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30 DIAS CAMINO AL DISCIPULADO

CONTENIDO
Este curso está organizado sobre el esquema de la semana y se extiende durante seis semanas. La primera
semana se ocupa del núcleo de nuestra fe: Jesucristo. La segunda y la tercera sobre el desafío que recibimos
los creyentes: el discipulado y la misión. Las restantes tres semanas dedican atención a las herramientas que
Dios nos da para poder llevar a cabo nuestra responsabilidad en ese discipulado y misión a los que nos ha
convocado: la Biblia, y los dones del Espíritu.

COMO UTILIZARLO
La forma de este curso es la de un devocionario diario. Te vas a encontrar con que consta de seis reflexiones
y no de siete. Una de las razones es que la meditación del día séptimo ya estará dada a partir de la
participación en el culto. Allí, mediante la alabanza, la oración, y la lectura de la palabra compartida con
nuestros hermanos y hermanas en la fe, recibiremos un importante e insustituible alimento espiritual. Por
otra parte, el hecho que haya seis reflexiones, permite que en ese séptimo día “libre” podamos ponernos al
día si es que nos hemos retrasado, o algo nos quedó en el tintero en nuestra lectura semanal.

Como la forma del curso es la de un devocionario diario te sugiero que reserves un tiempo durante el día en
que puedas estar tranquilo. En ese momento, haz la lectura correspondiente para ese día, teniendo siempre
la Biblia al alcance de tu mano porque todos los días habrá textos bíblicos de referencia que será necesario
leer. Todas las citas bíblicas corresponden a la versión de Reina Valera Revisada1960 o Reina Valera
Contemporánea, excepto que en el texto se diga lo contrario. Esta elección se debe a que considera que esta
versión está al alcance de la mayoría de la gente. Por consiguiente, las abreviaturas de los nombres de los
libros de la Biblia también corresponden a esta versión.

No hagas la lectura del material y las lecturas bíblicas con apresuramiento; tómate el tiempo para pensar
sobre tu vida de fe y de tu congregación a la luz de la que estás leyendo. Si durante la lectura surgen dudas,
interrogantes o comentarios, anótalos o regístralos en tu memoria para consultarlos con el pastor o para
plantearlos en la reunión semanal de los hermanos y hermanas que están participando en este curso. Por
cierto, me parece importantísimo que quienes están siguiendo este curso se reúnan semanalmente con el
pastor, o un guía, a fin de aclarar las dudas y poner en común las reflexiones personales surgidas a partir de
las lecturas de los días anteriores. No finalices tu tiempo diario de reflexión sin tener un momento de oración,
incorporando tus propios motivos de oración a aquellos que el material te propone.

ACERCA DEL TITULO


No sólo el número siete es importante en la Biblia (por ejemplo: siete días para la creación y perdonar setenta
veces siete), también lo es el resultado de la multiplicación de siete por siete. Cuarenta y nueve años
mediaban entre un jubileo y otro (Levítico 25); cuarenta y nueve días es el tiempo que va desde Pascua a
Pentecostés. Pues bien, este curso se llama “Siete por siete” porque tiene la esperanza de poder
acompañarte en ese camino espiritual que va desde la aceptación del Jesús resucitado hasta el compromiso
con el discipulado y la misión que el Señor ha encomendado a su pueblo. Te invito a recorrer ese camino y
quiero decirte que lo hago con la más profunda convicción que la meta final no es otra que un maravilloso
jubileo: el jubileo del reino.

Daniel Oliva
Quito, Cuaresma de 2021
EDUCACIÓN CRISTIANA INTEGRAL 2
Crecimiento espiritual – 30 días camino al discipulado

LA FUERZA DEL ESPÍRITU


Semana 5

Día 1
La iglesia: don y fuerza del espíritu

Comenzamos la semana pasada diciendo que, por un lado, el discipulado y la misión cristianos son
muy exigentes pero, por otro lado, Jesús nos dice que es algo “fácil y ligero” (Mt. 11:30). Aquello
que parecía una carga imposible de llevar, el Señor lo convirtió en algo accesible dándonos la Biblia
como herramienta. Además, nos ha dado su Espíritu que nos permite discernir la Palabra de Dios y
recibir esa fuerza de Dios capaz de sostenernos e impulsarnos en medio las dificultades. En verdad,
contamos con su Espíritu que nos fortalece, nos moviliza y capacita. Leamos Juan 20.21-22:

Entonces Jesús les dijo otra vez: Paz a vosotros. Como me envió el Padre, así también yo os
envío. Y habiendo dicho esto, sopló, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo.

Vivir cristianamente es posible cuando contamos con el Espíritu Santo; él asiste de múltiples
maneras a aquellos que aceptan el llamado de Dios. Hoy vamos a referirnos a una de esas maneras
en que el Espíritu Santo se manifiesta: la Iglesia.

La palabra iglesia proviene del término griego “ekklesía” que significa asamblea o reunión del
pueblo. El cristianismo adoptó esta palabra para expresar que la Iglesia es la asamblea del pueblo
de Dios, es la comunidad reunida en respuesta al llamado de Dios. La Iglesia sólo existe en virtud de
lo que Dios, por medio del Espíritu Santo, hace en la vida de los creyentes. Para ver esto más
claramente te invito a leer Hechos 2:1-13.

21 Cuando llegó el día de Pentecostés, todos ellos estaban juntos y en el mismo lugar. 2 De
repente, un estruendo como de un fuerte viento vino del cielo, y sopló y llenó toda la casa
donde se encontraban. 3 Entonces aparecieron unas lenguas como de fuego, que se
repartieron y fueron a posarse sobre cada uno de ellos. 4 Todos ellos fueron llenos del
Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu los llevaba a
expresarse.
5
En aquel tiempo vivían en Jerusalén judíos piadosos, que venían de todas las naciones
conocidas. 6 Al escucharse aquel estruendo, la multitud se juntó, y se veían confundidos
porque los oían hablar en su propia lengua. 7 Estaban atónitos y maravillados, y decían:
«Fíjense: ¿acaso no son galileos todos estos que están hablando? 8 ¿Cómo es que los oímos
hablar en nuestra lengua materna? 9 Aquí hay partos, medos, elamitas, y los que habitamos
en Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto y Asia. 10 Están los de Frigia y Panfilia, los de
Egipto y los de las regiones de África que están más allá de Cirene. También están los
romanos que viven aquí, tanto judíos como prosélitos, 11 y cretenses y árabes, ¡y todos los
escuchamos hablar en nuestra lengua acerca de las maravillas de Dios!»
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Crecimiento espiritual – 30 días camino al discipulado

12 Todos ellos estaban atónitos y perplejos, y se decían unos a otros: «¿Y esto qué
significa?» 13 Pero otros se burlaban, y decían: «¡Están borrachos!»

El texto narra el Pentecostés cristiano. En este Pentecostés acontecen dos hechos que son
característicos. Uno de ellos es la venida del Espíritu Santo. Es interesante ver las palabras que
enmarcan este suceso: “estruendo”, “viento recio”, “lenguas como de fuego”. Todas estas son
expresiones de fuerza que ponen de relieve el carácter poderoso del Espíritu de Dios. Pentecostés
es el anuncio de que la voluntad de Dios es dotar a los creyentes con la fuerza de su Espíritu. El libro
de los Hechos de los Apóstoles, precisamente, narra todo lo que pueden llegar a hacer hombres y
mujeres sostenidos por esta fuerza de Dios. Cuando uno, maravillado, ve la vida de aquellos
primeros cristianos no debe pensar que eran gente extraordinaria: eran como nosotros, pero fueron
capaces de vivir la fe con esa intensidad porque dejaron que el Espíritu Santo actuara en sus vidas.

