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Índice

Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
1. Psique
2. Psique
3. Eros
4. Psique
5. Eros
6. Psique
7. Eros
8. Psique
9. Eros
10. Psique
11. Eros
12. Psique
13. Eros
14. Psique
15. Eros
16. Psique
17. Eros
18. Psique
19. Eros
20. Psique
21. Eros
22. Psique
23. Eros
24. Psique
25. Eros
26. Psique
27. Eros
28. Psique
29. Eros
30. Psique
31. Eros
32. Psique
Epílogo. Eros
Agradecimientos
Créditos
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Sinopsis

Segunda entrega de la serie Dark Olympus con una irresistible historia


entre Eros y Psique.
Eros es conocido en Olimpo por su belleza arrebatadora, pero
también por no tener miramientos a la hora de derramar sangre. Sin
embargo, cuando conozca a Psique descubrirá que quizá no es
solamente el despiadado esbirro de su madre, Afrodita, sino que estará
dispuesto a desafiar el orden establecido por poner a salvo a una chica a
la que apenas conoce.
Psique es la más prudente, astuta y discreta de las populares
hermanas Dimitriou. Cuando se vea envuelta en una de las tramas de
poder de su madre, Deméter, y enfrentada a Afrodita, deberá tomar una
de las decisiones más arriesgadas que uno puede tomar en Olimpo:
casarse.
Aunque fingir amor les resultará complicado, pronto descubrirán que
quizá lo difícil es mantener la cabeza fría y no dejarse llevar por la
atracción física que tratan de disimular y que es innegable que sienten el
uno por el otro.
Dioses eléctricos

Katee Robert

Traducción de Pura Lisart e Isabella Monello


Para Jenny. ¡Es todo un placer compartirlo contigo!
1
Psique

Otra noche más, y otra fiesta más a la que me muero de ganas de no ir.
Me esfuerzo por no apretar con fuerza excesiva la empalagosa copa que
llevo en la mano mientras deambulo por el perímetro de la sala. Mientras no deje
de moverme de un lado a otro, mi madre no se fijará en mí. Cualquiera pensaría
que, con todo lo que ocurrió hace apenas un par de meses, habría bastado para
que mi señora madre dejara a un lado su ambición por un tiempo, pero si algo
caracteriza a Deméter es su dinamismo. Ha logrado casar a una de sus hijas (sí,
se está atribuyendo el mérito de la boda de Perséfone y Hades) y ahora está
centrando todos sus empeños en mí.
Pero yo preferiría arrancarme una pierna a mordiscos que casarme con
alguno de los asistentes a esta fiesta. Todos los presentes poseen una relación
estrecha con alguno de los miembros de los Trece, los dirigentes de Olimpo:
Zeus, Poseidón, Deméter, Atenea, Ares, Hefesto, Dionisio, Hermes, Artemisa,
Apolo y Afrodita. Los únicos dos que no han asistido a la velada son Hades y
Hera; en el caso de Hades, ni siquiera Zeus puede obligarlo a hacer acto de
presencia en estas fiestas, pues proviene de una de las familias originales de la
ciudad. En el de Hera, su ausencia se debe a que nuestro actual Zeus sigue
soltero y, por tanto, el título de Hera está vacante.
Pero no seguirá así durante mucho tiempo.
Para ser una habitación tan grande, la verdad es que resulta de un
claustrofóbico impresionante. Ni siquiera los enormes ventanales que dan a
Olimpo consiguen combatir el calor que emana de tantos cuerpos. Siento la
tentación de salir un rato, y congelarme lo justo para poder respirar un poco de
aire fresco, pero si a alguien le diera por salir también y querer darme
conversación, no tendría escapatoria. Si me quedo aquí, en la fiesta, por lo menos
podré seguir deambulando de aquí para allá.
La fiesta de esta noche no se organizó para buscar posibles cónyuges, pero
se podría pensar lo contrario por la forma en la que Afrodita presenta a una
persona tras otra a nuestro nuevo Zeus, quien descansa apoltronado en el trono
que antes era de su padre. Es grande, dorado y llamativo. Puede que encajara con
la forma de ser del padre, pero ni de lejos lo hace con el carácter del hijo. No soy
quién para hablar, pero al nuevo Zeus le falta el carisma de dirigente que poseía
su predecesor. Si no se anda con ojo, las pirañas de Olimpo se lo comerán con
patatas.
—¡Zeus! —exclama Afrodita trinando. Ha ido y venido por la sala hasta el
trono tantas veces que he podido observar bien el vestido rojo intenso que realza
su figura y que contrasta con la piel pálida y la melena rubia de la mujer. En esta
ocasión, Afrodita lleva a rastras a un joven blanco con el cabello oscuro. No
reconozco al muchacho, por lo que debe de tratarse de un amigo o de un primo
lejano, o quizá gozar del discutible privilegio de ser uno de los proyectillos de
Afrodita. La mujer fija la mirada en Zeus con una enorme sonrisa en el rostro
mientras atraviesa la multitud—: ¡Tienes que conocer sin falta a Ganímedes!
—Psique.
Casi pego un bote al descubrir que tengo a mi madre detrás. He de hacer
acopio de todo mi autocontrol para esbozar una sonrisa indiferente.
—Hola, Madre.
—Me estás evitando, querida.
—Claro que no. —Claro que sí—. He ido a por algo de beber. —Y levanto
la copa de cristal como prueba.
Mi madre entrecierra los ojos. A diferencia de Afrodita, quien parece
empeñada en aferrarse hasta al último atisbo de juventud que pueda, mi madre se
ha permitido envejecer con dignidad. Tiene el aspecto de una persona de su edad:
una mujer blanca que ronda los cincuenta años, con el pelo oscuro y un estilo
impecable. Se cubre de poder como otras personas se cubren de joyas. Cuando la
gente la mira, sienten una sensación de alivio casi instantánea gracias al aura que
desprende, que parece augurar que ella, Deméter, se hará cargo de todo.
Así fue como se hizo con el título.
Cuando llegó el momento de elaborar el que sería mi personaje público, me
fijé en ella en busca de inspiración, si bien es verdad que le di otro rumbo a mi
imagen. La vida pronto me enseñó que es mejor mezclarse con los demás que
destacar delante de una multitud y convertirte, así, en un objetivo.
—Psique. —Mi madre me coge del brazo y nos hace girar hacia el trono de
Zeus—. Voy a presentarte a Zeus.
—Ya lo conozco, nos hemos visto antes.
Varias veces, de hecho. Nos presentaron hace unos diez años, cuando Madre
se ganó el título de Deméter, y desde entonces asistimos a las mismas fiestas.
Hasta hace unos meses todavía era Perseo, heredero al título de Zeus. Por lo poco
que sé, no es ni de lejos el depredador que era su padre, pero eso no significa que
no lo sea. Se ha criado en el nido de víboras que es la zona alta de la ciudad de
Olimpo. Nadie sobrevive tanto tiempo si no es un monstruo, por poco que sea.
Mi madre intensifica su agarre en mi brazo y baja la voz:
—Bueno, pues vas a volver a conocerlo. Como toca. Esta noche.
Presenciamos cómo Zeus se limita a mirar a Ganímedes de soslayo.
—Pues no parece que tenga ganas de conocer a nadie, la verdad.
—Eso es porque todavía no te ha conocido a ti.
Suelto un bufido. No puedo evitarlo. Soy consciente de cuáles son mis
puntos fuertes. Soy guapa, pero no el despampanante bellezón que son mis
hermanas, que atraen las miradas allá por donde van. Mi auténtico punto fuerte
es mi cerebro, y dudo muchísimo que a Zeus le importe esa cualidad.
Por no hablar de que tengo cero interés en ser Hera.
Pero, bueno, poco importa lo que yo quiera, ¿no? Mi madre tiene un montón
infinito de planes y, de las hijas solteras que le quedan, soy la mejor candidata
para ellos. A pesar de todos mis dramas internos, supongo que hay muchas cosas
peores que ser una de los Trece. Con el título de Hera, la única amenaza a la que
tendría que enfrentarme sería a Zeus. Y por lo menos a este Zeus no le precede la
fama de matar a sus cónyuges.
Consigo esbozar una sonrisa mientras mi madre me guía por la
muchedumbre hacia el llamativo trono y el hombre que lo ocupa. Estamos a un
par de metros de Afrodita y Ganímedes cuando Zeus posa sus ojos en nosotras.
No sonríe, pero veo en sus ojos azules un brillo de interés; con un capirotazo, se
dirige a Afrodita y le dice:
—¡Ya está bien!
Error.
Afrodita se vuelve hacia nosotras. Desvía su mirada hacia mí y me desdeña
al instante antes de dirigirse a mi madre, su rival, si bien el término resulta
demasiado mundano para expresar la cantidad de odio que sienten la una por la
otra.
—Deméter, querida, imagino que no estarás pensando en esta hija tuya
como una posible postulante para el título de Hera. —Afrodita, con un gesto
evidente, me mira de arriba abajo—. No te ofendas, Psique, pero no es que seas
el prototipo de persona indicada para ser Hera. Es que... no encajas con el título.
Seguro que lo comprendes. —Esboza una sonrisa de lo más empalagosa que no
suaviza en absoluto el veneno que destilan sus palabras—. Es más, si quieres, me
encantaría enviarte el plan nutricional que les aconsejo a todas las personas
casaderas mientras me ocupo de sus futuras bodas.
Madre mía, ni siquiera se ha molestado en hacerlo con sutileza. Qué encanto
de mujer.
No tengo oportunidad de contestarle porque mi madre afianza más su agarre
en mi brazo y le brinda a la mujer una sonrisa radiante.
—Afrodita, querida, yo creo que ya tienes la experiencia suficiente para
saber captar las indirectas. Zeus te ha despachado. —Mi madre se inclina hacia
delante y baja la voz—. Sé que el rechazo duele, pero es importante saber
llevarlo con dignidad. Quizá puedas encargarte del nuevo matrimonio de Ares,
por ejemplo. Algo más asequible para ti, ya sabes.
Teniendo en cuenta que Ares ya debe de pasar los ochenta años y que ya
tiene un pie en el otro mundo, no me sorprende en absoluto ver cómo a Afrodita
casi le salen dardos de los ojos en dirección a mi madre.
—Pues la verdad es que...
—¿De qué estamos hablando?
Quien pregunta es una mujer blanca alta, de cabello moreno, que se
interpone entre Afrodita y Deméter con una seguridad en sí misma que solo
puede mostrar un miembro de la familia Kasios. Eris Kasios, hija del último
Zeus, hermana del actual. Se tambalea un poquito, como si se hubiese pasado con
las copas, pero el alcohol no empaña la agudeza mental que se percibe en esos
ojos oscuros. Puro teatro, pues.
Tanto Afrodita como mi madre se enderezan, y puedo apreciar el momento
exacto en el que ambas deciden que les conviene ser educadas con la recién
llegada. Afrodita sonríe y la alaba.
—Eris, esta noche estás espectacular, como siempre.
No es mentira. Eris va de negro, como es habitual en ella: lleva un vestido
largo con un profundo escote en V que casi le llega al ombligo, y con una raja en
uno de los laterales que le deja a la vista la pierna con cada paso que da. La
melena morena le cae por la espalda en ondas que, a simple vista, parecen
naturales, lo cual no hace más que señalar cuánto tiempo les ha dedicado.
Eris le sonríe; dos labios finos de color carmesí que se curvan de una
manera que hace que se me ponga la piel de gallina.
—Afrodita, es un placer verte, como siempre. —La mujer se vuelve hacia
mí inclinando la copa que lleva en la mano, y el líquido verde de su interior, que
huele como a regaliz negro, sale despedido y salpica tanto el vestido rojo de
Afrodita como el verde de mi madre. Las dos sueltan un gritito y dan un salto
hacia atrás—. Ay, vaya. —Eris se lleva la mano al pecho, con un gesto de pura
sinceridad en el rostro—. Por los dioses, lo siento mucho. Creo que he bebido
demasiado.
Se tambalea un poquito más, y mi madre se lanza hacia ella para cogerla del
codo, y casi se choca con Afrodita, que intentaba hacer lo mismo.
Nadie quiere que la hermana de Zeus pierda el conocimiento en plena fiesta
y monte el espectáculo, cosa que podría poner en ridículo al dirigente y acabar
con la velada.
Están tan ocupadas asegurándose de que la mujer se mantiene en pie que
ninguna de las dos se percata de la mirada que Eris me lanza y de que... me ha
guiñado un ojo. Me la quedo mirando, y Eris mueve la barbilla en una orden
clara de que huya mientras pueda.
¿De qué va todo esto?
Pero no me quedo para preguntárselo. No cuando Afrodita ya le está
lanzando esos dardos afilados que llama palabras a mi madre, mientras Deméter
está a punto de sobrepasar el límite que las separa. Cuando se ponen en este plan,
pueden pasarse horas así, atacándose la una a la otra.
Desvío la mirada hacia Zeus, pero el susodicho se ha girado y está hablando
con Atenea entre susurros. Pues nada. Aunque mi madre estaba empeñada en
presentarme a Zeus como es debido, parece que hoy no será la noche.
O puede que solo esté buscando un buen motivo para escapar.
No me preocupo por mi madre, puede lidiar con Afrodita ella sola. Lleva
años haciéndolo.
—Perdonad —murmuro—, tengo que ir al baño de señoritas.
Nadie me presta atención, cosa que me viene de maravilla, la verdad. Me
pongo en marcha, escabulléndome entre la multitud de esmóquines y vestidos
suntuosos de todos los colores del arcoíris. Infinidad de diamantes y de joyas de
valor incalculable resplandecen bajo las luces que hay por la sala, y juro que
siento cómo, mientras camino, me siguen las miradas de los retratos que hay
colgados de las paredes. Hasta hace un mes, solo había once (y un marco vacío
para la próxima Hera); cada uno de ellos representaba a uno de los Trece. Como
si necesitáramos que nos recordasen quién manda en la ciudad.
Pero, esta noche, por fin están los trece al completo.
Han añadido el retrato de Hades, una obra oscura que contrasta directamente
con los tonos claros de los otros doce retratos. Observa con el ceño fruncido la
estancia, tal como el Hades real fulmina con la mirada a todos los presentes
cuando decide asistir a las fiestas. Me encantaría que estuviese aquí esta noche,
pero solo porque así Perséfone también habría venido. Cuando estaba con ella,
estas fiestas eran mucho más fáciles de sobrellevar. Pero, ahora que no está, que
se dedica a gobernar la zona baja de la ciudad junto a Hades, pasar el tiempo en
la torre Dodona es de lo más tedioso.
«Peor será si acabo siendo Hera.»
Ignoro ese pensamiento. De nada me sirve preocuparme por ese tema hasta
que sepa cuáles son los planes de mi madre y cómo de receptivo se muestra Zeus
ante ellos. Veo en una esquina a Hermes, Dionisio y Helena Kasios sentados a
una mesa alta. Parece que están jugando a uno de esos juegos de beber. Al menos
se lo están pasando bien durante la fiesta. Aquí no tienen nada que perder, y se
mueven por los juegos del poder y las más que veladas amenazas como tiburones
en el agua.
Yo puedo fingir, se me da bastante bien, pero jamás será algo instintivo
como lo es para esta clase de personas.
Sin disminuir el paso, abro la puerta de un empujón y me lanzo al pasillo,
más tranquilo. Ya se ha acabado la jornada laboral, y estamos en el último piso
de la torre, así que está desierto. Bien. Paso muy rápido por delante de las puertas
separadas a la misma distancia, con las cortinas que van del techo al suelo
enmarcándolas. Me dan yuyu, sobre todo de noche. No puedo quitarme de
encima la sensación de que hay alguien detrás escondido esperando a que pase
por delante. Tengo que mantener la mirada fija hacia delante, aunque oiga un
crujido a mis espaldas que provoca que mis instintos me insten a echar a correr.
Pero no soy tonta; es el eco de mis propias pisadas, que hace que piense que me
están persiguiendo.
No puedo escapar de mí misma.
No puedo escapar de ninguno de los peligros que me acechan en la sala de
baile principal.
Me tomo mi tiempo en el baño; apoyo las manos en el lavabo y respiro
hondo. Me vendría bien echarme un poco de agua fría en la cara, pero no podría
retocarme el maquillaje como corresponde, y regresar allí con un solo pelo fuera
de lugar atraería a los depredadores. Si me convierto en Hera, esas voces
resonarán con más fuerza, y no podré hacer caso omiso a ellas. No soy suficiente
para ellas; o, mejor dicho, soy demasiado. Demasiado callada, demasiado gorda,
demasiado insulsa.
—Basta. —Decirlo en voz alta me devuelve a la realidad, un poquito.
Esos insultos no son mis opiniones. Me lo he currado mucho para que no lo
sean. Esa voz tóxica de mis años de adolescencia levanta su fea cabeza solo
cuando estoy aquí, enfrentándome a lo que Olimpo considera la perfección.
Cinco respiraciones. Inhalo despacio. Exhalo aún más despacio.
Cuando llego a cinco, siento que he recuperado un poco el control sobre mí
misma. Levanto la cabeza, pero evito mirar mi reflejo. Aquí los espejos no dicen
la verdad, aunque esas mentiras solo estén en mi cabeza. Mejor evitarlos. Respiro
una última vez más y me obligo a dejar atrás la relativa seguridad del baño para
regresar al pasillo.
Con suerte, mi madre y Afrodita habrán dado por terminada su riña, o bien
la habrán trasladado a algún rincón de la sala, así que puedo volver a la fiesta sin
correr el riesgo de acabar metida en sus dramas. Esconderme en el pasillo hasta
que sea la hora de marcharnos no es una opción. Me niego a darle a Afrodita
cualquier motivo para pensar que sus palabras me han afectado en lo más
mínimo.
Tardo dos pasos en darme cuenta de que no estoy sola.
Un hombre se acerca hacia mí por el pasillo, tambaleándose, desde los
ascensores. Por un minisegundo, me planteo la posibilidad de ignorarlo y volver
a la fiesta, pero eso no evitará que vaya detrás de mí. Sin olvidar que aquí
estamos solo nosotros dos y no tengo forma de fingir que no lo estoy ignorando.
Además, no tiene buen aspecto, ni siquiera bajo la tenue luz de la estancia. A lo
mejor está borracho, una fiesta previa que se le ha ido de las manos.
Suspiro para mis adentros, recompongo mi personaje público, le brindo una
sonrisilla y lo saludo con la mano.
—¿Un contratiempo?
—Algo así.
Mierda. Conozco esa voz. Me esfuerzo sobremanera siempre para evitar a
su dueño.
Eros. El hijo de Afrodita. El «manitas» de Afrodita.
Observo con recelo cómo camina hacia mí y a medida que se acerca va
dejando atrás las sombras del pasillo. Es tan guapo como su madre. Alto, rubio,
aunque tiene un rizo distintivo que quedaría mono en cualquier otro rostro. Pero
sus rasgos son demasiado masculinos como para ser algo tan inocente como
«mono». Es alto y está fuerte, tanto que ni siquiera el carísimo traje que lleva
puede ocultar la anchura de su espalda y los músculos de sus brazos. Es un
hombre hecho para la violencia con un rostro que haría llorar a cualquier
escultura. Muy apropiado.
Veo que tiene una mancha en la camisa blanca, y entrecierro los ojos.
—¿Eso es sangre?
Eros baja la mirada y se enfada en voz baja.
—Creía que la había dejado impoluta.
Es innecesario analizar esa afirmación. Tengo que salir de aquí, y rápido.
Aunque...
—Estás cojeando.
Bueno, más bien tambaleándose, pero no porque vaya pedo. Habla con
demasiada claridad para ir borracho.
—No —contesta sin dificultad. Miente sin problemas. Está más que claro
que va cojo, y estoy segura de que esa mancha es de sangre. Sé lo que implica
todo eso: debe de venir directo a la torre tras acometer algún acto de violencia en
nombre de Afrodita. Lo que menos me interesa es involucrarme en algo de esos
dos.
Aun así, vacilo.
—¿Esa sangre es tuya?
Eros se detiene a mi lado, y en esos ojos azules no veo el menor atisbo de
emoción.
—Es de la última chica guapa que me hizo demasiadas preguntas.
2
Psique

Eros Ambrosia cree que soy guapa.


Borro de inmediato ese pensamiento absurdo y temerario de mi cabeza.
—Voy a fingir que estás de coña.
Aunque es de sentido común. No hay nada más peligroso en Olimpo que ser
una chica guapa que consigue cabrear a Afrodita lo suficiente como para que te
mande a su hijo.
«Sobre todo una chica guapa que pueda entrometerse en sus planes de elegir
quién será la siguiente Hera.»
—En realidad no.
No sé si Eros va en serio o no, pero más vale ser precavida que lamentarlo
después. Está claro que no quiere hablar, y pasar más tiempo del necesario en su
presencia sería un error garrafal. Abro la boca para poner cualquier excusa y
volver al baño a esconderme hasta que se vaya, pero no es eso lo que sale de mis
labios.
—Si entras ahí herido, quizá alguien decida rematar la faena. Tu madre y tú
tenéis enemigos más que suficientes ahí dentro.
Desde luego, no tengo que avisarle de que cualquier debilidad que deje
entrever hará que los enemigos se lancen sobre él como lobos ante su presa.
Eros enarca las cejas.
—Y ¿a ti qué te importa?
—No me importa. —De verdad que no. Soy solo una idiota que no sabe
cuándo dejar estar las cosas. Da igual todo lo que digan de Eros; él no escogió
ser hijo de uno de los Trece, ni yo tampoco—. Pero no soy de las que te desean
ningún mal. Déjame ayudarte.
—No necesito tu ayuda.
Se da la vuelta y vuelve por donde ha venido, en dirección al ascensor.
—Aun así yo te la ofrezco.
Mi cuerpo toma la decisión de seguirlo antes de que mi cerebro se dé
cuenta, las piernas se me mueven solas y me alejan de la relativa seguridad de la
fiesta. Al montarme en el ascensor me da la sensación de haber ido demasiado
lejos, de que ya no hay vuelta atrás. Me gustaría poder decir que estoy
exagerando, pero la reputación de Eros le precede y es... muy pero que muy
violento y muy pero que muy peligroso. Junto las manos delante de mí y me
opongo a la necesidad de hablar sin parar.
Solo bajamos unos pocos pisos, y después me guía por los despachos de
cristal y acero inoxidable hasta una puerta que se abre sin oponer resistencia bajo
su mano. Hasta que no estamos encerrados juntos no me doy cuenta de que es un
baño muy elegante. Como el resto de la torre Dodona, es de estilo minimalista:
con suelo de baldosas negras, unos cuantos aseos, una ducha con azulejos y tres
lavabos de acero inoxidable. Incluso hay un espacio chiquitín cerca de la puerta
con un par de sillas de aspecto cómodo y una mesita redonda entre ellas.
—Parece que te orientas bastante bien por aquí.
—Mi madre acostumbra a hacer negocios con Zeus.
Trago a duras penas.
—Había baños en el piso de arriba. —Cerca de la relativa seguridad de la
fiesta.
—Este tiene botiquín de primeros auxilios.
Empieza a inclinarse para abrir uno de los armarios que hay bajo el lavabo y
se estremece.
Esto me da pie a entrar en acción. Por eso estoy aquí: para ayudar, no para
verlo sufrir.
—Siéntate antes de que te caigas.
Me sorprende que no discuta, sino que cojea hasta las sillas y se desploma
sobre una de ellas. Sería un error darle demasiadas vueltas a la situación, así que
me centro en la tarea de averiguar lo grave que es la herida, curarlo y volver al
salón de baile antes de que mi madre envíe a un equipo de rescate.
Dado que la última vez que una de sus hijas desapareció en un evento de la
torre Dodona acabó cruzando el río Estigia y lanzándose a los brazos de Hades...
Sí, lo mejor será no tardar mucho.
Como me había dicho, hay un botiquín de primeros auxilios en el armarito
debajo del lavabo. Lo cojo, me doy la vuelta y me quedo de piedra.
—¿Qué estás haciendo? —La voz me sale con gallos, pero no puedo
evitarlo.
Eros se detiene a medio quitarse la camisa.
—¿Qué pasa?
Pues pasa de todo. Me he estado moviendo por los mismos círculos que este
hombre durante una década, pero jamás lo he visto de otra forma que no fuera de
punta en blanco y brillando con luz propia en las fiestas. Su belleza corta la
respiración y es casi demasiado perfecto para ser real.
Ahora mismo no es que esté muy perfecto.
No, ahora mismo es demasiado real. Es imposible mantener la barrera
mental que he erigido alrededor de Eros por ser «un mujeriego peligroso» cuando
se está quitando la camisa para revelar un cuerpo cincelado por los dioses. El
cansancio de su rostro solo hace que parezca más atractivo, lo cual encontraré
terriblemente injusto después, pero ahora mismo no consigo encontrar oxígeno
suficiente en la habitación para respirar.
Pánico. Eso es lo que estoy sintiendo. Pánico puro. No es atracción. No
puede serlo. No hacia él.
—Te estás desnudando.
Bajo la tela blanca, veo que alguien (imagino que el mismísimo Eros) ha
pegado una serie de vendas a lo ancho de su pecho. Me esboza una sonrisa
encantadora que solo luce un poco forzada en las comisuras.
—Tenía la sensación de que me querías sin ropa.
—Ni de broma —escupo, mi personaje público que tanto me ha costado
labrar brilla por su ausencia.
—Pues todo el mundo me quiere así.
Aunque parezca raro, su arrogancia me calma. Tomo aire una vez, después
otra, y le lanzo la mirada que se merece ese comentario. Ironía. Se me da genial
la ironía. Llevo intercambiando insultos ingeniosos con gente como Eros toda mi
vida adulta.
—¿Se supone que deberías darme pena? ¿O es que estás presumiendo? Por
favor, acláramelo para que pueda ajustar mi respuesta en consecuencia.
Se echa a reír.
—Muy lista.
—Lo intento. —Frunzo el ceño—. Pensaba que te habías hecho daño en la
pierna.
—Solo es un moratón. —Diría que su encantadora sonrisa se vuelve más
encantadora si cabe—. ¿Es que también quieres bajarme los pantalones?
Si que esté sin camisa ya me basta para causarme esta reacción tan
incómoda, no quiero que pierda más prendas de ropa, eso desde luego. Quizá
combustione y, si la vergüenza no me mata al instante, le entregaré un arma a
Eros para que la use en mi contra.
—Por supuesto que no.
Acaba de quitarse la camisa a duras penas y suelta aire con dificultad.
—Pues es una pena.
—Podrás vivir con ello. —Coloco el botiquín en la mesa y le echo un
vistazo a su pecho. Algunas de las vendas ya se han soltado y hay manchas rojas
donde la sangre ha entrado en contacto con la camisa. ¿Qué narices le ha pasado?
¿Es que se ha peleado con un matorral de rosas?—. Hay que volver a vendarte.
—Adelante. —Se reclina y cierra los ojos.
Estoy a punto de hacer un comentario desdeñoso acerca de cómo me hace
lidiar con todo el trabajo, pero las palabras se me atascan en la garganta cuando
retiro las vendas para encontrarme...
—Eros, hay mucha sangre.
No sé lo graves que son las heridas debido al desastre que hay entre la
sangre y las vendas, pero algunas de ellas todavía están abiertas y sangrando.
—Pues deberías ver al otro tipo —contesta sin abrir los ojos. Lo cual
confirma lo que yo ya sospechaba.
«¿Sigue el otro tipo con vida?» No necesito hacer la pregunta. El hecho de
que él esté aquí significa que, fuera cual fuese su tarea, ha salido victorioso.
Termino de retirar las vendas y me siento para examinarle el pecho. Hay por lo
menos una docena de cortes.
—Voy a tener que limpiarlo o la venda nueva no se pegará.
Hace un gesto con la mano. Me ha dado permiso.
No me doy la oportunidad de pensar, me levanto y rebusco bajo el lavabo
hasta dar con una cesta de toallas limpias. Humedezco dos y utilizo las secas para
intentar absorber la mayor parte del desastre. Me lleva varios minutos limpiarlo.
Y es el tiempo que tardo en darme cuenta de que un poco más y le estaría
dando a Eros Ambrosia un baño con esponjas.
Me aparto de repente.
—Eros, creo que algunas de estas heridas van a necesitar puntos.
No tienen tan mal aspecto como antes de que las limpiara, pero no soy
médica. Sin duda, él tendrá a alguien en plantilla, al igual que todas las casas de
los Trece. No entiendo por qué no ha llamado a esa persona en vez de presentarse
en esta fiesta horrible.
—No pasa nada. Aguantará hasta el final de la noche.
Lo miro con el ceño fruncido.
—¿Me estás tomando el pelo? ¿Estás priorizando ir a una fiesta en vez de
buscar a un médico y conseguir la atención sanitaria que podrías necesitar?
—Tú más que nadie deberías saber por qué tengo que hacerlo.
Es entonces cuando por fin abre los ojos. Parecen incluso más azules que
antes, y adquieren un aspecto extraño. Debe de ser por el dolor, porque es
imposible que Eros Ambrosia, hijo de Afrodita, me esté mirando con deseo.
Por mucho que no quiera, dirijo la vista a su boca. Tiene una boca preciosa,
con labios curvados y sensuales. Es una pena que sea un asesino peligroso.
Para quitarme de la cabeza estos pensamientos tan imprudentes, me levanto
y camino hasta el lavabo. La verdad es que me siento igual que si hubiera salido
huyendo, pero solo estoy quitándome la sangre del hombre de las manos. Echo
un vistazo al espejo y me quedo helada. Me está contemplando con una
expresión de lo más extraña en la cara. No es el deseo que me había convencido
a mí misma de haber imaginado. No, Eros me está mirando como si nunca antes
me hubiera visto, como si quizá hubiera actuado al contrario de lo que esperaba.
Aunque no puede ser cierto. No importa que haya asistido a las mismas
fiestas y salones de baile que este hombre durante la última década, no hay
ninguna razón en absoluto para que Eros piense en mí. Desde luego, yo no paso
mucho tiempo pensando en él. Puede que esté buenísimo, incluso para los
estándares de Olimpo, y que sea lo bastante perfecto como para tener su rostro
invadiendo todas las vallas publicitarias si en algún momento quisiera dedicarse
a ello, pero Eros es muy peligroso.
Me seco las manos y vuelvo a ocupar el asiento frente a él. No sé cómo,
pero, sin toda esa sangre, la escena parece incluso más íntima. Hago a un lado el
pensamiento y me pongo manos a la obra con las vendas. Aunque una parte de
mí espera que Eros me aparte y se ponga a vendarse él mismo, se queda
totalmente quieto; apenas parece respirar mientras coloco con cuidado venda tras
venda. Así, a ojo, diría que hay por lo menos una docena de cortes y, aunque le
he recomendado que debería verlo un médico, la mayoría son bastante pequeños
y ya casi han dejado de sangrar.
—Se te da bastante bien esto. —Su voz grave suena cortante. No sé si me
está acusando o haciendo un mero comentario.
Decido tomármelo en sentido literal.
—Crecí en una granja.
Más o menos. En teoría era una granja, pero no era lo que la gente se
imagina cuando piensa en una granja como tal. No había una casa pintoresca con
un granero de color rojo desgastado. Puede que mi madre haya aumentado su
fortuna con sus tres matrimonios, pero tampoco es que empezara desde cero.
Poseíamos una granja industrial y, como tal, ese era el aspecto que tenía.
Frunce los labios, algo le brilla en los ojos.
—Y ¿en las granjas hay muchas puñaladas?
—Así que lo admites... que te han apuñalado.
Ahora está sonriendo de verdad, aunque el dolor todavía sigue siendo
evidente en su rostro.
—Yo no he admitido nada.
—Pues claro que no. —Me doy cuenta de que estoy demasiado cerca y me
separo deprisa, vuelvo a ir a lavarme las manos a la pila—. Pero como respuesta
a tu pregunta, cuando hay una variedad de máquinas grandes y a eso le añades
varios animales que rehúyen a los estúpidos de los humanos, hay accidentes.
Sobre todo si una tiene hermanas aventureras, como yo. Aunque eso no se
lo voy a contar a Eros. Esta interacción es ya demasiado íntima, demasiado
extraña.
—Tengo que volver.
—Psique. —Se espera hasta que me giro para mirarlo. Durante un
momento, solo me recuerda al confiado depredador que tanto me he esforzado
por evitar. Eros se toca una de las vendas del pecho—. ¿Por qué has ayudado a la
monstruosa mascota de Afrodita?
—A veces, incluso los monstruos necesitan ayuda, Eros. —Debería dejarlo
ahí, pero su pregunta me ha parecido tan inesperadamente vulnerable que no
puedo evitar el impulso de consolarlo. Aunque sea un poco—. Además, en
realidad no eres un monstruo. No veo ni una escama ni un colmillo que lo
demuestre.
—Los monstruos existen en todas las formas y tamaños, Psique. A estas
alturas ya deberías saberlo, dado que vives en Olimpo. —Empieza a abotonarse
la camisa, pero le tiemblan tanto las manos que no puede.
Me muevo antes de tener la oportunidad de recordar por qué es una idea
terrible.
—Déjame. —Me inclino hacia delante y le abotono la camisa con cuidado.
Rozo su pecho desnudo con los dedos un par de veces, y estoy segura de que me
estoy imaginando la forma en la que deja escapar un suspiro como respuesta. Es
el dolor. Eso es todo. Sin duda, Eros no está respondiendo a mi tacto. Aguanto la
respiración mientras termino con el último botón y me aparto—. Ya lo tienes.
Se pone de pie. Lo observo sin quitarle ojo, pero parece tener más equilibrio
que antes. Eros se pone la chaqueta y la abotona, con lo que esconde las manchas
de sangre más llamativas.
—Gracias.
—No hay por qué darlas. Cualquiera habría hecho lo mismo.
—No. —Sacude la cabeza con lentitud—. La verdad es que no es el caso.
—No me da la oportunidad de contestarle. Se limita a señalar a la puerta—.
Vamos. Sube sin mí, tengo que encontrar una camisa de repuesto. —Duda—. No
nos haría ningún bien que nos pillaran volviendo juntos a la fiesta.
Tiene toda la razón. Les daría tema de conversación a los chismosos de
Olimpo y, en consecuencia, a Afrodita y Deméter tendrían un ataque de pura
rabia. Lo último que quiero es que me relacionen con Eros de ninguna de las
maneras.
—Es cierto.
Mientras salimos al pasillo, Eros coloca la mano al final de mi espalda. El
contacto me atraviesa con la violencia de un rayo encapsulado en una botella.
Tropiezo y él actúa en un visto y no visto, me agarra del codo y evita que acabe
en el suelo.
—¿Estás bien?
—Sí —consigo pronunciar. No lo miro. No puedo mirarlo. Ya era lo
bastante complicado ignorar esta desafortunada chispa que se ha encendido entre
nosotros mientras lo curaba. Ahora que está tan cerca la cosa no pinta bien para
mí, y más cuando tiene una mano en la parte inferior de mi espalda y otra
sujetándome del codo. Desde luego, no debería...
Levanto la cara y Eros baja la mirada. Dioses, estamos tan cerca... Esto es
un error. En cualquier momento me apartaré, pondré una distancia respetable de
por medio y parecerá que este pequeño interludio nunca ha tenido lugar. En...
cualquier... momento...
Un destello me ciega los ojos. Me aparto de Eros de un bote y parpadeo
rápido. Ay, no. Ay, no, no, no, no. Esto no puede estar pasando.
Solo que sí que está pasando. Se me aclara la visión poco a poco y con ello
se esfuma cualquier esperanza que tuviera de fingir que ha sido una bombilla que
ha estallado porque sí. Un hombre blanco bajito con cabellos de un intenso
pelirrojo y una cámara en las manos está a poca distancia de nosotros. Nos
sonríe.
—Sabía que os había visto subir juntos en el ascensor. Psique, ¿te apetece
contarnos qué estabas haciendo abandonando a hurtadillas la fiesta de Zeus para
pasar tiempo a solas con Eros Ambrosia?
Eros da un paso amenazante en dirección al fotógrafo, pero le agarro del
brazo y me esfuerzo por sonreír.
—Tan solo era una charla entre amigos.
El hombre ni se lo piensa.
—¿Y por eso la camisa de Eros no está bien abotonada? ¿Y por eso parece
que estáis a punto de besaros en esta foto? —Desaparece antes de que pueda
ocurrírseme una mentira que pueda tener sentido.
—Estamos jodidos —susurro.
Eros es más creativo con los tacos que yo.
—Básicamente.
Ya sé cómo funciona la cosa. Antes de que acabe la noche, la foto de Eros y
mía estará plagando todas las páginas de cotilleos, y la gente empezará a teorizar
acerca de nuestro «romance prohibido». Ya me imagino los titulares.
«¡Los trágicos amantes! ¿Qué opinarán Deméter y Afrodita de la relación
secreta de sus hijos?»
Que le dé un ataque de ira será quedarse corta. Mi madre me va a matar.
3
Eros

Dos semanas después

—¡Quiero que me traigas el corazón de esa muchacha!


—Ya estoy casi recuperado de las heridas del pecho. Gracias por preguntar.
—No despego la vista del móvil mientras mi madre se pasea de un lado a otro de
la habitación, con el bajo de la falda haciendo frufrú con cada roce de sus
piernas. Conociéndola, habrá elegido su atuendo de hoy para aprovechar al
máximo esos dramáticos ruiditos al caminar.
Mi madre es todo un espectáculo andante.
El móvil no me distrae todo lo que me gustaría. Durante las dos semanas
que han pasado desde aquella fiesta, las especulaciones y las habladurías sobre
mi posible relación con Psique Dimitriou no han menguado en absoluto. Por el
contrario, nuestra negativa a cualquier declaración al respecto no ha hecho más
que avivar las llamas del cotilleo. A los habitantes de Olimpo no hay nada que
les guste más que una historia jugosa, y que los hijos de dos enemigas
confirmadas se hayan liado no es una historia jugosa, es jugosísima. La verdad
carece de importancia cuando hay una mentira emocionante que contar.
Sin olvidarnos de que el fotógrafo consiguió una instantánea soberbia.
En la fotografía estamos de pie muy cerca el uno del otro, casi fundidos en
un abrazo, y ella me está mirando con la incertidumbre en los ojos. ¿Y yo? Lo
que se ve en mis ojos solo puede describirse como «hambre». No habría
cometido la estupidez de besar a Psique en ese pasillo, pero nadie me creería al
ver esa imagen.
—Deja de jugar con el móvil y mírame. —Mi madre se gira sobre los altos
tacones de sus zapatos y me fulmina con la mirada. Tiene cincuenta años y,
aunque me despellejaría vivo por soltarlo, no tiene una sola arruga o cana que la
delate. Se gasta una buena fortuna en tener la piel suave y un tono de rubio
platino perfecto. Además de pasar incontables horas con su entrenador personal
para conseguir lucir un cuerpo por el que cualquier veinteañera mataría. Y todo
eso por su título, el título de Afrodita. Cuando se es la casamentera de Olimpo, la
portadora del amor, se debe estar a la altura de las expectativas—. Eros, deja el
dichoso móvil de una vez y préstame atención.
—Te estoy prestando atención. —El tono aburrido de mi voz delata la poca
paciencia que me queda, pero ya estoy cansado de esta conversación. Hemos
tenido varias versiones de esta discusión una decena de veces en las últimas dos
semanas—. Ya te he contado lo que pasó de verdad.
—A nadie le importa lo que pasó de verdad. —Ahora mi madre está a punto
de echarse a gritar, y el tono ronco que con tanto esmero se ha creado suena cada
vez más agudo y áspero—. Están ensuciando tu nombre cada vez que lo asocian
con el de la hija de esa advenediza.
No puntualizo que el título de Afrodita no es hereditario, como tampoco lo
es el de Deméter. Los únicos títulos de Olimpo que pasan de padres a hijos son el
de Zeus, el de Hades y el de Poseidón. El resto de los Trece lo adquiere en la
edad adulta, de formas tanto legítimas como clandestinas. Mi madre no soporta el
hecho de que a ella la eligió la última Afrodita como su sucesora, mientras que
Deméter obtuvo el título por votación popular.
El pueblo eligió a Deméter, y la mujer jamás ha permitido que mi madre
olvide ese detalle.
—Habrá otro escándalo dentro de poco. Solo tienes que tener paciencia.
—Tú no puedes decirme lo que tengo o no tengo que tener, hijo. Aquí la
que da las órdenes soy yo, y tú me obedeces. —Se detiene justo delante de mí y
me fulmina con la mirada—. Este lío es culpa tuya. Si hubieses cumplido con tu
último encargo como toca, no te habrían hecho una fotografía con esa chica.
—Madre... —No sé por qué discuto con ella. Cuando a mi madre le da una
rabieta, es imposible frenarla. Ese es uno de los motivos por los que la gente va
con tanto cuidado con ella. Hasta yo tengo que ir con cuidado con ella. Puede
que, a ojos de la sociedad, tengamos una relación de una madre cariñosa y un
hijo leal, pero la realidad es mucho menos bonita. Soy el arma de Afrodita. Ella
me dice dónde debo ir, qué venganza debo ejecutar, y yo cumplo sus órdenes
como un puto soldado de juguete. Jamás se pide mi opinión y ni de coña se tiene
en cuenta. Le dije que debíamos esperar para lidiar con Polifonte en vez de
precipitarnos la noche de la fiesta, pero mi madre insistió con el tema.
Siempre insiste con el puto tema.
—El corazón de la chica, Eros. No me hagas repetírtelo.
Me trago el enfado, pero por poco.
—Vas a tener que ser más específica, Madre. ¿Quieres que literalmente te
traiga el corazón de Psique? ¿Ya has elegido una cajita de plata donde guardarlo?
Podrías ponerla en la repisa de la chimenea, junto a mi foto de la graduación.
Emite un sonido que se parece a un bufido.
—Qué niñato de mierda eres. —Esta es la Afrodita que nadie de Olimpo
conoce. Solo yo tengo el dudoso privilegio de presenciar el monstruo que es mi
madre en realidad.
Pero, bueno, yo no soy quién para hablar, la verdad.
«No veo ni una escama ni un colmillo.»
Casi me estremezco ante el recuerdo de la suave voz de Psique.
Sinceramente, pensaba que la chica era más lista; tendría que ser una completa
idiota para moverse en los mismos círculos sociales que yo durante diez años y
no llamarme monstruo.
Finjo que bloqueo la pantalla del móvil y que le presto toda mi atención a
mi madre.
—Tú has decidido el rumbo de esta historia, ahora no me vengas con
remilgos.
Cualquier otra persona se habría encogido de miedo ante el tono afable que
he utilizado, y con la amenaza de violencia que se destila de mis palabras. Pero
Afrodita se echa a reír.
—Eros, querido, me superas. Después del numerito ese que montó Deméter
el otoño pasado con su otra hija y Hades, piensa que puede pasar por encima de
mí como si nada y disponer a Psique, a Psique, como la próxima Hera. Por
encima de mi cadáver. Bueno, del suyo mejor.
Siento una especie de opresión en el pecho, pero hago caso omiso de la
sensación.
—Si tan cabreada estás con Deméter, que sea ella el objetivo, no su hija.
—No seas idiota. —Desestima mi propuesta con un capirotazo—. Tenemos
que darles una lección tanto a la madre como a la hija. Deméter ha ido por ahí
mangoneando a todo el mundo, creyéndose algo más que la granjera con
pretensiones que es. Con esto le bajaremos los humos.
Solo mi madre podría concebir la muerte de un hijo como la forma de
bajarle los humos a alguien.
Pero, bueno, hará lo que haga falta para conservar su poder. Las
responsabilidades de Afrodita en la ciudad son muchas, pero su tarea más
popular es la de concertar las bodas de la élite y clases altas de Olimpo. Las de
los Trece y sus familias, sí, pero también las de aquellas personas que forman el
círculo más amplio de influencia, quienes jamás llegan a recibir una invitación
para una de las fiestas de la torre Dodona.
Y como Deméter le está comiendo terreno, no me sorprende que a mi madre
esté a punto de explotarle la cabeza. Ya concertó los tres matrimonios del último
Zeus; ese cabrón no dejaba de matar a sus esposas, cosa que a mi madre no le
importaba en absoluto. Le encantan las bodas, pero aborrece todo lo que viene
después. Su principal prioridad es conseguirle una nueva Hera al nuevo Zeus, y
al parecer Deméter está decidida a colocar a Psique en el puesto de Hera sin
consultárselo a Afrodita.
Intento imaginármelo, pero mi mente se rebela solo de pensarlo. Lo único
que consigo imaginarme es la arruguita de concentración que vi entre las cejas de
Psique mientras me vendaba la herida. Desde luego, una persona tan tonta como
para ser amable con el hijo de su enemiga es de esa clase de gente a la que se
comerían viva en el puesto de Hera.
Carraspeo un poco y pregunto:
—¿Qué tal le va a Zeus últimamente? ¿No le ha gustado ninguna de tus
cotizadas opciones?
Hasta hace unos meses, se llamaba Perseo, pero los nombres es lo primero
que se sacrifica ante el altar de los Trece. Nosotros éramos amigos, pero la vida
de Olimpo te obliga a apartarte de la gente. Conforme nos íbamos haciendo
mayores, Perseo se iba enredando más en su formación para ser el sucesor de
Zeus. ¿Y yo? Bueno, mi vida tomó un rumbo igual de oscuro. Supongo que
seguimos siendo amigos, pero hay cierta distancia entre nosotros que ninguno
puede salvar. Yo ni siquiera sé por dónde empezar a intentarlo.
Dejo pasar ese pensamiento. Durante toda su vida, Perseo ha sido el
heredero de Zeus. Era consciente de que obtendría el título tras la muerte de su
padre. Si eso ha pasado un poco antes de lo que pensábamos... bueno, Perseo
puede encargarse sin problemas de la situación, es muy competente. No es
problema mío. No puedo hacer que sea problema mío. A fin de cuentas, no fui yo
quien mató a Zeus.
—No me cambies de tema —me espeta mi madre—. Desde que Perséfone
huyó y se arrejuntó con Hades, Olimpo ha perdido el equilibrio. ¿Deméter de
verdad se piensa que va a emparejar a otra de sus hijas con otro miembro de las
familias originales? Y ¿qué será lo siguiente? ¿Casar a la hija mayor, a la
asilvestrada esa, con Poseidón? —Afrodita resopla—. Me da que no. Alguien
tiene que controlar a Deméter y, si nadie más piensa hacerlo, entonces tendremos
que encargarnos nosotros.
—Dirás que yo tendré que encargarme. Puede que estés exigiendo un
corazón, pero ambos sabemos que seré yo quien haga todo el trabajo.
No me interesa en absoluto que empiecen a ponerle precio a mi cabeza, así
que intento reducir el número de asesinatos al mínimo. Es mucho más fácil
encargarse de un contrincante con un rumor bien esparcido, o limitarme a esperar
hasta que sus propios actos me den la munición necesaria para su caída. El
pecado inunda la ciudad de Olimpo, si es que crees en él, y no hay una sola
persona del resplandeciente círculo de los Trece que viva sin una buena cantidad
de vicios.
Excepto, al parecer, las hijas de Deméter.
Se han esforzado muchísimo por no ser el foco de todas las miradas, y
llegaron a conseguirlo... al menos hasta que el viejo Zeus decidió que quería
disfrutar de Perséfone él solo (cosa que le sirvió de poco), y empezó el fanatismo
en Olimpo por las hermanas Dimitriou. Al fin y al cabo, la historia de Perséfone
era como una epopeya para la posteridad, de esas gilipolleces que las páginas de
cotilleos se tragan. Zeus la llevó directa a los brazos de Hades, cosa que, después,
hizo que Hades dejara las sombras de la zona baja de la ciudad. Nadie se
esperaba semejante desenlace.
A Zeus y al resto de la zona alta de la ciudad les gusta fingir que Olimpo
acaba a orillas del río Estigia. La existencia de Hades era un oscuro secretillo del
que solo los Trece, y algunos pocos elegidos, eran conocedores. Ahora ha salido
a la luz su existencia y el equilibrio de poder de Olimpo está en cambio
constante. Pasarán meses antes de que las cosas se calmen, puede que incluso
más.
La historia de amor de Hades y Perséfone no ha hecho más que incrementar
la fascinación de Olimpo por las hermanas Dimitriou. Todas ellas son atractivas,
pero ninguna termina de encajar. Perséfone siempre ha tenido la vista fija en el
horizonte, y cualquiera que tuviera un poco de perspicacia podría ver lo decidida
que estaba a encontrar una forma de escapar de la ciudad. Calisto, la mayor de
las hermanas, está tan asilvestrada como afirma mi madre. Se mete siempre en
peleas y no deja de decir cosas que no debería; se niega de forma descarada a
participar en los juegos de poder de la ciudad que a la gente le molestan y atraen
a partes iguales. Eurídice, la más joven, es guapa y dulce, y demasiado ingenua
para vivir en esta ciudad.
Y por último está Psique. Ya no es que sea totalmente diferente a sus
hermanas en lo que a físico respecta; es que es diferente en todos los sentidos.
Participa en el juego, y lo hace bien, y encima sin que lo parezca. Se las da de
modesta, pero la he observado el tiempo suficiente para darme cuenta de que
nunca da un paso en vano. Claro está, no tengo pruebas que lo demuestren, pero
creo que es tan inteligente como su madre.
Aunque nada de todo esto explica qué ocurrió en la fiesta de Zeus. Si Psique
fuese tan astuta como Deméter, jamás se habría dejado pillar a solas conmigo.
No me habría curado las heridas. No habría hecho nada de todo lo que pasó
desde el momento en el que la vi en ese pasillo.
No es que tenga yo mucha moralidad, pero hasta a mí me parece una
cabronada agradecerle su amabilidad poniéndole fin a su vida.
—Eros. —Mi madre chasquea los dedos justo delante de mi cara—. Deja de
soñar despierto y haz lo que te pido. —Esboza una lenta sonrisa, y sus ojos
azules adquieren una tonalidad glacial—. Tráeme el corazón de Psique.
—¿Te lo has pensado bien? —Enarco las cejas esforzándome para mantener
una expresión de indiferencia—. Hay cientos de miles de personas en Olimpo
que la adoran..., o eso parece al menos por la cantidad de seguidores que tiene en
redes sociales.
Me doy cuenta del error que he cometido en cuanto Afrodita se mofa.
—No es más que una gorda con algo de estilo y sin sustancia. Las páginas
como Las Musas de Hoy la siguen a todas partes porque es la novedad. No me
llega ni a la suela de los zapatos.
No se lo discuto porque no valdría de nada, pero la verdad es que Psique es
guapísima y tiene un estilo que marca tendencias de una forma con la que
Afrodita no puede más que soñar. Y justo ese es el problema. Mi madre ha
decidido matar dos pájaros de un tiro.
—No sabía que la vieras como competencia.
—Porque no es el caso. —Desestima mi comentario con un gesto de la
mano como si yo fuese tan tonto para creerme su respuesta—. No estamos
hablando de mí. Sino de ti. —Pone los brazos en jarra, y añade—: Quiero que te
encargues de esto, Eros. Has de hacerlo por mí.
Noto una punzada en el pecho, pero la ignoro. Si creyera en las almas, mis
actos hace tiempo ya que habrían garantizado el sacrificio de la mía. En esta
ciudad, el poder tiene un precio y, siendo mi madre una de los Trece, jamás tuve
la oportunidad de ser inocente. Si no estás en lo más alto de la estructura de
poder de Olimpo, te aplastará otra persona que te utilizará para su propio
beneficio. No tengo alternativa. Nací dentro del juego, y la única opción es ser el
mejor, el más espeluznante de todos, por el que cualquiera haría lo que estuviera
en su mano por evitar. Así tanto mi madre como yo estamos a salvo. Si eso
implica que, a veces, he de hacer ciertos trabajitos para ella, bueno, es un precio
pequeño que pagar.
—Yo me encargo.
—Lo quiero para antes de finales de semana.
Eso no me deja mucho tiempo de margen. Me deshago del atisbo de
resentimiento que estoy sintiendo y asiento.
—Te he dicho que yo me encargo, y así será.
—Bien. —Mi madre se vuelve en un giro rápido, y otra vez la falda
revolotea de forma teatral alrededor de su cuerpo; entonces sale de la habitación
con grandes zancadas.
Y esa es mi madre, gente. Bien presente para hacer proclamaciones de
venganza e insistente en sus exigencias, pero, cuando llega el momento de
mancharse las manos, de pronto siempre tiene cosas que hacer.
Pues, bueno, mejor. Se me da bien lo que hago porque sé cuándo debo
llamar la atención y cuándo debo pasar desapercibido. Afrodita no sabría ser sutil
ni aunque su vida dependiera de ello. Espero unos buenos treinta segundos para
ponerme en pie y acercarme a la puerta de mi ático. Si cambia de opinión y
vuelve para seguir diciendo tonterías, se cabreará al encontrarse el cerrojo echado
en mi puerta, pero no me gusta que me interrumpan cuando me pongo con mis
planes.
Y, siendo sincero, a mi madre le viene bien frustrarse de vez en cuando.
Controla tantísimos aspectos de mi vida que es vital tener al menos un lugar libre
de la supervisión de Afrodita, aunque solo sea a veces. Por mucho que me
fastidie vivir bajo su control, no es que tenga muchas opciones. Mi madre es una
de los Trece. Viva donde viva en Olimpo, la realidad es que ella tiene la sartén
por el mango (y todo el poder en sus manos), y yo no soy más que un mero
instrumento que ella puede usar a su antojo.
No soy ningún santo. Hace tiempo que acepté cómo era mi vida. Pero,
joder, a veces me asfixia, sobre todo cuando Afrodita me hace un encargo que me
parece muy cruel. Psique me ayudó, y ahora mi madre me ha ordenado que sea
yo quien acabe con su vida, con mis propias manos.
Recorro el ático hasta lo que cualquiera pensaría que es mi habitación del
pánico. Es donde guardo las cosas que no quiero que vean invitados cotillas (o
Hermes). Ha intentado colarse al menos una decena de veces, y hasta ahora mi
sistema de seguridad lo ha impedido, pero soy plenamente consciente de que
podría superarlo en cualquier momento. Aun así, es la mejor opción que tengo.
Después de cerrar con llave esa puerta, me siento frente al ordenador y
repaso mis opciones. Todo sería mucho más fácil si Afrodita se contentara con
darle a Psique un castigo ejemplar, no letal. Puede que se esté granjeando una
reputación como influencer con esa discreción tan suya, pero es muy fácil acabar
con una reputación. Durante estos años lo he hecho miles de veces, y sé que lo
haré otras mil más. Solo se debe tener paciencia y ser capaz de hacer sacrificios
en pro de un beneficio posterior.
Pero, no, mi madre quiere el corazón de la chica, literalmente hablando.
Muy de Reina Malvada. Sacudo la cabeza y abro los archivos que tengo sobre las
hermanas Dimitriou. Tengo carpetas de todos los Trece, de sus parientes más
cercanos y de sus amistades íntimas. En Olimpo, la información te hace ganar el
noventa por ciento de la batalla, así que me esfuerzo mucho por mantenerme
informado de todo. He adquirido cierto interés especial en Psique desde la fiesta
de hace dos semanas, y no puedo decir que la culpa sea de mi madre.
Psique no tenía por qué ayudarme.
Habría sido mucho más inteligente por su parte darse la vuelta y fingir que
no me había visto. Es lo que cualquiera habría hecho. Hasta aquellos a los que
considero mis amigos habrían actuado así. Y no se lo reprocharía. En Olimpo,
tienes que velar por tu propia seguridad.
Selecciono los últimos artículos de Las Musas de Hoy. El fin de semana
pasado Perséfone hizo una breve visita a su familia y su llegada causó cierta
conmoción porque se trajo a su flamante marido con ella. Nadie se esperaba la
alianza de Hades y Deméter, y eso alimenta las paranoias de mi madre. Tenía
bien controlado al último Zeus, pero su hijo todavía no ha mordido el anzuelo
que no deja de ponerle delante. Y eso le preocupa.
Me paro en una foto de Psique y sus hermanas, de compras. Parece que el
amor y el apoyo que se profesan las hermanas Dimitriou es sincero. Puede que
estén aventurándose en los juegos de poder de la ciudad, pero por lo general se
mantienen apartadas del resto. No tengo claro si lo hacen porque se creen
mejores que los demás o porque nosotros somos estrechos de miras por
naturaleza y no las recibimos precisamente con los brazos abiertos cuando
llegaron. A mi madre le gusta decir que son una familia de arribistas, y varias
personas de los círculos internos de los Trece están empezando a imitarla.
Pero, de ser eso cierto, Perséfone Dimitriou no se habría atrevido a cruzar el
río Estigia para intentar escapar de un matrimonio con Zeus.
Y Psique no la habría ayudado.
Aunque no sé a ciencia cierta qué pasó aquella noche, sé que Psique estuvo
involucrada; y no fue para interpretar el papel de la parte racional y convencer a
su hermana de que ese matrimonio le sería ventajoso a la familia. En cualquier
otra familia, Psique habría aprovechado la marcha de su hermana y se habría
presentado ante Zeus como candidata para ser su nueva Hera.
Pero no, ayudó a su hermana. Tal como me ayudó a mí.
Analizo la imagen de Psique. Tiene el pelo largo y oscuro, y unos labios
carnosos que parecen estar siempre curvados en una sonrisa hermética. Al
mirarla, no puedo recriminarles a las páginas de cotilleos su obsesión con la
chica: parece sentirse a gusto con su cuerpo, y eso es la hostia de sexy.
Es muy fotogénica, pero, aun así, las fotos no le hacen justicia. En persona
destila algo que hace que la gente se incorpore y la mire con atención, incluso
cuando intenta atenuar su luz todo lo posible, como parece que hace siempre en
las fiestas a las que hemos asistido los dos durante estos años.
Pero en el pasillo no lo hizo, como tampoco lo hizo en el baño mientras me
vendaba. No creo que fuera algo consciente por su parte, pero vislumbré una
mente brillante y curiosa tras esa cara bonita. Puede que Psique finja que su estilo
es su única cualidad, pero es lista. Demasiado lista para que la pillen a solas
conmigo y, aun así, se arriesgó y salió escaldada. ¿Por qué? Porque era evidente
que yo necesitaba ayuda.
«A veces, incluso los monstruos necesitan ayuda, Eros.»
Toda esta información me hace llegar a una conclusión de lo más
inoportuna.
Psique Dimitriou podría ser lo que en Olimpo se considera un unicornio:
una buena persona.
Me cabreo y cierro la ventana. De nada importa que esté buena, que respete
la forma en la que ha eludido los juegos de poder con tanta maestría desde que su
familia prosperó, o que sea una chica maja. Mi madre tiene un encargo, y sé
cuáles son las consecuencias si le fallo.
El exilio.
Que me dejen sin nada. No ser nadie.
A Afrodita le gusta recordarme que solo se me da bien hacerle daño a la
gente. Si bien soy consciente de la flagrante manipulación que lleva a cabo mi
madre... no le falta razón. No sé dirigir una empresa como Perseo. No sé
encandilar a la gente y hacerla sentir cómoda, como Helena. Joder, ni siquiera se
me da bien colarme en sitios como hace Hermes.
Sin olvidarme de que algunas víctimas de Afrodita (mías, mejor dicho)
están exiliadas. Si acabo compartiendo ese destino, no me gusta nada la
probabilidad que hay de que pase un año sin que uno de ellos me encuentre y se
vengue de mí.
Es mejor que no piense demasiado en ese tema. Cumpliré con el encargo,
después me buscaré a un par de personas y me sumergiré en una semana de
folleteo, alcohol y cualquier cosa que me deje atontado. Lo de siempre.
Suelto un taco y cojo el móvil.
Al otro lado, una alegre voz femenina me contesta:
—Eros, mi joven dios del sexo favorito. Hoy es mi día de suerte.
Por lo general, me cuesta no sonreír cuando trato con Hermes. Es
incorregible, y su presencia es la única de la de los Trece con la que disfruto.
Hoy no es que tenga muchas ganas de sonreír.
—Hermes.
—Así que me llamas por negocios, ¿no? —responde tras un suspiro.
—Sí, por negocios —confirmo.
Mi relación con Hermes no siempre es de negocios. Durante estos años nos
hemos liado un par de veces, pero últimamente nos hemos acomodado en algo
semejante a la amistad. No es que confíe en ella (al fin y al cabo, su título es casi
el de jefa de espías), pero me cae bien.
—Mucho trabajar y poco follar a Eros hará desquiciar.
—No podemos pasarnos la vida haciendo el tonto en la corte de Hades.
—No te enfades porque Hades te haya prohibido la entrada a su mazmorra
del sexo —contesta Hermes riéndose—. En su lugar tú habrías hecho lo mismo.
Tiene razón, pero no significa que vaya a reconocérselo. Hades solo me
dejaba ir y venir de un lado al otro del Estigia sin problemas porque teníamos
una especie de relación beneficiosa para ambos. Él controlaba la información que
yo le hacía llegar a mi madre. Y yo disfrutaba de su hospitalidad. Pero todo
cambió cuando Perséfone entró en escena. Con su llegada, la lealtad de Hades se
extendió a su nueva esposa... y a su madre, Deméter.
Dado el odio que sienten Deméter y mi madre la una por la otra, ahora soy
persona no grata en la zona baja de la ciudad. Cuando Hades me denegó la
entrada, también me denegó mi válvula de escape principal para liberar el estrés.
No es que eso importe ahora, pero Hermes siempre ha sabido cómo buscarle las
cosquillas a una persona... y cuando las encuentra no para hasta hacerla saltar.
—Tengo un mensaje que quiero que entregues, pero es delicado.
Una pausa.
—Vale, tienes toda mi atención. Deja de jugar con mis sentimientos y
cuéntame qué estás tramando.
Me obligo a esbozar una sonrisilla mientras le resumo lo que necesito que
haga. Dentro de los Trece, Hermes es un poco la mensajera, la espía y delegada
del caos para disfrute propio. En realidad, solo le debe lealtad a Dionisio, y ni en
ese caso estoy seguro de que esa amistad fuera a aguantar si las cosas se pusieran
intensas. Sin embargo, no voy a por él, así que no me cabe la menor duda de que
Hermes hará lo que le pido.
Cuando acabo, suelta una carcajada.
—Eros, menudo sinvergüenza travieso estás hecho. Entregaré el mensaje
por la mañana.
Me cuelga antes de que pueda responderle.
Me siento suspirando y me froto el pecho. Mi opinión no cuenta, el plan está
en marcha. Ya es demasiado tarde para echarme atrás y cambiar el pasado. Ahora
solo puedo hacer lo que he hecho siempre: salir triunfante.
Psique Dimitriou estará muerta antes de finales de semana.
4
Psique

—Juro por los dioses que como Madre reciba otra invitación más a una fiesta me
pienso marcar un Zeus y me voy a tirar por la ventana.
Interrumpo mi tarea de revisar los vestidos que hay en el perchero que tengo
delante. Ninguno me acaba de convencer. Todos son bonitos, de tonos pastel,
pero esta diseñadora tiene la horrible manía de limitarse a añadir centímetros de
tela a las tallas grandes en vez de pararse a pensar en lo diferentes que son mis
curvas de las de una talla pequeña. Me habían dicho que había mejorado en la
colección de primavera, pero está claro que no se han informado bien.
La irritación que esto me causa se vuelve insignificante en comparación con
lo que mi hermana está despotricando a mis espaldas, dentro de una tienda donde
todo el mundo puede oírla sin problemas. Lo último que necesitamos es otro
escándalo, sobre todo ahora mismo. Los rumores sobre Eros y yo han durado
más de lo esperado. Ha sido una temporada floja de noticias en Olimpo y la
verdad es que era la foto idónea para volver a poner en marcha la rueda de los
cotilleos, pero ya pasará. O pasará siempre y cuando mantengamos la cabeza
gacha y las bocas cerradas. Eros no ha vuelto a aparecer en público, algo muy
inteligente por su parte. Yo no tengo esa opción, así que lo único que me queda
es seguir con mi vida como si no fuera el sujeto de todas las conjeturas de la
ciudad.
Hoy, eso quiere decir ir de compras.
Qué suerte la mía que mi hermana mayor se sienta sobreprotectora y haya
decidido acoplarse. Me doy la vuelta y le echo una mirada a Calisto. Como
siempre, va vestida con un conjunto en apariencia descuidado que la hace parecer
una modelo en su día libre. Compartimos el mismo cabello castaño oscuro y los
ojos color avellana, pero la belleza de Calisto es tan afilada que podría cortar,
mientras que la mía es de un tipo más suave. Ella nunca ha tenido que lidiar con
nuestra madre intentando convencerla amablemente de que pruebe una nueva
dieta, pero cualquier resentimiento que sintiera sobre nuestras diferencias ya es
agua pasada.
Lo que no es agua pasada es lo imprudente que es, joder.
Doy grandes zancadas hasta donde está despatarrada en el sofá de la sala de
espera y me inclino sobre ella.
—Baja la voz.
Calisto entrecierra los ojos.
—¿Qué más te da que nos escuchen estas ratas? Solo estoy diciendo la
verdad.
Han pasado poco más de dos meses desde la muerte «por accidente» de
Zeus, y Olimpo sigue tambaleándose. Hacer una broma acerca de ello ya se
consideraría de poco gusto dentro de veinte años, pero ahora mismo es la forma
perfecta de atraer la clase de titular que no necesitamos en estos momentos.
«¡Las hermanas Dimitriou se burlan de la muerte del difunto Zeus!»
Y justo después de la foto con Eros. Quizá Madre cumpla con una de sus
muchas amenazas de tirar a una de sus frustrantes hijas por la ventana. Estoy
segura de que a Perseo, es decir, a Zeus, le encantaría. Hemos recibido
instrucciones estrictas de no enfadarlo, y Calisto parece haberse tomado como un
reto ver lo lejos que puede llevar las cosas. Normalmente, no me molestaría
mucho, pero ahora mismo somos el centro de todas las atenciones. Todavía no
puedo creerme que haya sido tan tonta como para dejar que me pillaran a solas
con el hijo de Afrodita. Mi madre me ha echado nada menos que tres broncas
sobre mi irresponsabilidad y cómo va a afectar todo esto a mis posibilidades con
Zeus.
En mi opinión, que tachen mi nombre de la lista de las posibles
pretendientes de Zeus no es que se pueda considerar una gran pérdida, pero soy
lo bastante lista para no decirlo en voz alta.
No como mi hermana.
Me inclino más y bajo la voz.
—Sabes que todo el mundo está pendiente de nosotras ahora mismo. Deja
de echar leña al fuego.
Calisto levanta las cejas, no se la ve arrepentida.
—Si dejaras de tratarme como a un bebé, haría algo para que dejaran de
centrarse en ti. Será pan comido y hasta lo disfrutaré.
—Calisto, no. —Su idea de ayudar suele ser completamente lo contrario.
Aunque lo sé de sobra, no puedo evitar preguntarle—. Además, ¿qué ibas a
hacer?
—Ah, la verdad es que todavía no le he dado muchas vueltas. Seguramente
empujaría a Afrodita a una calle con mucho tráfico. Quizá si tengo suerte el
capullo de su hijo también estará con ella. Mataría dos pájaros de un tiro.
Por supuesto. No sé ni para qué pregunto.
—Como cabrees a Zeus y a Madre, voy a ser yo quien tenga que arreglar tus
desastres. Por favor, para. Hazlo por mí.
Ella abre la boca como si fuera a gruñir, después duda y al final suelta un
taco.
—Vale, bien. Me comportaré, pero voy en serio con lo de no querer ir a la
próxima fiesta. Ahora que Perséfone se ha ido y vive en la burbuja de su
felicísimo matrimonio, Madre ya no me deja poner excusas.
No señalo que ha habido muchas fiestas desde que Perséfone se mudó a la
zona baja de la ciudad; además, Calisto nunca antes ha dejado que Madre la
intimide. Lo está haciendo por mí, para que no me enfrente sola a las víboras. En
realidad, ella es la única que puede. Después de que Orfeo le rompiera el corazón
a Eurídice, ella está demasiado frágil para lidiar con las puñaladas traperas de la
cegadora muchedumbre que rodea a los Trece, y tampoco es que antes se le diera
muy allá. Lo más seguro es que se crea todo lo que le dicen los demás y asuma
su inocencia, por mucho que esté rodeada de gente que miente con tanta facilidad
como respira.
Calisto no tiene ese problema. Aunque, bueno, es más probable que le clave
a alguien un tenedor (o los empuje contra un coche en marcha, parece ser). En
realidad, lo primero lo hizo en la penúltima fiesta, razón por la cual Madre ha
dado su brazo a torcer y le ha dejado quedarse en casa últimamente. Cosa que me
recuerda...
—¿Cómo está Ares? No he visto nada en Las Musas de Hoy sobre él.
Ahora que lo pienso, tampoco lo vi en la última fiesta.
—Estoy segura de que está bien. Solo era una herida superficial. —Se quita
un pelo del hombro—. Si no hubiera dicho que Perséfone es una caprichosa y
una p... —Suelta un taco—. Me niego a repetirlo. Si no hubiera dicho esas cosas
sobre nuestra hermana, no habríamos tenido ningún problema.
—No son más que palabras y a Perséfone le trae sin cuidado lo que piensen
de ella en esta orilla del río... sin contar con la familia, claro.
—A ella le dará igual, pero a mí no. —Calisto se examina las uñas—. Puede
que ellos usen las palabras como armas, pero con el tiempo se darán cuenta de
que yo no me voy a limitar solo a los insultos.
—Insultar y asaltar son dos cosas muy distintas.
Aunque, la verdad, no creo que Madre se haya encargado de solucionar esto
tal como lo ha hecho con otros... errores... de Calisto en el pasado. Si lo hubiera
hecho, me habría enterado, pero después de la bronca inicial no volvió a
mencionarse el tema.
—¿Ah, sí? —Se encoge de hombros—. Las habré confundido.
No hay forma de hacerle entrar en razón. Puede que consienta asistir a las
interminables fiestas a las que Madre nos arrastra, pero jamás participará en el
juego. Todavía no he conseguido averiguar cómo lo logra, pero es algo que yo no
soy capaz de replicar.
—Si voy a probarme unos cuantos vestidos, ¿te comportarás?
Se encoge solo de un hombro.
—Aquí dentro no hay nadie que me toque los ovarios, así que es posible.
Vamos, que solo será posible mientras eso siga siendo cierto. Me pongo
seria.
—Existe una cosita llamada autocontrol. Deberías probarlo de vez en
cuando. Igual hasta te gustan los resultados.
Mi hermana se ríe. Puede que a cualquiera que no pertenezca a nuestra
pequeña familia le parezca despiadada, pero se ríe como un ángel... o más bien
una sirena. Pillo a la dependienta mirando con interés en nuestra dirección y
apenas me resisto a poner los ojos en blanco.
—Me daré prisa.
—Buena idea.
Cojo las opciones más prometedoras de la percha y me dirijo a los
probadores. Son lo bastante grandes como para que quepan varias personas
dentro, lo cual tiene sentido porque muchas personas de la alta sociedad de
Olimpo parecen vestirse en comité. Quizá yo también lo haría si alguna de mis
hermanas mostrara interés en la moda. Calisto pasa de ella y Eurídice se viste
con lo primero que pille. Perséfone es la única a la que le gustaba, aunque fuera
un poquito, pero esas salidas para ir de compras ya son cosa del pasado. Ahora
está demasiado ocupada liderando la mitad de la ciudad con su marido.
No le guardo rencor a Perséfone por su felicidad. De verdad que no. Pero la
echo de menos. Sus visitas poco frecuentes a este lado del río nunca son
suficientes, y a Madre ya no le hace ninguna gracia que Eurídice visite la zona
baja de la ciudad con tanta frecuencia. Si yo también empezara a hacerlo, igual le
explotaría la cabeza. Sobre todo ahora.
No, para bien o para mal, mis opciones son limitadas.
Me quito el vestido y me pruebo el primero de los que he cogido. Tal como
sospechaba, me queda horrible. Se me pega en zonas en las que no debería
pegarse y me queda holgado en zonas en las que no debería quedar holgado.
Suspiro y me quito la decepcionante prenda.
—Es espantoso. Me esperaba algo mejor de Thalia.
Me quedo helada a mitad de colgar el vestido. Conozco esa voz, pero,
aunque me digo que no es posible, miro en el espejo para encontrarme con la
mirada de Hermes. Es una mujer negra de constitución pequeña, con una melena
al natural con la que le quedan genial sus gafas de montura ancha y que tiene un
don para el mimetismo. Hoy sus gafas son de color rojo intenso y lleva
pantalones morados con purpurina, una sudadera naranja con el dibujo de un gato
de ojos saltones en la parte delantera y Converse de color rojo. Supongo que
cuando eres una de los Trece puedes hacer lo que te dé la gana y la gente lo
acepta sin más. El beneficio del poder. A Hermes en particular no parece
importarle lo que nadie piense de ella. Parece disfrutar de sorprender a la gente y
desafiar sus expectativas, lo cual debería bastar para que me resultara interesante,
pero es una de los Trece, así que intento mantenerme al margen.
Ahora no hay modo de evitarla.
No intento taparme, no me sonrojo ni reacciono de ninguna forma que
pueda revelarle que este giro de los acontecimientos me ha dejado perpleja.
—Hola, Hermes.
—Hola, Psique. —Se inclina hacia delante y me mira fijamente las tetas—.
¿Ese sujetador es de la tienda de Juliette? Es exquisito. Y no lo digo solo porque
tus tetas sean de diez.
Intento tener paciencia. No he pasado mucho tiempo interactuando con
Hermes, pero en las pocas conversaciones que he tenido con ella me he sentido
como si caminara con los ojos vendados por un campo de minas. A Perséfone le
cae bien, pero ahora ella tiene la autoridad suficiente para tratar con miembros de
los Trece sin tener que preocuparse por que la aplasten. Yo no tengo esa suerte.
Hermes no tiene ninguna buena razón para estar aquí, pero espero con todas mis
fuerzas que sea solo su curiosidad la que la ha atraído en vez de sus deberes
oficiales.
—¿Te puedo ayudar con algo?
—Quizá solo he venido para charlar.
No dejo escapar un suspiro de alivio. No cuando atisbo esa mirada traviesa
en sus ojos oscuros.
—Y ¿lo has hecho?
—Nop. —Sonríe al ver mi cara—. Vale, bien, me has pillado. Es por rollos
oficiales. Tengo un mensaje para ti.
Joder, eso es lo que me da miedo.
—Un mensaje que no puede esperar hasta que esté vestida.
Se encoge de hombros.
—Lo siento, guapa. Lo han marcado como urgente. Ya sabes cómo van
estas cosas.
Lo sé, pero en su mayor parte solo en teoría. He evitado con todo mi ser las
trampas que tiene que ofrecer la flor y nata de Olimpo. En teoría, poseo un poco
de poder, ya que mi madre es Deméter, pero la realidad es bastante más
complicada. Incluso entre los Trece hay jerarquías. Los títulos hereditarios (Zeus,
Hades y Poseidón) juegan en otra liga. La posición social de los demás fluctúa
dependiendo del año, la temporada y, a veces, incluso de la semana. La
antigüedad se tiene en cuenta, también las responsabilidades de ciertos títulos:
por ejemplo, Ares comanda el ejército personal de Olimpo. Si a eso le añades las
alianzas, las enemistades y los agravios triviales... Un movimiento en falso y la
mitad de Olimpo se volverá en tu contra.
Todos hemos sido testigos de ello con Hércules. Como miembro de la
familia de Zeus, debería haber sido casi intocable, pero fue demasiado lejos y
reveló la parte más indefensa y turbia de la política de la inmaculada zona alta de
la ciudad. Como resultado, todos y cada uno de ellos se volvieron en su contra.
La historia oficial es que dejó Olimpo motu proprio, pero desde entonces todo el
mundo tiene miedo hasta de mencionar su nombre. El mensaje no puede estar
más claro.
Cabrea a los Trece y se encargarán de que dejes de existir.
Me trago un suspiro.
—Vale, oigamos ese mensaje.
Hermes se pone recta y se aclara la garganta. Cuando habla, es la voz de un
hombre la que emerge de sus labios.
—Todo este desastre no va a calmarse en ningún futuro cercano. Solo hay
una forma de evitar que nuestras madres se peleen. Encuéntrate conmigo esta
noche en Érebo. Ven sola.
Conozco esa voz.
—Eros.
¿En qué está pensando? Lo último que debemos hacer es arriesgarnos a que
nos vean solos. Los paparazzi que alimentan a la página de Las Musas de Hoy
son demasiado listos para perderse una oportunidad como esta, da igual que nos
veamos en un sitio que no solemos frecuentar ninguno de los dos. Una cosa es
que nos cazaran en un encuentro fortuito, pero ¿en dos? Los chismorreos van a
ser infernales.
—¿Por qué no me ha llamado sin más si quería hablar conmigo?
Hermes enarca las cejas.
—¿Y arriesgarse a que decidieras grabar la conversación y usarla en su
contra?
Tiene razón, pero, aun así...
—Tampoco es que nada me impida hacerlo si quedamos.
—Quizá te cachee... de una forma supersexy. —Hermes da saltitos de
puntillas—. Venga, tengo que preguntártelo. ¿Estabais follando en el baño
durante la fiesta de hace dos semanas?
—No.
Mi mente me ofrece la imagen de Eros con la camisa manchada de sangre y
con la voz grave diciendo: «Es la sangre de la última chica guapa que me hizo
demasiadas preguntas». Él es el «manitas» de Afrodita. ¿Acaso ha decidido
Afrodita que soy un estorbo que quitarse de en medio?
No, eso no tiene sentido. Hay cientos de maneras de enterrar a alguien en
Olimpo sin tener que hacerle daño físicamente o ponerse en contacto directo con
esa persona. Si bien no soy más que la hija de Deméter, soy casi intocable; aun
así, si Eros quisiera «encargarse de mí», podría hacerlo. Es más, podría hacerlo
sin implicarse al quedar conmigo en persona.
Me pruebo el siguiente vestido por inercia. Es igual de horrible que el
primero. Dioses, odio cuando los diseñadores son perezosos. Centrarme en ese
pequeño fastidio me aclara la mente, lo justo para volverme hacia Hermes sin
estar en peligro de perder el control.
—Supongo que no necesita respuesta.
—Nop. Tu respuesta será presentarte esta noche... O no, como te apetezca.
Tengo que ir. No tengo otra opción. Es cierto que hay que hablar de la foto
y elaborar un plan para salir adelante. Si Afrodita está tan furiosa como mi
madre, tiene sentido que nos aseguremos de que las páginas de cotilleos tengan
otra cosa en la que centrarse para que puedan olvidarse de una vez por todas de
nuestro supuesto romance prohibido.
Aun así... No podemos permitirnos que se filtre una segunda foto de
nosotros. La ubicación que me ha dado Eros se encuentra en el polígono de la
zona alta, un barrio que evitan la mayoría de los Trece, lo cual quiere decir que la
mayoría de los paparazzi también. No deberíamos tener ningún problema, pero
eso no significa que vaya a bajar la guardia.
Pienso en Hermes. Usar sus servicios es un riesgo. No le es leal a nadie más
que a sí misma (y puede que a Dionisio), lo cual significa que no podemos dar
por hecho que guarde el mensaje en secreto. Nada puede evitar que se plante en
algún escenario de un karaoke y se dedique a airear con una canción los trapos
sucios de todos los que allí se encuentren, cosa que me han contado que es algo
que hizo el primer año después de aceptar el título de Hermes. Nadie la tomó en
serio hasta aquel momento, pero eso consiguió que todos la vieran como la
amenaza que es.
En realidad, eso me da una idea...
—Hermes, ¿estarías dispuesta a involucrarte en una farsita de nada? En
calidad profesional, claro está.
Su sonrisa es astuta.
—Vaya, las mujeres Dimitriou nunca dejáis de sorprenderme. Estoy
dispuesta a llevar a cabo esta «farsita de nada» porque me diviertes.
No sé si eso es bueno o malo, pero a caballo regalado no le mires el bocado.
—Sal de fiesta esta noche.
—Ya tenía pensado hacerlo. Dionisio se ha hecho con unos nuevos
productos excelentes que me muero por probar.
Ignoro la interrupción.
—Sal de fiesta esta noche y cuelga algo en tus redes acerca de tu salida. Pon
tu ubicación. Haz que la gente crea que estoy contigo y después... que empiece la
persecución.
No hay mejor coartada que una de los Trece. ¿Quién va a decir que Hermes
es una mentirosa? Nadie. Al menos no a la cara. Si los paparazzi están ocupados
persiguiendo a Hermes y piensan que estoy con ella, no husmearán por el distrito
de los polígonos. Eros y yo podremos hablar en paz.
—Dalo por hecho. —Sacude la cabeza—. Una nunca se aburre en Olimpo si
estáis tú y tus hermanas.
—Pues a mí me iría bien un poco menos de emoción. —No era mi intención
decirlo, pero en cuanto pronuncio las palabras ya no hay forma de echarme atrás.
Hermes se dirige a la puerta del probador.
—Anímate, Psique. Eres una chica lista. Seguro que sales ganando. —Abre
la puerta y se da la vuelta para mirarme—. Y si alcanzas la victoria, quizá incluso
acabes alcanzando la victoria del orgasmo montando a Eros.
Se esfuma antes de que pueda incluso pensar en contestar, sus carcajadas
siguiéndole la estela.
Menos mal. ¿Qué se supone que debo contestar a eso? Eros puede ser tan
hermoso como un dios, pero ese hombre es un monstruo hasta la médula. Es mi
enemigo.
Me tienta llamar a Perséfone y pedirle su opinión acerca de toda la
situación, pero, si la involucro, echará abajo mi puerta y amenazará a Eros antes
de que cuelgue la llamada. Mejor telefonearla por la mañana y ponerla al día en
cuanto oiga lo que él tiene que contarme. Quizá incluso se nos ocurra una
solución que satisfaga a todos los involucrados.
La sensación que tengo de mariposas en el estómago es por los nervios,
claro.
No es porque tenga ganas de volver a ver a Eros.
5
Eros

