
fuerte y adictiva. Tuve una buena infancia, así que no es que
nunca antes haya recibido un regalo espectacular. Pero es la
sorpresa de alguien que te conoce como nadie más en el
mundo..., alguien que te ha abierto el pecho y se ha metido
dentro.
Vuelvo a mirar el correo electrónico. La Franklinia. Y sabe
que es mi favorita, aunque nunca se lo he dicho.
Miro a mi madre, a unas cuantas parejas de distancia.
Está radiante con Stefan, de una forma distinta a como mira
cualquier cosa en su vida. Es algo que he visto en el espejo
varias veces en los últimos seis meses.
Me hierve el pecho. Tengo los ojos inyectados y se me
forma un nudo en la garganta que me impide pronunciar las
palabras. Pero la miro, la miro a ella, y veo que no necesita
que le dé las gracias. Sabe lo bien que ha clavado su flecha.
Me sonríe con suavidad y dice:
–Creo... creo que me estoy enamorando de ti.
Me da un vuelco el corazón. No puedo creer que ella lo
haya dicho primero. No puedo creer que tenga permiso para
decirlo. Me mira, vacilante, como si tuviera que dudar de
que yo le responda.
Tengo una flor en el pecho, que empieza a recibir la luz del
sol, que por fin florece. Oigo a mi madre reírse de algo que
le dice Stefan, pero no puedo apartar los ojos de Ama. Oigo
la felicidad de mi madre en su risa: la he visto. «Nadie
debería esperar la felicidad ni un segundo más de lo
necesario».
Mamá tiene razón. Si sabes que es para siempre, ¿por qué
esperar?
Ama tiene los ojos brillantes, marrones y preciosos cuando
digo:
–Cásate conmigo.
Esos ojos parpadean una vez.
Me vibra la piel y me duele el pecho, pero no tengo miedo.
Sonríe. El aliento se le escapa en una carcajada.
–¿Qué? No.
Al principio no la oigo con la sangre corriendo por mis
oídos. Pero veo cómo se le borra la sonrisa y frunce el ceño.
Y el burbujeo de mi garganta se convierte en bilis.
Le pongo la mano en la cintura.
–Ama...
–¿Por qué...? –Niega con la cabeza. Veo su pecho subir y
bajar con rapidez–. Te dije que no quería.
Su mirada es acusadora. Me siento castigado.
–Tú... dijiste que no creías en el matrimonio, pero eso fue
antes...
–¿Qué? ¿Antes de ti? –Me mira como si no fuera nada.
–Sí. –Me defiendo–. Sí, antes de mí. Antes de que le dieras
una oportunidad.
–Nunca iba a darle una oportunidad al matrimonio, Elliot.
Eso nunca estuvo en mis planes –sisea.
Levanta una mano de mi hombro para masajearse la
frente y mira a nuestro alrededor, como si se diera cuenta
por primera vez de que estamos en medio de una boda.
Quiero irme. Quiero salir de aquí y estrellar mi furgoneta
contra un muro de ladrillos, pero sé que, si me voy, no
volveré a verla. Lo sé.
–¿Cuál es el siguiente paso entonces, Ama?
Respira con brusquedad.
–¿Qué?
–Cuando sientes algo por alguien como lo que sientes por
mí, ¿cuál crees que es el siguiente paso según la lógica? –
digo e intento que el malestar que siento en el pecho no se
vuelva contra ella–. ¿Seguimos como hasta ahora durante
los próximos setenta años? Tal vez tú te mudes, pero... ¿ese
es el final? Ensancha las fosas nasales.
–¡No lo sé! Te dije que no me van las relaciones...
–Y, sin embargo, aquí estamos. –Me mira fijamente, como
si de alguna manera la hubiera decepcionado–. Lo que
quiero decir, Ama –suelto una risa vacía–, es que quieres
unir nuestros negocios, ¿pero no quieres salir conmigo?
–Eso es un asunto de negocios, no una proposición de
matrimonio, Elliot...
–Quieres ir a Napa el mes que viene, a Boston el próximo
otoño, ¿pero no quieres una relación a largo plazo?
Tiene los ojos muy abiertos, la boca abierta. La veo
intentar hablar. Parece aterrorizada por algo.
–No lo sé –estalla–. No lo sé, Elliot. Todo iba tan bien. Tal
como estaba. Pero sabías que no quería casarme, ¿y me lo
propones de todos modos?
Sé que tiene razón. Sé que lo dijo, y pensé que eso
cambiaría. Pero tengo tantas cosas en el pecho, tanto
remordimiento, tantas cosas que estoy perdiendo en este
preciso instante, que no puedo evitar tratar de volverlas
contra ella.
–¿Y por qué? ¿Por tu madre? ¿Porque ha tomado malas
decisiones catorce veces, y crees que así es la vida? –Me
fulmina con la mirada, pero no puedo dejar de hablar–. ¿De
verdad crees que es algo hereditario, Ama? ¿Que si nos
casamos, si dices la palabra «relación», abrirás una especie
de puerta a tus propios catorce matrimonios?
–No, ¡es porque los matrimonios terminan! ¡Las relaciones
terminan!
Niego con la cabeza y la corrijo:
–Pueden terminar. Es posible que terminen. Y solo porque
no quieres que terminemos, ¿ni siquiera quieres un
comienzo? –En voz baja, pregunto–: Ama, si a estas alturas
no tenemos una relación..., ¿qué somos?
Se muerde el labio y una lágrima se abre paso entre sus
pestañas.
–No lo sé..., no sé qué estoy haciendo. Esto ha sido un
error. La siento retroceder y la sigo, agarrándola por la
cintura. La sensación física de alejarse de mí me hace
darme cuenta de que también lo está haciendo por dentro.
–Ama, espera.
Aprieta los labios y le brillan los ojos por las lágrimas.
Siento que le tiembla el cuerpo y me doy cuenta de lo
mucho que la he cagado.
–Te quiero –le digo–. Ya te quería. No puedo imaginar
perder esto, pero solo quería más..., por un segundo. Solo
era eso –le digo, como si no hubiera estado queriendo más
durante seis meses. Desde hace más. Le aprieto la cintura–.
Me he precipitado. Nunca pensé que te oiría decir «Te
quiero», y entonces lo has hecho. Me hizo pensar que podría
tenerlo todo, pero fui demasiado rápido, ¿vale? Olvidémoslo.
–No puedes deshacerlo –susurra.
–Mírame. Está desdicho, ¿vale?
–Siempre sabré lo que quieres y lo que no puedo darte –
dice, y una lágrima cae por su mejilla.
–Eso es mentira. Quiero que te deshagas de tu maldita
gata, y tú no lo harás, así que ya tenemos esos problemas...
–No intentes bromear con esto –sisea.
Hay un flash a nuestro lado y los dos nos giramos para ver
al fotógrafo de la boda, que está haciendo la foto de la
pareja que hay detrás de nosotros. Cuando se vuelve hacia
nosotros, ella me pone las manos en los hombros y me mira
por encima de la oreja. Hay un flash.
La miro fijamente, memorizándola. Le paso la palma de la
mano por la cadera y la acerco a mí por la parte baja de la
espalda. Ella se deja.
–Nunca ha pasado –le digo al oído–. Nunca me volverás a
oír hablar de ello.
Se queda callada. Y luego niega un poco con la cabeza.
–Nunca debí dejarme llevar contigo.
Me golpea como una bala entre los ojos. Aprieto los
dientes para no gritarle.
–Somos compañeros de trabajo en el sector –continúa,
susurrándome en el cuello–. No es nada profesional.
Siempre hago lo mismo.
Me burlo, y lo hago con más maldad de la que me
gustaría.
–¿Siempre te metes en relaciones de medio año con tus
proveedores?
Se echa hacia atrás y yo la dejo. Parece derrotada.
–Confundo negocio con diversión. Lo estropeo todo.
El fuego me araña la garganta.
–¿Es Whitney la que habla?
–Tiene razón. Nunca... nunca sobreviviré en esta industria
si no puedo ser profesional.
–Estupendo. Así que rompemos porque quieres ser mejor
wedding planner.
Su mirada se vuelve fría como el hielo.
–Estamos rompiendo porque me has propuesto
matrimonio. Y porque, para empezar, nunca debí acostarme
contigo. Todo esto es un error.
Esta vez, cuando retrocede, se escabulle de entre mis
brazos. Intento alcanzarla con los dedos, pero no lo consigo.
–Tengo que comprobar cómo va la limpieza de la cocina –
murmura.
Después, gira sobre sus talones, se escabulle entre la
gente y desaparece.
Me quedo con un correo electrónico en una mano y el
recuerdo de su calidez en la otra.
Me meto el papel en el bolsillo y camino en dirección
contraria.
25
Ama
La boda

El sábado, me despierto llorando. Uno de esos sueños que


no terminas de entender, pero que te destrozan cuando se
acaban. Me pongo unos parches fríos debajo de los ojos
para bajar la inflamación y empiezo el día a las seis de la
mañana.
Mar me manda un mensaje a las siete y me dice:

MAR: No te olvides de la cuba del abuelo, sea lo


que sea eso

–Mierda –miro el móvil.

Le pedí que me escribiera eso hoy. Y me alegro de haberlo


hecho.
La antigua cuba que acogerá las cervezas artesanas en el
banquete. ¿Va con la temática? No. ¿Hará feliz a Kim
Nguyen? Esperemos que sí.
Tendrá que ser a mediodía, cuando me dirija desde la
Rosaleda al salón de recepciones para supervisar los últimos
detalles. Me desviaré veinte minutos, pero, como de
costumbre, hoy ando escasa de ayuda. Jake y Sarah se
quedan en la Rosaleda. Mar se queda en el estudio de
ballet. Y yo voy de aquí para allá con las novias cuando es
necesario.
Recibo un mensaje de Bea a las ocho, preguntándome si
hay algo que pueda filmar hoy antes de que el equipo se
dirija al Airbnb para la preparación de las novias. La mando
a la Rosaleda. Habrá un montón de desastres que grabar
allí. Siempre los hay.
Nuestro permiso en la Rosaleda no nos permite entrar
hasta las once para nuestra ceremonia de las dos, pero
llego allí a las diez y media y miro fijamente el parque.
Respiro hondo y me digo que todo va a salir a la perfección.
Hace un tiempo estupendo, fresquito y soleado. Hazel y
Jackie van según lo previsto en el Airbnb. Y, mientras,
George y su equipo de Michelangelo Rentals llegan en el
camión con las sillas y los postes, incluso el montaje va
según lo previsto.
Jake llega un cuarto de hora después, disculpándose por
su error de ayer y estando concentrado al cien por cien hoy,
que es todo lo que podría pedir.
Cuando llega el camión con todo el material floral, sin arco
nupcial y sin Elliot, es la primera vez que algo va mal. Le
pregunto a su primo Ben dónde está, pero lo único que me
dice es: –Me acaba de decir que venga y te pregunte dónde
va todo. Se me acelera el pulso, pero dejo que Ben y Jake
empiecen con el montaje de las flores.
Le doy a Elliot hasta veinte minutos antes de enviarle un
mensaje.

AMA: ¿Todo bien?

Me responde.

ELLIOT: Dame 10 min

Empiezo a mordisquearme la mejilla por dentro. Elliot


nunca llega tarde. Pienso en las ojeras que tenía ayer y la
facilidad con la que el equipo de cámara le sacó de sus
casillas. Solía decirme todo el tiempo que necesitaba un
ayudante, pero ahora es él quien necesita ayuda extra.
Quince minutos después, su furgoneta negra llega a la
zona de carga con un arco floral que se alza orgulloso en la
parte de atrás como un jinete de carruaje. Jake corre para
ayudarle a descargarlo, pero Elliot se limita a decirle que
vuelva. Con cuidado, desata los cabos y lo deja en el suelo.
Me reúno con él en las marcas del altar que he hecho en la
hierba mientras lleva el arco consigo, moviéndose despacio.
–Es precioso –digo.
No es mentira, pero tampoco lo miro con atención. Estoy
demasiado ocupada intentando medir cómo está de
estresado.
–Es temperamental –dice.
–¿Problemas?
–Se partió por la mitad hace una hora.
Se me para el corazón. Miro hacia arriba y veo una grieta.
–¿Qué necesitas?
–Nada. Irá bien. Antes de ir a la recepción, iré a la tienda a
por masilla y pintura y, si tengo tiempo, soldaré una varilla
para sostenerlo.
Asiento con la cabeza, como si pudiera ver la imagen
perfecta que está pintando en lugar del espectáculo de
terror en el que Jackie y Hazel se dan el «Sí quiero»
mientras su arco se parte por la mitad y le clava una estaca
en el corazón al oficiante de la boda.
Miro la hora.
–Tengo que irme. Estoy haciendo recados, así que si
necesitas algo...
–Vete.
Doy media vuelta y corro hacia el coche. Son más de las
once y media, y tengo que asegurarme de que los caballos y
los carruajes van a llegar a la hora prevista, ir a ver cómo
van las novias y llamar a Mar por si necesita alguna cosa.
Cuando por fin estoy de camino a casa de la abuela de
Jackie para recoger la cuba, llevo treinta minutos de retraso,
y apenas he podido controlar el Airbnb. Lo único que se
salva es que Mar dice que las cosas van a la perfección en
el estudio de ballet.
Me acerco a la dirección que Kim Nguyen me envió por
correo electrónico y a la que apenas eché un vistazo. Su
madre no va a estar en casa, así que busco la cuba al final
del camino de entrada. Cuando subo y doblo la esquina, me
paro en seco.
No me encuentro una cuba. Me encuentro una bañera.
Abro y cierro la boca. No puedo articular palabra y,
aunque pudiera, ¿a quién me quejaría?
Saco el móvil y leo el correo de Kim, busco la palabra
«bañera». Maldigo cuando veo que la llamó «tina antigua».
Estoy devanándome los sesos tratando de averiguar por qué
había pensado que esto era una cuba que podría caber en el
asiento de atrás de mi coche. ¿Tal vez algo en la forma en
que Kim me lo describió? ¿No había separado las manos
hacia los lados, indicando lo grande que era?
Ahora, al mirar esta bañera antigua de patas de garra,
puedo ver que, uno, no podré ponerla en la mesa que
hemos colocado cerca de la barra y, dos, es una maldita
bañera.
Junto las manos.
–Vale. Vale.
Al menos, quien me la dejó en la entrada la puso en una
plataforma móvil que habían utilizado para traerla hasta
aquí. La parte difícil sería meterla en el asiento trasero de
mi Camry.
Vuelvo a mirar el correo electrónico de Kim.

¡Te har?n falta de 4 a 6 hombres para levantarla!

Cierro los ojos, tomo aire por la nariz e invoco la energía


de cuatro a seis hombres.