El otro acontecimiento característico del Pentecostés cristiano es la reunión del nuevo pueblo de
Dios. Gente proveniente de lugares diversos, que hablaba lenguas diferentes, pudo entenderse. Es
el Espíritu Santo el que obra esta comunión, de él surge y en él se fundamenta la iglesia; el Espíritu
Santo es la médula del vínculo de unidad entre los creyentes. La Iglesia no se reúne por vinculaciones
familiares, de raza o nacionalidad, políticas, o por intereses económicos, se reúne porque el Espíritu
Santo sella /efectiva su unidad. Porque la Iglesia nace y vive por el poder del Espíritu Santo, es un
don fundamental que el creyente recibe de = para asistirlo y fortalecerlo en el discipulado y en la
misión.

De lo que hemos dicho, se desprenden dos consecuencias tan claras como importantes:

1) Si la iglesia no surge de intereses familiares, étnicos, o políticos, es, por naturaleza, excéntrica.
¿Qué quiere decir esto? Que el centro, el núcleo, de la Iglesia no está en ella misma sino que está
afuera: su centro es Jesucristo. Cuando una iglesia se centra sobre sí misma, sobre sus propios
intereses, podrá tener hermosos templos, un pasado ilustre, una organización perfecta; podrá
ser poderosa política o económicamente, pero, en definitiva, carecerá de fuerza y de vida
verdadera porque no tendrá el Espíritu Santo. La Iglesia sólo puede ser tal en tanto es excéntrica;
como un satélite, ella no brilla con luz propia, su única luz es Jesucristo.
2) La Iglesia es un don para la misión. La principal razón de ser de la Iglesia no radica en lo “sagrado”
de su tradición o de su institucionalidad, sino que Dios la ha elegido para una misión: dar
testimonio de la salvación que viene del evangelio. Por lo tanto, la fidelidad de la Iglesia se juega
en su obediencia misionera. Esto quiere decir que la misión es la dueña de la Iglesia, y no al revés.
Es la Iglesia la que constantemente tiene que estar dispuesta a adaptarse y a reformarse en
respuesta a la misión. Si ella tiene otra prioridad, o si pretende adaptar o reformar la misión a su
propio gusto, dejará de contar con la guía y la fuerza del Espíritu Santo. En este caso, pierde su
fundamento y se desnaturaliza.

Ahora bien, ¿como puedo darme cuenta que la iglesia de la cual formo parte está siendo Iglesia
verdadera? ¿Cuáles son los criterios que definen a la Iglesia verdadera? La fórmula que adoptó el
Concilio de Nicea en el año 325 (luego revisada y ratificada en Constantinopla en 381) nos ayudará
a encontrar la respuesta. Ambos concilios definieron a la Iglesia como “una, santa, católica y
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Crecimiento espiritual – 30 días camino al discipulado

apostólica”. Cualquier iglesia para ser Iglesia de verdad necesariamente debe poseer estas cuatro
características esenciales. Vamos a ver qué implica cada una de ellas.

UNA –Esto no quiere decir que entre las tantas iglesias existentes una sola sea la verdadera. Cuando
una iglesia cree que es la única iglesia verdadera se convierte en una secta. Es interesante ver que
uno de los rasgos centrales del comportamiento sectario es sentirse “exclusivo”, es decir, excluir de
la verdad a los que no son ni piensan igual que yo. Por el contrario, la iglesia es “una” se da en ella
una profunda vocación de unidad. No sólo de unidad interna –esto lo veremos en los próximos días-
sino de unidad con el resto de las iglesias. A este esfuerzo por lograr la unidad entre las iglesias se
le ha llamado “ecumenismo”. Por lo tanto, podemos decir que la iglesia es “una” cuando, además
de vivir una fuerte unidad interna, en ella se manifiesta un profundo compromiso ecuménico.

SANTA –La Iglesia es “santa” porque es como una embajada. Según el derecho internacional, las
embajadas de cualquier país son inviolables porque son espacios de soberanía de esa nación,
aunque no estén dentro de su propio territorio. Lo mismo acontece con la Iglesia, es “santa” en
tanto constituye un espacio de soberanía de Dios, es “santa” porque está llamada a ser el
santuario de Dios en el mundo. Esto quiere decir que la santidad de la iglesia radica en que, estando
en el mundo no pertenece al mundo, sino que vive, piensa y siente de manera radicalmente
diferente que el mundo. Cuando la iglesia se “mundaniza”, es decir, se deja arrastrar por los valores
del mundo, automáticamente deja de ser santa.

CATÓLICA –La expresión “católica” quiere decir “universal”. Generalmente se ha entendido este
carácter “universal” en un sentido exclusivamente geográfico. Pero la Iglesia no es sólo “universal”
en la medida en que pueda expanderse por todos los rincones del universo. La universalidad de la
Iglesia se da especialmente en otro terreno; ella es “universal” cuando es de todos, cuando alcanza
a todos por igual, sin importar el sexo, la raza, la clase social o la edad. Puede haber una iglesia
que esté extendida por todo el mundo, pero si es racista, clasista, sexista o si en ella existe cualquier
tipo de discriminación, no es “universal” y, en consecuencia, tampoco es parte de la verdadera
Iglesia.

APOSTÓLICA –La Iglesia es “apostólica” porque se sostiene en el testimonio de los apóstoles. Esto
no quiere decir aceptar la doctrina de la “sucesión apostólica” que consagra a las autoridades
eclesiales –Papa, obispos- como representantes directos y únicos de los apóstoles. El carácter
apostólico no se expresa en el tipo de organización de la Iglesia, sino en su disposición para la misión.
Los apóstoles son los enviados, por consiguiente, la Iglesia es “apostólica” cuando acepta el envió
de Dios, cuando sirve obedientemente, cada día, a la causa de Jesucristo. Una iglesia “apostólica”
es aquella que da testimonio de la buena nueva del Reino de manera integral –por palabra y por
acción, en la cerca y en lo lejos, para el espíritu y para el cuerpo, desde el sentimiento y desde el
entendimiento.
Cada iglesia, sin importar el tamaño que tenga, el lugar donde esté, la forma en que se organice o
la denominación a la que pertenezca, es una actualización de la verdadera Iglesia de Jesucristo si es
“una, santa, universal y apostólica”. El Espíritu Santo está presente en cada comunidad cristiana
donde se mantienen vivas estas cuatro características. Estas comunidades son, sin duda, regalos
que Dios hace a los creyentes para asistirlos y fortalecerlos en el discipulado y la misión.

MOTIVOS PARA LA ORACIÓN


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Crecimiento espiritual – 30 días camino al discipulado

- Señor, te doy gracias por el don de tu Iglesia.


- Inspíranos, oh Dios, para que en nuestra iglesia permanezcan vivas las cuatro marcas de la
Iglesia verdadera: “una, santa, universal y apostólica”.
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Día 2
La comunidad de carismas:
Fuerza del espíritu

Ayer vimos que la Iglesia es una herramienta que Dios le da a los creyentes para asistirlos en el
discipulado y en la misión. Otra de las maneras en que Dios sustenta la vida y el testimonio de los
cristianos es por medio de los carismas. Para reflexionar acerca de este tema, te invita a leer 1
Corintios 12.

El apóstol en este capítulo utiliza distintos términos para explicar qué son los carismas: dones (v.4),
ministerios (v.5), operaciones (v.6) y manifestaciones del Espíritu (v.7). Estas cuatro fórmulas tienen
un común denominador, son todas expresiones del Espíritu Santo. Por otra parte, es necesario
aclarar que la palabra “carisma” proviene de la palabra griega “charis” que significa “gracia”.
Reuniendo estos elementos podemos hacer una primera definición: los carismas son regalos que
recibimos por la gracia de Dios mediante el Espíritu Santo.