Llego una hora antes al punto de encuentro para inspeccionar la zona. El Érebo
es un pequeño tugurio a las afueras del polígono de la zona alta de la ciudad.
Estaremos al norte del río Estigia, pero esta zona difiere muchísimo del centro de
la ciudad tan bien cuidado donde reside la mayoría de los Trece. Las cercanías a
las oficinas de Zeus, la torre Dodona, se consideran un lugar de estatus, y las
calles de las manzanas colindantes son una fría y limpia combinación de
hormigón, acero y cristal. Uniforme y resultón, si es que te va ese estilo.
La gente acude a los alrededores del polígono de la zona alta de la ciudad en
busca de un poco de diversión ilícita cuando no tienen la fuerza, o el valor, de
cruzar el río a la zona baja de Olimpo. Este es el territorio de Dionisio, y hay
vicios por doquier. Además, cuando la gente se pasea por aquí tiende a hacer la
vista gorda y a no meterse donde no la llaman, lo cual me viene de maravilla.
Tengo que ir con cuidado. El bar es pequeño, pero lo construyeron entre dos
edificios, así que está lleno de recovecos, con mesas sombrías por todas partes.
Me he apostado en una mesa cerca de la parte de atrás, y le he dado una buena
propina al camarero para que se haga el distraído mientras pasa lo que tenga que
pasar.
Quiera lo que quiera mi madre, y sea lo que sea que implique este encargo,
no tengo el menor deseo de hacer sufrir a Psique. Estoy convencido de que
Afrodita querría que la arrastrara hasta un callejón y usara un cuchillo romo, pero
lo único que Psique sentirá será cierto letargo y, después, nada.
Es lo mínimo que se merece.
Me siento y me froto el pecho con la mano. Ahora no es el momento para
tener dudas, sentir culpa o cualquier mierda de esas. Les he hecho cosas peores a
personas más majas, solo porque se interpusieron en el camino de mi madre o
porque las consideraba una amenaza para su posición. Puede que la gente crea
que no hay peor pecado que el de asesinar a alguien, pero no han presenciado
cómo le arrebatan todo a un joven con un futuro prometedor. Su belleza, su
estatus, el respeto de sus coetáneos. Es muy fácil arruinarle la vida a una persona
si se tiene la información adecuada, y los recursos adecuados.
Dicho esto, ni yo puedo autoconvencerme de que matar a Psique es un acto
de misericordia.
Antes las cosas no eran así. Solo perseguía a aquellos que se lo merecían, a
gente que suponía una verdadera amenaza para mi madre. Era el cazador de
monstruos, de personas que intentaban hacerle daño a la única familia que tengo
en el mundo. Hasta que, un día, levanté la mirada y me di cuenta de que yo era el
peor monstruo de todos. Había sacrificado demasiado, había acabado con
demasiadas vidas como para que la moralidad fuese algo más que una teoría en
mi vida.
No había vuelta atrás.
No hay vuelta atrás.
Noto el momento exacto en el que Psique entra por la puerta del bar. Los
pocos clientes cesan sus conversaciones y vigilan sus andares. Por muy informal
que vaya vestida, con unos vaqueros y una chaqueta negra que le llega a las
rodillas, es tan guapa que pararía el tráfico. Avanza por el bar a paso lento,
mirando todas las mesas con detenimiento hasta que posa esos ojos color de
avellana en mí.
Menos mal que todavía está lejos, porque me veo obligado a tomar aliento
al tener toda la atención de esa mujer en mí. La noche de la fiesta estaba
demasiado consternado para apreciar como es debido la pureza de su presencia.
Incluso muerto de dolor, y con un cabreo de la hostia, pude disfrutar de la forma
en la que ese vestido gris que llevaba se ceñía a su generosa figura y me permitía
vislumbrar un atisbo seductor de sus grandes pechos y de su trasero. Sobre todo
cuando se inclinó hacia mí para cambiarme las vendas.
«Céntrate.»
Psique se acerca a mi mesa y se desliza en el asiento frente al mío sin
vacilar. Muy a mi pesar, me gusta que no se muestre asustada o temerosa. Ha
entrado con seguridad en sí misma, y tengo la sensación de que siempre aborda
toda situación con esa actitud. Es una puta pena que no se vaya a librar esta
noche.
—Psique.
—Eros.
Se toma un buen momento para contemplarme. ¿Estará comparando mi
aspecto actual con el que lucía la última vez que hablamos? Bueno, la última y
única vez, la verdad, sin contar el puñado de veces que nos saludamos estos años
en varias fiestas. A pesar de ser ambos hijos de dos miembros de los Trece, no
nos movemos en los mismos círculos. Las Dimitriou se mantienen alejadas de los
demás. Otra cosa que saca a Afrodita de sus casillas.
Con un movimiento lento, Psique se inclina hacia atrás.
—Casi todo el mundo me envía un correo electrónico cuando quiere quedar
conmigo. Y bien podrías haber conseguido mi número de móvil, capacidad no te
falta. ¿Para qué molestar a Hermes?
Porque un correo se puede interceptar y un móvil se puede rastrear. Piense
lo que piense la gente de Hermes, se toma muy en serio su título y sus funciones.
Si el mensaje debe ser secreto, lo será. Ni siquiera uno de los miembros de las
familias originales puede obligarla a revelarle dicho mensaje.
Si Psique muere, no quiero pistas que puedan guiarlos hasta mí.
¿Si? ¿Qué coño «si»? Su destino quedó sellado en el momento en el que mi
madre me exigió su corazón. No, antes incluso, cuando fue amable conmigo a
pesar de que cualquier otro de los asistentes a la fiesta se habría dado media
vuelta. Hasta mis amigos habrían fingido no ver la sangre ni mi cojera. Todos nos
movemos bajo la mentira bien sustentada de que no soy más que el mujeriego
hijo de Afrodita. Que igual me paso un poco con mis encantos, y que soy
demasiado frío para comprometerme en cualquier aspecto.
No se comenta el resto de las cosas que hago por mi familia.
O quién paga las consecuencias.
No hay lugar a dudas de cuáles van a ser las consecuencias de esta noche.
La única salida es seguir adelante con el plan. Como si no hubiera hecho ya cosas
peores. Tengo las manos cubiertas de la sangre de los enemigos de mi madre,
tanto reales como imaginarios. Hace mucho tiempo que asumí que eso no podía
cambiar. Ya no estoy dispuesto a luchar esa dura batalla por la santidad. Mi
destino es el Tártaro.
Me inclino hacia delante y apoyo los codos en la mesa.
—Estoy seguro de que Hermes ya te habrá puesto al corriente, pero prefería
hablar del tema en persona.
—Algo me ha dicho. —Psique se encoge de hombros para quitarse la
chaqueta, y deja a la vista un jersey fino de color negro que se ciñe a su pecho
como una segunda piel—. ¿Cómo tienes el pecho?
—¿Qué? —pregunto sorprendido.
—El pecho. Ese que tenías lleno de cortes hace dos semanas. —Me hace un
gesto con la cabeza—. ¿Fuiste a que te viera un médico?
Antes de que pueda contener el impulso, me llevo la mano al pecho.
—Sí, no era tan grave como parecía.
—Qué afortunado.
—Sí, mucho. —Fue todo un descuido por mi parte. Si no me hubiese dado
prisa para llegar a tiempo a la fiesta, jamás habría bajado la guardia el tiempo
suficiente para que el padre de Polifonte me atacara tantas veces—. Aunque,
bueno, sobreviví a la pelea. No todos los involucrados pueden decir lo mismo.
Psique respira hondo.
—¿Como una chica guapa que hizo demasiadas preguntas?
Cierto. Esa frase se la dije yo aquella noche, ¿no? No me molesto en
sonreír.
—Mi madre se lleva mal con muchas chicas guapas de Olimpo. —Con
personas guapas, mejor dicho. La belleza y la atención son más importantes que
el género, y Afrodita quiere llevarse la mayor tajada de ambas cosas.
—¿Quién era?
—Saberlo no cambiará nada.
Psique me mira con una sonrisilla triste en el rostro.
—Venga, dame el gusto.
Lo de que saberlo no cambiaría nada iba en serio. No le salvará la vida. No
cambiará nada de lo que pase aquí esta noche.
—Polifonte.
—No me suena —contesta con el ceño fruncido.
—No tiene por qué sonarte.
Polifonte no había subido en la escala social tanto como para asistir a las
fiestas de la torre Dodona. Joder, si es que lo único que había conseguido había
sido poner en riesgo su vida. Esa tonta pensó que podía enfrentarse a Afrodita y
que no iba a haber consecuencias. Aunque no hubiese hecho enfadar a mi madre,
la chica habría tardado un mes en despertar la ira asesina de cualquier otra
persona importante. Se iba mucho de la lengua, y no es que fuera muy prudente.
—Eros... —Psique sacude la cabeza, y una expresión reflexiva se refleja en
su rostro—. Déjalo, supongo que da igual.
De pronto me muero de ganas por saber qué ha estado a punto de decir. ¿Iba
a hacer algún comentario de cómo me pilló con la mirada clavada en su boca?
Ella me correspondió mordiéndose el labio. Pero no creo que lo hiciera de forma
consciente. Así como tampoco creo que se percatara de que me miró la boca
unos segundos eternos antes de romper el momento. Si hubiésemos sido otras
personas, en cualquier otra situación, quizá la habría besado en aquel mismo
instante.
Quizá habría tirado de ella hasta colocarla sobre mi regazo y la habría
engatusado hasta despojarla de cualquier recelo hacia mí. Primero con un beso, y
después con un juego de seducción paulatino que ambos habríamos disfrutado
muchísimo.
Niego con la cabeza. ¿En qué cojones estoy pensando? De haber llegado a
traspasar ese límite, no habría hecho más que empeorar la situación en la que nos
encontramos los dos.
—Tienes razón, la verdad es que da igual.
—Eso he dicho. —Carraspea y se endereza en el asiento—. Bien, vayamos
al grano. Querías quedar para hablar de cómo vamos a desviar la atención de los
medios de nosotros. Bueno, desviarla de ti, sobre todo. Estoy convencida de que
a Afrodita no le gusta un pelo toda esta situación, y tú no es que tengas tanta
práctica lidiando con estas cosas como yo. Te he traído un par de ideas.
—¿Cómo dices? —pregunto parpadeando sorprendido.
—Por eso hemos quedado aquí, ¿no?
Hostia, igual mato a Hermes por haberle hecho creer eso. Le dije a esa
mujer que consiguiera que Psique viniera hasta aquí, que le dijera lo que hiciera
falta, pero no me esperaba que usara la bondad innata de la chica en su contra. Se
me cae el alma a los pies.
—Has venido aquí porque crees que necesito tu ayuda para manipular a los
medios y que se centren en perseguir a otra persona. —Como si no hubiera hecho
eso ya antes yo solito.
La tontita ha venido corriendo hasta aquí, ha caído justo en mi trampa sin
pensárselo dos veces, y todo porque creía que necesitaba su ayuda.
Creo que voy a vomitar.
Psique se pone rígida.
—¿No hemos quedado por eso?
—No —contesto casi con dulzura. Dioses, cómo me odio ahora mismo—.
No hemos quedado por eso.
—Entonces estás aquí de servicio oficial, imagino —dice después de
aclararse la garganta.
—Sí. —La palabra emerge de mi interior como si fuera una disculpa.
Un momento de silencio. Otro. Psique se yergue.
—Ni de coña puede estar tan cabreada por una sola fotografía...
—Pues la verdad...
Psique sigue hablando como si nada.
—Aunque, en fin, supongo que las cosas no son tan sencillas. Mi madre y
ella llevan diez años peleándose, y no le gustará que Deméter se meta con ella.
Los motivos carecen de importancia. La cuestión es que no tiene nada con lo que
destruirme. No tengo ningún muerto en el armario. Lo que significa que se
inventará algo. —Apoya los brazos cruzados en la mesa, justo debajo de los
pechos—. ¿Qué tenéis pensado hacer? ¿Vas a inventarte un escándalo sexual
cutre? Puede que hasta intentéis exiliarme, aunque os deseo suerte si ese es el
caso. Mi madre no lo permitirá.
Es evidente que no se lo está tomando en serio, y de pronto siento la
necesidad imperiosa de que lo haga. No sé por qué. Para mí sería muchísimo más
fácil si ella pensara que todo esto no es literalmente un asunto de vida o muerte.
Y, aun así, me encuentro revelándole la verdad.
—Afrodita no quiere arruinarte la vida. Quiere verte muerta.
Psique se queda pálida.
Me espero lágrimas. Súplicas. Hasta que intente huir. Pero no se inclina por
ninguna de esas opciones. Tras tomarse un momento para recomponerse, se
limita a ponerse derecha y a sostenerme la mirada.
—Eros, me pareces un hombre no poco inteligente.
—Gracias —respondo con indiferencia. Dada mi experiencia, me había
creado una idea de cómo se daría la conversación, y Psique no ha cumplido con
mis expectativas ni de lejos. A mi pesar, una pizca de curiosidad se abre paso a
través de mi determinación por ver cómo se desarrollan las cosas. Sabía que
Psique no se parecía a ninguna de las personas con las que había tratado en mi
vida. Sospechaba que era una chica formidable, pero lo es mucho más de lo que
podría haber llegado a imaginar.
—Seguro que sabes a quién tengo de mi lado. Si me haces algo, Perséfone
te hará trizas, y Hades estará con ella para asegurarse de que nadie la detenga. —
Psique se inclina hacia delante y no puedo evitar desviar la mirada hacia el lugar
exacto en el que acaba el impresionante escote en pico de su jersey—. Y eso no
es nada comparado con lo que hará mi madre. A diferencia de Afrodita, a
Deméter no le supone ningún problema mancharse las manos cuando la situación
lo merece.
—¿Me estás diciendo que tu madre asesinó al último Zeus?
—Por supuesto que no —contesta resoplando—. Es un rumor sin confirmar
y tú lo sabes. No hagamos ahora como que tu madre no habría aprovechado ese
cuento y se habría hecho eco de él si tuviese la más mínima prueba.
Tiene razón. Aun así, me resulta interesante que no haya reafirmado
abiertamente la inocencia de Deméter. Puede que la versión oficial sea que Zeus
rompió «por accidente», vaya uno a saber cómo, la ventana de su despacho y que
«por accidente» se cayó y murió, pero todo el mundo sabe que esa no es la
verdad.
Pero nada de eso importa.
La situación se está saliendo de madre muy rápido.
—Psique...
—No he acabado todavía. —Observa detenidamente la copa que he pedido
para ella, la que lleva el sedante que la dejará sin sentido y que seguro le evitará
cualquier sufrimiento—. Además, hay un factor que deberías tener en cuenta
antes de seguir adelante con tu plan. Mi madre está negociando mi boda con
Zeus. No lo veo dándote las gracias por haber matado a su futura Hera.
Comprendo lo que me acaba de decir y, con ello, llega una frustración tan
abrasadora que podría convertirme en cenizas.
—Si estuviese sobre la mesa, esto ya se habría cancelado.
Ni siquiera Afrodita se arriesgaría a ir a por la futura Hera.
—Puede ser, pero, aun así, sigue siendo un riesgo enorme. Como ya te he
dicho antes, me pareces un tío listo, así que seguro que ya te lo has planteado.
Ese es un cumplido de lo más ambiguo. Muy a mi pesar, la admiración me
embarga. Ha llegado aquí con una idea en mente, pero se ha adaptado sin apenas
un atisbo de duda y ya va encaminada a ganarme la partida.
—De no haberlo hecho, no sería tan listo, ¿no?
—Exacto. —Psique inclina la cabeza hacia un lado, y añade—: Y ahora,
tras dejarlo todo claro, tengo una pregunta para hacerte.
Me echo hacia atrás maldiciendo y le hago un gesto con la mano.
—Por supuesto, no seré yo quien interrumpa tu brillante monólogo.
—Gracias. —Me brinda una sonrisita que casi vence al miedo que asoma en
esos ojos de color avellana. Cuando su familia entró en escena hace unos diez
años hice muchas conjeturas sobre esta mujer; y esas conjeturas parecieron
confirmarse con el transcurso de los años. Pero teniendo en cuenta la ayuda que
me brindó durante la fiesta y esta conversación, me veo obligado a admitir que
quizá me haya equivocado de cabo a rabo con ella.
No es una influencer insulsa que tiene como pasatiempo gastarse el dinero
de su madre y hacerse fotos monas para sus seguidores. Bajo esa cabeza tan
bonita se esconde una mente astuta, y está haciendo uso de toda su inteligencia
para intentar salir de esta situación con vida.
Psique se coloca un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Si tan importante es la estabilidad que Deméter, Hades y hasta Zeus están
poniendo de su parte para alcanzarla, ¿de verdad te crees que se mantendrán al
margen y que no investigarán la disputa cruel de tu madre? Quizá estén
dispuestos a hacer la vista gorda cuando los objetivos de Afrodita no pertenezcan
a sus círculos más íntimos, pero no soy una arribista de tres al cuarto a la que
nadie conoce. Soy la hija de Deméter. Si me haces daño, intervendrán. Acabarán
con ella, y contigo.
No se equivoca en absoluto. Cuando la mayoría de los Trece están de
acuerdo y coinciden entre ellos, son una fuerza casi imparable. Es una putada que
eso no le vaya a servir de nada a la chica que tengo enfrente.
—Muy cuco todo. Aunque fuera verdad, de nada importaría.
Y, con mis palabras, desaparece su sonrisa.
—Pero ¿qué estás diciendo? Te acabo de enumerar a varios de los peces
gordos de la ciudad, y me imagino que Poseidón también les brindará su apoyo
dado que parece que detesta cualquier artimaña que se lleve a cabo para
conseguir una posición social. Estamos hablando de las tres familias originales.
Estoy segura de que tu madre es lo bastante lista para saber cuándo ha perdido.
Tú segurísimo que sí. Nadie que utilice la lógica seguiría adelante con ese
pronóstico tan malo.
Reprimo un suspiro. Ese es el quid de la cuestión, ¿no?
—Muy osado por tu parte asumir que mi madre utiliza la lógica en algún
momento de su vida. ¿Acaso no la conoces?
Psique abre la boca, parece reconsiderar lo que fuera que iba a decir, y al
final frunce un poco más el ceño.
—Creía que todo el tema ese de la venganza cruel era puro teatro.
Si así fuera, mi vida sería mucho más fácil; sin mi madre viviendo para ver
la caída de cualquier persona que la cabree, aunque sea un poco solo.
—Es más que capaz de lidiar con las repercusiones de sus actos.
De una forma u otra. No sé cómo lo hará, pero ya sé lo que me diría si
sacara el tema a colación delante de ella.
«Tu trabajo no es pensar, hijo mío; es castigar a quien yo te diga que debes
castigar.»
«Mata a la chica y, de paso, hazte con el corazón de Deméter.»
Psique está cada vez más pálida.
—No puedes ir en serio.
—Claro que sí.
—Acabo de llegar y te he dicho que puedo poner a gran parte de los Trece
en vuestra contra, y da igual lo que haga porque a la persona que te da órdenes le
importa más cumplir con su venganza personal que la vida de su hijo. —Me mira
fijamente escudriñándome el rostro en busca de algo que jamás encontrará—.
Tenías prisa por llegar a la fiesta por ella, ¿no? ¿Por eso no fuiste antes al
hospital? Me imagino que estaría furibunda porque llegabas tarde.
Psique está a punto de dar en el clavo.
—Eso no importa.
—Y tanto que importa. Estabas herido, Eros. Hasta mi madre, con todas sus
maquinaciones y esa crueldad tan suya, se preocuparía si alguna de nosotras
estuviese herida.
Le lanzo la mirada que esa afirmación se merece.
—Yo diría que eso apoya mi argumento, no el tuyo. Pero eso da igual,
porque nadie me culpará de esto. Tú misma te has encargado de eso. —Saco el
móvil, busco la aplicación que necesito, y la abro. Después, apoyo el móvil en la
mesa, entre los dos. Psique se inclina hacia delante y pasa un par de
publicaciones, la piel cada vez más pálida. Yo ya sé lo que está viendo. A
Hermes, Dionisio y a una morena con curvas que, al parecer, se lo están pasando
de lujo en la ciudad. La cara de la chica morena no se ve en ninguna de las fotos,
pero su complexión y el corte de pelo es tan parecido al de Psique que todo el
mundo creerá que es ella—. Todas las fotos están etiquetadas y tienen la marca
de tiempo. Nadie sabe que estás aquí.
—Hermes sí.
—Hermes juega con sus propias normas. No te es leal. Solo es leal a sí
misma. —Cojo mi móvil—. Y no saldrá a contar la verdad por las mismas
razones que tú acabas de enumerar. Le interesa tanto la estabilidad como a Zeus
y los demás. No revelará ningún dato que pueda dar pie a una guerra. —Hermes
es tan caótica que, por lo general, jamás fingiría saber por dónde va a salir, pero
sé que esto es así.
En el fondo, se debe a la ciudad de Olimpo, como el resto de los Trece.
A Psique le tiembla un poco el labio inferior, pero no disimula el intento por
refrenar el tembleque.
—Te mereces algo mejor que no ser más que un sicario de tu madre, Eros.
—No intentes recurrir a mi humanidad. No tengo de eso.
La chica se inclina hacia delante y baja el tono de voz, mientras me suplica
con esa mirada color avellana.
—Te ayudé hace dos semanas. No tenía por qué hacerlo, y los dos lo
sabemos. Puede que carezcas de humanidad, pero seguro que crees en que se
debe equilibrar la balanza. ¿De verdad vas a recompensarme mi ayuda con
violencia solo porque tu madre se ha cabreado?
—Psique. —Joder, no tendría que haber pronunciado su nombre. Me sienta
bien decirlo, y hace que quiera cosas que no son para mí—. Déjalo. Nada de lo
que digas cambiará lo que va a pasar.
Por primera vez desde que se ha sentado frente a mí, veo reflejado en sus
ojos el auténtico temor. Vino aquí preparada para ayudar el hijo de la enemiga de
su madre, y se adaptó para dar un argumento verdaderamente espectacular que
habría funcionado con cualquier otra persona, de no haber sido ella misma el
medio para justificar su caída por haber confiado en mí lo suficiente para
inventarse una coartada para su ubicación. Ha pasado muchísimo tiempo desde la
última vez que alguien me desafió, que alguien intentó contraatacar, superarme.
Muchísimo tiempo desde la última vez que alguien fue un poco amable
conmigo.
Me descubro estirando el brazo y colocando una de mis manos sobre la
suya. Me sorprende lo cálida que tiene la piel.
—Por si te consuela, ha sido un buen intento. Has hecho todo lo que has
podido.
—Qué curioso que eso no me consuele para nada. —Baja la mirada, donde
nuestras manos se unen—. Y, ahora, voy a necesitar que me quites la mano de
encima. No es que me apetezca recibir consuelo de mi asesino.
Noto un pinchazo, aparto la mano de la suya y me froto el pecho; la
sensación que tuve cuando me curó las heridas es cada vez más intensa. ¿Qué
cojones es esto? Ni de coña voy a tener justo ahora un ataque de remordimientos.
No puedo salvar a esta mujer. Puede que sea el sicario preferido de mi madre,
pero no soy el único, ni de lejos. Si me niego a hacer esto, enviará a otra persona,
y a esa persona le dará igual si Psique está aterrada y agonizando en su lecho de
muerte. Se limitará a acabar con ella, y ya.
—¿Fue esto lo que hiciste con Polifonte? ¿Quedaste con ella para tomar
algo, después la llevaste a la parte de atrás y la mataste? Imagino que tendría que
felicitarla por resistirse, pero es evidente que no le fue bien. ¿Cuántas veces has
hecho esto, Eros? ¿Es esta la vida que quieres, en serio?
—Calla. —Sueno más duro de lo que quería, pero sé lo que está intentando
hacer, y no funcionará. No he sido yo quien ha decidido convertirse en el
monstruo favorito de mi madre, pero ahora ya está hecho y no hay vuelta atrás—.
Lo que te he dicho antes iba en serio. Hablando no vas a conseguir librarte de
esta.
Se pasa los dedos por las puntas del pelo, y se retuerce los mechones de
forma tal que parece hasta dolorosa, pero en su rostro veo una expresión de
serenidad que resulta inquietante.
—Quería tener hijos. Y ahora me parece una soberana tontería. ¿Por qué iba
a querer traer niños a este mundo? Pero los quería. Pensaba que tendría más
tiempo. Solo tengo veintitrés años.
«Mierda.»
—Calla —repito.
—¿Por qué? —La brusquedad y el enfado rompen la serenidad—. ¿Hace
que me veas más como a un ser humano? ¿Que te cueste más apretar el gatillo?
Sí. Y antes de todo esto ya iba a ser un esfuerzo titánico.
—Da igual lo que yo quiera. —No era mi intención decir eso, pero hablando
de esta chica no tenía pensado decir muchas cosas. Es la hostia de valiente, y me
mata que me hayan ordenado que apague esta luz. Pero no tengo elección.
A no ser que haya una forma de recompensar su amabilidad de la otra
noche...
No. Es una idea de mierda, y tiene poco de infalible. Con las venganzas mi
madre es como un perro con un hueso. No dejará que nada se interponga en su
decisión de castigar a Psique y a Deméter con la muerte de la primera. Si intento
impedírselo, pasará por encima de mí y matará a la chica igualmente.
—Prométeme que no les harás daño a mis hermanas.
Hago a un lado esos pensamientos traicioneros y la miro.
—Sabes que no puedo prometerte eso. —Al ver cómo entrecierra los ojos,
me ablando—. A ver, Perséfone no puede estar más a salvo estando casada con
Hades, y nadie quiere que el hombre del saco de Olimpo llame a su puerta.
Seguramente Calisto esté a salvo más o menos por la misma razón; nadie quiere
vérselas con la brutalidad de tu hermana. No sigue las normas, y eso basta para
que gran parte de sus enemigos se lo piensen dos veces antes de ir a por ella. Y
Eurídice... —Me encojo de hombros—. Solo tiene que quedarse una buena
temporada en la zona baja de la ciudad, y son pocas las personas que podrían
llegar hasta ella. No es que Hades o Perséfone vayan a invitar a los esbirros de
mi madre a que crucen el río para hacerle daño.
—¿Se supone que eso debería dejarme más tranquila? Podrías prometerme
que no vas a hacerles daño.
Le lanzo la mirada que esa afirmación se merece.
—No me creerías.
—Podrías darme tu palabra.
Sé que está intentando parecer más humana ante mis ojos, remorder mi
inexistente conciencia, pero ¿cuándo fue la última vez que a alguien le importó
mi puta palabra? Los encargos de mi madre me han labrado muy mala fama,
aunque puede que merecida. Nadie confía en mí, porque basta con cabrear a
Afrodita y su voluntad invalida la mía. Ella apunta, yo disparo. Mi palabra no
vale una puta mierda.
Puede que sea justo por eso por lo que me veo preguntándole a esta chica:
—Si te diese mi palabra, ¿me creerías?
—Sí.
Esa palabra hace que me sienta como si se hubiera abalanzado contra mí y
me hubiese dado un puñetazo en el pecho. No hay atisbo de duda en esas dos
letras. Si le doy mi palabra, me creerá; es así de simple. Observo a esta chica que
desafía mis expectativas. Me había medio convencido de que aquella noche
Psique cuidó de mí por pura casualidad; o, al menos, que fue un acto que podía
ignorar. Pero no fue casualidad. Y la prueba de ello es que ha venido esta noche a
este bar.
Psique es una buena persona de verdad que, no sé cómo, ha conseguido
sobrevivir a los líos de Olimpo.
Y mi madre quiere que apague su llama. Trago saliva, y pregunto:
—¿De verdad?
—Sí —repite Psique. Deja de retorcerse los mechones de pelo y centra toda
su atención en mí—. ¿Vas a darme tu palabra?
—No puedo prometerte nada —contesto negando con la cabeza con un
lento movimiento.
—Ah. —La decepción que veo en ese rostro tan hermoso me atraviesa
como un puñal. No soy buena persona. Nunca se me ha dado la oportunidad de
serlo, y tampoco es que yo me haya enfrentado a mi destino con todas mis
fuerzas cuando se abrió mi camino bajo los pies. Pero... ¿matar a Psique? Antes
me resultaba incómodo pensarlo, pero después de esta conversación, me pone
enfermo.
No... no puedo hacerlo.
Quizá sí que tenga alma, aunque esté sin usar y cubierta de polvo; porque
me repugna tanto la simple idea de arrebatarle la vida a Psique que estoy a punto
de hacer algo injustificable. Le doy un sorbo a mi vodka tonic, y el ardor del
alcohol no me ayuda a disipar la repentina resolución que se está apoderando de
mí.
En mi mente se desarrolla un plan disparatado, la hostia de descabellado.
Desafiar a mi madre es peligroso, pero es un riesgo que estoy dispuesto a correr.
Psique ya ha arriesgado su vida por mí dos veces. Puedo corresponderle, desde
luego. Pero no soy buena persona, como ella. No estoy actuando por amabilidad.
Sino por pura necesidad egoísta.
—Puede que haya otra opción.
6
Psique

Me parece un giro muy cruel del destino que le concediera a Eros Ambrosia el
rostro de un dios dorado y no se le ocurriera darle un corazón. Está ahí sentado y,
no sé cómo, pero de alguna forma ha encontrado el único rayo de luz en este
agujero oscuro, y me mira con ojos impasibles de un color azul pálido. Sin culpa.
Sin empatía. Ni siquiera con la anticipación de lo que está por venir. Tampoco
hay sed de sangre en ellos, solo una especie de hastío, como si estuviera cansado
de esta canción y este baile, y únicamente quisiera acabar con todo para volver a
casa y meterse en la cama.
Luce casi la misma expresión que cuando me agradeció que lo hubiera
ayudado.
Me niego a albergar esperanzas de que me esté ofreciendo una salida de
verdad, pero la desesperación en la que estoy a punto de sumirme me vuelve
imprudente. Me había creído listísima al crear esa juerga falsa con Hermes para
que Eros y yo pudiéramos urdir un plan juntos. ¿En qué estaba pensando? Lo
primero que tendría que haber hecho es acudir a Perséfone. Solo porque Eros no
se comportara como un monstruo redomado conmigo hace dos semanas no
quiere decir que sea de fiar.
Si hubiera sabido que estaba en peligro, me habría largado a la zona baja de
la ciudad y habría aceptado la protección de Hades y Perséfone. Solo sería una
solución temporal, pero al menos mi vida duraría más allá de esta noche. Ese
tiempo de más me habría dado la oportunidad de pensar cómo salir de este
desastre, a poder ser sin tener que involucrar a mi madre.
Como se entere de que Afrodita ha ordenado que me maten, irá a por la
mujer sacando todo su arsenal. Y mi madre tiene un arsenal muy completo.
Puede que no matara al anterior Zeus ella misma, pero sin duda puso en marcha
los eventos que desencadenaron su muerte. También es la única razón por la que
su fallecimiento se declaró como accidente en vez de asesinato. Ayudó a allanar
el camino para que el mismísimo Hades volviera a entrar en sociedad. Sabe de
algún trapo sucio de Poseidón que le asegura que la apoyará al menos la mitad de
las veces. Pero, incluso con todo ese poder a su disposición, abandonaría toda
prudencia y cometería alguna insensatez, como por ejemplo intentar atropellar a
Afrodita con su coche. Algo que no me sorprendería nada de nada.
Si lo hubiera sabido...
Pero tampoco es que importe. Centrarme en los «¿y si?» es abocarse al
desastre. He cometido un error. Solo porque no supiera el coste no quiere decir
que esté exenta de pagarlo.
Eros me observa con tanta atención que casi me olvido de todo y le doy un
sorbo a la copa que me estaba esperando cuando he llegado a la mesa. Ahora que
sé lo que sé, no me cabe duda de que está envenenada, aunque no tengo muy
claro si será una dosis letal o una mínima con el fin de incapacitarme.
—Puede que haya otra opción —vuelve a repetir, como si nos estuviera
calmando a ambos.
Después de todo lo que ha dicho, de repente va y me ofrece una opción
alternativa. ¿Por qué? ¿Es otra forma de atormentarme? Quiero gritarle a la cara,
lanzarle la bebida envenenada y ver cómo chorrea por sus facciones perfectas.
Quizá tenga suerte, le queme la piel y lo distraiga el tiempo suficiente para que
yo salga corriendo.
Ojeo el bar. Está más oscuro aún que cuando he llegado y la gente ha
empezado a entrar poco a poco. A pesar de seguir formando parte de la zona alta,
este lugar está lo más lejos posible de las brillantes calles que rodean la torre
Dodona. Además, se encuentra en un distrito con el que no estoy muy
familiarizada. Es bastante probable que Eros (o, más bien, Afrodita) haya
contratado a esta gente y que, en cuanto intente huir, me den caza y me lleven a
rastras hasta él.
No, me he quedado sin opciones y ambos lo sabemos. Intento tragarme el
pánico porque me está dificultando pensar.
—¿Qué otra opción?
—No te va a gustar.
Lo dice con tanta monotonía que se me escapa una risa.
—Claro. Porque la idea de que me asesinen me gusta mucho más.
Por fin parece encontrar las fuerzas necesarias y anuncia:
—Cásate conmigo.
Parpadeo. Esas dos palabras llenas de ternura no conforman una frase con
sentido. De hecho, cuanto más tiempo penden entre nosotros, menos sentido
tienen.
—Perdona, pero creo que he oído mal. Juraría que me has pedido que me
case contigo.
—Porque lo he hecho.
Sigue sin atisbarse emoción alguna en sus ojos, ninguna reacción que me
indique lo que está pensando. Estoy acostumbrada a ser capaz de percibir algo,
por poco que sea, de la gente que me rodea. Incluso los mentirosos más expertos
se delatan, y a lo largo de los años me he pasado el tiempo suficiente vagando
por las fiestas de Olimpo como para descubrir los puntos flacos de los jugadores
principales. Es cuestión de supervivencia y a mí eso se me da muy bien. Sé que
Ares se rasca la barba cuando quiere estrangular a alguien. Sé que Perseo (ahora
Zeus) se pone serio cuando está ganando tiempo para contestar. Incluso el último
Zeus, sin ser transparente, subía la voz y adoptaba una actitud alegre y
escandalosa cuando estaba furioso.
Con Eros no noto nada.
Me pillo a mí misma alcanzando la bebida por instinto y empujo la copa a la
parte más lejana de la mesa.
—No tiene gracia.
—¿Me ves riéndome? —Suspira como si ya estuviera cansado de nuestra
conversación—. Fallarle a mi madre tiene consecuencias y no estoy dispuesto a
pagarlas. No puedo irme de aquí sin matarte o casarme contigo.
Se me escapa una carcajada histérica, agarro su bebida y me la tomo de un
trago. Vodka tonic. No podía ser otra cosa. Me estremezco.
—Eso es absurdo. ¿Por qué solo tenemos esas dos opciones? Si no quieres
matarme, sin duda habrá algo más que puedas hacer.
—No lo hay. —Cuando me limito a observarlo, se encoge un poco de
hombros—. Mira, si me caso contigo, eso me unirá a Deméter tanto como a ti te
unirá a Afrodita. No podrá exiliarme sin causar un alboroto y, si de repente
apareces muerta, no cabrá duda de qué ha pasado. Si lo hacemos creíble, todos
supondrán que se trata de un romance entre los hijos de dos rivales. Como ya nos
han demostrado las dos últimas semanas, a los medios les encantan esas
gilipolleces a lo Romeo y Julieta.
—La verdad es que no me estás convenciendo con esa comparación. Romeo
y Julieta acabaron muertos.
—Cosas de semántica. Ya sabes que tengo razón.
Me froto la garganta, donde todavía siento el ardor del alcohol, mientras
intento buscarle la lógica a esto. Los matrimonios por conveniencia no son nada
inusual en Olimpo, sobre todo entre las familias pertenecientes a los Trece.
Todos andan en busca de poder constante. Lo más normal es que creen alianzas,
y utilizar el matrimonio para sellar una alianza es una práctica antigua. Es solo
que... A pesar de las obvias maquinaciones de mi madre, me creía totalmente
capaz de evitar que me casaran con alguien que intente hacerme daño. Era lo
mínimo que podía pedir, pero aquí estamos.
—¿Vas en serio? —pregunto por fin.
—Sí.
No hay razón para que esto sea una trampa bien elaborada. Ya me ha traído
al polígono de la zona alta y, por la pinta que tienen las calles que lo rodean, hay
callejones de sobra en los que puede abandonar mi cuerpo sin vida sin que nadie
se entere. Yo misma le he puesto en bandeja que pueda asesinarme sin
consecuencias; no puedo echarle la culpa a nadie de mi insensatez, ha sido cosa
mía.
No, lo único que tiene sentido es que Eros me esté ofreciendo casarse
conmigo de verdad. En cierto modo tiene razón; si jugáramos bien nuestras
cartas, seríamos invencibles. Hay poco que le guste más a Olimpo que los
cotilleos. Un matrimonio secreto entre Eros y yo los sumiría en un frenesí,
prácticamente se pisotearían los unos a los otros para asegurarse de que son los
primeros en conseguir una foto exclusiva. El alboroto que ha creado nuestra foto
y que el tema aún siga candente son pruebas más que suficientes. Partiendo de
esa base, será pan comido conseguir que la gente se ponga de nuestro lado, que
nos apoye para llegar hasta el final. Si alguien nos hiriera a alguno de los dos
llegados a ese punto, Olimpo se toparía con una sublevación que ni siquiera los
Trece podrían amainar. Se verían obligados a contestar unas cuantas preguntas
incómodas acerca de lo que pasa a espaldas del público, y nadie quiere eso.
Ni siquiera Afrodita.
Así que sí, puede que el plan funcione. Solo hay un asunto pendiente.
Aprieto los labios y pienso en Eros. Es atractivo, sí, pero emite un aura de peligro
que ni su aspecto impecable puede ocultar.
—Nadie se creería que has perdido la cabeza por alguien y te has casado por
un romance desenfrenado. Eres demasiado frío. No participas en el juego de los
medios y están resentidos por ello.
—No juego a su juego porque me aburre, no porque no sea capaz.
Es tan convincente que casi me lo creo; aun así, podría salirnos el tiro por la
culata de mil formas distintas, y eso solo que se me ocurran ahora mismo. Sé que
yo puedo fingir; es lo que llevo haciendo desde que mi madre se convirtió en
Deméter y sacó a rastras a nuestra familia de la idílica vida de campo para
meternos en el nido de víboras que es Olimpo.
—Demuéstralo.
El cambio es casi instantáneo. Eros me sonríe y es como si el sol saliera de
detrás de una nube. Sus ojos se llenan de ternura y se le ilumina la cara. Se
inclina sobre la mesa y me da las manos.
—Te quiero, Psique. Casémonos.
Se me pone la piel de gallina y se me acelera tanto el pulso que me palpitan
hasta los oídos. Aunque sé que todo es falso, no puedo evitar reaccionar.
—Supongo que con eso servirá —contesto en voz baja.
Y así, sin más, aprieta un botón y la frialdad vuelve a asomarse a su rostro y
ojos.
—Como te he dicho, puedo fingirlo.
No quiero hacerlo, pero las opciones que tengo son malas o malísimas. Lo
cual significa que en realidad no tengo opción. No obstante, no puedo evitar
seguir presionándolo.
—¿Por qué ibas a hacer algo así? ¿Por qué no haces lo que tu madre quiere
y ya?
—Al contrario que mi madre, soy capaz de hacer a un lado mis sentimientos
y pensar con racionalidad. —Casi se me escapa un resoplido al oír eso; para
empezar, no me puedo imaginar a Eros sintiendo nada. Continúa sin quitarme ojo
—. Tu madre removerá cielo y tierra si te pasa algo, y pondrá la ciudad patas
arriba hasta que encuentre al culpable. Existe una remota posibilidad de que
descubra que todas las pistas apuntan a mí. Y no me parece que yo vaya a
disfrutarlo.
Cuando lo explica así, tiene sentido. Puede que no sea capaz de detener a su
madre, pero es consciente de que será él quien pagará las consecuencias si hace
lo que le pide.
—¿Esa es la única razón?
Aparta la mirada, primera señal de que igual no tiene todo tan controlado
como deja entrever.
—No tengo conciencia, así que no te hagas ideas raras.
—Pues claro que no —murmuro.
—Me siento como una mierda por hacerte esto después de que me ayudaras.
Habla en voz tan baja que las palabras casi se pierden en el murmullo
general del bar que nos rodea.
No sé si que se haya dado cuenta hace que esta situación mejore o empeore.
Está claro que no es algo que pueda intentar usar para chantajearlo, no cuando ha
dejado muy claras sus intenciones. No importa que se sienta como una mierda,
aun así lo hará. Suspiro.
—Aceptaré con una condición.
—No sé qué te hace pensar que estás en posición de negociar.
El miedo intenta cerrarme la garganta, pero hago acopio de mis fuerzas y
consigo vencer a mi instinto, que trata de sofocar mis palabras. No puedo
permitirme el lujo de dejar que el miedo me controle ahora mismo. Solo tengo
una oportunidad para salir victoriosa, así que tengo que sonsacarle tantas
promesas como me sea posible.
—Ambos sabemos que sí que lo estoy.
Después de un largo rato, me mira e inclina la cabeza.
—¿Qué condición pones?
—No le harás daño a mi familia. Ni a mis hermanas. Ni a mi madre. No voy
a esquivar esta bala para que le disparen a otra.
Él duda, pero al final vuelve a asentir.
—Tienes mi palabra.
No sé si eso será suficiente, pero tampoco es que pueda sacar un contrato
y... Hablando de contratos. Mierda.
—También necesitaré que firmemos un acuerdo prematrimonial.
—No.
Me quedan dos años para cumplir veinticinco y poder acceder al
fideicomiso que me dejó mi abuela. La cantidad no es para tomársela a risa, se ha
matado a gente por mucho menos. Aunque, bueno, supongo que Eros dispondrá
de una cantidad similar a su nombre. Si hay algo que se sepa de buena tinta
acerca de Afrodita es que su fortuna le hace sombra hasta a la de Poseidón. Una
de las ventajas de ese título en particular es que el dinero va unido a Afrodita, no
a la persona que ostenta el título. Pero las tres últimas Afroditas se han asegurado
de que sus hijos no tuvieran que preocuparse por nada, así que no hay razón para
creer que esta haya hecho algo diferente.
—¿Por qué no?
—Porque estamos sumidos en un romance apasionado. La gente que está
enamorada hasta las trancas y quiere correr hacia el altar no es lo bastante
espabilada como para ponerse a redactar acuerdos prematrimoniales antes.
«Mierda. Tiene razón.»
—Vale.
—Pues, si ya está arreglado, vámonos. —Eros se levanta de la mesa y alarga
la mano—. Mi coche está en la parte de atrás.
Deslizo la mano por la suya con cautela y le permito que tire de mí para
levantarme del asiento y ponerme de pie. Casi espero que me suelte, pero se
limita a entrelazar sus dedos con los míos y se dirige hacia el rectángulo de
penumbra que hay en la parte trasera de la estancia. A medida que nos
acercamos, me doy cuenta de que se trata de una salida. Hasta que no estamos
caminando por el pasillo estrecho y atravesamos la sucia puerta trasera, no soy
consciente de que esto podría tratarse de una trampa.
Hundo los talones en el suelo, pero Eros tira de mí sin problemas, sin
trastabillar siquiera. Es más fuerte de lo que parece. El pánico deja ver sus
horribles garras e intento regular mi respiración.
—Eros...
—Te he dado mi palabra, Psique. —Me arrastra hacia el aire helado de la
noche. Las botas me resbalan en el suelo, pero no parece importarle—. Sé que
para mucha gente eso no significa una mierda, pero para mí sí.
Sin duda no he aprendido la lección, porque me lo creo de verdad. A pesar
de saber que es un mentiroso excelente, esa extraña expresión de su cara cuando
le he dicho que creía en su palabra basta para convencerme de que no está
mintiendo.
He tomado mi decisión. Tampoco había mucho que decidir, pero no me voy
a echar atrás. Hasta que no estoy sentada en el asiento del copiloto de su elegante
coche deportivo, no soy consciente de las implicaciones de lo que he aceptado.
Eros arranca el coche y lo miro.
—No podemos decirle a nadie la verdad.
—¿A quién se lo iba a contar yo? —Lo dice de forma casual, como si fuera
evidente que no tiene a nadie lo bastante cercano para confiarle lo que está
ocurriendo de verdad. Sé que no tiene hermanos, pero sin duda tendrá amigos,
¿no? Lo he visto con los hermanos Kasios muy a menudo, aunque las amistades
de la alta sociedad en Olimpo normalmente son más alianzas políticas que otra
cosa. Eros sale de la parte trasera del bar y saca el coche a la calle—. Eso quiere
decir que no puedes contárselo a tus hermanas.
—Eso es un poco más complicado. Mis hermanas no se van a creer que me
haya enamorado apasionadamente en secreto. Nos lo contamos todo.
—¿Todo?
Frena en una intersección y me mira. El rojo del semáforo le baña las
mejillas y la mandíbula, lo cual enfatiza sus labios sensuales y curvados.
Dioses, este hombre está tremendo. No dejo de pensar que me
acostumbraré, pero cada vez que lo miro me descoloca los sistemas. Ya pasará.
Tiene que pasarse. No puedo imaginarme estando en contacto íntimo con él
durante un período de tiempo prolongado y que me siga afectando a tal
magnitud. Hay mucha gente hermosa en esta ciudad por la que no pierdo la
cabeza. Él formará parte de ese grupo dentro de una semana. Espero.
¿Ha dicho algo?
Sacudo la cabeza.
—Sí, todo. No se van a creer que tengo una relación en secreto.
—Pues haz que se lo crean, Psique. Como se corra el rumor de que esto no
es genuino, ambos pagaremos el precio.
Me cae encima el peso de lo que estamos haciendo y me recuesto sobre el
asiento incómodo. Me muevo, pero la cosa no mejora.
—¿Cuánto?
—Cuánto ¿qué?
—Cuánto tiempo vamos a hacerlo.
—Tanto como haga falta.
Lo miro fijamente.
—Me gustaría que fueras más específico.
—Vale. —Se encoge de hombros—. Hasta que mi madre deje de ser
Afrodita.
Eso parece más razonable, pero, aun así, puede ser mucho tiempo. Solo hay
tres formas de que uno de los Trece deje de ostentar su título: muerte, exilio o
jubilación. Puedo contar con los dedos de una mano cuántos han escogido la
última opción en toda la historia de Olimpo. Unos cuantos más se han visto
forzados a ello porque la salud o el deterioro mental ha hecho imposible que
sigan con sus deberes. Aun así, las cartas no juegan a nuestro favor. Afrodita no
va a renunciar voluntariamente y aún está en la cincuentena. Si no pasa nada,
puede vivir unas cuantas décadas más.
No puedo vivir en un matrimonio falso durante décadas. No puedo. Apenas
me he permitido soñar sobre el amor, una familia y todo lo que eso conlleva. Si
me paso veinte años casada con Eros, eso echará por tierra todos mis sueños. Al
comprenderlo se me aloja un peso en el pecho que no me deja hablar.
—No matarás a Afrodita.
—Es un monstruo, pero es mi madre. —Vuelve a girar y guía el coche hacia
el norte—. Tampoco permitiré que hagas nada que la ponga en peligro.
Eso limita nuestras opciones considerablemente. Me doy la vuelta para
mirar por la ventanilla. Cuanto más nos alejamos del polígono, más cambian los
edificios a ambos costados de la calle. Las ventanas dejan de tener barrotes. Las
calles se vuelven prístinas y parecen menos sucias. En cuanto entramos a las
manzanas que rodean la torre Dodona (la sede del poder de Zeus), los escaparates
adquieren un aspecto uniforme que es tan insípido como perfecto.
Varias manzanas al noroeste de la torre, Eros se mete en un garaje
subterráneo. Consigo guardar silencio hasta que aparca y apaga el motor del
coche. Nos sentamos ahí durante un rato, el aire parece empezar a pesar entre
nosotros. No puedo mirarlo. Es demasiado peligroso, demasiado volátil. Las
palabras manan de mí, se escapan antes de que pueda pensarlas mejor.
—¿Sabes? Me sorprende que ya haya roto mi norma de no marcharme a
otro sitio con alguien que quiere hacerme daño.
Me mira raro.
—¿Siempre haces chistes malos cuando estás nerviosa?
—No. Nunca. Pero, bueno, tampoco es que me hubieran amenazado de
muerte antes, así que siempre hay una primera vez para todo.
—Hablaremos dentro.
Lo sigo fuera del coche y contemplo mis alrededores. El edificio de mi
madre está un poco más lejos del centro de la ciudad y, aunque es agradable, está
muy claro que nuestro barrio no está tan interesado en adoptar la idea que tienen
los Trece de lo que la belleza entraña. A Madre le gusta estar cerca del distrito
agricultor para, cuando ocurran problemas inevitables, poder llegar rápido en
coche. Nuestro barrio y nuestra casa son caros pero sencillos.
Este lugar no tiene nada de sencillo. Incluso el garaje apesta a riqueza,
desde la fila de coches extremadamente caros hasta las luces brillantes que
revelan un rellano para el ascensor hecho de cristal. Incluso hay un guardia de
seguridad en una cabina de cristal, un hombre blanco con un uniforme insípido.
Le echo un vistazo a Eros.
—¿En serio hace falta seguridad?
—Depende de a quién le preguntes.
Eros abre la puerta de cristal que comunica con el rellano en el que se aloja
el ascensor y da un paso atrás, permitiéndome que le preceda. Me pasa un brazo
por la cintura y casi se me sale el corazón por la boca. Tengo que hacer acopio de
todas mis fuerzas para no apartarlo de un empujón, para relajarme contra él como
si tocarlo fuera algo que hago a todas horas.
Entramos en el ascensor y apenas espero a que las puertas se cierren antes
de intentar separarme. Eros se limita a agarrarme con más fuerza.
—Hay cámaras.
Cierto. Debería haberlo pensado. Pues claro que hay cámaras cubriendo
cada centímetro del espacio compartido del edificio. Hablo entre dientes en lo
que espero que se parezca a una sonrisa.
—Aún no hemos empezado.
—Empezamos en el momento en el que has dicho que sí. Relájate y deja de
chirriar los dientes. —Baja la mirada para sonreírme; su sonrisa falsa con ojos
cálidos y labios dulces y curvados—. Al fin y al cabo, estamos enamorados.
7
Eros

Tocar a Psique ha sido un error. Joder, es que tiene la piel tan suave que tengo el
impulso casi irrefrenable de pasar las manos por todo su cuerpo y... Mierda,
tengo que controlarme. Sentirme atraído por ella nos viene bien para la mentira
que estamos a punto de contar, pero no puedo volver a perder el control de esta
forma, es inaceptable.
Mi madre se va a poner furiosa.
No debería hacerme gracia. Es ella quien tiene la sartén por el mango, y tan
insignificante resulto yo que hay altas probabilidades de que mande todo al
cuerno y me exilie por esto. Por muy insensata que sea mi madre, sabrá que este
matrimonio no es más que una farsa. Aunque le daría bastante igual si no lo
fuera. A Afrodita poco le importa si estoy perdidamente enamorado de la hija de
Deméter o si es un jueguecito de manipulación a lo bestia. Solo le preocupa la
perpetración de su venganza.
No, a la que tenemos que convencer es a Deméter. Necesito su apoyo, y lo
necesito ya de ya. Si está de mi lado, de nuestro lado, podrá intervenir y
protegernos mucho más de lo que yo puedo hacerlo. Solo soy el hijo de Afrodita.
Deméter es una de los Trece, y es la persona con más poder y aliados de la
ciudad.
No por nada mi madre la odia tantísimo.
Mi madre me colgaría si pensara que hacerlo le sería provechoso a largo
plazo. Deméter amenazó con dejar morir de hambre a la mitad de la ciudad para
conseguir que Perséfone volviera a la zona alta y abandonara a Hades; y cumplió
con la amenaza. De no haber sido por las precauciones que había tomado Hades,
su gente habría muerto. Así que, sí, claro, tenemos que convencer a Deméter de
que estamos enamorados hasta las trancas el uno del otro para hacer salir su
legendario instinto materno de sobreprotección. Casi un imposible, pero, si
alguien puede conseguirlo, esos somos Psique y yo.
El ascensor se detiene y las puertas se abren sin emitir ningún sonido. Mi
ático ocupa toda la planta, así que delante tenemos una única sala con una puerta.
Suelto a Psique y abro la puerta de mi hogar.
—Bienvenida a casa.
Me imagino que seguirá enseñándome las garras y manifestando sus nervios
a partes iguales, pero se vuelve hacia mí con una sonrisa de alegría en el rostro.
—Gracias, amor, qué contenta estoy.
Es mentira. Sé que está mintiendo. Pero saberlo no desmerece ni un ápice la
fuerza de mi respuesta. Me inclino hacia atrás y aprieto los puños para evitar
tocarla. Me odia, y yo no sé qué siento por ella, pero la química que hay entre
nosotros basta para complicarnos las cosas. No me ha pasado inadvertida la
forma en la que no deja de desviar la mirada hacia mi boca, como si no pudiese
evitar mirarme los labios.
La atracción que sentí por su parte la noche de la fiesta no fue imaginación
mía.
No es que me sorprenda; tengo espejos en casa, claro. Mi apariencia es una
más de las armas que conforman mi arsenal. Cuando la gente ve una cara bonita,
está programada para esperar ciertas cosas de ella, y eso implica que no suelen
buscar el peligro que acecha bajo la superficie. Si Psique se suma a aquellos que
me encuentran atractivo, mejor que mejor. Vamos a pasarnos una buena
temporada bien cerca el uno del otro.
A lo mejor no debería estar ilusionado al respecto. Ni de puta coña debería
estar pensando en cuánto tiempo pasará hasta que pueda volver a tocarla con las
manos. Tengo que mejorar. Si queremos que nuestro plan funcione, ninguno de
los dos puede permitirse distracciones.
Psique entra en mi casa y suelta un silbido.
—Fuiste a tope con la temática de mujeriego millonario con la decoración
de tu casa, ¿no? Qué vulgar.
Su comentario disipa un poco la lujuria que me nubla la mente. Intento
juzgar mi ático desde su perspectiva. Vale, sí, está hasta arriba de objetos caros,
pero me apuesto lo que quieras a que la casa de su madre también.
—¿Qué tiene de malo?
Psique tuerce la boca y con un movimiento de la mano abarca toda la
habitación.
—Ya tienes que ser narcisista para tener un recibidor con seis paredes y que
haya espejos en cada una de ellas.
—No hay espejos en todas. Solo en cuatro. —En las otras dos están la
puerta que da al ascensor y la puerta que nos lleva al resto del ático. Noto que me
hierve la piel, pero esta vez no es por culpa del deseo—. A mi madre le parece de
suma importancia dar una buena primera impresión.
—Di mejor que a tu madre le encanta ser el centro de atención, aunque sea
la única persona en la habitación. —Lo dice con el rostro impávido. Antes de que
se me ocurra qué contestarle, Psique se acerca al espejo que tiene más cerca. Son
espejos enormes que van del techo al suelo, que abarcan casi toda la pared, y con
marcos de estilo metálico—. Eros, esto es absurdo. —Pasa los dedos por el
marco, que tiene un diseño que semeja un montón de plumas agrupadas—. Un
trabajo magnífico, pero de lo más absurdo.
—Estás siendo muy criticona. —Parece que esté a la defensiva, pero no
puedo evitarlo. Como tampoco puedo evitar observar a Psique y a todos sus
reflejos mientras se mueve por la habitación, deteniéndose ante cada uno de los
espejos para poder apreciar los diferentes marcos. Plumas, puñales, corazones
rotos y un montón de flechas.
Psique toca la punta de la flecha.
—Qué afilado.
—Ya te lo he dicho, a mi madre le gusta dejar huella.
—Venga, enséñame la casa. Tengo que saber qué otras monstruosidades
alberga este lugar antes de seguir adelante con el plan —contesta ella sacudiendo
la cabeza.
Sé que está usando el humor para lidiar con el giro de los acontecimientos
que ha vivido esta noche, pero, aun así, me cabrea.
—No tengo por qué casarme contigo, ¿sabes?
—Pues yo creo que sí. No me pareces esa clase de tío que hace cosas sin un
buen motivo; y no te vas a casar conmigo porque fui maja contigo quince
minutos una vez en una fiesta. No tienes por qué contármelo, pero vamos a dejar
de fingir que todo esto solo favorece a una de las partes, ¿vale?
Pero es que ese es el problema; no estoy seguro de tener una verdadera
razón para lanzarme a esta aventura con ella. Quizá no comprenda lo importante
que fue ese momento porque está acostumbrada a ir por la vida repartiendo
pequeños gestos de amabilidad casi a diario. Pero ese no es mi mundo. Si se lo
digo, se reirá en mi cara, y con razón. ¿Qué clase de monstruo soy si vacilo a la
hora de aplastar una sola rosa? No me gusta la idea de un mundo sin su radiante
presencia en él. Si quiero que Psique siga viva, si quiero que nada la aplaste, esta
es la única opción que tenemos.
Si fuese una buena persona, me ofrecería a buscar una forma para que
pudiera escapar de Olimpo. El exilio es duro, pero es una chica lista que dentro
de poco tiempo tendrá acceso a un fideicomiso abundante. Aunque echaría de
menos a su familia, saldría bien parada. A mi madre le importa una mierda lo que
pase fuera de los límites de la ciudad (y mucho menos con lo complicado que es
entrar y salir de Olimpo), así que sería un plan bastante infalible.
Salvo por el hecho de que Psique estaría lejos de mí también.
La deseo. La deseo con una intensidad ilógica, pero que no puedo negar. Va
a ser mía.
Me paseo detrás de ella mientras cotillea por la casa, mientras hace
ingeniosos comentarios algo despectivos de las llamativas baldosas negras que
forman el suelo de todo el ático y de las gruesas cortinas de color rojo oscuro que
enmarcan los grandes ventanales y los espejos que pueblan cada habitación.
Hasta mete las narices en mi nevera antes de mirarme largo y tendido.
—Tienes cocinero. Interesante. Te creía demasiado paranoico como para
dejar que entrara gente a esta casa.
Apoyo la cadera en la encimera de la cocina y me cruzo de brazos.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Tienes la nevera llena. Si fueras de los que compra la comida hecha,
estaría lleno de envases de comida para llevar, o la nevera estaría vacía. Pero la
verdura es fresca, y eso indica que alguien viene a cocinarla.
Grandes deducciones, desde luego, pero eso no explica cómo ha llegado a la
conclusión del cocinero.
—¿Y?
No sé cómo, Psique consigue mirarme por encima del hombro a pesar de
medir unos quince centímetros menos que yo.
—Venga ya, Eros. Alguien que se cuida tanto como tú no se hace la comida.
—Creo que alguien está otra vez dando cosas por sentadas.
Me mira con el ceño fruncido, y está mona hasta cuando me mira mal.
—Ahora me dirás que sabes cocinar.
—Pues sí, cocino, y se me da bien también. —Cuando veo que no relaja el
ceño, acabo dándole más detalles de mi vida—. Tenías razón con lo de que no
me gusta que venga gente a mi casa, y cocinar es una de las actividades con las
que me relajo.
El ceño fruncido desaparece, y en su lugar distingo una mirada llena de
curiosidad.
—¿Qué otras actividades haces?
—Entrenar. —Centro mi atención en su rostro—. Follar.
Psique se pone roja como un tomate, lo cual me resulta de lo más fascinante.
Solo se alteró así cuando hablamos de su muerte. Que haya reaccionado de esta
manera no hace más que aumentar mis crecientes sospechas de que se siente tan
atraída por mí como yo por ella.
—Eso no funcionará.
—Pues hasta ahora me ha funcionado a las mil maravillas —contesto
sorprendido.
—Ya me imagino que sí. —Se sobrepone enseguida y le resta importancia
—. El sexo es una forma estupenda de aliviar el estrés.
Me alejo de la encimera y me acerco a ella con sigilo. Despacio. Dándole
todo el tiempo del mundo para verme ir hasta ella y decidir cuál va a ser su
próximo movimiento.
—¿Tú follas, Psique?
—Eso a ti no te importa. —Su voz baja hasta convertirse en un susurro
cuando me detengo ante ella y me inclino hacia delante, y apoyo las manos en la
encimera, a ambos lados de sus generosas caderas—. ¿Qué haces?
—Practicar. —Soy un puto mentiroso, pero es tan buena razón como
cualquier otra—. No puedes sobresaltarte cada vez que me acerco a ti. Si lo
haces, nadie se va a tragar que nos pasamos el día follando como conejos. —
Cada vez que utilizo el verbo follar, se estremece un poco. No nos vale. Ni de
lejos.
Estira los brazos con cautela, casi como si se esperara que fuera a morderla,
y con cuidado apoya las manos en mi pecho.
—¿Así? ¿Ya podemos seguir con nuestra conversación?
¿Qué conversación? No consigo hilar dos pensamientos seguidos con sus
manos sobre mi cuerpo, y lo único que está haciendo es apoyarlas sobre mis
pectorales como si estuviese lista para apartarme de un empujón. Libro una
valiente batalla contra mi cuerpo para no reaccionar como un adolescente salido
al que tocan por primera vez. Nunca he hecho chorradas así, ni cuando tenía
dieciséis años. Que Psique me afecte hasta tal punto no deja mi cordura en muy
buen lugar. Menudo marrón.
«Bésala.»
«Sedúcela.»
«Así te la sacarás de la cabeza.»
Hago caso omiso de la tentación que me habla en susurros e intento
concentrarme.
—¿Qué conversación?
—No puedes acostarte con otras personas. —Mueve los dedos por mi
camisa—. No me va el poliamor, y toda mi familia lo sabe. Además, también
saben que, si mi pareja me pone los cuernos, antes lo destripo que lo perdono.
Mientras estemos casados, no puedes acostarte con nadie.
Sinceramente, esto no entraba en mis planes. Para mí el sexo es justo lo que
he descrito antes: una herramienta que me ayuda a desahogarme y relajarme. Me
lo paso bien. Mis parejas sexuales se lo pasan bien. Todo el mundo sabe lo que
hay. Quizá suene como un adicto, pero la verdad es que no soy ningún trofeo, y
toda persona que vive en Olimpo lo sabe. Si intento salir con alguien, esa persona
tendrá que lidiar con la suegra del Tártaro, por no hablar de mi fama como su
sicario. Soy el tío al que se follan, el tío que les da un paseo por el lado salvaje de
la vida antes de pasar a otras opciones más fiables con las que sentar la cabeza.
Así es mi vida, y a mí siempre me ha bastado.
Pero eso no implica que vaya a contarle la verdad a Psique por iniciativa
propia. No cuando estamos en mitad de otra negociación.
—Psique... —Me gusta cómo sabe su nombre entre mis labios. Y sospecho
que me gustará incluso más cómo sabe ella entera—. Tengo necesidades.
—Pues te sugiero que te vayas acostumbrando a tu mano. —Tiene las cejas
colocadas en una expresión de cabezonería que me fascina mucho—. O, si
quieres tirar la casa por la ventana, no me cuesta nada comprarte uno de esos
juguetitos que imitan cualquier agujero de tu elección.
Su respuesta hace que se me escape una carcajada de la sorpresa.
—¿Tú te sentirías satisfecha con tu mano o con un juguetito de esos que
vibran?
—Ya he tenido temporadas de sequía. Estos últimos meses más aún, pues la
sequía ha sido más la regla que la excepción.
Psique se encoge de hombros como si fuese una realidad sin más, y no una
puta tragedia.
Deslizo las manos y las acerco más a ella, y le rozo las caderas con los
antebrazos. Psique se sobresalta un poco, y yo enarco las cejas.
—La forma más efectiva de que te hagas a la idea de que te toque es con
terapia de exposición. El sexo acelerará el proceso.
Psique me observa abriendo y cerrando esos enormes ojos suyos de color
avellana, atónita.
—Perdona, creo que no te he entendido. Me ha parecido oír que me estabas
proponiendo que me acostara contigo como terapia de exposición.
—Y has oído bien.
—Sí que te tienes en muy alta estima, ¿no?
No me queda claro si está siendo sarcástica o no, así que hago caso omiso
de su pregunta.
—Tú me atraes. Y yo no te repugno demasiado.
—Joder, sí que te tienes en muy alta estima.
—Solo estoy exponiendo los hechos. El sexo es la forma más fácil, y la vía
rápida, de alcanzar los resultados que queremos. —La forma más fácil de
conseguir justo lo que yo quiero.
Quizá no sea más que otro encuentro sexual. Deseo, sexo, y te despiertas al
día siguiente con esa necesidad satisfecha. No tendremos que repetirlo jamás;
somos más que capaces de compartir el mismo espacio físico sin que las cosas se
pongan raras. Ella se sabe estupendamente las reglas del juego como para no, y
yo nunca he tenido problemas para controlarme.
Hasta ahora.
—No. Rotundamente no. No sé qué es lo que ves en mí cuando me miras
que te ha hecho creer que me acostaría tan tranquilamente con el hombre que iba
a matarme hace una hora, pero tengo el listón mucho más alto. —Ejerce una
mínima presión en mi pecho—. Apártate, Eros. Ya.
Hago lo que me pide, y dejo que me empuje un par de pasos para atrás. La
quiero en mi cama, pero por voluntad propia.
—No podemos salir del apartamento hasta que no consigamos que no te
sobresaltes cuando te toco.
—Se me pasará por la mañana. —Finge mirar a su alrededor y pregunta—:
A ver, ¿tienes una habitación libre?
—Psique. —Me espero hasta que me mira. Tengo una habitación libre, y
cubrirá de sobra sus necesidades. Pero quiero a Psique en mi cama, y jugaré
sucio para llevarla hasta allí, aunque sea solo para dormir—. Iba en serio con lo
de la terapia de exposición. Si no es con sexo, entonces no nos quedará más
remedio que dormir juntos.
—No.
—No es negociable.
—Hay miles de parejas que no comparten habitación. Mi madre y su
segundo marido jamás compartieron lecho.
—Tu existencia y la de Perséfone parece indicar lo contrario.
Joder, está monísima cuando se sonroja.
—Voy a fingir que no has dicho lo que acabas de decir. Deja de intentar
distraerme.
—Es un matrimonio por amor. —Hablo despacio—. Si nos hemos vuelto
tan locos como para casarnos con prisas, quedaría raro que te sobresaltes cada
vez que me acerco lo suficiente para tocarte.
—Ya me lo curraré. No tenemos que dormir en la misma cama para
conseguir nuestros objetivos.
Ya me he cansado de la discusión.
—¿No quieres jugar? —Señalo a mis espaldas, y le digo—: Ahí tienes la
puerta. Yo no te haré daño, pero mi madre sí que enviará a otro de sus sicarios. Si
quieres probar suerte a ver si sobrevives esta semana, por mí genial. —Voy de
farol. No puedo dejar que se vaya. No cuando las consecuencias son tan graves
para los dos, joder.
Por su mirada pensaría que me odia, pero aprenderé a vivir con ello, porque
se vuelve hacia el pasillo que lleva al resto de la casa.
—Termina de enseñarme el resto de este monstruoso ático.
8
Psique