Primero, corro hacia el coche y lo meto marcha atrás por


el camino de entrada. De ninguna manera voy a dejar que
todos estos vecinos me vean hacer algo tan increíblemente
estúpido. Alineo el asiento trasero con la bañera y empujo
los asientos delanteros hacia delante. Podría funcionar. Los
pies con garras pueden ser un problema, pero creo que la
bañera cabrá en el asiento trasero. Si pudiera darle la
vuelta, sería lo mejor, pero no creo que pueda, a pesar de
mi bravuconería.
Hago rodar la bañera sobre la plataforma hasta el asiento
trasero y respiro hondo.
En esos segundos, me imagino llegando al salón de
recepciones y pagando al personal del catering cincuenta
pavos a cada uno por salir a la zona de carga. Me imagino a
Mar y a mí arreglando la sección de la barra para que la
bañera quepa, quizá elevándola para que la gente no tenga
que agacharse para agarrar sus botellines.
Pero también me imagino dejando la bañera aquí y
volviendo a las cosas importantes. Y la mirada en la cara de
Kim Nguyen, que ha sido un ángel en comparación con el
equipo de Hazel. Kim Nguyen, que me pidió una cosa. Kim
Nguyen, que me dijo que sobre todo fuera acompañada con
entre cuatro y seis hombres fuertes...
Me quito los tacones, me agacho y me levanto haciendo
fuerza con las rodillas.
Al principio, no pasa nada. No avanzo nada. Y entonces
dos cosas suceden muy rápido.
La parte de delante de la bañera se levanta, casi lo
suficiente como para poner un pie de garra en el suelo de
mi coche. Estoy eufórica. Y entonces la plataforma móvil,
que se había inclinado bajo el peso, facilitando la elevación
de la bañera, se desliza por debajo de la bañera y pasa por
debajo de mi coche. La bañera cae. Y mi pie descalzo está
debajo de ella.
Es un crujido como no había sentido desde que me caí de
la bicicleta en sexto de primaria. Un rayo me sube por la
pierna. Grito y caigo de culo junto a mi coche. Con la
adrenalina de una madre que levanta un todoterreno para
quitárselo de encima a su hijo, mi pie bueno presiona contra
el lateral de la bañera hasta que rueda por encima de mi
pie. Me escabullo hacia atrás como un cangrejo y respiro
con dificultad hasta que la mente vuelve a funcionarme.
Ahora tengo el pie derecho colorado e hinchado. No puedo
mover los dedos sin gritar. Me muerdo el labio mientras las
lágrimas me caen por las mejillas.
La bañera... sigue en perfecto estado, pero está de lado
en la entrada en vez de dentro de mi coche.
¿Pero yo? No puedo caminar. No puedo ponerme de pie. El
móvil en el coche. Tengo el auricular portátil en la oreja,
pero no puedo llamar, solo contestar. Y la boda empieza en
noventa minutos. No puedo respirar bien y me doy cuenta
de que estoy hiperventilando.
Se me descompone el rostro. Ahogo un sollozo y me tapo
la boca con la mano, tratando de no alertar a los vecinos
hasta no estar segura de querer hacerlo.
Me tumbo en el camino de la entrada y miro al cielo,
observando las nubes moverse despacio, imaginándome
entre ellas. Me obligo a respirar e intento considerar mis
opciones. Podría gritar pidiendo ayuda. Los vecinos
llamarían a una ambulancia, y yo seguiría con un pie roto y
una bañera en la entrada. Si me fuera en ambulancia, me
perdería la boda.
O llego a mi teléfono y soluciono el resto.
Me giro hacia un lado e intento ponerme a cuatro patas. El
dolor me atraviesa el pie de todos modos, incluso cuando no
ejerzo presión sobre él. Lo intento durante unos metros
antes de tener que detenerme, respirando como si hubiera
corrido kilómetros.
Vuelvo a caer de espaldas, levantando el pie en el lateral
de la bañera. Me tiembla el pecho al darme cuenta de lo
que está pasando. La boda empieza en noventa minutos y
no estoy al cien por cien. Ni siquiera estoy al cincuenta por
ciento. La boda de mi carrera. El presupuesto de mis
sueños. El equipo de filmación, las miradas de Los Ángeles,
la oportunidad de toda una vida para Elliot.
Las lágrimas me caen por las sienes hasta el pelo. Me
daré un minuto más e intentaré ponerme en pie.
Una melodía empieza a sonar en mi oído izquierdo, y
sollozo cuando me doy cuenta de que alguien me está
llamando. Toco el lateral de mi auricular portátil.
–Sí, ¿quién es?
–Necesito masilla –dice Elliot, habla rápido. Me trago un
grito–. Se me ha acabado. ¿Puedes coger un poco o ya estás
de vuelta en el jardín?
–Eh..., no... Elliot, necesito ayuda.
Se hace el silencio al otro lado. Y empiezo a temblar al
pensar que se ha cortado la llamada. Entonces dice:
–¿Dónde estás? ¿Qué ha pasado?
–Estoy en casa de la abuela de Jackie y me he hecho
daño. No puedo... no puedo caminar, no puedo conducir.
–Envíame la dirección.
–No tengo el móvil. Estoy con el auricular. Pero está en
Titan Court, en el parque Tahoe. –Escucho el motor de su
furgoneta arrancar y soy presa del pánico–. Espera, ve a la
Rosaleda y manda a Jake...
–No, voy a por ti.
–Elliot, la boda.
–No va a celebrarse sin uno de los dos, así que me parece
que vamos tarde.
Se me escapa un sollozo.
–Llama a Mar. Dile que vaya al Airbnb. Y necesitamos
otros tres tipos fuertes. ¿Tienes la furgoneta llena?
–¿Qué?
–Estaba recogiendo algo, y pesa demasiado. ¿Quién puede
venir a cargarlo?
–Por Dios, Ama.
Lanzo un sollozo, escuchando sus vocales traicionarlo
como solían hacerlo mientras lo pronuncia «Emma».
Entonces dice:
–¿Cómo es de pesado y cómo es de importante?
–Es una bañera. Es como una puñetera bañera al
completo. Y es probable que no sea muy importante, pero
tiene que ser perfecto, Elliot. Estoy muy cerca. Esto es por
Jackie, y ya sabes que gran parte de esta boda ha sido
acaparada por el agente de Hazel y su reality show. –Se me
rompe la voz y cojo aire–. Esta boda está completamente
fuera de control. Apenas parece su boda.
Se queda callado un segundo y luego dice:
–Bien.
La línea se corta y vuelvo a quedarme sola. Me incorporo
y me apoyo en el lateral del coche hasta quedar sobre una
pierna. Me duele el pie y oigo el crujido una y otra vez.
Parece que han pasado años hasta que mi auricular vuelve a
sonar. Lo toco. –¿Elliot?
–Soy Mar. ¿Qué ha pasado?
–Creo que me he roto el pie. No puedo andar.
Maldice.
–Esto... Vale. ¿Quién necesita andar? Te pondremos unas
muletas y ya está. Tal vez Elliot pueda poner un poco de
diseño floral en ellas y estarás lista para seguir.
–¿Estás de camino al Airbnb?
–Sí –dice Mar–. ¿Qué quieres que diga?
–Nada. Nada de nada. Invéntate algo sobre un problema
en el local que nos ha hecho cambiarnos el puesto si
insisten, pero hagas lo que hagas, no llames la atención del
equipo de rodaje. Suspira y me la imagino masajeándose la
frente.
–Sí, vale.
–¿Y Mar? –le pregunto–. ¿Michael no vive en el parque
Tahoe?
–¿Michael, mi ex? ¿Tu exhermanastro?
–Sí, ¿verdad?
–Ama, sea lo que sea esto, no lo hagas.
–Eh, yo he estado trabajando con mi ex durante seis
meses. Tú dijiste que sería «profesional»...
–No te atrevas –dice entre dientes.
–Por favor, solo mira a ver si puede venir a Titan Court en
los próximos diez minutos.
–Esto es caer muy bajo, incluso para ti.
Sonrío.
–Prométele una mamada.
Me cuelga. Veo mi teléfono móvil en el asiento de delante,
y estoy a punto de estirarme para alcanzarlo cuando se
detiene una furgoneta negra. Saltan tres personas: Elliot y
mis dos únicos ayudantes del día: Jake y Sarah.
–No, no –digo–. Necesitamos que uno de ellos vuelva a la
Rosaleda.
Sarah hace una burbuja con su chicle y la explota.
–Lo tengo controlado. Le pedí al del chelo que nos llamara
si pasaba algo raro.
Cierro los ojos ante este espectáculo de mierda mientras
Jake la corrige.
Elliot se dirige hacia mí, rodeando la bañera sin mirarla
dos veces. Se agacha delante de mí y aprieto los labios para
que no me tiemblen. Sus dedos me tocan el tobillo y la más
leve presión en la parte superior del pie me hace sisear.
–¿Puedes ponerte de pie? –pregunta Jake.
Niego con la cabeza.
–Gracias por venir –digo a mis exhermanastros–. Hay otro
chico en camino, espero. Solo tenemos que meter la bañera
en la furgoneta de Elliot. Hay una plataforma bajo mi coche,
en alguna parte.
Jake trata de alcanzar la plataforma con ruedas mientras
Sarah le saca una foto a mi pie. Me vuelvo hacia Elliot.
–Estoy bien. Podemos cargar la furgoneta, y quizá pueda
conducir con el pie izquierdo...
–Te voy a llevar al hospital –afirma.
–No. Hay una boda. Todavía tenemos que conseguir
masilla, ¿verdad?
–Jake se llevará mi furgoneta. Yo te llevaré al hospital. Fin
de la discusión.
–Elliot. –Levanto la mirada para mirarlo–. Esa no es una
opción.
Justo entonces, una voz dice:
–Eh, ¿hola? ¿Está Ama?
Miro por encima del coche y ahí está Michael. Tan
tonificado como lo recordaba.
Me paro sobre un pie y lo saludo con la mano.
–¡Gracias por venir! Solo necesitamos tu ayuda para
levantar algo que pesa mucho, y luego no te molestaremos
más.
–Siéntate –dice Elliot, poniéndome la mano en el hombro.
Me la quito de encima y sonrío a Michael, aunque
probablemente parezca alguien cuya carrera está siendo
apuñalada hasta la muerte ante sus propios ojos.
Jake tiene la plataforma móvil y mira dubitativo la altura
de la furgoneta y el peso de la bañera.
Me apoyo en el coche y empiezo a dar saltitos.
–Te ayudaré a meterla...
La gravedad me eleva y, de repente, estoy en el aire.
Unos brazos cálidos me han despegado del suelo,
literalmente, y Elliot me lleva en volandas alrededor del
coche hasta el lado del acompañante.
–Reserva tus fuerzas –digo, a falta de un comentario
inteligente–. He oído que la bañera pesa.
Tira de la puerta con el ceño fruncido y me mete dentro
con cuidado. Cuando me cierra la puerta, respiro hondo y
doy gracias a Dios por volver a tener mi móvil.
Veo veinte mensajes de Bea, Jackie, Hazel y Mar. Llamo
primero a Jackie, envío la llamada a mi auricular y miro a
través del parabrisas cómo Elliot y un pequeño ejército de
mis exhermanastros meten la furgoneta en la entrada y se
preparan para levantar la bañera.
Jackie contesta:
–¡Ama! ¿Va todo bien? Mar ha dicho que hay un problema
en el estudio de ballet.
Y justo en ese momento, me estremezco al ver a Michael
y Elliot meterse debajo de la bañera mientras Jake la
levanta desde la plataforma de la furgoneta. Sarah sostiene
la carretilla con expresión aburrida.
–Hola, sí. ¡Todo va bien! Estoy volviendo, pero ¿necesitáis
algo?
–No –dice Jackie, arrastrando la palabra para que yo sepa
que está mintiendo–. Yo solo... Dios, suena estúpido, pero
me vendría muy bien tu presencia tranquilizadora ahora
mismo.
Los hombres gruñen. Elliot le grita a Michael que corra y
ayude a Jake, y jadeo cuando Elliot queda debajo de la
bañera.
–¿Ama?
Cierro los ojos.
–Jackie, tienes toda la razón. Debería estar allí. Lo único
que quiero es que estés tranquila y contenta ahora mismo.
Dame diez minutos y seré tu gominola de cannabis por hoy,
¿vale?
Jackie se ríe y dice:
–Como empleada del Estado, ejem..., por supuesto, no
tengo ni idea de qué me estás hablando, pero aprecio el
gesto.
Le cuelgo y, cuando abro los ojos, la bañera está en la
parte trasera de la furgoneta de Elliot, y los hombres no han
muerto. Abro la puerta y les doy las gracias efusivamente.
Michael está sudando y mira la bañera.
–Más les vale casarse en esa bañera.
Sonrío sin fuerza.
–Va a ser para poner cervezas artesanales en el convite. –
Me mira–. De las que todos recibiréis un pack de seis, en
agradecimiento por vuestros seis abdominales. Y eso me
recuerda... – Le hago un gesto a Elliot para que se acerque–.
La bañera tiene que ir en la azotea. Por las escaleras.
Frunce el ceño en mi dirección y entonces se vuelve hacia
Michael.
–Michael, ¿verdad? –Le estrecha la mano–. Ama me acaba
de decir que te dará cien dólares si puedes venir a
ayudarnos a descargar este cacharro.
Abro la boca y la cierro con una sonrisa tensa.
–Sí.
Michael acepta, y Elliot habla rápido con Jake,
entregándole las llaves de su furgoneta. Michael se acerca a
mi lado del coche y se arrodilla.
–¿Te ha caído encima? –pregunta. Asiento y recuerdo que
estaba en la Facultad de Medicina–. ¿Puedes apoyar peso
encima? –No.
Sisea y niega con la cabeza.
–Tienen que escayolarte el pie enseguida –dice, justo
cuando Elliot llega a su altura y lo oye.
–Eso haremos –dice Elliot. Le da una palmada en el
hombro a Michael–. Gracias por tu ayuda.
–Muchas gracias –añado–. Si hay algo que pueda hacer
por ti... Y entonces Elliot vuelve a cerrar de un portazo. Lo
miro con el ceño fruncido mientras les hace señas a Jake y
Sarah para que se vayan. Llamo a Mar.
–¿Cómo va todo? –le digo cuando contesta.
–Bueno, ¿bien? –dice–. Es decir, para una boda sin su
wedding planner, creo que va de primera, la verdad.
–Vale, bien, ya voy para allá. Michael vino, así que tal vez
puedas considerar volver con él, ¿de acuerdo? –Ella gruñe, y
añado–: Además, está yendo al estudio de ballet con Jake y
Sarah ahora mismo. Gracias, adiós.
–Ama, ¿qué...?
Corto la llamada.
Elliot abre la puerta del conductor, se mete dentro y
extiende la mano para agarrar las llaves. Me las acerco al
pecho.
–Vamos al jardín –le digo.
–No. Vamos al hospital.
–Elliot.
–Ama, ¡dame las llaves! –Su voz retumba en mi pequeño
coche, sorprendiéndome. Se las doy. Él desliza hacia atrás el
asiento por sus largas piernas y gira la llave en el contacto.
El salpicadero se ilumina con todas mis luces de
advertencia–. ¡¿Me tomas el pelo con este coche?!
–¡Se puede conducir! ¡Está bien!
Niega con la cabeza y sale del camino de entrada. Para mi
consternación, gira a la izquierda, lejos de la Rosaleda. Me
duele el pie y empiezo a repasar la línea temporal en mi
cabeza. Siento que mis costillas se contraen, y me doy
cuenta de que no puedo hacer esto. No puedo hacer esto si
vamos al hospital. Pero sé que no dará la vuelta.
Siento la cabeza ligera. Lo único que me mantiene
centrada es el dolor del pie. ¿Cómo es posible que la
ceremonia continúe sin mí? Soy la única que puede dirigirla,
porque soy la única que conoce todos los detalles. Ni
siquiera sé si Jake tiene un programa totalmente
actualizado...
–La boda va a salir bien. –La voz de Elliot flota hasta mí,
atándome–. Pero primero tienes que estar bien tú.
Me vuelvo hacia él para discrepar. Pero él ya está
mirándome. Tiene una mirada oscura y penetrante, y me
dejo atrapar por ella.
–Tú eres más importante que la boda, Ama.
Se equivoca, pero me llena el pecho de mariposas y la
cabeza de pensamientos bonitos.
Observo el borrón de la ciudad mientras nos acercamos al
hospital y le escucho respirar en el silencio.
26
Elliot
Dos años, nueve meses,
una semana y un día