Es importante destacar cómo Pablo coloca los carismas en el marco de la unidad y la igualdad de la
comunidad. Para el apóstol los carismas no se dan individualmente; Dios los reparte dentro de la
comunidad cristiana. Pero para poder recibirlos, la comunidad de los creyentes debe reunir una
condición básica: permitir que el Espíritu produzca relaciones de profunda unidad e igualdad.
Porque los carismas sólo existen en este marco de unidad e igualdad, su diversidad nunca puede
dar lugar al establecimiento de jerarquías espirituales. Lamentablemente, algunos creyentes
llegaron a pensar que los dones más espectaculares –una predicación subyugante, una voz o un
sentido musical maravillosos, una capacidad de liderazgo irresistible- o aquellos dones que la razón
no alcanza a comprender –obrar milagros, hablar en lenguas- son más importantes y excelsos que
los demás, y no es así. Todo lo contrario, el hecho de conferir una excelencia mayor a algunos
carismas por sobre otros, constituye un riesgo muy grande porque desencadena una serie de
rupturas dentro de la comunidad cristiana. En primer lugar se rompe la igualdad. Esto,
inevitablemente, afecta a la unidad. A la vez, la ausencia de igualdad y de unidad atenta contra la
presencia del Espíritu Santo. Y, finalmente, sin la presencia del Espíritu Santo no pueden existir los
carismas.

Otra comprensión errada acerca de los carismas es reducirlos a la esfera del gobierno de la Iglesia.
Cuando se cree que los carismas son sólo dones para la dirección y el gobierno de la comunidad
cristiana, inexorablemente se los transforma en una simple legitimación de jerarquías de poder. La
consecuencia de esto ha sido muy bien explicada por el teólogo alemán Jüergen Moltmann:

“Surgen entonces jerarquías y episcopados monárquicos, por una parte, y su contrapartida:


un pueblo totalmente pasivo e inmaduro. Surgen igualmente la apatía y las erupciones
fanáticas. La esperanza común en el Reino y los ministerios que preparan su venida al
mundo son reemplazados por las instituciones que se ocupan de la asistencia religiosa del
pueblo”.
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Moltmann nos hace ver las graves repercusiones de concebir los carismas como dones exclusivos
para el gobierno de la Iglesia. En ese caso, se produce una concentración del poder por parte de las
jerarquías, y el laicado queda reducido a un infantilismo de la fe que lo lleva a no participar en la
misión, convirtiéndose en un simple consumidor apático de religión. En más de una oportunidad
escuchamos que los laicos dicen: “Eso sólo lo pueden hacer los pastores porque son los que saben”.
¡Cuántas veces la razón de expresiones como ésta radica en creer que los carismas están
concentrados en aquellos pocos que conducen la iglesia! ¡Cuántas veces ellas son el triste reflejo de
un laicado que aún no ha llegado a vivirse de manera adulta! Y cuando el laicado no participa
activamente en la misión, la iglesia deja de ser una comunidad viva para convertirse en una
institución religiosa en la cual el carácter institucional reemplaza a la acción y a la dirección del
Espíritu.

Porque el establecimiento de cualquier tipo de jerarquía de los dones destruye la comunión en el


Espíritu, excluyendo a los carismas del seno de la comunidad, Pablo afirma que la Iglesia sólo puede
vivir en la fuerza del Espíritu, y experimentar sus diversas manifestaciones, en tanto tenga “el mismo
sentir que hubo en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como
cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo,… se humilló a sí mismo haciéndose obediente
hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2:5- 7). Según Pablo, sólo una iglesia cuyos miembros estén
dispuestos a humillarse, elevando así a los que son más débiles y parecen menos importantes,
garantiza la permanencia del Espíritu. Cuando impera esta disposición a la humildad se logra, no
sólo frenar las tendencias a la autoexaltación, sino también dignificar a los hermanos más
“pequeños”. Precisamente en esta línea Pablo dice:

“Antes bien los miembros del cuerpo que parecen más débiles, son los más necesarios; y a aquellos
del cuerpo que nos parecen menos dignos, a estos vestimos más dignamente; y a los
que en nosotros son menos decorosos, se tratan con más decoro. Porque los que en nosotros son
más decorosos, no tienen necesidad; pero Dios ordenó al cuerpo, dando más abundante honor al
que le faltaba, para que no haya desavenencia en el cuerpo, sino que los miembros todos se
preocupen los unos por los otros.” (1 Co. 12:22- 25)

En conclusión, los carismas no son privilegios individuales, son “servicios” que de manera diversa
Dios pone en las manos de todos los miembros de la comunidad, cuando la iglesia vive la unidad
y la igualdad que el Espíritu gesta. Los carismas son dones del Espíritu que capacitan al pueblo de
Dios para la misión de anunciar el Reino; NO son capacidades para desempeñar cargos
institucionales a los que sólo pueden acceder unos pocos. Porque los carismas no establecen
jerarquías, no pueden exaltar ni afirmar a otro que no sea Cristo, el Señor. Carismas y afirmación
del señorío de Cristo están estrechamente conectados (v.3). Precisamente porque los carismas sólo
existen en tanto afirman el señorío de Cristo, no debemos confundirlos con los talentos personales.
Uno puede tener un gran talento para la música, pero eso no necesariamente constituye un
“carisma”. Para que ese talento llegue a ser un “carisma”, no debemos considerarlo un beneficio
personal, sino ponerlo al servicio de la misión y de la edificación de la comunidad de la fe. Es
imposible acceder a los dones del Espíritu sin una activa participación en la misión y un profundo
compromiso comunitario. Tal vez estés pensando “Pero ¿cuál es la diferencia? Igual sigue siendo un
don para la música…” Si es un “carisma” prepara el Reino de Dios, si no lo es, no pasará de ser algo
bueno o bello. El “carisma” siempre tiene la densidad de lo trascendente. Un “carisma” es capaz de
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traspasar los límites de nuestra vida para conectarse con el Reino y ser fermento de una nueva vida,
como la levadura que transforma la masa. ¡La diferencia no es pequeña!

Por último, hay que señalar que los carismas son dinámicos, varían de acuerdo a lo que exige la
misión y el discipulado en cada momento histórico. Lo que nunca cambia es la certeza de que Dios,
mediante su Santo Espíritu, provee a la comunidad cristiana con los dones necesarios para poder
cumplirlos.

MOTIVOS PARA LA ORACIÓN


- Señor, que la seguridad de contar con los dones de tu Espíritu me permitan, cada día, estar
dispuesto a enfrentar los desafíos de la misión y el discipulado, sin importar qué tan difíciles
o exigentes puedan parecer.
- Libra, oh Dios, a mi congregación de creer que tú derramas tus dones sólo sobre unos pocos,
o que los carismas de algunos hermanos son mejores que los de otros.
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Día 3
La fuerza del amor

Ayer vimos que, mediante el Espíritu Santo, Dios entrega a los creyentes, en la comunidad de la fe,
los dones necesarios para el discipulado y la misión. En esa diversidad de carismas hay uno que se
destaca, que es superior a los demás: el amor. El pasaje que guiará nuestra reflexión hoy esta en 1
Co. 12:31 – 13:13.

Cuando Pablo dice que el amor es el mejor don de Dios, parece contradecir lo que afirmamos ayer
acerca de que no hay carismas más excelentes que otros. Pero en realidad, no se trata de una
contradicción sino que para el apóstol, el amor está en una frecuencia distinta a la del resto de los
dones. Esto explica por qué él habla del amor por separado y no lo coloca en las listas de carismas
que aparecen en el capítulo 12.Y precisamente porque para Pablo el amor está en una frecuencia
especial, no se lo puede comparar con los demás carismas y, menos aún, pretender establecer o
legitimar cualquier tipo de jerarquía de dones.

¿Por qué el amor es diferente del resto de los carismas? Primero, porque el amor es un don para
“todos”, no sólo para una parte de la comunidad cristiana. Todos los creyentes están llamados “por
igual” a vivir en el amor de Dios. En segundo lugar, el amor es lo que garantiza la “unidad” y “la
igualdad” en la iglesia. Podemos afirmar, entonces, que el amor es diferente, que opera en una
frecuencia distinta, porque el amor es la condición necesaria para la existencia de los demás
carismas.