Después de ver el resto del ático de Eros, donde cada habitación es más cara y
más elegante que la anterior, por fin consigo quitármelo de encima y me meto en
el baño principal. Es tan absurdo como el resto de la casa: tiene una ducha
alicatada lo suficientemente grande como para que quepan seis personas y una
decena de grifos en varias posiciones estratégicas. Los azulejos son bastante
bonitos, aunque no lo admitiré en voz alta. Casi parecen de cuarzo rosa y el brillo
queda precioso contra las baldosas gris pizarra del suelo. Hay dos lavabos, ambos
de un intenso color negro brillante, con grifos que se activan con el movimiento.
Cómo no.
Y los espejos...
Dioses, cuántos espejos hay en esta casa.
Puede que yo tenga muchos más espejos de los que necesito en casa de mi
madre, pero esto es pasarse de la raya. Todos son enormes y tienen marcos
ornamentados. Quizá no resultaría tan agobiante si al menos hubiera otra
decoración en la casa. Pero no. Solo espejos y muebles minimalistas que hacen
que me sienta como si me hubiera colado en una galería de arte extraña. Es
atractivo y caro, pero en realidad carece de alma.
Estoy segura de que eso revela algo sobre Eros, pero estoy demasiado
cansada para atar cabos ahora mismo.
Me lavo los dientes con el cepillo de sobra que ha encontrado Eros mientras
contemplo mi reflejo en el espejo principal de esta estancia, más que nada para
mantenerme ocupada con algo. Es enorme, colocado en horizontal y se extiende
a lo largo del interminable lavabo; el marco es de un simple metal negro que
brilla contra los azulejos. Suspiro. Lo acontecido esta noche ha puesto mis planes
patas arriba, pero no hay nada que pueda hacer. Sé cuándo hay que aguantar los
golpes, incluso aunque este me haya dejado inconsciente. Con el tiempo
encontraré la forma de salir de esta, pero ahora mismo no me queda otra que
casarme con Eros.
Casarme con Eros.
Me reiría si me quedara aliento. Sabía que era atractivo. Tengo ojos en la
cara. Pues claro que sabía que era atractivo. Aun así, saberlo no me preparó para
lo arrolladora que resulta su personalidad cuando pone toda su atención en mí.
No es tierno, no creo que sea capaz de expresar ternura de verdad, pero la
sexualidad salvaje que exuda basta para derretirme la lógica hasta convertirla en
el más primitivo de los anhelos.
La razón por la que me sobresalto siempre que me toca no es porque
encuentre su contacto repulsivo. Es justo lo contrario. Cada vez que me roza con
los dedos o que me envuelve con el brazo me siento como si me hubiera
atravesado un rayo.
Quiere tener sexo conmigo.
Quiere que durmamos juntos.
Soy autoconsciente, lo cual significa que conozco a fondo mis debilidades,
al igual que mis puntos fuertes. Soy lista e inteligente, se me da de lujo crear una
imagen pública. Pero también me siento sola, estoy exhausta y no se me da muy
bien separar el sexo de los sentimientos. Lo aprendí con mi primer novio y me
tomé la lección a pecho. Tener follamigos les saldrá bien a otras personas, pero
para mí nunca será posible. Me implico demasiado. Como resultado, tengo que
investigar a conciencia a cualquiera que me interese, razón por la cual mi vida
romántica ha sido relativamente pobre durante el último año más o menos. Si no
puedo confiar en que a una persona le guste yo de verdad y que no esté buscando
ganarse el favor de mi madre o intentando utilizarme de algún otro modo,
entonces no puedo acostarme con ella y hacer caso omiso a la parte lógica de mi
cerebro.
Voy a necesitar hasta la última pizca de lógica, previsión y astucia que tenga
para sobrevivir a este matrimonio con Eros. No puedo permitirme cagarla y bajar
de alguna forma mis barreras.
Sin importar lo mucho que me atraiga.
Cierro los ojos y me pongo recta. Vale, ya he tomado la decisión. Ahora
solo tengo que cumplir con ello. Puedo hacerlo. Llevo lidiando con
personalidades arrolladoras desde que nací, esa etiqueta describe a toda mi
familia y a todas aquellas personas que he conocido durante mi estancia en
Olimpo. Lidiaré con Eros de la misma forma con la que he lidiado con el resto
del mundo. Lo único que necesito es encontrar algo que pueda explotar para
conseguir que Eros haga lo que yo quiera.
Cambiar la balanza de poder en esta relación para que juegue a mi favor, al
menos un poco.
Con eso en mente, me dirijo a la puerta y la abro... solo para encontrarme
con Eros tirado en la cama, sin nada más encima que un par de pantalones de
estar por casa de tela fina. Me detengo de golpe. Ya era guapo con chaqué y la
perfección hecha hombre con su traje caro de color gris. No debería ser capaz de
superar la perfección. No tiene ni pizca de lógica, y no sé cómo, pero Eros con
pantalones de estar por casa es todavía peor. Además, está descalzo.
Contemplo sus pies. Creo que son bonitos. La verdad es que no soy el tipo
de persona que tenga opiniones muy definidas acerca de los pies, pero esta
vulnerabilidad tan casual simboliza una clase de intimidad que hace que salten
todas las alarmas de mi cabeza.
—¿Qué estás haciendo?
—Es tarde. Estoy cansado. —Da palmaditas en el otro lado de la cama y los
músculos de su brazo se flexionan, lo cual hace que centre mi atención en la
maravilla de pectorales que tiene y hace que baje la mirada a...
Aparto los ojos de sus caderas.
—Todavía tenemos que hablar.
—Hablaremos por la mañana. Esta noche ya no nos queda nada que decir.
—Apenas puedo ver sus ojos azules desde aquí, pero esboza un gesto con la boca
que me dice que esta no es una batalla que vaya a ganar. Eros vuelve a dar
palmaditas en la cama, esta vez me lo está ordenando sin ningún disimulo—.
Ven aquí, Psique.
Voy a pasarme mucho tiempo durmiendo a su lado. Supongo que lo lógico
es empezar esta noche.
—Normalmente duermo desnuda.
Dioses, ¿por qué he dicho eso en voz alta?
—Ya, yo también. Pero resulta que de momento has descartado el sexo, por
lo que creo que es prudente dormir llevando algo de ropa.
«Prudente.» Me trago una risa que roza lo histérico y me dirijo a mi lado de
la cama. Sé que todo es cosa mía, pero cuanto más me acerco a él, más parece
espesarse el aire. Que esté tirando de mí o alejándome ya es otra historia. Me
desabrocho los vaqueros de mala gana. Puede que esté demasiado hecha polvo
como para discutir por la forma de dormir, pero hay algo que no puedo dejar
pasar.
—Una corrección: he descartado el sexo para siempre.
—Es debatible.
—No, no lo es.
No puede serlo. Me quito los vaqueros y soy plenamente consciente de la
manera tan intensa en la que me mira. Desnudarme, por poco que sea, con
alguien nuevo es incómodo y me hace sentir vulnerable de un modo que odio,
joder. Y con eso me refiero a alguien con quien tenga la confianza suficiente para
pasar a algo físico. Me mentalizo mientras lo miro a la cara, no estoy segura de
qué esperar. He visto a la clase de gente de la que se rodea Eros. Todos son un
ejemplo claro de lo que Olimpo considera la perfección física. Cuerpos esbeltos.
Piel perfecta. Un tipo de belleza muy específico.
Yo no soy así ni de lejos. Es algo que me han recordado constantemente,
sobre todo con la vida pública que he decidido llevar. No hay forma de escapar
de la manera en la que las expectativas de la sociedad chocan con mi realidad.
Amo mi cuerpo. He luchado con todas mis fuerzas para amarlo, incluso
aunque algunos días eso me parezca más una ambición que una realidad. Aun
así, sigo siendo plenamente consciente de que no todo el mundo piensa lo
mismo.
Después de un pequeño debate conmigo misma, me quito el jersey, por lo
que me quedo en camiseta de tirantes y bragas. Como me niego a dormir con el
sujetador puesto, me peleo con la prenda para sacármela sin tener que quitarme la
camiseta.
Ya no me queda nada con lo que entretenerme, así que por fin miro a Eros.
Me está examinando como si quisiera comerme mordisco a mordisco,
saboreando cada bocado. Cada músculo de su cuerpo está en tensión y no puede
malinterpretarse la dura longitud que hace presión contra la parte frontal de sus
pantalones. Deseo. Es puro deseo y es tan intenso que parece que llena la
habitación en la que nos encontramos.
No puedo dejar que me vuelva a tocar, bajo ninguna circunstancia.
Me aclaro la garganta.
—Hazme un hueco.
—El colchón es de tamaño extragrande. Hay sitio de sobra. —Vuelve a
hablar con ese tono monótono y la única muestra verbal de que le he afectado es
que su voz suena un poco más grave—. Deja de discutir y métete en mi cama,
Psique.
Lo único peor que deslizarme entre las sábanas es quedarme aquí de pie y
dejar que me devore con la mirada, por lo que obedezco. Por un instante, soy lo
bastante tonta como para creer que Eros dormirá encima de las sábanas para
crear la ilusión de que existe una separación. Sin embargo, se pone en pie el rato
suficiente para abrir las sábanas y la colcha, y meterse en la cama a mi lado.
Esto es una mala idea. Corrección: es una idea tan terrible que mala se
queda corta para describirla.
Mañana...
Me incorporo de golpe.
—Tengo que hacer unas llamadas.
Lo que sea para atrasar el momento de apagar las luces.
Se mueve más rápido de lo que anticipo, me rodea con un brazo la cintura y
tira de mí hacia su pecho.
—Para.
Me quedo de piedra. Joder, puedo sentir su pene contra mi culo, y ya no
hablemos del contacto entre nuestras pieles desnudas. Mierda, hace tanto tiempo
desde la última vez que toqué a alguien de esta forma... Seguro que es por eso
por lo que mi cuerpo vibra de la emoción ante esta nueva posición por mucho
que mi mente grite: «Peligro, peligro».
—¿Qué estás haciendo, Eros?
Su aliento me roza esa zona sensible detrás de la oreja.
—En vez de hacer esas llamadas, hagamos pública nuestra relación.
—No tenemos una relación. —No sé por qué estoy discutiendo. Al fin y al
cabo, ese era el plan.
—Ahora sí.
Cierro los ojos, pero eso solo consigue que lo sienta todavía más cerca. Aún
me rodea con su brazo, lo cual significa que su antebrazo está presionado contra
mis pechos y, por todos los dioses, mis pezones se han puesto duros por debajo
de la camiseta.
—Ya lo hemos hablado. Es imposible que mis hermanas se crean lo de
nuestra relación, sobre todo si la hacemos pública antes de que les cuente que,
eh, estoy enamorada de ti.
—Lo que ellas crean importa menos que la percepción que demos a los
demás.
¿Me acaba de rozar la piel con los labios?
No estoy segura. Solo sé que estoy luchando por contener los escalofríos.
—Nunca funcionará. Apenas se puede considerar un plan.
—Estás discutiendo por discutir y lo sabes. Eres más que capaz de lidiar con
Perséfone y el resto de tus hermanas de la forma que te dé la gana. —Se mueve,
su brazo me roza los pechos ligeramente—. Además, tus hermanas no harán nada
que te pueda poner en peligro, te seguirán el juego hasta que tengan la
oportunidad de hablar contigo cara a cara.
Lo cierto es que no se equivoca. Odio que no se equivoque. Le doy vueltas
durante un buen rato e imagino todos los posibles desenlaces.
—Me estás proponiendo que lo haga público en mis redes sociales.
Tiene sentido. Con una sola foto podemos anunciar nuestra relación y
adelantarnos a cualquier repercusión por parte de Afrodita. Solo funcionará si
todo Olimpo conoce nuestra historia de amor y, para que eso ocurra, todo
Olimpo debe saber lo que está pasando.
—Sí. Las mías dan pena, las tengo abandonadas.
Puede que estén abandonadas, pero tiene una plataforma casi tan grande
como la mía. Qué suerte ser el hijo de Afrodita y tener la cara de un dios y una
personalidad misteriosa como colofón. Pero tiene razón. Si uno de nosotros tiene
que anunciar nuestra relación al mundo ese debo ser yo.
Abro los ojos. Voy a hacerlo. Ya me he comprometido. Ahora solo es
cuestión de hacerlo bien.
—Vale, dame un minuto.
Eros me observa con algo parecido a la diversión mientras salgo de la cama
y recorro su habitación a la par que enciendo algunas luces y apago otras. Uso el
móvil para hacerle a él algunas fotos de prueba y después lo maldigo para mis
adentros por ser tan fotogénico que todas parecen sacadas de una revista sobre
mujeriegos millonarios en su tiempo libre.
Hasta que no muevo la lámpara de la mesilla de noche a la cama no consigo
la luz que estoy buscando. No es perfecto, pero está bastante cerca. Y, en
realidad, nadie espera la perfección en esta foto que estamos creando.
Hago acopio del poco coraje que me queda y me vuelvo a meter en la cama
con Eros. Él me coloca el pelo todo a un lado y me baja uno de los tirantes de la
camiseta un poco hasta dejarme el hombro al descubierto. Casi lo vuelvo a subir
de un tirón, pero el rollo que estamos buscando es íntimo y un poco sexy, así que
funciona.
Inclino mi móvil y tomo unas cuantas fotos, intento no sobresaltarme
cuando me da un beso en la zona en la que se encuentran el hombro y el cuello.
—Para ya.
—Tengo que darle a la cámara lo que quiere.
Paso las fotos.
—Te estás aprovechando y lo sabes. Este ángulo es horrible, no se te ve la
cara.
Eros me acerca incluso más a él y entonces me acuna la mandíbula con la
mano para hacer que lo mire.
—Prepara la cámara —murmura con la mirada puesta en mis labios.
No debería. Es una idea horrible. La peor de todas. Pero compruebo el
ángulo de mi móvil y vuelvo a mirarlo. Mi idea es darnos un pico rápido y hago
algunas fotos en cuanto sus labios tocan los míos.
Eros no está satisfecho con eso. Me da un mordisquito en el labio inferior,
lo bastante fuerte como para que se me escape una protesta y se aprovecha de esa
apertura para meterme la lengua en la boca. Sabe a la pasta de dientes de clorofila
que he usado en el baño y me besa como si solo fuera la primera batalla de lo que
espera que sea una larga guerra.
Me derrito. No hay otra palabra para describirlo. Dejo caer el móvil y
entierro las manos en su pelo rizado, le permito que profundice el beso aunque la
vocecilla de mi mente me llame idiota de siete formas diferentes.
Si hubiera ido demasiado lejos o demasiado rápido, igual la lógica habría
hecho acto de presencia y habría parado esta insensatez, pero Eros parece
satisfecho con solo besarme hasta que a ambos nos cueste respirar y yo esté
temblando. Noto su erección contra mi cadera, tan dura que tengo que luchar
conmigo misma para evitar mover la mano ahí.
Cuando por fin levanta la cabeza y me contempla con ojos oscurecidos por
el deseo, parece casi tan sorprendido como yo misma. Su expresión cambia casi
al instante, reemplazada por fiera determinación. Se vuelve a acostar poco a poco
y tengo que morderme el labio inferior para recordarme que esto es falso y que,
desde luego, no puedo tirar de él para que se ponga encima de mí y acabe con lo
que ese beso ha empezado. Hasta que no está a escasos quince centímetros de
distancia no habla:
—Tus palabras dicen una cosa, pero ese beso me ha dicho algo
completamente distinto, Psique. El sexo sigue abierto a debate y lo sabes.
9
Eros

Tras pasar la noche sin dormir tumbado junto a Psique, me cago en mí mismo
por no haber dejado que las cosas se desmadraran como ambos queríamos. La
tenía ahí, justo a mi lado, arqueándose para presionar la mayor cantidad de ese
cuerpo exuberante que tiene contra el mío. Nos habríamos sumido en la locura
con el más ligero movimiento.
No sé por qué me contuve. Me niego a repasar mi razonamiento.
Me meto en su perfil, más que nada para distraerme y no pensar en las ganas
que tengo de tirar de la sábana que le cubre el pecho y observarla. Es que es un
bombón. Estar tan cerca de ella y no poder tocarla hace que me hierva la sangre,
y no parece que vaya a serenarme. Contenerme como lo hice anoche fue más
difícil de lo que estoy dispuesto a reconocer, sobre todo cuando le empezaron a
temblar las manos al cogerme del pelo y cuando movía las caderas con esos
pequeños movimientos incitantes.
Será mejor que no piense en eso ahora mismo. Tal como está la situación,
seguro que me paso el día con dolor de huevos; no empeoremos las cosas.
Aunque ya era tarde cuando subimos la foto, ya tiene miles de comentarios,
e incluso más «me gusta». Pero los comentarios me llaman la atención. Frunzo el
ceño, vuelvo al principio y voy pasando uno por uno despacio, leyéndolos todos.
¿Qué cojones es esto?
Psique se remueve a mi lado. Noto que se pone tensa, pero se relaja bastante
rápido en cuanto ve que he respetado la distancia de seguridad que hay entre
nosotros. Suelta un bostezo y se cubre la boca con la mano.
—¿A qué viene esa cara?
Tengo el móvil cogido con fuerza, la suficiente para que sea probable que
acabe rompiendo el dichoso aparato.
—¿Qué coño le pasa a la gente en la cabeza?
—Vas a tener que concretar un poco más.
Casi giro el móvil para que pueda ver la pantalla, pero en el último
momento cambio de opinión. Me da igual si es más que capaz de ver estas
gilipolleces por su propia cuenta; no seré yo quien se las muestre.
—La gente está diciendo verdaderas chorradas sobre la foto.
—Ah. —Se queda un poco abatida, pero se encoge de hombros quitándole
importancia al asunto—. La primera regla de internet, y la más importante, es
que nunca jamás debes leer los comentarios. La importancia de esta regla
aumenta de manera exponencial para aquellas personas que no encajan en los
estándares de belleza tradicionales, o a quienes la sociedad discrimina por
cualquier otro motivo, pero la realidad es que hasta las modelos más delgadas y
hermosas del mundo tienen comentarios horribles de la gente. Los troles son así.
¿Cómo dice algo así tan tranquilamente? Es más, ¿cuánto tiempo habrá
tardado en levantar esa impresionante barrera entre los gilipollas de los
comentarios y ella? Fulmino mi móvil con la mirada.
—Esto no está bien.
—Pues no, es verdad. Pero no puedes hacer nada, y alterarme por la opinión
de un desconocido que no me interesa es contraproducente.
La mirada de odio que le lanzo a mi móvil se intensifica.
—Quizá tú no puedas hacer nada, pero...
Me cubre la boca con la mano, y ese ligero roce despierta mis violentas
fantasías. Psique me mira con recelo.
—Espero que no estuvieras a punto de decirme que puedes localizar a estas
personas y amenazarlos de alguna forma. —Como es justo lo que estaba a punto
de decirle, no digo ni mu. Psique no me aparta la mano de la boca—. Tenemos
batallas más importantes que librar ahora mismo. —Coge su móvil con la mano
que le queda libre y me enseña la pantalla. Tiene tantísimos mensajes y llamadas
que las notificaciones desaparecen de la pantalla—. Venga, tenemos que hablar...
y no de unos desconocidos de internet.
Todavía no tengo noticias de mi madre única y exclusivamente porque ayer
por la tarde se fue al balneario y pasará allí todo el fin de semana. Es algo que
hace una vez al mes, y se da la extraña coincidencia de que, por lo general, esas
escapadas suelen coincidir con algún encargo especialmente desagradable que
me haya hecho. A Afrodita jamás la pillarán sin coartada, y esta vez nos viene
bien a nosotros. Si bien su ayudante publica un par de fotos de estos días en el
balneario, mi madre se encarga de que sea casi imposible dar con ella.
Suspiro contra la palma de la mano de Psique, le rodeo la muñeca con los
dedos y me aparto su mano de la boca.
—Tenemos que casarnos cuanto antes. —Antes de que mi madre se vaya
del balneario y descubra lo que hemos hecho—. Uno se puede deshacer de una
novia. De una esposa no.
Psique pone mala cara.
—Ya, te entiendo. Pensamos igual. —La chica le echa un ojo a su móvil—.
Ya haremos las monerías típicas de los novios después de la ceremonia para
terminar de convencerlos de nuestro romance.
No le pido que me aclare a qué se refiere con «las monerías típicas de los
novios». No es mi fuerte, y lo admito sin problemas. Ahora mismo, lo prioritario
es la boda. Cuanto menos tiempo tenga mi madre para reaccionar, mejor. Aun
así...
—Lo de anoche iba en serio. No saldremos del ático hasta que no pueda
tocarte sin que te sobresaltes.
—Ahora mismo me estás tocando.
—Ya sabes a qué me refiero —contesto mirándola.
—Vale —me dice con un suspiro—. Pero tengo que llamarlas, o mi madre y
mis hermanas te harán una visita. —Psique desvía la mirada hacia la puerta de mi
habitación—. La verdad es que me sorprende un poco que Calisto no esté aquí
ya. Ha aprendido a controlarse ahora que está a punto de cumplir los treinta.
Di mejor que tengo la mejor seguridad que se puede comprar, y si bien
Calisto Dimitriou es extraordinaria, no es Hermes. Aunque espero encontrármela.
Más pronto que tarde.
—Querrán concertar entrevistas.
—Ya me han pedido seis. —Se incorpora sin dejar de revisar el móvil. La
camiseta de tirantes se le ha bajado a niveles peligrosos, y sus grandes pechos
tiran tanto de la tela que sería preferible quitársela directamente. Psique suspira
sin mirarme—. Deja de mirarme las tetas. Me distraes.
No puedo quedarme en la cama con ella. Si lo hago, voy a engatusarla y no
saldremos de la habitación en días. Estoy empezando a aceptar el hecho de que
no me bastará una sola noche con ella. Podría haberme pasado la noche entera
besándola. Pero eso no me tranquiliza.
—Voy a ducharme.
Quizá me relaje con una paja. Nadie puede esperar que piense con claridad
cuando llevo unas seis horas empalmado.
Pero, cuando me meto bajo el agua y me cojo la polla, solo puedo pensar en
Psique. En el dulce sabor de su cuerpo. En sus grandes tetas y en ese culazo. En
lo bien que quedaría su boca rodeándome la polla. Me corro con una palabrota.
«Joder.»
Por lo general, no soy tan impulsivo como para cambiar un plan en el último
segundo, pero no puedo negar lo bien que me siento cuando salgo del baño ya
vestido y me encuentro con Psique en mi cama, escribiendo algo en el móvil.
Está algo despeinada, y se ha puesto los vaqueros, pero parece sentirse a gusto
aquí, como en casa. Pensamientos peligrosos. La hostia de peligrosos.
—Vamos a desayunar —le propongo mientras termino de abotonarme la
camisa.
—No tengo hambre —contesta sin mirarme—. Tengo que ocuparme de un
par de cosas antes de la videollamada con mis hermanas, que será dentro de
media hora, y también tengo que pensar en cómo recoger mis cosas de casa de mi
madre sin que nos crucemos, porque no estoy preparada todavía para tener una
conversación con ella. O sin cruzarme con la suya. Aunque he de decir que nunca
he compartido espacio sin querer con Afrodita, sin contar las fiestas de Zeus. —
Cuando abro la boca para contestar, levanta una mano—. Sé que tenemos que
solucionar todo el tema del contacto físico, pero es que no tengo nada que
ponerme.
—Yo te compro algo —digo encogiéndome de hombros.
Mi respuesta llama su atención. Levanta la cabeza del móvil y me mira con
el ceño fruncido.
—Menuda chorrada.
—Has dicho que no quieres ir a casa y tener que lidiar con tu madre, y dudo
que, cuando lo hagas, quieras llevar lo mismo que anoche. Sin olvidarnos de que
no es que sea muy seguro pasearte por Olimpo antes de casarnos. La solución
fácil: ropa nueva.
—Eros... —Me habla despacio, como si estuviera hablando con un niño—.
Igual tú puedes entrar en cualquier tienda de ropa para tíos y encontrar cosas de
tu talla, pero yo no disfruto de ese lujo. Las tiendas han mejorado bastante estos
últimos años porque conseguí un montón de buena publicidad para los
diseñadores que tenían ropa decente de talla grande, pero solo hay una o dos
tiendas en las que confío que tengan disponible lo que necesito y, aun allí, no
podré conseguir más que un puñado de cosas. Es imposible comprarme todo un
armario con tan poco tiempo, no sin costarnos el doble de faena que recoger la
ropa que ya tengo.
Entiendo lo que dice, pero no me gusta.
—Qué gilipollez. ¿Por qué no tienen una amplia gama de tallas para que sea
accesible a todos los clientes? No eres la única mujer que... —La señalo con un
gesto de la mano.
—Está gorda.
—No he dicho eso —contesto enfadado.
—No es un insulto, solo es una palabra. —Se encoge de hombros otra vez
—. Y, además, es verdad. Y aunque valore tu entusiasta defensa por la presencia
de tallas grandes en todas las tiendas, ahora mismo no puedes hacer gran cosa al
respecto. Necesito mi ropa.
Quiero seguir discutiendo porque me saca de quicio que Psique no tenga
todo aquello que necesite al alcance de las manos. Pero tiene razón. No tenemos
tiempo para lidiar con esta gilipollez.
—Habla con tus hermanas. Gánatelas y convéncelas para que distraigan a tu
madre y podamos ir a su casa cuando no esté.
—¿Podamos?
—Sí, podamos. No pienso quitarte los ojos de encima.
Psique baja el móvil con una preocupación desmedida.
—No tienes que estar pegado a mí como mi sombra todo el día. No tengo
adónde huir y ya te he dado mi palabra de que cumpliría con mi parte.
Me rindo ante la fuerza de la gravedad de su presencia y cruzo la habitación
para colocarme delante de ella. Me gusta la arruguita que brota entre sus cejas
cuando me mira con el ceño fruncido. Hasta me gusta cómo el cerebro le va a
toda máquina más allá de esta conversación pensando en qué es lo siguiente que
debe conseguir. Pero eso no va a evitar que la devuelva a la realidad de la
situación.
—No puedo protegerte si no estoy contigo, Psique.
—¿De verdad crees que tu madre puede reorganizarse tan rápido?
Sé a ciencia cierta que es capaz, mejor dicho. Incluso sin mi ayuda, no por
nada Afrodita lleva tantísimo tiempo con el poder de su mano. Es una enemiga
magnífica.
—Creo que sería una enorme pérdida de tiempo, y de fuerzas, pasar por
todas estas negociaciones para que después mi madre le ordene a alguien que
coloque un artefacto explosivo en el coche mientras estás haciendo los recados.
—Ahí te has pasado mucho —me contesta frunciendo el ceño.
—Ya lo hemos hablado. Por algo la única opción que tenemos es una
relación muy pública y el matrimonio. —Me inclino hacia abajo, y apoyo las
manos sobre sus caderas. Psique consigue reprimir el susto que se convierte en el
más leve de los estremecimientos, pero su reacción sería más que evidente para
cualquiera que nos observara con atención. Bajo la vista hasta su boca, y ella se
humedece los labios. Ese gesto no basta para considerarlo una invitación a que la
bese otra vez, pero mejor. Tiene razón. Tenemos que centrarnos, sobre todo
durante los primeros días. Las próximas cuarenta y ocho horas marcarán si los
habitantes de Olimpo se creen, o no, este apasionado romance—. Celebraremos
la boda esta noche.
Psique me mira ojiplática con esos orbes de color avellana.
—¿Esta noche?
—Cuanto antes, mejor. Si convences a tu familia, serán más que
bienvenidas a la boda. Yo me encargo de buscar dos testigos por si acaso.
—¿Quiénes van a ser esos testigos?
En vez de contestar, le doy un piquito en esa arruga que se le forma entre las
cejas y me levanto.
—El desayuno estará dentro de unos veinte minutos.
—Te he dicho que no tengo hambre.
—Psique, tenemos un largo día por delante, y necesitas las calorías para
mantener las fuerzas. —Me detengo en el umbral de la puerta—. Sería una pena
que te desmayaras justo cuando te pongo el anillo en el dedo y tuviera que
cargarte hasta nuestro lecho conyugal.
—No tiene gracia —me contesta poniéndome mala cara.
—No, nada de gracia. Veinte minutos. —Cierro la puerta de la habitación al
salir y recorro el largo pasillo hasta la cocina. No me sorprende lo más mínimo
encontrarme a Hermes de pie junto a los fuegos, el pelo oscuro recogido en dos
moños altos. Lleva un mono corto ceñidísimo y un top corto con una imagen de...
¿Krampus? Termina el atuendo con unos calcetines altos con dibujos de
arbolitos. Me cruzo de brazos y me apoyo en la encimera.
—El allanamiento de morada es un delito.
—Para casi todo el mundo. Para mí, es casi mi forma de expresar mi amor.
—Ha cogido la sartén pequeña y le da la vuelta a una tortilla francesa con una
pinta aceptable—. Hablando de formas de expresar el amor, imagínate la
sorpresa que me he llevado al ver esa foto tuya y de Psique en su perfil, tan
extremadamente romántica. —Me dedica una sonrisa radiante—. Enhorabuena a
la feliz pareja. Cómo no, yo oficiaré la boda.
Con esto tacho una de mis tareas de la lista, pero conozco demasiado bien a
Hermes para aceptar este obsequio sin buscar el anzuelo que trae con él.
—¿Por qué?
—Las Dimitriou son la mar de interesantes, ¿no te parece? Cuando entraron
en escena, pensé que no eran más que otras trepas aburridas más, pero he
cambiado de parecer. Creo que van a cambiar completamente el panorama de
Olimpo.
No sé si ese pensamiento me resulta aterrador o agradable. Echo un rápido
vistazo al pasillo, pero la puerta de mi cuarto sigue cerrada.
—He cambiado de idea con lo de matarla y eso. Esta es la única opción.
—Ve con cuidado, querido, o puede que desarrolles una enfermedad
asquerosa llamada conciencia.
Saca un plato de mi alacena y lo usa para la tortilla francesa.
—Ni se me ocurriría.
Esto no tiene nada que ver con la conciencia, sino con conseguir lo que
quiero. Quiero a Psique, la he querido desde que me cuidó en ese baño de la torre
Dodona. Y no la tendré si muere. Punto.
Hermes se sienta en la encimera y procede a comerse la tortilla.
—Necesitarás dos testigos. Sus hermanas no lo harán.
—Pareces muy segura. —Yo también estoy seguro, pero me puede la
curiosidad y la hago hablar.
Come un trozo de tortilla, y pone mala cara.
—Uf, demasiado jamón. —Mastica tan despacio que pone a prueba mi
paciencia—. Estarán demasiado ocupadas buscando una oportunidad de apartarla
de ti. Tendrás que buscarte tú los testigos. Imagino que tu madre no se sentirá
espléndida, ¿verdad?
Le lanzo la mirada que esa pregunta se merece.
—Voy a pedírselo a Helena y a Eris.
Hermes se queda de piedra y, después, se echa a reír.
—Qué huevos tienes, Eros. Por los dioses, qué pena que seas mejor amigo
que pareja romántica; y no es mucho decir, porque eres un amigo de mierda. Pero
no me aburriría en la vida contigo.
No me molesto en discutirle lo de que soy un amigo de mierda. Lo soy, y
los dos lo sabemos.
—Es una buena jugada.
—Sí, desde luego. Ni siquiera Zeus podrá negarse al matrimonio si sus
hermanas son las testigos. —Hermes sonríe—. Me apuesto mil pavos a que te
dicen que no.
—Acepto. —Señalo la puerta—. Ahora, fuera. Tengo que hacer unas
llamadas, y tú tendrás que buscarte un traje o algo que ponerte para esta noche,
porque ese conjunto que llevas no es adecuado para la ocasión. Hostia puta,
Hermes, la Navidad fue hace dos meses.
—La Navidad es un estado de ánimo. —Pero se baja de un salto de la
encimera y me pone su plato entre las manos—. Lo pillo. Ropa elegante. Invitaré
a Dionisio.
Esta mujer no puede evitar dar por culo siempre que puede.
—No hagas el tonto, Hermes —contesto poniendo los ojos en blanco.
Hermes no se detiene, y me habla de espaldas.
—Lo más seguro es que no venga, teniendo en cuenta que te odia. Pero lo
voy a invitar porque yo sí soy buena amiga, y le sentará mal si no lo hago.
—Dionisio no es amigo mío porque es amigo tuyo.
—No te escucho. ¡Adiós!
Se despide meneando los dedos y desaparece. Unos segundos después, oigo
que se cierra la puerta de entrada. Me acerco a la puerta con paso airado y echo el
cerrojo. He aceptado que Hermes se presente aquí cuando le plazca. Esa mujer es
un felino en un noventa por ciento; entra y sale cuando le apetece, se come mi
comida y se bebe mi alcohol a placer, esté yo o no en casa. Es irritante, pero
entrañable en cierta forma que solo Hermes puede ser.
Ha aceptado oficiar la boda, así que tengo una llamada menos que hacer.
Vuelvo a la cocina, friego el plato de Hermes y me pongo manos a la obra a
preparar el desayuno para Psique y para mí. Va a ser un día jodidamente largo.
10
Psique

—¿Que qué?
Me trago un suspiro y me centro en el teléfono. Está dividido en tres
cuadrados y cada uno muestra a una de mis hermanas, todas con expresiones que
varían entre furia e incredulidad en el rostro. Maldito Eros, tenía razón. No va a
ser nada fácil convencerlas.
—Eros y yo nos casamos. Esta noche.
La cámara de Calisto se mueve mientras va de un lado a otro de su
habitación.
—Voy a matarlo.
—No puedes amenazar de muerte a todo aquel que te toque la moral —la
regaña Perséfone—. Pero, en este caso, me siento tentada a estar de acuerdo. O
romperle las piernas, meterlo en una caja y enviarlo en el siguiente barco que
salga de Olimpo. Seguro que Poseidón no se da ni cuenta.
—Por favor, dejad de amenazar con atacar a mi prometido —ruego sin
mucho entusiasmo.
Eurídice me contempla con los ojos inundados de pesar.
—No va a funcionar, Psique. Afrodita nos odia por culpa de Madre y Eros
es el arma que usa para castigar a todos aquellos a los que detesta.
Eso ya lo sé, mejor que ellas tres. Me esfuerzo por evitar un escalofrío.
—Me he decidido. Por favor, apoyadme en esto. —Empiezo a decir que se
trata de amor verdadero, pero la mentira se me atasca en la garganta—. Las
opiniones de Afrodita y de Madre acerca del matrimonio me traen sin cuidado.
—Pues eso no es tener mucha visión de futuro.
Le lanzo una mirada asesina a Perséfone.
—Dice la mujer que huyó de Zeus y se tiró al hombre del saco de Olimpo.
Ninguna puede tirar la primera piedra.
Mi hermana parece no estar nada convencida.
—Hades no se ganó su reputación. Eros sí.
No puedo discutírselo, así que opto por lo único que me queda por hacer:
rogarles con sinceridad.
—Os estoy pidiendo que me apoyéis en esto. He elegido casarme con Eros y
no pienso cambiar de opinión.
Parece que Eurídice se vaya a echar a llorar. Calisto todo lo contrario: tiene
la misma expresión peligrosa en su rostro que cuando apuñaló a Ares en la mano
por pervertido o cuando empezó aquella pelea en un bar no hace mucho. ¿Y
Perséfone? Me mira como si nunca antes me hubiera visto. Al fin habla:
—Si estuvieras metida en un lío, nos lo dirías, ¿verdad?
Ni en un millón de años. No cuando estoy con el agua al cuello y me estoy
hundiendo a toda velocidad. No hay nada que puedan hacer para ayudarme y, si
lo intentan, solo le concederán a Afrodita más oportunidades para acabar
conmigo para siempre. O peor, puede que eso haga que su sed de venganza se
centre también en mis hermanas. Arrastrarlas conmigo sería el culmen del
egoísmo y me niego a hacerlo. Por eso, le aguanto la mirada a mi hermana y
miento:
—Por supuesto.
Suspira.
—A Madre le va a dar un infarto cuando se entere.
—No, no es verdad y lo sabes. Lleva años buscando un modo de darle a
Afrodita donde más le duele; en cuanto se calme se dará cuenta de que este
matrimonio es la mejor forma de hacerlo.
Aunque eso implique que no me casaré con Zeus tal como era evidente que
quería. No puedo permitirme pensar mucho en eso ahora mismo.
—Que tenga que calmarse ya debería ponerte sobre aviso. —Un cachorrito
aparece en la pantalla de Perséfone, un adorable perro mestizo de color negro que
le lame la barbilla y ladra con voz aguda. Ella le acaricia la cabeza distraída—.
Ahora no, Cerbero. Estoy hablando.
Calisto suelta un taco.
—Tienes que estar de coña. No pienso apoyarte en esto.
Cuelga antes de que yo pueda decir ni pío.
Eurídice sacude la cabeza.
—Lo siento, Psique. Pero vas a arrepentirte. Yo tampoco puedo apoyarte.
También cuelga.
Me esfuerzo por no soltar un suspiro. Era lo que me temía, pero la esperanza
es lo último que se pierde. Perséfone sigue acariciando a Cerbero sumida en sus
pensamientos. Al final, habla:
—Confío en tu juicio. No creo que este sea el camino correcto, pero
sospecho que no me lo estás contando todo. Anoche te etiquetaron en un montón
de publicaciones saliendo de juerga con Hermes por la ciudad y hoy por la
mañana, sorpresa, te vas a casar con el hijo de la enemiga de nuestra madre.
Me cuesta horrores no mostrar culpa en la cara.
—A decir verdad, la mitad de los Trece son enemigos de Madre.
No sonríe.
—Tú me hiciste caso cuando te pedí que me apoyases mientras me quedaba
con Hades después de huir de Zeus. Me concediste el tiempo y la confianza que
necesitaba para resolver las cosas. Sería muy hipócrita por mi parte que no te
apoyara ahora mismo.
Resoplo.
—Menos mal que has llegado a esa conclusión.
—Oye, te quiero y estoy preocupada por ti. De verdad que me tienta
plantarme ahí y marcarme un Calisto, echar abajo la puerta de su casa y
arrastrarte a la otra orilla del río, a la zona baja.
Si creyera que eso funcionaría... pero no lo hará. Perséfone ya me contó que
ha visto a Eros en la zona baja de la ciudad e, incluso aunque le revocaran la
invitación, no sería suficiente para evitar que entrara. Es difícil cruzar el río
Estigia sin invitación, pero no es imposible. La barrera que hay es una versión un
poco menos poderosa de la que rodea toda la ciudad de Olimpo. Al igual que
Poseidón con la barrera externa, Hades tiene algo de control sobre quién entra y
sale de la zona alta y la zona baja. Aunque no es un sistema infalible.
Y eso sin mencionar el hecho de que Eurídice y Calisto están aquí y ambas
son los objetivos de repuesto ideales para la ira de Afrodita. La próxima vez que
ordene que se acabe con una de las hijas de Deméter, puede que Eros no se tome
las molestias de entablar una conversación. Atacará y ya.
No puedo permitirlo.
—Quiero casarme —repito por lo que parece la duodécima vez.
—Si cambias de opinión, te sacaremos de allí. —No sé si está hablando de
ella y su marido o de ella y mis hermanas, pero ninguna de las opciones es buena
idea—. Eso sí, asistiremos a tu boda. Hades y yo. —Perséfone duda—. ¿Quieres
que intente convencer a Calisto y Eurídice para que vengan también?
—No, tranquila. —No puedo culparlas por no querer asistir a la farsa que va
a ser nuestra ceremonia de bodas, por mucho que me duela—. Pero si pudieras
invitar a Madre al brunch te lo agradecería. Tengo que ir a por mis cosas al ático
y no puedo hacerlo si corro el riesgo de encontrármela allí.
Puede que el tiempo haya mejorado el control que mi madre tiene sobre sus
impulsos, pero Calisto ha heredado su furia de ella. No me extrañaría que ambas
me encerraran en mi habitación hasta que entrara en razón, cosa que complicaría
todavía más la situación.
—Dalo por hecho. Te mando un mensaje cuando lo confirme.
—Gracias.
Me dirige una sonrisita.
—Ten cuidado, Psique. Eros es extremadamente peligroso.
Lo comprendo mucho mejor de lo que ella lo entenderá jamás. Intento
devolverle la sonrisa.
—Lo sé. Es un monstruo. Pero después de esta noche, es mi monstruo.
Colgamos sin rodeos después de eso y me tomo unos minutos para tratar de
adecentarme un poco. Por suerte, Eros tiene un armarito lleno de productos
capilares y para la piel, pero la mayoría no me suenan de nada. Me cepillo el pelo
y lo recojo en una corona despeinada muy chic alrededor de mi cabeza. Llevo
una pequeña selección de maquillaje en el bolso para retocarme, lo cual ahora
mismo me salva la vida. Para cuando salgo de la habitación, parezco una mujer
que se ha quedado a dormir en casa de su pareja sin haberlo planeado, pero, aun
así, va decente. Con eso me basta.
Un olor divino me conduce hasta la cocina y me encuentro con Eros
terminando un salteado de patatas, pimientos y huevos fritos. Es más pesado de
lo que suelo desayunar, pero acepto el plato que me tiende y tomo asiento en una
de las elegantes banquetas de hierro que flanquean la barra de la cocina. No es
que sean muy cómodas, pero son bonitas. Doy unos cuantos bocados, lo
suficiente para que Eros deje de mirarme y se ponga a comer también.
Comemos en un silencio extrañamente cómodo, intercalado por nuestros
respectivos móviles, que echan humo por las notificaciones cada pocos segundos.
Eros mira al suyo con desdén.
—¿Cómo aguantas esta mierda?
—Es necesario. —Aprendí pronto que lo único que respeta la alta sociedad
de Olimpo es el poder y que yo nunca lo obtendría intentando imitarlos. Tenía
que buscar mi propio camino mientras todavía participaba en su juego. Un
equilibrio estudiado que me agota con mucha frecuencia. Pero estaba
funcionando, al menos hasta que Afrodita posó su mirada vengativa sobre mi
persona. Paso el dedo por la pantalla para ver las notificaciones. Varias son de mi
madre, cada vez más irascibles. Otras tantas son peticiones de entrevistas—.
¿Cuánto quieres que los hagamos esperar para las entrevistas?
Duda y, al final, dice refunfuñando:
—Confío en tu criterio de experta.
Me sorprende que esté dispuesto a renunciar al control. Ignoro la extraña
llamarada que me caldea el pecho ante la confianza que ha puesto en mí.
—Yo diría que esperemos una semana. Unas pocas fotos de la boda, unas
cuantas salidas para que nos vean siendo una pareja acaramelada en público y
estarán echando espumarajos por la boca para conseguir una exclusiva, así que
no nos harán preguntas difíciles.
Además, tengo a la entrevistadora en mente para ello, pero aún no ha
contactado conmigo.
—Vale. —Se estira y después apoya una de las manos con delicadeza entre
mis omóplatos. Esta vez no me sobresalto, estoy demasiado ocupada intentando
no derretirme mientras me acaricia la nuca con los dedos.
—Me gusta cómo te queda el pelo recogido.
—Te aseguro que tus preferencias no tendrán nada que ver con la forma en
la que me vista o actúe en el futuro.
Eros suelta una risilla, un sonido grave y extrañamente feliz.
—No dejas de sorprenderme, Psique. Eso también me gusta.
No me muevo para apartar su mano. Aunque me diga a mí misma que es
para practicar para cuando estemos en público, sé que soy una mentirosa. Me
gusta el peso de su palma contra la piel. Me gusta la ternura con la que me
desliza los dedos por la columna. Creer que sí que le afecto de verdad y no solo
se acopla a mí de la misma forma que yo me acoplo a él...
Pero no. No soy psicóloga, aunque, si Eros fuese un sociópata, no me
pillaría por sorpresa. No parece tener los mismos valores morales que la mayoría
de la gente. O quizá eso solo sea un efecto secundario de que lo haya criado
Afrodita. Ya sea innato o cosa de su crianza, lo que importa es que, si tiene
sentimientos más allá de la diversión y la irritación, los esconde muy en el fondo
de su ser. Y deseo. No podemos olvidarnos del deseo. De eso le sobra.
Aun así, todo esto es una farsa o incluso diría que un juego.
No levanto la vista del móvil.
—¿Por qué haces esto?
—No te quiero muerta —contesta con tanta sencillez que me estremezco.
—Y ¿qué tengo yo de especial para que me perdones la vida? —En el
pasado ha matado. Eso lo ha llegado a admitir—. ¿Es porque soy la hija de
Deméter?
Se ríe con un resoplido.
—No, eso apenas juega a tu favor.
—Entonces ¿por qué?
Eros contempla fijamente su plato.
—He hecho muchas cosas de las que no me enorgullezco, he herido a gente
que pensaba que eran enemigos en su momento para después descubrir que el
único pecado que habían cometido era cabrear a mi madre. —Se encoge de
hombros—. Después de un tiempo, ya no me importaba lo que hubieran hecho,
solo que ella me había ordenado que los castigara.
Sigo sin entenderlo.
—Pero te ha ordenado que me castigaras.
—Sí, lo ha hecho. —Eros pincha una patata con el tenedor—. Pero, como
he dicho, no te quiero muerta. Esta es la única salida.
No tengo razón para confiar en él. Ninguna. Sí, me ha dado su palabra, pero
Olimpo está lleno de embusteros. Incluso se sabe que mi madre ha cerrado tratos
turbios cuando la situación así lo ha requerido. Todos los habitantes de la ciudad
creen que ella y Hades tienen una alianza, pero no. En vez de eso, hizo un
trueque: su ayuda a cambio de que Hades acudiera a seis eventos al año. Él hace
acto de presencia junto a ella, y la gente asume las cosas que mi madre quiere
que asuman. Pero no es la realidad. Puede que la zona alta haya olvidado lo lejos
que estaba dispuesta a llegar para que Perséfone volviera a su compromiso con el
antiguo Zeus, pero Hades no lo ha hecho.
Aun así, no cabe duda de que mi madre es una de las más afables a la hora
de participar en los juegos de poder de Olimpo. Afrodita no tiene un toque gentil,
ni tampoco tiene un pelo de sutil. Eros no habría sobrevivido tanto tiempo en esta
ciudad sin ser un poco embustero y tramposo. Desde luego, ese es mi caso. Me
está ocultando muchas cosas acerca de sus motivaciones. Por eso mismo, confío
en que está tan comprometido con este matrimonio como yo tengo que estarlo. El
resto de los detalles ya se irán descubriendo en su momento.
Es nuestro trabajo asegurarnos de que no se descubran hasta que nosotros
queramos.
Mi teléfono vibra cuando me llega un mensaje. Una distracción de lo mucho
que me gusta que Eros me toque que agradezco de buena gana.

Perséfone: Hemos quedado en Poppy’s dentro de


una hora. Está furiosa por lo de la foto. Entre lo de
anoche y la otra fiesta, cree que habéis estado
saliendo en secreto a sus espaldas. Buena suerte.

Nuestro plan está funcionando. Esto es lo que quería. Entonces ¿por qué me
siento tan mal haciéndolo?
Escribo un agradecimiento rápido y empujo la silla hacia atrás.
—Mi madre va a salir del ático dentro de unos treinta minutos.
Querrá llegar pronto a Poppy’s para asegurarse de que consigue su mesa
favorita. Puede que, en lo que respecta a muchos de sus movimientos, mi madre
no sea predecible, pero hay algunas cosas que sé a ciencia cierta que va a hacer.
Una de ellas es maniobrar para conseguir la mejor mesa de cualquier restaurante,
la que le permita ver y que la vean.
Eros recoge nuestros platos y se dirige al fregadero.
—Vamos.
—En realidad, no tenemos...
Me callo al ver la expresión que pone. Está claro que no tiene pensado dejar
que me aleje de su vista, y la verdad es que no sé qué haría si consiguiera
distanciarme un poco de él. Sí, me he comprometido con esto, pero también sé
que si hubiera una oportunidad de encontrar otra forma... Soy quien soy, y eso
quiere decir que soy hija de mi madre. Siempre estaré buscando el camino que
más me convenga, aunque eso signifique que tenga que cambiar mis planes
radicalmente.
Además, cabe mencionar que, si va en serio acerca de la amenaza de su
madre, lo que más necesito ahora mismo es que me proteja. No he sobrevivido
las últimas veinticuatro horas para perecer ahora que la supervivencia se atisba
en el horizonte.
—Vale, vámonos.
Tardamos cinco minutos en ponernos los zapatos y salir al ascensor. Hay
otra encargada de seguridad esperándonos en el piso del garaje en el que aparca
Eros; una mujer blanca con pelo de un fuerte color rojo y un pintalabios incluso
más intenso. Le sonríe y su expresión pierde un poco de alegría cuando me ve.
—Buenos días, Eros.
—Buenos días.
Apenas la mira mientras me sostiene la puerta para que pase y nos dirige a
ambos al pasillo en el que aparcó anoche. Solo que, en vez de meternos en el
diminuto coche deportivo, pasa de largo hasta llegar a un sedán. Sigue siendo de
lo más lujoso, pero es sorprendentemente discreto. Cuando enarco las cejas, Eros
aparta la mirada.
—El Porsche no es práctico si lo que queremos es no llamar la atención. —
Hunde los hombros un poquito—. Y no ibas cómoda en él.
No puedo justificar que esa pizca de consideración haya hecho que el calor
me recorra el cuerpo. De verdad que no. No estoy tan falta de atención como
para perder la cabeza por semejante chorrada. Y, aun así...
—Gracias —contesto en voz baja.
Si no fuera lo bastante lista, pensaría que se está sonrojando cuando abre las
puertas y nos subimos al coche. No hablamos mientras salimos del garaje y
agradezco el silencio porque me concede tiempo para aclararme las ideas. No
tengo que perder la cabeza analizando todos los motivos que ha tenido Eros para
cambiar de coche. Tengo que pensar y organizar lo que voy a meter en la maleta
y las cosas sin las que me sería imposible vivir. Hacerlo en un solo viaje va a ser
todo un reto, pero me las apañaré.
No cuestiono el hecho de que Eros sepa dónde vivo. Yo puedo ubicar los
edificios de todos los Trece y la mayoría de sus círculos cercanos y familias. Es
conveniente enterarse de estas cosas, así que todo el mundo las sabe.
—¿Dónde aparco?
—En la calle.
Esboza una mueca.
—Estaremos más expuestos de lo que me gustaría.
—Lo sé, pero es un riesgo que hay que tomar.
Los empleados de seguridad que trabajan en el edificio monitorizan nuestras
entradas y salidas, y se las comunican a mi madre, lo último que necesito es que
se le ocurra pedir que me detengan para que podamos sentarnos a tener una
charla. Sé que no podré evitarla indefinidamente, pero quiero que Eros y yo
hayamos pasado un punto del que ya no haya retorno antes de involucrar a
Madre. Como Afrodita, incluso ella tendrá que reajustar sus planes en cuanto él
me ponga el anillo en el dedo.
Y ya que hablamos de eso...
—Necesitamos anillos.
Eros aparca en paralelo de forma experta en un sitio tan pequeño que yo
habría jurado que no cabíamos. Apaga el motor.
—El joyero vendrá a mi casa a las dos de la tarde con una selección. Solo
necesito tu talla.
Cómo no, ya lo había pensado. Le digo mi talla de anillo y envía un
mensaje. Mi teléfono sigue echando humo por las notificaciones, pero las he
silenciado para poder echarles un vistazo cuando tenga tiempo.
—No sé si Calisto estará en casa, pero no quiero peleas.
—No tienes que preocuparte.
Le lanzo la mirada que ese comentario se merece.
—Creía que ya habíamos dejado claro que la violencia es algo de lo que
eres completamente capaz.
Se transforma ante mis ojos. La frialdad se esfuma de su rostro y me dirige
una sonrisa encantadora.
—Jamás le haría daño a nadie al que el amor de mi vida le tenga cariño.
Me clavo las uñas en la palma de la mano, uso el dolor para recordarme que
es falso. Sin importar la intensidad con la que me palpite el corazón cuando me
mira así, todo es una patraña. Puede que necesite ir al médico a que me revisen el
corazón pronto, eso sí. Sin duda, que me dé estos vuelcos tan a menudo no debe
de ser sano.
—Acabemos con esto.
—Después de ti, cariño.
11
Eros

He visto la fachada del edificio de Deméter unas mil veces, y tengo los planos del
ático donde reside con sus hijas; como asimismo tengo los planos de todos los
edificios de la gente que, con el tiempo, podría acabar siendo blanco de mi
madre. Aun así, la experiencia de entrar en el vestíbulo es totalmente diferente.
Puedo contar media docena de guardias de seguridad encubiertos, por lo que lo
más probable es que haya otros tantos en la propiedad, como poco. Deméter no
se la juega en lo más mínimo, aunque no es de esa clase de persona a la que le
gusta restregarles por la cara a sus invitados que tiene seguridad en casa.
O puede que se preocupe por el bienestar de sus hijas.
En cualquier otro momento, estos vigilantes de seguridad serían todo un
incordio, pero ahora mismo nos son de gran utilidad. Mi madre no la atacaría
aquí, ni tampoco enviaría a sus sicarios. Sería demasiado arriesgado por una
recompensa tan pequeña. Mientras estemos en este edificio, Psique estará a salvo,
y me puedo relajar un poco.
Pasa por delante de los ascensores principales y avanza por un pasillito
hasta otro. Apoya la palma de la mano en un sensor de huellas que hay justo al
lado y, al segundo, este se ilumina de color verde. Interesante. Las puertas se
abren y Psique entra en el ascensor.
—Voy a preparar una maleta, pero necesito que te encargues de un par de
cosas más.
Me pica la curiosidad. Todo lo que publica en su perfil parece muy
espontáneo. En general, todo eso no me importa una mierda, pero, hasta yo sé
que, cuanto más natural parece algo, más esfuerzos requiere. Y estoy a punto de
descubrir lo que ocurre entre bambalinas.
No debería importar. Su destreza a la hora de presentarle al mundo una
historia convincente es una ventaja que pienso aprovechar. Ya está. Fue toda una
revelación ver cómo montaba esa «espontánea» foto nuestra en la cama. Se puso
a ello con una concentración y una determinación que me resultaron supersexis,
y le bastó con un par de lámparas y su móvil. Quiero ver de qué es capaz con
todos sus instrumentos a su disposición.
Pondría la mano en el fuego por que la noche en la que nos hicieron la foto,
Psique estaba siendo ella misma, natural, pero ese natural cambia drásticamente
cuando está creando una historia convincente para que el resto de Olimpo se la
trague. Y se la tragan. Reviso mi móvil. A estas alturas, nuestra foto ya supera
con creces el millón de «me gusta», y ni siquiera son las doce del mediodía. En
serio, es magnífica en su trabajo.
Las puertas del ascensor se abren ante un recibidor de un acogedor que me
sorprende. Las paredes son de un tono verde intenso que debería abrumarme,
pero al estar combinadas con las baldosas grises claras del suelo, crean un
equilibrio atrayente. Hay un par de muebles en la habitación (dos butacas de
respaldo alto con un sencillo estampado de flores y una larga mesa de madera
oscura con varios cajones) que parecen ser una invitación para que los invitados
se sienten y charlen un rato. En el puto recibidor.
La siguiente habitación es el salón. Más de lo mismo. Paredes llamativas, un
suelo claro, y varios muebles con pinta de ser supercómodos. Hay varios libros
desparramados por la mesa de centro ubicada entre un sofá largo y otro par de
butacas: libros de literatura de género con los lomos agrietados por la lectura.
Puedo imaginarme de sobra a Psique acomodada en el sofá, con un libro entre las
manos y relajándose con su familia.
Este ático parece un hogar.
Toda una novedad.
Mi madre utiliza el salón para recibir a los invitados, por lo cual de pequeño
siempre me disuadía firmemente de que pasara el rato allí. Para eso están los
dormitorios: un espacio personal que se puede esconder tras una puerta cerrada.
Mi madre siempre lleva una máscara, incluso en la relativa privacidad que le
otorgan los espacios comunes de la casa en la que me crie. Y de mí se esperaba el
mismo comportamiento.
Quiero encontrar una excusa para cotillear, pero Psique me guía a la planta
superior por las escaleras flotantes, y la idea de poder ver a la chica en su propia
habitación se antepone al resto. Si las hijas de Deméter se comportan por todo el
ático como si fuese su espacio personal, ¿qué revelará el verdadero espacio
personal de Psique?
Pero, en mitad de las escaleras, me freno en seco. Psique tarda un par de
pasos en darse cuenta de que no la sigo, y se detiene también. Se vuelve
suspirando, impaciente.
—Sé que la tentación de fisgonear por la casa es casi irresistible, pero
muévete, venga. No tenemos mucho tiempo.
Tiene razón, pero es como si el cerebro no me funcionase. Me quedo
mirando las fotos que llenan las paredes. Están colocadas con mucha maña,
desde luego, pero son personales. Fotos planeadas en marcos enormes con Psique
junto a sus tres hermanas llevando el mismo conjunto, desde una edad temprana
hasta lo que parece ser la más reciente de todas. Son interesantes, pero las fotos
que de verdad me llaman la atención son las que no están planeadas que hay por
todas partes en marcos más pequeños.
Psique y Perséfone, abrazadas por los hombros, con el pelo recogido en una
coleta, y a Psique le faltan las dos paletas.
Una Calisto preadolescente sosteniendo un pez casi tan grande como ella, y
con una sonrisa de felicidad en la cara totalmente genuina.
Las cuatro chicas disfrazadas. Eurídice, de ninfa. Calisto, de caballero.
Perséfone, de ángel. Psique, de princesa.
Siento una punzada en el pecho. ¿Por qué coño siento una punzada en el
pecho? No son más que fotos. Es evidente que a Psique siempre se le han dado
bien las fotografías; es el miembro más fotogénico de una familia de fotogénicas.
No hay motivo alguno para que una hiriente emoción indefinida me embargue al
ver las pruebas fotográficas de lo feliz que fue su infancia. Y ni de coña debería
empeorar por el hecho de que Deméter haya expuesto bien a la vista dichas fotos,
aunque sea en una parte del ático donde solo pasaría tiempo la familia.
—¿Eros?
Por fin reacciono.
—Estoy bien.
—¿Seguro? —Psique frunce el ceño, y veo la preocupación reflejada en
esos ojos avellana—. ¿Qué te pasa?
—No me pasa nada. —Esa debería ser la verdad. Saco a relucir mi sonrisa
encantadora, pero Psique frunce aún más el ceño como respuesta. Vale. Sabe que
estoy mintiendo, y una sonrisa falsa no la engañará. Maldita sea—. No debería
pasar nada. No es importante.
—¿De verdad?
—Sí.
Se queda un rato mirándome, pero al final asiente.
—Vale, pues démonos prisa.
Se vuelve para avanzar por el pasillo, para que la siga.
Les echo una última mirada a las fotos y, después, las dejo atrás. Quizá no
debería sorprenderme tanto que Psique y sus hermanas hayan tenido una infancia
bonita, pero esto es Olimpo. Yo me crie entre juegos de poder, y aprendí a mentir
al mismo tiempo que a caminar. Y lo mismo han vivido Helena, Perseo y sus
hermanos. Aquellos que tuvimos la suerte y la desgracia de nacer en las intrigas
políticas de Olimpo ya de pequeños vivíamos entre la espada y la pared.
Mi madre en particular no toleraba ningún traspié.
Con razón a Psique le resulta tan natural ser amable; ha convivido con la
amabilidad desde siempre.
La chica se detiene ante la tercera puerta y me despierta de mi
ensimismamiento. La ilusión se apodera de mí. Ya he descubierto información
preciada de esta mujer con esta corta visita. Su cuarto será la revelación final.
Psique abre la puerta y se adentra en la habitación, conmigo detrás.
Es... el caos.
Me quedo en el umbral de la puerta y observo las pilas de ropa que cubren
cada superficie de la habitación. Tiene un tocador antiguo lleno de infinidad de
tarros y tubos de maquillaje, productos para la piel y para el pelo.
—Duermes en un armario.
—Es mi cuarto.
—¿En serio? Porque no veo la cama. Lo único que veo es ropa por doquier.
—Que te den. —Sigue un caminito despejado de ropa que se ha formado en
el suelo—. Tengo mi método.
—Pues te aconsejo que te busques uno nuevo, porque yo no puedo vivir en
estas condiciones. —Solo de pensar en todo este desorden, con su método o no,
casi me da urticaria. Me esperaba que la habitación tuviese más de esa vibra
atrayente y acogedora del resto del ático. Es el caos más absoluto. Poco a poco
me abro paso por ella y le doy un golpecito al montón de ropa que se levanta en
precario equilibrio en lo que supongo que es una silla—. Me voy a casar con el
monstruo del caos.
—Pues ya somos monstruos los dos.
—Qué maja. —Reprimo el impulso de seguir toqueteando el montón de
ropa y centro mi atención en ella—. Pero los dos sabemos que eso no es verdad.
—Que sí, que sí, que tú eres el monstruo más grande y malo de este cuarto.
No te disperses. —Desaparece al otro lado de otra puerta y vuelve con una
maleta gigante. De nuevo otro viajecito por la puerta y esta vez vuelve con un
montón de bolsas que parecen guardar herramientas de iluminación. Me las tira a
las manos, y me dice—: Sostén esto, por favor.
—He visto fotos de tu cuarto. Y no se parece en nada a esto.
A pesar de mis burlas, la cama está despejada... pero no es la que he visto en
las fotos.
—Ah, ya. —Deja la maleta encima de la cama y se pone a hurgar en los
montones de ropa y a meter cosas dentro de la maleta—. Uso el cuarto de
Perséfone. Es una adicta a la limpieza, y la estética del cuarto es bastante buena.
Además, jamás subió fotos del interior de nuestra casa, ni antes de mudarse a la
zona baja de la ciudad.
Antes de estallar, presencio cómo otros tres vestidos más aterrizan encima
de la maleta; las telas multicolores se esparcen por el espacio.
—Me cago en todo. —No soy un adicto a la limpieza, como ha dicho ella.
Me gusta que mis cosas estén ordenadas porque me hace la vida más sencilla,
pero ni de lejos voy por ahí con una etiquetadora ni me da un ataque cuando
alguien cambia algo de lugar. Dicho lo cual, la desconsideración total que parece
tener por el más mínimo orden hace que me tiemble el ojo derecho. Dejo los
aparatos de iluminación junto a la puerta, me acerco con cuidado a la cama y
empiezo a doblar la ropa.
—¿Qué haces?
—Ignórame y sigue haciendo la maleta.
Es un poco raro doblar ropa de mujer. La experiencia sensorial es
superdiferente a la que tengo con mis cosas, y la gran mayoría de las prendas se
resisten a acabar dobladas, así que he de recurrir a enrollarlas de forma
estratégica para colocarlas con cierto orden. Me esfuerzo muchísimo por no
imaginarme a Psique luciendo cualquiera de ellas, en especial el vestido de seda
que se desliza por la palma de mi mano mientras forcejeo con él para someterlo.
Quedaría de miedo en el suelo de mi habitación después de haberle bajado los
tirantes por los hombros y...
«Céntrate.»
Ya hemos llenado la mitad de la maleta cuando Psique se me queda
mirando.
—Solo quedan un par de cosas. Coge el equipo y nos vemos abajo.
—Buen intento. No.
—Eros, voy a empezar a rebuscar en los cajones donde guardo la ropa
interior. Dame algo de espacio.
Voy a discutírselo cuando, de pronto, se me viene una cosa a la mente.
—Un vestido de novia.
—¿Qué?
—Necesitas un vestido de novia.
Psique frunce el ceño, y maldice.
—Necesito un vestido de novia. Joder. Esto no va a salir bien. No tenemos
tiempo. —No se calla, y se le traba la lengua mientras se pone a dar vueltas por
la habitación—. Joder, nadie se va a creer que nos vayamos a casar de verdad si
falta una pieza tan importante.
—Psique, mírame —le pido cogiéndola por los hombros.
—Supongo que tendría que ponerme a elegir la lápida para mi tumba
porque...
No pienso en las consecuencias de mis actos. La beso y ya. Se pone tensa,
pero antes de que pueda apartarme de ella, se deja caer sobre mí y, en un
segundo, lleva las manos a mi pelo y pega su cuerpo al mío. Es el momento de
parar, de reconducir la conversación para encontrar una solución. He
interrumpido el ataque de pánico que estaba teniendo, así que he logrado mi
cometido. Solo tenemos que despegar los labios...
Todavía no estoy preparado para renunciar a su sabor. Es la hostia de dulce.
Otra advertencia de que no se parece a nadie que yo haya conocido. Es astuta, y
extremadamente cuidadosa con su imagen pública, pero, debajo de todo eso, es
dulce, y divertida, y un puto encanto.
Una buena persona haría lo que fuera por proteger el alma dulce de esta
chica. Lucharía tanto con sus enemigos como con sus demonios para crear un
mundo en el que ella pudiera derribar sus muros y tener una vida feliz sin su
coraza. Esa persona la sacaría de Olimpo y le aseguraría su protección sin ningún
beneficio egoísta, la subiría a un pedestal y la adoraría en su altar cada día.
Pero yo no soy buena persona.
Soy un puto monstruo.
Y quiero a Psique para mi disfrute. Un anhelo que surgió aquella primera
noche, pero que durante las últimas veinticuatro horas se me ha ido de las manos.
Me da igual si Psique se merece a una persona tan dulce como ella. La quiero
ligada a mí, y le arrancaré la cabeza a quien se crea que puede arrebatármela.
Le rodeo el rostro con las manos y le inclino la cabeza un poco hacia atrás,
para profundizar el beso. Es una forma minúscula de reclamarla como mía. De
marcarla como mía, aunque seamos las dos únicas personas en saberlo. De su
boca emerge un gimoteo que me va directo a la polla. No me costaría nada
empujarla sobre la cama y seguir besándola hasta que se nos olviden todos los
motivos por los que esto es una idea terrible.
Pero no estamos en mi ático, con una puerta cerrada con llave que nos
separa del resto del mundo. No puedo convencer a Psique para que me deje
hacerle lo que me dé la gana solo porque es cuestión de tiempo que alguien nos
interrumpa, y entonces tengo por seguro que no podré volver a tocarla, jamás.
Inaceptable. Nada me apartará de esta mujer... ni siquiera mis propios
impulsos egoístas.
Levanto la cabeza de mala gana. Psique me observa abriendo y cerrando
esos enormes ojos del color de las avellanas, con los labios aún más hinchados
por el beso. Al verla casi me lanzo a probar de nuevo su sabor, pero mi razón
elige ese instante para tomar el control de la situación. Con la respiración
agitada, le digo arrastrando las palabras:
—Dame tus medidas.
—¿Cómo? —me pregunta pestañeando una vez más.
Es inquietante la satisfacción que me recorre el cuerpo al ver que tengo en
ella el mismo efecto que ella tiene en mí. No es más que otra prueba que
demuestra lo descontrolado que estoy. Hago a un lado esa sensación e intento
concentrarme en el aquí y el ahora.
—Tus medidas, las necesito.
Psique se humedece los labios, con la mirada todavía distraída.
—Eh, ya lo hemos hablado. No es...
—Psique, que me des tus medidas. —Bajo las manos por sus costados para
cogerla de las caderas—. A no ser que quieras que las tome yo mismo. Aunque,
claro, para eso tendrás que desnudarte.
La chica da un gran paso hacia atrás y rompe el contacto físico.
—No será necesario. —Me recita del tirón una serie de números que
memorizo al instante. Psique se ha sonrojado, y no me mira a los ojos—. ¿Con
eso te vale?
—Sí. —Cojo el equipo de iluminación—. Te espero en el coche.
—Gracias.
Tengo que esforzarme más de lo que habría imaginado para dar media
vuelta y alejarme de ella. Desando mis pasos hasta el salón y cojo el ascensor.
Aunque una parte de mí espera encontrarse con Calisto, no me cruzo con nadie
en mi camino al coche ni mientras meto el equipo en el maletero. Queda hueco
para su maleta y poco más, pero ya nos las apañaremos. Tras un breve debate
interno, decido que llamar desde el coche es mejor que hacerlo en la calle
mientras espero a Psique. No es que haya tanta gente por la calle como en mi
zona, pero, aun así, atraigo las miradas. Solo es cuestión de tiempo que alguien
haga una foto, la suba a las redes, y aparezcan los paparazzi. Lo último que
necesito es que alguien escuche la conversación que voy a tener.
Sin olvidarnos de que los cristales tintados me ocultan de cualquiera que
pase por delante del coche y tengo una buena panorámica de la entrada al edificio
de Deméter.
Voy pasando por mis contactos hasta que llego a Helena Kasios: la hija del
difunto Zeus, hermana del actual. Tenía que llamarla de todas formas, así que
mataremos dos pájaros de un tiro. No me hace esperar mucho.
—¿Desde cuándo vas tan en serio con alguien como para hacerlo oficial en
las redes?
Ha visto la foto, cómo no. A estas alturas, casi todo Olimpo la habrá visto;
para eso la subimos. Respiro en silencio y me preparo para la que será la primera
de mis muchas actuaciones.
—Psique es especial.
—Sí, claro. No te lo tomes a mal: todas las Dimitriou son mujeres con
carácter y, si alguien pudiera llamar tu atención, sería una persona con una fuerte
personalidad, pero eso no cambia el hecho de que, si fuésemos amigos, entonces
me habrías contado que estabas saliendo con alguien.
No se equivoca del todo. Sé que mi madre esperaba que acabara casándome
con Helena o con su hermana, pero nunca hemos sido nada más que amigos. Y
somos amigos, o al menos todo lo cercanos que personas como nosotros pueden
llegar a ser.
—Pensé que no me darías tu aprobación.
—Mentiroso. —No parece enfadada, solo entretenida—. Apesta a uno de
tus planes. Pero da igual. No tienes que darme todos los detalles. Supongo que
me has llamado porque necesitas algo.
—Eso me duele en el corazón, Helena.
—Para que te doliera primero tendrías que tener corazón —contesta
riéndose.
Ahí me ha pillado. Echo un vistazo a la puerta de entrada de la casa de
Psique. Yo no tengo corazón, pero mi futura esposa sí. Y es mi deber asegurarme
de que este permanece en su pecho, sano y salvo. Helena me echará una mano,
aunque no sepa toda la historia. Me deshago del personaje encantador,
agradecido en cierta forma de quitarme esa mierda de encima. Sé que puedo
seguir fingiendo indefinidamente, pero siento cierto alivio al poder mostrar mi
propia personalidad. Dicha libertad se me permite con muy pocas personas.
—Necesito que me hagas dos favores.
—Hecho, pero me debes uno a cambio.
—Todavía no te he dicho lo que necesito —replico resoplando.
—No hace falta. Después de que Eris decidiera montar el espectáculo
manchándoles los vestidos a Deméter y a Afrodita con absenta, Perseo nos ha
confinado para que no deshonremos más el apellido; como si eso fuera posible
después del desastre de padre que teníamos. —Suelta un sonido burlón—.
Necesito una distracción, así que, sea lo que sea lo que me ofrezcas, me vendrá
de perlas.
—¿Y tu favor?
—Ya se me ocurrirá algo. Ahora dime qué necesitas.
No me va mucho lo de dar favores indefinidos, pero dudo mucho que
Helena lo use en mi contra. Además, si estuviese metida en líos, los dos sabemos
que la ayudaría, aunque me guste dar un poco por saco.
—Necesito los datos de esa diseñadora de moda de la zona baja de la ciudad
que tanto te gusta llevar. Esa que le toca las narices a mi madre.
—Juliette. Claro, ahora te paso el número. —Un segundo después me suena
el móvil con dicho mensaje—. Qué aburrido. ¿Y lo otro?
Será mejor que no me ande con rodeos.
—Necesito que Eris y tú seáis las testigos de mi boda. Esta noche.
Helena se queda tanto tiempo callada que tengo que reprimir el impulso de
comprobar si se ha cortado la llamada. Pero no. Helena necesita tiempo para
procesar la información. Cuando por fin inspira hondo, me preparo. No me
decepciona.
—Eros, te lo digo con todo el amor que mi maltrecho corazón puede
albergar, pero ¿es que te has vuelto loco o qué? Salir con ella es una cosa. Pero
¿casarte? A tu madre le va a dar una embolia. Por los dioses, a mi hermano
también le va a dar una. Y seguramente a Deméter. Vas a matar a tres de los
Trece de una tacada. Es implacable y brillante, pero te pasas de cruel, y tú no
eres cruel.
De normal no, pero esta situación no es para nada normal.
—¿Me ayudarás o no?
—Yo sí. —No vacila ni un instante—. No sé qué tienes planeado, pero te
ayudaré. Y Eris también.
No me molesto en pedirle que lo confirme. Si de algo estoy seguro es de que
Eris se presentará allí donde reine el caos. Y mi boda con Psique es la definición
misma de sembrar el caos.
—La boda será hoy en mi casa, a las siete.
—Allí estaremos.
—Helena... Gracias. Por ayudarme. Por no hacer demasiadas preguntas
incómodas. Por todo.
—Es muy triste que sea algo que te sorprenda en lo más mínimo, pero te
entiendo —me contesta con un resoplido—. Al fin y al cabo, esto es Olimpo.
—Ya.
Aquí las reglas son diferentes, o al menos en los círculos en los que me
muevo. Tener a una persona en la que confíes tanto como para pedirle un favor
es lo más valioso del mundo... y es tan raro como el legendario vellocino de oro.
Colgamos poco después, y echo un vistazo al reloj y después a la puerta
principal del edificio. Psique se está tomando su tiempo, pero tengo que hacer
otra llamada antes de ir a por ella. Esta es aún más corta. Al parecer, Helena le ha
enviado un mensaje a Juliette justo después de haberme enviado a mí el mío, así
que la diseñadora ya se esperaba mi llamada.
Le explico lo que necesito y le doy las medidas de Psique. Murmura algo
entre dientes un momento, y puedo oír el ruido de las perchas pasar al otro lado
de la línea.
—Tengo varias prendas que podrían encajar. Pero tendréis que venir aquí.
Me importa una mierda quién sea tu madre y, si te soy totalmente sincera, es algo
que juega en tu contra, o si la novia es una clienta esporádica. Yo no voy a cruzar
a la zona alta de la ciudad.
Maldigo en mi cabeza, pero debería habérmelo imaginado. Mi madre
colaboró en la expulsión de Juliette de la zona alta. No recuerdo por qué fue, solo
que fue una de esas raras ocasiones en las que se encarga ella misma del asunto y
no me envía a mí en su lugar. Aunque no importa. Las disputas de Afrodita
pueden ser tan ruines como duraderas. En el mejor de los casos, la diseñadora se
negó a hacerle un vestido o igual vistió mejor a alguna de las enemigas de mi
madre para un evento.
Aunque, bueno, no hay mal que por bien no venga. Ahora mismo, Psique
está muchísimo más a salvo en la zona baja de la ciudad que en la alta. Del local
de Juliette iremos directos a mi casa, nos casaremos, y le quitaremos la diana que
lleva en la espalda de una vez por todas.
Hago todo lo que puedo para sonar de lo más encantador.
—¿Cuándo podemos ir?
—Dame una hora para hacer un par de cambios y, después, necesitaré otra
hora para confirmar que la prenda que elija esté bien entallada. —Me da la
dirección de su tienda—. Prepárate para pagar por trastocarme los planes que
tenía para hoy.
—Claro, cómo no.
Me cuelga justo cuando veo salir a Psique por la puerta cargada con dos
maletas. Me bajo del coche y corro a su lado.
—Viajas ligera de equipaje por lo que veo.
—Eres tú el que insiste en que me mude contigo. Esto no es casi ni la mitad
de lo que necesito para sobrevivir. —Me sigue hasta el coche y me observa
mientras meto una de las maletas en el maletero y la otra en el asiento de atrás—.
Tenemos que irnos. Perséfone me ha enviado un mensaje para avisarme de que
ya ha acabado de tomar el brunch con mi madre.
Le abro la puerta y hago caso omiso de la mirada de extrañeza con la que
me observa. Después, doy la vuelta hasta la puerta del conductor.
—Llámala.
—¿A Perséfone? ¿Y eso?
—Necesitamos una invitación para ir a la zona baja de la ciudad, y la
necesitamos ya.
12
Psique