Víspera de Año Nuevo

Camino aturdido por los pasillos del Sutter Club. Hay un


montón de rincones y puertas y muchos lugares donde uno
puede perderse, pero yo camino en círculos intentando
averiguar qué acaba de pasar.
Le propuse matrimonio.
Se lo propuse, y rompió conmigo.
Rompió conmigo, pero me hizo preguntarme si en realidad
estábamos juntos.
Y me arrepiento con todo mi ser. ¿No podría haberme
conformado con oírla decir que me ama? ¿Tenía que ir cien
pasos más allá? Intento llamarla veinte veces. Le envío
mensajes. Sé que, si sigo vagando por el Sutter Club, la
encontraré. Estamos en medio de una de sus bodas. No
puede estar muy lejos.
Cuando vuelvo a pasar por la pista de baile, buscando su
cabeza por el perímetro, mi madre me ve. La saludo con la
mano y sigo adelante. Estoy en otra sala cuando mamá por
fin consigue alcanzarme.
–¿Qué pasa? –dice de inmediato.
Vuelvo a sentirme como un niño. Soy miserable, y ella es
un ángel de blanco que hará que todo vuelva a ser mejor.
No sé qué decirle, porque ahora «Le propuse matrimonio»
suena ridículo. Suena a locura.
–Te vi bailando con Ama –me dice, dando un paso
adelante–. Hacéis buena pareja...
–No la hacemos. –Omito el obvio «ya no». Mamá ha sido
sorprendentemente buena en no presionar con detalles y no
dar su opinión.
Pero puedo vérselo en la cara: la misma lástima que
mostraba cuando yo volvía a casa en quinto curso,
magullado y golpeado. Por aquel entonces, se movilizaba
como la senadora Gilbert, buscando lugares donde arrojar
luz sobre la injusticia, llamando a la escuela, llamando a los
padres.
Ahora solo hay lástima. No hay un poder superior al que
pueda presentar una queja. Ningún proyecto de ley que
pueda aprobar.
–No pasa nada –dice después de un rato–. Al fin y al cabo,
trabajáis juntos.
Me hiere. Como si todo el mundo pudiera ver por qué era
una mala idea excepto yo.
El DJ llama a mi madre para que vaya a lanzar el ramo, y
yo la despido con una sonrisa. Pero en cuanto se va, me
apoyo en la pared junto a un armario y me echo a llorar.
Me tiembla el pecho, como si no fuera a volver a estar
lleno nunca más. Esta misma mañana la abracé mientras
dormía y supe que todo era perfecto. Me había colado en su
vida, pero funcionaba. Y lo he estropeado.
No puedo respirar por el dolor, y tengo un nudo en la
garganta por los gritos ahogados. Saco del bolsillo uno de
los viejos pañuelos de papá y me limpio la cara mojada.
Miro fijamente sus iniciales bordadas y desearía que
estuviera aquí para decirme qué hacer.
Cuando puedo volver a respirar, me alejo de la pared y
voy a buscar más vino. Durante toda la noche espero
encontrármela, pero no vuelve. Le envío mensajes una y
otra vez y me encargo de la organización de la boda yo solo,
como si siempre hubiera estado en el plan, mintiendo por
ella cuando los proveedores me preguntan dónde está.
27
Ama
La boda

Elliot conduce hasta Urgencias. Ignora cada palabra que


digo en el coche, incluso cuando recurro a la súplica. En
cuanto me instala en una silla de ruedas, vuelvo a estar al
teléfono, comprobando con Vince por qué Jake dice que los
caballos no están allí todavía.
–Vince. Vince –lo corto–. ¿Me estás diciendo que no
previste que habría tráfico? ¿Es eso lo que me estás
diciendo?
Elliot me lleva al mostrador de registro mientras escucho
las excusas de Vince. Anota mi nombre y mis datos mientras
saco la tarjeta sanitaria.
–Vince, imagina por un segundo que somos clientes que te
han pagado. Imagina que no solo hemos alquilado tus
caballos, sino que también hemos comprado tus paseos
sobre el heno para hoy. Imagina un mundo donde eso
existe, y lleva tu puto culo al parque.
Le cuelgo y sonrío a la enfermera que está detrás del
mostrador.
–¡Hola! ¿Qué tiempo de espera hay hoy?
Arquea una ceja.
–Cielo, esto no es un restaurante de comida rápida.
–Sí, claro. Me refiero a que, si tengo que hacerme una
radiografía, ¿cuánto tiempo voy a estar aquí? ¿Un rato?
Con el ceño fruncido, me señala la sala de espera, que
parece estar sospechosamente llena.
Elliot empuja la silla de ruedas y me coloca junto a un
asiento en el que se deja caer.
–Tienes que tranquilizarte un segundo.
–La boda empieza dentro de una hora. –Puedo oír el terror
en mi voz–. Esto no es relajarse.
–Dime la lista. ¿Qué tienes que hacer?
Habla con calma y me mira a los ojos. Me sumerjo en su
mirada un segundo y me acuerdo de la boda de su madre,
de cómo me dejó mantenerlo despierto toda la noche, cómo
lo obligué a escuchar mis listas, cómo me ayudó a aliviarme
justo cuando lo necesitaba. Se me hace un nudo en la
garganta al recordarlo, y el calor enrojece mis mejillas.
–Prioridades –digo, pensativa–. El arco de la boda
posiblemente esté roto. El florista tiene que llegar al lugar y
arreglarlo. –Evito darle la lata y me limito a los hechos–.
Tengo que confirmar que la persona encargada de oficiar la
ceremonia ya está allí. Tengo que echar un último vistazo a
la Rosaleda. Tengo que... –De repente, se me ocurre otra
cosa y cierro los ojos con fuerza–. Tengo que colocar los
programas en las sillas.
–Continúa –dice, impidiendo que pierda el control.
–Tengo que estar con Jackie y Hazel. Jackie se está
volviendo loca. Lo he notado en su voz. Ni siquiera he
hablado con Hazel desde anoche. Tengo que asegurarme de
que el equipo de grabación no les quita un tiempo muy
valioso y las retrasa. –Respiro. Le miro a los ojos–. Whitney.
Puedo llamar a Whitney y ver si puede prescindir de alguien
hoy.
–No. –Habla con frialdad, pero sus ojos son como el hielo–.
No, no se va a quedar con tu gran día. Por encima de mi
cadáver, Ama.
Eso me sobresalta. Me palpita el pie y me tiembla el pulso
cuando me mira fijamente.
–Continúa –dice con firmeza.
Trago saliva.
–Tengo que saber que Vince y los caballos están listos.
Tengo que comprobar la sala de recepciones. Ni siquiera he
estado allí hoy. Tengo que conseguir más hielo, ahora que sé
que la cuba es una bañera. Tengo que elevar la bañera de
alguna forma...
–¿Elevarla? –pregunta, y me doy cuenta de que no solo
quiere que me calme. Me está escuchando.
–La «cuba» habría estado sobre la mesa junto a la barra.
Ahora que es una bañera en el suelo, la gente tendrá que
agacharse, tal vez ni siquiera se vea. Hay que exponerla
mejor o..., no sé. Asiente con la cabeza. Tomo aire y
continúo.
–Tengo que hacer las últimas comprobaciones del
catering. Tengo que volver a comprobar cómo van George y
Mar. Les dije cómo poner la mesa, pero quiero verlo.
No me dice que debo confiar en ellos. No me dice qué
debe desaparecer de la lista.
–Eso es todo antes del espectáculo. ¿De qué eres
responsable a la hora de la verdad?
Me doy cuenta de que quizá no llegue para cuando todo
empiece. Respiro con dificultad y Elliot me pone una mano
en la rodilla. Miro hacia abajo. Me tranquiliza durante dos
segundos antes de verme las rodillas y el vestido, arañado y
manchado por el camino de la entrada.
–Tengo que cambiarme de ropa.
–Hemos pasado página –dice–. Toca salir.
Jake conduce a Hazel por la calle lateral hasta la parte
trasera del jardín. Mar está con las damas de honor en el
Airbnb. Doy la señal a los músicos. Doy la señal a Mar para
cada dama de honor. Luego les doy la señal a Jake y a Mar
para que las novias salgan desde direcciones opuestas y
lleguen al centro. Indico la música en todo momento. Doy la
señal para que llegue el carruaje de Jackie y Hazel, y poco
después llega la fila de carruajes. Me quedo hasta que sube
el último invitado, y luego Sarah espera a que George
termine la ceremonia mientras Jake y yo vamos a la
recepción...
–De acuerdo. Empezaremos por ahí –dice, poniéndose en
pie–. Llama a Jake para lo del oficiante. –Cuenta con los
dedos–. Llama a Mar para lo del programa de la fiesta de la
boda, vuelve a llamar a Vince. Ahora voy a ir a la Rosaleda a
arreglar el arco. Pondré a Ben con lo del hielo para la bañera
y la elevación. –Hace una pausa–. Lo cual es cómico,
teniendo en cuenta cómo estás.
Resoplo, y algo brilla en su rostro.
–Cuando termines con las llamadas –continúa–, me
llamarás a mí y organizarás la boda desde aquí.
Estoy aturdida. Siento que todo por lo que he estado
trabajando durante siete meses (y más) se está
desmoronando.
Elliot se acerca y creo que me va a apretar la mandíbula,
pero en lugar de eso sus dedos me quitan con cuidado el
auricular de la oreja.
–¿Qué estás haciendo? –le pregunto.
–Si voy a ser el organizador de bodas hoy, me hace falta
tener el auricular del organizador de bodas.
Hay algo muy heroico en todo esto. Me lanza una última
mirada y se dirige hacia las puertas correderas de cristal.
Noto que se me acelera el corazón, como si tal vez
pudiéramos lograrlo. Como si tal vez fuera como en los
viejos tiempos, cuando creábamos magia juntos.
De repente, Elliot se gira y vuelve hacia mí. Me quedo
paralizada, algo ha pasado...
–¿Cómo...? –Mira el auricular avergonzado–. ¿Cómo se usa
esto?
28
Ama
La boda

La persona que va a oficiar la ceremonia está allí. Los


primeros invitados (imbéciles) han llegado veinte minutos
antes. Mar dice que las novias van según el horario, pero
Jackie sigue llorando a pesar del maquillaje. Estoy a dos
segundos de llamarla cuando Vince me devuelve la llamada.
–Estamos aquí –refunfuña.
–Estupendo. ¿Puedo hablar con el conductor del carruaje
nupcial, por favor?
Le comunico al conductor la hora aproximada a la que
necesito que llegue y cómo le avisaré.
Bea sigue llamándome y yo sigo ignorándola. Me deja un
mensaje de voz y le echo un vistazo al texto.

Solo quiero darte mi apoyo. Sé que


probablemente piensas que... que estamos tratando
de grabar una buena historia, pero si necesitas una
mano extra, será extraoficial. Me importa mucho
esta boda.

Me muerdo el labio inferior, intentando decidir qué hacer


con eso.

Mientras miro el móvil, recibo una notificación de


Instagram. Hazel Renee está en directo. Hago clic y veo su
preciosa cara. –Hoy es el día de mi boda –exclama–. No
puedo enseñaros nuestros trajes de novia, pero que sepáis
que vamos a ir de punta en blanco. Estoy muy emocionada,
y sé que Jackie también lo está. Todo es... –Mira alrededor
de la habitación vacía en la que está. Es el piso de arriba del
Airbnb–. Todo es perfecto, pero nadie encuentra a nuestra
wedding planner. –Se ríe.
Se me revuelve el estómago. Separo los labios.
–Es tan raro. Pero supongo que está ocupada, o a saber.
No puedo respirar. Tengo la lengua seca. No puedo creer
que acaba de... decirles a sus millones de seguidores que he
desaparecido el día de su boda. A los seguidores a los que
lleva meses recomendándome.
Salgo de Instagram y me quedo mirando la pared. Me
suena el teléfono y espero que sea Elliot.

Llamando Whitney Harrison...