El amor no sólo es condición esencial para la existencia de las distintas manifestaciones del Espíritu
dentro de la Iglesia; es esencial para la existencia misma de la Iglesia. La Iglesia no es una suerte de
vinculación circunstancial para el cumplimiento de ciertos objetivos, ni es una agrupación funcional
al logro de determinados programas. La Iglesia es “reunión”, es “comunidad”, su mismo ser hace a
la misión, es decir, la misión se juega en la calidad de la relación entre sus miembros. Hay una clara
vinculación entre el tipo de relación que la Iglesia vive y la credibilidad del mensaje del cual ella es
portadora. Precisamente esto es lo que enseña el evangelio de Juan: “que también ellos sean uno
en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste” (Jn. 17:21). Aquí vemos cómo unidad de
la Iglesia y credibilidad del evangelio van juntas. El amor jamás puede ser algo accesorio u opcional
en la Iglesia porque el discipulado y la misión se ven directamente afectados por la forma en que se
relacionan sus miembros. Es imposible concebir el discipulado y la misión sin la fuerza del amor. Por
tal razón, para el pueblo de Dios el amor debe ser en todos y para todos.

Además, para los creyentes el amor no es algo opcional porque en el cristianismo el amor a Dios
se certifica mediante el amor a los demás. El apóstol Juan afirma esto por medio de un texto muy
conocido:

“Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su
hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?” (1Jn. 4:20)

El texto no deja lugar a dudas, no hay amor a Dios que no se concrete en amor al hermano.
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Pero volvamos al texto de 1 Corintios que leímos al comienzo. Es interesante ver cómo Pablo se
refiere al amor como algo que hay que buscar, que hay que procurar (12:31). Esto nos plantea el
siguiente interrogante: ¿por qué tengo que procurar amar y no dejar que ello surja natural y
espontáneamente? En la comunidad cristiana es necesario una “disposición” para el amor que
vaya más allá de las inclinaciones espontáneas de cada uno, porque los hermanos y hermanas de
la iglesia no han sido elegidos por uno. Porque nosotros no los hemos elegido, en muchos casos
nos encontramos con hermanos que no nos caen simpáticos y con quienes no tenemos una afinidad
natural. Pero a pesar de ello, igualmente debemos amarlos porque son un don de Dios; el Señor ha
entrecruzado nuestros caminos para que juntos hagamos visible cuánto él nos ama. Y así como Dios
franqueó todas las barreras para manifestarnos su amor, nosotros también debemos disponernos
a trascender los límites del amor espontáneo y natural.

Otra cosa que resulta clara en el texto de Pablo es que el amor cristiano no es un sentimiento etéreo.
Por el contrario, tiene contenidos muy concretos que alcanzan a todos los niveles de la existencia:
personal y social, espiritual y material; así lo describe Pablo en 1 Co. 13:4-8, si el amor de Dios,
manifestado en Jesucristo, llegó hasta la cruz, el amor de la comunidad cristiana debe ser un fiel
reflejo de ese amor, que no nos deja las más mínima posibilidad de concebirlo románticamente. Por
otra parte, el hecho que abarque todos los niveles de la existencia, nos impide reducirlo a la simple
calidez de las relaciones durante las reuniones semanales para la adoración o el estudio de la Biblia.
El amor cristiano no es circunstancial, es un compromiso que debe trascender los momentos en
que la Iglesia se encuentra reunida y, a la vez, debe constituir un fuerte impulso para que los
miembros de la Iglesia busquen estar más tiempo juntos a fin de crecer en su relación de amor.

Pablo tiene la certeza de que el amor no es un sentimiento idealista que no sirve para nada. Lo que
no sirve es la falta de amor –“si no tengo amor, de nada me sirve” (13:3). El apóstol con esta
afirmación parece dirigirse directamente a nosotros. Hoy vivimos una cultura donde el pragmatismo
ha sido elevado a la categoría de lo fundamental: las cosas valen si sirven, si no se las descarta. Estoy
convecido de que este pragmatismo es una de las razones más importantes para poder explicar
tanto desprecio por cosas que verdaderamente son sustanciales: la vida, la justicia, la verdad. A la
luz de este pragamatismo, una gran cantidad de personas ha llegado a pensar que el amor es algo
ineficaz e inservible. Contrariamente a esto, el apóstol sostiene que el amor es eficaz. Es más, el
amor es la fuerza más eficaz e insustituible para modelar una vida mejor. Sin amor cualquier
esfuerzo por la justicia, por la verdad, por transformar este mundo en algo diferente, que permita
condiciones más plenas de vida para todos, será en vano. Esto lo expresa bellamente León Gieco:

Debes amar; arcilla que va en tus manos.


Debes amar; su arena hasta la locura.
Y si no, no lo emprendas que será en vano.
Sólo el amor alumbra lo que perdura.
Sólo el amor convierte en milagro el barro.

Debes amar; el tiempo de los intentos.


Debes amar; la hora que nunca brilla.
Y si no, no pretendas tocar lo cierto.
Sólo el amor engendra la maravilla.
Sólo el amor consigue encender lo muerto.
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Sí, sólo el amor tiene la fuerza de la vida, sólo el amor es capaz de romper las ataduras con las cuales
la muerte nos paraliza: el miedo, la insensibilidad, la soledad, la tristeza, la falta de esperanza...

Esta eficacia de amor se debe a que posee la densidad de lo trascendente. El amor, por ser la fuerza
que Dios nos da para colaborar en el alumbramiento del hombre nuevo, es capaz de perdurar, de
trascender el presente. Muchas cosas se acabarán, pero “el amor nunca deja de ser” (13:8) dice el
apóstol, y no deja de ser porque está íntimamente ligado con el futuro. Estar dispuesto a vivir en el
amor de Dios nos conecta con el futuro, nos permite vislumbrar que el presente no agota nuestras
posibilidades de vida. Por eso Pablo puede llegar a decir: “el amor todo lo espera” (13:7).
Ciertamente, en el amor la esperanza siempre es posible.

Porque el amor es una fuerza capaz de crear vida, capaz de permitirnos ver más allá del presente
con los ojos de la esperanza, porque muchas cosas pasarán, pero el amor “nunca deja de ser”, es
que Dios nos ha otorgado este don maravilloso. Y nos lo ha dado de una manera concreta y palpable:
los hermanos y hermanas de la comunidad de la fe. Sí, para que podamos obtener esa fuerza que
nos sostiene en nuestra vida de discipulado y que nos permite enfrentar la misión de ser testigos
del Reino, el Señor nos ha dado la bendición de una nueva familia.

“Jesús respondió: Les aseguro que cualquiera que por mi causa y por causa del mensaje de
salvación haya dejado casa, o hermanos, o hermanas, o madre, o padre, o hijos, o terrenos,
recibirá ahora en este mundo cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y
terrenos, aunque con persecuciones; y en el mundo venidero recibirá la vida eterna.” (Mc. 10:29-
30, “Dios habla hoy”)
Como dice Marcos, Dios nos da mucho más de lo que nos pide, pero para poder descubrir su gracia,
primeramente tenemos que estar dispuestos a ponernos en marcha siguiendo obedientemente al
Maestro. No se puede experimentar la presencia y la fuerza del Espíritu Santo sin lanzarse a vivir
como discípulos y como testigos del Reino.