No sé cómo ha conseguido Eros contactar con Juliette, pero una hora más tarde
estamos pasando por uno de los tres puentes de Olimpo con el coche para ir a
verla. Cada puente tiene un ambiente distinto, y el puente Ciprés se remonta a
nuestras raíces griegas. Lo flanquean columnas enormes y, bajo la luz de estas
horas de la mañana, da la impresión de estar cruzando a otro mundo.
Se me taponan los oídos mientras cruzamos el río Estigia, pero es la única
incomodidad que siento gracias a la invitación de Perséfone. Sin ella, pasar de la
zona alta a la baja no es que sea imposible, pero sí bastante más molesto. O eso
es lo que dice todo el mundo. La verdad es que yo no lo he intentado nunca. Las
pocas veces que he visitado a mi hermana en su nueva casa ha sido porque me
han invitado.
Hoy no nos dirigimos a esa casa. Eros nos guía hacia el sur, siguiendo el río
por la zona baja hasta llegar al polígono. Parece casi idéntico al de la zona alta,
cada manzana está plagada de almacenes inmensos y las calles tienen muy pocos
peatones. Me resulta raro lo decidida que está la zona alta a fingir que la zona
baja es inferior cuando tampoco es que sea muy diferente a donde vivimos. Al
menos en la superficie.
En realidad, las diferencias están profundamente arraigadas.
Sé que a mi hermana le encanta estar aquí, pero yo no entiendo esta orilla
del río. No me trago que la gente sea tan transparente como nos hace creer
Perséfone. ¿Cómo consiguen vivir sin tener una imagen pública siempre
preparada? Me deja alucinada. Aunque, bueno, supongo que todo se debe a
Hades. Es un líder completamente distinto de lo que jamás ha sido Zeus.
Eros rodea la enorme manzana y aparca enfrente de un almacén que no se
diferencia en nada de los demás de la zona. Aun así, reconozco el sutil letrero
que hay encima de la puerta. Juliette.
Se da la vuelta para mirarme.
—Cómprate lo que necesites. No repares en gastos.
—Eros...
Quizá no sabe lo caras que salen las prendas customizadas de Juliette, pero
no soy lo bastante cazafortunas como para aceptar su oferta.
—Lo digo en serio. —Apaga el motor—. La imagen es importante,
¿recuerdas?
Cierto. Nuestra imagen. Mi imagen. Eso es lo que le preocupa. Él no es un
hombre enamorado con una tarjeta de crédito sin límite de fondos que quiere
mimar a su pareja. Todo esto tiene que ver con el plan.
—Pues claro que es importante.
Salgo del coche antes de que podamos seguir con la conversación. Tiene
razón, no tengo que perder de vista la recompensa.
Y la recompensa es mi vida.
Puede que el almacén de Juliette se parezca a otros por fuera, pero por
dentro es un mundo completamente distinto. Nada más atravesar la puerta, hay
una salita de espera muy estilosa con una variedad de sillas y material de lectura.
El resto del espacio está dividido en dos. La primera mitad tiene perchas y
perchas de ropa, organizadas por estilo, talla y color. La parte de atrás es su
espacio de trabajo, y solo un necio intentaría husmear sin que lo invitaran.
Debe de haber estado esperándonos, porque aparece de inmediato,
caminando con gran soltura entre dos filas de perchas como si de un pase de
modelos se tratara. Si fuera otra persona, pensaría que está montando un
espectáculo, pero estamos hablando de Juliette. Empezó su carrera como modelo
y, aunque se haya cambiado al bando del diseño, sigue siendo consciente de sus
alrededores por naturaleza y siempre hace gala de sus mejores ángulos.
Que tampoco es que la mujer tenga un mal ángulo. Es una mujer negra alta,
con pómulos tan marcados que podrían cortar, y exuda una actitud diligente que
explica cómo ha conseguido llegar a la cima de su profesión. Me sostiene la
mirada y sonríe.
—Enhorabuena por el compromiso.
Consigo devolverle la sonrisa, casi parece genuina en mi rostro.
—Gracias. Y gracias también por ayudarnos con tan poca antelación.
—No es nada. —Juliette hace un gesto hacia los probadores que se
encuentran pegados a la pared más lejana—. Te he escogido unas cuantas
opciones que creo que te quedarán bien.
Si ella dice que me quedarán bien, la creo. La mujer es experta en tallas,
telas y estilos. Aunque hay una razón por la que tengo tan pocas piezas suyas en
mi maleta ahora mismo, y es porque todo es tan caro que tengo que racionar mis
compras para ocasiones especiales. Y supongo que una boda sí que es un
momento especial.
—Gracias —repito.
—Tú. —Posa sus ojos oscuros sobre Eros—. Siéntate o espera fuera. No
quiero que te pasees por mi local y me distraigas. —No hay compasión en la voz
de Juliette. Ni en su rostro, donde apenas disimula lo poco que le agrada Eros.
Cuando él se marcha obediente y sus pasos retumban por el enorme almacén, ella
se gira para mirarme—. No es mi trabajo hacer preguntas, pero espero que sepas
lo que estás haciendo.
Yo también espero saber lo que estoy haciendo. Aun así, contarle mis penas
a alguien, sobre todo si es casi una desconocida, queda completamente
descartado. En vez de eso, le concedo una sonrisa cegadora.
—Lo sé.
Juliette me analiza un rato y por fin asiente.
—Pues manos a la obra.
Me manda a la zona de probadores con seis vestidos. Tardo diez minutos en
descartar cuatro de ellos. Todos me quedan como un guante, pero es que no
cuadran con la imagen que quiero proyectar. Mucha gente se pasa años soñando
con su vestido de novia y, cuando era pequeña, yo no era diferente.
En cuanto me mudé a la ciudad, dejé de lado esas fantasías. Ah, siempre
soñé que acabaría casándome algún día; pero cada año que pasaba comprendía
mejor la realidad de nuestra situación. Las únicas personas de las que me puedo
fiar en Olimpo son mis hermanas. Hasta mi madre tiene sus metas ocultas y, más
a menudo de lo que me gustaría, pide perdón en vez de permiso cuando nos
arrastra con ella a sus planes.
Una parte de mí siempre ha fantaseado con caminar hacia el altar y con mi
pareja, con planear una boda íntima pero elegante junto a nuestros amigos más
cercanos y nuestras familias; una que no tuviera nada que ver con la prensa, las
redes sociales o las opiniones de los demás. Un matrimonio que yo hubiera
elegido en vez de uno concertado para beneficio político como quiere mi madre.
Ahora ese sueño se ha vuelto cenizas.
Analizo los dos vestidos que quedan. Uno es lo que habría elegido para la
boda de mis sueños. Es un vestido blanco ajustado estilo sirena con un encaje
exquisito y abalorios en el corpiño, las caderas y los muslos antes de abrirse en
capas de tul que crean una cola corta.
El otro es de un color merlot oscuro: es impresionante y deja sin respiración.
Tiene un corpiño estructurado en forma de corazón que me hace unas tetas de
infarto. La tela se junta en la parte derecha de la cadera para formar un ramo de
rosas plateadas. Las flores parecen estar movidas por el viento y los pétalos
plateados caen por toda la falda. Unas manguitas diminutas dejan los hombros al
descubierto y parecen más bien diseñadas para presumir de hombros y pechos
que para cubrir nada. Además, un bordado plateado decora el escote en pico del
vestido, la guinda del pastel.
Es atrevido y poco tradicional, y, aunque no sea el tono de rojo indicado, me
hace sentir como si lo hubieran bañado en sangre.
En resumen, es perfecto.
—Juliette.
Entra en el probador y enarca las cejas.
—No era mi primera opción cuando elegí todos los vestidos, pero este quita
el hipo.
Contemplo mi reflejo en el espejo. El color de mi piel y pelo me permite
lucir una gran cantidad de tonalidades, pero normalmente me inclino por lo
neutral y sutil, con algún toque de color que destaque. Un conjunto que no esté
pidiendo que me presten atención, pero tampoco me haga pasar desapercibida.
Nadie puede mirarme con este vestido y ver algo que no sea una declaración de
intenciones.
«Chúpate esa, Afrodita.»
—Me lo llevo.
Juliette asiente.
—Dame unos segundos. —Me rodea, tira del vestido en algunas partes y me
sube el dobladillo un poco—. Puedo tenerlo listo dentro de una hora o así.
¿Quieres esperar?
No es buena idea pasar demasiado tiempo en la zona baja de la ciudad.
Puede que Perséfone esté dispuesta a dejarnos entrar, pero a Hades no le cae bien
Eros y siempre existe el riesgo de que le lleve la contraria a mi hermana y nos
retire la invitación.
—Le pediré a mi hermana que me lo traiga cuando venga esta noche.
—Por mí bien. —Juliette sujeta con alfileres un último retal y asiente—. Ya
está. No te necesito más.
Sonrío.
—Gracias por aceptar el pedido urgente.
—No me des las gracias. Como ya le he dicho a Eros, pienso cobrarle por
haberme desbaratado los planes. El triple de mi tarifa sería lo justo.
La cantidad es más que pasmosa. No me puedo creer que Eros haya
accedido a pagarla. Ni siquiera necesito un vestido de novia para la boda, solo lo
compro porque tenemos que hacer que parezca real. Pero no tenía que pagar a
una de las mejores diseñadoras de Olimpo para conseguirlo.
—Desde luego.
—Ah, y antes de que me olvide. —Se saca algo del bolsillo. Es un retal de
tela del mismo color que el vestido—. Por si lo necesitas para encontrar tonos a
juego.
—Gracias. —Es un detalle muy pequeño, pero uno en el que yo no había
pensado en medio de este torbellino—. Te lo agradezco mucho.
Me visto a toda prisa y atravieso el pasillo de ropa hasta la sala de espera
situada junto a la entrada. Eros está descansando en una de las sillas, mirando el
móvil con cara de pocos amigos. Levanta la vista cuando me acerco, sus ojos
azules severos.
—De verdad, tendrías que limitar quién tiene permitido comentar en tus
cosas. Esta gente es tóxica de cojones y tienen demasiado tiempo libre.
Casi me tropiezo. No soy tan tonta como para creer que está expresando
verdadera preocupación. Más bien, según los comentarios que suelen dejarme en
mis publicaciones, está cabreado porque le afectan de rebote. Somos un equipo,
por lo menos por ahora, así que un insulto contra mi persona es un insulto
también contra la suya. Me esfuerzo por sonreír.
—Te he dicho que no leyeras los comentarios.
Se levanta y comienza a caminar a mi lado, adelanta lo justo para abrirme la
puerta. Le mando un mensaje rápido a Perséfone para confirmar que no le
importa recogerme el vestido, cosa que le parece bien. Una vez hecho eso,
volvemos a cruzar el río. No era mi intención soltar un suspiro de alivio cuando
dejáramos atrás el Estigia, pero Eros me mira extrañado cuando lo hago.
Me invade la vergüenza.
—Sé que es parte de vivir en Olimpo, pero el río Estigia siempre me ha
dado mal rollo.
—No eres la única. Es una especie de barrera, un recordatorio de lo aislados
que estamos del resto del mundo. Si lo piensas es bastante inquietante.
Alarga el brazo por encima del cambio de marchas y me pone la mano en el
muslo. Yo la miro, espero algún tipo de explicación, pero Eros sigue
conduciendo con la mirada fija en la carretera.
Ah. Es verdad. Es por el rollo este de sentirnos cómodos el uno con el otro.
No puedo negar que estoy fracasando con creces en la tarea. Ni siquiera es que
me dé miedo que vaya a hacerme daño. Sí, vale, soy consciente de que puede
hacerlo, pero ese no es el problema.
El verdadero problema es que, cada vez que me toca, parece que me ha
conectado a un cable de alta tensión. Puedo ser una actriz estupenda cuando la
situación lo requiere, pero no he conseguido actuar de forma natural ni una sola
vez de las que nos hemos tocado. Algo sobre lo que las páginas de cotilleos se
abalanzaran sin dudarlo; algunas por maldad, otras por curiosidad. Ninguna de
las dos opciones es buena para nosotros.
O quizá estoy buscando una excusa para aceptar algo que sin duda no
debería querer.
Poco a poco, con cautela, coloco mi mano sobre la de Eros. Siento como la
palma de su mano me quema a través de los vaqueros, como si sus dedos me
dejaran marca en la piel, aunque ni siquiera me está agarrando con fuerza. Soy
plenamente consciente de que solo se encuentra a unos pocos centímetros de la
cúspide entre mis muslos, y me tengo que esforzar mucho para no apretar las
piernas. Nadie me había afectado así antes. No sé si es el peligro lo que está
avivando mi deseo o el simple hecho de que no debería querer a este hombre,
esté a punto de convertirse en mi marido o no.
—Estás muy tensa; si sigues temblando así, te vas a caer del asiento.
El comentario me escuece.
—Estoy haciendo lo que puedo.
Su tono es afable. Sus palabras no.
—Lo que puedas no es suficiente. Solo disponemos de unas horas para
hacer que esto funcione. Por mucho que disfrute de besarte cada vez que entras
en bucle, tienes que ser capaz de soportar que te toque.
Una sensación de calor me enciende la cara, pero no sé si se trata de
vergüenza o de deseo.
—Ya lo sé.
Eros dobla la curva hacia su edificio y volvemos a entrar en el garaje.
—La oferta sigue en pie.
No tengo que pedirle que se explique. Solo hay una oferta sobre la mesa
ahora mismo, y es una que desde luego no debería aceptar. Bajo la mirada para
contemplar el aspecto que tiene la mano de Eros sobre mi muslo. Una mano
ancha, con dedos contundentes y uñas perfectamente arregladas. Es tan hermosa
como el resto de su persona, pero tiene callos en la palma. Una mínima pista
externa que revela que no es todo lo que parece.
El calor que inunda mi rostro se vuelve más ardiente y va bajando. Parece
que Eros se ha llevado todo el aire del coche y ni siquiera ha hecho nada. La
única vez en mi vida en la que me he sentido tan perturbada fue cuando le di la
mano a Jenny Lee en séptimo. Caliente y sudorosa, buscando desesperadamente
no hacer nada que pusiera fin a ese contacto. No terminó bien para mí; hice
acopio de toda mi valentía y me incliné para besarla, solo para descubrir que me
daba la mano como amiga.
Eros no quiere ser mi amigo, pero la sensación de estar caminando por la
cuerda floja sobre un tanque de cocodrilos es la misma. Un movimiento en falso,
y la humillación será el menor de mis problemas.
Aparca y salimos del coche. Eros me permite coger una maleta, pero él lleva
la otra y el equipo de iluminación. Tiene una expresión rara en el rostro, pero no
lo conozco bastante como para saber si se trata solo de su expresión distante por
defecto o es que algo le molesta de verdad. Cierra con llave la puerta del ático
después de que entremos y me lleva por el pasillo a una de las puertas por las que
pasamos anoche.
La abre para mostrar una habitación libre de lo más agradable decorada en
tonos grises fríos. Una cama de tamaño extragrande ocupa una pared y hay dos
puertas en el lado contrario de la habitación que llevan a un vestidor de buen
tamaño y a un baño que es solo un poco más pequeño que el principal. Y, cómo
no, hay un espejo gigante entre ambas puertas que nos devuelve nuestro reflejo.
Eros deja mis cosas en la cama y yo hago lo propio. Se gira hacia mí.
—Puedes quedarte con la habitación de invitados.
El alivio hace que mueva los pies por la emoción. Dormir a su lado anoche
fue una cosa, pero apenas puedo imaginarme haciéndolo todas las noches.
—Gracias a los dioses.
Eros curva los labios, pero no es una sonrisa agradable.
—No te equivoques. Puedes poner tus trastos en la habitación de invitados.
Puedes dejarla hecha un caos, como quieras, pero que se quede confinado aquí
dentro. Eso es lo único que se va a quedar en la habitación de invitados.
Mi alivio se esfuma como si fuera un globo deshinchándose. Quiero gritarle,
pero está claro que no puedo. Solo le demostraría que no estoy preparada para
llevar esto hasta el final. Joder. Tengo que hacerlo sí o sí. Pensaba que podría
hacer alguna trampa, pero hoy se ha demostrado que es imposible. Solo hay una
solución.
Miro mi móvil. Es casi la una.
—¿A qué hora va a llegar el joyero?
—A las dos.
—Entonces tenemos tiempo de sobra. —Salgo de la habitación de invitados
y recorro el pasillo hasta la principal. Soy plenamente consciente de que Eros
sigue mis pasos como una sombra y, cuando miro por encima del hombro, me
encuentro con que me está mirando el culo. Por extraño que parezca, eso me da
la confianza que necesito para sacarme la camiseta por encima de la cabeza—.
Hagámoslo.
Se detiene de golpe.
—Vas a tener que explayarte.
Empiezo a desabotonarme los vaqueros. Sería mucho menos incómodo si él
también se estuviera desnudando en vez de mirarme fijamente como si me
hubiera salido una segunda cabeza.
—Tenías razón y yo no. Tenemos que quitarnos la tirita y tenemos que
hacerlo ahora. Así que intercambiemos orgasmos y acabemos con esto para
poder convencer a la gente de que somos una pareja de verdad.
13
Eros

No sé qué ha cambiado en el viaje de vuelta a mi casa, pero ahora entiendo qué


estaba cavilando Psique en silencio. Se quita los vaqueros, y se queda desnuda
salvo por unas braguitas de encaje y un sujetador de color carne. Al verla me
quedo sin aliento. No posee ese aspecto de Photoshop que ansían tantas personas
en Olimpo; tiene curvas, y unas cuantas estrías, y un culo al que le daría un buen
mordisco. Hostia puta, que va a pasar de verdad.
Pero...
Carraspeo un poco y me concentro en mantener la compostura y no
abalanzarme sobre ella como un maldito animal.
—Esta misma mañana me has dicho que no era necesario.
—Ya lo sé. —Se encoge de hombros y, con el dedo, se retuerce un mechón
de esa melena oscura—. Escucha, lo que pasa es que no sé separar muy bien el
sexo de los sentimientos. Lo último que quiero es implicarme emocionalmente
contigo. No haría más que liar una situación ya de por sí liosa, y ninguno de los
dos lo necesitamos.
Eso no tiene por qué dolerme. En absoluto. Esto no es más que una
transacción comercial, una en la que no se ha involucrado de forma voluntaria.
Es más que lógico que no quiera implicarse emocionalmente conmigo.
«Eso, y que soy un puñetero monstruo.»
Con un paso entro en el cuarto y, con cuidado, cierro la puerta a mis
espaldas.
—¿Cuál es tu propuesta?
—Acostarnos una vez, y ya. —Se lleva los brazos a la espalda para
desabrocharse el sujetador, y vacila—. La prueba de fuego y tal.
—Te puedo asegurar que será mucho mejor que una prueba de fuego. —Me
acerco a ella despacio. Yo ya tengo claro que a mí no me bastará con una sola
vez, ni de lejos. Pero si lo digo no me lo agradecerá. Psique también nota la
química entre nosotros. Si no, no se derretiría ante mí cada vez que la beso.
Hablando del tema...—: Todavía tenemos que concretar lo de los besos.
Psique abre la boca como si quisiera discutirlo, pero al final acaba por
encogerse de hombros.
—Tienes razón. Te han hecho miles de fotos con la lengua en la garganta de
alguien, así que se esperarán que hagas lo mismo conmigo.
Eso me frena un poco.
—¿Cuánta atención has estado prestando a los cotilleos sobre mí antes de
todo esto?
—La misma atención que presto a los cotilleos de cualquier habitante de
Olimpo que algún día pudiera llegar a ser una amenaza.
No termina de ser una respuesta, pero más tarde tendré todo el tiempo del
mundo para indagar al respecto. No me ha dado motivos para pensar que se ha
pasado las últimas dos semanas investigando a fondo mi historia y registrando
todas las páginas de cotilleos como yo he hecho con ella. Ahora mismo, tengo a
Psique semidesnuda delante de mi cama. Solo un imbécil dejaría pasar esta
oportunidad. Salvo la distancia que nos separa con dos grandes zancadas, y me
detengo a nada de tocarla. Esta vez, no se estremece. Se limita a desabrocharse el
sujetador y lo deja caer hasta el suelo.
Me permito ser el primero en mirar. Psique es como el buen vino y, como
cualquier buen vino, pienso degustarla por fases. Joder, es guapísima; tan guapa
como para despertar los celos de Afrodita, cosa que no pasa todos los días.
Aparto ese pensamiento antes de que me ponga de mal humor. En cambio, me
concentro en la mujer que tengo delante. Está totalmente quieta, dejándome
observarla hasta que me sienta satisfecho, como si pudiese pasar eso en la hora
que tenemos libre.
«En otra ocasión», me prometo en mi mente. En otra ocasión, cuando
tengamos más horas a nuestra disposición, la convenceré para que se coloque
ante mí así y me deje observarla todo el tiempo que quiera.
Paso los dedos por la melena oscura; se la echo hacia atrás y hacia un
costado. Se le corta la respiración cuando le recorro la elevación del hombro con
el pulgar y tiembla un poco.
—No tenemos mucho tiempo.
—Tenemos todo el tiempo que necesitemos —susurro mientras sigo mi
trayectoria bajando el dedo por su brazo hasta la muñeca. Joder, tiene la piel tan
suave que deseo recorrerla con la boca. Por el contrario, le levanto la mano y la
coloco en mi hombro. Después, repito cada movimiento con el otro brazo.
—Eros... —Se le rasga la voz—. Deja de provocarme y tócame de una vez.
Otro día...
Pero este no es otro día. Es posible que tenga infinitas formas con las que
me gustaría seducir a Psique Dimitriou, pero la realidad es que vamos con el
tiempo justo y tengo que actuar acorde a la circunstancia.
Le rodeo los grandes pechos con las manos, y casi se me escapa un gruñido
al ver cómo se desbordan de mi agarre. El tono de sus pezones es un bonito rosa
oscuro y no puedo seguir privándome más. Me agacho y apreso uno de esos
pezones con la boca.
Psique gime y, después, tengo sus manos en el pelo. Dudo que la chica vaya
a admitirlo en algún momento de su vida, pero creo que le gustan mis rizos.
Joder, desde luego le gusta cogerse de ellos en cuanto se le presenta la ocasión.
Cambio de pezón y jugueteo con ella hasta que la tengo temblando entre
mis brazos y arqueándose en busca de mi boca. Psique sabe de maravilla, joder.
Y además huele a galletas, joder. Presiono la nariz contra su piel e inspiro hondo.
—Hueles muy bien, te comería entera.
—Ese es un comentario propio de un caníbal. —Está tan agitada que no
consigue hacer ese zasca con toda la mordacidad que le gustaría—. Es por la
crema que llevo. Es...
—Psique —la interrumpo levantando la cabeza para mirarla.
—Dime —contesta mordisqueándose el labio inferior.
—Me importa una puta mierda qué crema uses. —La apremio para que dé el
último paso hasta la cama, y hago que apoye la espalda en el colchón. Despacio.
Tengo que hacer movimientos lentos porque, como deje de reprimirme, voy a
estar dentro de ella en dos segundos y no es lo que quiero. Nunca he tenido
problemas de autocontrol. Jamás. Cada juego de seducción en el que he
participado era un baile coreografiado al detalle entre mi pareja, o parejas, y yo.
Nunca me lancé sobre ellas como un animal dispuesto a comérmelas.
Un animal que siento cómo gruñe en mi interior.
Ahora mismo, corro el peligro de vacilar, en el momento más importante.
Por eso mismo me pongo de rodillas junto a la cama en vez de tumbarme
con ella. Es mejor opción. Menos riesgos. Por mucho que haya dicho ella antes,
no es mi intención que nos acostemos una sola vez y ya. Psique suelta un gemido
de sorpresa, pero no le presto atención, sino que me concentro en bajarle las
bragas por las piernas. Le tiemblan los muslos, como si no tuviese claro si quiere
cerrarlos o abrirlos para mí. Poco importa. Así como estoy puedo observarla al
completo: el sexo le reluce en forma de una invitación que no pienso rechazar.
—Te voy a dar un beso.
—Preferiría que nos pusiéramos al tema directamente.
Casi me echo a reír con su comentario. Me echaría a reír si no me estuviese
muriendo por probarla.
—He cambiado de opinión.
—Ven aquí conmigo —me contesta tirándome del pelo.
—No vamos a acostarnos todavía. —No me atrevo a subirme a la cama con
ella, así no, ahora no. No con este tembleque en las manos, y es lo único que
puedo hacer para contenerme. Psique se merece flores, romanticismo y un sinfín
de orgasmos. No se merece que un puto animal la empuje sobre el colchón y la
haga suya.
No sé si podré darle lo que se merece.
No, eso es mentira. Bien sé que, si mi intención es darle lo que se merece,
estoy destinado al fracaso. Todo indica que Psique y yo vivimos en mundos
totalmente diferentes. Incluso en este ámbito. Sobre todo en este ámbito. Me ha
contado que le cuesta separar el sexo de los sentimientos. No recuerdo ni una
sola vez en la que el sexo me haya hecho sentir algo que no fuera placer físico.
La voy a cagar pero bien.
—Eros, por favor.
—Psique. —Apoyo la frente en la suavidad de su estómago y suelto una
exhalación temblorosa—. Déjame que te haga feliz un ratito. Por favor.
—Si es lo que quieres, supongo que... —Sus palabras se transforman en un
gemido ronco justo cuando me inclino hacia abajo y le paso toda la superficie de
mi lengua por el coño.
«Joder.» Esta parte de su cuerpo sabe mejor incluso que el resto. Deslizo las
manos por las piernas de la chica, la cojo por los muslos y se los separo. Más.
Necesito mucho más...
Me alejo del abismo en el último momento para coger el móvil. Psique se
endereza apoyándose sobre los codos y me observa desde arriba. ¿Le gustarán las
vistas desde ahí arriba tanto como me gustan a mí desde aquí abajo? Difícil
saberlo. Está con el ceño fruncido.
—¿Qué haces?
—Poner una alarma.
—¿Por qué? —me pregunta sorprendida.
—Porque estoy a punto de distraerme comiéndote entera y no quiero hacer
esperar al de la joyería.
Sorprendida otra vez, me mira abriendo y cerrando los ojos despacio.
—Eros, el joyero no llegará aquí hasta dentro de cuarenta minutos.
—Ya lo sé. —Maldigo en mi cabeza—. Ni de lejos me basta.
Y, entonces, me quedo sin tiempo para seguir con la charla. Quiero sentir
cómo se corre en mi cara, y lo quiero ya. Psique es cabezota, así que quiero
hacerlo tan bien que se olvide de por qué ha intentado ponernos límites. O ese es
mi plan.
Aunque al probarla por segunda vez, mi plan se va al traste. Psique se pone
tensa, pero un segundo después parece ceder ante la sensación. Entre
respiraciones, abre las piernas por completo y vuelve a hundir las manos en mi
pelo. Se rinde ante mí. Confía en que vaya a hacerla sentir bien. Es vertiginoso
tener a Psique a mi entera disposición.
La observo con atención mientras la recorro con la lengua, mientras la
exploro despacio, descubriendo qué le gusta. No reacciona de forma silenciosa
ante lo que le gusta, lo cual es un descubrimiento encantador. No le preocupa
tirarme del pelo para guiarme hacia su clítoris, ni gemir al sentir cómo, despacio,
la acaricio con toda la lengua en un movimiento vertical. Insisto, la preparo para
un orgasmo que la pone a temblar y que hace que casi me arranque el pelo. Yo
saboreo el ardor, la clara pérdida de control.
Clavo la mirada en el cuerpo ruborizado de Psique mientras bajo un poco
más para depositar piquitos y mordisquitos cariñosos por el interior de sus
muslos. Ahora mismo está completamente relajada, pero todavía me queda algo
de tiempo y no pienso parar hasta que suene la alarma. Subo de nuevo hasta sus
muslos, intensifico mis caricias, y después levanto la cabeza para poder separarle
los labios con los dedos.
Está tan empapada que debo afianzar mi autocontrol. Quiero metérsela,
tanto lo ansío que estoy temblando más incluso que ella cuando se ha corrido en
mi cara. Tengo la polla tan dura que hasta duele, y no me avergüenzo en absoluto
por tener una manchita húmeda de líquido preseminal en la parte delantera de los
pantalones. No me sorprende. Esta mujer me pone a prueba en todos los sentidos.
Sería muy fácil bajar la mano, quitarme los pantalones y hacerme una paja.
Una pena que no me atreva a hacerlo, por mucho que fuera a aliviarme. No
puedo quitarme los pantalones. Sin excepciones.
Me relamo, degustando su sabor, y le meto dos dedos. Psique jadea y se
arquea hacia atrás, y casi me corro en el acto al sentir que me rodea los dedos con
sus labios. Pero, entonces, deja de importar, porque se corre otra vez, y me moja
los dedos como mataría por que me mojara la polla.
«Pronto.»
La alarma suena mucho antes de que esté listo para parar, pero consigo
levantar la cabeza. Me levanto, arrastrándome por su cuerpo, y la beso. Se aferra
a mí y, por un segundo, me planteo de verdad pasar de la alarma y seguir con
esto.
«No. No, joder.» Tenemos un plan; tenemos que ceñirnos a él. Nos estamos
jugando demasiado con esto para dejar que nos pueda el deseo antes de poder
decir nuestros votos. Rompo el contacto de mala gana.
Psique suelta un gemido de protesta e intenta tirar de mí para retomar el
beso.
—Más.
—El joyero.
Se queda de piedra. Es impresionante ver cómo se recompone, cómo
desecha el deseo y se concentra en el objetivo final. Se le tensa el cuerpo, y
después se relaja. Afloja el agarre en mi pelo. No puede borrar del todo de sus
ojos esa mirada somnolienta, pero al final consigue disipar un poco la expresión
de su rostro. Despacio, muy poco a poco, aparta los dedos de mi pelo.
—Cierto, el joyero. Necesitamos las alianzas para la boda. —Ahora ya solo
tiene la voz un poco rasgada. Se ha repuesto muy rápido, mucho más rápido que
yo.
—Sí.
—Pues deberías quitarte de encima —me contesta mientras se humedece los
labios.
Hasta ese momento no me he dado cuenta de que todavía la tengo
aprisionada contra el colchón. Me ha rodeado las caderas con los muslos, y tiene
los tobillos cruzados a la altura de la lumbar.
—Si quieres que me quite de encima, tendrás que soltarme.
Me gusta cómo se sonroja. Me gusta muchísimo.
Todavía me cuesta muchísimo contenerme y alejarme de ella, y al hacerlo
las cosas empeoran porque puedo verla otra vez. Si una Psique normal es una
tentación a la que jamás podré resistirme, una Psique satisfecha sexualmente es
como meterme la droga más adictiva del mundo. Deseo tenerla así otra vez,
cuanto antes, tantas veces como podamos antes de que se nos agoten las fuerzas.
Doy un paso hacia atrás, y luego otro.
—Voy a cambiarme.
—Gran idea —me dice débilmente, con la mirada clavada en la parte
delantera de mis pantalones—. Debería ir a vestirme.
—Sí.
Nos quedamos un rato mirándonos, y la tensión se recrudece tanto que casi
se puede palpar. Es como si me hubiese enganchado un imán a las tripas o, mejor
dicho, a la polla, y tirara de mí hacia ella. Desviamos la mirada al mismo tiempo:
yo me acerco al armario y Psique se precipita hacia la puerta y se marcha a la
habitación que tengo libre.
Solo puedo reconocer la verdad después de haberme cambiado de ropa y de
haberme aclarado las putas ideas. Puede que ella no quiera implicarse, pero,
joder, está clarísimo que yo ya me he implicado. Nunca había estado tan cerca de
perder el control, con ninguna de mis parejas sexuales. Pero, durante el corto
período que Psique Dimitriou y yo hemos compartido juntos, ha demostrado una
y mil veces que no hay nadie como ella en todo Olimpo. No me extraña que mi
madre quisiera apagar su brillante luz. Es lista, inteligente y demasiado buena
para un hombre como yo.
Pero eso me importa una mierda.
Después de lo de esta noche, será mía de verdad.
14
Psique

Después de dos orgasmos demoledores, uno detrás de otro, el resto del día pasa
demasiado rápido; las horas corren mientras Eros y yo ponemos todo a punto
hasta que llega el momento de prepararse para la ceremonia.
Para la ceremonia de mi boda.
Perséfone llega con mi vestido y su impresionante marido. Hades es
bastante atractivo, es un hombre blanco, alto, con pelo y ojos oscuros y una barba
preciosa, pero la única persona a la que parece sonreírle es a mi hermana, y su
actitud de «no me toques los cojones» basta para mantener a todo el mundo a
raya. Quiere a Perséfone con locura y para mí eso es suficiente. No tiene por qué
ser un osito de peluche mimosón siempre que haga feliz a mi hermana. Y está
feliz, vaya si lo está.
Es una pena que no me aguarde el mismo destino con mi marido, el
monstruo.
Eros ha desaparecido con la excusa de tener que arreglar unos detalles de
última hora. Me ha prometido que Afrodita sigue aislada en su fin de semana de
balneario, incluso ha llamado a su ayudante para comprobarlo, pero no puedo
evitar preocuparme por si aparece justo a tiempo para detener todo este
espectáculo. Aun así, confío en Eros. Por lo menos en esto sí.
Cuando Afrodita entre en sus redes sociales después del fin de semana
fuera, habrá consecuencias, y recaerán sobre los hombros de Eros. No puedo
evitar... sentirme mal por él.
Tampoco es que mi madre vaya a alegrarse cuando se entere del matrimonio
precipitado. Puede que yo desconozca los detalles de los planes que guarda para
mí, pero no incluyen que me case con Eros. Eso lo tengo muy claro. Aun así, no
podrá oponerse en cuanto estemos legalmente unidos el uno al otro. Pero tan
pronto como se le pase el enfado se pondrá a examinar las diferentes perspectivas
para ver cómo puede darle la vuelta a la situación y que así le beneficie a ella.
A primera vista, nuestras madres no son tan diferentes. Ambas son
poderosas, ambiciosas e implacables como ellas solas.
¿La diferencia?
Que tal vez mi madre intente moverme como si fuera un peón en el tablero
de ajedrez que es Olimpo, pero en realidad me quiere. No dejará que el amor se
interponga en el camino del poder, pero tampoco esperaría que me presentara en
una fiesta después de que me hubieran apuñalado para luego ponerse furiosa
porque he llegado tarde.
Y a esto cabe añadir la expresión perpleja que lucía Eros en el rostro
mientras estudiaba las fotos de mis hermanas y yo cuando estábamos en el ático.
Es posible que no esté dando ni una y solo me base en lo que quiero pensar, pero
casi parecía desconcertado ante lo felices que se nos veía en esas fotos. Mi niñez
no fue idílica, tener a Deméter como madre es complicado incluso en las más
ideales de las circunstancias, pero tenía a mis hermanas y éramos felices la
mayor parte del tiempo. Esas fotos no eran fingidas.
¿Cómo debe de haber sido crecer con una madre que solo lo veía como una
herramienta que explotar para su beneficio y nada más?
Me sacudo. Estoy imponiendo mis ideas. Tiene que ser eso. Sin importar lo
mucho que odie a Afrodita, sin duda no conozco toda la historia. Seguro que
quiere a su hijo, a pesar de exigirle que haga cosas tan horrorosas.
¿Verdad?
—¿Psique? No nos queda mucho tiempo.
Aparto a un lado mis preocupaciones incontrolables y me centro en mi
hermana.
—Tienes razón. Pongámonos manos a la obra.
Dejamos a Hades en el comedor analizando el lugar como si fuera un
general estudiando el campo de batalla, y nos metemos en la habitación de
invitados para prepararme. Perséfone charla sobre cosas banales mientras me
recoge el pelo con maña y yo me maquillo, pero cuando es hora de ponerme el
vestido, duda.
—Sé que ya te lo he preguntado, pero ¿estás segura?
No. Ni un poco. Antes de esta tarde ya no estaba segura, pero ahora que he
sentido la boca de Eros por todo mi cuerpo siento que me tiemblan hasta los
huesos.
—Sí.
Mi hermana resopla.
—Quién me manda preguntar...
—Oye, no eres quién para hablar. Solo hace dos meses que te tiraste a un tío
que todo el mundo pensaba que era una leyenda y te negaste a dejar que te
ayudara.
Alza la barbilla.
—Eso fue diferente.
—Puede, pero confié en ti y en que supieras lo que estabas haciendo. Me
prometiste concederme el mismo beneficio de la duda.
Durante un momento creo que va a seguir discutiendo, pero al final suspira.
—De verdad que odio ser la sartén y que tú seas el cazo en esta historia.
—Cuesta quedarse de brazos cruzados y dejar que la gente que te importe se
arriesgue.
Me regala una sonrisa agridulce.
—¿Cuándo te has vuelto tan lista?
—Tengo dos hermanas mayores geniales que me sirven de modelo a seguir.
Se me encoge la garganta y tengo que darme la vuelta, si no, me pondré a
llorar y me destrozaré el maquillaje. Puede que esta no sea la boda de mis
sueños, pero me voy a asegurar de que sea creíble. Me despojo de la bata y me
meto en el vestido, después me doy la vuelta para que mi hermana pueda
anudarme la espalda.
—Es una pasada. No es lo que esperaba que eligieras, pero es perfecto. —
Hace un nudo rápidamente y su voz suena cargada de emoción—. Pareces una
diosa.
—Quizá una ninfa.
Se ríe.
—Siempre haces lo mismo. Si hoy es tu boda, entonces más te vale creerte
que eres una puta diosa.
No va a servir de nada discutírselo. La verdad es que sí que estoy estupenda
y he elegido este vestido con la idea de lanzar un mensaje. Es demasiado tarde
para cambiar de opinión, al igual que es demasiado tarde para cambiar de opinión
acerca de la mismísima boda.
—Tienes razón. Parezco una diosa.
—Así me gusta. —Aparta la mirada—. Una cosa más.
Me saltan las alarmas en la cabeza. Puede que Perséfone no sea tan agresiva
como Calisto, pero es más que capaz de hacerle sombra. Y ahora mismo parece
que le consume la culpa... Esto no tiene buena pinta.
—¿Qué has hecho?
—No te enfades.
—Perséfone —digo lentamente asiéndome a mi paciencia con ambas manos
—, no puedo prometerte que no me vaya a enfadar hasta que me digas lo que has
hecho.
—Puede que, eh, haya mencionado la ceremonia durante el brunch.
Durante el brunch.
Con nuestra madre.
—Dime que no.
Vuelve a mostrar esa expresión, la de cabezonería que me dice que jamás
ganaré esta discusión.
—Si alguien puede entender las maniobras políticas, esa es nuestra madre.
Concédele el beneficio de la duda.
La miro fijamente. La miro durante tanto tiempo que Perséfone tiene la
decencia de sonrojarse y parecer culpable.
—¿Que le conceda el beneficio de la duda? —repito—. Toda una petición
viniendo de ti. Sabes lo que hizo en un intento de alejarte de los brazos de Hades.
¿Crees que será menos despiadada si yo estoy involucrada?
—Esa situación era diferente.
—No dejas de repetir lo mismo. Y yo continúo sin creerte. —Levanto las
manos para seguir recogiéndome el pelo, pero me detengo antes de hacer
contacto visual—. Estaba intentando presentarme a Zeus.
—¿Cómo dices?
—Aunque Madre aprecie las maniobras políticas, ya tenía planes para mí.
—Planes a los que no me oponía del todo, aunque no me hicieran especial ilusión
—. A su parecer, Eros va a ser bajar de categoría.
Noto las palabras como una traición, pero eso no tiene sentido. Si no me
hubiera visto forzada a escoger entre la muerte o casarme con él, jamás habría
consentido llevar este anillo en el dedo.
¿Verdad?
—Psique, yo...
Alguien toca a la puerta y nos interrumpe dando por terminada nuestra
conversación. Le lanzo una última mirada asesina antes de dirigirme hacia allí.
—¿Sí?
—Tenemos que hablar.
Eros.
Dioses, odio la forma en la que se me acelera el corazón solo con oír su voz.
Camino hacia la puerta incluso aunque por dentro me diga que no debería
moverme.
—Da mala suerte ver a la novia antes de la boda.
—Ninguno de los dos somos supersticiosos. —Baja la voz—. Abre la
puerta, Psique.
Ignoro el resoplido de desagrado de mi hermana y hago justo lo que me
pide. Durante un momento, no puedo sino quedarme ahí plantada y observarlo
como una idiota. Lleva un traje de chaqué que enfatiza su piel dorada y pelo
rubio.
Quiero arrancárselo con los dientes.
Joder, ¿de dónde ha salido ese pensamiento?
Estoy tan sorprendida conmigo misma que no me tenso cuando se mete en
la habitación y me pasa los brazos por la cintura.
—Estás divina.
—Tú también. —Sueno distante y rara, pero estoy luchando con todas mis
fuerzas para ser comedida al agarrarle y no arrugarle la tela de la camisa—. ¿Qué
ocurre?
Le sonríe a Perséfone. Aunque sé que es todo teatro, no puedo evitar
sentirme atraída por su mirada cohibida.
—¿Te importa dejarme un momento a solas con mi esposa?
—Todavía no es tu esposa.
Eros la contempla durante un rato.
—Quieres protegerla. Lo entiendo, pero...
—¿Lo entiendes? —Perséfone se yergue. Jamás se había parecido más a una
reina que en estos instantes. Se parece a nuestra madre—. No tienes hermanos,
Eros. Ni siquiera estoy segura de que tengas amigos. ¿De verdad entiendes lo que
es que alguien te importe tanto que reducirías la ciudad a cenizas si le hicieran
daño?
—Ya basta. —Ambos me miran y me tengo que esforzar para que no se me
quiebre la voz. Mi hermana no se ha equivocado al querer protegerme, pero, si
esto fuera una relación real, jamás le dejaría que le hablara así a mi pareja—. Ya
basta —repito.
—Solo quiero que seas feliz.
—Pues entonces apóyame.
Duda durante tanto tiempo que creo que va a continuar discutiendo, pero al
final Perséfone me da un apretón en el hombro y nos pasa de largo para salir de
la habitación.
Eros me suelta en cuanto la puerta se cierra, e incluso entonces parece
reacio a hacerlo. Por lo menos deja de actuar como el novio eufórico.
—A tu hermana le caigo mal.
—¿Tanto te sorprende?
—No. —Se sacude un poco y vuelve a centrarse—. He reservado una sala
en el piso de abajo. Normalmente se usa para... Bueno, la verdad es que no sé
para qué, pero podemos usarla para la ceremonia.
—Vale. —No tenía que echar a mi hermana para contarme esto—. ¿Qué
más?
—Me ha llamado mi madre —anuncia con total neutralidad, tanta que creo
que he escuchado mal.
Doy un paso atrás.
—¿Qué? ¿No habías dicho que seguía en el balneario?
—Parece ser que un buen samaritano ha conseguido ponerse en contacto
con ella. Está demasiado lejos para detenernos, pero lo sabe. —Frunce los labios
—. Me ha dejado un mensaje de voz de lo más pintoresco.
—Déjame oírlo.
Sacude la cabeza.
—No es necesario.
—Me da igual si es necesario o no, Eros. O actuamos totalmente como
compañeros en esta farsa o no, y entonces no tiene sentido que nos casemos. —
Me obligo a sostenerle la mirada—. Déjame oír el mensaje.
Durante un buen rato pienso que va a seguir con su cabezonería, pero al
final suspira y saca el móvil.
—No es agradable.
Cojo su móvil y pongo el mensaje de voz. Me tiemblan las manos cuando
aprieto el botón para reproducirlo. De inmediato, la voz de Afrodita inunda la
habitación. Por una vez, no parece dulce y venenosa. Está demasiado furiosa.
—«¿Qué parte de “tráeme su corazón” no has entendido, Eros? ¿Por qué me
entero ahora de que te vas a casar con esa?» —Toma aire con pesadez—. «Creía
que podrías seguir órdenes simples, pero parece ser que hasta eso es demasiado
para ti. Debe de ser eso, porque sé que de buena gana no habrás intentado
interpretar el papel de caballero de la brillante armadura con su damisela en
peligro. No eres capaz.»
Le echo un vistazo a Eros, pero su rostro muestra una máscara
inquebrantable.
En el teléfono, la voz de Afrodita sigue vibrando con ira.
—«Estaba dispuesta a hacerlo por las buenas por respeto a ti, ya que está
claro que tienes debilidad por la chica, pero me has escupido en la cara. Ella va a
pagar el precio. Tu treta de casarte con ella no me hace ninguna gracia, y ahora
ella va a sufrir por ello. Cuando le llegue el final estará asustada, sola y sufrirá, y
será todo culpa tuya.»
Siento una opresión en el pecho. No hay suficiente aire en la habitación.
Doy grandes zancadas hasta la ventana con la intención de abrirla de golpe, pero
me encuentro con que no se abre.
—¿Qué coño?
—Psique. —Eros me quita el móvil y me da las manos y se las lleva al
pecho—. No dejaré que mi madre te haga daño.
Suelto una risa seca. Me duele la garganta, o quizá solo sea porque el ahogo
que siento no se está disipando.
—Creo que ya hemos dejado más que claro que no puedes controlar a tu
madre.
—No te va a hacer daño —repite—. Lo prometo. Después de esta noche, ya
no habrá vuelta atrás. No podrá llegar hasta ti.
No debería creerlo. Llevo muchos años sobreviviendo en esta ciudad
despiadada y jamás he tenido ningún problema en controlar mis sentimientos. La
única vez que dejo caer mis barreras es cuando estoy con mis hermanas, e
incluso entonces no lo hago del todo. Al fin y al cabo, ellas también lidian con lo
suyo. Hacemos turnos para animarnos las unas a las otras cuando la situación se
pone fea.
Confiar en alguien más allá de mi pequeño círculo es impensable.
Eros no me está prometiendo evitar que su madre me mate por la bondad de
su corazón. Lo está haciendo porque no podríamos cumplir nuestros objetivos
mutuos si su madre consiguiera poner fin a la boda. Está decidido a casarse
conmigo y no entiendo sus razones del todo, pero al menos puedo confiar en que
es lo que quiere. Solo con saber eso debería sentirme aliviada, pero me deja una
sensación de vacío.
—Te creo. —Me aclaro la garganta—. Supongo que ahora es un buen
momento para avisarte de que Perséfone le ha contado a mi madre lo de la boda y
va a venir.
Eros me mira durante un buen rato, después tira la cabeza hacia atrás y
suelta una carcajada que retumba. El sonido me sorprende tanto que me
sobresalto, pero está demasiado ocupado partiéndose de la risa para preocuparse.
En serio, hasta tiene que pasarse un brazo por la cintura para poder seguir
erguido.
Me cruzo de brazos y espero.
—Adelante, tú quédate a gusto.
En su defensa, no me hace esperar mucho. Se pone recto y sacude la cabeza.
—Vamos a tener que mejorar nuestras tácticas si queremos ir un paso por
delante de nuestras madres. Va a ser interesante.
—Interesante. Menuda forma de describirlo.
Eros camina hacia la puerta, pero se detiene antes de abrirla.
—Confía en mí.
—En esto lo hago.
Es casi la verdad. No puedo permitirme apoyarme en Eros, no puedo
permitirme asumir que el final de nuestra partida será el mismo. Pero puedo
confiar en que está tan decidido a hacer que este matrimonio tenga lugar como
yo, ya sea la relación falsa o no.
Me concede una sonrisa lenta, el calor se asoma a sus ojos.
—¿Y Psique? Cuando he dicho que estabas divina lo decía en serio. Quiero
devorarte de un solo bocado. Otra vez.
Sale por la puerta antes de que tenga tiempo de formular una respuesta.
¿Qué voy a decir?
Ya he descubierto que Eros es un mentiroso consumado y que su alma es
más fría que un témpano. No importa la calidez que adquieran sus ojos cuando
me mira ni lo embriagadora que sea su sonrisa, no puedo fiarme de nada.
Aunque no parecía que estuviera actuando cuando tenía su boca en mi
cuerpo antes. Cuando le temblaban las manos mientras me agarraba los muslos y
su voz se tornó grave y cortante. En ese momento, parecía que me deseaba tanto
como yo lo deseo a él. Más incluso, porque no estaba intentando ocultar su
reacción.
Mentira. Tiene que ser una mentira. Teníamos que quitarnos la tirita y eso
es lo que hemos hecho. Hay una conclusión lógica para explicar que todavía lo
desee. Tal vez la adrenalina y las feromonas. Tener una respuesta física es
normal bajo estas condiciones que tanto distan de la normalidad. Eso es todo.
Casi he conseguido convencerme a mí misma de que esa es la verdad
cuando me meto en el ascensor para ir a la estancia que Eros ha reservado para el
evento. Perséfone está conmigo, y ya está interpretando el papel de chica alegre y
vivaracha que adopta siempre que tiene que lidiar con los Trece. Intento imitarla,
intento empujar todo lo que me importa a lo más profundo de mi ser y cerrarlo
con candado para que nada de lo que pase esta noche pueda afectarme.
Lo intento... y fracaso.
¿Cómo puedo pasar de todo cuando ahora mismo soy un nervio con patas?
Sé que tengo que hacerlo, pero las expectativas de la boda que siempre he
querido están impactando con la realidad de este momento, y me duele mucho
más de lo que esperaba. Un dolor que se parece mucho a la pérdida.
Las puertas del ascensor se abren sin hacer ruido y revelan un pasillo largo
que apesta a dinero, pues está decorado de la misma forma minimalista que el
ático de Eros. Suelos de hormigón que brillan bajo la luz intensa y paredes
pintadas de gris plomo. Parecería que estoy caminando por una prisión cara si no
fuera por los espejos.
Flanquean ambas partes y ocupan casi desde el suelo hasta el techo, una
distancia de tres metros. Los marcos están hechos de hierro forjado y plata
destellante, y tengo el pensamiento casi histérico de que, si apoyara la mano
sobre uno, me dejaría pasar y acabaría en otro mundo totalmente distinto.
¿Qué le pasa a este edificio con los espejos?
A mitad del pasillo, las puertas se abren y sale mi madre. Luce un elegante
vestido que cubre su esbelto cuerpo del cuello a las muñecas y los tobillos; el
color plateado y la estructura del corpiño evocan una armadura. Se ha recogido el
pelo oscuro, tan parecido al mío, para apartárselo de la cara y va maquillada a la
perfección, como siempre.
Necesito hasta la última pizca de coraje que tengo para seguir caminando
junto a mi hermana hasta que llegamos al lado de Deméter. Me analiza de la
cabeza a los pies y vuelve a subir la mirada.
—Si querías mandar un mensaje, has acertado con el vestido.
Perséfone me da un apretón en la mano.
—Nos vemos dentro.
Entra por la puerta y me deja cara a cara con Deméter a solas. «Será
cobarde...» Pero, bueno, tenía que enfrentarme a mi madre a solas. Yo he
escogido este camino, bueno, me he visto obligada a escoger este camino porque
no he sabido cómo vencer el ingenio de Afrodita.
Esta vez.
—Madre...
Levanta una mano y sacude la cabeza.
—Tenemos pendiente una charla, pero aquí no. ¿Estás decidida a casarte
con Eros?
Algo parecido al alivio me invade. Da igual lo que digan de Deméter, no es
de las que malgastarían una ventaja valiosa. Que yo me case con Eros le concede
una línea directa con Afrodita o, más bien, una forma directa de irritar y socavar
a la otra mujer. Puede que haya aprendido la lección en lo referente a vender a
sus hijas en matrimonio sin que ellas lo sepan, aunque tampoco lo tengo muy
claro. Pero sí que es cierto que, si una de nosotras es lo bastante tonta como para
acabar casándose con una persona poderosa, no va a ser ella quien nos detenga.
—Sí, estoy decidida.
—Pues vamos. —Se gira para mirar la puerta y me ofrece su codo—. Antes
me muero que dejar que una de mis hijas camine sola hasta el altar.
La verdad es que no solemos hablar de mi padre, bueno, de ninguno de
nuestros padres. Ha tenido tres matrimonios que han resultado en cuatro hijas, y
cada uno de nuestros padres desapareció de la faz de la Tierra semanas después
del divorcio. O más bien, desaparecieron de Olimpo. Si no fuera porque las
cuentas en las redes sociales de sus exmaridos tienen bastante actividad, mi
madre tendría la reputación de ser la viuda negra. En realidad, mis hermanas y yo
estamos casi seguras de que les pagó a nuestros padres y se aseguró de que se
esfumaran de Olimpo.
Supongo que no puedo echarle la culpa por no tener un referente paterno,
pero mi madre sabe que se cazan más moscas con miel que con vinagre. Mi
padre decidió coger el dinero, aceptar el billete para salir de Olimpo y nunca más
volvió a mirar atrás. ¿Por qué voy a llorar la pérdida de un hombre tan egoísta?
Así que, sí, lo más apropiado es que mi madre sea la que me acompañe al
altar y me entregue a mi nuevo marido.
Deslizo la mano en el hueco de su codo.
—Gracias, Madre.
—Eres mi hija, Psique. Y al contrario que tus hermanas, contigo sí que
puedo decir que de tal palo, tal astilla. Confío en que tengas una razón para hacer
esto. —Me lanza una mirada severa—. Deberías habérmelo contado. Habría
negociado unos términos más favorables.
A pesar de todo, disimulo una risita.
—Quizá en mi próximo matrimonio.
—Esa es mi chica.
15
Eros

Nunca pensé que llegaría a casarme. No es que tenga nada en contra de la


monogamia, pero en el pasado no he hecho más que flirtear con ella. Algo tan
relativamente eterno como el matrimonio es más que una simple relación. Es más
que el sexo, más que invitar a alguien a que se mude a tu casa y tener que
resolver cómo vais a compartir el que era tu espacio personal. Es una asociación.
Una alianza.
Pero de pie ante el altar, con Hermes dando saltitos apoyando el peso en la
punta de los pies y con un traje de tres piezas de color plata, me siento la hostia
de bien.
Me niego a profundizar demasiado en esta sensación.
En cambio, me centro en la puerta, que se abre y por la que pasa Psique. Me
centro en el gesto que pone mientras asimila todo lo que he montado en las
últimas horas.
La habitación no es grande, cosa que nos viene bien para esta celebración. A
cada lado del pasillo hasta el altar hay dos bancos, coronados con un ramo de
rosas carmesíes atados con un lazo plateado que resplandece. Las flores
combinan a la perfección con su vestido gracias a la muestra que le dio Juliette.
La alfombra del pasillo que nos lleva hasta el altar es de un rojo intenso del
mismo tono. Mientras la observo, Helena se acerca a Psique y le tiende otro ramo
más grande con las mismas flores y el mismo lazo.
El asombro que refleja el rostro de Psique se intensifica al echar un vistazo
por toda la habitación. La observo mientras se da cuenta de que todos los
presentes llevan una variante de rojo, negro o plata. Hasta Hades, aunque al
parecer lo único que tiene en el armario son trajes negros. Un fotógrafo que he
contratado se pasea por la habitación, y durante un largo minuto el único sonido
que se oye es el chasquido de su cámara.
Entonces suena la música, una variación de la marcha nupcial que casi
suena más como una música fúnebre. Por la sonrisilla que veo en su cara, le
resulta tan apropiada como a mí. Como si fuera una broma privada que solo
nosotros entendemos.
Psique da el primer paso hacia el altar, hacia mí, y nuestras miradas se
encuentran. Se le ensancha la sonrisa y, si bien he de recordarme que todo esto es
puro teatro, no puedo evitar sentir el calor que me brota del pecho. Sé que esto no
es lo que ella quiere. Si se parece a Helena o a Eris, de pequeña habrá planeado
toda su boda al completo, y no me imagino que esos planes incluyesen casarse
con el hijo de la enemiga de su madre delante de cinco invitados.
Es algo que no puedo cambiar, pero lo menos que puedo hacer es ofrecerle
este regalo. Algo que valga la pena inmortalizar con fotografías. Puede que esta
boda no sea un buen recuerdo, pero por lo menos no se avergonzará después de
hacerla pública.
Deméter y ella siguen su camino hacia el altar y se detienen a un par de
pasos de mí. Hermes carraspea, y parece encantada con toda esta experiencia que
está viviendo.
—¿Quién entrega a esta mujer en matrimonio?
—Yo. —Deméter da un paso hacia delante y coloca la mano de su hija
sobre la mía. Luce una sonrisa dulce, como si estuviera feliz por estar aquí, pero
las palabras que me susurra destilan puro veneno—: Si haces algo que le haga
daño a mi hija, te destriparé y serás comida para mis cerdos.
He oído rumores de los cerdos de Deméter, pero jamás he podido
confirmarlos.
—Lo tendré en cuenta.
—Más te vale.
Le da un beso a Psique en la mejilla y se sienta en primera fila junto a
Perséfone.
Estamos los dos frente al altar, y lo único que puedo hacer es mirar a
Psique. Esta mujer, esta inteligente y feroz criatura, será mía de verdad en cuanto
le ponga el anillo en el dedo, en cuanto los dos digamos: «Sí, quiero». Se suponía
que esto no era más que una forma de mantener con vida a Psique, pero, en algún
momento durante las últimas doce horas, se ha convertido en algo totalmente
diferente. Mantendré a esta mujer a salvo.
Joder, la mantendré a mi lado.
Apenas presto atención a las palabras de Hermes, y casi no puedo repetir las
palabras correctas para acabar con todo esto. Me tiemblan las manos de verdad
cuando le pongo el gigantesco diamante a Psique en el dedo anular. Estoy
perdido.
Por su parte, mi nueva esposa no parece sufrir el mismo problema. Repite
los mismos votos a la perfección sin alterar la voz. Noto sus dedos fríos contra
mi piel mientras le coloco el anillo. Me brinda una sonrisa dulce, y me
sorprenden las ganas que tengo de que sea una sonrisa auténtica.
—Puedes besar a la novia.
No vacilo. Doy un paso hacia delante, salvo la distancia que nos separa, y le
rodeo la cara con las manos. Si fuese mejor hombre, jamás tocaría a esta mujer
con estas manos que tanta violencia han causado, pero ahora mismo soy egoísta
hasta la médula. La beso, regando ese instante con tantas promesas que Psique se
deshace contra mí.
Alguien, creo que es Eris, se aclara la garganta, y yo me las apaño para
levantar la cabeza, aunque no le suelto la cara. Miro a Psique sonriendo.
—Hola.
—Hola —susurra.
—Lo hemos conseguido.
Me rodea las muñecas con las manos y me da un ligero apretón.
—Todavía no hemos acabado.
Con eso en mente, entrelazo los dedos con los suyos y nos volvemos para
afrontar la habitación. Helena y Eris lucen una expresión de cautela en el rostro,
como si todavía no se terminasen de creer que esto ha pasado. Supongo que las
dos hablarán conmigo cuando tengan más tiempo. Deméter nos observa con una
cara de póquer excelente, pero ya la he visto lucir esa sonrisa de serenidad antes
de doblegar a sus rivales de forma sistemática. Hades nos observa con el ceño
fruncido, aunque esa es su expresión habitual. Perséfone nos sonríe satisfecha,
pero no paso por alto la violencia que prometen esos ojos de color avellana.
Esta boda va a despertar todo tipo de caos.
Pero, por raro que parezca, lo estoy deseando.
Hermes suelta un ruido de felicidad.
—Les presento al señor Eros Ambrosia y a la señora Psique Dimitriou.
Deméter se levanta del banco y se acerca a nosotros.
—Felicidades. —Me coge de las manos y me clava las uñas en la piel
mientras mantiene una expresión de felicidad en el rostro—. Bienvenido a la
familia.
Este era el plan, pero no puedo evitar sentir cierta inquietud. Ya no hay
vuelta atrás. Tendremos que aceptar las consecuencias.
—Gracias.
—Los domingos tenemos la cena familiar. Sin excepciones. Nos vemos la
semana que viene. —Le da a Psique un beso fugaz en la mejilla—. Luego
hablamos.
—Claro. —Mi mujer no parece para nada afectada.
«Mi mujer.»
«Mía.»
Envuelvo esa posesividad que me embarga con cadenas de plata y la hundo
en las profundidades de mi ser. No es el momento ni el lugar para este
sentimiento. Justo detrás de nosotros, Hermes suelta una risilla que hace que se
me pongan los pelos de punta.
—Lo habéis hecho de verdad. Afrodita se va a pillar un cabreo de la hostia.
—Me da un codazo en la espalda mientras me rodea y le regala una sonrisa a
Psique—. Que os vaya bien con eso. Espero que sobreviváis hasta vuestro primer
aniversario. Os he dejado un regalito en la cocina. ¡Disfrutad!
Se aleja por el pasillo dando saltos, moviéndose con la alegría enérgica de
un niño a pesar de que como poco tiene la misma edad que yo, o incluso más.
Perséfone y Hades son los siguientes, aunque él se mantiene a un par de
pasos de distancia y me fulmina con la mirada mientras ella le da un abrazo a su
hermana.
—Llámame si necesitas cualquier cosa. —Luego, desvía su mirada hacia mí
—. Como se la líes a mi hermana, los cerdos de mi madre serán la menor de tus
preocupaciones.
Los vemos marchar y me río entre dientes.
—Qué familia más encantadora tienes.
—Pues has tenido suerte de que Calisto no haya venido. Probablemente te
habría dado una buena paliza con cualquier objeto desafilado que hubiese tenido
cerca.
—En Olimpo todo el mundo os tiene por unas chicas majísimas —contesto
mirándola.
—En Olimpo la gente ve lo que quiere ver. —Entrecierra los ojos al darse
cuenta de que Helena y Eris se acercan a nosotros—. Aquí tenemos un buen
ejemplo de ello.
Las dos mujeres tienen rasgos propios de la familia Kasios. Unos pómulos
altos, nariz aguileña, labios carnosos. Helena es un poco más pequeña que Eris, y
tiene el pelo de un marrón más claro con matices rojizos, pero cualquiera que las
viera diría que son parientes. Eris es preciosa, pero Helena es... No hay palabras
para describir a Helena. Posee esa clase de belleza que somete ciudades enteras y
provoca guerras. No la exalta (si acaso, intenta minimizarla), pero, aun así, al
entrar en cualquier estancia, llama la atención de todos los presentes.
—Felicidades, supongo —nos dice Eris con una ceja enarcada—. Aunque,
dado que la presencia de Afrodita ha brillado por su ausencia, no es que tengáis
muchas probabilidades de tener una luna de miel maravillosa. Se entrometerá en
cuanto se le presente la ocasión, y jugará sucio. —Nos sonríe con picardía—.
¿Cuánto tiempo les das, Helena?
Helena le propina un tortazo a su hermana en la espalda, con una sonrisa
forzada en el rostro.
—¿Podrías al menos dejar tus comentarios calamitosos para el día de
después de la boda?
—Y ¿qué gracia tendría eso? Las cosas por fin se están poniendo
interesantes.
Abro la boca, pero Psique se me adelanta. Se apoya sobre mí y mira a las
dos hermanas Kasios con una sonrisa.
—Estáis subestimando a Eros si pensáis que Afrodita puede con él.
Eris abre la boca, pero Helena le da un codazo y la fulmina con la mirada.
—Ya está bien. —Entonces le brinda una sonrisa más radiante a Psique—.
No hemos tenido la ocasión de conocernos, pero me encantaría. Voy a celebrar
una fiesta el viernes que viene. Tendríais que venir los dos.
—Una fiesta. —Noto cómo Psique se pone tensa, pero no lo demuestra. Aun
así, no puedo evitar apretarle un poco la mano mientras contesto—: Creía que
estabais bajo arresto domiciliario.
—Y, aun así, aquí me tienes, y no es que esta sea mi casa precisamente. —
La sonrisa de Helena adquiere cierto cariz malvado, y se le iluminan los ojos
ambarinos—. A mi hermano se le está subiendo demasiado a la cabeza lo de ser
el nuevo Zeus. Seremos hermanos, pero no es mi dueño. Si me apetece invitar a
casa a un grupo razonable de amigos para una juerguecita, lo haré.
Eris se ríe, y esa risa alberga toda clase de problemas.
—Si se cabrea, pues mejor que mejor.
—¡No hagas como si tú no estuvieras haciendo lo mismo! —Helena le da
un codazo a su hermana—. También te dijo a ti que te comportaras, y ayer te
pasaste todo el día bebiendo con Dionisio.
—Me cae bien Dionisio —responde Eris, y se encoge de hombros—. Sabe
pasárselo bien, no es un sobón y sus amigos están buenísimos. Todo ventajas.
Por mucho que me suelan gustar sus riñas de hermanas, ya tengo ganas de
que se acabe esta parte de la noche.
—Nos vemos el viernes que viene.
—Bien. —Helena se engancha del brazo de Eris y tira de su hermana por el
pasillo hasta la puerta.
Ahora solo falta que se vaya el fotógrafo.
Psique le sonríe, y noto que su cuerpo se destensa un poco. Ahora está en su
salsa.
—Gracias por venir. Querría un par de fotos más de las que ya has hecho.
—Claro —contesta él sonriendo.
Mientras ellos comentan las opciones, yo desconecto. Les lleva unos diez
minutos decidirse por cuatro fotos, y después tardan otros treinta en conseguir
unas fotos que satisfagan tanto a Psique como al fotógrafo. El hombre levanta la
vista de la cámara, y dice:
—Estas son brutales. Puedo retocarlas y enviároslas mañana.
—Gracias. —Ya tengo la vista clavada en la puerta. ¿Cuánto tardaría en
sacar a mi flamante esposa de aquí?
Psique apoya una mano en el brazo del fotógrafo.
—No me ofendería si aprovecharas este acontecimiento, Claude. —Se
inclina hacia delante y esboza una dulce sonrisa—. Si vas a vender alguna de las
fotos, que sea la del altar, por favor.
El hombre se pone un poco nervioso.
—Yo no... no había...
—Sabemos cómo funcionan las cosas en Olimpo. —Le da una palmadita en
la espalda. No es más que un roce, pero el hombre se tambalea como si le
hubiese dado un gancho—. Solo asegúrate de que sea esa la foto, o me enfadaré
mucho contigo.
—Sí, señora —susurra él.
—Ya puedes irte.
Lo observamos mientras Claude sale casi corriendo de la habitación.
Apenas puedo esperar a que se cierre la puerta para echarme a reír.
—Eres aterradora.
—Calla, anda.
—En serio. Encajas a la perfección con la despiadada de tu madre y las
violentas de tus hermanas.
—No soy aterradora —replica ella dándome un tortazo en el hombro—. Y
no eres quién para hablar, precisamente, que tu madre envió a un sicario a
matarme.
Le paso un brazo por los hombros. No porque haya alguien observándonos,
sino porque me da la gana, y ya. Quiero hacerlo. Es genial tener esta charla tan
amena después de la tensión de tener que prepararlo todo para la boda.
—¿Me vas a decir con total sinceridad que tu madre jamás ha mandado
matar a nadie?
—Pues...
—Con sinceridad, Psique.
—Sin confirmar —contesta ella fulminándome con la mirada.
—Exacto. Para sobrevivir y prosperar en Olimpo hay que tener algo de
monstruo. Y ese algo se triplica en el caso de los miembros de los Trece.
—Tienes razón, pero, aun así, es irritante. —Se queda mirando a la puerta
—. Al estrato superior de la ciudad le gusta fingir que somos las personas más
cultas y refinadas del mundo, pero la realidad es todo lo contrario. Es que, a ver,
míranos. Nos acabamos de casar para que tu madre ceje en sus intentos de verme
muerta.
Poco se puede añadir a esa frase. Tiene razón.
—Ya lo sé.
—Así que, sí, puede que todos debamos tener algo de monstruo en nuestro
interior para sobrevivir en esta ciudad. —Se le empañan los ojos, y pone una
mueca—. Y si te soy totalmente sincera, un poco más que un algo de monstruo.
—No hay nada de qué avergonzarse. —Le acaricio el hombro desnudo con
el pulgar. Joder, ¿por qué es tan dulce? Diez años en Olimpo, y todavía conserva
casi todo el corazón intacto. Es capaz de lamentarse por las pequeñas partes de sí
misma que ha tenido que sacrificar para prosperar, pero la ciudad no ha ido
acabando con ella hasta el punto de que apenas pueda reconocerse. La envidio
por eso. Quizá a mí todavía me quede algo de alma, porque no puedo contenerme
las ganas de intentar disipar el pesar que veo en su rostro—. Tú no lo eres, y lo
sabes.
—¿No soy qué?
—Un monstruo. —Le sonrío un poco—. Y sé de lo que hablo, yo sí soy un
monstruo. Puede que te muevas entre nosotros, pero no te pareces en nada a
nosotros.
—No termino de ver si eso es un cumplido o un insulto —contesta
entrecerrando los ojos.
—Es un cumplido. Hay que ser una persona especial para vivir entre
monstruos y no convertirse en uno. —Esta conversación se está yendo por ciertos
derroteros por los que no sé avanzar. Debemos volver a un tema más seguro—.
¿Tienes hambre?
La veo vacilar, pero al final me contesta:
—Sí. Antes estaba demasiado nerviosa para comer.
La verdad sea dicha, me ha pasado lo mismo. Parece una tontería ponerse
nervioso antes de una boda de verdad entre una pareja de mentira, pero en esta
situación nada es como me imaginaba que sería. No se suponía que fuese a
desear tanto a mi nueva esposa que casi estoy temblando por el control que debo
ejercer para no volver a besarla.
O, en todo caso, cuando piense en ella lo que tendría que sentir sería pura
lujuria. Ni de coña debería querer interponerme entre ella y todo aquello que
provoque esa triste mirada en sus preciosos ojos color de avellana.
—Volvamos al ático —digo tras aclararme la garganta—. Estoy bastante
seguro de que nadie nos tocará las narices esta noche, así que tendríamos que
divertirnos.
Psique me deja guiarla hasta la puerta y acompañarla por el pasillo hasta el
ascensor.
—Se supone que no tendrían que tocarnos las narices nunca, ahora que
estamos casados.
No quería hablar del tema todavía, mucho menos justo después de acabar de
intentar tranquilizarla, pero Psique es demasiado lista como para no notar un
incómodo cambio de tema. Ya conozco lo suficiente a esta mujer para saber que
no me dejará distraerla. Prefiere sacar a relucir toda la verdad para poder actuar
acorde a ella.
Aun así, me cuesta un montón contestarle con sinceridad.
—Con esta boda hemos conseguido que mi madre no pueda llevar a cabo
sus amenazas contra tu vida. Pero no evitará que intente cometer un asesinato
social.
Psique esboza una lenta sonrisa.
—Dejemos que haga cuantas maldades quiera. Puedo lidiar con ella en ese
aspecto.
Espero que tenga razón.
16
Psique