Me siento como una cría cuando pulso rápido el botón


verde. –Hola.
–¿Ama? Acabo de ver algo extraño en Instagram...
–Sí. Yo también lo he visto. Estoy... estoy en el hospital.
–Oh, Ama. Ama, ¡este es tu gran día! Eso no puede pasar.
Trago con fuerza. Está diciéndome lo mismo que he
estado pensando.
–Iré... iré al lugar de la boda. Tan pronto como me hagan
una radiografía.
–Ama –dice en voz baja, como si se trasladara a otra
estancia–. Si solo es un hueso roto, entonces no veo por qué
tanto alboroto. Ponte un cabestrillo, una muleta, lo que sea.
¿Por qué estás en el hospital para una radiografía?
–Lo... lo sé. Yo...
–¿Me necesitas en la Rosaleda? Puedo ir allí ahora mismo
y ocuparme de esto.
Parpadeo. Se me forma un nudo en la garganta.
–¿No tienes como cuatro bodas hoy?
–Mmm, tengo una, luego por la tarde. ¿Recuerdas cuando
te enseñé mi calendario? Hoy no tengo nada.
Aprieto los ojos y se me saltan las lágrimas. Quiero gritar.
Quiero preguntarle por qué me ha saboteado. Pero
también quiero pedirle que vaya a la Rosaleda. Porque
Jackie y Hazel necesitan una wedding planner.
Suena un pitido y miro el teléfono. Elliot está llamándome.
Recuerdo la expresión de su cara cuando le sugerí lo de
Whitney, lo inflexible que ha sido siempre sobre la forma en
que me utilizó. Me convenzo de que no la necesito. Le tengo
a él.
–Whitney, tengo que colgar. Gracias por la oferta, pero lo
tenemos todo bajo control.
Cuelgo la llamada y acepto la de Elliot.
–Estoy aquí –dice–. Voy a arreglar el arco, luego me dices
qué hacer con los programas.
–De acuerdo.
Le escucho moverse, el portazo de su furgoneta, los
sonidos del parque. ¿El... graznido?
–Ama, tenemos gansos.
–Maldita sea. Dile a Jake que se encargue.
Solo han pasado cinco minutos cuando Elliot anuncia que
el arco de la boda está arreglado. Estoy pendiente del reloj
todo el tiempo. Estamos apurando demasiado. Le digo cómo
colocar los programas de boda: «En ángulo, Elliot», y él
refunfuña que sí, pero tengo la ligera sospecha de que esos
programas se colocarán de la forma más rápida en que
Elliot pueda hacerlo. Oigo que alguien lo llama por su
nombre a través del teléfono y dice:
–¿Dónde está Ama? ¿Qué está pasando? –Es Bea.
–Todo va bien. Está con algo, pero lo tenemos todo bajo
control –responde Elliot cuidadosamente.
–De acuerdo. ¿Podemos enviarle un equipo? Lo que sea
que esté pasando, podemos ayudar o al menos incluirlo en
el programa...
–No.
–Vale –dice Bea–, sé que mi contrato no es contigo, es con
Ama, pero tenemos que grabar los altibajos de este día.
–Me importa una mierda lo que grabes –dice Elliot–. Mi
prioridad máxima es esta boda. Luego, mi segunda
prioridad son las flores para esta boda.
–Muy bien, señor Bloom...
–¿Quieres saber dónde estáis tú y tus cámaras en la lista?
Muuuy abajo, señorita. Tal vez en el puesto número veinte.
En el veintiuno si hay una niña de las flores en esta boda.
Resoplo riéndome al escucharle.
–Le falta delicadeza, señor Bloom –le digo.
Le oigo resoplar y supongo que se aleja de Bea a toda
prisa. –Ahora me dirijo al Airbnb.
–Vale, confirma con Mar que está conforme con el salón de
recepciones.
–Lo haré.
Es extraño escucharlo hacer cosas normales, tenerlo en
mi oído mientras camina o refunfuña sobre el tráfico. Es
íntimo, y es algo que echo de menos en cierto modo,
aunque nunca lo haya tenido del todo.
–Ama, está aquí la policía.
Parpadeo al ver al hombre sentado frente a mí, que
sostiene una toalla con sangre a la altura del codo.
–Eh, vale. Veamos qué pasa.
–Agente –dice Elliot–, soy Elliot Bloom. Estoy a cargo de
este evento de forma temporal. ¿Puedo ayudarle?
–Señor Bloom –dice una voz ronca–. ¿Tiene permisos para
cerrar esta calle?
Jadeo y me agarro la riñonera, donde están los permisos.
–Joder.
–Los tenemos –dice Elliot con calma–. Puedo traérselos
enseguida. ¿Puedo preguntarle si hay algún problema o si
solo quiere comprobar algo?
–Nos avisaron de que H Street iba a estar cerrada, pero no
McKinley Boulevard. Podría ser un error de comunicación,
pero me gustaría ver los permisos.
–Por supuesto. Estoy al teléfono con la coordinadora del
evento. Se lo aclararé. ¿Ama?
Dejo caer la cabeza entre las manos cuando murmuro:
–Los tengo yo. En el bolso.
–Agente, nuestra coordinadora sí los tiene. Vendrá
enseguida –miente–. Solo deme un segundo, tengo que ir al
apartamento que hemos alquilado justo aquí...
–Lo siento, señor Bloom. Necesito ver ese permiso o
tendré que hacer que se retiren de McKinley.
–¿Qué tal una foto del permiso?
Probablemente el oficial ha dicho que no, porque entonces
Elliot dice:
–Ama, espera, por favor.
La línea se corta. Levanto el teléfono para ver si me ha
colgado, pero la llamada sigue en curso. ¿Se habrá
silenciado? ¿Está haciendo un trato clandestino con la
policía de Sacramento? ¿No quiere que me entere de sus
conexiones con la mafia?
En el silencio, una enfermera me llama por mi nombre.
Agito la mano y la llamo a gritos. Ella ve que soy incapaz de
caminar hasta el mostrador y sale a mi encuentro.
–Cariño, vamos a llevarte a una sala de exploración.
–¡Perfecto! Gracias. Eh..., estoy atendiendo una llamada
importante, estoy dirigiendo una boda desde aquí. ¿Puedo
hablar por teléfono?
–¿Una boda? –Arquea las cejas–. ¿Te atropelló el coche de
los recién casados o algo así?
–Eso sería menos embarazoso, pero algo así, sí. –Sonrío.
Me saca del vestíbulo y me lleva por el pasillo.
–Puedes quedarte con el teléfono, pero cuando venga la
doctora te pediré que, por favor, cuelgues para que pueda
examinarte. Compruebo mi móvil y veo que Elliot aún me
tiene en espera. De repente, oigo un sonido metálico.
–¿Hola? ¿Elliot?
–¿Con quién hablo? –dice una voz femenina.
Antes de que pueda tartamudear una respuesta, oigo una
nueva voz masculina.
–Soy el agente Bell, del Departamento de Policía de
Sacramento.
–Agente Bell –dice la mujer–, buenas tardes. Soy la
senadora Laura Gilbert del Senado del Estado.
Me tapo la boca con una mano. Cuando la enfermera ve
mis ojos y dice:
–¿Novia a la fuga?
Niego con la cabeza y escucho a Laura, sin saber si se da
cuenta de que estoy al teléfono. Estoy escuchando.
–Agente, he oído que hay un problema de permisos. Sé
que está haciendo exactamente lo que tiene que hacer. Y le
agradezco su trabajo. Yo solo quiero saber qué puedo hacer
para ayudar en este proceso.
El agente Bell se aclara la garganta.
–Ah, senadora. Bueno, queremos ver el permiso para
cerrar la calle. No está en nuestros registros.
–¿Podemos enviarle una fotografía del permiso?
–Eh, lo siento, senadora...
–Puedo poner al encargado de Urbanismo en la línea y
confirmar que está en el sistema. ¿Eso serviría?
–Es sábado, señora.
–Por favor, llámeme senadora Gilbert. ¿Quiere que llame
al encargado de Urbanismo para que hable directamente
con él? O puedo llamar al comisario Adams de la Policía de
Sacramento para aclararlo. Tengo los números de ambos.
Me imagino al agente Bell rascándose la barba incipiente.
–No... No, senadora. No hay ningún problema. Me pondré
en contacto con el comisario Adams... y le pediré que revise
los registros de hoy.
–Me parece estupendo, agente Bell. Me complace oír eso.
–Laura cuelga.
La enfermera me hace un gesto para decirme que la
doctora vendrá pronto. Levanto un pulgar hacia arriba.
Vuelve a sonar la voz de Elliot.
–¿Ama? ¿Sigues ahí?
–Has tenido que llamar a tu maaadre –canturreo.
–Se te olvidaron los permisos –me contesta–. Estoy en el
apartamento. ¿Está abierto?
–Debería.
Le oigo llamar y luego abrir la puerta. Hay un revuelo de
actividad a su lado. La gente pregunta por mí, por los
ramos, por un Valium.
–¿Dónde está Hazel? –pregunta Elliot.
Lo oigo abrirse paso entre la multitud de gente y dirigirse
al piso de arriba. Llama a una puerta.
–¿Hazel? Ama está al teléfono controlándolo todo.
–Dios mío, ¿dónde está? –Oigo decir a Hazel. ¿Es fastidio
lo que oigo en su tono?
–Está lidiando con un problema y ha delegado para que
podamos cumplir con el horario.
–¿Cuál es el problema?
–No se lo digas –le digo.
Me mortifica mucho haber puesto en peligro esta boda por
no leer el correo electrónico de Kim Nguyen, por intentar
levantar una bañera yo sola, por no tener suficientes
asistentes. Este día gira en torno a la pareja, y ya he hecho
que gire mucho en torno a mí. Y no quiero que sus
seguidores también lo sepan. –Problemas de última hora.
Me dijo que viniera a verte a ti primero porque sabe que te
ha descuidado un poco.
–Bueno –empieza a decir, luego hace una pausa–. Sí,
estoy bien. Solo me gustaría saber lo que está pasando.
Entreno a Elliot para que le diga:
–Hoy te casas. –Repite después de mí–. Eso es lo que
pasa. Y sonríele.
–Eso es lo que pasa –repite–. Y sonrí...
–¡A ella no! ¡Sonríe tú!
–Y sonreír..., todos sonreirán –concluye con dificultad.
Oigo a Hazel decir:
–Vaaale.
–Ama está disponible por teléfono si hace falta –dice, y
entonces oigo cerrarse la puerta–. ¿Dónde está Jackie? –
pregunta a alguien en el pasillo.
–¡Última puerta!
Otro golpe. Otra puerta abriéndose.
–¡Elliot! ¿Qué pasa? ¿Ya es la hora de los ramos? –Tiene un
tono histérico en la voz que me sube la tensión.
–Vaya, Jackie. Estás increíble –dice, y casi puedo verla yo
misma.
–Gracias. Es que... Dios, Elliot. ¡¿Dónde diablos está Ama?!
–Díselo. Díselo a ella y no a Hazel –le digo.
Tose.
–Ama se ha hecho daño. –Jackie jadea–. Está en el hospital
para que la examinen ahora.
Se oye un gemido y un resoplido, y cierro los ojos al
darme cuenta de que Jackie está empezando a llorar otra
vez con el maquillaje hecho. Rezo para que el spray fijador
de Hazel Renee haga milagros.
–Oye, oye. Está bien. –Se oye el sonido de Elliot
acercándose–. Jackie, tenemos esto bajo control. Te vas a
casar.
–Mmm –dice, con la voz tensa como una cuerda de
guitarra–. Es que... el día está siendo muy estresante. Y
Hazel no quería que nos viéramos antes, a pesar de que le
pedí si podíamos por favor... –Ahoga un sollozo–. No quiero
parecer desagradecida por todo lo que Ama y tú habéis
creado para este día, pero esto ya ni siquiera parece mi
boda.
Me pellizco el puente de la nariz.
–Maldita sea.
–Lo sé. –Elliot simpatiza–. Es muy duro.
–Y ella... ella está haciendo directos en Instagram en lugar
de sentarse aquí a sostenerme la mano. Y yo solo... solo
sigo pensando que... ¿Y si esto no está bien? ¿Y si dejo de
quererla algún día?
–Pásamela –le digo–. Dale el auricular.
Oigo a Elliot tocar el aparato, como si fuera un estampido
sónico en mi oído.
–Jackie –dice en voz baja.
–Elliot, pásame con ella.
Oigo que vuelven a tocar el auricular y creo que intenta
colgarme o silenciarme. Pero sigo oyendo a Jackie
moqueando.
–Así no es como funciona –dice–. No hay desamor para la
gente como tú y yo.
Contengo la respiración. Me zumba la piel.
–Veo cómo eres con Hazel –dice–. Créeme, sé que cuando
te enamoras de una persona tan dedicada a su carrera, a
veces no sientes que tú seas lo primero.
Cierro los ojos y guardo un silencio sepulcral, rogándole
que continúe.
–A veces simplemente cuentas los días, las horas, hasta
que puedes volver a ser útil –dice–. ¿Y si alguna vez se
acaba, Jackie? –Baja la voz–. Seguirás contando. Los meses
que han pasado. Los días exactos desde que se fue. Como
un contador de los momentos que has pasado sin ser
importante para esa persona. Pero nunca pienses que
despertarás y no estarás enamorado de ella.
Necesito aire. Los pulmones no me funcionan, y no puedo
oír nada aparte de a Elliot y los latidos de mi corazón.
De repente, llaman a la puerta de la consulta y entra la
doctora. Levanto la mano como un hombre que se ahoga y
le hago señas para que guarde silencio. Ella me mira
confusa y yo señalo el teléfono móvil y le digo:
–Lo siento.
–Dios –dice Jackie–. Elliot, no debería haberte presionado
para que salieras con Ama. No sabía que seguías
enamorado de Kate.
Esta vez me siento como si me hubiera caído una bañera
antigua sobre el estómago. Kate. La chica que vino después.
¿Es posible que no esté hablando de mí?
Él se aclara la garganta.
–Solo... solo quería que supieras que no te vas a
desenamorar –dice–. Han pasado años, y aún puedo decirte
el número de días desde la última vez que me necesitó.
Desde la última vez que la abracé por la noche.
Tomo aire. Soy yo. Cuelgo, he oído todo lo que tenía que
oír. Miro a la doctora con los ojos húmedos y le digo:
–Lo siento, soy... wedding planner y estoy aquí en lugar de
estar en mi puesto de trabajo.
La doctora es una mujer mayor con ojos amables.
–Oh. ¿Acabas de escuchar los votos?
Me muerdo el labio y asiento con la cabeza.
29
Ama
La boda