MOTIVOS PARA LA ORACIÓN


- Padre, te doy gracias por los hermanos y hermanas de la iglesia. Te doy gracias por todos
ellos, por los que me resultan agradables y con quienes la relación es fácil, al igual que por
aquellos con quienes no tengo una afinidad natural. Te agradezco porque ellos son clara
manifestación de la bendición de tu amor.
- Señor, ayúdanos, en la iglesia, a crecer en el amor hasta que éste llegue a ser un fiel reflejo
de tu amor por cada uno de nosotros.
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Día 4
Los sacramentos (I)

La Iglesia ha denominado “sacramento” a aquellos actos que conectan de una manera muy especial
a los creyentes con Dios. Son “momentos sagrados” mediante los cuales Dios, a través del Espíritu
Santo, le comunica al cristiano su inconmensurable amor y gracia. En esos “momentos sagrados” el
Espíritu de Dios da testimonio a nuestro espíritu que, a pesar de que Jesús no esté presente
físicamente, igual sigue siendo Emanuel: el Dios que está con nosotros (Mt. 1:13). Los sacramentos,
a la vez que son espacios privilegiados de comunión con Dios, constituyen también momentos
decisivos donde el creyente, públicamente, da testimonio de su compromiso con Dios o de la
renovación de esa relación de “pacto” a la que él nos llama.

Dijimos que los sacramentos comunican la gracia de Dios, pero para poder recepcionar esa gracia
se requiere una actitud previa, es necesario primero tener fe. La persona que participa de los
sacramentos sin fe permanecerá sorda e insensible a lo que Dios allí manifiesta. En ese caso los
sacramentos no pasarán de ser una ceremonia religiosa más, es decir, el carácter sagrado de ese
momento se perderá, quedará oculto.

Las iglesias evangélicas reconocemos como sacramentos el Bautismo y la Santa Cena. Por su parte,
la iglesia católica romana considera que los sacramentos son siete, y no dos. Para nosotros sólo el
Bautismo y la Santa Cena tienen este carácter especialmente sagrado porque Jesús expresamente
nos mandó realizarlos; los otros cinco, reconocidos por el catolicismo, no pueden sustentarse en un
mandato explícito del Señor.

El sacramento del Bautismo tiene como contenido sustancial la incorporación del creyente a Cristo
y la recepción del Espíritu Santo (1 Co. ¿). Esto es posible porque en el Bautismo se produce una
especie ¿del creyente. Sin pasar primero por esta muerte, no puede llegar ¿vida en Cristo sostenida
por la fuerza del Espíritu. Pero para ver de qué muerte estamos hablando, antes de seguir, lee
Romanos 6:1-14.

Pablo dice que por el Bautismo somos sepultados con Cristo, es decir, hermanos muerto al pecado.
Sólo el que es bautizado en la muerte de Cristo puede participar de una nueva vida. La condición
para que se produzca un nuevo nacimiento en nosotros, es que el hombre viejo que vive bajo el
signo del pecado muera a los pies de la cruz de Cristo. Precisamente es esta muerte del hombre
viejo, y el nacimiento de un nuevo hombre, lo que simbolizaba la inmersión en las aguas, forma en
que originalmente se practicaba el bautismo. Además, el Bautismo le asegura al creyente que podrá
vivir esa nueva vida bajo el señorío de Cristo, es decir, podrá enfrentar las exigencias del discipulado
porque le ha sido otorgada la fuerza del Espíritu. El Bautismo, entonces, puede ser definido como el
signo visible de que el cristiano ha colocado su vida bajo la soberanía de Cristo. Ya no vive más
para sí, porque ha muerto al pecado; ahora vive para Dios, y su vida le pertenece a Él.

El Bautismo cristiano no se practica por tradición sino que se coloca en la misma línea de conversión
y arrepentimiento que el bautismo practicado por Juan el Bautista (Mt. 3. 1-6). Lamentablemente,
las iglesias muchas veces hemos permitido que se lo convirtiera en una especie de rito de iniciación
de la vida o de tradición familiar y social, olvidando que, fuera del marco de la conversión, el
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Crecimiento espiritual – 30 días camino al discipulado

Bautismo pierde su significado fundamental: confesar públicamente a Jesús como único Señor de
nuestra vida. Ahora bien, si el Bautismo siempre requiere una confesión de fe, seguramente
preguntarás: ¿Y qué pasa con los niños pequeños que no tienen fe? Pues bien, el Bautismo de niños
también exige una confesión de fe, en este caso por parte de los padres.

El Bautismo de niños ha sido un tema muy debatido en toda la Iglesia y aquí, por cuestión de tiempo,
no entraremos en ese debate; tan sólo haré una aclaración: Todo Bautismo está compuesto por algo
exterior, lo “formal”, que es la ceremonia, y por algo interior, lo “sustancial”, que es el contenido,
el significado. Cuando el que se bautiza es un adulto, lo hace por una decisión propia y consciente
de fe, por lo tanto, la ceremonia y el contenido se dan juntos, lo “formal” y lo “sustancial” se viven
simultáneamente. Pero si el bautizado es un niño pequeño, que no tiene conciencia de lo que está
sucediendo, para él la ceremonia y el significado se darán por separado. Tomando la fe de sus padres
como plataforma, es como si hubiera un “adelanto” del Bautismo: se le anticipa lo formal, la
ceremonia, y lo sustancial, el significado, queda como en “suspenso” hasta el momento en que ese
niño crezca y, conscientemente, tome la decisión de confirmar su Bautismo. En la iglesia Mestodista,
esta confirmación se da cuando uno se hace miembro de la iglesia. La recepción de miembros no
es, entonces, un asunto meramente administrativo, por el contrario, tiene un profundo significado
espiritual. Pues bien, en el momento en que el Bautismo se confirma la ceremonia –lo “formal”- y
el contenido –lo “sustancial”- se reúnen. Con pesar debo decir que muchas veces, las iglesias
cristianas hemos estado más inclinadas a debatir, o a enfatizar, las diferencias en los aspectos
formales que a subrayar y aclarar el significado esencial del Bautismo.

Precisamente acerca del significado, también debemos señalar que incorporarse a Cristo implica,
necesariamente, incorporarse al cuerpo de Cristo, esto es: la Iglesia. Con relación a esto, el teólogo
alemán Dietrich Bonhöeffer, decía:

“El cuerpo de Cristo es su comunidad. Jesucristo es a la vez él mismo y su Iglesia (1Co.


12:12). Jesucristo, después de pentecostés, vive en la tierra bajo la forma de su cuerpo, la
Iglesia. En ella se encuentra su cuerpo crucificado y resucitado, en ella se encuentra la
humanidad que él adoptó. Por eso, ser bautizado significa convertirse en miembro de la
Iglesia, en miembro del cuerpo de Cristo (Gá. 3:28; 1 Co. 12:13). Por eso, estar en Cristo
significa estar en la Iglesia.”
Así como no hay Bautismo sin conversión y sin confesión de la fe, tampoco puede haberlo
sin compromiso con la Iglesia.

Otro elemento que no se puede desconocer es que el Bautismo está directamente ligado a la misión.
Los evangelios cuentan que en el momento en que Juan bautizaba a Jesús, el Espíritu desciende
sobre él, y a partir de ese acontecimiento, Jesús queda “preparado” para iniciar la misión. A la luz
de este dato podemos decir que en tanto el Bautismo nos incorpora a Cristo, nos incorpora también
a su misión. Resulta significativo ver cómo, para Mateo, el Bautismo cristiano se da en conexión con
el mandato de evangelizar (Mt. 28:19). Y para el apóstol Pablo, el Bautismo se corresponde con la
convocatoria hecha por Jesús al seguimiento y al discipulado. Por lo tanto, a través del Bautismo, el
creyente y toda la comunidad cristiana se comprometen con la misión de Jesucristo. El Bautismo
es, entonces, un signo eminentemente misionero; es un signo que marca la vida de aquellos que
se han puesto al servicio del Reino y que saben que en esa tarea contarán con la fuerza del Espíritu.
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Crecimiento espiritual – 30 días camino al discipulado

MOTIVOS PARA LA ORACIÓN


- Padre, te doy gracias porque nos has dado en los sacramentos un signo visible de tu amor y
de tu gracia mediante el don del Espíritu Santo.
- Ayúdanos a confirmar diariamente nuestro bautismo, viviendo fielmente bajo el señorío de
tu Hijo Jesucristo, asumiendo un fuerte compromiso con la misión y con la comunidad de la
fe.
EDUCACIÓN CRISTIANA INTEGRAL 15
Crecimiento espiritual – 30 días camino al discipulado

Día 5
Los sacramentos (II)

La Iglesia ha denominado “sacramento” a aquellos actos que conectan de una manera muy especial
a los creyentes con Dios. Son “momentos sagrados” mediante los cuales Dios, a través del Espíritu
Santo, le comunica al cristiano su inconmensurable amor y gracia. En esos “momentos sagrados” el
Espíritu de Dios da testimonio a nuestro espíritu que, a pesar de que Jesús no esté presente
físicamente, igual sigue siendo Emanuel: el Dios que está con nosotros (Mt. 1:13). Los sacramentos,
a la vez que son espacios privilegiados de comunión con Dios, constituyen también momentos
decisivos donde el creyente, públicamente, da testimonio de su compromiso con Dios o de la
renovación de esa relación de “pacto” a la que él nos llama.