El día ha estado lleno de extremos emocionales. Me siento como si hubiera


estallado en un millón de pedazos, y no necesariamente en el buen sentido. He
pasado de esos cuarenta minutos en la cama de Eros a entrar en la estancia que él
ha decorado con mimo para que pareciera una boda de verdad. Que ha
combinado los colores con los de mi vestido, joder. Quizá esa clase de atención
al detalle tenga como única finalidad venderles nuestro romance a todos los
habitantes de la ciudad, pero no puedo evitar pensar que en parte lo ha hecho por
mí.
Soy tonta.
Y que pasemos de eso a que me mencione como si nada que lo más seguro
es que su madre continúe con su venganza, al menos en lo que a mi reputación se
refiere...
Decir que escuece es quedarse corta.
Por supuesto que lo esperaba. Ya lo habíamos hablado, al menos por
encima. Pero una pequeña parte de mí mantenía la esperanza de que Afrodita se
diera por vencida en cuanto nos casáramos. Soy demasiado lista para creer en esa
fantasía, pero sí que es cierto que la esperanza es lo último que se pierde. Parece
bastante inocente por mi parte pensar que, una vez humillada, Afrodita seguiría
con su vida y buscaría otra posible víctima.
Inocente y egoísta.
Por lo menos, si ella se centra en mí, Eros no tendrá que herir a nadie más.
Ahora que ha pasado la peor de las amenazas, puedo encargarme de Afrodita. O
eso espero. En la contienda por la opinión pública soy casi tan capaz como ella.
No me queda otra que creérmelo. Es que estoy harta, joder.
No consigo pronunciar palabra hasta que volvemos a estar en la seguridad
del ático de Eros.
—Supongo que he sido muy inocente al pensar que esto sería suficiente para
disuadirla.
Sigue envolviéndome con el brazo mientras entramos en la cocina. Hay una
botella esperándonos en la encimera y la cojo, sobre todo para mantener las
manos ocupadas con algo. Han atado un bonito lazo plateado en el cuello con
una tarjeta que dice: «De Hermes».
Examino la tarjeta.
—Es de gustos caros.
Eros alarga el brazo a mi lado y gira la etiqueta. La parte de atrás dice:
«Vale, sí, la he robado de la bodega de Hades. Así que en realidad es de mi parte,
de la de Hades y la de Perséfone».
Eso me saca una risilla cansada de los labios.
—Menuda está hecha...
—Es una caótica neutral de manual. Aunque es bastante maja. —Eros me
quita la botella de las manos y la deja de nuevo sobre la encimera—. No dejaré
que nadie te haga daño, Psique.
—Tiene gracia que lo digas tú, alguien que estaba intentando hacerme daño
hace solo veinticuatro horas. —Quizá sea justo, quizá no, pero la verdad es que
me da igual. De repente, estoy empezando a asimilar todo lo acontecido estos dos
últimos días. Han pasado demasiadas cosas en muy poco tiempo—. Si este era el
plan desde el principio, no lo tenéis mal montado. El primer golpe es casarse con
la hija de Deméter. El remate es asesinarla.
—Para. —Me coge las manos; no aprieta, pero es imposible soltarse—.
Mírame. —No quiero. Sé lo bien que se le da mentir cuando tiene razones para
hacerlo. No puedo confiar en ninguna de sus palabras, de sus miradas o gestos.
Pero, cuando levanto la vista hacia él, está tan serio que da miedo—. Psique, tal
vez mi madre siga furiosa, pero nuestras razones para casarnos no han cambiado.
Puede echar veneno por la boca e intentar manipularnos, pero no puede hacerte
daño. No dejaré que nada ni nadie te haga daño. Ahora eres mía, y yo protejo lo
que me pertenece.
—Menudo hijo del patriarcado...
No tengo razones para creerle. De verdad que no. Solo porque estemos
casados no quiere decir que haya dejado de ser mi enemigo. Iba a matarme.
Intento asirme a esa verdad, pero sigue chocando con otras verdades.
Lo enfadado que estaba por los comentarios negativos de mis redes sociales.
Lo mucho que ha insistido en que tenga un vestido de novia del que pueda
estar orgullosa.
El hecho de que cogiera el retal de tela y organizara toda la boda, incluidos
los invitados, en torno a la paleta de colores que yo había elegido.
Tantas cosas pequeñas pero llenas de consideración... Cosas que un
enemigo jamás haría, ni siquiera aunque estuviera intentando ganarse a su
víctima. Ahora me dice que se interpondrá entre cualquier cosa que amenace mi
seguridad y yo... le creo.
Sacude la cabeza.
—Me importa una mierda si es machista o no. Es la verdad. Estás a salvo
conmigo. Lo prometo.
No es mi intención tocarlo. Tocar a Eros es la definición exacta de una mala
decisión, pero, aun así, coloco las manos por inercia dentro de la chaqueta de su
traje. La tela de su camisa gris oscuro es más suave de lo que anticipaba, pero no
es lo que hace que ya me tiemblen las piernas. Son las curvas y los surcos de los
músculos que hay debajo. Anoche, cuando estaba en la cama conmigo, no
llevaba camiseta, pero las circunstancias me imposibilitaron que pudiera disfrutar
de las vistas sin restricciones.
Ahora sí que puedo. Al fin y al cabo, es nuestra noche de bodas.
—Eros.
Se queda totalmente quieto y me mira sin perderse detalle.
—¿Sí?
—He dicho que solo una vez. —Encuentro los botones en el centro de su
pecho—. Y ¿si esa vez no acaba hasta que amanezca?
Su mirada se enciende, pero no me busca de la forma que de repente anhelo.
—No quiero que haya malentendidos entre nosotros, Psique. ¿Quieres algo?
Usa las palabras y sé explícita.
Ya debería haber sabido que no me lo iba a poner fácil. Si hasta ahora nada
lo ha sido, ¿por qué iba a serlo esto? Me humedezco los labios e intento mantener
un tono calmado.
—Me encantaría follar contigo esta noche.
Su lenta sonrisa hace que algo más violento que las mariposas se aloje en mi
estómago.
—Con una condición.
—No estoy interesada en regatear.
—Y, aun así, aquí nos tienes... regateando. —Su sonrisa se ensancha y me
sorprende darme cuenta de que la tiene un poco torcida. Una mínima
imperfección que de alguna forma lo vuelve más atractivo, algo que pensaba que
era imposible. Se apoya en mis manos sin poner todo su peso—. Esta noche
follaremos y, a cambio, mientras estemos casados, me darás la oportunidad de
seducirte como los dioses mandan.
—No. —La palabra sale disparada de mis labios antes de que pueda evitarlo
—. Ya te he dicho que es imposible.
—Psique. —Prácticamente ronronea mi nombre y tengo que esforzarme por
no estremecerme. ¿Cómo puede afectarme tanto con solo una palabra?—. Nunca
te voy a presionar para hacer algo que no quieras.
«Peligro. Más allá hay dragones.»
La idea de que Eros me seduzca me resulta casi lo bastante embriagadora
para hacer que mande todos mis reparos a tomar viento. Casi. Respiro con
dificultad.
—Sería tonta si aceptara tu propuesta, y tú eres ridículo por exigirlo. Todo
el mundo sabe que solo le eres fiel a una sola pareja hasta que satisfaces tu
curiosidad. La única razón por la que me deseas tanto es porque te he dicho que
no.
Si seguimos por este camino, al final se aburrirá de mí. Y me conozco
bastante bien, sé lo mucho que me va a doler cuando por fin decida que ya está
satisfecho con lo que hemos follado y dictamine que no está interesado en seguir
seduciéndome.
—¿Eso crees? —Se acerca un paso más y no hago nada para detenerlo. Eros
me pasa las yemas de los dedos por las manos—. Todo el mundo parece saber
mucho de nosotros, pero es todo teatro y mentiras labradas con mimo. Todo el
mundo sabe que soy alérgico a la monogamia. Al igual que todo el mundo sabe
que eres una influencer muy dulce que nunca causa problemas... y que no tiene ni
un pelo de maldad en la cabeza.
Sus palabras me dan justo donde él pretende. Puede que los cotilleos de
Olimpo sean cosa de la élite, pero la mayor parte de la gente involucrada
participa en el juego y maquilla su imagen cuando se debe. Yo también. Y, por
supuesto, Eros hace lo mismo, lo ha admitido. Entonces ¿por qué me sorprende
tanto que su fama no sea verdad?
—Nunca te he visto con la misma pareja en dos eventos.
—Mis razones son cosa mía, y mis parejas anteriores no tienen nada que ver
con nosotros. Lo sabes, pero estás siendo cabezota.
Analizo su rostro, empiezo a comprender.
—Afrodita es una criatura celosa. No le gustaría tener que compartir tu
lealtad con nadie, sobre todo si se trata de una pareja romántica.
—Chica lista. —Curva los labios en una sonrisa amarga—. No tengo que
preocuparme de eso contigo, porque mi madre ya te odia y tú eres más que capaz
de soportar sus ataques.
Lo dice con mucha confianza, como si fuera verdad y no un deseo que
pedirle a una estrella fugaz. Soy buena en lo que hago. Lo sé. He pasado diez
años practicando y ya me sale por inercia. Pero gran parte de mi fuerza proviene
de que la gente me menosprecie. Incluso mis hermanas lo hacen, a veces se
olvidan de que estoy jugando al mismo juego que ellas. Si les dijera que voy a
enfrentarme mano a mano con Afrodita, estarían muertas de miedo por mí.
Eros cree que yo puedo defenderme, sin más. No hay vacilación, no hay
duda. Su confianza es más embriagadora que cualquier alcohol. Me hace sentir
atrevida, temeraria y decir que un poco salvaje sería quedarse corta.
Y por eso mismo necesito restringir el sexo.
—Eros, por favor —susurro. Si es capaz de hacerme sentir tan descentrada
en solo un día, como pasemos unas semanas durmiendo juntos, acostándonos,
creo que estaré metida en un buen lío.
—Tú eres la que ha abierto las negociaciones. —No deja de tocarme con la
suavidad de una pluma, dibuja trazos en mis muñecas—. Aunque, para serte
sincero, me tienes con el agua al cuello. Te deseo demasiado para no aceptar tu
oferta.
Es una idea terrible darle luz verde a lo de intentar seducirme, sobre todo
ahora que ya se había echado atrás. Si fuera lista, me aprovecharía, aceptaría el
placer solo por esta noche y volvería a guardar una distancia cautelosa entre
nosotros al día siguiente.
«No sé lo que quiero.»
«Mentirosa.»
Ignoro la voz de la conciencia de mi interior. El mañana es un problema de
la futura yo. Ahora mismo, estoy que no quepo en mí, dividida en un millar de
direcciones y emociones distintas. Solo quiero sentir, olvidar, dejar de existir
durante un rato. Todos mis problemas, los planes y las intrigas seguirán allí
mañana. Lo miro a los ojos.
—Pues tenemos un trato. Mientras estemos casados, puedes intentar
seducirme.
Suelta aire poco a poco, como si me estuviera dando la oportunidad de
cambiar de idea. Cuando me limito a quedarme ahí plantada y mirarlo, gruñe:
—Menos mal, joder. —Me coge de la mano y tira de mí por el pasillo hasta
el dormitorio principal—. Me encanta el vestido. Pero, si no me dices cómo
quitártelo en los próximos treinta segundos, lo voy a hacer pedazos.
La sorpresa y el placer me roban una carcajada.
—Tiene cintas en la parte de atrás. Por favor, no cortes mi vestido de novia.
Emite otro de esos deliciosos gruñidos y me da la vuelta hasta que quedo
cara a la cómoda que hay frente a la cama. Para que me tope con el enorme
espejo dorado que cuelga sobre ella. Lo contemplo sin apartar la mirada, apenas
reconozco a la mujer que se refleja en él. Parece una desconocida, ataviada con
su vestido de novia carmesí y las mejillas sonrojadas por el deseo. Contemplo a
Eros mientras se mueve para colocarse detrás de mí, su expresión es una máscara
de concentración e impaciencia mientras tira con cuidado de las cintas para
deshacerlas hasta que el vestido se me desliza por el cuerpo. Debería ayudarlo,
pero no puedo dejar de admirar lo bien que quedamos juntos.
—Me cago en la puta, parece una de esas muñecas rusas.
Eros me pasa las manos por el corsé y me desliza el vestido por las caderas
hasta que cae al suelo. De nuevo, se pone con las cintas, aunque estas requieren
un poco más de destreza porque Perséfone es una sádica y me las ha apretado
mucho.
—Podrías dejármelo puesto —jadeo. Los tironcitos que me da a medida que
va sacando las cintas son una especie de preliminares que me sorprenden y no
anticipaba, pero también es cierto que ninguna pareja mía me ha quitado nunca
un corsé.
—Ni de coña. Quiero tener acceso a todo tu cuerpo.
La última fila de cintas por fin da de sí y él me quita el corsé con urgencia.
Lo oigo caer en el suelo detrás de nosotros.
Me quedo quieta mientras agarro la cómoda con tanta fuerza que me hago
daño. Me ha visto desnuda hace unas pocas horas, pero no puedo evitar la
punzada de inseguridad que siento. Los corsés pueden quedar de ensueño, pero
dejan marcas rojas por toda la piel del estómago. La verdad es que no es la
imagen sensual que habría elegido para esta noche.
Eros me sostiene la mirada en el espejo. El hambre salvaje que veo en su
rostro me quita las pocas dudas que me quedaban. Este hombre no tiene razón
para mentirme, no en esto. Lo que quiere decir que me desea con tanta
desesperación como yo a él.
«Quiere seducirme como los dioses mandan.»
—Mírate —murmura salvando la distancia entre nosotros para presionar su
cuerpo contra mi espalda—. Eres una puta preciosidad.
Espero que se vuelva casi salvaje, tal como ha hecho antes. Pero parece ser
que mi nuevo marido no está por la labor de darse prisa a pesar de su empeño en
quitarme el vestido de novia. Me hunde las manos en el pelo y va quitando los
ganchos que me ha puesto Perséfone uno a uno. Parece que hay miles de ellos,
pero él se encarga de cada uno con esmero y después los va dejando en la
cómoda que hay a nuestro lado. Apenas me toca, mueve los dedos con delicadeza
por mi pelo y a veces masajea los nudos que tengo en la nuca, pero parece que
me ha empapado con gasolina y ha tirado una cerilla.
No puedo dejar de temblar. Quiero tocarlo, pero, al mismo tiempo, no
quiero que acabe esta seducción a fuego lento. Y sí que es una seducción, aunque
dudo que él la considere como tal. Abro los ojos, no estoy muy segura de cuándo
los he cerrado, y me encuentro con una expresión de total concentración en su
cara. Hasta la última pizca de la formidable atención de Eros está centrada en mí.
Nunca he sentido nada más intenso que lo que me provoca ser consciente de ello.
Este hombre es mío.
Puede que no de verdad, puede que no para siempre, pero ahora mismo sí.
En cuanto me libera la melena y esta cae en ondas abiertas, Eros la aparta y
me da un beso en el cuello. Arrastra la boca por la curva de mis hombros
mientras me mira en el espejo. No sé cómo, pero esto parece más íntimo que
cuando me ha recorrido todo el cuerpo con la boca antes. Puedo verlo todo. Mi
cuerpo. Mi anhelo. Su evidente deseo, que arde tanto que podría incinerarnos a
ambos.
Me roza con los dientes la piel sensible, pero tiene todo el cuidado del
mundo para no dejarme marca. Me doy cuenta, a pesar de estar abrumada por
esta experiencia. Y ese cuidado, esa amabilidad, solo vuelve este momento más
embriagador.
—Quítate los pantalones —jadeo.
—Aún no.
La frustración añade leña a mi deseo.
—Por favor, Eros. Te necesito.
—Aún no —repite. Acuna mis pechos con un movimiento rudo y, si no lo
conociera, diría que le tiemblan las manos. Sin duda es imposible. Sin duda, Eros
Ambrosia no está tan afectado por mi persona que se ha quedado fuera de juego.
No importa que la expresión de su rostro sea de completa reverencia. Pero,
entonces, dinamita mis suposiciones de un plumazo con sus siguientes palabras
—: Si me quito los pantalones, querré estar dentro de ti y, en cuanto lo esté, esto
acabará en un abrir y cerrar de ojos. No me metas prisa.
Mi cuerpo se enciende por la necesidad. Arqueo la espalda y presiono los
pechos con más firmeza contra su tacto. No puedo dudar de sus palabras. No
cuando me ha dicho las verdades que me duelen y las que no. No tiene razón
para mentirme ahora. Al fin y al cabo, le estoy dando justo lo que quiere. Lo que
ambos queremos.
Me aventuro a recorrerle los brazos con las manos, deteniéndome en las
líneas marcadas de sus músculos. La verdad es que quedamos bastante bien
juntos. Yo, desnuda y suave. Él, vestido y todo fuerza apenas contenida.
—Tócame.
—Ya te estoy tocando. —Su voz suena más grave de lo que he oído hasta
ahora, cortante y tensa—. ¿O te refieres a que te toque así?
Se mueve, me agarra de la garganta con una mano y desliza la otra hacia
abajo para colocarla sobre mi sexo. Nadie me había reclamado así en mi vida.
Nunca me había visto en tal estado de sumisión.
No, no es que me reclame. Me posee.
Me inclino un poco hacia delante para sentir la fuerza de la palma de su
mano contra el cuello, solo para que cierre los dedos contra mi piel sensible.
Eros me sostiene la mirada mientras me separa los labios y me mete dos
dedos sin rodeos, una penetración lenta y minuciosa. Empiezo a cerrar los ojos,
soy incapaz de soportar sentirme tan expuesta, pero él emite un sonido brusco.
—No. No te escondas de mí. Esta noche no. No así.
No puedo soportar el fuego puro que veo en sus ojos, así que me centro en
la mano que tengo entre los muslos. Lo que veo es igual que lo que siento:
increíble. Me folla con los dedos de forma distraída, aviva cada vez más la llama
de mi deseo.
—Mírate —susurra—. Eres perfecta, joder.
Si cualquier otra persona con la que he estado hubiera dicho esas palabras (y
las han dicho) lo atribuiría a que estuviera cegada por la intensidad del momento.
Sé que soy atractiva, pero mi belleza no inspira la reverencia que esta clase de
cumplidos llevan implícita.
Solo que...
Suena a que Eros lo dice de verdad. Parece que lo dice de verdad. Sigue
centrado en acariciar mi sexo lentamente mientras mueve la mano que tiene libre
por mi cuerpo, como si no pudiera tocarme lo suficiente. Me acuna primero un
pecho y luego el otro, se desliza hacia abajo por mi estómago; después, se desvía
para agarrarme la cadera mientras suelta un gruñido.
—La puta perfección. —Saca los dedos de mi interior y los sube para
dibujarme círculos en el clítoris—. Eres tan inteligente y ambiciosa, y lo
escondes todo detrás de esta cara bonita. ¿Alguna vez dejas caer tus barreras,
preciosa?
—Eros, por favor. —No sé qué le estoy pidiendo. Que pare, que no pare
nunca, que me haga llegar al orgasmo sin decir esas palabras que siento que me
están hiriendo la mismísima alma.
—Esa es respuesta suficiente. —Me muerde el hombro, me sobresalto y
vuelve a meterme los dos dedos—. Suelta las riendas, Psique. Quiero sentir tu
coño cerrarse sobre mis dedos mientras te corres.
Presiona la palma de la mano contra mi clítoris, con cada caricia me frota
donde más lo necesito.
No duro ni sesenta segundos más.
Me corro con fuerza, el grito apenas atraviesa mis labios antes de que su
boca esté sobre la mía y devore el sonido mientras aviva mi placer cada vez más.
Oleada tras oleada. Dioses, es demasiado y a la vez no es suficiente. Si pudiera
pensar con claridad, me daría muchísimo miedo que nunca fuera suficiente. Se
me debilitan las rodillas, pero él no pierde ni un segundo. Me lleva hasta la cama
y me coloca lo bastante arriba del colchón como para poder arrodillarse entre mis
piernas abiertas.
La forma en la que me mira este hombre...
Si fuera más lista, encontraría la manera de huir de él. El fuego en los ojos
de Eros parece obsesión, y ser lo único en lo que este hombre se centre resulta
peligroso de un modo para la que no estoy preparada. Soy fuerte, lo he tenido
que ser para sobrevivir todo este tiempo y salir casi ilesa.
Pero no soy, ni de lejos, lo bastante fuerte para ganarle la batalla a Eros si
algún día decide que quiere romperme en mil pedazos.
17
Eros

Me tiemblan las manos. Me tiembla todo el puto cuerpo. Ver a Psique


deshaciéndose por mí, sentir cómo se contrae alrededor de mis dedos con el
orgasmo, saber que confía lo suficiente en mí para dejarme llevar la voz
cantante... Me entran ganas de echarme sobre ella como un animal hambriento.
De hundirme en ella hasta que lo único que exista seamos nosotros dos, follando
duro y con brusquedad.
Se merece más que eso.
No creo mucho en el matrimonio y en todo lo que conlleva, pero Psique es
de esas personas que sí. Aunque no la hubiese obligado a participar en todo esto,
es posible que la chica no hubiese tenido una boda por amor. Es algo muy poco
habitual en Olimpo, sobre todo en el caso de los Trece y sus parientes. Es
muchísimo más normal casarse por dinero, poder o prestigio. El amor no entra en
la ecuación.
Aun así, la realidad es que soy la razón por la que ha perdido cualquier
mínima oportunidad de disfrutar del amor. Lo menos que puedo hacer es
asegurarme de que tenga una noche de bodas para el recuerdo.
Le recorro las piernas y la redondez de la tripa con las manos. Tenerla
desnuda y abierta de piernas ante mí es tan excitante ahora como lo ha sido esta
tarde. Es por lo sexy que es, sí, pero no dejo de pensar en la confianza que está
depositando en mí. No me la merezco..., pero por extraño que parezca quiero
merecérmela.
—Eros. —Psique se medio incorpora y estira el brazo hacia mí—. Ven aquí.
—Todavía no. —Ni siquiera me he quitado los pantalones. No puedo correr
ese riesgo. A juzgar por el deseo que me recorre todo el cuerpo, concentrado en
la polla y los huevos, me correré en cuanto entre en ella. Quiero que vuelva a
correrse un par de veces más antes de hacerlo, quiero sentir cómo se quiebra
entre mis manos, mi lengua.
Quiero pegarla a mí tanto como pueda, quiero que suplique por lo que
puedo darle tanto como yo quiero dárselo. La única forma de conseguirlo es
proporcionándole tanto placer esta noche que regrese a mí cuando vuelva a sentir
esa necesidad.
Si me salgo con la mía, sentirá esa necesidad eternamente.
Le dejo que tire de mí hacia arriba para volver a besarla. No me cuesta nada
besarla. No acepta pasivamente todo lo que le ofrezco. Me corresponde de todas
las maneras posibles, y ataca con la lengua como lo hace con las palabras. Es un
juego de dar y recibir, y puro placer. Me gustan los besos. Siempre me han
gustado. Pero besar a esta mujer hasta podría llegar a ser el plato principal del
menú.
O lo sería si no la tuviese desnuda retorciéndose debajo de mí.
Me deslizo por su cuerpo, y le aprieto los abundantes pechos para poder
juguetear con un pezón y luego con el otro, pasando de uno a otro hasta que la
tengo gimiendo y arqueándose, ofreciéndose a mí para algo más que para probar
su sabor. Solo en ese momento bajo un poco más, lamiendo y mordisqueando las
curvas de su pecho hasta el estómago. Psique se pone un poco tensa, pero no lo
pienso permitir. Le doy a esa parte de su cuerpo el mismo trato exhaustivo que
les he dado a sus pechos. Cada curva, cada hoyuelo, cada michelín. No he
mentido en nada de lo que he dicho; es perfecta y no voy a dejar que me prive ni
de un solo centímetro de su cuerpo.
Cuando por fin llego a su coño, los muslos se abren. Ya no está tratando de
guiarme ni de apresurar ni un solo segundo. Me está dejando hacer lo que me
plazca, y me encanta, joder. Su confianza es tan excitante como su sabor. Psique
está empapada, casi chorreando, y no pierdo ni un segundo en arrastrar la lengua
por todo su coño hasta llegar al clítoris.
Por los dioses, qué mujer.
Con el segundo lengüetazo, sus manos encuentran mi cabellera, y tira de mí
hacia arriba para que me concentre en el clítoris. Estoy encantado de aceptar la
guía silenciosa, sobre todo cuando levanta las caderas para acercarse más a mi
lengua. No para de gemir y se remueve contra mi boca; tengo que obligarme a no
mover las caderas para evitar follarme al colchón hasta correrme con los
pantalones puestos.
Y es la segunda vez en el día de hoy.
Si pudiera respirar más allá de para satisfacer la necesidad de enviar sangre
a mi cuerpo, me echaría a reír. Psique me ha arrebatado toda mi técnica, mi
delicadeza. Lo único que me importa es darle placer hasta que no pueda más. Ni
siquiera mi propio placer es más importante.
Cuando se corre, es el sonido más dulce que he oído en mi puta vida. Dobla
la espalda, separa los labios y...
—Eros.
«Hostia puta.»
El monstruo que habita mi interior arremete contra su jaula, y me remueve
por dentro. Ha gritado mi nombre, mi nombre, mientras se corría. No debería
afectarme tantísimo, pero es innegable la ola de posesividad que acalla todo
pensamiento de mi mente salvo la necesidad de adentrarme en ella, y de hacerlo
ahora. Por un segundo, tengo que apoyar la frente en su estómago y
concentrarme en mi respiración.
Ha llegado el momento.
Me obligo a soltarla y me alejo de la cama. Me observa con la mirada
turbada por el placer; su deseo aumenta mientras me quito los pantalones y cojo
un condón del cajón de la mesilla de noche. Me arrastro hasta la cama y vuelvo a
mi posición entre sus muslos. Me cuesta trabajo ignorar el deseo primario de
marcar mi presencia en cada centímetro de su piel, pero lo consigo. Por poco.
—Psique, déjame hacerte mía.
Ha sido un error pronunciar esas palabras; significan demasiado, y revelan
demasiado.
Por suerte, no parece darse cuenta de ello. Está asintiendo.
—No quiero esperar más.
—Bien.
Rasgo el envoltorio del condón y lo coloco sobre mi erección. Despacio,
muy muy despacio, me coloco sobre ella y llevo mi polla hasta su coño. Psique
levanta las caderas y me recibe mientras intento recordar por qué tengo que
actuar con mucho cuidado.
«A la mierda.»
Me adentro en ella con embestidas cortas y continuas. Tengo la respiración
tan agitada como ella. Creo que estoy gimiendo, pero, joder, es difícil saberlo
con la sangre en los oídos mientras por fin, por fin, hundo toda mi erección en su
cuerpo. La sensación de estar dentro de ella es mejor de lo que podría haber
soñado. Como si estuviera hecha para mí. Estoy demasiado implicado para
preocuparme de lo peligrosos que son esos pensamientos. No puedo evitar
acelerar un poco los movimientos, sin dejar de observar su rostro en el proceso.
Se muerde el labio inferior. La invitación más clara que he visto en mi vida.
Estoy más que encantado de aceptarla, inclinándome y reclamando su boca tal
como reclamo su cuerpo. Puede que ella no lo vea así, pero no puedo evitar sentir
lo que siento. Es mi problema, y ya lo solucionaré más tarde.
Mi intención es ir despacio, pero me clava las uñas en el culo, animándome,
y acaba con el poco autocontrol que me quedaba. Deslizo los brazos por debajo
de su cuerpo para cogerla de los hombros, para tener más estabilidad, y la follo
con embestidas largas e intensas. Ya me he implicado demasiado. No puedo
parar, no quiero frenar. Aunque quisiera, Psique me está animando con tal
ferocidad que pone la mía propia bajo los focos.
—Joder, Psique, me vuelves loco. —La embisto con fuerza, y adoro la
forma en la que gime como respuesta—. Tan estrecha, empapada, y hecha para
mí.
—Eros... —Jadea y resuella, sin dejar de intentar espolearme—. Más.
Fóllame más duro.
Me concentro en hacer justo lo que me pide. La follo tan fuerte que en la
habitación resuena el choque entre nuestros cuerpos, interrumpido por unas
palabras que no consigo contenerme:
—Otra vez, preciosa. Quiero sentir cómo te corres sobre mi polla. Te gusta,
¿verdad?
—Muchísimo. —Gime y, un segundo después, tengo las uñas de Psique en
la espalda; me las clava tanto que mañana tendré toda la espalda marcada. Me
azota una intensa satisfacción. No habrá forma de recular, como tampoco habrá
forma de quitar mi anillo de su dedo, ni el suyo del mío. Pase lo que pase,
mañana no podremos fingir que esto no ha sido más que un sueño. Estamos
demasiado conectados con la realidad.
Me recoloco, moviéndome para ejercer sobre el clítoris la fricción que
necesita para correrse antes que yo. Está más que encantada de ayudarme, y
apoya los talones en el colchón para retorcerse contra mi pelvis. Psique empieza
a desesperarse.
—Por favor, Eros. Por favor, por favor.
—Te tengo. —Arrastro la boca por encima de su hombro—. No pienso
parar.
Y no paro. Mantengo esa posición con cuidado, la intensidad de los
movimientos, hasta que se corre conmigo dentro. Quiero aguantar. De verdad.
Pero la sensación es demasiado placentera. Noto cómo me envuelve la polla, y ya
es demasiado tarde. Una última embestida mientras me corro y lleno el condón
hasta arriba.
Bajo la mirada para observar a esta mujer, a mi mujer. Siempre está
preciosa, pero ahora mismo parece una diosa, con el pelo desparramado a su
alrededor, los ojos entrecerrados por el placer, y los labios hinchados por los
besos que le he dado. No soy buen fotógrafo, nada comparado con Psique, pero
daría el brazo derecho por hacerle una foto en este instante y guardármela para
siempre.
—Eros.
Si le cuento lo que estoy pensando, flipará en colores. Bastante inquieta está
ya en mi compañía, joder, y razones no le faltan. La chica fue amable conmigo
una vez y básicamente la seguí hasta su casa como un gato callejero y la obligué
a casarse conmigo.
—No te muevas —consigo decir.
—No creo que pueda.
Ese comentario me arranca una risa ronca. Siento las piernas bastante
débiles cuando consigo quitarme de encima de Psique y camino tambaleándome
hasta el baño para tirar el condón. Cuando vuelvo, la encuentro en la misma
postura que antes. De nuevo, me abruma la intensidad del deseo que siento por
conservarla así para siempre. Quiero más que una foto para recordar esta noche.
Quiero mucho más.
Quiero que dure más que una sola noche.
Con esa idea en mente, cojo un puñado de condones y los tiro sobre la
cama, a su lado. Psique los mira, y luego me mira a mí con las cejas enarcadas.
—Qué pretencioso.
—Todavía no ha amanecido.
Me brinda una sonrisa compleja.
—No, todavía no ha amanecido. —Se estira en la cama—. Pero me gustaría
poder darme una ducha para quitarme lo peor de la boda antes de ponernos con
otra cosa.
Le ofrezco la mano, y una parte salvaje de mí se jacta cuando me la coge.
Qué nimiedad, permitirme que la ayude a levantarse, pero parece mucho más
significativo. Como si hubiésemos empezado algo serio. Es una tremenda
gilipollez permitirme pensar así. Puede que a Psique le guste cómo la follo, pero
no le gusto yo.
Aunque tampoco es que me odie. Es demasiado buena persona como para
dejar que la tocara así si me odiase de verdad. Es una teoría bastante insostenible,
y me gustaría tener algo más en firme, pero he vivido situaciones más imposibles
y he salido airoso.
No le suelto la mano y la llevo hasta el baño. No se queja cuando abro el
grifo de la ducha ni cuando me meto debajo del chorro con ella. Por un instante,
veo un poco de recelo en sus ojos.
—Si vieras la forma en la que me miras... No lo entiendo.
—¿Qué hay que entender? —Ahora no puedo esconder mi gesto. Es una
capacidad que he tenido desde siempre, encerrarme y no demostrar nada que no
quisiera demostrar. Pero, ahora mismo, aquí en la ducha, soy un libro abierto si
ella quiere leerme.
Psique levanta la cabeza y se me queda mirando un buen rato, se sonroja y
se mete debajo de la ducha. La prórroga que me da me decepciona y me alivia a
partes iguales. Hay cosas que es mejor no decir, sobre todo cuando todavía no
tengo claro lo que siento, cuando estoy tan al límite del descontrol.
Pero está aquí, en mi ducha, y soy humano.
Le quito el champú de las manos.
—Permíteme.
—Eros, no es necesario.
—Poco tiene que ver con la necesidad y mucho con el hecho de que quiero
hacerlo.
Acabamos de acostarnos. Debería estar satisfecho, aunque sea por un rato.
Pero, en cambio, mis ansias por ella parecen aumentar. Me echo el champú en las
manos y me pongo a la faena; le masajeo la larga melena espesa. Por un segundo
se tensa, pero en cuanto se da cuenta de que no tengo intención alguna de correr,
Psique suspira y se relaja contra mí.
Puede que no se percate de la importancia de todo esto, pero para mí es
imposible no hacerlo. En algún momento ha dejado de luchar contra mí. Esta
mujer jamás se someterá, siempre analizará cualquier situación desde mil
perspectivas diferentes pero, ahora mismo, se conforma con dejar que cuide de
ella.
Psique... confía en mí.
No debería. No tiene prueba alguna que lo sustente. Y, sin embargo, aquí
estamos. Parece un regalo, un obsequio que no me merezco pero que, aun así,
acepto.
Nos duchamos bastante rápido, y Psique me hace esperar mientras se seca el
pelo, pero al final acabamos de nuevo juntos en el dormitorio. Se queda mirando
la cama.
—No tenemos que...
—Psique. —Antes de continuar, espero que me mire—. Te deseo. El sol
todavía no ha salido. ¿Tú quieres más?
Creo que se sonroja, aunque es difícil saberlo en la penumbra de la
habitación.
—No debería.
—No te he preguntado qué crees que deberías hacer. Te he preguntado qué
quieres hacer.
Exhala despacio.
—Sí, Eros. Quiero más de ti.
«Gracias, joder.» La estrecho entre mis brazos y le aparto el pelo de la cara.
—Ves, ¿a que no ha sido tan difícil? Pongámonos a ello.
La beso antes de darle la oportunidad de contraatacar con una respuesta
arrogante.
Esta noche. Tenemos esta noche. Ya nos preocuparemos del futuro por la
mañana.
18
Psique

Me despierto con distintas oleadas de sensaciones. El aroma terroso de Eros


contra mi piel. Su calidez a mis espaldas, su brazo, un peso reconfortante sobre
mi cintura, y las lujosas sábanas y el edredón arropándonos para protegernos del
frío. El dulce dolor placentero causado por todo lo que hicimos anoche.
No quiero abrir los ojos. Si los abro, se habrá acabado, y no estoy lista para
volver a entrar en el campo de batalla. Después me preocupará más el haber
flaqueado, seguramente me maldeciré siete veces por el momento de debilidad
que tuve después de la ceremonia. Otra cosa que añadir a la lista de la futura yo.
Un hábito terrible al que me estoy acostumbrando.
Eros me rodea con más fuerza y abre la mano para presionar justo debajo de
mis pechos.
—Buenos días.
Ya no puedo fingir más. Estamos ambos despiertos. Es hora de levantarse y
planear nuestros siguientes pasos.
Solo que no lo hago.
En vez de eso, me arqueo un poco hacia atrás y presiono el culo contra su
erección.
—Buenos días.
Su fuerte suspiro me hace cosquillas en los pelitos de la nuca.
—Ya ha amanecido.
Que le den por insistir en abrir las cortinas y arrojar luz sobre esta situación.
¿Tan complicado sería ignorar la pequeña franja de sol que se ve desde la
ventana? Suspiro.
—Entonces supongo que deberíamos levantarnos.
—Ya empezamos otra vez con esa palabra. Deberíamos. —Me desliza la
mano por el estómago hasta llegar a la cadera. No es que sea una invitación, pero
tampoco es que no lo sea—. Pareces cansada, Psique.
Frunzo el ceño hacia la pared gris que hay enfrente de la cama.
—Gracias. Eso es lo que quiere oír toda recién casada el día después de su
boda.
Su risita grave hace que tenga que esforzarme para no volver a arquearme
hacia atrás y pegarme a él. Eros me da un beso suave en el hombro.
—Me parece una pena que tengamos que salir de la cama antes de tiempo.
Estoy en terreno pantanoso con este hombre. Primero, di el brazo a torcer
antes de la ceremonia con el mejor sexo oral que he recibido en toda mi vida.
Más tarde, follamos como conejos después de la ceremonia. Si volvemos a
sobrepasar los límites, no estoy segura de tener la fuerza de voluntad para
rechazarlo la próxima vez que decida que le apetece seducirme.
Si el calor que poco a poco me va invadiendo las venas me indica algo es
que no necesitará esforzarse mucho para tenerme a punto de suplicarle. Si apenas
está haciendo nada ahora mismo... Me aclaro la garganta.
—Es una mala idea.
—¿Ah, sí? —Eros no mueve la mano, no se acerca a mí en absoluto. Su
tono es tan seco que bien podría estar preguntándome por el tiempo—. Psique,
estoy hambriento. Déjame probarte un poco. Nada más.
¿Pensaba que este hombre era peligroso cuando solo atisbaba mi muerte en
sus fríos ojos azules? Pues me equivocaba. Es mil veces más letal cuando me
susurra guarradas al oído. Me muerdo el labio inferior.
—No dejas de decir eso, pero ambos sabemos que no es la verdad.
Se aparta y apenas tengo oportunidad de llorar la pérdida de su contacto
antes de que me dé un empujón en el hombro y me ponga de espaldas. Parpadeo
y lo miro. Parece... ¿preocupado? Me escudriña la cara.
—¿De qué estás hablando? Pensaba que ayer los dos estábamos de acuerdo.
Me dejaste bien claro lo que querías —titubea—. ¿Me estás diciendo que no es lo
que querías?
A pesar de mis esfuerzos por mantener la calma, no puedo evitar responder
ante su aparente angustia:
—Pues claro que no es eso lo que estoy diciendo. ¿Cuántas veces me corrí
anoche? Estoy segura de que tienes el cuero cabelludo irritado de lo fuerte que te
tiraba del pelo mientras me sentaba encima de tu boca. Yo quería, Eros. No es
eso lo que estoy intentando decir.
Parpadea a la vez que me mira como si le hubiera pegado con un periódico
en la nariz.
—Entonces ¿qué problema hay?
Mi frustración estalla como una burbuja de jabón. Desaparece al instante.
—El problema es que se suponía que lo de anoche debía ser una excepción.
Se recupera deprisa, aunque todavía queda algo de sorpresa pendiente en su
rostro.
—Ya lo hemos hablado. Lo de deber es...
—No me vengas con tus jueguecitos de palabras, Eros. —Puede que no esté
enfadada con él, pero la frustración me clava las garras y las hunde en lo más
profundo de mi ser. Por supuesto que él no ve el problema en tergiversar nuestras
palabras para quedarse en la cama tanto como pueda. Para él, esto no es más que
algo placentero con alguien a quien desea. Ojalá tuviera yo la misma forma de
pensar—. Lo de anoche fue una excepción —consigo decir al final—. Ambos
estábamos soportando una cantidad de estrés extrema y lo natural es que
quisiéramos relajarnos un poco.
—Psique. —Pronuncia mi nombre poco a poco y entrecierra los ojos—.
Puedes intentar usar toda la lógica que quieras con ese gran cerebro que tienes,
pero no intentes incluirme en tus malabares mentales. Anoche te follé por la
misma razón que te comí el coño durante casi una puta hora por la tarde: porque
te deseaba. Lo del estrés, las feromonas o cualquier excusa que estés a punto de
escupirme no tiene nada que ver conmigo.
Ahora me toca a mí parpadear.
—Pues claro que tiene que ver, y también la proximidad. Es biología. Si no,
nos habríamos sentido atraídos el uno por el otro antes.
Eros baja la cabeza hasta que nuestras narices casi se tocan.
—¿Puedes afirmar que no te has sentido atraída por mí antes de lo de ayer?
Sé sincera. —No espera ni a que balbucee una respuesta—. ¿Ni una vez en estos
diez años que hemos frecuentado las mismas fiestas? ¿Ni siquiera cuando
salíamos del baño y yo te rodeé con los brazos la noche que nos hicieron la foto?
Es muy difícil discutir con él cuando está tan cerca. Y cuando tiene tanta
razón.
—Mmm...
—Porque yo sí que me he sentido atraído por ti.
Así que no me había imaginado la breve llamarada en sus ojos. No sé si eso
me reconforta o me aterra. La barrera que he erigido cuidadosamente con mi
lógica se desmorona a mi alrededor.
—Decía en serio lo de antes, no puedo separar los sentimientos del sexo.
Tal vez si es cosa de una vez sí que pueda, pero, como sigamos haciéndolo, vas a
acabar haciéndome daño, por mucho que no sea tu intención.
—Y ¿si no te hago daño?
Joder, ¿por qué sigue discutiendo? Ya me ha demostrado que, aunque no sea
un dechado de virtudes, tiene lo que se podría llamar conciencia. Eros no es
cruel. Puede que yo no le importe, pero no puede pretender protegerme de su
madre y después darse la vuelta y blandir un cuchillo emocional en mi contra.
—Este matrimonio es por conveniencia. Tú mismo lo dijiste.
Eros suspira al final.
—Tienes razón.
Sé que tengo razón. Pero, entonces, ¿por qué siento que se me cae el alma a
los pies cuando lo confirma?
—Sé que la tengo. Pero es que...
Está de acuerdo conmigo. ¿Por qué sigo con la discusión?
Eros no se mueve, no trata de aprovecharse de su ventaja. Sin duda sabe que
con solo un beso me derretiré en sus manos. Es un hombre inteligente, debe de
saberlo. Pero se limita a mirarme, a esperarme de la misma forma que me esperó
anoche.
Anoche me podría haber dicho a mí misma las mismas cosas que le acabo
de decir a él. Que fue una decisión tomada por el estrés. Que teníamos que
liberar tensiones. Sin importar qué le prometiera, no tenía intención de seguir
acostándome con Eros.
Y he ahí el quid de la cuestión. La intención. Si nos permitimos hacer caso
omiso a los límites hoy por la mañana, ¿qué nos va a impedir que sigamos
haciéndolo en el futuro? Ambos somos mentirosos expertos; añade el sexo a la
ecuación y puede que empiece a creerme el teatro que hemos puesto en marcha
para el resto de Olimpo.
Restringir el sexo a nuestra noche de bodas es la única forma inteligente de
mantener mi corazón intacto.
—Es una mala idea —susurro.
—¿Lo es? Yo no estoy seguro. —Me aparta un mechón de pelo de la cara
—. Ya sé lo que dije anoche sobre querer seducirte como los dioses mandan,
pero la verdad es que no tengo intención de presionarte. Te quiero a ti, Psique. Si
estuvieras de acuerdo con la idea, no me importaría pasar los tres próximos días
metidos en esta cama.
Suelto un suspiro entrecortado.
—Eso es mucho sexo.
—Yo apenas me quedaría satisfecho. —Su sonrisa es un poco amarga—.
Soy consciente de que no soy un partidazo. No hay razón por la que una mujer
como tú quiera estar atada a mí más de lo que ya lo estás y lo respeto.
Vuelve la horrible sensación abrasadora que sentí anoche en el pecho, esta
vez con creces. Estoy tan ocupada protegiendo mi corazón que no se me había
ocurrido pensar que pudiera hacerle daño a Eros. Ni aunque fuera un poco.
Escudriño su cara, pero, por primera vez, parece que no lleva puesta la máscara.
Esboza esa sonrisa torcida, a pesar de todo, aún trata de tranquilizarme.
—No puedo prometerte que mi racha de virtud vaya a durar. Sobre todo si
me sigues mirando de esa forma tan sexy, joder. Pero esta mañana estás a salvo
de cualquier intento de seducción.
Empieza a sentarse.
Lo agarro del brazo, mi mano se mueve casi por voluntad propia. Miro
fijamente la zona en la que cierro los dedos sobre su bíceps.
—Espera.
—Me estás matando, preciosa. —Exhala un suspiro entrecortado—. Estoy
intentando hacer lo correcto.
—Lo sé. —Aun así, no consigo obligarme a soltarlo. Mi sentido de la
supervivencia libra una batalla con el deseo y algo parecido a la empatía. Lo
deseo. Me desea. Si continuamos con esto puede que no sea capaz de seguir
manteniendo la fina línea que nos separa, pero mis razones para negarme
desaparecen como si se las hubiera llevado la marea—. Eros.
Parece que no respira.
—¿Sí?
—¿Me acusarías de ser una caprichosa si cambio de opinión?
La lenta sonrisa que esboza es un preliminar nuevo.
—Diría que me encanta cuando eres caprichosa.
No entiendo a este hombre. Antes de esta boda, podría haber tenido a casi
cualquier persona que se le antojara de Olimpo. ¿Por qué me mira como si le
hubiera dado su regalo favorito el día de Navidad? Me tienta tanto creer que me
anhela con desesperación... pero permitírmelo es un error. El deseo y el amor no
son lo mismo, y quizá mi cerebro confunda ambas cosas, sobre todo si es de este
hombre de quien hablamos.
Aunque no tengo tiempo de pensarlo, no cuando se coloca sobre mi cuerpo
y nos quita las sábanas de encima. Empiezo a cerrar los ojos, desesperada por
reclamar algo de la distancia que va desapareciendo entre nosotros, pero me da
un mordisco en el muslo mientras me abre las piernas.
—No me apartes, Psique.
—Me pides demasiado.
—Lo sé.
No suena para nada arrepentido. Al contemplar mi cuerpo, la mirada de
Eros se vuelve ardiente. La forma en la que me come con los ojos es algo a lo
que creo que no me acostumbraré nunca. Normalmente siempre es comedido,
pero es desnudarme y parece que sea una bestia quien me observa con esos ojos
azules.
Baja la cabeza y me coloca la boca sobre el coño. Es distinto a lo de ayer
por la tarde, cuando era un hombre con una misión que cumplir, totalmente
dedicado a mi placer y sin tiempo que malgastar para hacer que me corriera con
tal intensidad que viera las estrellas.
Ahora no existe ese furor.
Me lame casi con pereza. Es como un brunch en su versión sexual; como si
su único plan fuera pasar el rato y disfrutar, y yo no sé qué sentir al respecto. He
tenido diversas parejas con sus diversas opiniones acerca del sexo oral; variaban
de una tarea que llevar a cabo para conseguir llegar a lo bueno a una especie de
competición extravagante para demostrar cuántas veces podían hacer que me
corriera. No sé si he estado alguna vez con alguien que parezca disfrutarlo por lo
que es, por el placer que le proporciona.
Nunca se me habría ocurrido lo sensual que podría resultar la experiencia de
esta forma.
Eros recorre cada centímetro de mi sexo, parece disfrutar de la exploración.
Me provoca poco a poco, juega con mi placer con pereza y lo va incrementando
con cada movimiento de su lengua. El deleite se aviva cada vez que suelta ese
gruñido sexy contra mi cuerpo, que me aprieta los muslos con las manos como si
lo abrumara la necesidad. Por fin va subiendo hacia mi clítoris y lo lame con toda
la lengua dándole pequeñas caricias.
Grito, se me arquea la espalda.
—Más. Por favor, Eros. Más.
Su risa ronca casi me hace correrme al instante. Puede que sea capaz de
enfrentarme a este hombre como su igual en cualquier otra situación, pero en la
cama me supera con creces. No me parece que estemos compitiendo cuando
juguetea con la lengua sobre mi clítoris. Solo siento placer, siento que somos dos
personas que buscan el mismo objetivo con la misma intensidad. ¿Cómo se
supone que voy a recordar que es el enemigo cuando tengo que esforzarme al
máximo para no agarrarlo y sentarme en su cara hasta que me corra encima de
él?
«No es el enemigo.»
Esa idea debería reconfortarme. Pero, al contrario, consigue que Eros me
parezca todavía más peligroso. Aun así, no me siento culpable por haber dicho
que sí. Puede que más tarde lo haga, pero ahora mismo el placer es tan inmenso
que no puedo parar.
—No te reprimas.
Abro los ojos, no estoy segura de cuándo los he cerrado, y levanto la cabeza
para mirar la parte inferior de mi cuerpo, donde está él.
—¿Qué?
Eros hace un gesto con la cabeza a la parte de la sábana que aprieto con los
puños y esboza una sonrisita a la que no estoy acostumbrada.
—Sabes que quieres hacer eso con mi pelo.
Pues sí. La verdad es que sí. Razón por la cual no debería, porque debería
intentar preservar alguna parte de mi ser.
Pero no es una batalla que vaya a ganar. Ni siquiera es una que quiera ganar.
Me entrego a él con un gemido, me vuelvo a dejar caer sobre el colchón y
entierro las manos en sus rizos. El pelo de este hombre tendría que ser ilegal. Es
lo más suave que he tocado y tiene la longitud perfecta para que me pueda
agarrar bien. Abro más las piernas sin tener intención alguna de hacerlo y el
gruñido grave que emite Eros me sirve de recompensa casi tanto como la lengua
que desliza en mi interior.
¿De verdad está pasando esto?
¿Estoy desnuda en la cama con Eros Ambrosia bajo la suave luz matutina y
restregándole el coño por la boca mientras me lo come?
No hay lugar a dudas, ni a recriminaciones. Más tarde, me preocuparé por
cómo han cambiado las cosas entre nosotros, por lo mucho que se han
desdibujado los límites que tan desesperadamente tenían que estar claros. Ahora
mismo, estoy bailando al borde del precipicio, mi cuerpo vibra con el orgasmo
que se cierne sobre mí. Estoy tan cerca...
Eros se mueve y presiona los dedos en mi entrada. La sorpresa de la
penetración, combinada con la forma en la que se centra en mi clítoris, me lanza
por el precipicio. Grito, me dan espasmos mientras le agarro de la cabellera, pero
el placer no se detiene. Continúa, va creando otra oleada con la boca y las manos,
incluso antes de que la anterior se disipe.
«Ay, dioses.»
—Eros. —Le tiro del pelo, pero lo mismo sería intentar bajar la luna del
cielo—. Eros, espera.
Apenas levanta la boca el tiempo suficiente para decir:
—Una vez más.
—No puedo.
«No debo.»
Se ralentiza, pero no aparta los dedos. Toda la parte inferior de su cara está
húmeda por mi deseo y, mientras lo contemplo, se relame los labios.
—Con eso apenas he tenido para empezar. No he acabado. —Se mueve
repetidamente en mi interior, me penetra, me posee—. Déjame comerte hasta que
esté satisfecho, Psique. Después puedes volver a odiarme.
«No te odio. Aunque deba.»
—Vale —musito. No sueno a mí misma. No parezco yo misma. Sin duda
otra persona ha poseído mi cuerpo, una criatura lasciva e imprudente a la que
solo le importa el placer y las consecuencias le traen sin cuidado.
Incluso aunque sea yo quien vaya a pagar el precio al final.
Pierdo la noción del tiempo. De mis miedos. De todo excepto de nosotros
dos en la cama, Eros comiéndome como si no necesitara respirar, provocándome
un orgasmo detrás de otro.
Al final se ralentiza. O yo. No estoy segura. Solo sé que estoy temblando
con todas mis fuerzas, como si acabase de aguantar uno de los entrenamientos
militares de Calisto. Tampoco es que Eros esté muy tranquilo. Va recorriendo mi
cuerpo hacia arriba a besos hasta llegar a mi boca, me vuelvo a acelerar a pesar
de la intensa oleada de cansancio que me ha dejado el último orgasmo.
Puede que después de todo no esté tan cansada.
Le empujo los hombros, y por un segundo creo que va a ignorar la petición
implícita. Al final se levanta un poco y me mira.
—¿Qué?
«¿Qué?»
¿Me acaba de hacer pedazos mil veces y eso es lo primero que me dice?
Casi me echo a reír. Lo haría si pudiera respirar.
—Me toca.
Vuelvo a empujarle los hombros.
—No. —Frunce el ceño. Si no tuviera la respiración tan entrecortada como
la mía, pensaría que no le afecta. Pero no hay forma de ignorar la erección que
presiona contra mi cuerpo, aunque no muestre señales de querer hacer nada con
ella. Eros niega con la cabeza como si intentara aclarar sus ideas—. No tienes
que hacerlo.
Mi corazón da un vuelco casi doloroso. Eros siempre es el que arregla las
cosas, el que se pone al mando y se encarga de todo. Es un papel que está claro
que ha asumido en todos los ámbitos de su vida. Pero ahora me mira con esa
extraña expresión vulnerable en los ojos azules, casi confundido ante la idea de
que yo también quiera darle placer.
Me humedezco los labios.
—Es que quiero. Deja de ser tan cabezota y deja que te la chupe. —Vuelvo
a empujarle el hombro y, esta vez, me permite tumbarlo de espaldas.
—Con una oferta tan dulce, ¿cómo voy a resistirme? —Acierta con esas
palabras. Con el tonito no tanto. Pero la forma en la que me observa mientras me
muevo para arrodillarme entre sus muslos...
Ahora no hay distancia entre nosotros. Ha dejado de existir.
Si no voy con cuidado, lo que tanto temo acabará pasando. Empezaré a
creerme la bonita mentira que tenemos entre nosotros en vez de la cruda realidad.
«Ya te preocuparás luego.»
Me tiro el pelo hacia atrás y cierro el puño alrededor de su polla. Es enorme
y tiene una curva deliciosa que disfruté muchísimo anoche. También está dura,
casi palpita.
—Pobrecita —murmuro—. Parece que duele.
—Podría decirse que sí. —No se mueve, pero se le marcan los tendones en
el cuello.
—No te preocupes. Yo me ocuparé de ti.
La primera vez que lo pruebo siento vértigo. No, me siento ebria. ¿Es esto
lo que siente él cuando me come el coño? No es de extrañar que estuviera
hambriento esta mañana.
Lamo la polla de Eros hasta llegar a la base, saboreando cada centímetro.
Disfrutando todavía más de su reacción. Cada músculo de su cuerpo parece estar
tallado en piedra, como si estuviera esforzándose por quedarse quieto como una
estatua, por someterse a mi boca y no hacerse con el control de esta interacción.
Me resulta tan incitante sentirme así de poderosa que casi me quedo sin aliento.
Pero no quiero que se controle. Tal vez más tarde, cuando volvamos a la
realidad y esta traiga el arrepentimiento y el afán de proteger mi delicado núcleo
emocional. Pero ahora no. ¿Me dejará ponerlo a prueba hasta que pierda las
riendas?
Solo hay una forma de saberlo.
19
Eros

Esta mujer va a acabar conmigo. Me estoy esforzando un huevo por respetar los
límites que ha establecido, por ir despacio hasta que pueda seducirla como ella se
merece, por demostrarle que no tiene nada que temer a mi lado, y la tengo aquí,
pasándome la lengua por la polla, con los ojos de color avellana en llamas, en un
desafío que me cuesta la vida no aceptar.
Para ser una mujer que afirma que si nos sentimos atraídos el uno por el otro
es solo por consecuencia del estrés, me mira como si quisiera que tirara de ella
hacia arriba y la follara hasta que ninguno de los dos pudiera caminar.
Otra vez.
No la cojo del pelo como me gustaría. No me atrevo a arriesgarme.
—Te estás metiendo en un juego peligroso.
—Eso ya lo hemos comprobado en varios aspectos. —Dibuja una sonrisa
despacio y se pasa la punta de la polla por esos labios carnosos. La más leve de
las caricias que me tiene luchando por no correrme aquí mismo.
—Psique... —No puedo atenuar el tono de advertencia de mi voz. Ni
tampoco contener el gruñido.
Su única respuesta es abrir los labios y engullirme entero. Por los dioses,
puede que mi destino final sea el Tártaro, pero el puro placer que estoy sintiendo
ahora mismo hace que casi valga la pena. ¿Qué más dará lo que haya tras la
muerte si ahora estoy disfrutando de este pedazo de perfección?
Psique no me deja regodearme. Me libera y le da varios lengüetazos al
punto sensible de la punta de mi polla. Me observa con tanto detenimiento que
no puedo quitarme de encima la sensación de que está intentando provocarme.
Y quiero que lo haga. Joder, estoy disfrutando de mi tiempo con ella más de
lo que podría haber soñado. Me desafía a cada instante, y no me había imaginado
lo mucho que llegaría a ansiarlo.
Pero lo prometí.
—O me la comes como toca, o voy a hacer algo que ambos lamentaremos.
—Qué pena. —Me sostiene la mirada y pasa la lengua por toda mi erección
como si se estuviese comiendo un helado—. Sería toda una pena que perdieras el
control.
No sabe lo que me pide.
Y no sé si, aun así, podré contenerme las ganas de dárselo.
Me muevo despacio, para concederle todo el tiempo del mundo para
reaccionar, y le cojo la larga melena con el puño.
—Última oportunidad.
Me pasa la lengua por los huevos, y yo pierdo el control. Tiro de ella hacia
arriba. Demasiado brusco. Joder, demasiado brusco. Aunque no parece que a
Psique le importe. Prácticamente se lanza contra mi boca, y cuando me besa lo
hace sin rastro de las provocaciones que ha tenido durante la mamada.
Ruedo sobre la cama, la hago caer de espaldas al colchón y me pego a ella.
Una parte oscura de mi ser quiere aceptar la invitación de sus caderas levantadas,
de las piernas abiertas para recibirme. Hundirme dentro de ella sería el acto más
natural del mundo ahora mismo, follarla sin ninguna barrera entre nosotros.
«Para.»
Consigo someter el deseo, pero por poco.
—No te muevas.
—Pues será mejor que te des prisa. —Mete la mano entre nuestros cuerpos
y me coge la polla—. Estoy excitada.
El asombro me deja petrificado. Me quedo inmóvil mientras ella frota todo
su coño contra mi erección. Esta mujer está viendo quién puede más, si ella o mi
autocontrol.
—Psique.
—Me encanta, me fascina cuando pronuncias mi nombre así —me dice
estremeciéndose.
—No te encantaría si te dieras cuenta de lo que significa. —Me acerco a
ella, y dejo que mi peso la inmovilice contra el colchón y así evitar que hagamos
una auténtica temeridad para la que no tendríamos excusa. Por los dioses, qué
bien me siento con ella. Arqueándose, retorciéndose y tensándose contra mi
cuerpo. Tengo que cerrar los ojos para centrarme—. Si supieras en qué estaba
pensando...
—Dímelo. —La transparente necesidad que destila su voz hace añicos mi
control. Noto cómo se parte, hebra a hebra. Y lo que me dice a continuación no
hace más que empeorarlo todo—: Dime que estás tan descontrolado como yo.
Dime que no estoy sola en las profundidades.
No puedo pasar por alto el deje de temor que noto en su voz, y no puedo
evitar querer tranquilizarla a pesar de que eso implique asustarla de otra forma.
Me cago en todo.
—Quiero follarte sin condón. —Joder, pero ¿qué estoy diciendo? Esto es
demasiado, demasiado intenso. De poco importa. La hostia, no puedo parar—.
Quiero atarte a mi cama y disfrutar de cada centímetro de ti a mi antojo.
Provocarte, follarte y hacer que te corras hasta que tengas claro de quién eres.
—Soy mía —contesta inspirando con dificultad.
Y lo sé. Es una de las razones por las que me resulta tan injustificadamente
atractiva. Una de las muchas piezas que se unen para dar vida a esta mujer de la
que nunca me sacio.
—No me has preguntado la verdad. Me has preguntado qué quiero.
Gira la cabeza hasta mi cuello y me da un beso.
—Eros, ve a por un condón.
Un condón. Sí. Porque no puedo, ni de coña, follarla a pelo. Así no, no sin
haber tenido antes una conversación clara. Una conversación que no he tenido
nunca, ni he necesitado tener.
¿Qué coño me está pasando?
«Estoy tan descontrolado como ella. Estamos juntos en las profundidades.»
Me cuesta más de lo que debería alejarme lo suficiente para coger los
condones del primer cajón de la mesilla. Dejar de tocarla el tiempo necesario
para abrir el condón y ponérmelo.
Psique no me espera. Me coge la polla y la lleva hasta ella. Yo lucho por
quedarme quieto, por dejar que sea ella la que me guíe, y estoy temblando por el
esfuerzo. Y la cabrona de Psique lo sabe. Me tiene bien cogido, y se mete la
punta de la polla una y otra vez, pero no me deja adentrarme en ella más que un
centímetro o dos.
—Qué mala eres —gruño.
Le cuesta respirar tanto como a mí, está temblando tanto como yo. Y en sus
ojos avellana veo un reto que me da de lleno en el alma.
—¿No piensas hacer nada?
Y mi autocontrol estalla.
Me pongo de rodillas y la cojo por las muñecas; las cojo con una sola mano
y se las llevo por encima de la cabeza. Psique se pega a mi agarre como si no
pudiese evitarlo, y abre los labios para soltar un gemido.
—Sí, así.
Estoy librando una batalla que voy a perder. La ansío demasiado como para
actuar bien. Todavía no he conseguido reunir el suficiente autocontrol para
seducirla como se merece. Solo quiero follarla, follarla y follarla hasta dejar
tatuado mi ser en cada milímetro de su cuerpo. Me coloco entre sus piernas.
—¿Quieres que me ponga bruto contigo, Psique? ¿Quieres que te folle como
un puto monstruo?
—¡Sí! —contesta temblando cada vez más.
Le acerco la polla al coño. Está empapada, lista para recibirme, pero, aun
así, tengo que desacelerar lo justo para poder metérsela entera. Solo consigo
volver a hablar cuando por fin estoy acomodado en su interior.
—Creo que eres una mentirosa.
—¿Qué? —Intenta liberarse de mi agarre, pero no pienso tolerarlo. Si me
coge del culo como hizo anoche, clavándome las uñas, habremos acabado
demasiado pronto.
Le muerdo el lóbulo.
—Puede que seas tuya, pero creo que tienes una parte guarra que quiere que
te folle bien duro y también quiere que te reclame como mía. —Despacio, la saco
y vuelvo a metérsela, provocándola—. Creo que quieres que le recuerde a tu
coño de quién es.
—Solo es temporal. —Puede que se esfuerce por sonar segura, pero casi lo
expresa como si fuese una pregunta.
—Temporal o no, eres mía, Psique. —Aprovecho que la tengo cogida de las
muñecas para incorporarme un poco estampándolas contra el colchón—.
¿Quieres ver cómo me follo a alguien que es mío?
—Sí —gime.
No vuelvo a preguntárselo. Le paso un brazo por debajo del muslo y se los
separo un poco más. Y, después, la retengo contra la cama y la follo. Nada de
delicadeza. Ni seducción. Es el más puro instinto animal, el deseo de
reclamación, la necesidad de hacerla mía como nunca he hecho a nadie mío.
Jamás.
Le suelto una de las muñecas y le ordeno:
—Tócate. Córrete sola.
—Estoy cerca ya. —Pero obedece mis órdenes, baja una de las manos por la
suavidad de su estómago y se empieza a tocar.
Desacelero lo justo y necesario para poder observar cómo me deslizo dentro
y fuera de ella, para presenciar esta reivindicación de la forma más arcaica que
hay. Puede que después me arrepienta de esto y que quiera borrarlo todo. Pero,
ahora mismo, lo único que deseo es sentir cómo Psique se tensa alrededor de mi
polla mientras se corre.
Y no me hace esperar mucho.
Se le encorva la espalda y casi se suelta de mi agarre durante el orgasmo.
No bajo el ritmo. Me dejo caer sobre su cuerpo, follándola mientras se escapan
de mi interior palabras imperdonables. Mientras siento la necesidad de
apaciguarla con mi cuerpo de una forma que jamás me permitiría solo con las
palabras.
—¿Lo notas, Psique? Soy yo quien te hace sentir así. Y lo volveré a hacer,
siempre que me necesites. Otra vez, y otra, y otra.
«Siempre.»
Al menos consigo guardarme eso último. Por poco.
Me corro con fuerza, y me retuerzo contra ella mientras echo hasta la última
gota de placer. Es demasiado bueno. Joder, con esta mujer es demasiado bueno.
Nunca había sido así con nadie, ya fuesen hombres, mujeres o personas no
binarias. He tenido parejas sexuales en abundancia, y siempre ha sido una
experiencia divertida y satisfactoria para todo el mundo. Nunca he tenido
problemas para mantener el control.
El sexo es genial. Siempre lo ha sido. Pero, con Psique, es como si se me
hubiese trastocado el eje de mi mundo. No me gusta. Si fuese más listo, le daría
carpetazo a la situación y la mandaría fuera de Olimpo. Tritón sabría cómo
conseguirlo. Me debe un par de favores, y tendría que cobrármelos todos para
conseguir un billete. No sería fácil, pero es la mejor forma de conseguir la
seguridad de Psique y alejarla de mí tanto como sea posible.
Si se queda aquí, conmigo, no me quito la sensación de encima de que
ahogaré ese corazón tan amable que tiene de tal modo que jamás podrá
recuperarse.
Pero cuando se estira a mi lado y emite un sonidito de satisfacción, me
queda claro que nunca voy a enviarla lejos. Joder, soy demasiado egoísta.
Psique es mía.
Solo que ella todavía no lo sabe.
Consigo alejarme de ella lo justo para deshacerme del condón. Me doy prisa
porque no pienso salir de la cama hasta que no nos quede más remedio que
hacerlo. Por suerte, la he follado hasta dejarla casi en un estado comatoso. Rueda
despacio para mirarme a la cara mientras me subo al colchón.
—Tengo una pregunta.
Vale, no está comatosa. Apenas contengo el impulso de besarla y de desviar
la pregunta que tiene, sea cual sea. La verdad es que tengo algo de curiosidad.
—Dime.
Desvía la mirada hacia mi pecho antes de volver a centrarla en mi cara.
—¿Esto siempre es así contigo?
Me tumbo a su lado.
—¿El qué? —Sé a qué se refiere con su pregunta, pero quiero oírla decirlo,
oír cómo pronuncia algo que casi no estoy listo ni para reconocerme a mí mismo.
«Los dos estamos descontrolados y en las profundidades, juntos.»
—No te hagas el tonto, Eros. No te pega. —Se le crispan los labios, y eso
solo me recuerda lo que estábamos haciendo hace un momento—. Esto. El sexo.
¿Es siempre así contigo?
—Necesito que seas un poco más específica.
—No, claro que no. Solo quieres que te adule. —Estira el brazo como si no
pudiese evitarlo y me tira de uno de los rizos. Por fin, pregunta—: ¿Es siempre
tan intenso? ¿Tan... abrumador?
«No. Nunca ha sido así.»
—¿Me estás diciendo que el sexo nunca ha sido así para ti?
Desvía la mirada, y le dejo. De pronto yo también me siento bastante
vulnerable, joder. Psique niega con la cabeza.
—Pues no, nunca había sido así con nadie. No es que fuera malo ni nada,
solo diferente.
Una parte de mí quiere rehuir de tener que admitir que me pasa lo mismo,
pero la mayor parte de mí quiere aprovechar este momento para unirnos más aún.
Apoyo uno de los dedos en su barbilla, y le vuelvo la cabeza para que me mire a
la cara.
—Para mí nunca ha sido así tampoco.
—No me mientas.
—Es verdad, te lo prometo. Le mentimos al resto del mundo, pero no nos
mentimos entre nosotros. No a partir de ahora. —Dudo, pero la vulnerabilidad
que se refleja en su mirada me sonsaca la verdad—. Yo soy de los que seduce,
Psique. Y la verdad es que se me da bastante bien cuando me apetece mucho.
Pero jamás pierdo tanto el control como para que resulte abrumador. Con nadie,
salvo contigo.
—Ah.
—¿Ah? —pregunto imitándola con el ceño fruncido—. ¿Eso es lo único que
me vas a decir?
Pasea los dedos por mi brazo, de arriba abajo.
—Eros...
—Dime.
—Todavía no hemos salido de la cama.
Sonrío y la aprisiono de espaldas al colchón.
—No, y tanto que no.
20
Psique