Es una fractura leve en el metatarso, sea lo que sea lo que


signifique eso. La doctora me hizo la radiografía en veinte
minutos porque no podía dejar de llorar por lo mucho que
me iba a perder.
Al salir de radiología, Elliot me llama y vuelvo a explicarle
las entradas para la ceremonia. Recuerda todo lo que le dije
en la sala de espera, y ahora solo hay que confiar en que
sepa contar los compases de la música. Mientras las
enfermeras me llevan de vuelta a la sala de reconocimiento,
le doy las indicaciones para la boda, y cuando digo: «Dentro
novia», uno de los pacientes del pasillo me mira como si
debiera estar en el ala de psiquiatría. Cuando empieza la
boda, Elliot cuelga para concentrarse y yo le envío el
número de teléfono del conductor del carruaje nupcial.
La doctora me prepara unas muletas y una bota para
poder caminar y me cita para que vuelva el lunes para
escayolarme. Me tomo los analgésicos que me dan y pido
un Uber mientras compro en la tienda de regalos del
hospital un par de zapatos planos que me sirvan para mi
único pie sano.
Elliot envía un mensaje al grupo que tenemos Mar, Sarah,
Jake y yo para decir que el carruaje nupcial ha salido y que
el primer carruaje ya está recogiendo a los invitados, así
que fijo el destino del Uber hacia el lugar de la recepción.
Tengo que advertir a mi conductor sobre las calles cerradas
alrededor del parque, a lo que él dice:
–Eso es ridículo.
–Creo que es una boda –digo con inocencia.
–¡¿A qué genio se le ocurrió eso?!
Aprieto los labios y miro por la ventanilla mientras él sigue
las señales de desvío.
Sube por la calle lateral y me deja en la parte de atrás,
por donde entraban los del catering. Me ayuda con las
muletas, así que le perdono los comentarios.
Mientras subo a la acera, la furgoneta de Bea se para
delante, a unos veinte metros. Respiro con fuerza, sabiendo
que probablemente acabaré en el programa con la bota y
las muletas puestas. Los dos cámaras y el técnico de sonido
bajan, cogen sus equipos y se apresuran a entrar para estar
listos cuando lleguen los primeros invitados. Me dirijo a la
puerta trasera cuando Bea salta del asiento del conductor y
la puerta del acompañante se abre para dejar ver a Whitney
Harrison.
Se me corta la respiración. Va vestida con un Stella
McCartney azul pastel, su prenda favorita para entrevistas o
bodas importantes. Lleva un iPad en una mano y un
auricular en una oreja. Habla deprisa con Bea, asiente con la
cabeza y observa el lugar perfectamente centrada.
Parece la wedding planner de Hazel y Jackie.
Le dije que no viniera y ha venido igualmente.
Intento respirar mientras la cabeza me da vueltas.
Bea es la primera en verme. Sonríe tan aliviada que no sé
qué pensar. Mientras corre hacia mí, Whitney mira hacia la
calle, esperando a que lleguen los primeros invitados.
–¡Ama, Dios! –Bea me agarra del codo para ayudarme a
subir a la acera–. ¿Qué ha pasado?
–¿Qué hace Whitney Harrison aquí? –Hablo con voz vacía.
Como si le pitaran los oídos, Whitney se gira, me ve y me
saluda con un alegre gesto desde el medio de la calle.
–¿Qué... qué quieres decir? –dice Bea, frunciendo el ceño–.
Dice que la llamaste para que viniera a dirigir la boda.
–Elliot se ocupa de la boda –replico.
–Sí, pero..., bueno, Whitney se encargó de Hazel. La llevó
por el parque con Jake, le dio la señal de «Dentro novia»...
Las muletas se interponen en la zancada furiosa que
intento dar, pero aun así consigo llegar a una distancia
prudencial de Whitney.
–¿Qué haces aquí? –le espeto.
–Ama, Dios mío –dice con dulzura–. ¿Te lo has roto,
querida? –Te dije que lo tenía todo controlado. Te dije que no
te necesitaba.
Whitney me pone esa cara, la cara que ponía a las novias
que le preguntaban si tenía paquetes más baratos, como
diciendo «pobrecita».
–Ama. Está claro que me necesitas. Aquí no había ninguna
wedding planner. –Se ríe entre dientes.
–La boda estaba yendo a la perfección sin ti...
–Claro, y Elliot lo hizo bien con la poca experiencia que
tiene, pero está claro que Hazel Renee no estaba contenta
contigo. –Alarga la mano para darme un apretón en el
hombro, y yo retrocedo de golpe–. Ama...
–¿Por qué hiciste que tus proveedores tuvieran todo
completo hoy? –le pregunto.
Ladea la cabeza.
–¿De qué estás hablando?
–Sé que programaste al menos tres bodas ficticias hoy,
después de que te diera la fecha. Después de pedirte
consejo.
–Ama, acabamos nuestra relación laboral de manera
amistosa –dice sin más–. Siempre te apoyaré, pero no voy a
rechazar trabajos por ti. Después de que hablásemos, hice
la reserva. Quiero decir, ¿cuánto tiempo esperaste para
contactar con esos proveedores después de que
habláramos? ¿Cuánto tiempo se supone que tenía que
esperar para reservar?
El ácido del estómago me arde hasta la garganta.
–¿Qué pasó con esas tres bodas entonces? Solo tienes una
hoy, más tarde. Eso es lo que me dijiste.
–Cancelaron. –Se encoge de hombros. Como si fuese
fácil–.
Las cosas cambian. Algún día, cuando empieces a trabajar
con un volumen tan alto como el mío, verás como tres
bodas se anulan, sin más –espeta.
No la creo. Tengo la voz de Elliot resonando en mi oído
desde hace años, diciéndome que copió mis diseños, que
me pagó mal. Puedo sentir sus uñas como garras en mi
brazo, siseando «Sé una profesional» en mi oído mientras la
mano me palpita y las lágrimas me caen, la piel todavía me
hormiguea con el recuerdo de la mano de un desconocido
en mi culo. Me invade una claridad cálida y nítida.
–Tienes razón –digo con suavidad–. Algún día sabré lo que
es tener cuatro bodas en un día. Algún día entenderé lo que
es hacer una reserva tan rápido que olvide la conversación
que tuve hace dos días. –Asiento con la cabeza, una sonrisa
curva mis labios–. Porque estoy creciendo, Whitney. Estoy
ampliando mi cartera de clientes, y nada de lo que hagas
para sabotear mi negocio va a detenerme. Valgo por diez
como tú. Siempre he valido por diez como tú, y tenías razón
al temer que entrara en tu mercado. Algo cambia detrás de
sus fríos ojos azules. Doy un paso hacia ella, ignorando el
dolor que me sube por la pierna, y digo: –Ahora, lárgate de
una puñetera vez de mi boda.
Whitney tiene los labios apretados. La mirada fría. Pero ya
no le tengo miedo. Oigo el sonido de los cascos de los
caballos cuando se acercan los primeros carruajes. Es ahora
cuando veo una de las cámaras de Bea enfocándonos a las
dos.
Se inclina hacia mí y sus dientes chasquean sobre las
consonantes.
–¿Crees que puedes hablarme así? Yo te creé. ¿Cuántos
clientes te he enviado para que me pagues así? ¿Crees que
estás entrando en mi mercado? ¡¿Mi mercado?! Estoy
trabajando a nivel nacional mientras tú zorreas en
despedidas de soltera y flirteas con mis proveedores para
conseguir los mismos descuentos.
Me quedo boquiabierta. Se me escapa una carcajada.
–No sé qué es s más gracioso, que creas que San
Francisco y el lago Tahoe se califican como «nivel nacional»,
o que pienses que eres la única wedding planner que
consigue descuentos en la industria. Adiós, Whitney. Tengo
que organizar un banquete.
Extiende las garras y me agarra del brazo.
–No me dejes así, zorra desagradecida...
Llego a ver el momento en que Whitney se da cuenta de
que nos están grabando. Es, con diferencia, el mejor
momento de mi vida. Palidece bajo el maquillaje, y gira el
cuello hacia el cámara que se acerca a nosotras. Se queda
sin saber qué decir.
Le pongo una mano despectiva en el hombro, como ella
siempre hacía conmigo.
–Whitney, vamos. Sé una profesional.
Prácticamente le sale humo por las orejas. Gira sobre sus
talones y sale a la calle justo cuando llega el primer caballo.
Whitney salta hacia atrás, chilla y el caballo se encabrita
sobre sus patas traseras. Grito y me tapo la boca con la
mano. Whitney se aparta justo a tiempo, pero el cochero
tiene que calmar al caballo.
En cuanto se me pasa el susto y me doy cuenta de lo
cómico que ha sido, me vuelvo hacia Nick, el operador de
cámara. –¿Lo has grabado? –le pregunto con una sonrisa.
Él asiente, con una sonrisa burlona.
Respiro hondo y esbozo una sonrisa para saludar a los
primeros invitados, disculpándome por el pequeño incidente
con el caballo. Bea sigue de pie en la acera, con una sonrisa
de oreja a oreja.
–Es probable que no puedas usar esas imágenes,
¿verdad? –le digo–. Ya no firmará ningún consentimiento.
–Ya lo firmó. –Bea crispa los labios–. En la tienda de
vestidos de novia. Cuando se me acercó para que la
entrevistara.
Parpadeo.
–¿La entrevistaste? ¿Qué te dijo?
Bea se acerca.
–Dijo que tú trabajabas bajo sus órdenes. Que te enseñó
todo lo que sabes. Y... que eras demasiado inexperta para
una boda de esta magnitud.
El calor me sonroja las mejillas. Los dientes me rechinan.
–Así que –continúa Bea– estoy imaginándome lo genial
que va a ser, en contraste con lo que acaba de pasar aquí. –
Me sonríe–. Me encanta el buen drama.
–Bueno, de nada. –Me apoyo en las muletas–. Vamos a la
fiesta. Bea se reúne con su equipo y yo cojeo hasta la
puerta de atrás, sin querer que mis muletas y mi vestido
manchado llamen demasiado la atención. El coordinador del
catering me saluda como si yo no hubiera desaparecido en
ningún momento. Hay un rápido intercambio de palabras
sobre mi bota y mis muletas, pero pronto atravieso la cocina
improvisada y entro en la boda de cuento de hadas que he
creado.
Aunque todo lo que hay aquí es un diseño dibujado o
hecho por mí, me sigue sorprendiendo ver esta antigua
academia de ballet convertida en banquete de bodas. Los
candelabros florales de Elliot se iluminan desde los lados
con luces LED tenues, y las columnas con jarrones de protea
reina se asientan en todos los rincones. No hubo tiempo
para que Hazel y Jackie pudieran echar un primer vistazo,
pero la zona del comedor está perfecta para su gran
entrada, ya que los invitados se dirigen a la azotea para la
hora del cóctel. Cuando lleguen, las chicas verán todo esto
por primera vez.
Lo examino mientras llegan los invitados, compruebo cada
cubierto, cada centro de mesa. Recoloco algunas cosas y
enderezo los cuchillos, pero la verdad es que está casi
perfecto. Una invitada baja las escaleras y le hace un gesto
a su amiga. –¡Tienes que ver esto!
Y sé que se refiere a la pista de baile.
Después de confirmar que todos los carruajes de invitados
han llegado y que todo el mundo se ha dirigido a la azotea
para la hora del cóctel, me dirijo al pie de la escalera. Niego
con la cabeza ante la silla salvaescaleras que hemos
instalado para cumplir las normas de la ADA. Suspiro y pulso
el botón para que la silla baje hasta mí, sonriendo al ver
cómo han salido las cosas.
Cuando llego a lo alto de la escalera y vuelvo a utilizar las
muletas, veo la azotea por primera vez desde el jueves.
Es increíble. Los invitados se acercan tímidos a la
magnífica pista de baile de Elliot, como si tuvieran miedo de
pisarla. Algunos la señalan con el dedo, saludan a sus
amigos y se hacen fotos. Las mesas de cóctel están
colocadas a la perfección y el boj que reviste los laterales de
la azotea lo ilumina todo. Veo cómo van rotando los canapés
y cómo los invitados ponen cara de orgasmo tras el primer
bocado. Veo la segunda barra, tan llena como la primera, y
me doy una palmadita en la espalda por saber de vinos de
Hollywood.
Y también veo una bañera antigua con cerveza artesana,
expuesta sobre Dios sabe qué, pero de un metro de alto y
perfecta con un mantel echado por encima. Y junto a ella, la
madre de Jackie pone una mano orgullosa en el lateral,
mostrándosela a quien quiera escuchar.
–Cuba –resoplo en voz baja.
Y entonces es cuando por fin veo a Mar.
Está de pie en un rincón, recorriéndolo todo con la mirada,
como si estuviera enumerando los lugares en los que podría
haber pasado algo por alto. Posa la mirada en mí y se
sobresalta. Corre hacia mí con sus largas piernas y me
abraza.
–Ama.
–Lo has conseguido, querida. Lo estás bordando.
–Tú lo has conseguido. –Se separa de mí–. Tú has hecho
todo esto.
Justo en ese momento, el presentador de la boda toma el
micrófono.
–Damas y caballeros, por favor presten atención a la
entrada. La feliz pareja está a punto de llegar.
El público aplaude. Miro el reloj con el ceño fruncido.
–¿Ya?
–Sí –dice Mar–. Elliot ha conseguido que fuéramos siempre
puntuales.
Cuando las damas de honor por fin suben, veo el asombro
en sus caras al salir al aire otoñal. Bea y su equipo están
documentando cada momento. No han pasado ni cinco
minutos cuando oigo a Jackie gritar desde abajo y, antes de
que pueda preocuparme, Hazel se echa a reír.
Ojalá pudiera estar abajo con ellas para ver su reacción
ante el vertedero abandonado infestado de murciélagos que
he rehecho para ellas. Pero sé que Bea lo está filmando.
–Ama.
Me giro y ahí está Laura Gilbert. El corazón me da un
vuelco. –Senadora. Muchas gracias por su ayuda hoy con los
permisos. Ella mueve la mano en el aire.
–No es nada. Y llámame Laura.
No lo haré bajo ningún concepto.
Continúa:
–Estoy tan impresionada… Quiero decir, me encantó mi
boda, pero está claro que este es tu fuerte. Estoy muy
contenta de haber animado a Jackie a contratarte.
–Yo también –digo con una sonrisa–. Fue un honor que lo
hiciera.
–Bueno... –Se inclina hacia mí con aire cómplice–. No
podía dejar que esa bruja malvada se llevara todo el
reconocimiento. –Estoy a punto de decirle que disfrutará de
lo que grabaron los realizadores, cuando dice–: Y me ha
alegrado veros a Elliot y a ti trabajando juntos de nuevo.
Hacéis muy buena pareja.
Se me atasca la voz en la garganta.
–Me refiero a en los negocios –dice.
Cuando guiña un ojo, creo que me desmayo durante unos
segundos, pero el presentador vuelve a tocar el micrófono.
–¡Por primera vez como pareja, demos la bienvenida a
Hazel Renee y Jackie Nguyen!
Vuelvo a prestar atención y dejo que Laura Gilbert se
escabulla entre la multitud.
Los invitados aplauden y gritan. Jackie y Hazel corren
escaleras arriba. Jackie ya está sollozando, y sus amigos y
familiares se ríen, como si fuera de esperar. Me pregunto si
lloró durante toda la ceremonia. Tendré que preguntárselo a
alguien. Hazel se queda sin voz en el umbral. La veo
asimilarlo todo, aferrada a su mujer y radiante. Se sale del
guion cuando hace un gesto al presentador para que le pase
el micrófono. Arrastra a Jackie hasta la pista de baile para
situarse en el centro.
–Solo tengo que decir que sé que no debo hablar todavía –
dice Hazel. El público se ríe. Jackie solloza–. Pero nuestra
wedding planner no nos ha dejado ver esto los últimos dos
meses. No os imagináis lo que había aquí la última vez que
estuvimos. Espero que eso explique por qué Jackie no puede
controlarse.
Hay risas educadas, pero ninguna es más fuerte que el
llanto de Jackie, que se acaricia las pestañas y jadea.
–¡La bañera de mi abuelo!
Me palpita el pie en señal de gratitud.
Hazel continúa:
–Y la verdad es que nuestra wedding planner es la que
está detrás de todo esto. Creó esto de la nada. Por
desgracia, hoy ha estado ausente...
Jackie se sobresalta. Me está señalando.
–¡Ama está aquí!
Y de repente estoy llorando, saludo y cojeo hacia delante.
Jackie y Hazel cruzan la estancia y me abrazan. Hay un
tornado de preguntas, respuestas, gratitud y alegría, y estoy
tan inmersa en todo ello que me sorprende darme cuenta
de que Elliot entra en la azotea por la puerta, en busca de
un lugar donde reposar los pies durante diez minutos.
Parece demacrado, sin haberse cambiado la ropa de esta
mañana, y con ese aspecto desaliñado que tan bien le
queda.
Me ve en el borde de la plataforma con Hazel y Jackie.
Desvía la vista hacia la bota y me fulmina con la mirada.
Parece que me he metido en un lío.
Hago que el presentador continúe, invitando a los
asistentes a tomar bebidas en la barra, a buscar sus
números de mesa en la tabla de distribución de asientos, y
luego bajar a sus mesas. Animo a Jackie y Hazel a que se
queden unos minutos más aquí y luego empiecen a bajar a
la mesa principal. Pido al equipo de fotografía que haga
fotos de cada momento.
Una vez que todo el mundo se ha ido de la azotea, bajo en
la silla y me coloco en un rincón desde el que puedo ver
toda la sala. Mar me entrega con gusto el walkie-talkie y va
a buscarme una silla. Me pongo el auricular, pulso el botón
de hablar y digo: –Ama está en el auricular.
La voz de Jake llega con rapidez.
–Oh, gracias a Dios.
–Sarah, ¿cómo va la Rosaleda? ¿George ya ha terminado
de recoger?
–¿Quién es George? –pregunta con desgana.
Respiro hondo, recordándome que no puedo matarla
hasta que la boda haya terminado.
–Es el coordinador del alquiler. –Como no responde, le
digo–: Grande, pelirrojo, unos cincuenta años. Se supone
que está esperando a que su equipo termine de recoger las
cosas de la ceremonia.
–Ah, sí. Ya casi ha terminado –dice.
–Vale –le digo–. Necesito que Jake se reúna con Vince y los
caballos para asegurarnos de que todo está en orden. Jake,
tendrás que desmontar los arcos. Enviaré a Mar contigo.
Mar se queja y luego asiente con desgana.
–Puedo ir yo. Deja que Mar se quede. –Es la voz de Elliot.
Lo busco entre la multitud, pero no puedo localizarlo.
–Perfecto, gracias. Me vendrían bien los pies de Mar. ¿Me
avisas si tienes algún problema con los arcos de flores?
–Sí.
Me vuelvo hacia Mar y le digo por el walkie:
–¿Puedes hacer una ronda por mí y comprobar que no nos
estamos retrasando con los canapés? –Una vez que se ha
ido,
digo por el walkie–: De vuelta a la acción. Hoy habéis
hecho un trabajo increíble. Creo que las novias están
contentísimas, y es todo gracias a vosotros.
La hora siguiente transcurre como todas las recepciones:
en un abrir y cerrar de ojos. La comida está lista para salir a
tiempo, pero los invitados rondan cerca de la barra del piso
de abajo, así que esperamos quince minutos y les damos a
los camareros una charla para decirles que la cena
empezará pronto. Después de que el tercer camarero me
pare para preguntarme cómo me he hecho daño, me
deshago de las muletas y cojeo con la bota. Hay un
problema con los cables de la banda en directo, y el bajista
está a punto de correr a Guitar Center cuando alguien me
toca en el hombro.
–¿Necesitáis un cable de diez centímetros?
Miro hacia arriba, hacia un pecho ancho, hacia un tipo de
aspecto severo, moreno y con una chaqueta de cuero negra.
Tiene las pestañas largas y la mandíbula perfectamente
esculpida. Vaya. –Sí –exclamo, dándome cuenta de que
mide más de treinta centímetros más que yo. Veo el estuche
del violonchelo en su mano–. ¡Oh! ¿Eres Xander? ¿Nuestro
violonchelista de la ceremonia? –Asiente con la cabeza–. He
oído que mi ayudante te ha pedido que echaras un ojo
antes. Muchas gracias por hacerlo. Teníamos un encargo
muy importante; de lo contrario, nunca te lo pediríamos.
–Claro.
Espero a que diga algo más, pero es posible que haya
encontrado a alguien que habla menos que Elliot.
–Entonces, ¿tienes un cable?
Se arrodilla para abrir el estuche y saca un cable de un
bolsillo lateral. Mientras le envío un mensaje al bajista para
avisarle de que tengo el cable, Xander dice:
–Es una boda muy bonita.
Le sonrío. Parece que le duela físicamente hacer
cumplidos. –Gracias. Me alegro mucho de que hayas podido
venir. Disfruta del resto de la noche, te lo devolveré en
cuanto pueda.
Niega con la cabeza.
–Me voy ya al aeropuerto. Quédatelo.
Sin mucha más ceremonia, agarra su estuche para el
violonchelo, le da un apretón en el hombro a Hazel a modo
de despedida y sale por la puerta.
Hazel me ve con el ceño fruncido y se acerca a mí.
–Siento que haya sido brusco contigo. Siempre ha sido
temperamental, incluso cuando éramos niños.
–Oh, no –le digo–. De hecho, acaba de salvar el día.
–Lo verás más a menudo. Él y yo tenemos muchos amigos
prometidos.
Le doy un golpecito en el codo.
–¿Por qué querrían tus amigos de Los Ángeles y Nueva
York una boda en Sacramento?
–¿Crees que te vas a quedar haciendo cosas solo en
Sacramento? Ama, tengo diez parejas de Nueva York que ya
están pensando en contratarte. Quiero presentarte a
algunas de ellas esta noche.
Se me revuelve el estómago y me miro el vestido sucio y
la bota. –Genial. Oye, siento no haber estado para ti hoy.
Hace un gesto en el aire con la mano para restarle
importancia. –No pasa nada. De hecho, yo... –Suspira de
forma dramática–. Me parece que hoy hice un directo en
Instagram que fue injusto para ti.
–¿En serio? –pregunto con aire inocente.
–Aunque me gustaría arreglarlo.
Saca su móvil y abre Instagram. Se hace un selfi conmigo,
y antes de darme cuenta, Jackie se nos une. Ambas me dan
un beso en la mejilla y estoy sonriendo como una tonta.
Cuando me etiquetan dos minutos después, el pie de foto
de Hazel dice:

Esta es mi wedding planner, Ama Torres. Trabaja


en Sacramento, pero yo que tú prestaría atención a
Los Ángeles.