Dijimos que los sacramentos comunican la gracia de Dios, pero para poder recibir esa gracia se
requiere una actitud previa, es necesario primero tener fe. La persona que participa de los
sacramentos sin fe permanecerá sorda e insensible a lo que Dios allí manifiesta. En ese caso los
sacramentos no pasarán de ser una ceremonia religiosa más, es decir, el carácter sagrado de ese
momento se perderá, quedará oculto.

Las iglesias evangélicas reconocemos como sacramentos el Bautismo y la Santa Cena. Por su parte,
la iglesia católica romana considera que los sacramentos son siete, y no dos. Para nosotros sólo el
Bautismo y la Santa Cena tienen este carácter especialmente sagrado porque Jesús expresamente
nos mandó realizarlos; los otros cinco, reconocidos por el catolicismo, no pueden sustentarse en un
mandato explícito del Señor.

Describimos el Bautismo como el punto de partida, el inicio del compromiso del creyente con la
misión y con la comunidad misionera. Por su parte, el otro sacramento, la Santa Cena, es lo que
permanentemente nos alimenta y nos fortalece en ese compromiso. Busquemos una imagen que
nos ayude a entender la relación. Piensa, por ejemplo, es un automóvil: para ponerse en marcha
necesita el encendido, que debe funcionar correctamente, y luego, un combustible de buena calidad
para circular sin problemas. Pues bien, el cristiano es como un automóvil, para recorrer el camino
del discipulado, le hace falta tanto el bautismo, que es el momento donde el motor se enciende,
como la Santa Cena, el combustible que permite sostener la marcha. Antes de continuar con esta
reflexión, te invito a leer 1 Co. 11:23-28.

1123 Yo recibí del Señor lo mismo que les he enseñado a ustedes: Que la noche que fue
entregado, el Señor Jesús tomó pan, 24 y que luego de dar gracias, lo partió y dijo: “Tomen
y coman. Esto es mi cuerpo, que por ustedes es partido; hagan esto en mi
memoria.” 25 Asimismo, después de cenar tomó la copa y dijo: “Esta copa es el nuevo
pacto en mi sangre; hagan esto, cada vez que la beban, en mi memoria.” 26 Por lo tanto,
siempre que coman este pan, y beban esta copa, proclaman la muerte del Señor, hasta que
él venga.
27 Asíque cualquiera que coma este pan o beba esta copa del Señor de manera indigna,
será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor. 28 Por tanto, cada uno de ustedes debe
examinarse a sí mismo antes de comer el pan y de beber de la copa.
EDUCACIÓN CRISTIANA INTEGRAL 16
Crecimiento espiritual – 30 días camino al discipulado

En este texto Pablo nos dice que la Santa Cena es un “hacer memoria”, es recordar el inmenso amor
de Cristo, un amor tan grande que llegó hasta la cruz por nosotros. Este “hacer memoria” no es
simplemente acordarse de un dato que pertenece al pasado sino, por el contrario, hacer presente
ese dato. En tal sentido, cabe señalar que la palabra “recordar” etimológicamente significa “volver
a traer al corazón”. Entonces, ese “hacer memoria” que se da en la Santa Cena actualiza en el
corazón de los creyentes la presencia de Cristo y su inconmensurable amor. Sin esa comunión, el
creyente no puede sostenerse en el discipulado, necesita, pues, ese “combustible” para poder
mantenerse en marcha.

Es más, como el verdadero motor de la misión es el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, si el
cristiano, a través del Espíritu Santo, no renueva la experiencia de este amor, irreversiblemente
perderá el dinamismo misionero. Debemos tener bien claro que el motivo fundamental de la
evangelización no es otro que el amor. No se evangeliza por una demanda institucional de la iglesia
–crecer para hacer un uso acorde al tamaño de sus instalaciones, o para darle sentido a la estructura
organizativa existente, o para aumentar las ofrendas. Se evangeliza por amor, por el amor que Dios
ha derramado en nuestro corazón y por el amor al prójimo. Los creyentes damos testimonio del
evangelio porque sabemos, a ciencia cierta, cuán diferente es vivir en comunión con Dios, es decir,
sostenidos por la fuerza del Espíritu. Cuando la iglesia no evangeliza, cuando deja de ser misionera,
significa que también ha dejado de amar a Dios y al prójimo, lo cual es un grave delito. Más aún,
podríamos decir que la iglesia se suicida, no sólo porque al no crecer en número compromete su
futuro sino, fundamentalmente, porque el no amar equivale a permanecer en la muerte. Esta
expresión tan dura no es una ocurrencia mía, es lo que plantea el apóstol Juan en 1 Jn 3:14-15:

314 En esto sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida:en que amamos a los
hermanos. El que no ama a su hermano, permanece en la muerte. 15 Todo aquel que odia
a su hermano es homicida, y ustedes saben que ningún homicida tiene vida eterna
permanente en él.

Palabras duras, ¿verdad? Pero son palabras con autoridad apostólica. Cuando la iglesia no
evangeliza, deja de proclamar la vida y se asocia con la muerte, deja de ser una comunidad viva para
convertirse en un mausoleo de la fe. La Santa Cena es, pues, ese momento sagrado donde, de una
manera muy especial, Dios derrama su gracia, nos regala ese “combustible” que es capaz de
avivar el fuego de nuestro compromiso misionero y del amor que es manifestación de vida eterna.

Un elemento que ratifica esta vinculación tan estrecha entre la Santa Cena y la misión es que este
sacramento está emparentado con lo que se ha llamado el “banquete mesiánico”. En el pueblo de
Israel existía la idea de que el Reino de Dios iba a ser anticipado por un gran banquete, preparado
por Dios, al cual serían invitados todos los pueblos. El profeta Isaías lo cuenta así:

256 En este monte el Señor de los ejércitos ofrecerá un banquete a todos los
pueblos. Habrá los manjares más suculentos y los vinos más refinados. 7 En este
monte rasgará el velo con que se cubren todos los pueblos, el velo que envuelve a
todas las naciones. 8 Dios el Señor destruirá a la muerte para siempre,enjugará de
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Crecimiento espiritual – 30 días camino al discipulado

todos los rostros toda lágrima, y borrará de toda la tierra la afrenta de su pueblo. El
Señor lo ha dicho.
9 Enaquel día se dirá: “¡Éste es nuestro Dios! ¡Éste es el Señor, a quien hemos
esperado! ¡Él nos salvará! ¡Nos regocijaremos y nos alegraremos en su salvación!”