Nunca he sido una mujer imprudente. He dado lo imposible para asegurarme de


que podría anticipar cualquier resultado, que podría ir varios pasos por delante de
mis oponentes. Como hija de Deméter, la imprudencia tiene consecuencias y, por
tanto, la evitaba.
Hasta ahora.
Pasarme el día en la cama con Eros es un error. Sé que es un error, pero,
cada vez que pienso en levantarme y enfrentarme al resto del mundo, él me besa,
me toca o, joder, solo me mira. Y volvemos a empezar, abocándonos el uno al
otro en un frenesí de lujuria y deseo. Si solo fuera eso, quizá intentaría
convencerme de que no me he desviado del camino hasta no poder volver atrás,
que no he mandado el plan al traste. Sin embargo, nos pasamos varias horas
dormitando, enredados el uno en el otro como si fuéramos una pareja de recién
casados de verdad en vez de estar fingiendo para cumplir con un propósito.
A media tarde ya no puedo ignorar los gruñidos de mi estómago. Lo empujo
para apartarlo de mí y prácticamente salto de la cama.
—Tengo que comer. Y, sobre todo, tengo que ducharme.
—Voy contigo.
—¡No! —Doy un paso atrás, me inunda el pánico al pensar que en realidad
me muero de ganas de que me acompañe. Necesito poner distancia y lo necesito
ya—. Dame unos minutos, ¿vale?
Eros me contempla a conciencia y me duele ser testigo de cómo vuelve a
erigir sus barreras. No me había dado cuenta de que, en algún momento del día,
las había dejado caer un poco. Antes de que pueda cambiar de opinión, vuelve a
convertirse en el hombre frío y calculador que he conocido hasta ahora.
—Tómate tu tiempo. Voy a preparar algo de comer.
—Vale.
Apenas me espero a que se ponga un par de pantalones y se marche de la
habitación para coger el móvil y meterme al baño a toda prisa. Parece una
tontería que eche el pestillo, pero ahora mismo pienso aprovechar cualquier cosa
que me ayude a centrarme. Abro el grifo y me miro en el espejo.
Llevo unas pintas increíbles.
Luzco rozaduras debidas a la barba incipiente de Eros en el cuello, el
pecho... En realidad, en todo el cuerpo. Marcas rojas causadas por sus dedos
hundiéndose en mis caderas y muslos que lo más seguro es que después se
conviertan en moratones. El recuerdo de las sensaciones amenaza con arrollarme
y me echo a temblar. Por eso mismo no debería haberme acostado con él. En vez
de pensar en qué vamos a hacer ahora y cómo contraatacar las mentiras que
Afrodita decida inventarse, estoy pensando en lo mucho que he gozado cuando
ha deslizado la mano entre mis piernas y...
«Mierda.»
Agarro el móvil con fuerza, pero ¿a quién se supone que debo llamar? ¿A
Calisto? Me va a hacer una cara nueva en cuanto tenga la primera oportunidad.
¿A Perséfone? Ya ha dejado clara su opinión acerca de este matrimonio, no va a
mostrar ninguna compasión si ve que de repente estoy replanteándomelo todo.
Sin mencionar que, como llegue a descubrir cuál era la otra opción...
No, no puedo llamarla. No puedo llamar a nadie.
Respiro hondo y dejo el móvil sobre el lavabo. Esta no es la primera vez que
la vida en Olimpo me ha abrumado. Ya dispongo de las herramientas necesarias
para estabilizar el suelo bajo mis pies. O eso espero.
Aunque he prometido darme prisa y además es relativamente tarde, me doy
una ducha bastante larga y después me arreglo, parte por parte. Me seco el pelo y
me lo plancho. Me maquillo de forma sutil pero impecable. Me cuelo en la
habitación de invitados, me pongo un par de mallas, calcetines de punto y mi
suéter ancho favorito. Informal pero preparada para las fotos. Suficiente. Tiene
que serlo.
Me obligo a tomarme mi tiempo para poner en escena una foto bajo la luz
del sol poniente que se filtra por las enormes ventanas de Eros. No está a la altura
de lo que suelen ser mis expectativas y me lleva diez intentos clavar la sonrisa
dulce que busco, pero tendrá que bastar hasta que pueda crear más contenido por
la mañana. Escribo una frase ñoña en la publicación mientras me dirijo al pasillo.
Me encuentro a Eros en la cocina, está bebiendo una copa de vino mientras
mira por la ventana. Me echa un vistazo cuando entro en la estancia, pero su
expresión vacía no cambia.
—Mañana vamos a salir. Cuanto más tiempo nos pasemos encerrados en el
ático, más oportunidades le damos a mi madre de crear una narrativa que no nos
conviene.
Me recorren el alivio y algo parecido a la decepción. Este es un territorio
con el que estoy familiarizada, manipular a los paparazzi es lo mío. Si nos
centramos en eso, no tendré que pensar en que me muero de ganas de salvar la
distancia entre nosotros y besarlo con todo mi empeño.
Me coloco un mechón de pelo detrás de la oreja. Puedo volverme loca
intentando anticipar con qué nos va a salir su madre, pero, al final, nuestra mejor
defensa será seguir con nuestro plan original.
—¿Quieres la experiencia de recién casados embelesados o mejor la de
serenos y perfectos?
—¿En qué se diferencian?
—Embelesados significa que visitamos los jardines en el distrito
universitario y nos hacemos arrumacos mientras paseamos; después vamos a uno
de los barecitos pequeños a emborracharnos un poco y fingir que no hay nadie
más en el local, solo nosotros. Serenos y perfectos es que vamos a cenar a la
Dríade.
Enarca las cejas.
—Hasta a mí me cuesta conseguir mesa en la Dríade sin reserva.
—Lo que me sorprende es que te dejen entrar. Pan odia a Afrodita, y estoy
segura de que eso te incluye a ti también.
La sonrisa lenta de Eros me afecta incluso más que las primeras veces que la
vi. Ahora sé que pone la misma cara cuando está pensando en las delicias que
quiere hacerle a mi cuerpo. Resisto los escalofríos. Él se da cuenta (cómo no) y
ensancha la sonrisa.
—Pan y yo nos entendemos bien.
Eso me saca una carcajada por la sorpresa.
—No me digas que también lo has seducido.
—Psique. —Dioses, es que cada vez que dice mi nombre parece una
invitación a hacer algo de lo que seguro que me arrepentiré—. Me ofende que
insistas en que voy por Olimpo dejando un rastro de ligues a mi paso.
—Y ¿me equivoco?
Suelta una risilla y agacha un poco la cabeza. Es la hostia de encantador.
—Depende de a quién le preguntes.
Así voy mal. Tengo que centrarme en el plan en vez de en lo atractivo que
está Eros cuando intenta ser modesto.
—Y ¿si le pregunto a Pan?
—Te dirá que fue él quien me sedujo a mí.
No me extraña. Pan es aún más famoso que Eros por hacer uso de sus
encantos a lo largo y ancho de la ciudad. Niego con la cabeza, me hace gracia por
mucho que me pese.
—Volviendo a mi primera pregunta: ¿embelesados o serenos?
—Embelesados. —Deja de sonreír, pero la diversión todavía se atisba en
sus ojos—. Es una historia de amor, si damos la imagen de llevarlo todo
ensayado la gente empezará a dudar de si es verdad y mi madre tendrá la
oportunidad de aprovecharse de ello. El hecho de que ninguno de nosotros sea la
clase de persona que se deja ver por ahí embelesada y atontada nos ayudará a que
resulte más convincente.
—Estoy de acuerdo.
Se cruza de brazos por encima del pecho.
—Entonces ¿para qué me das opciones? ¿Por qué no me informas del plan y
ya?
No puedo sostenerle la mirada.
—Porque tú también formas parte de esto. Es importante que estemos de
acuerdo.
—Vale. —Se encoge de hombros—. Pero ya hemos dejado claro que este es
tu terreno y no el mío.
—Aun así.
Eros baja los brazos y se acerca a mí. No puedo más que quedarme ahí
plantada y no huir de él. O al menos es lo que me digo a mí misma mientras lo
observo acercarse. No es que esté aguantando la respiración mientras espero a
ver qué va a hacer ahora. Se inclina hasta que nuestras caras están a la misma
altura.
—Qué tonto soy. Pensaba que igual era porque estabas dudando de tus
instintos, pero nunca serías así de ridícula.
Se me calienta la piel de una forma que poco tiene que ver con el deseo.
—¿Perdona?
—Estás dudando de ti misma. Para.
Me yergo y le lanzo una mirada asesina.
—No sabes de qué estás hablando. No estoy dudando de mí misma.
—Mentirosa —dice casi con cariño. Eros se da la vuelta antes de que pueda
contestarle—. La comida ya está lista.
Lo observo mientras saca una cazuela que huele de maravilla del horno, no
me queda muy claro si quiere cambiar de tema o no.
—No me conoces.
—No paras de decir eso. —Sirve dos raciones enormes en sendos platos y
me pasa uno—. Creo que ya hemos quedado en que te conozco lo suficiente.
Lo sigo hasta doblar la esquina y dar a parar a un comedor pequeño y
formal. Es tan minimalista como el resto de la casa: ventanas enormes, una mesa
cuadrada de acero y mármol, y una pared desprovista de decoración, excepto por
un espejo con un marco geométrico blanco y negro. Deja el plato en la mesa y
sale de la estancia, vuelve a aparecer unos segundos después con su copa de vino
y otra más que coloca frente a mí. Me resulta la mar de incómodo estar comiendo
en esta habitación frente a Eros. Parece como si estuviéramos en un museo o
algo.
—¿Estás seguro de que vives aquí?
Me lanza una mirada.
—No todo el mundo deja un reguero de trastos a sus espaldas como prueba
de que la casa tiene inquilinos.
Me tenso, pero no me está juzgando con esa frase. No es más que una
simple afirmación.
—No soy una persona desordenada.
—He dicho trastos, no desorden. Son cosas distintas. —Contempla su plato
—. Además, vivo aquí solo. No hay familia que deje huella en cada habitación
como en la casa de tu madre.
—No dejas de mencionarlo. ¿Por qué? —Me preparo para defender a mi
familia. Puede que no nos llevemos bien siempre, pero ni de broma pienso dejar
que nadie nos desprecie. Ni siquiera Eros. En especial Eros.
Pero me sorprende.
—Parece un hogar. Es... nuevo.
—Nuevo —repito—. ¿Cómo va a ser nuevo? Si solo tienes, yo qué sé,
¿veintiocho años?
—Lo dices como si no lo supieras.
Me sonrojo un poco porque es evidente que sabía cuántos años tiene. Puede
que no supiéramos mucho el uno del otro hasta ahora, pero al menos yo sí que
tengo una noción básica de todo aquel que pertenezca a los círculos cercanos de
cada miembro de los Trece.
—No llevas tanto tiempo viviendo solo como para haber olvidado tu casa de
la infancia.
Juguetea con el tenedor.
—Ya sabes quién es mi madre. ¿De verdad crees que la casa donde crecí fue
más acogedora que la tuya?
—Bueno, es que no puede ser acogedora si está diseñada como esta.
—¿Qué le pasa a mi casa?
Señalo con el dedo al espejo que tengo a mis espaldas.
—¿A qué viene tanto espejo? En teoría, puedo llegar a entender que tengas
uno en el vestíbulo como decoración e incluso en el dormitorio por razones
pervertidas, pero es que están por todas partes.
—Ah. —Contempla su plato durante un buen rato—. Normalmente dejo al
diseñador de interiores a la suya. Es más sencillo y tampoco es que tenga
ninguna opinión firme al respecto.
Ese diseñador de interiores fue alguien que contrató Afrodita. Me apostaría
un pastón. Vacilo, intento explicar lo que pienso sin sonar borde.
—Eros, esta es tu casa. Puedes dejar tu huella en ella.
—¿De veras? —Frunce los labios—. Supongo que eso dependerá de a quién
le preguntes.
Abro la boca para reprochar, pero mi cerebro me para la lengua antes de que
pueda dejarme en ridículo. No cabe duda de quién está hablando. Aun así...
—Sé que Afrodita no es una madre ejemplar, pero...
Me dirige una sonrisa desprovista del encanto al que estoy acostumbrada.
—No hay ningún «pero» en esa frase, Psique. Me alegro de que crecieras en
una casa que se parece a un hogar, y que Deméter preservara esa calidez incluso
después de que cambiaran las cosas y te mudaras aquí. Solo que no es lo que yo
he vivido.
Vuelve a ponerse a comer como si hubiéramos zanjado el tema.
Supongo que así es.
Me burlé de su ático la primera noche que pasé aquí. He seguido
chinchándole por sus elecciones de diseño sin parar porque suponía que, por lo
menos en esto, es tan predecible como finge ser. El millonario mujeriego con
más dinero que gusto que confunde el minimalismo con lo más estiloso del
mundo. Cuanto más desalmado, mejor.
Solo que, cada vez que habla de la casa de mi madre, se atisba en su tono
algo parecido a... la añoranza.
Vuelvo a inspeccionar el comedor con la cabeza echando humo.
—¿Te parecería mal que hiciera algunos cambios? —Levanto una mano
cuando enarca las cejas—. Nada intenso. Solo alguna que otra cosilla para dejar
un poco de mi huella en tu espacio.
En realidad, tampoco me disgusta la gran cantidad de espejos, pero
necesitan más decoración para contrarrestar.
La sonrisa que me brinda Eros hace que el corazón me vaya a mil en el
pecho.
—Me encantaría.
—Bien —farfullo. Es un detalle de nada, pero parece gigante. Tan gigante
que no puedo ni mirarlo. En vez de eso, me centro en mi plato.
Como despacio. La comida está buena, pero es el silencio lo que me
reconforta. No es incómodo. Tengo la sensación de que, si no tuviera nada que
aportar, a Eros no le importaría en absoluto que estuviéramos juntos en el mismo
cuarto durante horas sin hablar. Puede que finja ser un mujeriego despampanante,
pero no habla por los codos con el único propósito de escucharse hablar.
Siempre me ha gustado el silencio. Creo que se debe a que he vivido con
tres hermanas y una madre que no callan nunca. Hablan cuando están felices,
tristes, enfadadas o incluso aburridas. Nadie en mi familia se sentiría cómoda
comiendo sin llenar la estancia con su verborrea. A veces es reconfortante, pero
llegados a cierto nivel de estrés, se convierte en un agobio. Me gusta que Eros no
sienta la misma necesidad. Hace que este espacio casi me parezca seguro.
Desde luego, esa es una sensación que no me puedo permitir.
Me apresuro a darle un sorbo al vino. Como Eros está con ánimos de
compartir sus sentimientos, hay algo que necesito saber desesperadamente.
Ahora me parece tan buen momento como cualquier otro para preguntárselo.
—Me gustaría hacerte una pregunta.
—Me pensaré si quiero contestar.
Es lo justo. Trago con dificultad.
—¿Por qué lo haces? Todo lo que tu madre te ordena. No es la primera vez
que te ha pedido la cabeza de alguien.
—El corazón.
Parpadeo.
—¿Qué?
—Que no me ha pedido tu cabeza. Me ha pedido tu corazón. —Se mete otro
bocado en la boca sin mirarme.
No sé cómo, pero sé que no habla de forma metafórica. La idea casi me
arranca una carcajada, pero consigo guardarme el sonido histérico.
—Tu madre es una hija de puta.
—Le dijo la sartén al cazo.
Empiezo a discutir, pero la verdad es que Deméter es tan conspiradora y
ambiciosa como Afrodita. No me cabe duda de que Afrodita dejaría que la mitad
de Olimpo se muriera de hambre a cambio de un buen premio, y mi madre es
responsable de que varios individuos desaparecieran de forma misteriosa. Puede
que no haya cadáveres ni investigaciones por asesinato, pero estoy segura de que
es cosa suya. Deméter solo dedica más mimo a asegurarse de que sus pecados no
se le puedan atribuir tan fácilmente como a Afrodita. Alzo la copa de vino.
—Ahí me has pillado. Pero eso no es una respuesta.
Se encoge de hombros.
—Empezó de la noche a la mañana. Quería que le destrozara la vida al
anterior Apolo. Por aquel entonces yo tenía diecisiete años.
Casi se me cae la copa de la sorpresa.
—¿Eso fue cosa tuya?
—Sí —contesta sin rastro de fanfarronería u orgullo. Solo está aclarando un
hecho—. Tampoco es que amañara nada, pero yo iba a clase con Dafne. —Se le
oscurecen los ojos—. Estaba en una situación complicada y sabía que nadie
creería su palabra antes que la de Apolo a no ser que hubiera pruebas.
Por aquel entonces yo no vivía en Olimpo, pero me conozco la historia de
sobra. El antiguo Apolo cabreó a Afrodita por lo que fuera y lo siguiente que se
supo de él fue que se filtraron de manera anónima unas fotos suyas con una chica
menor de edad (Dafne) en todas las páginas de cotilleos. Ahora que sé esto, soy
consciente del cuidado que se puso en escoger las fotos. Eran lo bastante
explícitas para que nadie pudiera negar lo que estaba ocurriendo, pero Dafne
llevaba lencería.
—Y ¿esas fotos ya existían de antes?
¿O es que dos adolescentes se juntaron para ponerlas en escena?
—Sí. —No me mira—. Las consiguió del móvil de Apolo en cuanto
decidimos cómo íbamos a proceder. No fue lo ideal, pero no volvió a molestarla
y a mi madre le deleitó ver cómo castigaban a Apolo.
Olimpo no tiene muchos linajes, sobre todo si hablamos de los Trece, pero
Dafne es la prima de Artemisa y eso provocó un infierno como nunca antes se
había visto en esta ciudad. Artemisa exigió su cabeza y, cuando el antiguo Zeus
no estuvo dispuesto a llegar tan lejos, esta se hizo con el apoyo de Atenea,
Hefesto, Poseidón y, para sorpresa de nadie, Afrodita. Incluso Zeus se vio
obligado a intervenir al ver a los cinco en su contra. No mató a Apolo, pero se
unió al resto de los Trece y le arrebató su título.
Dos semanas después, encontraron su cuerpo en el río Estigia. Las malas
lenguas dicen que Artemisa fue la responsable, pero cualquier prueba se la llevó
la corriente y jamás encontraron a quien lo asesinó. Aunque tampoco es que
nadie buscara respuestas con mucho ahínco.
Miro fijamente a Eros.
—¿Fue a ti a quien se le ocurrió la idea de publicar las fotos?
¿A los diecisiete?
Otra vez se vuelve a encoger de hombros, cosa que significa todo y nada al
mismo tiempo.
—Como ya te he dicho, era la única manera.
La única manera de efectuar el castigo de Afrodita.
La única manera de ayudar a Dafne a escapar de aquella situación.
—Pero...
Suspira.
—Pero ¿qué?
—¿Cómo pasaste de ayudar a gente como Dafne a matarla?
—De la misma forma en la que hierves viva a una rana. —Parpadeo y se
explica—. Poco a poco. La primera persona a la que maté fue un hombre que
amenazaba a mi madre. —Contempla su tenedor como si contuviera todos los
misterios del universo—. En retrospectiva, era una amenaza de verdad. Creo que
era un antiguo amante, pero acabó volviéndose un acosador y se le fue de las
manos, hasta que llegó a un punto en el que ella estaba asustada de verdad. Mi
madre y Ares no se llevan bien, por lo que él no iba a enviar a su gente a
protegerla. Por eso me encargué yo.
No hago hincapié en que Afrodita es más que capaz de contratar a su propio
equipo de seguridad. Eros es inteligente. Ya lo sabe.
—¿Cuántos años tenías?
—Diecinueve.
Se me parte el corazón por él, tanto por su yo actual como por el chico que
era.
—Lo siento.
—Da igual. —Se encoge de hombros, pero está demasiado rígido para
resultar convincente—. Para cuando me di cuenta de que aquellos que
«amenazaban» a mi madre no eran verdaderas amenazas, ya tenía el alma tan
corrompida que no podía volver atrás. Solo me quedaba seguir adelante. —No sé
qué estoy haciendo con la cara, pero niega con la cabeza—. No te compadezcas
de mí, Psique. Todo lo que he hecho jamás me ha hecho perder el sueño, ya fuera
a gente inocente o culpable. Soy la misma clase de monstruo que ella.
Lo sé. De verdad que lo sé. Pero no puedo evitar odiarla todavía más por
entrenarlo para que fuera el que arreglara todos sus desastres. Dice que empezó
cuando tenía diecisiete años, pero yo sé que no es así. Para conseguir que llegara
al punto en el que estuviera dispuesto a actuar en su nombre, debería de haber
empezado desde que era más joven.
—Eres su hijo. Es horrible que te utilizara de esa forma.
—Esto es Olimpo. Hay más mal que bien. Así son las cosas.
Sé que tiene razón, pero eso no detiene la oleada de resentimiento que noto.
Ninguno de los dos ha elegido su papel. Él ha hecho cosas imperdonables por
petición de su madre. Puede que fuera un crío cuando todo empezó, pero ya no lo
es. Podría haber parado cuando quisiera.
«Paró por mí.»
Pisoteo ese pensamiento antes de que me haga descarrilar. Es demasiado
tentador, demasiado seductor. Eros ya ha admitido que tenía sus propias razones
para proporcionarme la opción del matrimonio en vez de la de la muerte. Sí, me
desea, pero eso no es suficiente para rebelarse contra su madre. No puede serlo.
Lo mejor será no darle más vueltas.
Jugueteo con la comida en el plato. Sigue empeñado en diferenciarnos, en
recordarme que es un ser humano horrible y que yo soy... La verdad es que no
estoy segura. ¿Buena persona? Me parece de risa. Yo he tomado decisiones muy
complicadas desde mi llegada a Olimpo, he hecho cosas mezquinas, egoístas y
malas hasta la médula.
Es más... No quiero que Eros se sienta como que está al margen. No he
matado a nadie, pero eso no quiere decir que sea ninguna santa.
—Puede que no me consideres un monstruo, pero tampoco es que yo sea del
todo inocente.
Sonríe como si me estuviera consintiendo.
—¿No me digas?
Me lanzo a hablar antes de cambiar de idea:
—¿Te acuerdas de cuando en Las Musas de Hoy publicaron la grabación de
Ares despotricando sobre los hijos de Zeus y diciendo que eran todos unos
fracasados?
La perplejidad en la cara de Eros hace que la confesión haya valido la pena.
Se reclina en la silla y sonríe de oreja a oreja, la admiración centellea en sus ojos
azules.
—¿Esa fuiste tú? Siempre me he preguntado quién fue. Pensaba que habría
sido Helena, tiene su toque, pero me aseguró por activa y por pasiva que ella no
tuvo nada que ver. Ese audio fue el único responsable de abrir una brecha entre la
alianza de Zeus y Ares de la que jamás consiguieron recuperarse.
Lo sé. Ojalá pudiera decir que fue uno de mis objetivos cuando lo planeé,
pero la realidad es mucho menos ambiciosa.
—No dejaba en paz a Eurídice. La perseguía por las fiestas de Zeus y la
acorralaba en cuanto se le presentaba la oportunidad. Nadie hacía nada por
ayudarla, ni siquiera mi madre. No hacía más que hablar de lo útil que le
resultaría a nuestra familia una alianza con Ares. —Las palabras me dejan un
sabor amargo en la boca. Quiero a mi madre, pero a veces hace gala de un
egoísmo imperdonable—. El matrimonio con Ares habría matado a Eurídice.
Igual no de forma literal, pero ese toque que tiene tan suyo se habría marchitado
y habría perecido. No es como mis otras hermanas, es dulce. Quería darle la
oportunidad de preservar esa cualidad el mayor tiempo posible.
Su expresión se vuelve seria.
—Pues creo que no le has hecho ningún favor, la verdad.
La tristeza me arrolla.
—Nos estamos dando cuenta ahora. —Todos tenemos que crecer y
enfrentarnos a la realidad de la vida en Olimpo tarde o temprano, y no puedo
evitar preguntarme si deberíamos haberle quitado la venda de los ojos antes a mi
hermana. Quizá no se habría enamorado de Orfeo y no le habrían hecho trizas el
corazón. Quizá lo habría visto por lo que es, un artista caprichoso en búsqueda
constante de una musa. Puede que ella le sirviera durante un tiempo, pero jamás
habría sido algo duradero—. Todos tenemos que aprender la lección con el
tiempo.
—Unos antes que otros. —Eros inclina su copa de vino mientras contempla
el líquido rojo agitarse en su interior—. Tú nunca has dado un paso en falso.
Casi me echo a reír.
—Muchas veces. A pesar de las advertencias de mi madre, estaba segura de
que Olimpo no sería tan cruel como ella afirmaba. Me equivocaba.
Esas dos palabras de nada abarcan demasiadas cosas. «Me equivocaba.»
Al principio, son las personas más amables que has conocido. Bueno, no,
los otros hijos de los Trece no; ellos nos evitaban como a la peste. Hablo de
aquellos que están un poco por debajo de los linajes poderosos. Tan amables...
Tan empalagosos... Al menos hasta que oí a mis supuestos amigos hablar de lo
mucho que les repugnaba mi cuerpo, mi aspecto, mi comportamiento de
pueblerina. Pensaban que me parecería más a Helena, a Perseo o a cualquier otro
hijo popular de los Trece. Yo era una pérdida de tiempo y un desecho de espacio.
Después de eso, dejé de intentar hacer amigos. Fue la primera vez que me di
cuenta de que igual mi madre no andaba desencaminada con la manera en la que
trataba a la gente que no era de la familia. No te podías fiar de nadie. En vez de
eso, se separaban en dos categorías: enemigos en potencia o aliados en potencia.
Las lecciones que aprendí en esta ciudad siempre me hicieron daño y, por
mucho que hayan pasado los años, ese dolor no ha menguado. Ansío con todas
mis fuerzas que esta situación con Eros no sea otra lección complicada que esté
destinada a aprender a base de sufrimiento.
21
Eros

Hace un frío que pela. Yo soy una criatura de verano. Prefiero los días calurosos
y con calima en los que el sol brilla en lo alto del cielo hasta bien entrada la
noche, la gente se pasea por la ciudad con la cantidad mínima de ropa posible, y
el viento no me hace daño en la cara. De haber podido elegir, habría preferido
cualquier otra actividad antes que salir a caminar al aire libre por los jardines del
distrito universitario.
Aun así...
No puedo evitar apreciar lo puñeteramente bien que le quedan a Psique las
mallas forradas de borreguito, el holgado suéter de lana, las botas y un plumífero
muy gordo. A eso hay que sumarle un gorro de lana a juego con el jersey; Psique
está monísima. De verla me dan ganas de llevarla a rastras a mi casa, a nuestra
casa, y despojarla de toda esa ropa, prenda por prenda.
Se recuesta sobre mi brazo y me sonríe como si fuese su persona favorita
del mundo y, por un instante, se me olvida que esto es puro teatro.
Me lo recuerda el clic de una cámara que suena cerca de nosotros.
Le devuelvo una cálida sonrisa y me resulta demasiado sencillo
autoconvencerme de que el rubor de sus mejillas se debe a mí, y no al aire helado
del día.
—¿No podríamos haber buscado un rincón más cálido en el que demostrar
lo perdidamente enamorados que estamos?
La sonrisa no flaquea ni un solo nanosegundo. Se apoya sobre mí y me
contesta bajando el tono también:
—Al aire libre es más fácil fingir que no vemos que nos están siguiendo. —
Suelta una risilla—. Además, me gusta pasear por los jardines en invierno.
Miro a nuestro alrededor. Alguna de las antiguas Atenea decidió que el
distrito universitario necesitaba con urgencia un enorme parque en expansión
para que el alumnado y los profesores pasaran el rato. En la otra punta del parque
hay un invernadero gigante, pero al parecer Psique está empeñada en recorrer
todos los caminos de los jardines salvo el que nos lleva hasta allí.
—No te entiendo. Si no hay nada que ver. Está todo muerto.
—¡Eros! —Me da un golpecito en el brazo con la mano que tiene libre—.
Qué visión más pesimista. El parque no está muerto. Está dormido.
Echo un vistazo a lo que parecen ser unas ramas sin hojas tiradas en el lado
izquierdo de un camino empedrado.
—Pues a mí me parece que está muerto.
—Para ser alguien que se topa de vez en cuando con la muerte, cualquiera
pensaría que se te daría mejor identificarla al verla. —Lo dice como de pasada,
como si no se percatara de los dardos que me lanza con cada palabra.
Soy un asesino, y tiene que tenerlo bien presente.
—Psique...
—Es una advertencia. —No me está mirando a mí. Está examinando las
ramas como si albergasen los secretos del universo—. Nada es para siempre. Ni
la hibernación durante el invierno, ni tampoco el hermoso florecer del verano.
Hay temporadas para todo.
No hace falta ser muy listo para comprender que no está hablando del
parque ni por asomo. Está hablando de sí misma. Le rodeo la cintura con un
brazo y la estrecho contra mí. Estaremos fingiendo para los casi visibles
paparazzi que nos siguen, pero la verdad es que me gusta tocarla. Si bien me
encantaría quedarnos en la seguridad de nuestro ático y seguir trabajando para
convencerla de que se desnude para mí, no pienso dejar pasar la oportunidad de
profundizar en el misterio que es Psique.
—Da la impresión de que todas tus hermanas tienen una especie de meta en
lo que a Olimpo se refiere.
—¿Ah, sí?
Casi giramos al unísono y seguimos con nuestro paseo por el camino
adentrándonos más en el jardín dormido.
—Si nadie la detuviera, Calisto reduciría la ciudad a cenizas. Eurídice busca
el amor, con lecciones o sin. Y yo pensaba que Perséfone saldría huyendo de
Olimpo.
—Las circunstancias han cambiado.
Las circunstancias. Una extraña forma de decir que, en pocas palabras,
Deméter vendió a Perséfone para que se casara con el anterior Zeus, y la envió a
los brazos de Hades al otro lado del río Estigia. Pero la constricción que detecto
en la voz de Psique me disuade de decirlo en voz alta. Da igual. La verdad es que
no quiero hablar de sus hermanas. Quiero hablar de ella.
—Eres la única a la que nunca he podido descifrar.
—¿En serio?
Le doy un ligero apretón.
—Sabes de sobra que sí. Si no te conociera, habría dicho que eras una
versión mejorada de Deméter. No abordas las cosas como ella, pero sí compartís
la astucia y la manipulación de las apariencias. —Psique se pone tensa, pero no
la suelto—. No era una crítica. Solo un tonto pensaría que la sinceridad te
aseguraría algo más que un puñal en la espalda cuando tratas con los Trece y sus
círculos más íntimos.
—Igual soy justo lo que aparento ser. —Su voz destila un deje de amargura
—. Una influencer famosilla en busca de un marido rico y poderoso. Quizá me lo
has dejado en bandeja sin darte cuenta.
Me descojono. No puedo evitarlo.
—Si eso fuese verdad, eres mejor actriz de lo que pensaba.
—Gracias. —Se vuelve entre mis brazos sonriéndome como si tuviese su
corazón entre mis manos—. Es la hora de la operación foto, esposo mío.
«Esposo.»
Dioses, cómo me gusta. Me gusta demasiado.
La cojo por las caderas y la acerco a mi cuerpo tanto como las capas de ropa
que llevamos nos lo permiten. Nuestros alientos emergen de entre los labios en
forma de vaho, pero no siento el frío por primera vez desde que nos bajamos del
coche. ¿Cómo voy a sentirlo con Psique tan cerca de mí?
No hay engaño alguno en la avidez con la que tomo su boca. No finjo las
ganas que tengo de ella. Puede que Psique sea una actriz estupenda, pero el ligero
estremecimiento y la manera en la que se deshace entre mis brazos tampoco son
fingidas. Ahora ya sé cómo suena, cómo luce y cómo se siente cuando se corre.
Está fingiendo su anhelo tan poco como yo.
Me rodea el cuello con los brazos y desliza los dedos por la zona sensible de
la nuca incluso mientras abre la boca y me deja entrar. Psique sabe al caramelo
que se ha comido en el coche, a canela y especias, y se pasa de sexy. Me pierdo
al notar el roce de su lengua contra la mía, al ver cómo encajamos a la
perfección.
Es ella quien rompe el beso, y se aparta lo justo y necesario para dejar
escapar una risilla de felicidad sorprendente.
—Por los dioses, Eros. No puedes darme un beso así en público. Vas a
meternos en problemas.
¿Real? ¿No?
Es imposible saberlo con seguridad. No cuando estoy a medio segundo de
llevarla a rastras al invernadero y buscar un rincón privado donde hacer que se
corra una vez, o tres. Pero no, no puedo hacer eso. Hay gente mirándonos, y los
paparazzi de Olimpo son implacables. Por muy enamorados que estemos ahora
mismo, no pienso permitir que se publiquen unas fotos en las que salga con la
mano dentro de las mallas de Psique.
Apoyo la frente en la suya, mientras intento recuperar el control de mi
cuerpo.
—¿Soy yo el que nos va a meter en problemas?
—Sí. —Su sonrisa se suaviza un poco—. Es evidente que yo soy una
transeúnte inocente.
Ese es el tema. No se equivoca del todo. Por lo general, no pierdo el tiempo
pensando en la culpa, pero esa extraña sensación punzante que siento en mi
interior debe de ser eso, la culpa; es como si alguien me clavara un puñal entre
las costillas. Psique tenía sus propios planes antes de que mi madre decidiera
castigarla, trastornada por un simple acto de bondad que Psique tuvo conmigo.
Yo no formaba parte de esos planes. Que esté disfrutando de las ventajas de este
matrimonio precipitado, que lo estoy, no cambia el hecho de que no era lo que
ella había planeado.
—Lo siento. —No era mi intención pronunciar esas palabras, pero lo digo
en serio. Seguramente por primera vez en mi vida—. Por todo.
—Mira, casi te creo. —Entrelaza un brazo con el mío y nos lleva por el
camino—. Aunque ahora ya es irrelevante. Vamos a sacarle el mayor partido a la
situación.
Caminamos un par de minutos en silencio. Es bastante agradable, y al echar
un vistazo al rostro de Psique deduzco que está perdida en sus pensamientos,
muy lejos de aquí. Me da igual: dudo que se dé cuenta de la relevancia de la
situación, pero yo sí.
Confía en mí.
Dejo que la información me arrolle, me mantenga a flote. No he hecho casi
nada para ganarme la confianza de esta mujer. Vale, sí, no la maté, pero eso es,
literalmente, lo mínimo que haría cualquier ser humano; y ni siquiera puedo
hacer como que tomé la decisión de no matarla por bondad. Fue un acto de
egoísmo, como todo lo que he hecho en mi vida. La quería, y esta situación de
mierda me ha proporcionado un modo de tomarla.
Y todo esto porque tuvo conmigo un minimísimo detalle de amabilidad.
Me reiría si no sintiese esta puta opresión en el pecho. Es patético lo
desesperado que estoy por cualquier muestra de cariño que, en cuanto alguien se
me acerca y me ofrece una mano amiga en vez de comentarios mordaces, estoy
dispuesto a ir al Inframundo y volver para conservar a esa persona en mi vida.
Si se hubiese quedado solo en lo de aquella primera noche, quizá podría
haber reprimido mis más oscuros impulsos de atar a Psique y llevármela a mi
casa como si fuese un dragón con su tesoro, pero, entonces, se presentó en esa
reunión con la intención de volver a ayudarme. ¿Cómo iba a dejar que mi madre
apagara una luz tan cautivadora?
No me merezco la confianza de Psique. Si fuese otra persona, esa confianza
no habría sido más que un arma arrojadiza contra ella en el momento oportuno.
Pero ¿siendo ella?
Quiero ganármela.
Puede que una buena forma de empezar a hacerlo sea ofrecerle un poco de
mi confianza a cambio.
En cuanto el camino vuelve a bifurcarse, nos guio de vuelta al coche.
—Vamos a calentarnos un poco y a tomar algo.
—Se me había ocurrido...
Interrumpirla me resulta más complejo de lo que me esperaba.
—Me gustaría llevarte a un lugar.
—Ah, vale —me contesta sorprendida.
No existe motivo que explique los nervios que siento en la tripa. No es que
los lugares que frecuento sean un secreto, pero jamás me había apetecido
compartirlos con otra persona. En Olimpo siempre se me conocerá como el arma
más letal de Afrodita. Pero hay un par de sitios en los que me ven como a Eros.
Eros... a secas.
Aunque sé que lo primero que Psique verá en mí será el peligro, hay una
parte de mí que quiere que vea el resto de mi persona. Al hombre, por muy hecho
mierda que esté. Psique me hace sentir... humano... de un modo que hacía mucho
tiempo que no sentía. Que jamás haya sentido.
Quiero que ella también me vea como a Eros a secas. Incluso aunque la idea
me aterrorice a niveles que no estoy preparado para afrontar. ¿Cómo no va a
apartarse de mí si ve más allá del personaje intocable que me he creado y conoce
la dura realidad que esconde? Los trocitos rotos de mi persona que oculto, para
que nadie los use en mi contra.
Cuando llegamos al coche, le abro la puerta y doy la vuelta hasta el asiento
del conductor. Tres fotógrafos se están acercando a nosotros, y ya ni siquiera se
esfuerzan por fingir que no son paparazzi. Corren a toda prisa, y yo me comporto
como un mezquino gilipollas, porque casi me llevo a dos por delante al dejar la
plaza de estacionamiento.
—Sería estupendo no acabar en el calabozo detenidos —resopla Psique.
—Si fuese majo con ellos se darían cuenta de que aquí hay gato encerrado.
—Los dioses nos libren —contesta ella con una mirada traviesa
iluminándole los ojos del color de las avellanas.
—Ya lo vas pillando.
Voy adelantando por las calles al resto de los coches, en dirección sur, a la
zona de los teatros. Son un par de manzanas en las que hay tres teatros que
ofrecen un puñado de obras cada temporada. Puedo vivir perfectamente sin las
actuaciones en directo, pero los actores de Olimpo tienen una manera de ver la
vida en la que todo les importa una puta mierda que no se encuentra con facilidad
a esta orilla del río. Lo único que les preocupa es su jerarquía de poder, y
mientras Atenea y Apolo les sigan pagando bien, no se preocupan por el resto de
los Trece.
Mi madre en particular no le tiene mucho cariño a esta zona. Le gusta el
teatro y a lo largo de los años me ha arrastrado a una infinidad de obras en un
esfuerzo por inculcarme algo de cultura, pero todo empezaba y terminaba con
dichas obras. Mi madre nunca se queda después de que hayan bajado el telón y,
por ende, para mí esta zona de la ciudad siempre ha sido una especie de refugio.
Estando aquí nunca he tenido que preocuparme por si me encontraba con ella.
Aparco en el diminuto aparcamiento que hay detrás de Las Bacantes y apago el
motor.
Psique mira a través de la ventana.
—Una elección interesante.
—¿Has estado aquí ya?
—Tengo bono de temporada para el teatro —contesta negando con la
cabeza—, pero después casi siempre nos vamos a algún lugar más cerca de casa
a tomar algo.
Las Dimitriou pasan su tiempo entre el barrio de su madre y las calles
colindantes a la torre Dodona, así que tiene todo el sentido del mundo que elijan
lugares más conocidos para ellas para tomar algo.
Me bajo del coche, pero esta vez Psique no se espera a que le abra la puerta
y se baja conmigo. Todavía percibo una arruguita en la zona del entrecejo.
—No creo yo que los periodistas pasen mucho tiempo por aquí.
—Pues no. —La cojo de la mano—. Pero la gente del mundo del teatro son
unos cotillas de campeonato, así que nos echarán una mano.
—Entiendo. Astuto —contesta, y se le iluminan los ojos.
—Vivo para complacer.
Rodeamos el edificio y relajo el paso a propósito, mientras observo cómo
Psique admira el exterior de Las Bacantes. Aquí, en la zona de los teatros, no
aprecian mucho el estilo inmaculado que tanta gente estima en la zona alta de la
ciudad. Prefieren la personalidad, y de eso Las Bacantes tiene a raudales. La
fachada exterior erosionada da la sensación de que el edificio lleva en esta zona
desde tiempos inmemoriales, pero en realidad solo tiene veinte años de
antigüedad, y la pintura lleva tan descolorida desde que se construyó.
Le sostengo la puerta a Psique para que pase y la sigo hasta el bullicio del
interior del bar. Se quita el abrigo al segundo de poner un pie en el local y,
después de imitarla, le apoyo la mano en la parte baja de la espalda y la guío
entre las mesas atiborradas de gente hasta el pequeño reservado de la esquina del
fondo. Qué bien que esté libre, porque es el mejor lugar de todo el local para
observar todo lo que este puede ofrecer.
Deja que la haga pasar primero al reservado, mientras observa la pared
ojiplática.
—¡Madre mía!
—Quien lleva el bar es todo un coleccionista. —Me acomodo en mi asiento
y observo a Psique mientras repasa los objetos que atestan las paredes. Pósteres
nuevecitos bien brillantes de producciones en cartelera que comparten pared con
otros ya deslucidos de hace décadas. Un estante estrecho rodea toda la habitación
y está lleno de vitrinas que albergan toda clase de atrezo y prendas de vestuario,
todas y cada una de ellas con el nombre de la producción y el año del estreno
etiquetados con sumo cuidado. De fondo suena la banda sonora de un musical
que no reconozco.
Debería mantener la boca cerrada y dejar que procese todo lo que la rodea,
pero no puedo contenerme:
—Hay bastante gente a esta hora, pero tendrías que verlo después de las
funciones nocturnas. Vienen los actores, las actrices y el personal técnico; la
mitad de la gente lleva todavía el maquillaje de la obra, y es un desmadre. Nunca
he visto nada parecido a la energía que traen. Supongo que las funciones están
bien, pero ver el después resulta un tanto mágico.
Por fin desvía la mirada de un vestido blanco con un diseño particularmente
complejo y me mira.
—Me gustaría venir algún día y verlo.
—Vendremos. —Es una promesa pequeñita, fácil de cumplir, pero eso no
cambia el hecho de que para mí sea algo grande.
—Este lugar es importante para ti.
Cómo no, se ha dado cuenta enseguida. Es demasiado lista como para no
leer entre líneas, y he elegido venir a este sitio a propósito para poder compartirlo
con ella. Le quito el gorro y lo dejo encima de la pila que hemos formado con
nuestros abrigos al otro lado del reservado. Tiene el pelo un poco encrespado,
pero me gusta.
—Sí, es importante para mí.
—Gracias por traerme. —Esboza una ligera sonrisa y se alisa el pelo—.
Gracias por compartirlo conmigo.
Siento una opresión enorme en el pecho, pero no puedo quitar la mirada de
esa sonrisa de felicidad.
—Tú has compartido los jardines conmigo. Y tienen un significado especial
para ti, ¿no? Como una especie de refugio.
—No sé si yo usaría la palabra refugio... —Suspira—. Vale, te estoy
mintiendo. Perdona, la costumbre. —Psique sacude la cabeza y parece
arrepentida—. Sí, los jardines son especiales para mí. No es ningún secreto que
voy allí de vez en cuando, pero lo hago porque me recuerda un poco a la vida que
teníamos antes de mudarnos a la ciudad. No se parece en nada a la granja, claro,
pero me tranquiliza ver las cosas crecer.
La opresión del pecho se intensifica hasta que casi me impide respirar.
—Para mí este lugar es igual. Aquí a nadie le importa una mierda quién soy
o quién es mi madre. Puedo relajarme todo lo que una persona puede relajarse en
Olimpo.
Psique va a decir algo, pero la interrumpe la camarera, una latina alta con el
pelo oscuro lleno de canas, que se acerca a nosotros con una sonrisa.
—¿Qué os apetece tomar?
Yo pido mi vino tinto favorito y Psique una copa de bourbon. Me pilla con
las cejas levantadas ante su petición, y se sonroja.
—Es la bebida perfecta para el invierno.
—No seré yo quien lo discuta. —No soy tan tonto como para hacer
conjeturas basándome en lo que pide la gente para beber, pero no puedo evitar
sorprenderme. Por lo que he visto, Psique no parece de las que salen mucho de
fiesta, pero, cuando bebe, pide una clase especial de cóctel—. De normal no
bebes bourbon.
—Corrección: de normal no bebo bourbon en público. —Me brinda una
sonrisa algo agridulce—. Forma parte del rollo del personaje público. A la Psique
pública le gustan las bebidas con frutas y el vino, según el momento del día.
—Es asombroso lo mucho que te has currado lo de la imagen pública —
contesto sacudiendo la cabeza—. Es un cumplido.
—Gracias —me dice encogiéndose de hombros—. Había que hacerlo. Tú
mejor que nadie debes entender lo mucho que te puede ayudar la coraza de un
buen personaje público.
—Ya. —Contemplo la sala. El instinto me dice que lo deje estar, pero paso
de él. No la he traído hasta aquí para ahora no profundizar con ella—. Cuando te
odian, es más fácil fingir que no te odian a ti, sino a tu versión pública.
—Justo, sí.
—¿Estás dispuesta a hacer un poco a un lado al personaje público conmigo?
—pregunto mirándola.
—Es una ocasión especial. —Esboza una lenta sonrisa—. Y además me
gano un buen dinero con el patrocinio de varias empresas vinícolas. No me
vendrá mal sumar un par de patrocinios de marcas de bourbon a mi haber si nos
hacen alguna foto aquí.
Nos está llevando a un terreno más seguro de forma consciente. Y se lo
agradezco. Ahora mismo me da la sensación de que estoy caminando por putas
arenas movedizas. Pienso en cualquier comentario que no nos lleve de nuevo a
las profundidades.
—No solo cuentas con el patrocinio de empresas vinícolas.
—No, la verdad es que no —contesta y se le ensancha la sonrisa.
Es probable que esa sea otra de las razones por las que mi madre la tomó
como objetivo. Es muy buena en lo que hace, incluso mejor que Afrodita. Y
Psique no tiene detrás un grupo de personas a las que paga única y
exclusivamente para hacerla quedar bien.
La camarera regresa con nuestras bebidas y nos deja la carta de aperitivos
antes de marcharse a pasearse por el puñado de mesas que hay ocupadas. En el
local hay dos grupos de personas, y se están esforzando un montón por fingir que
no nos están vigilando de cerca, pero no dejan de hacer corrillo con las cabezas y
de susurrar mientras nos lanzan miradas furtivas. No me cabe la menor duda de
que varias fotos nuestras adornarán sus redes sociales más pronto que tarde.
Miro cómo Psique le da un sorbo a su copa y se estremece, mientras el rubor
de sus mejillas se intensifica. Un calor automático me embarga.
—El bourbon te sienta bien.
—Eros... —Se inclina hacia mí con un gesto de felicidad a pesar de lo
cortantes que son sus palabras—. No tienes por qué hacer esa clase de
comentarios. Nadie puede oírte.
Bajo la cabeza hasta que casi le rozo la oreja con los labios.
—No los hago porque me importe quién nos está escuchando. Los hago
porque es la verdad.
—Venga ya, Eros.
Me echo hacia atrás lo justo para mirarla a los ojos. En mi mente se
reproduce la conversación que hemos tenido esta mañana. Los dos estábamos
más que un poco fuera de control, más que solo un poco nerviosos por lo rápido
que se han puesto las cosas de intensas. La decisión más inteligente sería echar el
freno, darnos espacio el uno al otro para apuntalar nuestros muros de defensa.
A la mierda con todo.
—Psique, ¿alguna vez te han seducido? Pero de verdad.
Se humedece los labios con la lengua.
—Según lo que entiendas por seducir.
—Eso es un no.
—Vale, no —contesta poniéndome mala cara.
Le lanzo una sonrisa lenta y disfruto de cómo se estremece a modo de
respuesta.
—Estás a punto de vivirlo.
22
Psique

Eros es peligroso de mil maneras distintas, pero sobre todo lo es cuando me


sonríe como está haciendo ahora mismo. Como si estuviéramos compartiendo un
secreto, como si entre nosotros existiera intimidad. Me cuesta recordarme que
todo esto es falso. Sí, el deseo que hay entre nosotros es real, pero no es más que
otra herramienta para convencer a la gente de nuestra historia. Es un efecto
secundario, no el objetivo principal.
¿Que si alguna vez me han seducido?
Me quiero reír en su cara. En Olimpo habrían estado encantados de
hundirme si me hubiera dejado seducir de alguna forma que no fuera en secreto.
Puede que el resto del mundo haya dejado atrás la opinión arcaica de que la valía
de una mujer está ligada a la virginidad, pero en esta ciudad no. Por lo menos, no
en la zona alta. Después de mi primera experiencia romántica desastrosa, he
llevado las demás en secreto. Una destrucción mutua asegurada, al menos con
mis parejas femeninas. Cuando pasas tanto tiempo citándote a hurtadillas no es
que quede mucho lugar para la seducción.
La idea de permitirle a Eros que me seduzca es lo que creo que se sentiría al
saltar de un avión. Podría acabar con un aterrizaje perfecto... o con el abrazo
devastador de la gravedad. No puedo arriesgarme.
Doy un sorbo demasiado largo al bourbon y tengo que darle la espalda a
Eros cuando me pongo a toser por el fuego que me abrasa la garganta y los
pulmones.
—Ay, dioses.
—Ellos no tienen nada que ver con esto. —Su voz mantiene ese tono grave,
el mismo que usa cuando lo tengo dentro—. Psique, mírame.
Un sentimiento que por desgracia se parece mucho a la desesperación me
golpea como un látigo. Me aferro al primer tema de conversación que se me
ocurre, uno que vaya a distraerme del hechizo que este hombre está tejiendo a mi
alrededor con nada más que su presencia.
—Me sorprende que tu madre no haya dado ya el primer paso.
Su sonrisa no se ensombrece, pero el fuego desaparece de sus ojos. Juguetea
con un mechón de mi melena sin apartar la cabeza de la mía.
—Veré qué puedo averiguar sobre ella esta noche cuando volvamos a casa.
Es imposible que no haya empezado ya a mover ficha, es solo que aún no hemos
visto nada que lo demuestre.
«A casa.»
Vaya, eso sí que me aterroriza. La casa de mi madre ha sido lo que siempre
he considerado mi casa. Cuando acepté este matrimonio, jamás se me ocurrió que
empezaría a pensar en el ático de Eros como mi hogar también. Y mucho menos
que ocurriría así de rápido.
«Céntrate en lo que sea menos en eso.»
—Debes de tener alguna teoría acerca de sus planes. No es la primera vez
que la ayudas con algo parecido.
Tengo que recordarme que no debo enamorarme de este hombre bajo
ninguna circunstancia. Sin importar lo mucho que disfrute de lo que hacemos en
la cama. Sin importar lo mucho que esté empezando a apreciar su sentido del
humor sarcástico y su agudeza. Sin importar lo mucho que me atraiga cuando
deja entrever su vulnerabilidad en los momentos más insospechados. De hecho,
todas estas características lo convierten en una amenaza mayor, porque corro el
peligro de olvidar cuál es el camino que nos ha llevado a este punto.
Suspira.
—Sospecho que intentará apartarte de mi vida antes. Hará correr algún tipo
de rumor para socavar la historia de amor que estamos construyendo, para
sugerir que te has involucrado conmigo con segundas intenciones. Cosa que, por
supuesto, me dejará a mí fatal, pero supongo que está tan furiosa que le da igual.
—No sé qué cara he puesto, pero suspira y se explica—: Puede que sea un
monstruo temperamental, pero es lista. Sabe que yo no habría llegado tan lejos si
no lo quisiera... A no ser que te quisiera a ti. Intentará envenenar nuestra relación
primero para que te dé la patada por voluntad propia. No es que mi madre tenga
un gran corazón, pero, en el pedacito que aún le queda, se preocupa por mí.
«¿Estás seguro?»
No lo pregunto en voz alta. No es necesario ser cruel y él ya ha sufrido
mucho por comportamientos así, no hace falta que yo eche más leña al fuego.
Una madre que se preocupa por su hijo no lo usa como arma. Eros no se ha
convertido en lo que es por arte de magia, alguien ha tenido que enseñarle. Y me
apostaría una gran suma de dinero a que Afrodita se lo ha facilitado. No sé
cuándo empezó todo, pero, si ya estaba arruinando vidas a los diecisiete, significa
que empezó cuando era muy joven. Mientras seguía siendo impresionable y
estaba bajo sus cuidados. ¿Qué clase de madre pone sus ambiciones por encima
del bienestar mental y sentimental de su hijo?
Bueno, ya he obtenido mi respuesta, ¿no?
La clase de madre que es Afrodita.
Investigar la infancia de Eros para minar la poca fe que le sigue teniendo a
su madre no es cosa mía. No cambiará nada en nuestra situación actual... y no
puedo ignorar la sospecha de que le haría daño. En vez de eso, miro las cosas
desde un ángulo distinto.
—Tengo mi propio dinero. ¿Qué otra razón iba a tener para seducir a
alguien tan dulce e inocente como tú para que te cases conmigo?
—La venganza es la más creíble, sobre todo si se corre la voz de que tu
madre fue quien te lo ordenó.
—La poderosa Deméter envía a su hija a meterse en la cama del hijo de su
enemiga solo para darle a Afrodita donde más le duele. —Es muy retorcido,
pero, si la historia tiene el gancho suficiente, puede que Afrodita se salga con la
suya. En teoría. Enarco las cejas—. ¿Quién se va a creer que tú, el mujeriego más
adorado de Olimpo, te has enamorado tanto de mí que te has vuelto loco y me
has puesto un anillo en el dedo?
Conozco mis puntos fuertes, pero a Olimpo lo único que le importa es lo
superficial, lo brillante. Verán lo que quieran ver, sobre todo si eso refuerza el
aspecto que consideran que deberían tener el poder y la belleza.
Me agarra de la barbilla con ternura y me inclina la cabeza hacia arriba para
que lo mire a los ojos.
—No lo sé, Psique. Joder, ahora mismo me siento bastante enamorado.
«¿Es real?»
«¿Es falso?»
No lo sé y eso me asusta. Casi tanto como me asusta lo mucho que deseo
que sea verdad.
—Se te da de maravilla vender nuestro romance —comento al final.
Me acaricia el pómulo con el pulgar.
—Te he dado mi palabra. Nadie te hará daño mientras seas mía. Ni siquiera
a tu reputación.
Muy absurdo por su parte centrarse en eso. ¿Es que no le he dicho esta
mañana que no le pertenezco a nadie más que a mí misma?
—No soy tuya.
—Ese anillo que llevas en el dedo dice lo contrario.
Casi se me había olvidado el anillo. No, eso es mentira. Siento su presencia,
como si pesara mucho más de lo que puedo soportar. Cada vez que me roza la
piel, cada vez que el diamante refleja la luz, me recuerda lo que he hecho.
El anillo no tiene nada que envidiarle a la impresionante cara de Eros. No
puedo apartar los ojos de él.
—Según esa lógica, el anillo que llevas tú en el dedo hace que seas mío.
—Sí. —Suena muy satisfecho con mi afirmación—. Soy tuyo, Psique. ¿Qué
vas a hacer conmigo?
La respuesta más inteligente sería cortar esta conversación. Recordarle que
de ninguna de las maneras vamos a volver a meternos juntos en la cama a la
primera oportunidad que tengamos. Que la única razón de ser de este matrimonio
es que mi vida corre peligro, ya está. Me cuesta recordarlo mientras estamos
aquí, en la intimidad que nos da esta mesa dentro de un bar chiquitín al que Eros
me ha traído porque le gusta. Porque aquí se siente seguro.
—¿Traes aquí a todos tus ligues? —Lanzo las palabras como una jabalina,
desesperada por poner algo de espacio entre nosotros, aunque sea sentimental.
No se aparta.
—Aquí no traigo a nadie. No en ese sentido. Helena o Hermes han venido
alguna vez a tomarse algo conmigo. Perseo también se apuntaba cuando éramos
más jóvenes, pero, como te he dicho antes, esto es... —Por fin aparta la mirada,
estudia el local con una expresión inusual en el rostro—. Es un lugar seguro. Tan
seguro como puede estar uno en Olimpo.
Sigo la dirección de su mirada, la culpa cierra sus húmedas garras alrededor
de mi garganta. Atisbo tres móviles distintos apuntando hacia nosotros.
—Lo siento.
—¿Por qué?
—Porque nunca he visto una foto tuya aquí y mira ahora. Es todo culpa mía.
Curva un poco los labios.
—Sabía lo que iba a pasar cuando escogí este local. No tienes que
disculparte por nada.
En vez de disiparse, mi culpa se intensifica.
—Seguro que no tienes muchos sitios en los que te sientas a salvo en esta
ciudad, no como para permitirte renunciar a este.
Su sonrisita desaparece. Me escudriña el rostro.
—¿Estás preocupada? ¿Por mí?
—Sí. —No puedo apartar la mirada, no puedo romper la intimidad creciente
de este momento. Creía que sabía lo que estaba pasando, pero ya no estoy tan
segura—. Sé lo agotador que puede llegar a ser no bajar nunca la guardia y este
es un lugar especial que te permite hacerlo más allá de las paredes de tu casa. No
deberías haberlo sacrificado. No por esto. No por mí.
Me acuna la mandíbula y me acaricia la mejilla con el pulgar.
—Estás preocupada por mí de verdad.
Lo que no entiendo es que él no lo esté. Puedo contar con los dedos de una
mano los espacios públicos en los que me siento segura, donde puedo ser yo
misma, y me seguirían sobrando casi todos los dedos. Perder uno me resultaría
devastador en muchos sentidos.
—Lo siento. Si lo hubiera sabido...
—Psique —mueve la mano al lugar en el que se encuentran el cuello y el
hombro. Me toca con ternura, pero sigue siendo posesivo—, que hayamos venido
aquí no significa que no pueda volver nunca más. No tienes que sentirte culpable
por nada.
¿Cómo es posible que no entienda lo que implica? Me humedezco los labios
mientras intento pensar cómo explicárselo.
—En cuanto esas fotos salgan a la luz, le darás a la zona alta lo que más
ansía por encima de todas las cosas: novedad. La gente vendrá en masa a este
bar, la mayoría con la esperanza de poder interactuar contigo o tus amigos
cercanos. Se convertirá en el nuevo local de moda y eso cambiará la naturaleza
fundamental de este sitio.
He sido testigo de ello antes. He sido la causante.
Se encoge de hombros.
—No durará para siempre y le proporcionará un aumento de ingresos a Las
Bacantes mientras dure. Dentro de unos meses, cuando se den cuenta de que no
me siento aquí como un tigre en su jaula, pasarán al siguiente local que se haya
puesto de moda. —Se inclina para acercarse más a mí, sigue mirándome como si
se divirtiera—. Y ese período de tiempo será más corto si nos ven frecuentando
otros lugares.
—Pero...
—La próxima vez que volvamos, cuando ya haya pasado todo, nadie nos
prestará ninguna atención. —Anticipa mi respuesta—. No soy la única persona
que considera este local su refugio. A los actores y a los miembros del equipo
técnico no les gustará que haya gente turisteando, así que no volverán a
compartirlo en sus fotos. Al final, solo conseguiremos que el lugar sea más
seguro a largo plazo.
Dejo que su lógica me inunde, que me tranquilice. La verdad es que,
explicado así, tiene mucho sentido. Poco a poco, muy lentamente, la culpa se va
esfumando.
—Ya veo.
—Me gusta que te preocupes por mí.
Me he metido en un buen lío. Si este hombre me trajera sin cuidado, no me
importaría que hubiéramos puesto en peligro uno de sus refugios. Se supone que
es mi enemigo, así que esto tendría que ser algo positivo, no algo por lo que
sentirme culpable. Empiezo a separarme de él, pero me aferra con un poco más
de fuerza. Trago saliva con dificultad, intento convencerme de que las mariposas
que siento son por el miedo, pero sé la verdad. Es deseo. Joder, parece que todo
lo que hace solo sirve para avivar el ansia que siento por él. Esto no iba a ser
diferente.
Me humedezco los labios, soy tan consciente de cómo sigue el movimiento
que duele. Tengo que poner algo de distancia entre nosotros y tengo que hacerlo
ya. Si no me deja hacerlo físicamente, tendré que usar las palabras.
—No estoy preocupada por ti. Me das absolutamente igual.
—Mentirosa. —Se inclina hasta que nuestros labios se rozan—. Venga, dale
un beso como los dioses mandan a tu nuevo esposo. Como no te importo, no
tendrás que preocuparte por perder el control.
«Serás capullo...»
Me vengo arriba ante el reto, ahogo la vocecita que me susurra que esta idea
es incluso más imprudente que haberme casado con Eros. Lo agarro de la camisa
y tiro de él para salvar la distancia que nos separa y así juntar nuestros labios. No
hay preliminares, ningún roce delicado. Este beso es una batalla campal. Él busca
conquistar y yo me niego a doblegarme. Dar, recibir, recibir y recibir. El alboroto
de la estancia pasa a un segundo plano, ahogado por el zumbido en mis oídos. De
hecho, el local mismo parece desvanecerse. Solo existe Eros, el sabor a vino en
su lengua y la sensación de su cuerpo pegado al mío. No es suficiente. No es
suficiente ni de lejos.
Alguien se aclara la garganta y yo me aparto de un salto. Por el calor que
siento en la cara, tengo que estar como un tomate, pero el deseo y el aturdimiento
se esfuman de golpe en cuanto me percato de quién está plantada delante de
nuestra mesa.
Afrodita.
Está impecable como siempre, su melena rubia y brillante le cae en una
onda perfecta sobre los hombros, el maquillaje es discreto pero experto. Los
labios pintados de color carmesí se curvan en una sonrisa que no le llega a los
ojos. Qué curioso que no me hubiera dado cuenta antes de lo mucho que se
parecen los gélidos ojos de Eros a los suyos. La única diferencia es que los de
Afrodita jamás muestran ternura.
¿Qué está haciendo aquí?
Y ¿por qué ha venido en persona? No puede hacerse la inocente si se va a
plantar aquí y complicar las cosas.
Eros se aparta de mí y tengo la extraña sensación de que lo ha hecho para
tener espacio para maniobrar si hiciera falta. Sin embargo, me da la mano y
entrelaza los dedos con los míos por debajo de la mesa.
—Madre.
—Hijo. —Ensancha la sonrisa como un depredador que huele a su presa—.
Has estado evitando mis llamadas.
—Me casé ayer. Creo que tengo excusa. Tú mejor que nadie deberías saber
que una boda puede ser muy absorbente.
—Mmm. —Se inclina hacia delante y me analiza con ojos críticos—. La
verdad es que no entiendo por qué la has elegido a ella. En serio, habría aceptado
a cualquier otra de las hermanas Dimitriou, incluso a la asilvestrada. Esta es... —
Suelta una carcajada grave y ronca—. Bueno, mírala.
El insulto me resbala. Llevo lidiando con sus diferentes versiones desde que
llegué a Olimpo. No encajo en su estrecha definición de lo que es una belleza
aceptable, y dentro de los círculos cercanos de los Trece muchos van a por el
insulto fácil y me atacan por mi peso siempre que interactuamos. Puedo contar
con los dedos de una mano las personas cuya opinión respeto, y desde luego la de
la desgraciada Afrodita no se encuentra entre ellas.
No obstante, Eros se tensa y su tono se vuelve de lo más gélido.
—Ya va siendo hora de que te marches, Madre.
—No hasta que diga lo que pienso. —Coge la copa de vino de su hijo y le
da un sorbito.
Se me escapa una risa a pesar de mis intentos. Qué poca imaginación tiene,
de verdad. Cuando me lanza una mirada asesina, me siento obligada a explicarme
solo para ver la cara que pone.
—¿Por qué no te levantas la falda y le meas en el pie? Conseguirás lo
mismo.
—Eres una ordinaria.
—Yo prefiero sincera.
—Sinceramente, me trae sin cuidado lo que prefieras.
Deja en la mesa la copa con un tintineo y justo en ese momento soy
consciente de que todo el local nos mira con atención. Maravilloso.
No borro la sonrisa de la cara, por mucho que me cueste. No quiero
sonreírle a esta mujer. Quiero lanzarle el bourbon a la cara y encender una
cerilla. La gran intensidad de mis pensamientos violentos casi hace que pierda la
concentración. No soy la clase de persona que se deja llevar por los sentimientos,
pero tampoco he estado nunca sentada a una mesa frente a una persona que
quiere mi corazón en bandeja, y no de forma figurada.
«La sangre le iría a juego con el pintalabios.»
Afrodita mira a Eros, que sigue muy tenso, como si lo hubieran tallado en
piedra.
—Supongo que todo hijo debe de tener una fase de rebeldía. Tú solo la has
tenido tardía.
—Basta.
Ella lo ignora.
—A veces, es el deber de una madre salvar a sus hijos de sí mismos. —
Afrodita se alisa el vestido—. Llevo limpiando los desastres de Eros desde que
era un niño. Esto no es diferente.
«Los desastres de Eros.» Como si hubiera decidido lanzarse al lodo por
voluntad propia y no lo hubiera empujado la única persona en esta puta ciudad
que debería haberlo protegido. Ahora va a volver a hacerlo y va a fingir que le
está haciendo un favor en vez de encargarse ella de sus objetivos egoístas.
Me atraviesa una furia que no he sentido jamás.
—Afrodita. —No levanto la voz, no me hace falta. Se detiene y me vuelve a
mirar. No la hago esperar mucho—. Te equivocas al ignorar la voluntad de tu
hijo. Si intentas arruinar mi reputación, eso le salpicará a él también.
—No hagas amenazas que no puedes cumplir, chiquilla. Ahora estás
nadando con los peces gordos. —Su sonrisa se ensancha—. Tienes más cosas de
las que preocuparte que de la reputación de mi hijo. Un viudo inspira toda clase
de simpatías, sobre todo si lo engatusó una furcia arribista.
«Un viudo.»
Se me cae la máscara.
—Pero estamos casados.
—Y ¿qué tiene eso que ver? —Pasa la mirada de uno a otro y se echa a reír
—. Ay, mis dulces e inocentes niños. ¿De verdad creíais que esa farsa de
ceremonia bastaría para cambiar vuestro destino? Si apenas se puede considerar
un bache. Disfruta de mi hijo mientras puedas, Psique. Pronto se rectificará el
error.
Se da la vuelta y sale del bar mientras le siguen todas las miradas.
«Mierda.»
Eros suelta aire poco a poco.
—Maldita sea. —Se tensa—. Tenemos que salir de aquí. Ahora.
No borro la sonrisa de la cara porque volvemos a ser el centro de todas las
atenciones.
—No podemos marcharnos aún.
—Psique.
—Somos una pareja feliz —anuncio despacio, todavía sonriendo—. Puede
que tu madre no apruebe nuestro matrimonio, pero no es a ella a la que
intentamos convencer.
—¿Qué dices de convencer? ¿A quién coño le importa convencer a nadie?
Acaba de decir que... —Toma aire y luego lo vuelve a hacer. Después de una
pequeña eternidad, cuando estoy segura de que lo he perdido, relaja los hombros
y vuelve a repantigarse en el reservado a mi lado. No dejo escapar un suspiro de
alivio, pero casi. Eros levanta nuestras manos entrelazadas para darme un beso en
los nudillos—. Te voy a proteger —murmura contra mi piel.
Que me ayuden los dioses, pero casi me lo creo. Pensaba que supe lo que
era el miedo en ese bar de mala muerte, cuando Eros se sentó frente a mí y me
amenazó como si nada. No se parece en nada a lo que siento ahora. Afrodita no
va a darse por vencida. Quizá sí que soy la chiquilla dulce y simplona que me ha
acusado de ser, porque es cierto que me ha dejado perpleja. Estaba preparada
para salir al frente de batalla y defender mi reputación.
No pensaba que seguiría con su plan de matarme.
—Se suponía que el matrimonio iba a cambiar las cosas.
—Pensaba que así sería. —Las palabras suenan graves y tensas—. Pensaba
que sería suficiente para disuadirla. Pero no importa. Encontraremos la forma de
salir adelante. Ahora me tienes a mí y ni de coña tengo intención de dejar que
nadie te ponga un dedo encima.
Quiero creerle. Lo quiero con tanta desesperación que me echo a temblar. Y
por esa desesperación me obligo a decir:
—Nunca me has contado lo que ganas tú con todo esto. —Cuando se limita
a mirarme, hago un gesto con la mano libre—. La boda, el engaño.
—Pensaba que era evidente. —Vuelve a rozarme los nudillos con los labios
—. A ti.
23
Eros