Cuando paso a la siguiente fotografía, tiene fotos


increíbles de la recepción y del paseo en coche de caballos.
La última imagen es un fondo azul con mi nombre, mi correo
electrónico y mi página web en letras blancas.
Niego con la cabeza y sonrío. No es una historia de
Instagram que desaparecerá. Siempre formará parte de las
fotos de boda que publique. Todavía me sorprendo de haber
conseguido este trabajo, pero aún más de que pueda ser
amiga de Hazel Renee. Y Jackie Nguyen. El mundo no se
acabó cuando me permití acercarme a ellas. De hecho,
creció y mejoró.
Una vez cortada la tarta, salgo al callejón y respiro. El pie
me está matando. Me duele el culo de la caída de esta
mañana y mi cuerpo se rebela porque no he comido. La
puerta se abre a mi lado y veo salir a Elliot. Me tiende el
auricular.
–¿Te ha gustado tu primer trabajo como wedding planner?
–Me burlo.
–Uf, no. Me quedo con las flores.
Entonces saca una botella de agua de la barra y dos Advil
del bolsillo.
Trago con avidez.
–¿Por qué no me dijiste que Whitney había venido? –le
pregunto.
Ladea la cabeza.
–Dijo que tú la llamaste.
–No la llamé.
Su mirada se vuelve más seria.
–Bueno, la mencionaste en el hospital, así que asumí...
–La eché. Bea lo grabó todo –digo con orgullo.
Tuerce la boca.
–Esa es la única razón por la que necesito ver este
estúpido programa cuando se emita.
Le sonrío.
–Gracias por lo de hoy. Y no solo por hoy. Esta boda..., esta
recepción..., es una locura. La decoración floral es
asombrosa. No puedo creer que te hiciera hacer todo esto.
–No me hiciste hacerlo. Yo... Yo... espero que Blooming
crezca, así que esto también es una... «locura» para mí.
Asiento con la cabeza.
–Bien. Eres... eres muy especial, Elliot. –Se me llenan los
ojos de lágrimas–. Y nunca podré agradecerte lo suficiente
que hoy hayas sacado adelante esta boda. Siempre me has
dicho que necesito más ayuda, pero de verdad que pensaba
que lo tenía bajo control.
Se me atragantan las palabras. El peso de lo que ha
pasado hoy me golpea.
–Podría haber ido muy mal –digo–. Estaba..., no podía
llegar al móvil. Y solo podía esperar a que alguien me
llamara o gritar para llamar a los vecinos, y yo solo... Y
entonces tú me llamaste. –Porque rompí el arco –bromea un
poco.
–Cierto. –Sonrío, lloriqueando–. Puede que ahora te toque
a ti tener un ayudante.
Me sonríe. Y es la primera vez que veo que se dirige a mí
desde que me pidió que me casara con él. Me duele el
corazón por su ausencia. Lo echo muchísimo de menos,
incluso cuando estoy cerca de él. Puedo oír las palabras que
le dijo a Jackie golpeándome la cabeza, y no sé si él sabe
que lo oí. Pero lo oí.
Está de pie junto al edificio de ladrillo conmigo. Doy un
paso hacia delante, escalo, y me pongo de puntillas. Él
inclina la boca hacia abajo para encontrarse con la mía, y el
simple movimiento me parte el pecho en dos. Durante un
segundo, sollozo contra sus labios, enredando las manos en
su pelo. Me rodea la espalda con los brazos, y noto cómo
busca las puntas de mi pelo con las manos, como solía
hacer, pero ahora lo llevo corto. Me aprieto contra él y todo
vuelve a encajar. Huele a tierra y a rosas, y soy tan bajita
sin tacones que necesito subirme a él como un mono.
Separa la boca de la mía y lloro más.
Le susurro en la piel:
–Te quiero. Elliot, yo... te quiero.
Durante un segundo, me abraza, y espero a oírlo decir lo
mismo.
Desliza los brazos alrededor de mis costillas, y con
cuidado, me hace retroceder un paso. No me mira a los ojos
cuando dice: –No puedo. Otra vez no. No puedo.
Con la cabeza gacha, se aleja de mí. Desaparece por la
esquina, alejándose por el callejón. Intento seguirlo. Lo
llamo una vez por su nombre. No se vuelve.
30
Ama
Hace dos años, nueve meses,
una semana y un día

Víspera de Año Nuevo

Los pies me sacan de la pista de baile y me alejan de él.


Tengo ganas de seguir corriendo hasta llegar a otro país,
pero encuentro un armario en un pasillo abandonado, y con
eso me basta.
Me llaman por el auricular y sé que es él. Me lo arranco y
lo meto en la mochila. Cuando cierro la puerta, me echo
hacia atrás y aspiro el olor a lejía y productos de limpieza.
«Cásate conmigo».
Su voz resuena clara en mi mente. Puedo ver sus ojos
oscuros cuando cierro los míos, mirándome fijamente como
un cuadro que quiere contemplar el resto de su vida.
Lo ha arruinado. Con dos palabras, lo ha prendido fuego.
Presionándome los ojos con las palmas de las manos, me
concentro en respirar hondo.
O tal vez he sido yo. Tal vez yo sea el problema. Tal vez
hay próximos pasos que son obvios para todos menos para
mí.
«Entonces, ¿cuál es el siguiente paso, Ama?».
¿Qué esperaba? Supongo que esperaba que pronto nos
olvidáramos el uno del otro. Seis meses es mucho tiempo.
Supongo que esperaba que terminara, como todo. Pero
tiene razón en muchas cosas. Estaba planeando el futuro.
Me parecía bien enredarlo en mi vida para siempre, sin
esperar un final. Se me forma un nudo en la garganta y me
rasco con las uñas. Me sobresalto al oír una voz fuera del
armario.
–¿Qué pasa?
Reconozco la voz de Laura Gilbert y me llevo la mano a la
boca. ¿Sabe que estoy aquí? Pego la oreja a la puerta.
–Te vi bailando con Ama –continúa Laura–. Hacéis buena
pareja...
–No la hacemos.
Elliot. Me alejo bruscamente de la puerta. El corazón me
late con tanta fuerza que sé que pronto me oirán. No le he
visto seguirme fuera de la pista de baile, pero ahora está
aquí.
–No pasa nada –dice Laura–. Al fin y al cabo, trabajáis
juntos. Suena fría. Minimizando. Es justo lo que yo le he
dicho.
Miro fijamente la puerta, sabiendo que Elliot está al otro
lado. Apoyo la palma de la mano en ella, deseando abrirla
para estar con él.
No pasa nada durante un rato. Me acerco, esperando a
ver si siguen ahí.
Un zumbido extraño, un murmullo. Es un eco de la risa de
Elliot, solo que hueco. Respira hondo y oigo cómo se le
queda el aire en la garganta.
La tristeza se apodera de él. Me quedo paralizada,
escuchando algo tan privado, algo que aún no me ha
contado, a pesar de las muchas veces que he llorado de
frustración con él.
Él jadea y yo me permito hacer lo mismo.
Quizá no tenga que ser así. Dijo que nada tenía que
cambiar, que podía hacer como si no lo hubiese dicho. Pero,
en el fondo, yo siempre lo sabría. Siempre sabría que lloró
cuando le dije que no. Que encontró un pasillo tranquilo y
lloró.
Toma aire y lo oigo serenarse. Se aclara la garganta, y sus
pisadas pesadas se alejan.
Alcanzo el pomo de la puerta del armario con la mano
para ir tras él...
Y la dejo caer.
Ni siquiera sé qué diría si fuera tras él. No quiero que nada
cambie, y él sí. No estamos en el mismo punto...
Me duele el pecho. Siento como si hubiera un músculo
sobrecargado entre mis costillas, que tira y se niega a
estirarse. Me limpio los ojos y salgo a hurtadillas del
armario, cruzo rápido hacia la salida y salgo a la calle.
Llego a mi coche, y antes de que pueda pensármelo dos
veces, conduzco a casa, abandono la boda, abandono el
trabajo de mantenimiento. Volveré cuando se acabe, pero
por ahora, necesito alejarme de él.
Giro en mi calle y mi coche frena. ¿De verdad necesito
alejarme? Me cuestiono todo lo que he hecho en los últimos
treinta minutos.
¿Qué habría cambiado? Sí, las cosas podrían acabar; sí,
podría ser una decisión terrible, pero ¿acaso sería diferente
a lo que es ahora?
Si me opongo al matrimonio, ¿significa eso que también
me opongo a estar juntos mientras ambos vivamos? «Para
siempre» con Elliot es diferente a cualquier otro tipo de
«para siempre» en el que haya pensado. Me parece suave y
acogedor. Es como un baño caliente, un domingo por la
mañana y flores frescas. Pero todavía no quiero que nos
atemos a estos sentimientos, sentimientos cambiantes y
erráticos.
Podría preguntarle si podría tener el «para siempre» sin
un vestido blanco y un trozo de papel.
El coche se detiene y, justo cuando estoy girando el
volante para darle la vuelta y volver corriendo, veo el coche
de mi madre aparcado delante de mi casa. Por curiosidad,
avanzo y aparco detrás de ella. Me saluda con la mano y
sale del coche mientras yo hago lo mismo.
–¿Mamá? ¿Qué pasa?
Sonríe, pero le falta algo.
–Bob y yo...
Niega con la cabeza, sabe que no hace falta que diga
nada más.
–¿Por qué? –pregunto; de repente necesito que me lo diga.
En el pasado, nunca se lo había preguntado, pero estoy
desesperada por que me diga qué acaba con una relación.
Se encoge de hombros.
–Vamos en direcciones distintas. Y es más fácil
adelantarse antes de que vaya más lejos.
Pienso en la dirección que está tomando Elliot y en la
forma en que yo quiero ir paralela a él. El espacio que
quería labrarme en su vida, en su trabajo, en su tienda. En
cómo ahora todo eso ha desaparecido. Asiento con la
cabeza, fingiendo que lo entiendo.
–¿Y eso qué significa?
–Bueno, Bob quería empezar a buscar casa fuera de
California. Yo no –dice–. No hay por qué sacrificar lo que uno
quiere ahora, cuando todo se vendrá abajo algún día.
Sacrificio. O volvemos a lo de antes y Elliot se sacrifica, o
nos casamos y lo hago yo.
–Cuando las cosas se acaban –pregunto–, ¿eres tú quien
las acaba? ¿O ellos?
–Depende. Hoy he sido yo. –Saca su bolsa del coche–. ¿Por
qué lo preguntas?
Me detengo en medio de la calle, con las llaves aún en la
mano. Ignoro su pregunta y digo:
–¿Crees que alguno de ellos será alguna vez el elegido?
¿El definitivo?
Ella ladea la cabeza.
–Tal vez. Pero no lo creo.
Se echa el bolso al hombro y se queda pensativa un rato.
–No hay alguien perfecto para cada persona. Solo hay
promesas y bodas. Unas pueden romperse. Las otras...
–Solo son una fiesta –termino por ella.
Me sonríe.
Cierra la puerta del coche y la veo subir a mi porche. Miro
las llaves.
Podría hacerle una promesa a Elliot que solo se romperá.
Pero ¿por qué le haría pasar por eso? ¿Por qué aceptar el
matrimonio o incluso volver a lo que teníamos, cuando
ahora sé que terminará? Acabará, porque él quiere algo en
lo que yo no creo.
El viento me revuelve el pelo alrededor de la cara. ¿Por
qué empezar algo si va a terminar?
Me guardo las llaves del coche y sigo a mi madre hasta la
puerta. Le mando un mensaje a mis ayudantes del Sutter
Club diciéndoles que no puedo volver.
31
Ama
El día de después de la boda

El domingo por la mañana, recibo un correo electrónico de


la revista Sacramento Magazine en la que me piden un
reportaje sobre mí y la boda de Hazel Renee. Justo debajo,
TheKnot. com me ha pedido una exclusiva.
Es mucho, ver que todo se ha hecho realidad. Esto es
exactamente lo que quería, pero pensaba que tendría
movilidad total y que llegaría a ver la boda en cuestión, pero
a pesar de todo, estoy avanzando.
Nunca pensé que me acurrucaría a la mañana siguiente,
deseando no haber besado a Elliot Bloom, que de lo único
que me arrepentiría sería... Elliot, otra vez.
Alguien llama a mi puerta a las nueve de la mañana y dejo
pasar a Mar con su caja de dónuts. Habla sin parar y está
entusiasmada reviviendo todas las maravillas de ayer.
–¿Puedo contratarte? –le pregunto, interrumpiéndola–. La
fotografía siempre será lo tuyo, pero ¿puedo darte un
trabajo como ayudante?
Mar se encoge de hombros.
–¿Sabes? Ayer disfruté mucho, pero no creo que sea lo
mío. –Me sonríe por encima de su taza de café–. Pero, por
otro lado, Jake...
–Uf. No. –Cierro los ojos.
–Sí, Ama. Está obsesionado con todo esto. Piensa en ti
cuando eras joven. ¿No hiciste estupideces en tus primeros
años? Un pañuelo blanco parpadea en mi cabeza. El escozor
de unos nudillos magullados.
–Sé que las hice.
–Dale la oportunidad de salir de su etapa ansiosa de
conejillo de Indias –dice Mar–. Te vendrá bien tener a un
chaval con ganas de ir corriendo a la farmacia por ti.
Asiento con la cabeza, mordisqueando mi dónut de
chocolate al estilo old-fashioned.
–¿Qué le prometiste a Michael para que viniera a
ayudarnos ayer?
–No, no, no. –Deja la taza en el suelo–. ¿Crees que he
venido a decirte que contrates a Jake y a quejarme de mi
ex? No. Quiero saber qué os traéis entre manos Elliot y tú.
–Nada –digo–. Hay... Él me apoyó muchísimo ayer. Pero... –
Dudo, pero no hay una parte horrible de mí que Mar no haya
visto–. Le besé y salió corriendo.
Abre los ojos de par en par antes de poder contenerse.
Vuelve a agarrar la taza.
–Vale. Vale, eso está... bien. –Da un sorbo, intentando
contenerse–. Así que eso es lo que hiciste. Básicamente.
–No. No, él se declaró la última vez.
–¿Y qué significaba ese beso si no una declaración, Ama?
Se me encoge el pecho. Me recuerda a la boda de su
madre, cuando me preguntó adónde creía que íbamos si no
era hacia el matrimonio.
–Porque –continúa Mar– sé que no le besaste solo para
volver a liarte con él. Y sé que eres lo bastante lista como
para saber que él no va a querer volver a liarse contigo así
como así... –¿Lo soy? –Dejo caer la cabeza entre las manos–.
¿Soy lo suficientemente inteligente? Me siento muy... tonta.
Mar guarda silencio hasta que siento que puedo volver a
mirarla. Me deja que me muerda el labio y piense un poco
antes de decir:
–¿Qué quieres? Si tus acciones no tuviesen consecuencias,
¿qué querrías?
–Estar con él –digo en voz baja. Contengo las lágrimas que
me brotan.
–¿Por cuánto tiempo?
Aprieto los labios. La miro.
Entro en el aparcamiento del Blooming a las nueve y
media. Los domingos abren a las diez, pero no puedo
esperar. Conduzco con el pie izquierdo en el pedal, ya que
en el derecho llevo la bota. No me he duchado. Ni siquiera
estoy segura de haberme cepillado los dientes.
Avanzo con muletas hasta la puerta principal y, después
de asomarme para ver si está a oscuras, cojeo hasta el
aparcamiento. Su furgoneta está aquí. Llamo a la puerta
lateral que da a la sala de exposición. Cuando la puerta
metálica se abre, me quedo sin aliento al verlo. Lleva una
de mis camisetas con tres botones en el cuello favoritas y
unos vaqueros ajustados en los que apenas me cabe la
mano. Parpadea antes de abrir la puerta de par en par para
dejarme pasar. Me cuelo entre él y mis muletas chasquean
en el suelo en medio del silencio.
–¿Qué pasa? –dice, mirando la bota con el ceño fruncido.
Una vez que he apoyado las muletas en la pared, me
vuelvo hacia él.
–Cometí un error.
Aprieta los labios.
–Podemos olvidarnos del beso.
–Anoche no. Besarte fue muy intencionado –digo–. Hace
años.
Me mira a los ojos antes de cruzarse de brazos y esperar a
que continúe.
–Te besé porque te echo de menos. Porque sigo
deseándote. –El corazón me late con fuerza, y le veo tragar
saliva, pero no se mueve–. Porque no debería haberme ido
de la boda de tu madre, y no debería haberte hecho el
regalo de la Franklinia y luego haberte hecho sentir que ni
siquiera estábamos cerca de hablar de «para siempre».
Porque lo éramos. Éramos «para siempre». Solo que no
quería casarme.
Se queda mirando el banco de trabajo, uno viejo y
desgastado que se parece mucho a él en este estudio de
luces fluorescentes y paredes blancas.
–Me lo dijiste y no te escuché –dice–. Fue culpa mía.
–No lo fue. –Doy un paso adelante sobre mi pierna buena
y él extiende el brazo con rapidez para sostenerme. Me pasa
los dedos por debajo del codo y yo los cubro con la mano–.
No estaba preparada. Tú fuiste mi primera relación, y he
crecido sabiendo que no solo se tiene una. Pero... yo solo
quiero una. Retira la mano de mi piel y, antes de que pueda
huir, antes de que pueda decir nada, arrastro la pierna mala
hacia atrás y me arrodillo sobre la rodilla derecha. Le miro
desde el suelo de la trastienda donde solíamos hacer el
amor, desde el lugar donde me enamoré por primera vez no
solo de su trabajo, sino de él, y le digo:
–Solo te quiero a ti. Y ahora estoy lista.
No puedo leerle la cara. Me escuecen los ojos y lo veo
borroso. Así que lo esclarezco, repito sus palabras.
–Cásate conmigo.
32
Elliot
Ahora