Ver la Santa Cena a la luz de este “banquete mesiánico” nos permite afirmar que cada vez que
celebramos este sacramento, recordamos que el Reino “ya” ha sido inaugurado, que el Mesías
esperado “ya” fue enviado en Jesucristo, y que la muerte “ya” ha sido vencida por su resurrección.
Indudablemente, esta certeza y esta alegría renuevan las fuerzas del pueblo de Dios para ratificar
su compromiso de anunciar el evangelio del Reino, y de anticiparlo con las actitudes cotidianas. Tal
seguridad y tal gozo deben expresarse en el momento de la Santa Cena, porque la comunidad
reunida en torno al pan y al vino celebra una fiesta, la fiesta del amor y la esperanza. El hecho que
celebremos la “comunión” con alegría no quiere decir que seamos irreverentes, todo lo contrario.
Suele suceder que los cristianos confundimos reverencia con adustez y alegría con
irresponsabilidad, y hacemos mal.

Por otra parte, la Santa Cena fortalece el discipulado cristiano y la vocación misionera de la
comunidad de la fe, porque ella constituye un espacio de profunda comunión con el Señor
resucitado. Por medio de este sacramento el Espíritu Santo comunica a los creyentes la fuerza de la
resurrección. Resulta significativo el hecho que la mayoría de los encuentros de los discípulos con el
Señor resucitado se dan en el contexto de la comida en común: en el aposento alto (Mc. 16:14-15 y
Lc. 24:36-48); en la pasada de Emaús (Lc. 24: 36-48) y en la playa de Tiberias (Jn. 21: -1-14).

Si volvemos al texto de Pablo, allí se puede observar un claro énfasis en la cruz: “Esto es mi
cuerpo, que por ustedes es partido…” (v.24), “esta copa es el nuevo pacto en mi sangre” (v.25),
“proclaman la muerte del Señor, hasta que él venga.” (v.26). Para Pablo, la comunión con el
resucitado y la sintonía con el Reino sólo son posibles en virtud de la cruz. La cruz, la entrega que
Jesús hace de su vida, es la atmósfera que “vuelve a traer al corazón” la gracia y el amor de Dios.
Sólo podrá haber discipulado y misión, sólo contaremos con la fuerza del resucitado, en tanto
estemos dispuestos a entregarle nuestra vida una y otra vez, en correspondencia a la entrega
que él hizo primero en la cruz. La Santa Cena es esa oportunidad, que reiteradamente Dios nos
ofrece, de volver a consagrar nuestra vida, de renovar el pacto.

Finalmente, no podemos ignorar la observación que hace Pablo acerca de comer y beber “de
manera indiga” (v.27). El apóstol dice que la consecuencia de esto es grave: “será culpado del
cuerpo y de la sangre del Señor”. Por lo tanto, es necesario que nos preguntemos cuándo nos
acercamos “indignamente” a la mesa de la comunión. Pues bien: no somos dignos de la
“comunión” cuando no estamos en comunión con nuestros hermanos. Muchas veces nos hemos
perdido en discusiones acerca de si el pan y el vino se convierten en el verdadero cuerpo y sangre
de Jesucristo o son símbolos; si debemos usar un cáliz o copitas; si hay que beber vino o jugo de
uva, etc. En realidad, sólo hay una celebración digna cuando los creyentes viven relaciones de
amor que hacen visible la “unidad” y la “igualdad” en la congregación (tal como desarrolla el
apóstol Pablo en 1 Co. 12). La Santa Cena es un acto eminentemente comunitario. Si lo hacemos
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Crecimiento espiritual – 30 días camino al discipulado

sin amor, sin espíritu de unidad e igualdad, comemos y bebemos indignamente, porque vaciamos
de contenido el sacramento y lo reducimos a un simple ritual.

También le robamos el sentido a este sacramento y, en consecuencia, participamos indignamente,


cuando no estamos dispuestos a renovar el “pacto” con Dios. No somos dignos de lo que allí se
celebra si no está presente en cada creyente, y en la comunidad toda, una firme decisión de
consagrarse al discipulado y a la misión.

MOTIVOS PARA LA ORACIÓN


- Señor, que cada vez que participemos de la Santa Cena la fuerza de la presencia de tu Espíritu
reavive en mí, y en mi comunidad, el fuego del amor de los unos por los otros y por la misión.
- Que así como tú te entregaste por nosotros, Señor, lo cual recordamos en el pan y el vino
compartidos, nosotros también estemos dispuestos a renovar el pacto, a consagrar nuestra
vida a la causa del evangelio.
EDUCACIÓN CRISTIANA INTEGRAL 19
Crecimiento espiritual – 30 días camino al discipulado

Día 6
La oración apuntala el discipulado

Esencialmente, la oración es una experiencia de comunión y de encuentro con Dios. Ella nos abre
un espacio de intimidad y cercanía, a partir del cual podemos descubrir a un Dios que quiere
establecer una relación personal con nosotros. En la oración podemos dirigirnos confiadamente a
Dios como “Abba Padre” (Mr. 14:36; Ro. 8:15; Gl. 4:6) y sentir, en lo profundo de nuestro espíritu,
a un Padre cariñoso y misericordioso que conoce y ama entrañablemente a cada uno de sus hijos e
hijas. No es por casualidad, entonces, que nosotros generalmente comenzamos nuestras oraciones
llamando a Dios “Padre”.

Precisamente esta experiencia de encuentro con un Dios que se revela con el rostro de un Padre
amante, es lo que Jesús proclama con gran plasticidad y belleza en la “parábola del hijo pródigo”
(Lc. 15: 11-32). Si tomamos la imagen de esta parábola, podemos afirmar que la oración constituye
para los hombres y mujeres de fe una constante posibilidad de regresar, de reencontrarnos con
nuestro Padre celestial. No importan nuestras cargas ni nuestras culpas, este Padre está siempre
dispuesto a aceptarnos y recibirnos nuevamente con amor y alegría.

La oración cristiana se hace siempre, ineludiblemente, en el nombre del Señor. Tampoco es por
casualidad, o por una cuestión de mero formalismo, que terminamos nuestras oraciones “en el
nombre de Jesús”. Esta expresión implica una profunda confesión de fe. Cuando ponemos nuestra
oración delante de Dios en “el nombre de Jesús”, quiere decir que apelamos a su bendita autoridad
y poder. Tiene sentido orar, y podemos llegar a hacerlo, precisamente porque confiamos en un
Señor victorioso cuyo amor puede más que la muerte y la desesperanza, y cuya gracia siempre
puede más que nuestras infidelidades.

Por otra parte, orar en el nombre de Jesús implica nuestra disposición a estar en comunión con él.
En la oración cristiana, el creyente subordina el contenido de su oración a una actitud de
consagración y seguimiento del Señor. Orar en el nombre de Jesucristo es buscar que nuestra
oración, por sobre todas las cosas, sea un “alinearnos”, un identificarnos con su Reino. Para decirlo
de otra manera, se ora cristianamente siempre y cuando esa oración sea un intento decidido de
caminar con él, por donde él nos quiere llevar, y no por dónde nosotros queremos, o se nos ocurre
ir.

En tal sentido, resulta por demás significativo observar que en los evangelios, dos de las principales
oraciones de Jesús tiene un horizonte máximo en la expresión “hágase tu voluntad” (Mt. 6:10; Lc.
22:42). Por cierto ¿podemos pretender que nuestra vida y nuestra oración sean un ¿con Jesús, si no
estamos prontos a vivir nuestra fe como discipulado obediente, sin otra prioridad que la de hacer la
voluntad del Señor.