Pedimos una ronda más, después pago la cuenta y me llevo a Psique a casa. No
se quita la fachada del personaje público ni un instante, pero veo el esfuerzo que
le supone. Y todo por culpa de mi madre. Sabía que a la larga intentaría hacerle
algo, pero ni yo me esperaba algo así. Su intención todavía es consumar el plan
original. No sé si lo que la ha llevado al extremo ha sido mi boda con Psique,
pero no habrá manera de convencerla para que cambie de parecer. Está
empeñada en lanzarse a por todas y a arrastrarnos con ella en el proceso.
Psique no dice ni mu hasta que entramos en el ático y cerramos la puerta a
nuestras espaldas.
—Pensaba que lo de la boda funcionaría.
—Yo también.
—¿De verdad? —No parece ella—. ¿O todo esto formaba parte del plan?
Me amenazas, humillas a mi madre casándote conmigo y ¿luego me matas?
Su teoría me deja helado.
—No puedes pensar eso.
—No sé qué pensar. —Psique se pasa las manos por el pelo—. Pero
supongo que tienes razón. Si tu intención hubiese sido quedarte viudo, Afrodita
no tendría motivos para montar semejante encerrona. —Me mira y suaviza la
expresión de su rostro—. Lo siento. Estoy tan centrada en mí que no te he
preguntado cómo lo llevas.
Noto un nudo en la garganta, pero consigo tragármelo.
—No te preocupes por mí. No es a mí a quien están amenazando ahora
mismo.
—Tu madre te acaba de pisotear como si fueses un crío. No te habrá sentado
bien.
La verdad es que no. Joder, y tanto que no. Pero, bueno, tengo claro cuál es
el papel que interpreto en la vida de mi madre. Ayudarla siempre con sus
ambiciones, sus necesidades y sus caprichos. Puede que, de vez en cuando, tolere
mis ofensivas, pero para ella soy una simple herramienta que puede coger y usar
a su antojo.
—Mi madre es una criatura simple en lo que respecta a este tema —contesto
suspirando—. Me colma de atenciones y elogios cuando hago exactamente lo
que ella quiere, y me castiga cuando me desvío del camino. Al casarme contigo,
me opuse a ella y sus deseos, así que toca castigo.
De entrada, me imagino que casi todos los padres tratarán así a sus hijos. La
verdad, no tengo ni idea. Pero en el caso de mi madre resulta insidioso, joder.
—Eros, eso es espantoso.
Dejo que me invada su preocupación por mí. Es una sensación agradable,
mucho más de lo que me merezco.
—Psique, no te preocupes por mí. Encontraremos la forma de superarlo.
Por un segundo tengo la sensación de que seguirá discutiéndomelo,
indagando, pero se limita a asentir.
—Tenemos que hablar de cuáles serán nuestros próximos movimientos.
—Todavía no. —Le cojo la mano. Disfruto muchísimo tocándola, y ni
siquiera de esa manera que se limita al sexo. Todavía me desconcierta un poco
poder hacerlo cuando me dé la gana. Quizá esta intimidad despreocupada no sea
gran cosa, pero es algo que no había vivido nunca. Es más, tocarla me relaja de
un modo que no estoy preparado para analizar—. Quiero enseñarte una cosa.
—Eros... —Suelta un suspiro de exasperación—. No creo que ahora mismo
enseñarme la polla vaya a solucionar nuestros problemas.
—Ja, ja, qué graciosa. —La guio hasta la puerta cerrada que da a mi
habitación del pánico y tiro de Psique para que se coloque ante mí—. Presta
muchísima atención y memorízalo. —Tecleo el código despacio—. Repítemelo.
Psique lo repite sin un solo fallo, y pregunta:
—¿Qué es esto?
En vez de contestarle con palabras, abro la puerta y la hago pasar delante de
mí. No dejo que se adentre mucho en la sala y la hago girar para que quede
mirando a la puerta.
—Está blindada. No podría atravesarla ni una bala de metralleta, al menos el
tiempo suficiente para que llegue la gente de Ares. Y las paredes igual.
—Eso es mucha protección —contesta con los ojos como platos.
—Es una habitación del pánico. Si por cualquier motivo estás sola en casa y
te asustas, te metes aquí. Hay varios teléfonos de prepago con batería, así que
puedes llamar para pedir ayuda. —Señalo la caja que hay cerca de la puerta, de
un rojo brillante—. Con eso llamas a las fuerzas de Ares.
—¿No llamas a la policía? —pregunta abriendo todavía más los ojos.
—La policía es para los civiles. —Aunque me parece lógico que, en una
situación así, en lo primero que piense sea en llamar a la policía. Su madre y el
Ares actual no se llevan bien, así que es evidente que Deméter no pondría la
seguridad de su familia en manos de las fuerzas militares privadas de Ares,
aunque esa sea su función oficial. La mayoría de los Trece contratan una especie
de seguridad privada para ellos y sus familias, pero por razones obvias no
podemos confiar en los hombres de Afrodita. No, tiene que ser Ares.
—Supongo que tiene sentido —responde removiéndose un poco. Después,
se vuelve y observa el trío de monitores que tengo montados alrededor de la silla,
y en los archivadores.
—Esto no es solo una habitación del pánico.
—No, no lo es.
—Al darme acceso a todo esto estás poniendo en mí una cantidad
inmerecida de confianza —comenta mirándome.
Me encojo de hombros con una despreocupación que no siento.
—Te prometí que te mantendría a salvo. Y esa promesa incluye los
momentos en los que no estamos juntos. Es uno de los lugares más seguros a esta
orilla del río Estigia. Ni siquiera Hermes puede entrar aquí.
Ahora observa la habitación desde una nueva perspectiva.
—Sí que es seguro, pues. Te juro que creo que esa mujer es medio fantasma
y que se cuela por los conductos de ventilación.
—No es tan fascinante. Solo es una ladrona y una hacker de primera.
Ya lo era mucho antes de convertirse en Hermes, pero eso no es algo que
sepa la gente. De hecho, la gente no sabe casi nada de ella. Como Hermes desea.
—Lo dices como si fuerais amigos.
—Lo... somos. O todo lo amigos que se puede ser en esta ciudad.
—Olimpo sigue determinando nuestra vida —contesta ella con una sonrisa
agridulce.
—Es nuestro hogar.
—Ya, supongo que sí. —Aprieta los labios como si no supiese bien qué
decir—. Gracias por enseñarme todo esto. Te prometo que intentaré no
aprovecharme.
Y eso me arranca una carcajada.
—Te agradezco tus esfuerzos por contenerte.
Volvemos al pasillo y la obligo a meter el código una y otra vez hasta que
confirmo que podría hacerlo bajo presión. Lo repetiremos durante un par de días
para estar seguros, pero es lo mínimo que puedo hacer ahora mismo. No ayuda
mucho a combatir lo nervioso que me pongo de pensar en que el puñal de mi
madre tiene a Psique como objetivo. Le prometí que con la boda cambiarían las
cosas y, al final, no ha cambiado nada.
Afrodita me ha hecho quedar como un mentiroso.
Acabamos tomándonos un tiempo para ponernos ropa más cómoda antes de
regresar al salón para hablar de cuál será nuestra estrategia. Por mucho que no
quiera el concepto que tiene Psique de «organización» desparramado por todo el
dormitorio principal, una parte de mí aborrece el hecho de que tengamos
armarios diferentes. Y no entiendo por qué coño me pasa. Como ella ha
comentado antes, muchas parejas tienen un cuarto para cada uno, y nuestra
relación dista mucho de ser una relación tradicional.
Aun así...
Psique se sienta en la otra punta del sofá, y le concedo el espacio, pero
estiro los brazos y le cojo los pies; los levanto y me los apoyo en el muslo. El
ceño fruncido que luce en el rostro se convierte en un gesto de sorpresa cuando le
cojo uno de los pies y empiezo a darle un masaje.
—Madre mía, ¿qué estás haciendo?
—Esas botas de tacón son sexis, pero tienen pinta de incómodas.
—Son incómodas, pero así es la vida de una influencer. —Se deja caer
contra el sofá hasta acabar casi tumbada bocabajo—. No puedo pensar si estás
haciendo eso.
Hundo el pulgar en el puente del pie, y le despierto un gemido que roza lo
sexual.
—Claro que sí. Tenemos que idear un nuevo plan.
Suelta otro gemidillo y se reanima.
—Tiempo muerto.
—¿Qué? —pregunto quedándome inmóvil—. ¿Cómo que tiempo muerto?
¿Qué dices?
—Que... tiempo muerto. —Saca el móvil con un gesto de concentración
pura en el rostro—. ¿Puedes inclinar la cabeza un poco a la izquierda para que te
dé la luz? Eso, sí.
Confuso, dejo que me maneje como si fuera un muñeco a tamaño natural y
que me saque una foto. Gira la pantalla del móvil sin que tenga que pedirle que
me la enseñe. Está... muy bien. Salgo relajado y feliz, tumbado en el sofá con los
pies de mi mujer en el regazo.
—Estas cosas se te dan genial.
—Ya llevo un tiempo haciéndolo, más me vale.
Empieza a teclear en el móvil. No tendré toda su atención hasta que
publique la foto, así que me acomodo y espero. No tarda mucho. Psique suspira y
deja el móvil a un lado para ofrecerme toda su atención.
—El plan...
—No me refería a todo ese rollo de ser influencer, aunque también se te da
bien. Lo decía por las fotos. ¿Alguna vez has usado una cámara de verdad?
—Pues no —responde encogiéndose de hombros—. A ver, he hecho
sesiones de fotos y eso, pero hoy en día se logran virguerías con la cámara de un
móvil. Además, es como un desafío divertido hacer las fotos que quiero solo con
el móvil.
—Considérame impresionado.
Y lo estoy. Tengo la sensación de que lo único que le ofrezco al mundo es
fealdad. Muerte y dolor. Nunca me había molestado, la verdad. Puede que la
ciudad de Olimpo parezca espléndida a simple vista, pero la belleza es
superficial. Cuando rascas un poco, lo único que se encuentra es podredumbre...
Aunque esa norma no parece aplicarse a la dueña de los pies que tengo en
mi regazo. Psique ofrece belleza y optimismo al espacio que ocupa. Todos los
pies de fotos que sube son inspiradores, hasta aquellos en los que admite no estar
pasándolo bien. Cuando empezó a causar sensación en Olimpo me parecía que
eran una sarta de chorradas, pero, cuanto más tiempo paso con ella, más cuenta
me doy de que es la hostia de genuina. Vale, tiene su careta y miente tan bien
como yo, pero ¿ese toque de amabilidad, ese deseo por ofrecer luz al mundo en
vez de oscuridad? Eso es real.
—Eros... —pronuncia mi nombre con cariño, casi con indulgencia.
—Perdona, ¿qué me estabas diciendo?
—Por favor, céntrate —contesta sacudiendo la cabeza—. Esto es
importante.
Tiene razón. No puedo permitirme el lujo de distraerme, ni aunque la
distracción sea ella. La verdad, concentrarme en cualquier otra cosa salvo en esta
conversación es una táctica evasiva. Ahora que ha quedado claro que mi plan de
mantener a Psique a salvo (de mantenerla a mi lado) ha sido todo un fracaso, solo
nos queda una única solución.
—Puedo sacarte de Olimpo.
Psique se queda de piedra.
—Eso es casi imposible.
—Eso depende de a quién conozcas. Poseidón es muy maniático con las
normas, pero no todos los suyos son así. Por un cuantioso soborno, Tritón saca a
gente de la ciudad a escondidas. Si te marchas de Olimpo, estarás a salvo de la
venganza de mi madre.
Psique se me queda mirando un buen rato.
—Pero tú no. Si crees que debería irme de Olimpo, entonces tú también
tendrías que irte.
—No es a mí a quien quiere matar mi madre. —Debería dejarlo estar ahí,
pero ya le he confiado a esta mujer varios detalles de mi vida. ¿Qué más dará uno
más?—. Desde hace unos años, el exilio ha sido el castigo preferido de Afrodita
en más de una ocasión, y he sido yo quien se ha encargado. A esas personas les
encantaría tener una oportunidad para vengarse. Si me voy de la ciudad contigo,
lo único que conseguiremos es que cambie la diana que llevas a la espalda, y no
tendré los recursos ni siquiera para intentar protegerte como hago aquí, ni de
lejos.
Aunque no ha sido suficiente. Por mucho que me esfuerce, joder, jamás será
suficiente. No puedo mantener a Psique a salvo si no la envío lejos de mí. Para
empezar, yo soy la razón por la que está en esta situación de mierda.
—No.
—¿Qué? —pregunto atónito.
Me mira con una resolución que nunca he visto en ella.
—No, no voy a huir de Olimpo. Mi vida está aquí. Mi familia está aquí. No
voy a dejar que esa zorra, aunque sea tu madre, me eche de la ciudad. No me voy
a ningún lado.
—Joder. —Respiro hondo—. Haré todo lo que pueda para protegerte, pero
puede que no baste. Se me da muchísimo mejor matar que hacer de
guardaespaldas. —Eso último no he tenido que hacerlo nunca, y menos con tanto
en juego—. El dinero no es problema. Podríamos mantenerte. No podrías ver a tu
familia, pero al menos estarías viva.
—Eros... —pronuncia mi nombre con mucha dulzura—. Puede que todo eso
que digas sea cierto, pero si huyo y dejo que gane ella es posible que la próxima
persona con la que la tome no tenga la suerte de contar con los recursos con los
que cuento yo. Afrodita seguirá castigando a gente menos poderosa que ella solo
porque puede hacerlo. Y seguirá usándote a ti para hacerlo. —Se le endurece la
mirada color avellana—. No permitiré que eso suceda. Te mereces algo mejor
que ser su arma, y las personas de esta ciudad se merecen algo mejor que tener
que ir por la vida con pies de plomo para evitar cabrear a Afrodita.
Encontraremos la manera de detenerla. Juntos.
Me avergüenza el gran alivio que siento al oír sus palabras. No me va a
dejar. Todavía no. Joder, soy un auténtico gilipollas.
—Tenemos que modificar el plan.
—Sí. Empezaremos este viernes, cuando vayamos a la fiesta de Helena.
Su respuesta me da que pensar.
—Creía que, después de lo que ha pasado esta noche, querrías pasar de la
fiesta.
—Quiero pasar de la fiesta, sí, pero no se trata de lo que yo quiera o no.
Cambia de postura en el sofá. Me impresiona pensar que esta podría ser
nuestra vida si fuésemos otras personas, si estuviésemos viviendo otra situación.
Yo relajado en el salón, ella haciendo fotos espontáneas, contándonos cómo nos
ha ido el día...
El anhelo me da tan de lleno que me roba el aliento. Cierro los ojos e intento
concentrarme.
—Si vas a quedarte en Olimpo, sería la estupidez más grande del mundo
salir del ático para cualquier cosa que no sea estrictamente necesaria. Mi madre
te quiere ver muerta; no hay razón para ponerle las cosas más fáciles.
—¿Tú habrías ido si no estuvieses conmigo?
Frunzo el ceño. Por muy tentador que me resulte recordarle a Psique lo
peligroso que es coger esa vía, le contesto con total sinceridad:
—Sí. Me cae bien Helena. Eris y ella juegan sus bazas a su manera, no
como yo, pero eso son gajes de pertenecer a la familia Kasios. En las fiestas que
montan nunca te aburres, sobre todo cuando una de ellas quiere demostrarles a
Zeus o Perseo que tienen razón. —Salvo que ahora Perseo es Zeus. Joder, algún
día de estos por fin me entrará en la cabeza y no tendré que recordarlo una y otra
vez.
—Justo por eso lo decía. Ahora tenemos dos frentes en los que luchar. —
Menea el pie hasta que lo cojo y retomo el masaje—. Necesitamos tiempo para
decidir cómo lidiar con la renovada amenaza de tu madre, y la única forma de
conseguir ese tiempo es tener a todo Olimpo de nuestro lado. Así que el plan
original se mantiene.
—Es arriesgado.
—No nos queda otra.
Me concentro en pasarle el pulgar por la planta del pie hasta que suelta otra
vez uno de esos gemiditos tan sexis. Por muy tentador que sea refugiarnos en
este ático por ahora, se nos acabarían las oportunidades de representar la épica
historia de amor que se supone que estamos intentando venderle al resto del
mundo. Es más, ya he visto lo que pasó la última vez que alguien mantuvo a una
de las hijas de Deméter alejada de su madre. La mujer no puede dejar morir a
toda la zona alta de la ciudad como respuesta a esto, pero tiene un montón de
armas en su arsenal.
Y eso solo en el mejor de los casos.
En el peor de los casos, Deméter se da cuenta de por qué decidimos
lanzarnos a este matrimonio y se va directa a por Afrodita. Hace generaciones
que no se da una guerra de verdad entre miembros de los Trece. Ni siquiera
ocurrió con el último Zeus y el último Hades, a pesar de que su conflicto acabó
con la muerte de Hades. Hace varias décadas fueron Ares y Hefesto quienes se
enfrentaron, y en el proceso destruyeron varias manzanas de la zona alta de la
ciudad. Fue una de las pocas veces en la historia de Olimpo que Zeus, Poseidón y
Hades se unieron para acabar con el conflicto. Por supuesto, Zeus ejecutó a Ares
y a Hefesto en público y de una forma especialmente espantosa.
Ese Zeus llevaba casi toda la vida con el título.
Este lleva apenas unos meses.
Por mucho poder que se consiga con el título, no sé si Perseo podría
defender su posición en el caso de que un conflicto se descontrole entre Deméter
y Afrodita.
No, Psique tiene razón. No nos queda otra.
—Vale, iremos a la fiesta.
—Tengo una pregunta.
—Dime.
Se retuerce un mechón de pelo con el dedo.
—Eres amigo de los hermanos Kasios, ¿no? ¿Por qué no vamos a ver a Zeus
y le pedimos que intervenga? Por mucho poder que tenga Afrodita, no tiene tanto
como el propio Zeus.
Me concentro en frotarle el pie de una manera que le despierta un gemido
mientras yo formulo la respuesta a su pregunta:
—Perseo... digo, Zeus y yo no somos tan buenos amigos como cuando
éramos críos, pero, aunque lo fuéramos, no creo que pudiera pasar por alto el
hecho de que las pruebas que incriminan a mi madre también me incriminan a
mí. No puede castigarla a ella y perdonarme a mí, porque entonces tendría que
justificar cualquier decisión que tome contra otro de los Trece.
—Supongo que tiene sentido. —Ladea la cabeza—. Pues iremos a ver a
Zeus solo como último recurso.
Espero no tener que llegar a hacerlo. Por mucho que nos hayamos
distanciado con los años, Perseo ya tiene mucho con lo que lidiar sin tenerme a
mí echando mis problemas a sus espaldas y esperando que se encargue de
solucionarlos. Pero, bueno, encontraremos otra solución.
Hasta entonces...
—Yo también tengo una pregunta.
—Dime.
—¿Por qué tus hermanas y tú dedicáis tanto tiempo y esfuerzo a alejaros del
resto de nosotros? O sea, entiendo que me evitéis a mí o a un par más, pero
Helena os habría protegido al instante.
—¿Eso crees? —Psique me pone mala cara, pero al final resopla—. He de
admitir que estoy un poco resentida con los hijos de los Trece y eso. No he
tenido buenas experiencias.
Somos un grupo hermético. Por la naturaleza de los Trece, de vez en cuando
el número de hijos varía cuando el título cambia de manos y esa nueva persona
se trae a su familia, pero hay unos cuantos que hemos crecido juntos, en grupo.
Aun así...
—¿Helena ha sido cruel contigo? —Me lo creo de Eris, pero con Helena se
me complica. No es que sea simpática, pero es mejor que la mayoría.
—No. —Psique me contesta de tan mala gana que me hace reír. Una risa
que es de alivio solo a medias. No me gustaría nada tener que echarle la bronca a
mi amiga porque fue mala con mi esposa.
—Yo creo que, si le dieras una oportunidad, Helena te caería bien. —Le
suelto el pie y le cojo el otro.
Psique cierra los ojos y parece que se deja llevar por el masaje de pies.
—Me caería bien Helena... ¿A mí o al personaje público de Psique?
—A ambas.
La chica exhala y abre los ojos.
—Esto es importante para ti.
Me sorprende ver que sí, que es importante para mí. Me gustaría decir que
no es más que cosa de números, y que cuanta más gente tengamos de nuestro
lado, mejor nos irá, pero esa no es estrictamente toda la verdad. Esta situación no
tiene nada de simple y, cuanto más tiempo estamos juntos, más se complica todo.
Me imaginaba que Psique me pondría (ha sido así desde el principio), pero no me
esperaba que me gustara ni sentirme tan posesivo que una parte de mí quiere
resguardarla y mantenerla alejada del resto del mundo, mientras el resto de mi ser
quiere presumir de ella en cada oportunidad que se le presenta. Es algo más que
el simple hecho de que sea guapa y tenga un buen fondo que ni siquiera Olimpo
ha podido estropear. La admiro.
Y por eso mismo le cuento la verdad.
—Helena es lo más parecido a una hermana para mí. Es la persona en la que
más confío de todo Olimpo, y ella en mí. Es que... —Vacilo un poco—. Me
gustaría que le dieras una oportunidad.
—Y ¿no solo por lo bien que nos vendría políticamente?
Cómo no, me tiene caladísimo. Le devuelvo una sonrisa triste.
—No, no solo por lo bien que nos vendría políticamente, aunque nunca
viene mal tener a un miembro de la familia Kasios de nuestro lado.
Se queda un par de minutos en silencio.
—Vale, le daré una oportunidad.
La trascendencia que tiene este momento es mayor de lo que debería,
seguramente, pero no puedo ignorar el hecho de que me siento bien al ver cómo
nuestras vidas empiezan a entremezclarse. O puede que solo sea esa parte egoísta
de mí que quiere atar a esta mujer a mí de todas las maneras posibles.
—Empezaremos con una defensa por dos flancos —explica Psique después
de carraspear—. Lo primero que necesitamos son más aliados. Sé que Zeus
queda descartado por ahora, pero hay muchísimas más personas poderosas en
Olimpo. Cuanta más gente tengamos de nuestro lado, más arriesgado será para
Afrodita atacarnos.
—Puedo poner la mano en el fuego por que en la fiesta de Helena habrá
muchas personas poderosas, aunque la gran mayoría sean los hijos de los Trece.
—Por algo se empieza —asiente Psique—. El segundo flanco será conseguir
que el resto de los habitantes de Olimpo nos apoye y se alegren por nosotros. Ya
les hemos dado pie con los señuelos que hemos subido a las redes sociales, pero
una entrevista oficial nos ayudará a acelerar el proceso.
Me concentro un buen rato en el pie que tengo entre las manos.
—Eso suena a plan a corto plazo.
—El plan a largo plazo será adaptarnos a las circunstancias. —Cierra los
ojos, y por su cara veo que está cada vez más relajada—. No creo que tu madre
se estuviese tirando un farol con lo de que todavía quiere verme muerta, ¿no?
Ojalá creyese que eso podría llegar a pasar, pero es imposible.
—No. Afrodita no va de farol.
—Entonces tendremos que encontrar la forma de obligarla a cesar sus
ataques. Está chupado, ¿no? —Se ríe, aunque es una risa amarga—. Por lo menos
mi madre no ha perdido la cabeza esta vez.
—Pues sí. ¿Te he dicho últimamente que es aterradora?
—Mira quién fue a hablar.
Una sonrisilla se adueña de mi rostro, pero desaparece enseguida.
—Algo se nos ocurrirá. Mi madre no es que sea una persona racional, pero
su peligro solo radica en su gran poder. Si conseguimos más aliados y utilizamos
la buena voluntad de la gente a nuestro favor, podría bastar.
Aunque sigue siendo remota, existe una mínima posibilidad de que, cuando
mi madre se dé cuenta de que le hemos sacado ventaja, cese en sus ataques. O, al
menos, que se limite a atacar su reputación y no a ponerla en una situación de
vida o muerte, literal.
—Pues seguimos este plan y nos adaptamos cuando sea necesario, según
cómo actúe ella. —Psique me lanza una sonrisa cansada—. Nos las apañaremos,
Eros. Hacemos buena pareja en esto. Entre los dos encontraremos una solución.
Me asombra la forma en la que confía en mí, despreocupada. Siento una
opresión en el pecho.
—Sí, la encontraremos, te lo prometo.
—Mmm.
Tardo un par de minutos en darme cuenta de que Psique se ha quedado
dormida. Y pasan otros tantos minutos hasta que me obligo a apoyarle los pies en
el sofá y a levantarme. Cuando duerme parece otra persona; se relaja algo en ella
que no sabía que estaba tenso. No es que pueda decir que parece más joven, pero
es como si se hubiera quitado una carga de encima que siempre lleva consigo.
Siento el extraño impulso de ofrecerle cargar con ella en su lugar.
Todavía no es tan tarde como para irme a dormir, pero mejor. Aún tengo
que hacer una llamada. Dejo a Psique en el sofá por el momento y me voy a la
habitación del pánico. Mañana repasaremos el código de seguridad un par de
veces más para asegurarme de que se lo ha aprendido bien. Mi idea es dejarla
sola solo cuando sea estrictamente necesario, pero soy consciente de que más
pronto que tarde querrá algo de independencia. No tengo muy claro qué voy a
hacer con la seguridad fuera del ático; un problema del futuro. Con cuidado,
cierro la puerta y hago lo que menos me apetece en estos momentos.
Marcar el número de mi madre.
Se me ha pasado por la cabeza que no me lo cogería. Su castigo favorito es
imponerme la ley del hielo, privarme de cualquier contacto o atención. Cuando
era un crío y me castigaba así, me dolía en el alma. Afrodita es muy imponente y,
para un niño, en este caso su hijo, más todavía. Ver cómo me rechazaba...
Me recompongo. Sus tácticas ya no funcionan tanto como antes. No desde
que me hice lo bastante mayor para darme cuenta de que utiliza su amor y sus
atenciones tanto para atraer como para castigar. Pero hay cosas imposibles de
olvidar, y casi no puedo respirar bien hasta que me lo coge.
No se hace esperar mucho.
—¿Así que ahora has decidido que ya estás libre para hablar conmigo?
Tendría que bloquearte.
—No vas a hacer eso. —Me resulta todo un esfuerzo no alterar la voz—. De
hacerlo, ¿cómo me harías saber lo decepcionada que estás conmigo?
—Crío insolente —contesta con un sonido que se parece mucho a un bufido.
—Tengo veintiocho años, Madre. —Le suelto esa palabra como si fuese un
arma—. Soy más que capaz de tomar mis propias decisiones, entre ellas, con
quién me caso.
—No te habrías casado con ella si le hubieses arrancado el corazón del
pecho tal como te pedí que hicieras. Eros, no sé por qué te resistes. Como si no le
hubieras hecho eso ya a Polifonte, y cosas peores también. La mataste delante de
sus padres. ¿Te has enterado de que su madre se ha suicidado esta semana? Toda
una tragedia.
No estoy preparado para la culpa que me arrolla.
—No es lo mismo. —Pero al pronunciarlas, las palabras me parecen
mentiras.
—Sí que lo es. ¿Te has convencido a ti mismo de que eres como esa
afectada esposa tuya? —Una carcajada—. Serás idiota... No te pareces en nada a
ella. Eres como yo. Somos las dos únicas personas en este mundo que nos
entendemos el uno al otro, y estás arriesgándolo por una zorrita con pelo bonito.
En cuanto esa chica se dé cuenta de lo que de verdad eres capaz de hacer,
renegará de ti. ¿No ves que solo estoy intentando ayudarte?
En este mundo hay muy pocas cosas que me importan. Y la mayoría de las
veces detesto que Afrodita esté entre esas cosas. Ya soy lo bastante mayor e
independiente para ver que se pasa la vida intentando manipularme
emocionalmente. En gran parte es por eso por lo que me he deshecho
metódicamente de las emociones más débiles de mi personalidad, he eliminado
así toda posibilidad de tracción. Creía que las había perdido para siempre, pero la
presencia de Psique me las ha devuelto como si se hubiesen despertado de un
largo período de letargo.
Ahora no me valdrán para nada. Lo único que conseguirán será darle a mi
madre un punto de apoyo que, joder, he currado mucho por eliminar.
—Madre —digo despacio—, si en el futuro le haces daño a mi esposa, te
arrepentirás.
—No tanto como tú te vas a arrepentir de haberte casado con ella. —Me
habla con la misma frialdad con la que le hablo yo—. ¿En qué estabas pensando,
Eros? Te mandé que mataras a la chica, ¿y tú vas y te casas con ella? ¿Te has
vuelto loco?
—Cambio de planes.
—Los míos no.
Lo sé. No sé por qué la he llamado; confiaba en que podría obrar un milagro
y hacerla cambiar de opinión. Aun así... tengo que intentarlo. Si reacciono con
miedo le estaré dando un objetivo mayor al que apuntar. Tengo que mostrarme
frío, como nunca en mi vida.
—Nunca te he pedido nada. Ahora te estoy pidiendo esto. Deja a Psique en
paz.
Se queda tanto rato en silencio que una parte estúpida de mí se atreve a
confiar en que es el momento en el que las cosas por fin van a cambiar. Que, por
una vez en su vida, mi madre antepondrá mis necesidades a sus deseos más
egoístas.
Pero no tendría que ser tan iluso después de llevar toda la vida siendo su
hijo. Al final, Afrodita me dice:
—Veo que te ha lavado el cerebro. Qué pena.
—Madre...
—No me digas «madre» en ese tono. A mí no me hables así.
Siento que algo similar al terror me oprime el pecho.
—Deja que me quede con ella, olvídate de todo este tema y no volveré a
cuestionarte jamás. Eso es lo que quieres, ¿no? Un buen sicario que no te falte al
respeto.
Mi madre respira despacio y, cuando vuelve a hablar, parece hasta tranquila.
—Eros, todo lo que hago lo hago porque te quiero.
Me cuelga antes de que pueda responderle. Me quedo mirando al teléfono.
—Joder. Me cago en todo.
Sabía que no valdría para nada. Lo sabía, joder, pero tenía que intentarlo.
Cierro los ojos, pero tengo grabada en la mirada una imagen: el cuerpo de Psique
retorcido y roto, la mirada color avellana vacía tras la muerte, aquello que la
hacía ser como era perdido para siempre. Me llevo la mano al pecho, con fuerza,
tratando de dejar atrás el dolor que me produce esa imagen. No permitiré que
suceda. Conozco todas las tretas de mi madre. Solo tengo que frenarla hasta que
se nos ocurra un plan para neutralizarla para siempre.
«Sé cómo neutralizarla. Ella misma me ha enseñado a hacerlo.»
Pero no puedo. Creía que no me quedaban más límites que cruzar, pero ni
siquiera yo soy capaz de matar a mi propia madre. Por muy pérfida que sea. Ni
siquiera para mantener a Psique a salvo.
Salgo de la habitación a paso lento, que se acelera cuanto más me acerco al
salón. Solo le he quitado los ojos de encima a Psique unos diez minutos. Está
bien. Sé que está bien. Pero no me quedo tranquilo hasta que entro en el salón y
la encuentro justo donde la había dejado.
«¿Qué cojones me está pasando?»
La cargo en brazos, hago caso omiso de su insistencia soñolienta de que
pesa mucho, y la llevo hasta nuestro cuarto. Acabamos en la cama, los dos de
lado; ella, acurrucada contra mí, espalda con pecho, se sumerge de nuevo en el
mundo de los sueños. Apoyo la mano en la parte alta de su pecho, contando
cómo inhala y exhala hasta que por fin me tranquilizo lo suficiente para caer
rendido ante el sueño.
24
Psique

Helena Kasios vive en el mismo edificio que el resto de la familia de Zeus. Yo no


he estado nunca porque, normalmente, cuando el anterior Zeus daba fiestas, lo
hacía en la torre Dodona. El nuevo Zeus ha organizado cantidad de eventos desde
que aceptó el título, pero no podía quedar más claro que solo lo hace por seguir
con la tradición. No anhela ser el foco de atención tal como lo hacía su difunto
padre. Incluso cuando todavía se lo conocía como Perseo, parecía más centrado
en el aspecto empresarial del título de lo que su antecesor lo estuvo jamás. El
período de luto de cuarenta días ha pasado, y la gente ya anda susurrando acerca
de lo reticente que parece a casarse con alguien y llenar por fin el hueco de Hera.
Puede que el último Zeus fuera la encarnación de un monstruo, pero era
encantador y carismático. Ha dejado el listón muy alto.
De sus cuatro hijos, el más joven, Hércules, consiguió escapar para siempre
de Olimpo. Perseo ahora es el nuevo Zeus. Y Helena y Eris son, tal como Eros
dice, un caso aparte. Que yo recuerde, nunca me han tocado las narices, pero
tampoco es que nos hayamos tratado lo suficiente para crear fricción.
Eso va a cambiar esta noche.
Esta noche, Eros quiere que les dé una oportunidad.
¿Acaso sabe lo que me está pidiendo? Le echo un vistazo; está a mi lado en
el ascensor, va de punta en blanco con un traje gris paloma y una camisa de color
crema que conjunta con su piel dorada. Se da cuenta de que lo estoy mirando y
me da un apretón en la mano que me sostiene. Sí, sospecho que sabe de sobra lo
que me está pidiendo.
He sobrevivido en Olimpo, incluso diría que prosperado, porque he
guardado las distancias y no he confiado en nadie que no fuera de mi familia.
Aprendí la lección el primer año que me mudé aquí y no he vuelto a mirar atrás.
Ahora estoy nadando en aguas más profundas de lo que me gustaría.
Cuando se abren las puertas del ascensor y revelan un pasillo elegante, con una
mullida moqueta gris y paredes de un relajante color azul, no me queda otra que
admitir que no soy ningún tiburón. Soy una don nadie jugando a los disfraces.
Espero poder salir ilesa esta noche y que no me coma nadie.
—Respira —murmura Eros.
«Cierto. Respira. Relájate. Sonríe con dulzura. No dejes que huelan tu
miedo.»
Estoy segura de que no es lo que pretendía decirme, pero yo me lo tomo a
pecho igualmente. Entre un paso y el siguiente, meto en una caja todos mis
miedos e inseguridades, y las escondo. Seguirán esperándome cuando acabe la
noche. Puedo ignorarlos hasta que volvamos al ático, dentro de esos fuertes
muros que se interponen entre la ciudad y yo.
El pasillo contiene cuatro puertas y Eros me conduce a la más lejana.
Apenas toca con los nudillos antes de que la abra de par en par una reluciente
Helena. Y lo digo de forma literal, reluce. La purpurina dorada le recubre la piel
que tiene al descubierto (y hay mucha piel al descubierto alrededor de su
diminuto vestido del mismo color dorado) e incluso por la larga melena de color
castaño claro. Hace que su belleza parezca de otro mundo, como si una verdadera
diosa hubiera decidido bendecirnos con su presencia. Sin embargo, el gritito que
suelta cuando nos ve hace añicos la ilusión.
—¡Habéis llegado!
Se pone de puntillas para darle a Eros un beso en la mejilla y apenas tengo
tiempo de procesar la punzada ardiente de celos que siento antes de que me coja
de la mano y tire de mí para saludarme de la misma forma.
—Me alegro muchísimo de veros.
Después me arrastra al interior del piso y deja a Eros atrás para que nos siga.
No me da tiempo a ver mucho de la casa. En el salón atisbo gente elegante
con trajes de noche drapeados sobre sofás de igual elegancia. Hay una paleta de
colores que me hace pensar en una tempestad en el océano: parquet gris, paredes
de un color azul temperamental y muchos muebles de color arena. No concuerda
con la mujer reluciente que me agarra de la mano.
Me mete en una cocina impoluta con una barra sobre la que tienen todo un
bar montado.
—Escoge tu veneno.
Casi me inclino por el vino tinto o vuelvo a recurrir a una bebida dulce que
haga que me duelan los dientes. Pero le he prometido a Eros que le daría una
oportunidad, así que me lanzo sin red.
—Bourbon.
La sonrisa que esboza Helena es tan resplandeciente como su cuerpo
adornado con purpurina.
—Esa es mi chica. Ya decía yo que me caías bien.
—Corrección, Helena: es mi chica.
Casi dejo escapar un suspiro de alivio al ver que Eros se ha unido a
nosotras. Luce una sonrisa extrañamente indulgente en el rostro, no sé si fingida
o no. Al igual que no sé qué porcentaje del entusiasmo de Helena es real.
Perséfone se convierte en un rayo de sol cuando está en público, y la verdad es
que esto me recuerda a ella. Pero Helena es menos cálida, más bien como un
relámpago atrapado dentro de una botella. Tengo la sensación de que en
cualquier momento va a haber un estallido de energía frenética que promete ser
tan entretenido como doloroso.
Helena gesticula para restarle importancia al comentario de Eros y saca una
botella de bourbon que cuesta un ojo de la cara.
—Puede que lleve tu anillo en el dedo, que, por cierto, es precioso, pero
para mí eres prácticamente un hermano, cosa que nos convierte a ambas en
familia. —Me mira radiante de felicidad—. Siempre he querido tener una
hermana.
Parpadeo.
—Tienes una hermana. Está ahí mismo.
Señalo a Eris, quien luce un vestido que parece hecho de tinta derramada y
tiene la cabeza muy cerca de una mujer negra ataviada con un precioso (y
diminuto) vestido rojo. Aunque tarde, al final también la reconozco. Hermes me
pilla mirándolas y me saluda con alegría.
Helena resopla.
—Eris no es una hermana. Es el caos hecho persona.
Se me escapa una risotada por la sorpresa.
—Yo también tengo una de esas.
—Calisto —pronuncia el nombre como si lo estuviera saboreando—. Ojalá
hubiera venido también. Parece interesante. De hecho, todas lo parecéis. —Me
pasa el bourbon y le sirve una copa de vino tinto a Eros sin preguntarle qué
quiere. Helena se la planta en la mano y da la vuelta a la isla para ponérsele
prácticamente encima. Me lo tomaría a pecho, pero me da la sensación de que se
comporta así con todo el mundo. Me inspecciona con la mirada de arriba abajo
—. Estás estupenda. Bueno, siempre estás estupenda.
Bajo la mirada para observarme. Esta noche he seleccionado mi ropa con
mucho cuidado. Es un vestido cruzado de color verde oscuro que me hace unas
tetas de infarto y enfatiza mis curvas.
—Esto... gracias.
—Ya, está claro que no te estoy diciendo nada que no supieras, pero, aun
así, está bien oírlo, ¿no crees? —Le resta importancia. Alguien llama a la puerta
antes de que pueda continuar—. Ahora vuelvo. ¡Disfrutad de la fiesta!
Y desaparece dejando un rastro de purpurina.
Me siento como si un tornado me hubiera zarandeado y me hubiera
escupido en un lugar completamente distinto del que estaba en un principio. No
ha sido una experiencia del todo desagradable, pero sí me ha dejado muy
desorientada. Tomo un buen trago de bourbon porque los nervios están a punto
de jugarme una mala pasada.
—¿Siempre es así?
—No. —Eros se encoge de hombros—. Cuando recibe visitas se
descontrola.
No me cuesta nada leer entre líneas. Tiene un personaje público, al igual
que nosotros dos. Por lo que he podido observar, le gusta que la gente no la tome
en serio, que vean a una chica alegre, guapa y tonta, y no indaguen en lo que hay
bajo la superficie. Es solo que no me había dado cuenta de que sus niveles de
energía fueran así de... intensos.
—Ya veo.
Eros se acerca y me envuelve entre sus brazos. Me asusta lo natural que se
siente, como si lleváramos abrazándonos mucho más que un par de días. No me
tenso y consigo sonreírle como si estuviera loca por él. La calidez en su rostro
siempre me deja de piedra, pero consigo enmascarar mi reacción. Se inclina
hacia mí para hablarme al oído.
—Dentro de una hora o dos la gente empezará a marcharse a otras fiestas o
locales.
En realidad, no me cuesta nada interpretar este papel con él durante un par
de horas. Puede que esta fiesta esté a rebosar de gente que me he pasado años
evitando, pero el único miembro de los Trece a la vista es Hermes, así que ya es
mejor que los eventos en la torre Dodona a los que mi madre insiste en llevarme
a rastras.
Me doy la vuelta en los brazos de Eros. No me suelta, se limita a recostarme
contra su pecho y descansa la barbilla sobre mi cabeza. No entiendo por qué
siento que esto es un gesto tan íntimo como el abrazo, pero no voy a separarme
de él solo porque me vaya el corazón a mil por hora como si hubiera subido
corriendo un tramo de escaleras.
De repente, mi atención recae en un hombre al otro lado de la estancia y me
olvido por completo de Eros.
—Será hijo de puta...
Tensa los brazos a mi alrededor, me hace retroceder un paso cuando lo
único que quiero es liberarme.
—No sabía que iba a venir.
Orfeo.
El capullo cuyo egoísmo no solo le rompió el corazón a Eurídice, sino que
puso su vida en verdadero peligro. Antes de aquella noche, su relación iba en
serio, y ella lo quería con toda su alma. La ruptura la ha dejado hecha polvo, pero
Orfeo no ha perdido el tiempo en los meses que han pasado. Cada vez que me
despisto, sale en los titulares de Las Musas de Hoy por las fiestas que se pega y
por tirarse a una persona despampanante tras otra. En la actualidad se especula
que está destrozado y solo busca amainar el dolor de su corazón roto, pero eso es
una gilipollez.
Si de verdad quisiera a Eurídice tanto como ha hecho ver, no le habría
tendido una trampa. Como mínimo se habría disculpado por todo el dolor que le
ha causado.
En vez de eso, está aquí, ataviado con un traje de marca y apoyado en la
pared junto a una mujer a la que reconozco: Casandra. Por la sonrisa que luce él
en su cara bonita, diría que está haciendo uso de su encanto a la enésima
potencia. Puede que lo odie, pero hasta yo he de admitir que el tío sabe cómo
engatusar. Su madre es una modelo coreana que dejaría hasta a Afrodita a la
altura del betún, y su padre es un hombre de negocios sueco.
Por su parte, Casandra parece harta de toda la situación. Es más o menos de
mi talla, con una melena roja brillante y una boca generosa con las comisuras
caídas por naturaleza. También tiene la reputación de no aguantarle gilipolleces a
nadie.
—Déjame —digo en voz baja.
—Psique...
Me tomo de un trago lo que me queda de bebida y me doy la vuelta para
enfrentarme a Eros. Sé que estoy cometiendo un error, pero me da igual. Parece
que últimamente soy propensa a esta actitud. El alcohol ya me nubla los
pensamientos, aviva la furia que llevo demasiado tiempo alimentando.
—Eurídice casi se muere. No estabas allí esa noche. Perséfone sí. El hombre
que la perseguía llevaba un cuchillo. La única razón por la que acabó así fue
porque Orfeo la vendió a Zeus. —Eros se ha colocado la máscara impasible. Lo
odio. Odio que pueda mantener la vista en el objetivo final mientras que yo estoy
a punto de marcarme un Calisto y buscar un cuchillo para apuñalar a Orfeo—.
Déjame —repito.
Por un instante creo que no lo hará, pero al final me suelta el tiempo
suficiente para envolverme los hombros con un brazo. En un parpadeo, vuelve a
lucir su sonrisa de mujeriego.
—Charlemos un rato con él.
Dudo.
—¿Conoces a Orfeo?
A medida que voy formulando la pregunta, me doy cuenta de lo absurda que
es. No es que se muevan por los mismos círculos, pero es imposible que no
hayan interactuado antes. Apolo lleva años en su puesto, por lo que su hermano
pequeño, Orfeo, ha estado asistiendo a las mismas fiestas que Eros y yo. Así se
conocieron Eurídice y él.
—Lo suficiente.
No sé a qué está jugando, pero casi me hace olvidar la rabia que siento.
Casi. Dejo que Eros nos guíe hasta Orfeo. Está tan absorto en Casandra que ni
siquiera levanta la vista hasta que estamos a su lado.
La forma en la que palidece cuando me ve me da ganas de soltar una
carcajada. O eso haría si no estuviera tan ocupada intentando no ponerme a
gritar. Eros me da un apretoncito en el hombro, su expresión completamente
relajada.
—Orfeo, conoces a mi mujer, ¿verdad? —Me echa una mirada totalmente
metido en el papel de mujeriego encantador—. ¿No salía con tu hermana
pequeña?
—¿Tu mujer? —Parece que al tío vaya a darle algo—. No sabía que
estuvierais saliendo.
—Saliendo no. Estamos casados. —Eros cambia el tono y se me eriza el
vello de la nuca—. Supongo que eso convierte a Eurídice en mi hermana, ¿no?
Orfeo se tambalea un poco. No sé si es porque está borracho o porque le
aterra Eros. Quizá si fuera mejor persona me sentiría mal por disfrutar tanto de
verlo a punto de mearse en los pantalones, pero quiero que sufra. Me giro hacia
Eros y le pongo una mano en el pecho.
—Sí, así es. —Sonrío, pero dejo que una pizca de maldad se asome a mi
rostro—. Sé lo mucho que proteges a tu familia, cariño.
—Pues sí. Me encanta, la verdad. —Se inclina un poco, no es que se ponga
cara a cara con Orfeo, pero la amenaza sigue estando latente—. Me jodería
muchísimo que alguien le hiciera daño a nuestra dulce Eurídice. Lo entiendes,
¿verdad?
Casandra toma vida. Entrecierra los ojos oscuros, enfatizados con un
delineado negro tan afilado que podría cortar.
—¿Estás amenazando al hermano pequeño de Apolo?
—¿Qué pasa si lo hago?
Curva los labios.
—Por mí no te cortes. —Se separa de la pared y le dice adiós con la mano
de forma perezosa a Orfeo—. Que te vaya bien.
—Espera...
Sacudo la cabeza, la ira todavía me controla.
—A ver si pillas las indirectas. Nadie te quiere aquí. Vete.
—Helena me ha invitado. —Incluso su cara de desprecio es atractiva.
Resulta que eso me cabrea todavía más.
Eros mira por encima del hombro.
—Helena.
Aparece a nuestro lado como por arte de magia. Casi espero que una nube
de purpurina brote de su cuerpo y vestido, pero todo sigue en su lugar. Luce una
expresión neutral muy estudiada.
—¿Hay algún problema?
—Ya va siendo hora de que Orfeo se largue.
—Ah, cierto. —Se ríe, un sonido alegre y cantarín—. Márchate ya, Orfeo.
Él se yergue, pero si se cree que puede intimidar a estos dos es más tonto de
lo que pensaba.
—Mi hermano se va a enterar de esto.
—¿No me digas? —Helena ladea la cabeza—. Y ¿también va a enterarse de
que estabas persiguiendo a Casandra como un pervertido que no sabe lo que
significa la palabra no? Porque, la verdad, creo que a Apolo le interesaría
muchísimo saberlo.
Ah. Así que los rumores sobre Apolo y Casandra son ciertos, al menos en lo
que respecta al interés que él siente por ella. Por lo que he visto, ella le presta la
misma atención que le estaba prestando a Orfeo... Es decir, la suficiente para
dejarlo plantado en cuanto aparece. El hecho de que trabajen juntos solo parece
complicar el asunto.
Orfeo parece darse cuenta de que no es rival para nosotros y nos mira con
desdén.
—No podéis tratarme así.
—Cielo. —La dulzura que emana de la voz de Helena esconde una daga
asesina—. Mira a tu alrededor. Todos estamos relacionados con los Trece de una
forma u otra. Aquí no eres especial. Vete a jugar con tus groupies y no te
molestes en volver a presentarte en una de mis fiestas. Sería muy vergonzoso
tener que llamar a seguridad para que te echen.
Suelta un taco, pero se da la vuelta y se va mientras todos los invitados lo
siguen con la mirada. Cuando cierra la puerta a sus espaldas, Helena se aparta el
pelo del hombro con un aspaviento.
—Joder, menudo gilipollas. ¿Por qué lo he invitado?
—Porque dices que es un gilipollas pero te encantaría sentarte en su cara —
revela Eros tranquilamente.
—Ah. Cierto. —Helena chasquea los dedos—. Tienes razón, se me había
olvidado. —Me lanza una mirada arrepentida que parece genuina—. Por
supuesto, no lo habría tocado mientras estaba con tu hermana, pero tengo un
gusto terrible con los hombres y mi gusto por las mujeres es más que
cuestionable. Qué le voy a hacer.
—Ah... vaya. —No la culpo. ¿Por qué le iba a importar la salud mental de
Eurídice? No se conocen y en esta ciudad cada uno mira por sí mismo. Sobre
todo esta gente. Esbozo una sonrisa falsa—. Sin rencores.
—Qué mona eres cuando mientes. —Su sonrisa se vuelve afilada—. Lo
decía en serio. Para mí está muerto. Nada de fiestas, ni nada de sentarme en su
cara. Ahora mismo eres prácticamente de la familia, y la familia permanece
unida, para bien o para mal.
No puedo fiarme de ella. No puedo fiarme de nadie en esta sala, ni siquiera
de Eros. Pero mientras dejo que Helena me arrastre hasta la mesa del salón para
empezar un juego de beber, me descubro deseando que pudiera.
25
Eros

Mi esposa está borracha. Borracha como una cuba. Se apoya en mí mientras yo


forcejeo para colocarle el abrigo. Psique está mona hasta cuando va pedísimo, y
la irritación que sentiría si fuese otra persona ni está ni se la espera.
—Me cae bien.
Psique apoya la cara en mi pecho y le brinda una sonrisa a Helena.
—Tú también me caes bien.
Helena se relaja por primera vez desde que hemos llegado. Todo el mundo
se ha ido, hasta Eris, y Helena ha hecho desaparecer su frenético alter ego.
—Podéis quedaros a dormir si queréis.
Sería más seguro quedarse, pero, por desgracia tengo que contraponer el
pequeño peligro que supone volver al ático a los grandes perjuicios que
podríamos sufrir si nos quedamos. Con mala cara, le explico:
—Y mañana por la mañana, cuando nos vayamos, nos harán mil fotos y se
inventarán que hemos hecho un trío sórdido porque ya se ha apagado la chispa de
nuestro matrimonio tan solo una semana después de la boda.
—Bueno, me lo pensaría si tú no fueras tú y si ella no estuviese en la mierda
—contesta encogiéndose de hombros.
—Tus cumplidos dejan bastante que desear. —Me río entre dientes unos
segundos mientras Psique se aparta de mí dando tumbos, y me veo obligado a
cogerla de la cintura con el brazo para mantenerla erguida—. Aunque no tendrías
que haberte puesto a jugar a juegos de beber con mi esposa.
—Pues ella parecía estar pasándoselo bien.
—¡Superbién! —Psique se tambalea y me toca dar dos pasos para
compensarlo y no acabar ambos en el suelo.
Helena se inclina hacia delante y le coge la mano a mi mujer.
—Ahora somos hermanas, que lo sepas. No hay vuelta atrás.
Justo en ese instante me doy cuenta de que no es que Helena vaya muy
sobria que digamos. «Me cago en todo.»
—Cierra con llave cuando nos vayamos.
—Sí, Eros. —Una sonrisa burlona se adueña de su rostro—. El matrimonio
te sienta bien. Pareces feliz. Cuídala bien, que se quede contigo.
«Esa es mi idea.»
Pero no puedo decirlo en voz alta. Aquí no. Ahora no. Y así no, desde
luego.
—Adiós, Helena. —Arrastro a Psique por la puerta, me espero a que Helena
cierre el pestillo, y después vamos al ascensor. Cuando entramos, le echo un ojo
a Psique—. ¿Tienes ganas de vomitar?
—No. —Parece que se le está complicando lo de abrir del todo los ojos—.
Pero me siento torpe.
A ver si me dice lo mismo cuando nos montemos en el coche, pero, bueno,
siempre puedo bajar un poco el cristal y, con suerte, el frío viento nocturno le
aliviará los mareos. Con cuidado, la cojo con fuerza al ver que se tambalea.
—¿Te lo has pasado bien?
—¿Sí...? —Sacude la cabeza—. Madre mía, estoy borracha. Llevo sin
ponerme así desde que celebré mis veintiuno. Y solo me emborraché porque
Perséfone y Calisto me engañaron. —Frunce el ceño y añade—: Lo siento.
Estaba de los nervios, y Helena parecía superdicharachera, y me pasé de copas.
—Suele pasar en las fiestas de Helena.
Psique me suelta todo eso de forma caótica, y una parte de mí quiere
presionarla para que me cuente más, para que comparta más información
conmigo. No, información no. No puedo fingir que no me interesa saber lo que
de verdad piensa de mí. Descubrir si cada vez se va acercando más a enamorarse
de mí tal como yo me he lanzado de lleno a hacer con ella sin darme cuenta,
hasta el punto de que no hay vuelta atrás. Consigo contener las ganas de
interrogarla, pero por poco.
Me siento bien con ella entre mis brazos, dulce y suave. Está hasta más
guapa. Analizo nuestro reflejo en los espejos de las puertas del ascensor.
Quedamos... bien juntos. No en plan como cuando se colocan dos personas
atractivas una al lado de la otra. La cabeza de Psique descansa sobre mi hombro
y tiene los ojos cerrados. Como si fuésemos una pareja de verdad. Siento una
punzada en el pecho ante la intimidad desenfadada que veo reflejada, un anhelo
tan intenso que apenas me deja respirar.
Si encontramos la forma de sortear la amenaza de mi madre, si aprendemos
a vivir juntos... esos podríamos ser nosotros. Todo el tiempo.
Una pareja de verdad.
La punzada del pecho se intensifica. Lo quiero, lo ansío tanto que no puedo
evitar estrechar a Psique más contra mi cuerpo. Entre los dos, juntos,
encontraremos la solución. Ya hemos demostrado que somos un equipo
estupendo cuando intercambiamos ideas.
Mi madre está acabada.
Entonces, se abren las puertas del ascensor que dan al garaje y pierdo la
reciente esperanza que había albergado.
La seguridad del edificio de Helena se parece mucho a la del mío. Hay
vigilantes apostados tanto en las puertas del ascensor como en la propia entrada
al garaje. Cuando llegamos, había una mujer en la cabina que hay cerca del
ascensor.
Ahora no hay nadie.
Debe de haber una explicación lógica, pero no estoy dispuesto a arriesgar la
vida de Psique. Me coloco delante de ella, mientras pienso rápido qué hacer. Mi
coche está a tres filas de aquí. No llego a verlo. Ni de coña puedo ir hasta el
coche, confirmar que no hay ningún peligro y sacarnos de aquí sin perder de vista
a Psique. Quizá podría hacerlo si estuviese sobria, pero ese barco ya zarpó hace
un buen rato.
Podríamos volver al apartamento de Helena, pero sería correr un riesgo por
varios motivos. O bien le llevo los problemas a domicilio, o bien ya se ha
desplomado en la cama y no se enterará de nada ni aunque eche la puta puerta
abajo. Ninguna de las opciones es buena idea.
Solo puedo hacer una cosa.
Empujo a Psique dentro de la cabina de la vigilante. La puerta está
entreabierta, otro indicio más de que ha ocurrido una desgracia. La empujo
dentro y le rodeo el rostro con las manos.
—Psique, necesito que se te pase el pedo y lo necesito ya.
—Lo intentaré —me dice parpadeando y asintiendo.
Es una causa perdida, pero, si consigo que se centre un par de minutos, todo
saldrá bien. Cojo el móvil y se lo pongo en las manos.
—Tienes que llamar a los de seguridad y decirles que ha habido un fallo. No
sabemos dónde está la vigilante. ¿Crees que puedes hacerlo?
—¿Sí...?
Joder, no las tengo todas conmigo, pero no puedo hacer otra cosa. La suelto
y me dirijo a la puerta.
—No le abras la puerta a nadie, salvo a mí. ¿Me has entendido? Ni a un
vigilante, ni al jefe de seguridad, ni siquiera al propio Zeus.
—No le abriría la puerta a Zeus. Me parece un poco gilipollas.
—Es un gilipollas —contesto asintiendo. No puedo hacer más que dejarla
aquí y cruzar los dedos.
Salgo de la cabina y cierro la puerta, que se bloquea al instante. Un pequeño
alivio. Además, el cristal es a prueba de balas y la base es de un buen hormigón,
por lo que, aunque se diese el caso de que alguien la embistiera con el coche,
sufriría más el vehículo que la cabina. En este momento es imposible que esté
más a salvo.
Mira que sabía que tenía que traerme una pistola... Pocas veces salgo de
casa sin una, pero los anfitriones suelen ponerme mala cara. Sin contar un par de
excepciones, en las fiestas de Olimpo se prefiere limitar la violencia a las
palabras y los jueguecitos de poder. A los Trece y sus círculos más cercanos les
gusta fingir que son el culmen de la elegancia; se dejan el trabajo sucio para las
sombras de los momentos más oscuros de la noche.
Pero sí que llevo una pistola en el coche.
Despacio, recorro la mitad del pasillo del garaje, esforzándome por no
perder de vista a Psique. Está al teléfono, con el rostro oculto tras una máscara de
ebria concentración, así que confío en que los refuerzos no tarden en llegar. No
es que pueda confiar del todo en la seguridad del edificio, no con el bienestar de
Psique en juego, pero sí que confío en que Helena los despellejará vivos si me
pasa algo. Lo saben, y no se arriesgarían a ir contra mí y mis allegados de forma
evidente.
Pero, si mi madre los ha convencido, podrían tomarse su tiempo en venir.
El garaje está todo lo bien iluminado que puede estarlo un garaje, es decir,
hay miles de sombras. Cada coche que dejo atrás cuesta una auténtica fortuna y
reluce bajo la tenue luz del lugar. Lo único que se oye es el ruido de las suelas de
mis zapatos en el hormigón.
Me siento muy tentado a suponer que es todo paranoia mía. Es posible que
la vigilante de seguridad se haya ido al baño o algo así, pero, en los años que
llevo visitando a Helena, jamás he visto la cabina vacía. No puedo arriesgarme a
poner en peligro la vida de Psique.
Llego a mi coche. No parece que le hayan hecho nada, pero echo un vistazo
por si acaso y, después, me agacho y enciendo la linterna del móvil para
comprobar el chasis. La verdad, no creo que mi madre esté tan cabreada como
para hacerme daño a mí, pero es tan inestable que no puedo dar nada por sentado.
Pasan cinco minutos y me quedo tranquilo de que nadie le ha hecho nada a mi
coche.
Y es justo entonces cuando oigo el primer disparo. Se oye apenas un
susurro, el silbido leve de una bala atravesando el silenciador. La
resquebrajadura de un cristal. Los gritos de Psique.
En un segundo me levanto y me pongo en movimiento. Joder, me siento
muy tentado de echar a correr, pero eso sería ponerme una diana gigante sobre
mí. Si fuese el agresor, me dispararía al hombro para obligar a Psique a salir de la
cabina. Puede que mi madre no quiera verme muerto, pero dudo que le molestara
una herida superficial si así elimina a mi esposa de la ecuación.
Me agacho entre los coches, moviéndome todo lo rápido que puedo y sin
levantarme para que el agresor no me vea. Otro disparo. Y uno más. Psique no ha
parado de gritar, pero el cristal no se ha hecho añicos. Todavía está a salvo.
Por fin veo al agresor cuando llego a la última fila de coches. Es un tío
blanco, bajito, con unos vaqueros negros anodinos, y una camiseta y una gorra
del mismo color. Mira a su alrededor, consciente de que estoy por la zona, y
vuelvo a esconderme entre las sombras, entre dos coches. Despacio, el hombre
traza un círculo mientras recarga el arma y, después, vuelve a apuntar a la cabina.
Aprieta el gatillo y aumenta la telaraña de cristal justo a la altura de la cara de
Psique.
Sufro un cortocircuito provocado por la rabia y el miedo. Dejo de pensar,
dejo de plantearme qué debo hacer a continuación. Lo embisto. El hombre
empieza a volverse, pero soy demasiado rápido. Lo derribo con un buen placaje
que nos hace saltar a los dos por los aires, y el arma cae al suelo. Da igual. No la
necesito.
No le doy tiempo para que intente darse la vuelta. Me limito a reventarle la
cara contra el suelo una vez, dos, tres, y una vez más solo por si acaso. Parece un
muñeco de trapo. Me tiemblan las manos. ¿Por qué cojones me tiemblan las
manos? Me arrodillo sobre su espalda, dividido entre las ganas que tengo de
asegurarme de que jamás vuelva a ponerse en pie y lo poco que quiero demostrar
el monstruo que soy al sentir cómo Psique me está observando. Que ella sepa de
lo que soy capaz es una cosa, pero que lo vea es otra muy diferente.
—¡Eros! —El cristal amortigua su voz, pero el miedo que destila es
evidente. No quiero mirar, no quiero volver a vivir nunca más que me mire con
miedo. Por mucho que me lo merezca... que me lo merezco. Soy un puto
desastre.
El ruido que hace la puerta de la cabina al abrirse consigue que haga lo que
nada podría haber logrado: que me mueva. Me aparto del hombre y me coloco
entre Psique y él.
Pero Psique no lo está mirando a él. Se acerca dando traspiés hasta mis
brazos y se aferra a mí con una fuerza que me roba el aliento.
—Serás imbécil... ¿Qué se te ha pasado por la cabeza? ¡Podría haberte
matado!
El asombro me hace volver a poner los pies en el suelo.
—Te estaba disparando a ti.
Me coge de la pechera de la camisa y me mira con los ojos brillantes.
—No vuelvas a hacer algo así. Si te hubiese dado, yo...
Se abren las puertas del ascensor e interrumpen lo que fuera que Psique
estuviese a punto de decir. El personal de seguridad se precipita por la zona en
avalancha. Después, todo ocurre muy deprisa. Cuando se dan cuenta de que se
trata de un incidente entre miembros de los Trece, detienen al asesino y esperan
la llegada de las fuerzas de Ares para que solucionen lo ocurrido. Les dejo mis
datos y le meto prisa a Psique para que se suba al coche.
Se hunde en el asiento del copiloto, acurrucada con mi abrigo. Se le ha
pasado el pedo muy rápido, y detesto ver lo asustada que está, pero no intento
tocarla por miedo a que se aleje de mí. Giro para salir a la calle y pongo rumbo a
mi casa.
—Jamás dejaré que te pase nada.
—¿Te has perdido la parte en la que me preocupaba por tu vida? —
pregunta, y veo que los nudillos con los que se aferra a mi abrigo están blancos.
—Tenía las cosas bajo control. —Al ver que no parece convencida, intento
explicarme un poco más—. Y, aunque no fuese el caso, mi madre no quiere
verme muerto a mí.
—Para eso solo hace falta una bala, y poco importa lo que quiera Afrodita.
—Cierra los ojos, pero los vuelve a abrir al instante y baja un poco la ventanilla
—. No estoy lo suficientemente lúcida para tener esta conversación ahora. Lo
siento.
—No lo sientas. —Soy yo el que lo siente, pero solo siento que mi madre
haya conseguido echar a perder una noche muy buena. Antes de que pasara esto
nos lo estábamos pasando genial, habíamos abierto una pequeña vía de escape en
lo que se suponía que era un lugar seguro. Psique se ha relacionado con algunos
de mis conocidos, ha bajado un poco la guardia, y lo único que ha conseguido a
cambio por sus molestias ha sido un intento de asesinato contra su persona—.
Esta ciudad es tóxica, joder.
—Lo de esta noche traerá consecuencias. —Se le están cerrando los ojos
otra vez, pero no los vuelve a abrir.
—Lo sé —respondo en un susurro.
El asesinato no es legal en Olimpo. Ni de lejos. Eso no impide que los Trece
contraten a gente como yo para hacerles el trabajo sucio entre las sombras, pero
eso es algo que no se dice en voz alta. Al atacar a Psique en el edificio donde
vive Helena al irse de una fiesta, mi madre ha sacado a la luz pública nuestros
problemas; o lo hará si se la puede llegar a relacionar con el atentado. Zeus se
involucrará en el caso porque su hermana está parcialmente implicada. Ares
abrirá una investigación. No me cabe la menor duda de que Deméter y Perséfone
se presentarán ante mi puerta en cuanto se enteren, así que Hades también estará
mezclado en este asunto.
La situación ya era complicada, y ahora solo va a empeorar.
Debería alegrarme, pero no puedo quitarme de encima la sensación de que,
de una forma u otra, se volverá en mi contra. Mi madre puede ser demasiado
impulsiva, pero no es tonta. Se habrá asegurado de que nada la relacione con ella
directamente; o, al menos, no solo con ella.
No, otra persona pagará las consecuencias por lo que ha pasado esta noche.
Lo tengo claro.
Da igual lo bien que luchara Psique por asistir a la fiesta con sus
argumentos. Yo sabía cuáles eran los riesgos, sabía que mi madre no iba a parar.
Pensé que podría protegerla, como un tonto. No conté con que Afrodita se
atreviera a atacarnos en el garaje de la residencia de la hermana de Zeus, y
Psique podría haber acabado malherida por mi arrogancia.
La he cagado.
26
Psique

Me despierto en la cama con la cabeza dándome martillazos. Lo último que


recuerdo de anoche fue perder la batalla por mantener los ojos abiertos en el
coche de Eros. Eso significa que me llevó en brazos hasta la cama. Otra vez.
Gruño y hago la croqueta para encontrarme con una botella de una bebida
isotónica y unas pastillas de ibuprofeno en la mesilla de noche. No hay nota, pero
¿por qué iba a haberla? Eros es demasiado práctico para intentar convertir esto en
un gesto romántico.
Y, aun así... me parece romántico.
Me está cuidando. Sin elegancia, sin acciones ostentosas. Solo un acto
sencillo con el que satisfacer mis necesidades. Es chocante y un poco
desconcertante, y me gusta más de lo que debería.
Consigo incorporarme y tomarme las pastillas, después me adentro en el
baño para lavarme los dientes, quitarme el horrible sabor que tengo en la boca y
darme una ducha rápida. Cuando me visto y salgo en busca de Eros, ya me siento
medio humana.
Lo encuentro en la habitación del pánico, insertando datos en los monitores
del ordenador que tiene delante. Me echa un vistazo cuando entro y su sonrisa
leve no ayuda a empañar las marcadas ojeras que hay bajo sus ojos azules. Me
detengo.
—¿Has dormido algo?
—No he tenido tiempo. —Se vuelve hacia los monitores—. Ya hemos
recibido una citación por parte de Perseo, Zeus, para última hora de la mañana.
Sé que queríamos reservárnoslo como última opción, pero ese barco ya ha
zarpado y, si te soy sincero, si no me hubiera citado lo habría llamado yo mismo
y habría organizado una reunión.
Porque Afrodita ha pasado al ataque. Creo que, hasta ahora, una parte de mí
aún creía que se estaba marcando un farol. Pero no, y eso significa que
necesitamos armas más poderosas que las que Eros o yo podemos aportar a la
batalla. Inspiro poco a poco.
—¿Cuál es el plan?
—Ya no hay esperanzas de mantenerlo en secreto. Aunque la asesina no
esté dispuesta a confesar, tenemos que contar la verdad o nos arriesgamos a que
la totalidad de los Trece se nos eche al cuello, cosa que airearía nuestros trapos
sucios. Al menos Zeus tiene motivos para encontrar una solución a puerta
cerrada.
La opresión que siento en el pecho se ve reflejada en su cara.
—No se va a poner de nuestra parte para enfrentarse a Afrodita. Ella es una
de los Trece.
—Hay leyes específicas entre los Trece que les prohíben sublevarse ante el
resto de ellos y sus familias. Se va a escudar en eso. —Eros suspira—. Si
estuviéramos hablando del antiguo Zeus, estaría de acuerdo contigo en que nos
estaríamos arriesgando mucho. Pero, aunque ya no se puede considerar que
seamos amigos, conozco a Perseo desde que éramos pequeños. No va a dejar que
mi madre se salga con la suya.
—Tal vez. O tal vez decidirá que la estabilidad de Olimpo vale más que
nuestras vidas.
—No permitirá que te mate. Da igual lo que digan de él, Perseo no es su
padre. Confía en mí, aunque no confíes en él. Veremos qué tiene que decir y ya
vamos viendo qué hacer. —Eros le echa un vistazo a su reloj—. Tenemos que
salir dentro de dos horas.
No sé cómo puede estar tan tranquilo mientras en mi interior se cuece algo
verdaderamente desastroso. Tengo que poner cierta distancia entre nosotros,
moverme y expulsar parte de este horrible sentimiento que albergo dentro.
Cuanto más tiempo me quedo aquí, más recuerdos de la noche anterior me llegan
como oleadas. El miedo que sentí cuando ese hombre levantó la pistola y me
apuntó a la cara, lo agobiante que fue saber que el cristal no aguantaría para
siempre... Pero todo eso no fue nada comparado con lo que sentí cuando apareció
Eros y le hizo un placaje.
Por naturaleza, siempre me enfrento a la verdad, por dura que sea. Puede
que le mienta a la mayor parte de los habitantes de esta ciudad, pero no puedo
sobrevivir si me miento a mí misma. Sé lo que quiere decir ese pavor, aunque no
estoy preparada para admitirlo.
—Tengo que salir.
Se sobresalta como si le hubiera dado un golpe.
—¿Qué? No puedes salir a la calle.
—No, salir a la calle no. Marcharme. —Lo que digo no tiene sentido. Sé
que no tiene sentido, pero no puedo evitarlo. Las garras del pánico me van
subiendo por la garganta. Camino hacia atrás y atravieso el umbral de la puerta
—. Es que... no puedo.
—Psique, espera. —Eros, mi monstruo aterrador, parece preocupado por mí
de verdad, y eso hace que el pánico empeore. ¿Cuándo he empezado a verlo
como hombre y no como oponente? Es demasiado para mí. Y, sobre todo, es
demasiado pronto.
No dejo de retroceder, y él no para de seguirme, todavía confuso y
preocupado. Al menos guarda las distancias, pero no es suficiente para el estado
en el que me encuentro.
—Dime qué pasa.
Niego con la cabeza.
—No puedo hacerlo.
Me sigue como una sombra por el pasillo, deja una distancia precavida entre
nosotros, aunque sigue alargando las manos hacia mí.
—Encontraremos la forma de salir de esta. Su gente no te va a tocar.
Pero no tendrán por qué hacerlo, ¿verdad? Una risa histérica mana de mi
interior. Afrodita no tendrá que hacerse con mi corazón, porque Eros ya amenaza
con completar esa misión. No necesita tener mi corazón como tal en las manos
para poder destruirme sin remedio. Ya está demasiado cerca, ya es demasiado
abrumador; es demasiado en general. Retrocedo hasta el vestíbulo, la sala de los
espejos, y me paro sobresaltada al verme rodeada por decenas de nuestros
reflejos en todas las superficies habidas y por haber.
—Eros, yo... —Se mueve más rápido de lo que anticipo y me coge de las
manos. Con suavidad, pero ya sé que, si intento tirar y quitármelo de encima, no
podré liberarme—. Por favor —susurro.
—Dime qué pasa —repite—. No puedo enfrentarme a lo que no veo.
Dioses, estoy enamorándome de verdad de él. Cierro los ojos y de ellos cae
una única lágrima. No puedo controlar mis sentimientos, ya lo he demostrado
con creces, pero al menos no tengo que confesárselo. No sé cómo reaccionará, y
la verdad es que no puedo soportar la idea de que la frialdad vuelva a asomar a
sus ojos como respuesta.
En vez de eso, escojo una verdad diferente.
—Tengo miedo.
Parece realmente dolido.
—Lo siento —se disculpa por fin—. Debería haber anticipado que
reaccionaría de esta forma, pero no lo hice. No volverá a pasar. Soy consciente
de que no tienes razones para fiarte de mí por lo que soy, pero...
—Por lo que eres —repito. Mi miedo se transforma en una furia salvaje, un
sentimiento tan intenso que me tiembla todo el cuerpo—. ¿Qué es lo que eres?
Me suelta la muñeca y da un paso atrás. Los espejos que nos rodean
proyectan imágenes desde todas las direcciones, muy oportuno para esta
situación, pero yo estoy demasiado concentrada en el hombre que está delante de
mí como para darle más vueltas a ese pensamiento. Aparta la mirada, pero centra
la atención en el reflejo que le devuelve el espejo más cercano y esboza una
mueca.
—Ya sabes lo que soy.
—Sorpréndeme.
Curva los labios, pero sus ojos no muestran alegría alguna. Hace un gesto
con la mano hacia el espejo que tiene a la derecha.
—Un fracaso. —Al espejo de la izquierda—. Un asesino. —Al espejo a sus
espaldas—. Un monstruo.
—Eros —susurro. Ya ha mencionado muchas veces que se considera un
monstruo y, aunque admito que sus acciones pasadas han sido monstruosas, odio
que se eche toda la culpa e ignore las condiciones que lo condujeron a ese punto.
No puedo hacerle cambiar de idea. Ni siquiera estoy segura de si debería hacerlo.
Pero, después de lo acontecido en el garaje, lo único que quiero es
intentarlo.
—No puedes irte —susurra él también—. Sé que ahora mismo no quieres
verme ni en pintura, pero este es el único lugar de Olimpo en el que sé que estás
a salvo de mi madre. Así que... por favor. Por favor, no te vayas.
—Eros —repito—. ¿Quieres saber lo que veo cuando te miro?
Se estremece. Este hombre frío y arrogante se estremece ante mi pregunta.
—Supongo que es lo mínimo que puedo hacer después de todo lo que te he
hecho pasar.
«Ay, Eros.»
Deslizo la mano por la suya. Está tan tenso que sé que está esforzándose por
no apartarse de mí, para no retroceder a una distancia que le parezca más segura.
Nos doy la vuelta para encararnos al espejo que hay junto a la entrada. Eros
intenta no mostrar sus sentimientos, pero, aun así, parece dolido mientras yo
tomo aire.
—Veo a alguien leal.
Noto cómo le da un espasmo en la mano que sostengo.
—Psique...
—No he acabado. —Nos hago girar hacia el espejo de la derecha—. Veo a
alguien ambicioso.
—No sé si eso se puede considerar una virtud —farfulla.
Aun así, me permite movernos hasta que estamos frente al siguiente espejo.
—Veo a alguien tan listo como inteligente.
—Son lo mismo.
—No, en realidad no.
Me mira con tormento.
—¿Por qué estás haciendo esto?
«Porque te quiero.» Trago saliva.
—Porque durante mucho tiempo solo te han dicho cosas negativas sobre ti
mismo, así que te las has creído. Todas las personas contienen un equilibrio entre
el bien y el mal en su interior. Incluso tú. Sobre todo tú.
—Psique... —Baja la mirada hacia mí como si nunca me hubiera visto antes
—. No te merezco.
El sentimiento salvaje de mi interior se vuelve más intenso.
—Creo que ya hemos dejado claro que soy un ser humano con sus defectos,
igual que tú.
—No. No somos iguales. —Me da la vuelta para que estemos de cara a los
espejos y se coloca a mis espaldas. Hacemos muy buena pareja, incluso aunque
él aún muestre una mirada frenética en los ojos y yo esté temblando como un
flan. Jamás nos habría considerado una pareja que pegaría, pero el tiempo que
hemos pasado juntos me ha demostrado lo contrario.
Eros enreda mi melena en el puño sin apartar los ojos de los míos.
—¿Sabes lo que veo yo cuando te miro?
Abro la boca para soltar algún chiste, pero las palabras mueren antes de
llegarme a la lengua. Me humedezco los labios.
—Esto no va sobre mí.
—Te equivocas, preciosa. Siempre ha ido sobre ti. —Inspira poco a poco,
siento cómo tiembla su cuerpo levemente cuando se me pega a la espalda. Habla
en voz tan baja que casi no le oigo—. Veo una mujer que no merezco, pero que
hace que quiera ser mejor persona para poder merecerla algún día. Veo a una
diosa.
Me giro en sus brazos. Las palabras que me había prometido no decir
intentan escapar, y hago lo único que se me ocurre para evitarlo. Lo beso. En
cuanto mis labios se encuentran con los de Eros, parece que algo estalla entre
nosotros. Me tira del pelo para echarme la cabeza hacia atrás y profundizar el
beso. Jamás en toda mi vida podré besarlo lo suficiente. Lo convierte en un arte,
en una conexión embriagadora que se me sube a la cabeza.
Rompe el beso el tiempo necesario para decir:
—Te necesito, esposa.
—Sí. —Le agarro de la parte inferior de la camisa y tiro de ella hacia arriba
para sacársela por encima de la cabeza—. Yo también te necesito.
—Soy tuyo. —Pero me agarra de las manos y evita que le desabroche los
pantalones—. Espera. El condón.
Sería inteligente y lógico tenerlo en cuenta, pero ahora mismo no quiero ser
ni inteligente ni lógica.
—Ya sé que dije que no deberíamos tomar decisiones en caliente, pero es
que no quiero usar condón. —Vacilo—. A no ser que tú quieras.
Vuelvo a notar ese leve temblor en sus manos, donde me agarra por las
muñecas.
—Tienes que estar segura.
Me da igual ser una irresponsable, ya estoy asintiendo.
—No quiero que nada se interponga entre nosotros. Te quiero a ti, sin más.
Me toma la palabra. Vuelve a reclamar mi boca mientras se apresura a
quitarme las bragas y el sujetador. Sus pantalones caen al suelo un instante
después y, enseguida, se cierne desnudo sobre mí, el delicioso roce de su piel
contra la mía se me sube a la cabeza. Le hundo las manos en los rizos y estiro
para hacer que baje hasta el suelo y se tumbe por completo encima de mí.
Solo consigo disfrutar de la sensación de su peso aplastándome contra el
frío suelo de mármol durante un momento antes de que se incorpore para
arrodillarse entre mis piernas abiertas. La expresión que veo en su cara... No
dudo ni por un instante de que me perciba como la diosa que asegura ver. Tengo
bastante buena autoestima, pero cuando Eros me contempla con tal intensidad,
siento como si pudiera caminar por encima del agua.
Quiero que sienta lo mismo. Empiezo a alargar la mano hacia él, pero niega
con la cabeza de forma brusca.
—Todavía no. Si me tocas ahora mismo, me tendrás dentro en un visto y no
visto.
—No me parece mal.
Vuelve a negar con la cabeza.
—Todavía no —repite. Me recorre los muslos con las manos, presiona para
que me abra más de piernas y sigue su camino hasta llegar a mi coño. Me penetra
con dos dedos y suelta un taco—. Estás mojadísima, joder.
—Es culpa tuya —jadeo mientras arqueo la espalda a la par que él gira la
muñeca y acaricia con las yemas de los dedos mi punto G—. ¡Más!
—Te voy a dar más, esposa mía. Te voy a dar todo lo que necesitas.
Aun así, no acelera el ritmo, y cuando intento clavar los talones en el suelo
para elevar las caderas, me planta una mano en el vientre para que me quede
justo donde él me quiere. Joder, qué placer, y el hecho de que me admire sin
perderse detalle solo hace que me excite más.
Eros vuelve la cara.
—Mira.
Sigo sus ojos para toparme con nuestros reflejos. Es muy sexy tenerlo
arrodillado sobre mí, avivando mi placer cada vez más, y verlo todo desde la
perspectiva de otra persona. Casi combustiono al instante. Entonces Eros
empieza a trazar círculos en mi clítoris con el pulgar y ahí sí que combustiono de
verdad.
Apenas me deja acabar de correrme antes de ponerme bocabajo e instarme a
que me ponga a cuatro patas.
—Veo que tienes una vena exhibicionista. —Me acaricia la columna con
una mano y yo gimo como respuesta—. ¿O más bien sería de voyeur?
—Ambas. —Levanto la cabeza para mirar cómo se mueve a mis espaldas,
encuentra la cadera con las manos y me obliga a ponerme en la posición en la
que me necesita. No consigo recuperar el aliento, pero me da igual—. Pero solo
contigo. Solo así.
Un espectáculo en el que él y yo somos los protagonistas y los únicos entre
el público.
—Bien —contesta casi gruñendo—. Porque no quiero compartirte, preciosa.
—Yo tampoco quiero compartirte. —No quiero compartir nada de esto. No
quiero compartir a Eros con nadie.
Cierra los ojos durante un instante.
—Última oportunidad, Psique. ¿Estás segura?
No tengo que preguntar a qué se refiere.
—Sin condón —confirmo.
Eros no vuelve a preguntar. Se lanza hacia delante, coloca la polla en mi
entrada. Me quedo quieta como una estatua, contemplo fijamente la expresión
atormentada que luce en el rostro mientras se hunde dentro de mí, centímetro a
centímetro.
—Eres guapísimo —susurro.
Se ríe un poco, un sonido ahogado.
—Solo... —Respira con dificultad—. Siento que es verdad cuando me miras
así.
—Porque es la verdad.
Reclama mis caderas y empieza a moverse; entra y sale de mi interior con
embestidas largas y suaves. Siento tanto placer que apenas puedo mantener los
ojos abiertos; de hecho, no lo conseguiría si no fuera por el espectáculo que
estamos dando para esta audiencia de dos. Eros hace uso de todos y cada uno de
los músculos de su impresionante cuerpo con la intención de proporcionarme el
mayor placer posible. Antes de que pueda dejarme llevar totalmente por el ritmo
de sus embestidas, se inclina para colocar una mano en el suelo, al lado de la mía
y desliza la otra por mi estómago para estimularme el clítoris.
—Chica mala —murmura contra mi piel—. Te quejas de todos los espejos
como si no te pusiera tanto verme follándote delante de ellos.
Gimo y arqueo la espalda, busco un ángulo con la cadera para que pueda
penetrarme más profundamente.
—Supongo que... —Acelera el ritmo y me quedo sin aliento—. Podrías
convencerme... sobre los espejos... para que me gusten.
—Eres un regalo, Psique Dimitriou. Un puto regalo. —Me da un beso en el
hombro, en el cuello, en ese lugar sensible detrás de la oreja. Todo mientras
sigue dibujando esos circulitos devastadores sobre mi clítoris y sigue con las
embestidas igual de devastadoras en lo más profundo de mi ser.
Intento aguantar. Lo prometo. No quiero que esto acabe, no quiero que este
momento perfecto dé paso a la realidad y a todos los problemas que nos esperan.
Pero mi cuerpo tiene otras ideas.
Grito mientras me corro con fuerza y me tenso a su alrededor. Eros lanza un
taco, como si lo hubiera sorprendido, y acelera todavía más el ritmo para
encontrarse conmigo, hasta que sus embestidas se vuelven irregulares y me sigue
por el borde del precipicio.
Deja caer la mitad de su cuerpo sobre el mío. Pesa, pero me gusta. Siento
que me mantiene anclada al presente mientras intentamos recordar cómo se
respira.
Me aparta el pelo de la cara.
—¿Te he hecho daño?
Ya noto el dolor en las rodillas, a juego con los latidos frenéticos de mi
corazón. Es perfecto. Me incorporo lo suficiente para darle un beso.
—Gracias.
Algo en él se relaja y mi cerebro drogado por el placer se da cuenta de que,
en realidad, estaba preocupado porque todo esto hubiera sido demasiado. Lo
busco antes de poder encontrar una razón para no hacerlo. Encuentro su cabellera
con los dedos y la sonrisa que me regala hace que el corazón me dé un vuelco.
Me humedezco los labios.
—Lo de los espejos iba en serio. Me has convencido, son toda una
inversión.
—Sabía que al final cambiarías de opinión. —Vuelve la cabeza y me da un
beso en la muñeca. Nos quedamos ahí tumbados durante un buen rato hasta que
por fin mira el reloj y esboza una mueca—. ¿Puedes sentir ya las piernas?
Tenemos que ponernos en marcha o llegaremos tarde.
Eso me saca una risa.
—Qué arrogante eres.
—¿Es arrogancia si digo la verdad?
Sigo sonriendo mientras él se pone en pie y tira de mí para que yo haga lo
mismo.
—Sí. Pero no dejes de hacerlo. Me gusta.
27
Eros

Nos reunimos con Zeus en la torre Dodona.