Hacía dos años, nueve meses, una semana y tres días que
no estábamos en esta habitación a solas, y todos los
recuerdos se agolparon junto a ella cuando cruzó el umbral.
La miro fijamente, de rodillas, con un pie en una bota y los
ojos llenos de esperanza.
Todavía puedo sentir la presión de su boca contra la mía la
noche anterior. La forma en que se agarró a mí. Anoche no
pude dormir aferrándome a su fantasma.
«Cásate conmigo».
Me aclaro la garganta para no ahogarme al responder y
doy un paso atrás. Veo que se le descompone el rostro.
–Eso no... Eso no es necesario –respondo.
Siento los labios vacíos y estúpidos. Ella se queda ahí, de
rodillas. Esperándome. Me duele el pecho al ver cómo
pierde la confianza en sí misma, pero no puedo hacerlo. No
puedo permitir que cambie todo lo que quiere después de
un solo beso. Eso es lo que hicimos la última vez. Y mira
adónde nos llevó. Ama adora los grandes gestos. Es la
wedding planner que hay en ella. Pienso en el correo
electrónico sobre el árbol de la Franklinia, en cómo ella solo
quería darme algo y, a cambio, yo le pedí demasiado. Hay
un pedazo de mi pecho que lucha por encajar de nuevo en
su sitio al oír que todavía me quiere y tiene esperanzas.
Pero Ama no quiere casarse.
Sigue en el suelo, así que me arrodillo y le sujeto los
codos para ayudarla a levantarse. Pero me detiene y me
mantiene en el suelo junto a ella.
–¿No es necesario? –repite–. ¿Qué significa eso?
Tiene los ojos húmedos. Puedo percibir el olor de su pelo
desde tan cerca.
–No es... –Niego con la cabeza, observando un lugar más
allá de su oreja–. No hace falta que hagas todo esto.
Siento que me presiona los hombros con los dedos. Tiene
los ojos muy abiertos, casi con miedo.
–Te oí hablar con Jackie. Intentaste silenciarlo, pero no lo
hiciste.
Maldito auricular. Me doy prisa en recordar todo lo que
dije. Cosas sobre no desenamorarme nunca, sobre la
necesidad de sentirme útil para ella, y contar los días...
Levantarme por la mañana y contar hacia atrás cada
momento. Tres años, cuatro meses, dos semanas y dos días
desde nuestro primer beso. Tres años, dos meses y dos días
desde la primera vez que me quedé a pasar la noche. Dos
años, nueve meses, una semana y un día desde que cometí
un gran error.
La miro a los ojos, rezando para que no sepa lo que quise
decir. De repente, aparta la mirada de mí.
–Claro –dice–. Era... era otra persona. Lo siento. Me... me
confundí, pero podemos olvidar esto.
Todavía estoy intentando acercarme a ella mentalmente
cuando empieza a impulsarse para ponerse en pie. La ayudo
a levantarse, dispuesto a asegurarme de que lo entiende.
–Ama...
–¿Podemos volver a trabajar juntos? –dice con rapidez–.
Yo... ya entiendo que no vamos a estar juntos, pero la
boda... Lo que hacemos es increíble, Elliot, y no creo que
pueda volver a perderlo...
Suelto una exhalación. Me paso una mano por el pelo e
intento no reírme de ella.
–Nunca acabas de trabajar. Tú... –Sonrío y niego con la
cabeza–. Acabas de declararte y enseguida has pasado a los
negocios. La miro intentando averiguar si eso es bueno o
malo y no puedo evitar tener la sensación de que cada vez
estamos más cerca de eso, del momento. Vuelve a
necesitarme. Vuelve a desearme. Y yo nunca he dejado de
quererla.
Quiero decírselo, pero la última vez que lo hice fue por mí,
no por ella.
Aparta la mirada y veo cómo sus dedos recorren
distraídos las hendiduras de mis iniciales grabadas en la
mesa de trabajo. Les da unos golpecitos.
–Esta mesa ya no pega con nada –dice en voz baja–.
Deberías cambiarla.
–No pude deshacerme de ella.
Surgen los recuerdos: ella tumbada sobre la mesa, los
pétalos de rosa pegados a su piel mientras me tiraba del
pelo para acercarme a ella. Hace tres años, dos meses y
cinco días.
Su mirada se cruza con la mía y sé que está recordando lo
mismo. No aparto la mirada, intento demostrarle que la
conservo por los recuerdos que tengo con ella. Que nunca
podría deshacerme de un pedazo de ella.
–¿De quién hablabas con Jackie? –pregunta en un susurro.
Me mira a la cara.
Doy un paso adelante y extiendo los dedos para rozar su
mandíbula. Ella se inclina hacia mí.
–De alguien a quien conocí hace cinco años, cuatro
meses, tres semanas y cinco días.
Un sollozo brota de su pecho. Levanta la mano para
taparse la boca, pero la agarro de la muñeca y tiro de ella,
acercando su cara a la mía.
Esta vez, cuando nos besamos, no parece un adiós, ni un
error, ni algo sobre lo que reflexionar por la mañana. Es
simplemente... un comienzo.
33
Ama
Ahora

Esta vez, cuando nos besamos, me concentro en su sabor.


La forma en que enreda los dedos en mi pelo ahora más
corto, como si ayer hubiera aprendido la lección de no
buscar en mi espalda los mechones que ya no están ahí. La
forma en que su brazo me rodea la cintura y me levanta,
intentando quitarme el peso del pie.
Abro la boca para él y siento que se me van a escapar un
millón de preguntas. Me abraza más fuerte, nos hace girar y
me deja caer sobre la vieja mesa de trabajo. Sus manos me
suben por los muslos y suelta una carcajada.
–El único día que has llevado vaqueros en tu vida, y ni
siquiera podemos quitártelos.
Miro la enorme bota negra que cubre mi pierna derecha.
Le sonrío.
–¿Y tú? ¿Te has puesto hoy estos vaqueros por alguna
razón en particular?
Me acerco y paso la mano por la parte de delante.
–No te esperaba –dice.
–¿No? –Le beso, presiono mi pecho contra el suyo y busco
con la mano su Henley. Se la enrollo en el estómago y le
susurro–: Déjame ver el nuevo.
Llevo la mano hacia su pectoral izquierdo, donde vi que la
tinta se deslizaba hacia el cuello. Se queda paralizado y
tartamudea: –Es que... No...
–Tengo que verlo. Por favor. ¿Qué es?
Levanto el jersey y descubro una Perla Roja. Una
amaryllis.
Los pétalos se abren y cubren su corazón. El tallo trepa
hasta su hombro. No puedo respirar.
–¿Amaryllis? –pregunto–. Pero no está extinta.
Se pasa una mano por el pelo y me doy cuenta de que se
suponía que nunca me iba a enterar de esto.
–Nun... Nunca se trató de la extinción. Los tatuajes... –Deja
salir el aire–. Son las que no puedo tener. Las que no se
pueden usar en arreglos, no las puedo tener en la tienda. –
Me mira–. Las que es probable que desaparezcan antes de
que pueda amarlas.
Respiro con dificultad. Mis dedos recorren los bordes de
los pétalos de la Perla Roja. Bajo la cara y beso la tinta,
como solía hacer. Su estómago se tensa, como solía hacerlo.
–Eres un ñoño, Elliot Bloom –le susurro en la piel.
Le brota una carcajada del pecho.
–Sí. Sí, lo soy. –Me aparta el pelo de los ojos–. No voy a
casarme contigo.
Parpadeo y trago saliva.
–Vale.
–Pero voy a estar contigo.
Conteniendo la sonrisa, lo miro a través de las pestañas,
como él «odia» que haga. Se inclina para besarme de
nuevo, dejando caer las manos sobre mis rodillas.
Pasan muchas cosas cuando Elliot Bloom besa. Cosas de
las que él ni siquiera es consciente. Cosas que nunca le
contaré. Gime mucho en el fondo de la garganta. Es
completamente embriagador. Además, acerca mi cuerpo a
él tanto como le es físicamente posible, y eso me vuelve
loca. Besa como alguien que no ha besado mucho, y aunque
ya hemos encontrado un ritmo común, todavía me
sorprende cuando lo hace con torpeza o cuando pierde la
concentración mientras le bajo la cremallera. Como ahora.
Elliot me mira las manos, como si fuera a detenerme, pero
lo que más me gusta en el mundo entero es meter la mano
en sus vaqueros. Se le corta la respiración, se le nublan los
ojos, y parece que no puede creer que quiera tocarle. Y
siento cómo se agranda en mi palma, más duro e hinchado.
–Ama –murmura, y vuelvo a besarlo.
Tira de la parte inferior de mi camiseta y, una vez que me
la quita, su boca se aferra a mi cuello. Siento un cosquilleo
en la piel cuando recuerdo los chupetones que le gusta
hacerme, la forma en que tenía que tapármelos y la
reacción que tenía al encontrar los que no me había tapado.
De repente me asalta un pensamiento y tengo que decirle...
–Elliot –digo alejándolo–. No he estado con nadie este año.
Tú... tú le dijiste a Jackie que estaba con alguien, pero yo... –
Trago saliva–. Creo que oíste a Mar al teléfono una mañana.
Veo cómo se le desencaja la mandíbula cuando me mira a
los ojos.
–Vale –dice, casi con desconfianza–. Pero no pasa nada si
tú... –No he estado con nadie. No podía..., no fui capaz. –
Miro el tatuaje de la amaryllis para no tener que mirarle a
él–. Lo intenté varias veces, pero no salió bien, así que... –
Respiro hondo–. ¿Y tú te veías con alguien? ¿Kate? ¿Era algo
serio? O sea... Dios, lo siento. No tienes que...
–No, no era nada serio.
Le miro. Tiene los ojos negros.
–No he estado con nadie desde que estuve contigo.
Estoy a punto de echarme a llorar cuando me mete los
dedos por debajo de las rodillas y tira de mí hasta que estoy
de espaldas sobre la mesa de trabajo. No tarda en
desabrocharme los vaqueros y bajármelos por las piernas.
Me quedo sin aliento, completamente anonadada por mis
propias emociones. Me arranca un zapato, me quita los
vaqueros de una pierna y me pone una mano en el vientre
para sujetarme mientras sus labios se posan en el encaje
que me cubre el centro.
Jadeo, llevándome una mano a la boca.
–Ell...
Tira del encaje hacia un lado con los dedos y entonces
vuelve a tener la lengua sobre mí. Y al igual que hace años,
el cerebro abandona mi cuerpo. Apenas soy consciente de
que los vaqueros me cuelgan de una pierna. Ni siquiera
puedo mantener los ojos abiertos mientras mueve la boca
sobre mí, besa, lame y succiona.
–Te echo de menos –murmuro al techo.
–Estoy justo aquí.
La vibración de su voz me aprieta las rodillas contra el
pecho y no tarda en abrirme los muslos, abriéndome por
completo para él. Empiezo a agitarme en busca de aire
cuando su lengua se sumerge en mi interior y empiezan a
salir gemidos de su garganta.
Nunca me había corrido tan rápido con nadie como con él.
No es solo por su tamaño, son momentos como este en los
que se toma su tiempo y me vuelve loca hasta que estallo
como si fuera una botella al ser descorchada.
Apoyo las manos en los laterales del banco de trabajo.
–¿Pensabas en esto cuando trabajabas en esta mesa?
Responde rápido.
–Siempre.
Me tiemblan los muslos. Estoy llegando a la cima a la que
siempre me empuja.
–Conservar la mesa fue la peor decisión profesional de mi
vida –dice.
Me río, y entonces sus labios se cierran sobre mi clítoris y
grito. Me oigo maldecir, murmurar palabras sin sentido
sobre el amor y el «para siempre», volviendo a tomar aire.
No se detiene. Me mete dos dedos y me estremezco. Me
succiona con los labios, me penetra con los dedos, y vuelvo
a romperme, tiemblo y sollozo. No puedo mantener las
caderas quietas, me follo su boca y me muevo contra su
cara.
Cuando se retira y se baja los vaqueros con rapidez, dice:
–Voy a correrme. No puedo...
–Dentro. Dentro, por favor.
Aún me tiemblan los muslos cuando me empuja hasta el
borde de la mesa, se coloca y me penetra. Gime desde el
pecho y no puedo creer lo equivocada que estaba con su
tamaño. Probé juguetes sexuales para igualarlo y me
equivoqué. Se me ponen los ojos en blanco y vuelvo a
correrme. No puedo concentrarme en otra cosa que no sea
el placer que rebota dentro de mí, el sonido de sus caderas
golpeando mi piel.
Le oigo gritar y sé por experiencia que se va a correr. Pero
tengo los nudillos entre los dientes para mantenerme
anclada al suelo, para no volver a gritar.
Me agarra de la muñeca y me arranca los dedos de los
dientes, embistiéndome una vez, dos veces más, y suelto
un grito que me avergonzaría si siguiera teniendo cerebro.
Cuando jadeamos el uno contra el otro, se inclina, aparta
la tela de mi sujetador y me besa los pechos. Como si fuera
una ocurrencia tardía. Como si lo hubiera olvidado y tuviera
que compensarlo. La piel me hormiguea.
–Te quiero –susurro.
Me mira con ojos oscuros.
–Es la segunda vez que me lo dices.
Me ruborizo al darme cuenta de que él no me lo ha dicho.
No desde la boda de su madre.
–Puedo parar si tú...
–Es solo que estoy muy enfadado porque pensaste que
podías entrar aquí, declararte y decirme que me quieres. –
Sonríe, su nariz roza mi mejilla.
–En realidad, hay cosas que no cambian, ¿eh? –digo–.
Siempre he hecho lo que he querido en esta trastienda.
Me pasa el pelo por encima de la oreja.
–Por eso te quiero.
34
Ama
Seis meses después

Por las mañanas, me despierto en la cama de Elliot o en la


mía, pero siempre con sus brazos rodeándome. Me doy la
vuelta en su abrazo y le paso los dedos por las cejas hasta
que se despierta. Cuando entreabre las pestañas, le digo:
–¿Quieres casarte conmigo?
Niega con la cabeza. O murmura un no. O se da la vuelta
y me manda a la mierda.
Y yo le pregunto:
–¿Entonces cuándo?
–Tal vez mañana –dice siempre.
En los días en los que Elliot está de mal humor, me gusta
agarrar a Lady Cat-ryn en brazos y dejarla caer desde cierta
altura sobre su estómago.
Antes podía acercarme al portátil entre las ocho y las diez
de la mañana y empezar el día cuando quisiera. Ahora ya no
puedo. El especial de la cadena TLC se emitió hace tres
meses. Ahora estoy haciendo reservas con dos años de
antelación, y dentro de un año, cuando Jake haya adquirido
suficiente experiencia, empezaré a trabajar los sábados con
doble boda. Así que ahora, Elliot y yo nos dirigimos a
Blooming a las ocho cada mañana y nos ponemos a
trabajar.
Y no es solo que la boda de Hazel y Jackie se destacara de
maravilla en Fabulous Dream Weddings, poniéndome en el
punto de mira. Es que por mucho que lucharan sus
abogados, Whitney no pudo conseguir que Bea la eliminara
del episodio. Su arrebato fue televisado a toda la nación,
incluso cuando me llamó zorra y perra. Y si eso no arruinó
su reputación, el meme del caballo lo hizo.
Whitney, casi atropellada por ese caballo, es ahora un
tesoro nacional. La forma en que saltó hacia atrás, gritó y se
recuperó en una sola toma se ha hecho viral. He visto varios
pies de foto de ese momento.