La verdadera oración cristiana, aquélla que se hace en el nombre del Señor, requiere una absoluta
disposición a confiar en que no hay fuerza más poderosa que la del amor de Dios, manifestado en
Jesucristo, y que no hay otra fe que el ponernos obedientemente en sus manos.
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Crecimiento espiritual – 30 días camino al discipulado

Cuando leemos los evangelios descubrimos cuántas veces se utilizan palabras como “sorpresa”,
“atónitos”, “quedarse maravillados” para describir la sensación de aquellos cuyas vidas se
confrontaron con Jesús. En realidad, cuando la fe pierde este componente de sorpresa, se agota en
un ritualismo vacío, o en una ideología que se presenta y justifica como tradición, y que, tal vez,
tenga la pretensión de ser “la correcta forma de creer” pero que, al fin y al cabo, no es otra cosa
que una inercia espiritual. Para que la fe no quede reducida a la acción residual de una experiencia
del pasado, para que Dios confronte una y otra vez nuestra vida desde su novedad, es necesario que
el creyente adquiera esa apertura de mente y corazón que nos hace capaces de sorprendernos y
maravillarnos constantemente con el llamado y la revelación del Hijo de Dios.

La oración constituye uno de los instrumentos más idóneos, un instrumento privilegiado para
preparar el terreno para la siembra que Dios quiere hacer en nuestro corazón. Cada vez que oramos
buscando la novedad que Dios tiene para nuestra vida, esa oración nos prepara para descubrir las
huellas y señales de la presencia de Dios. Esa oración va acondicionando nuestro espíritu para
recibir lo que Dios nos quiere dar, escuchar lo que nos quiere decir y ver lo que nos quiere mostrar.
La oración mantiene nuestra fe en esa actitud de “vigilia” permanente que Jesús les reclama a sus
discípulos (Mt. 24:42; 26:41; Mc. 13: 35-37; Lc. 21:36). Sin ese estar alerta, sin esa disposición a
dejarnos sorprender por Dios a cada momento, los nuevos desafíos para nuestro discipulado y su
presencia fortalecedora, seguramente pasarán de largo frente a nosotros.

Muchos de nosotros nos hemos preguntado alguna vez cómo se ora. De alguna manera, esta misma
pregunta se hicieron los discípulos, y por eso le pidieron a Jesús que les enseñara a orar. En
respuesta a ese pedido, Jesús presenta el Padre Nuestro. Lee este pasaje en Lucas 11: 1-12:1

111Una vez, Jesús estaba orando en un lugar; cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo:
—Señor, enséñanos a orar, lo mismo que Juan enseñó a sus discípulos. a
2Jesús les dijo: —Cuando oren, digan:b

‘Padre,c santificado sea tu nombre.d


Venga tu reino.
3 Danos cada día el pan que necesitamos.e
4 Perdónanos nuestros pecados,

porque también nosotros perdonamos


a todos los que nos han hecho mal.f
No nos expongas a la tentación.’g
5También les dijo Jesús:

—Supongamos que uno de ustedes tiene un amigo, y que a medianoche va a su casa y le


dice: ‘Amigo, préstame tres panes, 6porque un amigo mío acaba de llegar de viaje a mi casa,

1 En este caso, seguimos el texto de la traducción seguimos la versión “Dios habla hoy - DHH”. Las notas al pie corresponden a la
edición de estudio “La Biblia de estudio: Dios habla hoy”, Miami, FL: Sociedades Bíblicas Unidas, 1998.
a 11.1 Sobre los discípulos de Juan, véase Mt 11.2 nota c.
b 11.2 Para un análisis de esta oración, véase Mt 6.9–13 n.
c 11.2 Padre: La íntima relación que se expresa así refleja sin duda la palabra abbá del arameo; véase Ro 8.15 nota o.
d 11.2 Santificado sea tu nombre: Véase Mt 6.9 nota k.
e 11.3 Pr 30.8–9. Que necesitamos: Véase Mt 6.11 n.
f 11.4 Los que nos han hecho mal: lit. los que nos deben; véase Mt 6.12 n.
g 11.4 Tentación: También puede traducirse por prueba; véase Mt 6.13 nota ñ. Aunque algunos mss. traen aquí esta oración en la

misma forma que en Mt 6.9–13, o en forma muy semejante, los mejores mss. la presentan como está en la traducción. Los
evangelistas quieren reproducir más la sustancia de las palabras de Jesús que su forma exacta.
EDUCACIÓN CRISTIANA INTEGRAL 21
Crecimiento espiritual – 30 días camino al discipulado

y no tengo nada que darle.’ 7Sin duda el otro no le contestará desde adentro: ‘No me
molestes; la puerta está cerrada, y mis hijos y yo ya estamos acostados; no puedo
levantarme a darte nada.’ 8Les digo que, aunque no se levante a darle algo por ser su amigo,
lo hará por su impertinencia, y le dará todo lo que necesita. 9Así que yo les digo: Pidan, y
Dios les dará;h busquen, y encontrarán; llamen a la puerta, y se les abrirá. 10Porque el que
pide, recibe; y el que busca, encuentra;i y al que llama a la puerta, se le abre.j
11“¿Acaso alguno de ustedes, que sea padre, sería capaz de darle a su hijo k una culebra

cuando le pide pescado, 12o de darle un alacrán cuando le pide un huevo? 13Pues si ustedes,
que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre celestial dará el
Espíritu Santo a quienes se lo pidan!”

El Padre Nuestro constituye el modelo de oración de todo cristiano. Con él no sólo aprendemos a
orar, sino a hacerlo cristianamente. Pero aprender a orar esta oración del Señor, es mucho más que
saber recitarla de memoria. El Padre Nuestro constituye un verdadero modelo para nuestra
oración cuando somos capaces de apropiarnos de su contenido e identificarnos con él. A mi
entender, estos contenidos se resumen en tres ejes básicos: alabanza y gratitud; ruego por nuestras
necesidades; consagración y compromiso.

En mi experiencia de oración personal y comunitaria he visto que estos contenidos del Padre
Nuestro coinciden con los tres momentos por los que hay que atravesar en el camino del
crecimiento y la profundización en la vida de oración. El primero se caracteriza por el “pedir”:
pedimos para nosotros, y para los que están cerca nuestro, salud en medio de la enfermedad,
protección en la inseguridad, paz en medio de los conflictos, etc.

En un segundo momento, sin abandonar el “pedir”, la oración se abre a una nueva dimensión: la
gratitud. Aquí ya empezamos a descubrir las marcas de la presencia de Dios; los signos de su amor
nos sorprenden y nos maravillan; comenzamos a ver lo que nos rodea con otros ojos, a valorar lo
que nos acontece y a descubrir su sentido. Así la relación con Dios comienza a experimentarse de
manera más cercana e íntima.

El tercer momento, que se suma a los anteriores, es cuando la oración ya no se conforma con ser
un espacio para pedir y para reconocer agradecidamente lo que se recibe, sino que la vida colocada
en los pasos del Señor, en la senda del discipulado, quiere ir más allá, quiere comprometerse. El
sentirse amado por Dios despierta en el creyente la capacidad de amor, de hacerse “próximo de los
otros”. La oración, como toda experiencia espiritual verdaderamente cristiana, nos aproxima a los
demás, especialmente a los que sufren, y nos dispone para compartir lo que tenemos en el orden
material, y lo que tenemos en el orden espiritual: el evangelio del Reino.

MOTIVOS PARA LA ORACIÓN


- Señor, te doy gracias por la puerta que nos has abierto mediante la oración, que nos permite
una comunión permanente contigo.

h 11.9 Dios les dará: lit. se les dará; con la forma pasiva o impersonal se evita la mención del nombre divino (cf. v. 13, y véase Mt 5.4
nota g).
i 11.10 El que busca, encuentra: Cf. Dt 4.29; Is 55.6; Jer 29.13.
j 11.5–10 Cf. Lc 18.1–8; ambas parábolas, sobre el tema de la oración, aparecen únicamente en Lc (véase Lc 3.21 n.).
k 11.11 Algunos mss. insertan una piedra cuando le pide pan, o de darle.
EDUCACIÓN CRISTIANA INTEGRAL 22
Crecimiento espiritual – 30 días camino al discipulado

- Padre, que siempre pueda estar tan dispuesto a escuchar lo que tienes para decirme, así
como tú lo estás para recibir lo que te digo.

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