Cuando te traen la cuenta al bar

Yo entrando en 2024

Cuando dice que quiere ver tu carpeta pornoLas


chicas obsesionadas con los caballos cuando se
encuentran con caballos de verdad

A mí también me han hecho memes. No caló tanto como


el de Whitney, pero «Whitney, vamos. Sé una profesional»
circuló por Twitter como un contraataque durante un
tiempo. Y el día que se emitió el episodio, Hazel Renee
tuiteó «Porque estoy creciendo» y nada más. Fue lo que le
dije a Whitney cuando le dije que debía temerme.

Dos semanas después, Elliot sustituyó la pared de rosas


en la que ponía BLOOMING de la sala de exposiciones por
«Porque estoy creciendo», escrito con rosas blancas sobre
un fondo de rosas rosas. No dijo nada al respecto,
simplemente siguió con su día. Son flores de seda, así que
ahora todas las futuras parejas que me vean por primera
vez en mi oficina de Blooming podrán ver mi eslogan.
Me he hecho un hueco en la sala de exposiciones. Es un
simple escritorio con mi portátil y mi Rolodex, junto a un
fragmento de la pista de baile de Jackie y Hazel que cuelga
de la pared como una ventana, secamos las flores para que
fuera un recuerdo permanente de aquel día. Mi pequeño
despacho es como un Starbucks en medio de unos grandes
almacenes.
–El 14 de junio es una fecha estupenda –digo a la pareja
sentada en las sillas frente a mí–. Ahora ya podré añadiros
al calendario.
–Maravilloso –dice la mujer, Beth. Se sienta en su silla,
como si todos sus problemas hubieran terminado. Y puede
que así sea–. Me alegro mucho de que hayamos podido
localizarte.
–Y recordad –digo–, si junio del año que viene queda
demasiado lejos, siempre podéis ir a otro organizador que
tenga disponibilidad este año...
–No, no –dice el novio. Hace un gesto con la mano para
restarle importancia–. Ella es muy inflexible con esto: quiere
que te ocupes tú.
Beth asiente con vigor. Yo sonrío.
–¡Vale! Me parece bien.
–¿Crees que...? –Beth se inclina hacia mí–. ¿Crees que
podríamos crear un espacio desde cero como el de Hazel
Renee? –Desde luego. Podemos hablar de presupuesto y
lista de deseos en nuestra próxima reunión, pero mándame
el tablero de Pinterest que sé que has estado creando, ¡y
nos pondremos manos a la obra!
En ese momento, Elliot entra en la sala de exposición y se
limpia las manos con un trapo.
–Tengo que ir a hacer una instalación en el baile del
instituto, pero volveré dentro de una hora.
Asiento y me levanto de la silla.
–¿Me recogerás a la vuelta? –pregunto, y él pone los ojos
en blanco–. ¿Por favor? Sabes que Jake está en clase ahora
mismo.
–¿Chocolate old-fashioned y una barrita de sirope de arce?
Le sonrío y me pongo de puntillas para darle un beso de
despedida. Cuando me vuelvo hacia Beth y Robbie, les digo:
–Por cierto, no tenéis ninguna obligación de contratar a
Blooming para las flores. Repasaré todas vuestras opciones
de proveedores en la próxima reunión.
–Pero eso está bien –dice Robbie sin darle importancia–.
Que seáis como un equipo. Creo que eso me gusta.
Beth se inclina hacia mí.
–He visto en el Twitter de Hazel Renee que su mujer y ella
os emparejaron. ¡Es una historia increíble!
Sonrío.
–Lo es. Hazel y Jackie fueron unas casamenteras
excelentes. Le lanzo un guiño a Elliot, que refunfuña.
Carga la furgoneta con la pared de rosas que el St. Joseph
encargó para el fondo de las fotos, y Robbie no acepta un no
por respuesta cuando se ofrece a ayudar a Elliot a subirla al
maletero de la furgoneta.
Beth se vuelve hacia mí.
–Debe ser tan difícil planear el «felices para siempre» de
otras parejas con tu propio novio. ¿Cuándo os casáis?
Le sonrío, uniendo las manos bajo la barbilla.
–Sigo preguntándole lo mismo.
–Ah, ¿es de los que no se comprometen? –me pregunta
con una sonrisa.
–Algo así –le digo–. Cuéntame la historia de tu pedida de
mano. Son mis historias favoritas.
Mientras Beth me cuenta todo lo que necesito saber para
hacer de su boda el día perfecto, me doy cuenta de que es
una bastante buena. Es probable que duren.
Me encanta una buena historia de pedida de mano, pero
¿mi favorita? Bueno, os la contaré cuando diga que sí.
Nota de la autora

A medida que iba creciendo, me fui dando cuenta de que


Sacramento era un lugar del que había que marcharse, al
menos en lo que a mi experiencia respectaba. El teatro
estaba en Nueva York. Las playas estaban en Los Ángeles.
La cultura estaba a dos horas al oeste, en San Francisco. ¿Y
qué era la CSU de Sacramento? Crecí rodeada de gente que
estaba de acuerdo en que Sacramento es un lugar
estupendo para formar una familia, pero si vas a ser artista,
tienes que irte. Y eso hice. Pero como la mayoría de las
historias de amor de Hallmark en las que una chica de
ciudad debe volver a casa desde Nueva York y aprender a
amar las raíces de su hogar con la ayuda de un carpintero,
un mecánico o un capitán de barco fuerte y bruto, yo volví a
casa, a Sacramento. Y ese marinero, para mí, fue No me
olvides nunca.
Ambientar este libro en Sacramento no me pareció nada
del otro mundo hasta que llevaba una cuarta parte de la
escritura. De repente, todo se volvió muy específico y no
hubo forma de sacar el libro de Sacramento. Era facilísimo
saber dónde compraba Ama sus dónuts, dónde la llevaba
Elliot a una cita, a qué instituto iba Ama y qué pensaban los
demás al respecto. Algunas cosas eran instintivas, como la
ubicación exacta de la floristería de Elliot: es la tienda
donde compré los ramilletes y los boutonnières para el baile
de fin de curso, aunque ahora está cerrada. Cerca del
setenta y cinco por ciento de los lugares mencionados en
este libro son reales, y de ese cuarto restante, cerca del
quince por ciento son lugares que o bien han cerrado sus
puertas, o bien se convertirán en una broma interna para
los habitantes de Sacramento. Algunos nombres están
sabiamente velados para proteger mi ciudad, pero si lo
tienes claro, es que lo sabes.
Crecí pasando con el coche por delante de bodas en el
jardín de rosas del parque McKinley, donde transcurre gran
parte de este libro. Nunca fui una niña que soñara con el día
de su boda, pero cuando me senté e intenté imaginar cómo
sería una boda perfecta en Sacramento, me encontré a mí
misma gravitando hacia la Rosaleda y el centro de la ciudad.
¿Es así como me gustaría celebrar mi boda algún día? Puede
que no. Pero sí sé que me gustaría tener a Ama como
wedding planner. Para mí, era importante que Ama no se
hubiera ido de la ciudad para ir a la universidad o
emprender una gran carrera y luego hubiera vuelto a
Sacramento, como si fuera la segunda opción. Es algo que
siempre lamenté de los primeros años que pasé al volver a
mi ciudad natal: la sensación de haber fracasado en el
intento de salir de Sacramento. Para Ama, en No me olvides
nunca, sus sueños siempre habían coincidido con el lugar
donde vivía. No tenía que vivir la vida de una chica de
ciudad antes de volver a casa para enamorarse. Sabía que
podía conseguir todo lo que quería a dos manzanas al este
de donde había crecido. Y claro, añadí un marinero bruto y
fuerte que tiene una floristería, pero ¿cómo culparme por
ello?
Agradecimientos

Dios mío, ¡es un libro! ¡No puedo creer que hayas pagado,
echado un vistazo o pirateado mi novela! ¡Qué guay!
Puede que primero tenga que darle las gracias a Ali
Hazelwood. Y que esté en el contrato que firmé con ella. Así
que gracias, Alison, por convencerme de que sacara a la luz
una historia (completamente diferente) mientras
echábamos un vistazo a una juguetería, como adultas que
somos. Sin tu ánimo, guía y apoyo, esta gente nunca habría
podido piratear mi libro.
Gaia Banks, mi agente, mi madre tierra, se merece todo el
cariño por encenderse como un árbol de Navidad cuando le
conté mi idea para este libro. Tengo que darle las gracias a
su hijo por venir al mundo en el momento exacto para que
este libro exista tal como existe. Gracias, Gaia, por creer en
mí, por quedarte despierta pasada la hora de cierre de las
oficinas durante esa semana debido a la diferencia horaria.
Gracias a todos los que forman parte de Sheil Land
Associates, incluidas Maddie y Alba.
Muchísimas gracias a todos los que trabajan en Forever y
HarperCollins UK por creer en No me olvides nunca, sobre
todo a mis INCREÍBLES editoras Junessa Viloria y Martha
Ashby, que creyeron en este libro sin reservas. Gracias por
rescatarme de mis chistes malos y recordarme que no todos
viven en mi cabeza, como siempre había supuesto. Gracias
a los equipos de marketing y publicidad, en especial a Dana
Cuadrado y a Queen Estelle por cada pizca de creatividad y
pasión que pusisteis en esto. Y gracias a Beth, Sabrina,
Leah, Stacey y Daniela, y a todos aquellos a quienes he
olvidado de Forever y HarperCollins UK, que probablemente
sean muchos porque, literalmente, solo he hablado con tres
de vosotros a la hora de escribir esto. Gracias a Lori
Paximadis. ¡Gracias a mis editoras alemana, polaca y
brasileña, Maria Runge, Alicja Oczko y Frini Georgakopoulos,
por arriesgaros!
Gracias a todas las novias para las que he sido dama de
honor, que son muchas. Aunque todavía no he llegado al
nivel de 27 vestidos, mi futuro está claro.
En gran parte de este libro, seguro que parece que no sé
de lo que hablo, pero estas personas hicieron todo lo posible
por ayudarme en todo tipo de temas: Cat Dionisio, Michelle
Adamsky, Angelica Whaley, Ashley Mortensen y Adriana
Daft née Zerio se merecen el mundo entero. (Pero cualquier
cosa en la que me haya equivocado es sin duda culpa de
todas ellas, muchas gracias).
La única manera de sobrevivir a una publicación o a una
pandemia o a la publicación durante una pandemia es con
los espacios de apoyo. Gracias a mis amigas de Gremlins,
MW, Krampus, Words Are Hard y, sobre todo, a Claire, Jen,
Ali y Kate Goldbeck de The Edge Chat, que querían lo mejor
para mí y para este libro cuando yo misma no podía
desearlo. Gracias, Lucy, por cubrirme siempre las espaldas y
prepararme para el éxito. Gracias, Anna Conathan, por ser
la mejor entrenadora y por presentarme a mi diosa
creadora. Y a Mar, Cat y Amanda, gracias por ser mis
animadoras, las sidechat bitcas, las consejeras de crisis
existenciales, las primeras lectoras beta y, en general, mis
mejores amigas, con fandom o sin él.
Un agradecimiento muy especial a Fran, no solo por la
perla en la que convirtió en este libro, sino también por tu
creatividad desinteresada que lleva a tanta gente a crear
buenas historias. (Síguela en @galacticidiots en la
aplicación con la X). ¡Gracias a Abby Jimenez por el blurb
adelantado! Gracias a NikitaJobson por tus cubiertas.
Gracias por cada obra de arte que has tenido la amabilidad
de crear para mis fics. Es un honor tenerte como la creadora
de mis cubiertas y me alegro de que recibas el
reconocimiento que mereces.
A todos los que me conocen como Juls o LovesBitca8,
gracias. El fanfiction no es un trampolín hacia la publicación
tradicional. Es un hogar que siempre formará parte de mí.
Gracias a los miembros de Rights and Wrongs y a los amigos
de RoR. Gracias a todos los que me han dejado un
comentario, me han felicitado o me han dicho que mi
trabajo importa.
Gracias, Sacramento, por ser el lugar del que siempre
quieres irte, pero al que parece imposible dejar ir en tu
corazón. Cerca del setenta y cinco por ciento de los lugares
que aparecen en este libro son reales. Recomiendo visitar
esta terrible y maravillosa ciudad (pero no en verano) e ir a
la Rosaleda del parque McKinley.
Gracias a Jennifer Borasi, a Richard Weldon y a Joshua
McKinney por enseñarme a escribir y a disfrutar de las
palabras. Gracias a mi familia, sobre todo a la abuela Glo,
cuya mente sucia y humor perverso heredé, y a la abuela
Marion, de la que guardo un recuerdo: regalarle una flor. Y,
por último, y lo más importante, gracias a mis padres por
creer en mí cuando quise ser actriz, cuando quise ser
escritora de musicales y ahora, que me he convertido en
autora. A la tercera va la vencida, ¿no? Gracias a mi madre
por el título de este libro, y gracias a mi padre por leer mi
versión «editada».
Este libro es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares y sucesos son
fruto de la imaginación de la autora y están al servicio de la ficción. Cualquier
parecido con personas reales, en vida o fallecidas, lugares o sucesos es pura
coincidencia.

Título original: Forget Me Not

© 2023, Julie Soto


© 2024, de la traducción por Marta Carrascosa Cano
© 2024, de esta edición por Antonio Vallardi Editore S.u.r.l., Milán

Todos los derechos reservados

Primera edición en formato digital: junio de 2024

Newton Compton Editores es un sello de Antonio Vallardi Editore S.u.r.l.


Pl. Urquinaona, 11, 3.º 1.ª izq. Barcelona, 08010 (España)
www.newtoncomptoneditores.com
Gruppo editoriale Mauri Spagnol S.p.A.
www.maurispagnol.it

DISBN: 978-84-10080-19-5
DCódigo IBIC: FA
DDL: B 4.878-2024

DDiseño de interiores: David Pablo


DComposición: Sergi Godia
DImágenes de la cubierta: © Shutterstock
DDiseño de la cubierta: Holly Macdonald, © HarperCollinsPublishers Ltd 2023
DConversión a formato digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares


del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o
procedimiento mecánico, telemático o electrónico –incluyendo las fotocopias y la
difusión a través de Internet– y la distribución de ejemplares de este libro
mediante alquiler o préstamos públicos.

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