Es una especie de viaje mental. La última vez que estuve aquí para asistir a
una reunión fue con el anterior Zeus, su padre. Soy lo bastante mayor para haber
presenciado el cambio de manos de algunos de los títulos de los Trece, pero una
parte de mí pensaba que ese viejo cabrón no se moriría jamás. Y sé que Perseo
pensaba lo mismo; estaba convencido de que pasarían otros diez años más, como
poco, hasta que Zeus por fin nos hiciera un favor a todos y estirara la pata.
Unos meses atrás, nadie se esperaba que se marchara por la ventana de su
despacho.
Por suerte, el despacho en el que nos reunimos con Perse... Zeus es otro. Es
el mismo en el que lleva trabajando varios años, desde que se hizo cargo de las
tareas diarias que conlleva dirigir la empresa de su padre. La que ahora es su
empresa.
Le lanzo una mirada a Psique. Por muy poco convencional que fuese la
experiencia, acostarnos delante de todos esos espejos parece haberle dado más
aplomo. En sus ojos ya no percibo esa mirada salvaje y ha vuelto a recolocarse la
máscara de su personaje público. Tranquila, con calma y sosegada. El tono
blanco de los nudillos de la mano que tiene entrelazada con la mía es la única
prueba que delata lo nerviosa que está.
No soy como ella. Reconfortar a la gente se me da de puta pena. Nunca he
tenido que hacerlo, jamás he tenido que buscar las palabras adecuadas. Joder, no
he querido hacerlo tampoco. Pero el obsequio que me ha dado antes ha sido tal
que no puedo sino intentarlo.
—Todo saldrá bien.
—Eso ya lo veremos.
—Perseo no es Zeus.
Se me queda mirando, y me dice:
—Eros, esa es la cuestión. Perseo sí que es Zeus. Puede que hasta ahora
hayáis sido amigos, pero en estos momentos casi ostenta el título de rey de
Olimpo. Eso cambia a cualquiera.
Ya lo sé. Cómo no iba a saberlo. Pero, aun así, una parte de mí se rebela
contra ese pensamiento. Mi relación con Perseo nunca fue tan cercana como la
que tengo con Helena, e incluso con Eris. Pero, aun así, lo conozco bien.
—Entremos.
Le abro la puerta y se la sujeto, y ella entra en el despacho conmigo detrás.
De aspecto es casi igual que el resto de los despachos y las oficinas del edificio.
Acero, mármol, cristal y poco más. Perseo está sentado tras el enorme escritorio,
con las manos unidas por las yemas de los dedos a la altura de la boca. Siempre
ha sido guapo el cabrón, y no le gustará que lo diga, pero la verdad es que se
parece a su padre. Un cuerpo atlético, la mandíbula cuadrada, el pelo dorado y
los mismos fríos ojos azules.
Señala las sillas que hay al otro lado del escritorio, y espero a que Psique
tome asiento para sentarme en la que queda libre. Perseo nos mira, primero a uno
y luego al otro, antes de dirigirse a mí.
—Han pasado dos meses desde el fallecimiento de mi padre. ¿No te podrías
haber esperado un poco más para empezar con tus mierdas?
—Ya me conoces. Me gusta darle por saco a todo el mundo. —Me relajo
contra la silla y le regalo una sonrisa arrogante—. Pero, en esta ocasión, si
quieres empezar a señalar culpables, puedes empezar con Afrodita.
—Pero heme aquí, hablando contigo. —Le lanza una mirada a Psique—.
Imagino que no eras consciente de que tu madre y yo estábamos en plenas
negociaciones de concertar tu boda conmigo, ¿no?
El asombro me arrolla, y enseguida llega una rabia tan intensa que podría
echar abajo todo el edificio. Algo me había comentado Psique durante una
conversación que tuvimos, pero no me lo había tomado en serio. Teniendo en
cuenta todas las candidatas que intentaban ligar con Perseo, ¿de verdad tenía
pensado tomar la polémica decisión de casarse con una de las hijas de Deméter?
—Estás de coña, ¿no?
Perseo pasa de mí, y es evidente que quiere una respuesta. Psique se
endereza antes de contestar:
—Me imaginaba que el tema estaba sobre la mesa, pero mi madre no vio
oportuno contarme que habíais llegado a entablar negociaciones.
—Lo suponía, pero estoy al tanto de que un matrimonio en trámites no evitó
que tu hermana saliera huyendo a los brazos de otro hombre.
—Yo no soy mi hermana —contesta ella con frialdad—, y poco importaría
que mi madre estuviese negociando mi boda o no, porque estaría muerta. ¿O no
te has enterado de que anoche atentaron contra mi vida?
—Cuidadito con cómo me hablas, Psique. —Perseo se reclina en su silla—.
Os lo voy a dejar claro. No tengo pruebas que confirmen que Afrodita está detrás
de este intento de asesinato. —Levanta una mano antes de que pueda interrumpir
su discurso—. Si estás a punto de contarme que te envió para que mataras a
Psique, recuerda que, si lo admites delante de mí, compartiréis el castigo.
Me pongo tenso, con cuidado de no mirar a mi esposa. Perseo no está
andándose con rodeos. No es que pensara que fuera a hacerlo, pero... joder.
Psique solo tiene que decir que la amenacé con matarla y se librará de Afrodita y
de mí de una tacada. Después se casará con Perseo, perdón, con Zeus, y se
convertirá en Hera.
Daría tal giro a la situación que ni mi madre ni yo podríamos hacer nada al
respecto. Y entendería perfectamente que Psique se inclinara por esa opción. No
quiero que lo haga, ni de broma, pero, aun así, lo entendería.
—¿Nos has pedido que viniéramos para decirnos que no puedes hacer nada?
—La frialdad de su voz no se ha atenuado ni un ápice—. ¿O de verdad piensas
ayudarnos?
—Os he pedido que vinierais para explicaros la situación. Deméter quizá
tenga ganas de pedir a gritos la cabeza de Afrodita, pero no es Afrodita quien ha
insultado y ofendido a mi familia, y al título de Zeus, en varias ocasiones. La
única razón por la que no he intervenido hasta hoy es porque las negociaciones
maritales fueron privadas.
Me lo quedo mirando. Aun teniendo en cuenta todo el tema político que
rodea Olimpo, de verdad pensaba que se pondría de nuestro lado.
—Así que nos las tenemos que apañar solos.
Podría ser peor, pero no es que estemos ante el mejor de los casos tampoco.
—Hasta que me traigáis pruebas que demuestren que Afrodita ha infringido
la ley y ha atacado a algún miembro de los Trece o a sus familiares, tengo las
manos atadas. —Me sostiene la mirada—. Y más te vale que te asegures de que
esas pruebas no te incriminen a ti.
—Si tienes las manos atadas es porque quieres —resopla Psique.
El gesto de Zeus permanece impasible.
—Cada vez que uno de los títulos de los Trece cambia de manos, existe el
riesgo de que haya cierta inquietud mientras la persona recién llegada se adapta.
No solo yo he heredado el título de Zeus, sino que Hades está presente por
primera vez en más de treinta años. Ahora mismo, lo que Olimpo necesita es
estabilidad, y no es que vayamos a conseguirla reemplazando a Afrodita.
Sin mencionar que hay varios títulos que podrían cambiar de dueño en los
próximos años. Sobre todo en el caso de Ares, que tiene que estar rondando los
ochenta y pico. Se aferra al título como a un clavo ardiendo. En los próximos
años, o estira la pata o se verá obligado a hacerse a un lado; y la sustitución de
Ares es un puto espectáculo, una tarea que no se puede completar ni rápido ni
fácilmente. No cuando el ganador se decide durante un torneo.
Perseo tiene razón. Y detesto que tenga razón. Por desgracia, también se la
está jugando en una situación con unas posibilidades de mierda.
—Igual no te queda alternativa que involucrarte. Mi madre no se detendrá
ante nada.
—Hablaré con ella.
Me echo a reír, aunque el sonido me sabe amargo.
—A ver qué tal te va.
Psique tiene una expresión rara en el rostro.
—Si las negociaciones de matrimonio no se hubiesen quedado en nada,
¿qué habrías hecho?
Perseo no titubea al contestar:
—Os habría protegido a ti y a tu familia con todo mi poder. Pero esa ya no
es una opción. Aunque os divorciarais mañana mismo, toda la ciudad se cree que
sois una pareja enamorada. Si te casaras conmigo, yo quedaría como el malo de
la película, y no es un papel que me interese interpretar en esta situación.
No puede permitirse ese lujo. Puede que Perseo sea listo y astuto, pero no
posee ese carisma que le permitía a su padre embaucar a la ciudad de Olimpo.
Para él, todo será mucho más complicado, hasta lidiar con los miembros más
veteranos de los Trece. Habrá artimañas para conseguir poder e influencias, y lo
pondrán a prueba para ver hasta dónde pueden llegar. No lo envidio lo más
mínimo. Pero eso no hace que me sienta más inclinado a perdonarle por haber
tomado el camino fácil en esto.
Entonces comprendo todo el significado de sus palabras. Habría protegido a
Psique y a toda su familia. Lo que significa que, si se casa con una de sus
hermanas, la protegerá. Le lanzo una mirada a mi esposa; visto lo apretados que
tiene los labios, ha entendido lo que implicaba su comentario. En un movimiento
lento, Psique se pone en pie.
—No te acerques a mis hermanas.
—Eso háblalo con tu madre.
En cuanto Psique aprieta los puños, yo ya estoy en movimiento, y me
levanto de la silla para interponerme entre Perseo y ella.
—Déjalo estar. Tenemos cosas más importantes de las que preocuparnos.
—Eros, en mi vida no hay nada más importante que mi familia. —Se inclina
hacia un lado para fulminar a Perseo con la mirada—. Volveremos, y te
traeremos las pruebas que confirman que Afrodita está detrás de todo esto. Sin
incriminar a nadie más.
—Me muero por verlo.
—Espérame fuera —le pido a Psique con un ligero apretón en la mano.
Que no se moleste en discutírmelo es una prueba más de su enfado. Sale
airada del despacho, y cierra la puerta sin hacer ruido. Yo, en cambio, me giro
para hablar con Perseo.
—Acabarías con Eurídice y convertir a Calisto Dimitriou en miembro de los
Trece sería un error, lo mires por donde lo mires.
—Si quisiera tu opinión, te la habría pedido —contesta sin inmutarse.
—Perseo...
—Eros. —Tal es la amenaza que destila al pronunciar mi nombre que me
callo al instante—. Me llamo Zeus. Por mucho cariño que te tuviera antes, ahora
soy Zeus. Todas las decisiones que tome a partir de ahora no tendrán nada que
ver con lo que quiera Perseo, sino con lo que necesite Zeus. Que no se te olvide.
Es un aviso que no puedo permitirme ignorar. Inspiro hondo, despacio.
—Lo tendré en cuenta.
—Bien. —Se le endurece la mirada antes de añadir—: Si vuelves a atraer el
peligro a la casa de mi hermana, te mataré yo mismo, con la ley de mi parte o sin
ella.
—Eso también lo tendré en cuenta. —No tengo nada más que añadir—. Ya
nos veremos, Zeus.
Me vuelvo y salgo del despacho.
Psique acompasa sus pasos a los míos de camino al ascensor. Ninguno de
los dos dice nada hasta que estamos montados en el coche, saliendo del garaje.
Mi esposa espira despacio.
—Podría haber ido peor.
—¿Estabas al tanto de las negociaciones de matrimonio? —No quería
hacerle esa pregunta. Y ni de coña quería que mi tono de voz destilara nada
similar a los celos.
—No como tal. Sabía que mi madre tenía en mente un matrimonio político
entre nosotros, pero la verdad es que antes estaba de farol. No tenía ni idea de
que Zeus se lo estaba pensando en serio. —Se hunde en el asiento y se vuelve
para mirarme—. Si hubiese sabido que Zeus veía con buenos ojos las ambiciones
de mi madre, me habría casado con él en vez de contigo y me habría librado de
todos mis problemas.
—Y te habrías convertido en Hera.
—Y habría evitado que mis hermanas se hubiesen convertido en Hera —me
corrige con dulzura—. Ya sabemos cómo funcionan las cosas aquí, Eros. Tú lo
vives a diario. No te puedes enfadar conmigo después de lo sucedido.
Tiene razón. Sé que tiene razón. Pero eso no me impide que quiera parar el
coche, meterle la mano bajo la falda y hacer que se corra hasta que se olvide de
que tenía la más remota posibilidad de casarse con Zeus. Es irracional y, joder,
resulta casi imperdonable con la situación que estamos viviendo. Tengo que
concentrarme en el futuro, en lidiar con el próximo ataque de mi madre, y no en
lo que podría haber pasado si los celos y la rabia de Afrodita no la hubiesen
sobrepasado. No tengo que imaginarme la boda entre mi esposa y Zeus. Y ni de
coña me conviene estar pensando en la noche de bodas. Estará decidido a
asegurarse un heredero y un par de hijos más. El de Zeus (junto al de Poseidón y
Hades) es uno de los títulos que heredan los primogénitos de sus padres.
De solo pensar en la tripa de Psique creciendo por un embarazo...
No, ahora mismo no puedo permitirme el lujo de pensar en esas gilipolleces.
Me esfuerzo por no coger el volante con tanta fuerza. Psique es mía, al
menos por ahora. Tengo que mantener mi promesa y asegurarme de que esté a
salvo, y para eso tengo que concentrarme en nuestros próximos movimientos y
no en lo que podría haber pasado.
—¿Adónde vamos ahora?
—Tenemos una entrevista —contesta mirando el móvil—. Y después vamos
a ir a hablar con mi madre.
Deméter.
Otra mujer peligrosa y poderosa a la que le encanta usar a sus hijas como
peones en los juegos de poder de la ciudad. Sí, tengo un par de cosas que decirle
a esa mujer.
—Vale.
—Eros. —Psique estira el brazo vacilante y me roza el brazo—. Te necesito
concentrado al cien por cien. ¿Estás conmigo en esto?
—Sí.
Y estoy diciendo la verdad. Llevo gestionando y separando mis emociones
desde que era un crío. Nada nuevo. Mi objetivo no ha cambiado, pero ahora
también incluye asegurarme de que Zeus no le ponga un dedo encima a Psique,
nunca. Pero eso no se lo puedo decir. Me contestará que estoy siendo irracional,
que carece de importancia porque es algo que ya he conseguido con nuestra
boda.
Me da igual. No tengo derecho a sentir estos celos, mucho menos teniendo
en cuenta que Psique es mía en todos los sentidos, pero eso no impide que quiera
marcar mi presencia en su piel. Cuanto más tiempo paso con ella, más
complicado me resulta controlar mis impulsos más bajos. Es como si llevara un
monstruo dentro sacudiendo la jaula de mi autocontrol. Al final se abrirá, y eso
acarreará consecuencias.
—Eros. —Se queda callada varias calles más antes de inspirar como si
estuviera cogiendo fuerzas—. No importa qué habría hecho yo si mi madre
hubiese conseguido sus objetivos. No pasó. Me casé contigo, no con Zeus. Soy tu
esposa, no la suya. Estoy decidida a sacar esto adelante, así que, por favor,
olvídate ya de lo que sea que tienes en la cabeza. Necesitamos el apoyo de Zeus,
y dadas las circunstancias ya sabemos que conseguirlo va a ser casi imposible.
«Estoy decidida a sacar esto adelante.»
Sé que se refiere a la farsa que nos hemos inventado. Nuestro matrimonio
durará el tiempo que haga falta para garantizar su seguridad y la de su familia.
No lo dice como si fuera para siempre.
Aunque, por un instante, me gustaría que sí lo dijese en ese sentido.
No soy de los que sueñan. Me gustan los hechos y la realidad más que la
versión fantasiosa de lo que podría ser. Los hechos son que Psique solo me
aceptó como su esposo porque yo la obligué. No me habría elegido de haber
tenido la libertad de elección.
No importa. No dejaré que importe. Ya he decidido que me voy a quedar
con ella, y ahora lo único que tengo que hacer es preparar el terreno para ese
futuro compartido. Quiero a Psique en mi cama para siempre. Quiero tener la
posibilidad de que los años pasen entre nosotros, de nuevos ardides, y de jugar
con la población de Olimpo a nuestro antojo.
Quiero... hijos.
Me quedo anonadado ante ese pensamiento. No es algo que me haya
planteado mucho. Mi padre no está en mi vida (Afrodita no se permite ningún
tipo de competencia, ni en la crianza de su hijo), y no es que mi madre sea el
ejemplo perfecto de la buena crianza. Hasta este momento, siempre había dado
por hecho que nuestro linaje acabaría conmigo.
Pero ya no.
Apoyo la mano sobre la de Psique y le doy un suave apretón.
—Tengo la mente donde debe estar. Podremos con esto.
¿Y después?
Después la convenceré de que la eternidad es nuestra.
28
Psique

La entrevista es una distracción que agradezco. Es algo que me resulta muy


normal en medio de una situación que tiene de todo menos de normal. Eros
consigue centrarse y ser encantador, pero lo conozco lo suficiente para darme
cuenta de que algo falla. Me resulta desconcertante que lo que haya pasado con
Zeus haya bastado para desconcertarlo y también que yo sea capaz de captar las
señales.
Como habíamos acordado, Clío se ciñe a los temas que ya habíamos dejado
pactados cuando organizamos la entrevista. Sobre todo hace preguntas comodín
acerca de la forma en la que nos conocimos y la boda en sí. Un intercambio justo,
pues será la primera con la exclusiva de la entrevista. En general, a Olimpo le
trae sin cuidado la historia real, solo quieren darle cualquier giro que a ellos les
convenga; pero, como reportera, Clío tampoco está tan mal. La conozco desde
antes de que le dieran el último ascenso, y ambas nos hemos ayudado
mutuamente una infinidad de veces a lo largo de estos años.
Es una mujer negra con curvas y un estilo impecable. Hoy luce unos
pantalones holgados y plisados de color gris acompañado de una blusa sin
mangas de color crema que le sienta de maravilla a su silueta. Si no me equivoco,
reconozco el trabajo de Juliette. Parece que ha hecho caso a mi consejo de probar
sus diseños. Bien.
Puede que ahora mismo Clío esté en el mundillo de los cotilleos, pero aspira
a escribir historias más trascendentes de las que puede aportar a su columna.
También es lo bastante lista para saber que no puede ir tras esas pistas sin que los
Trece se vuelvan en su contra. Por lo menos todavía no.
Eso no la detiene a la hora de recolectar cualquier información que se cruce
en su camino, de buscar pepitas de oro en medio de una gran cantidad de fango.
Hoy espero poder obsequiarle con una.
Acabamos con la entrevista en un abrir y cerrar de ojos, le doy un pico a
Eros.
—¿Te importa esperar fuera un momento?
Vacila, pero no hay nada que debatir. Estamos en el edificio de mi madre y
no hay ventanas en esta sala de juntas. No se puede considerar a Clío una
asesina, pues apenas tendría historias que contar si matara a sus fuentes, y su
ambición no le permitirá que tire su futuro por la borda para ganarse la
protección de Afrodita. Eros parece darse cuenta y al final asiente.
—No tardes, amor.
—Ni se me ocurriría.
Lo contemplamos salir de la estancia y Clío silba en cuanto se cierra la
puerta.
—Menuda elección, Psique.
—Si yo te contara... —Consigo no sonrojarme, pero casi. Clío no es amiga
mía y seguramente nunca lo sea, pero somos parecidas en una gran cantidad de
aspectos—. Te traigo información.
Ella inclina la cabeza, se le deslizan por el hombro las largas trenzas negras.
—¿Tiene algo que ver con la verdadera razón por la que has pasado de
evitar a Eros como si tuviera la peste a llevar ese pedazo de diamante en el dedo?
—No. —No voy a echar abajo nuestra coartada, ni siquiera por Clío. En
especial no por Clío—. Tiene que ver con una enemistad entre Afrodita y
Deméter.
—Nada nuevo. —Hace un gesto con la mano para desestimarlo—. Llevan
años como el perro y el gato. No voy a sacar nada que valga la pena.
—Te sorprendería.
Enarca las cejas.
—Vale, me has despertado la curiosidad. Sorpréndeme.
—Afrodita está tan furiosa porque su hijo se haya casado con la hija de
Deméter que ha ordenado la muerte de su esposa.
Clío parpadea.
—Esa es una acusación muy fuerte. ¿Tienes pruebas?
No que esté dispuesta a compartir. No las suficientes. Esbozo una sonrisa
irónica.
—¿Desde cuándo necesitan las columnas de la prensa rosa pruebas?
—Ahí me has pillado. —Su mirada se torna distante y casi puedo ver cómo
su brillante cerebro está maquinando la forma de darle la vuelta a la situación—.
Voy a necesitar algo más para poder publicarlo. Afrodita es una zorra de manual
y no dudará en pedir que me despidan y abofetearme con un juicio por
difamación. Un rumor no es suficiente para arriesgarme, ni siquiera viniendo de
ti.
Ya me lo imaginaba. Le echo un vistazo a la puerta.
—Anoche hubo un altercado en el edificio de Helena Kasios. La gente de
Ares tuvo que venir para arrestar al asesino. Todavía lo tienen en custodia.
Clío suelta una risita.
—Bueno, con eso sí que me las puedo apañar. No te puedo prometer que
vaya a ser rápido, porque tengo que verificarlo todo, pero iré a ver qué averiguo.
—Empieza a recoger el bolso—. Supongo que me llegará una llamada si tuviera
lugar algún «altercado» más relacionado con ella.
—Sí, siempre y cuando me prometas avisarme antes de publicar la historia.
—Trato hecho.
Nos damos la mano para cerrarlo. Eros me espera en el pasillo y nos
dirigimos al ascensor mientras Clío sale a toda prisa hacia la salida con
intensidad en el rostro. Eros me echa un vistazo.
—¿Quiero saber de qué habéis hablado?
—Zeus quiere acallar el problema, pero no va a creernos ni a involucrarse a
no ser que lo obliguemos a hacerlo. Utilizar a Clío es una forma de conseguirlo.
—No bastará. Las páginas de cotilleos publican historias escandalosas a
todas horas, la gente ya ni se inmuta. Lo descartará diciendo que es ficción.
—Lo hará... si fuera lo único que tenemos planeado. —Me obligo a esbozar
una sonrisa, aunque sea lo último que me apetece hacer ahora mismo—. Ahí es
cuando entra en juego la segunda fase.
Niega con la cabeza despacio.
—Das un miedo de la hostia, esposa.
«Esposa.»
No hay razón para estremecerme cuando me llama así. Ninguna. Puede que
el matrimonio sea real, pero en realidad no lo es. No importa que yo me haya
enamorado de Eros, no puedo olvidar eso. Espero a que se cierren las puertas del
ascensor para alejarme de él, necesito un poco de distancia.
—Solo espero ser lo bastante aterradora como para salirme con la mía. No
le llego ni a la suela de los zapatos a mi madre.
Aunque, ahora mismo, siento tanta ira que no temo a la conversación que
estamos a punto de tener.
Ha intentado venderme a Zeus.
Pero no es el posible matrimonio lo que me supone un problema. Lo que me
cabrea es que ni siquiera intentara hablarlo conmigo, que no confiara en mí para
reconocer lo que nos beneficiaría ese movimiento. Se limitó a pasar por encima
de mí.
—Tú mandas.
Eros me contempla en el reflejo del ascensor, pero no intenta salvar la
distancia que nos separa. ¿Sentirá él también la atracción? Porque yo sí.
—Vale.
Tomo aire, me pongo recta y entro con confianza en el ático de mi madre en
cuanto se abren las puertas del ascensor. He decidido no mandarle ningún
mensaje para avisarle de que íbamos a venir, pero Madre siempre pasa las tardes
del sábado en casa, normalmente para prepararse para algún que otro evento. Ya
he comprobado su calendario y no va a salir hasta dentro de una hora.
Levanto la voz.
—¡Madre!
Tarda dos minutos exactos en aparecer. Va de punta en blanco, como
siempre, con la melena oscura recogida, maquillaje inmaculado y un elegante
vestido verde oscuro. Está representando el papel de madre tierra que ha creado
con tanto mimo para el público. Le echa un vistazo a Eros y niega con la cabeza.
—Si quieres hablar, que espere abajo.
—No eres quién para ordenarle nada, Madre. —Doy un paso adelante.
Atisbo a Calisto en el pasillo de camino a nuestros cuartos, pero no intenta unirse
a la conversación. Pues, mira, que escuche lo que voy a decir también; al fin y al
cabo, le afecta—. ¿Cuándo pensabas contarme que pretendías casarme con el
nuevo Zeus? ¿Cuando me llevaras a rastras al altar?
Mi madre es demasiado orgullosa para mostrarse perpleja, pero su silencio
lo dice todo.
—Te lo ha contado.
—He ido a verlo, sí.
Agudiza la mirada.
—¿Por qué?
—Ya llegaremos a eso dentro de un momento. Contesta a mi pregunta.
—De hecho, iba a hablarlo contigo cuando pasara esta semana. Las
negociaciones ya habían alcanzado la última fase, y mi intención era sentarme
contigo y explicarte con todo detalle las razones por las que sería una unión
excelente. —Me sostiene la mirada—. Perseo no es como su padre. Dudo que
hubieras necesitado deshacerte de él. Es tan soporífero que podrías manejarlo a
tu antojo. —Le lanza una mirada desdeñosa a Eros—. O así habría sido si no te
hubieras casado con este.
Eros tiene el mismo aspecto severo que tenía cuando Zeus nos ha revelado
los planes de matrimonio. Un aspecto que no puedo descifrar. Como si se hubiera
convertido en un témpano de hielo. Le he contado la verdad en el coche de
camino aquí; he admitido que, si mi madre me hubiera contado sus planes, los
habría llevado a cabo. Su opinión de Perseo, de Zeus, es la misma que la mía.
Puede que sea extremadamente implacable, pero parece preocuparse de verdad
por sus hermanas, y eso ya es más de lo que se puede decir del antiguo Zeus. No
le importaba nadie más que él mismo. Perseo tampoco tiene antecedentes de
violencia. Lo sé porque lo he investigado.
Pero eso no quiere decir que vaya a permitir que una de mis hermanas
solteras se case con él.
—Pues ya puedes cancelar las negociaciones.
—Te creía más lista. —Madre niega con la cabeza—. Me has acorralado
con tus acciones.
Joder, eso es lo que me aterra. Miro por encima de su hombro, pero Calisto
ha desaparecido. No importa. Lo último que necesitamos es que se le meta entre
ceja y ceja la idea de tirar a Zeus por la ventana o algo parecido e igual de
definitivo. Llegados a ese punto, la línea de sucesión pasaría a Helena y, aunque
me parece una chica estupenda, también parece demasiado joven e inexperta en
muchos sentidos. Podría abocar a Olimpo al desastre.
Por mucho que odie o adore la ciudad, es un hecho que los Trece ayudan a
que funcione como un reloj. Todo el mundo tiene su papel, su trocito del pastel.
Si fueran gente normal, ese trozo bastaría, pero la gente normal no aspira a
contarse entre las filas de los Trece. No, cada miembro sin excepción es
ambicioso, despiadado y está dispuesto a aplastar a otros para impulsarse hacia
arriba. Si los dejaran a la suya, en menos de un año se habrían declarado la
guerra los unos a los otros. Da igual cuál sea mi opinión personal acerca del
título de Zeus, la realidad es que una personalidad formidable es esencial para
mantener a los demás a raya.
Dentro de diez años, puede que Helena sea lo bastante fuerte. Ahora mismo
no.
Hay días en los que me gustaría ver esta ciudad reducida a cenizas, pero, al
final, es mi hogar. Si quiero que la gente de Olimpo siga estando relativamente a
salvo, como lo están ahora, eso quiere decir que Perseo tiene que seguir siendo
Zeus. Nada de accidentes convenientes. Nada de planear abiertamente un
asesinato. Aunque tampoco es que estuviera considerando matarlo...
Mientras no se le ocurra acercarse ni un puto pelo a Eurídice.
Calisto puede cuidarse solita.
Ahora no puedo preocuparme por eso. Primero tengo que concentrarme en
sobrevivir a la ira de Afrodita. Para ello, necesito a mi madre.
—Ya discutiremos los posibles planes nupciales más tarde. Ahora mismo
tenemos problemas más urgentes.
—Entiendo. —Suspira—. Pasad. Tener esta conversación en el vestíbulo es
déclassé.
La seguimos hasta el salón, Eros es una nube de tormenta a punto de estallar
a mis espaldas. Su energía ha cambiado en los pocos minutos que llevamos aquí.
Si no me equivoco, ha pasado de impasible a sucumbir de lleno a una ira gélida.
Y la dirige toda contra mi madre.
Con eso en mente, le doy la mano y tiro de él para que se siente a mi lado en
el sofá. Dudo que le haga daño, pero es evidente que es capaz. A veces odio a mi
madre, pero sigue siendo familia y no quiero que le hagan daño.
Sospecho que estos sentimientos encontrados son los mismos que tiene él
por Afrodita.
Madre se coloca en uno de los sillones que tenemos enfrente y extiende la
falda de su vestido a su alrededor, la viva imagen de una reina a la espera.
—Dime en qué lío te has metido.
—Se podría decir que has sido tú quien la ha metido en el lío. —La voz de
Eros es mordaz.
Le coloco la mano en el muslo y pongo al día a mi madre. Se lo confieso
todo. Bueno, me ahorro lo del sexo porque eso no es asunto suyo, pero le relato
con todo detalle la serie de eventos que han tenido lugar en los últimos días y que
nos han llevado hasta este momento. Cuando termino, está un poco pálida y
hecha una furia.
Parece costarle la vida soltar los reposabrazos del sillón que agarra con una
fuerza asesina.
—Voy a matarla.
—No, no lo harás —espeto antes de que pueda intervenir Eros—. No la
queremos muerta.
—Y tú... —Clava en él la mirada de color avellana que tanto se parece a la
mía—. ¿Te creías que mis amenazas eran infundadas? Has amenazado a mi hija.
Serás...
—Madre. —Hago que se note el acero en mi voz—. Ya basta. Eros no me
ha hecho daño.
—Discrepo. Te ha hecho daño con este matrimonio.
Lo dejo estar porque esa no es una discusión que vaya a ganar.
—Aun así, lo hecho, hecho está. Si intentas deshacerte de Afrodita, le
facilitaré a la prensa todo lo que sé de ti, y no es para tomárselo a risa. Los tratos
turbios y las decisiones cuestionables. Las artimañas que utilizaste para que
Perséfone volviera a la zona alta. Cuando encubriste la muerte de Zeus. Todo.
Por fin aparta la mirada asesina de Eros y me presta toda su atención.
—¿Me estás amenazando para mantener a salvo a la mujer que te quiere ver
muerta?
—Si es así como quieres verlo...
—¿Por qué?
Porque quiero a Eros y no quiero verlo sufrir, por mucho que yo corra
peligro. Matar a Afrodita le haría daño a mi marido. Él no tiene que ponerlo en
palabras para que yo sea consciente.
No lo digo. Aunque me creyeran, ambos me considerarían una estúpida por
variadas y distintas razones. Madre jamás dejaría que algo tan mundano como los
sentimientos se interpusiera en sus planes y sus ambiciones. ¿Y Eros? Lo único
que me ha ofrecido ha sido protección y sexo. Nada de ternura, nada más.
—Porque voy a escoger yo el método con el que me voy a vengar.
Por lo menos con esto será comprensiva.
Por fin asiente.
—No me parece bien, pero respetaré tus deseos. —Señala a Eros—. Con la
condición de que si mi hija sufre algún daño, reduciré a cenizas todo tu linaje.
—Entendido.
—Quiero que me conciertes una reunión con Poseidón. —Lo haría yo
misma, pero puedo contar con los dedos de una mano las veces que lo he visto en
algún evento durante este último año e, incluso antes, tampoco es que participara
en las fiestas de Zeus. Si me planto en el puerto sin invitación, dudo que consiga
acceder a él.
Y eso sin olvidar que es bien sabido que Poseidón detesta a Eros, así que ya
podríamos olvidarnos de su ayuda.
Frunce el ceño.
—¿Poseidón? Mejor emplea tu tiempo en convencer a Hades o Zeus.
Poseidón odia los juegos de poder.
Lo sé. Cuento con ello. Normalmente, no se inmiscuye en las intrigas tan
inherentes a los Trece, pero se trata de un título original y él carga con la gran
influencia que eso conlleva. Mi madre tiene acceso único a él porque se ocupa de
la alimentación de Olimpo. Aunque la mayoría de la comida proviene de los
campos que rodean la ciudad, hay ciertas cosas que, por desgracia, no se pueden
cultivar de forma local. Poseidón está a cargo de las importaciones y las
exportaciones, y es uno de los pocos que pueden entrar y salir de Olimpo cuando
les viene en gana. Eso ha resultado en una relación laboral favorable entre él y mi
madre.
Necesitamos tanto a Poseidón como a Hades en nuestro bando antes de
poder volver a considerar a Zeus.
—Por favor, Madre.
Por fin asiente.
—Yo me encargo, aunque no puedo prometerte que vaya a ser rápido. A ese
hombre le encanta ignorar mis llamadas siempre que puede.
—Estoy segura de que eres más que capaz de hacerte con él.
—Pues claro que sí. —Se levanta—. Bueno, tengo que acabar de
prepararme para un evento. Ya sabéis dónde está la puerta. —Vacila—. Gracias
por contármelo, Psique.
—Puedes agradecérmelo poniéndoles fin a las negociaciones con Zeus.
Me brinda una sonrisa tensa y se va por el pasillo que conduce al dormitorio
principal. No es que suelte un suspiro de alivio cuando desaparece de nuestra
vista, pero una parte de las ganas de pelear se desvanece de mi cuerpo. Me giro
hacia Eros.
—Yo...
—Hablaremos en el coche. —Señala con la barbilla por encima de mi
hombro y me doy la vuelta para encontrarme con Calisto ahí plantada.
Me tenso, no me extrañaría que amenazara a Eros, tal como parece hacer
toda la gente que me importa. Pero me mira con crudeza.
—¿Es cierto? ¿Madre sigue empeñada en convertirnos a alguna en Hera?
Trago con dificultad.
—Sí, pero...
—No me digas que se va a echar atrás. Ambas sabemos que no lo hará. Si la
situación con Perséfone no bastó para disuadirla, nada de lo que digas o hagas
servirá. —Señala con el dedo a Eros—. Él es un monstruo, pero no es Hades.
—Gracias —farfulla él.
—Calisto, encontraremos el modo de solucionarlo.
Curva los labios en una sonrisa pero sus ojos se mantienen fríos como un
témpano. Camina hasta mí y me sujeta por los hombros.
—Perséfone y tú ya habéis cuidado bastante de nosotras. Yo me encargo.
El verdadero terror me atraviesa.
—No puedes matarlo.
—Lo sé. —Me da un apretón en los hombros y deja caer las manos.
—Pero...
—Preocúpate por ti misma, Psique. Si Afrodita te pone un dedo encima,
haré que lo que le pasó al último Zeus parezca una muerte agradable.
Se da la vuelta y se marcha.
Joder. Joder. Joder.
—Menuda mierda.
—Psique. —Eros espera hasta que lo miro—. No puedes librar todas las
batallas a la vez. Tenemos que priorizar, y ahora mismo tenemos cosas más
urgentes de las que preocuparnos que de los posibles planes de matrimonio que
tiene tu madre para tus hermanas. Podrás solucionarlo cuando nos encarguemos
de Afrodita.
Tiene razón. Sé que la tiene. Pero no es tan fácil como parece dejar de lado
años de responsabilidad y preocupación. Siempre he trabajado mano a mano con
Perséfone para apaciguar la ira de Calisto y proteger a Eurídice de todos los
horrores que existen en Olimpo. Darle la espalda a esa responsabilidad me
resulta aterrador de una forma que nada tiene que ver con enfrentarse a Afrodita.
Aun así, le permito a Eros que me guíe hasta el ascensor y después hasta el
vestíbulo del edificio para salir a la calle. He de confiar en que mi hermana sabe
lo que se hace y que no está a punto de hundirnos en la mierda aún más.
Espero con todas mis fuerzas que Calisto demuestre que puedo depositar esa
confianza en ella. Si no, tendremos problemas mucho más gordos.
29
Eros

Llevo a Psique a casa. Esta noche ya no podemos hacer nada más, y parece tan
inquieta como yo. De verdad confiaba en que Zeus intervendría. Zeus es, bueno,
era mi amigo. Tendría que haber sabido que en esta puñetera ciudad la amistad
carece de valor.
Pero por algo tenemos leyes, y todo el mundo sabe qué pasó la última vez
que uno de los miembros de los Trece se volvió en contra de otro. El anterior
Hades y su esposa fueron asesinados, y ese fue el inicio de treinta años
presuponiendo todo Olimpo que el título se había esfumado con ellos. Sus
muertes motivaron la creación de la ley que prohíbe que los miembros de los
Trece se maten entre ellos. Se supone que es para proteger tanto a quienes
ostentan los títulos como a sus familias.
Con la ley se supone que, si alguien la quebranta, todo el peso del resto de
los miembros de los Trece caerá sobre esa persona.
Reconozco que, de ser así, yo pagaría las consecuencias por mi
participación en los planes de mi madre, pero sería un castigo insignificante a
cambio de la seguridad de Psique.
Resulta extraño lo mucho que han cambiado mis prioridades en tan poco
tiempo.
Le echo un vistazo a mi esposa, que mira por la ventanilla del coche con
gesto contemplativo. Bueno, de extraño no tiene nada. Soy un puto egoísta. Me
importa mucho, así que claro que no quiero que le hagan daño. Es así de simple y
complejo a la vez.
Cuando llegamos al ático, Psique se demora en la entrada y se queda
observando la estatua un buen rato.
—Es posible que mi plan no salga bien. Si Zeus y el resto admiten que
Afrodita es la culpable, tendrán que apechugar, y es mucho más fácil hacer la
vista gorda.
Me acerco por detrás y le rodeo la cintura con los brazos; tiro de ella hacia
atrás con cariño, para que apoye la espalda en mi pecho.
—Hades te ayudará.
—Ya, mi hermana se asegurará de que lo haga —suspira—. Pero, en el
fondo, Hades no es más que una persona. Incluso con mi madre metida en todo
esto, son dos de trece. Las cifras no son alentadoras, las mires por donde las
mires.
Tiene razón. Cierro los ojos e inhalo el aroma a galletas que desprende.
Tenemos que conseguirlo. Mi madre es lista y astuta y ambiciosa, pero, cuando
se le mete alguien entre ceja y ceja, se obsesiona tanto que no ve más allá. Se
echará atrás si conseguimos poner de nuestro lado a suficientes miembros de los
Trece. Yo lo creo. He de creerlo. Pero...
—Si nuestro plan falla, yo lo solucionaré.
Y usaré todos los medios que sean necesarios. No quiero. Joder, no quiero
llegar a ese extremo, pero no permitiré que le haga daño a Psique. Ese es mi
límite, el que no pienso traspasar, sea quien sea quien pague las consecuencias.
Ni aunque sea yo quien pague las consecuencias.
Psique se da la vuelta y se aferra con fuerza a mi camisa.
—No, Eros. No te pienso dejar. Ni aunque me cueste la vida.
Va en serio. La sinceridad de sus palabras se refleja en su precioso rostro.
Por los dioses, esta mujer va a acabar conmigo. La acerco más a mí, como si el
peso de su cuerpo contra el mío bastara para disipar mis pensamientos lúgubres.
No funciona. Claro que no. Suelto una risa amarga.
—Perdería de todas formas.
—¿A qué te refieres?
—Psique, ¿todavía no te has dado cuenta? Me importas. Sufriré si te pierdo.
—Lo dices por decir —contesta negando con la cabeza.
—No, no es verdad. —Inspiro despacio y apoyo la frente en la suya—.
Cuando estoy contigo, me siento humano. Joder, siento. ¿Sabes lo que eso
significa para alguien como yo? Pensaba que esas partes de mí estaban muertas y
enterradas tan profundamente que jamás volverían a ver la luz del día. Tuve que
aplastarlas para seguir haciendo lo que se me exigía.
—Eros...
Pero yo todavía tengo mucho que decir.
—Y, aun así, no sé si de verdad soy capaz de amar, no como lo hace una
persona normal. Aunque da igual. Me importas, y ni todos los razonamientos del
mundo podrían cambiar eso. Así que ni te molestes.
Se le escapa un ruidito que bien podría ser una risilla... o igual un sollozo.
—Somos un desastre.
—Dime algo que no sepa. —Subo la mano por su espalda—. Te prometí
que te mantendría a salvo, y es lo que pienso hacer.
—Y ¿a ti?
—¿A qué te refieres? A mí ¿qué? —pregunto sorprendido.
—¿Quién te mantiene a ti a salvo, Eros?
—No entiendo la pregunta.
Y vuelve a hacer ese extraño ruidito. Ahora que puedo verle la cara, me doy
cuenta de que se está riendo.
—Ya, no la entiendes, ¿no? Estás tan dispuesto a arrancarte el corazón por
mi seguridad que nunca se te ha pasado por la cabeza que yo haría lo mismo. —
Me tira de la camisa y añade—: No pienso permitir que cargues con el peso de
hacerle daño a tu madre. Encontraremos otra solución.
—Puede que no haya otra solución. —Me duele admitirlo. Todo sería
mucho más fácil si de verdad no tuviera corazón que arrancarme del pecho, si
fuera una persona fría, sin sentimientos, tal como mi madre quería conseguir que
fuera—. No quiero discutir. Solo estoy exponiendo los hechos.
Los labios se le curvan hacia arriba en forma de sonrisa, pero todavía me
observa con preocupación en la mirada.
—Y yo. No permitiré que cargues con ese peso. Ni por mí, ni por nadie. Ya
se nos ocurrirá otra alternativa.
Podríamos seguir dándole vueltas al asunto mil veces más, y la realidad
sería la misma. Le doy un estrujoncito a Psique, y le digo:
—Deberías comer algo.
Antes de contestar me pone mala cara.
—Menuda manera más poco sutil de cambiar de tema.
—No decidiremos nada hasta mañana como pronto, y hoy ya te has saltado,
mínimo, una comida. —Algo a lo que tendría que haber estado atento, pero
hemos vivido tanto que estoy empezando a cometer errores. Errores incluso que
no me puedo permitir, como no asegurarme del bienestar de Psique. Ya me ha
demostrado que, cuando quiere conseguir algo, es implacable y enérgica. Es una
buena cualidad, pero también implica que pasa por alto lo que para ella son
necesidades menos importantes mientras pone toda su atención en las más
urgentes—. Vamos.
Le cojo la mano, y disfruto al ver cómo me lo permite. Me es mucho más
fácil concentrarme en ese punto de contacto, en contar los pasos que debemos dar
para llegar a la cocina, que darle vueltas a lo que ha dicho antes.
Se preocupa por mí.
Le preocupa que sufra, aunque sea por mis propias decisiones.
No sé qué hacer con eso. Una parte de mí quiere clamar mi victoria a los
cielos, mientras que el resto está confundida pensando en a qué coño se refiere.
No soy de esas personas que necesitan protección. Soy el puñal en la oscuridad,
la amenaza lista para caer sobre cualquier enemigo que se alce. ¿Para qué
cojones voy a necesitar un escudo?
Pero es justo eso lo que Psique, a su manera, me está ofreciendo. Bueno,
igual no es un escudo: sería mejor describir lo que me ofrece como un lugar
seguro en el que aterrizar. Las dos cosas me resultan tan impensables, como si
ahora mismo me saliesen alas y echase a volar.
—¿Un sándwich?
—Vale.
Me pongo a hacernos un sándwich a cada uno mientras ella me observa. De
nuevo, me abruma el hecho de lo fácil que es estar con Psique. Hasta cuando nos
estamos chinchando el uno al otro, o follando hasta que pierdo el sentido; nos
hemos metido en la vida del otro casi sin esfuerzo. Es un regalo que jamás me
esperé. Me hace querer... ciertas cosas. Cosas que estaba seguro de que no eran
para mí.
Como tener hijos.
—Psique, cuando me dijiste que querías tener hijos, ¿iba en serio?
—¿Cómo? —pregunta sobresaltándose.
Corto su sándwich por la mitad y le paso el plato deslizándolo por la
encimera hasta ella.
—Es una pregunta bastante fácil.
—Pues... —Baja la mirada al plato, y luego me mira a mí—. Sí, iba en serio.
No era un truco para que empatizaras conmigo. Quiero formar una familia.
Un mes atrás, me habría descojonado si alguien hubiese sugerido que yo
también quiero formar una familia. Pero desde que nos reunimos con Zeus, no he
podido quitarme de la cabeza la imagen de ese futuro con Psique. Quiero el lote
completo. Me da igual si se merece a alguien mejor que yo. No hay persona que
esté tan dispuesta como yo a reducir el mundo a cenizas por ella. No sé si sería
buen padre (no es que haya tenido nada parecido a un modelo que seguir en ese
tema), pero creo que podríamos apañárnoslas con la paternidad. Juntos.
No soy tan tonto como para contarle lo que se me está pasando por la
cabeza. Antes de poder hablar sobre algo remotamente parecido a un futuro
juntos, tenemos un obstáculo enorme que superar. Y, aun después, si
conseguimos eliminar la amenaza que supone mi madre, con ello también
estaríamos eliminando la única razón que tenemos para estar casados. No seré
capaz de conseguir que se quede a mi lado; ni siquiera yo soy tan cruel como
para obligarla a quedarse conmigo para siempre si lo que ella ansía es su libertad.
Pensamientos desesperados, molestos.
¿Qué coño voy a hacer?
Terminamos de comer en silencio. ¿Qué más queda por decir? Tengo ganas
de atarla a mí para siempre y, al mismo tiempo, de cerrar la boca para no decir
nada que ninguno de los dos pueda retirar. Admitir que nos preocupamos es una
cosa. Pero contarle la verdad que retumba en mi interior está fuera de discusión.
No puedo ni reconocerlo.
«La quiero.»
Compruebo esas palabras mientras nos lavamos los dientes, una muestra de
cotidianidad que para las parejas normales debe de ser algo muy trivial, pero que
yo quiero guardar en mis recuerdos para siempre porque esto también es
irreemplazable. Todos estos pequeños momentos con ella son una novedad para
mí, y si algo le pasara a Psique o si al final me saliese el tiro por la culata, tendría
que vender el puto ático y mudarme a otro lugar, porque ha conseguido dejar su
presencia en cada rincón de la casa en el poco tiempo que llevamos juntos.
No podré volver a dormir ni una sola noche en mi cama con el recuerdo de
todo el placer que nos hemos dado el uno al otro. Ni volver a cocinar en mi
cocina sin rememorar cada palabra de cada conversación que hemos tenido allí.
¿Y el vestíbulo? Ni de coña.
Ni siquiera ha tenido la oportunidad de añadir objetos al salón, como tiene
pensado. No podré vivir aquí sin preguntarme qué cambios habría hecho de
haber tenido tiempo. Me mataría.
—Eros.
Me doy cuenta de que llevo demasiado rato mirándome en el espejo, y
sacudo la cabeza.
—No pasa nada. Estoy bien.
—¿Seguro?
No. Ni un poquito. Me vuelvo hacia ella. Sería muy fácil darle un beso y
ahorrarnos la necesidad de usar más palabras esta noche. Sé que su cuerpo me
ofrece la salvación que no encontraré en otro lugar. Pero ya hemos dejado atrás
el sexo sin más, y creo que los dos lo sabemos.
—Psique.
Se enrosca un mechón de pelo en el dedo, y sus cejas se encuentran cuando
frunce el ceño.
—Dime.
—Pues... —Joder, ¿por qué me cuesta tanto? Carraspeo para aclararme la
garganta y vuelvo a intentarlo—: Esta noche te necesito.
—Vale —contesta, y su gesto se suaviza.
Casi me hace reír; me reiría si hubiese algo de oxígeno en el cuarto con el
que llenarme los pulmones.
—¿No me vas a preguntar qué es lo que necesito de ti antes de aceptar?
—No. —Me mira con una sonrisita—. ¿Por? ¿Debería tener miedo?
Si supiese lo que ocupa mis pensamientos, cómo ansío atarla a mí en todos
los sentidos posibles, igual tendría miedo. Me froto el pecho con el dorso de la
mano.
—Yo... quiero que durmamos abrazados esta noche.
Mi petición parece sorprenderla.
—¿Dormir abrazados? Estaba convencida de que me ibas a proponer alguna
práctica sexual peculiar.
—Igual luego.
Debería. Ya me admitió que no sabe separar el sexo del vínculo sentimental,
así que seducirla es la manera infalible para conseguir que se enamore tanto de
mí como yo me he enamorado de ella.
Pero no es eso lo que necesito esta noche. Necesito su cuerpo junto al mío,
pegado al mío, tumbado en la cama y controlando su respiración constante.
Joder, necesito abrazarla y dormir así. Desvío la mirada, y me sonrojo por mucho
que me esfuerzo en no hacerlo.
—Da igual, déjalo.
—No. —Entonces baja la voz—: No, perdona. Ha sido una respuesta de
mierda. —Da un paso hacia mí y me rodea con los brazos. Es un crimen cómo
Psique encaja a la perfección conmigo. ¿Cómo se supone que voy a seguir con
mi vida después de saber que hay una persona que es mi otra mitad? Joder, ahora
mismo estoy hecho un lío. Psique me estrecha entre sus brazos—. ¿Con o sin
ropa?
—Sin.
A Psique se le escapa una risilla.
—Vale, vamos. —Me suelta y sale del baño, y yo voy tras ella. Lo hago sin
titubear y, por ello, tengo el gusto de disfrutar de las vistas de mi esposa
desnudándose mientras se dirige a nuestra cama. Me mira por encima del hombro
—. Me estabas mirando el culo, ¿no?
—¿Qué esperabas? Tienes un culo de infarto.
Grande y apetecible.
—Ya lo sé.
Se mete entre las sábanas y se hace a un lado para dejarme sitio.
Me desnudo y me meto con ella en la cama. Las sábanas están frías, y
Psique no tarda ni un segundo en pegarse a mí y apoyar la nariz en mi cuello.
—En esta casa hace demasiado frío.
Me acomodo de espaldas con Psique tapada hasta arriba y apoyada sobre mi
pecho. Esto. Esto es justo lo que necesito. Siento los latidos de su corazón en mis
costillas, y sus lentas respiraciones en la piel. Un recuerdo de que está aquí, a
salvo, y que seguirá estándolo toda la noche.
Entrelaza las piernas con las mías y se acurruca más cerca.
—Eros...
—Dime. —Le paso los dedos por el pelo disfrutando de su peso sobre la
palma de mi mano.
—Antes iba totalmente en serio. No pienso permitir que llegues al extremo
de tener que tomar esa decisión; de tener que elegir entre tu madre y yo. Sé que
hay otra solución. Solo necesito tiempo para encontrarla.
Cierro los ojos, y dejo que el mullido peso de su cuerpo me sosegue del todo
la mente, que va a mil por hora.
—Si hay alguien que puede conseguirlo, esa eres tú.
—Tú... confía en mí, ¿vale?
—Confío en ti. —Es la verdad. No tenemos tanto tiempo para pensar en un
plan mejor del que tenemos, pero todo depende de que Deméter nos consiga una
reunión con Poseidón—. Ahora, a dormir.
—Ya voy. —Me estrecha más contra ella—. Lo resolveremos juntos, te lo
prometo.
Cuando el sueño se va adueñando de mí, casi me lo creo.
30
Psique

Para cuando amanece, ya tengo algo parecido a un plan alternativo. Aunque no


es que sea bueno y, si se lo contara a Eros, seguramente me encerraría en la
habitación del pánico y se desharía de la llave. De todas las cosas que nunca
habría esperado de este matrimonio, lo que más me sorprende es su instinto
protector. Y no solo en lo que se refiere a la situación actual con su madre. Me
cuida... a todas horas.
Y tampoco está actuando.
Eros puede tener lo que quiera de mí, cualquier cosa que se le antoje.
Estamos casados. Nos acostamos. A juzgar por la manera en que la historia de
Clío ha aparecido en varias páginas de cotilleos esta mañana, sí que estamos
convenciendo a Olimpo de que la nuestra es una historia de amor para la
posteridad. No tiene ninguna razón para mentirme, ni con sus palabras ni con sus
acciones.
Eso significa que lo que dijo anoche era cierto. Le importo. No soy tan tonta
como para creer que eso se traduce en amor, pero es más de lo que podría haber
soñado. Es casi suficiente para concederme esperanzas.
Primero, tenemos que sobrevivir a la próxima confrontación con Afrodita.
Mi móvil brilla en la mesilla de noche y me inclino lo bastante para cogerlo
sin mover a Eros, quien me envuelve con su cuerpo. Ha estado así toda la noche,
bien pegado a mí, como si creyera que me deslizaré entre las sábanas al amparo
de la oscuridad para no volver nunca más.
Teniendo en cuenta que eso es lo que mi hermana le hizo a Hades cuando se
marchó para salvarlo del anterior Zeus, no es que Eros ande muy desencaminado.
Podría asegurarle que no tiene nada de qué preocuparse en lo que a eso respecta,
que intentar lidiar con Afrodita en secreto solo nos traería el triple de problemas.
Para empezar, ir con pies de plomo es lo que nos ha metido en este lío. Ya va
siendo hora de sacar todo a la luz.
Veo el nombre de mi hermana aparecer en la pantalla y deslizo el dedo para
contestar a la llamada.
—Qué madrugadora, Perséfone.
—Madrugadora o trasnochadora. —Suena como si le faltara un poco el aire
—. ¿Por qué Hades ha recibido llamadas de Madre y de Zeus esta mañana?
Sí que se han dado prisa, cosa que no significa nada bueno. Había planeado
llamar a Perséfone esta mañana para ponerla al día, pero parece ser que debería
haberlo hecho anoche si quería adelantarme a los acontecimientos. No me gusta
que mi madre ya esté despierta y con sus maquinaciones. Eso quiere decir que la
llamada con Poseidón ha sido un fracaso.
—Digamos que se ha torcido el asunto.
—¿Más que cuando te casaste con Eros sin previo aviso?
—Perséfone, creía que ya habíamos dejado eso atrás.
—Ha pasado menos de una semana. No lo hemos dejado atrás.
Pongo los ojos en blanco, tan frustrada como reconfortada con su
sobreprotección. Solo que en esta situación es algo normal y previsible.
—Si no hubiera sido Eros, habría sido Zeus.
Se queda callada un buen rato.
—Dime que no lo ha vuelto a hacer. No puede ser.
—Madre es tozuda. Ya lo sabes. Se ha empeñado en conseguirnos el título
de Hera a una de nosotras.
Suelta un taco.
—Vale, ya nos ocuparemos de eso luego. Ahora mismo necesito saber qué
te ha pasado, porque parece ser lo más urgente.
—Afrodita ha ordenado mi muerte.
Me siento tan bien al decirlo en voz alta que casi parece que he logrado la
catarsis.
—Que ha hecho ¿qué?
—Como lo oyes. —Siento que Eros se tensa un poco, una señal implícita de
que está despierto—. Zeus no va a involucrarse a no ser que tengamos pruebas
irrefutables, así que habíamos planeado ganarnos el apoyo de Hades y Poseidón,
y así obligarlo a actuar. Ni siquiera Afrodita puede plantarles cara a ellos tres.
Se queda en silencio en lo que dura un suspiro.
—La verdad es que no es un mal plan, pero tampoco es que sea brillante.
—Ya lo sé.
Otra pausa.
—Se te ha ocurrido un plan B.
Mi hermana me conoce muy bien. Normalmente apreciaría su opinión
acerca de lo que tengo planeado, pero soy plenamente consciente de que tengo a
Eros encima y que lo está escuchando todo.
—Estamos decididos a probar esto antes —anuncio por fin. En realidad, no
es mentira. Solo porque no crea que vaya a funcionar, no quiere decir que yo esté
en lo cierto. Deseo con todas mis fuerzas equivocarme.
—Hades os apoyará.
Eso me arranca una sonrisa.
—¿No vas a hablarlo con él primero?
—No es necesario. Primero, porque lo tengo aquí sentado y poniendo la
oreja como el marido cotilla que es. Segundo, eres su cuñada y le caes bien, es
evidente que hará cualquier cosa para asegurarse de que estés a salvo. ¿Verdad,
Hades?
Oigo un murmullo grave de asentimiento de fondo. Bueno, pues una cosa
menos de la que preocuparse. La verdad es que no esperaba nada diferente, pero
durante la última semana me he llevado bastantes sorpresas y ya no puedo dar
nada por sentado.
—Gracias.
—Avisará a Zeus, pero tienes que encargarte tú de Poseidón. A él no le
gusta meterse en estas cosas y te hará falta un buen argumento para incitarlo a
que decida involucrarse.
Soy plenamente consciente.
—Que se preocupe Madre de eso. —Ambas nos quedamos en silencio
durante un instante mientras imaginamos qué trapos sucios podría tener nuestra
madre para obtener la cooperación de ese hombre. Me estremezco—. Tengo que
levantarme y hacer algunas llamadas.
—Ten cuidado. Estamos aquí si nos necesitas.
Noto una opresión en la garganta y tengo que tragar saliva para poder
hablar.
—Te quiero.
—Y yo a ti.
Dejo a un lado el móvil y me giro en los brazos de Eros para mirarlo a la
cara.
—Lo has oído.
—Lo he oído. —Se acurruca contra mí. Para ser un hombre hecho de hielo,
le encanta tocarme. Casi tanto como me gusta a mí que me toque. Descansa la
barbilla sobre mi cabeza—. Ya tenemos a uno en el bote, solo nos queda otro.
Le doy un beso en el pecho mientras disfruto de la cercanía. Parece que el
plan sigue adelante. No sé qué nos depara el futuro si conseguimos salir
victoriosos de este desastre, pero algo parecido a la esperanza se aloja en mi
pecho. Lo quiero. A él le importo, lo que parece indicar que podría llegar a
quererme si se le diera la oportunidad.
—¿Eros?
—¿Sí?
Me tienta guardarme los pensamientos para mí, pero nunca se me ha dado
especialmente bien controlar lo que sale de mi boca con este hombre. Sobre todo
si añadimos los sentimientos a la ecuación.
—Anoche me dijiste que no eres capaz de amar.
Se tensa.
—Y no lo soy.
—Te equivocas.
Eros resopla y suelta una risa mordaz.
—Creo que ambos estaremos de acuerdo en que he salido defectuoso.
—Basta. —Me incorporo—. Deja de hablar de ti mismo de esa forma. No
dejaría que nadie hablara de ti con esa crueldad y ni de broma pienso permitir
que tú también lo hagas.
Su cara de estupefacción me duele en el alma.
—Es la verdad.
—Eros, quieres a Helena.
Esboza una mueca.
—Es como una hermana para mí.
—Lo sé. —Le coloco una mano en el centro del pecho—. Y la quieres como
a una hermana. Ese amor también cuenta. De hecho, cualquiera te diría que
cuenta más que el amor romántico porque no hay sexo de por medio para
complicar las cosas.
Abre la boca, duda y por fin cubre mi mano con la suya.
—Cuesta discutírtelo.
—Porque tengo razón. —Respiro hondo—. Da igual si lo que tenemos llega
a convertirse en amor o no, no es algo que ninguno de los dos podamos controlar.
—Aunque para mí ya sea demasiado tarde—. Pero nunca dudes de que eres
capaz de amar.
Eros escudriña mi cara durante un largo rato y después relaja su expresión
para esbozar una sonrisa.
—De verdad que no te merezco.
—La verdad es que no. —Suelto una risilla—. Pero no por las razones que
has dado antes. Es que soy una joyita.
—Lo sé.
El momento pende entre nosotros, y esas dos palabras imperdonables me
danzan en la punta de la lengua. «Te quiero.» No puedo decirlas. Ahora no, no
después de esta conversación. Parecerá que estoy intentando manipularlo o, lo
que es peor, que estoy esperando que él me corresponda.
Desesperada por encontrar una distracción, me aclaro la garganta.
—Me muero de hambre.
Eso lo activa, tal como sospechaba que haría.
—Pues vamos a darte de comer.
Una hora más tarde, hemos desayunado y nos hemos duchado. Estamos
organizándonos lo que queda de día cuando me suena el móvil. Aguanto la
respiración cuando leo el nombre de mi madre.
—¿Diga?
—Poseidón no participará. Lo siento, Psique. He intentado hacer uso de
hasta la mínima influencia que pudiera ejercer sobre él, pero se niega a ser
cómplice de este lío.
La decepción hace que me fallen las piernas. Apenas consigo caer sobre la
silla en vez de en el suelo.
—Ya veo.
—Es un necio y un principiante si cree que puede jugar a este juego según
sus normas en vez de hundirse en las profundidades en las que el resto de
nosotros moramos. Si me das un poco de tiempo...
—Gracias, pero no será necesario. —Tiempo es lo único que no tenemos.
Incluso ahora, estoy segura de que Afrodita estará poniendo en marcha su
siguiente asalto. No es de las que se toman las decepciones a la ligera y, desde su
punto de vista, ya la he derrotado dos veces. No dejará que ocurra una tercera vez
—. Yo me encargaré.
—Psique... —Por primera vez desde que tengo memoria, mi madre suena
insegura—. Deja que te ayude.
Una verborrea envenenada amenaza con salir de mi boca. «No estaría en
esta situación si Afrodita no te odiara tanto. Ni siquiera estaría en Olimpo si no
fueras así de ambiciosa.» No digo nada. Al fin y al cabo, yo tengo tanta
responsabilidad en esta situación como el resto de los involucrados. Podría haber
sido como Perséfone y haber buscado la forma de salir de Olimpo. Ese nunca fue
mi objetivo. Yo también he participado en el juego, y ahora tengo que jugar mis
cartas con más maña de lo que lo he hecho nunca.
Fracasar supondría la muerte.
Inhalo poco a poco.
—Lo tengo todo bajo control. Te llamo luego. —Cuelgo y levanto la vista
para encontrarme con los ojos inquisitivos de Eros—. Poseidón no va a
apoyarnos.
—Era una apuesta arriesgada, pero esperaba equivocarme. —Se ha quedado
quieto, parece estar pensando frenéticamente y la apatía vuelve a asomar a sus
facciones—. Yo me encargo.
—Eros, no. —Me vuelven las fuerzas al cuerpo a causa del pánico absoluto.
Camino hasta él para agarrarle las manos—. No. No puedes hacerle daño a tu
madre.
—No quiero hacerlo. —Suena como si estuviera sufriendo—. Pero ambos
sabemos que no se detendrá. —Niega despacio con la cabeza—. No hay otra
salida. Nos quedamos sin tiempo.
Ya lo sé. Soy plenamente consciente de cada segundo que pasa.
—Eros, por favor. —Le deslizo las manos por el pecho hasta acunarle la
cara. Joder, creo que me voy a echar a llorar—. Te quiero.
Es una táctica cruel decírselo ahora, una táctica deshonesta y tan
manipuladora como temía que quedara. Me da igual. Estoy dispuesta a decir
cosas peores para evitar que lo haga. Y después de todo, no le estoy mintiendo.
Si pensaba que estaba quieto antes, tendría que haberlo visto ahora que está
prácticamente congelado.
—Vuélvelo a decir.
—Eros, te quiero. —Me resulta muy sencillo pronunciar estas palabras. Le
hundo las manos en los rizos dorados—. Te quiero.
Casi parece que esté agonizando.
—Lo que he dicho antes iba en serio. No lo merezco.
—Al amor le trae sin cuidado si te lo mereces o no. No es que sea un
sentimiento que dependa de las circunstancias, o al menos no debería.
Me cubre las caderas con las manos.
—Yo, en particular, no me merezco que me quieras. —Suelta un suspiro
entrecortado—. Pero me importa una mierda. Lo has dicho y ya no puedes
retirarlo.
Me descubro esbozando una sonrisa, aunque parece que mi corazón se esté
rompiendo en pedazos.
—Por favor, no te vayas. Por favor, dame tiempo para que encuentre otra
solución.
Para poner en marcha otro plan que pueda salvarlo.
Me cubre las manos con las suyas y se las aparta del pelo. Me besa una
palma y después la otra.
—He prometido mantenerte a salvo y eso es justo lo que voy a hacer. —Me
suelta y retrocede—. Métete en la habitación del pánico y quédate ahí hasta que
vuelva. No le abras a nadie que no sea yo.
Lo estoy perdiendo. Quizá ya lo había perdido en cuanto Poseidón se ha
desentendido. No lo sé, pero siento que Eros se me escapa entre los dedos aunque
lo tengo justo enfrente. Puede que se considere un verdadero monstruo, pero, si
eso fuera cierto, no sería capaz de preocuparse por mí como lo hace.
Si le hace daño a su madre, perderá la poca alma que le queda.
No puedo permitir que lo haga, no por mí.
—Eros, por favor.
Me da un beso dulce. Siento que es un adiós.
—La habitación del pánico, Psique. Prométemelo.
—Te lo prometo —susurro. Es la primera vez que le he mentido desde que
nos casamos.
Asiente y me suelta.
—No tardaré.
Me quedo ahí plantada con el alma en los pies mientras veo cómo se pone el
abrigo y los zapatos. El sonido de la puerta al abrirse resulta ensordecedor en el
silencio del ático. Me pongo a contar en voz baja sin darme cuenta.
—Uno... dos... tres... —Cuando llego a veinte, me obligo a ponerme en
marcha.
El primer paso es el más complicado. Me la estoy jugando y a sabiendas. Y
no solo en lo que concierne a mi vida, sino que corro el peligro de que Eros no
me perdone nunca por lo que estoy a punto de hacer.
Da igual. Pagaré el precio con mucho gusto si eso quiere decir que impediré
que cargue con el peso de haber herido a una de las pocas personas que le
importan en este mundo.
Busco mi móvil y casi se me cae por las prisas. Solo hay una persona a la
que puedo llamar para salirme con la mía, y aquí sí que me estoy apostando todo
lo que tengo. Respiro hondo y marco el número.
Cuando contesta, parece que Helena estaba durmiendo.
—¿Diga?
—Helena, necesito el número de Afrodita.
—Hola, Psique. Yo también me alegro de hablar contigo. Estoy
estupendamente, gracias por preguntar.
Me aguanto las ganas de ponerme a gritar.
—Helena —digo despacio—. Eros está en peligro y necesito el número de
Afrodita. No tengo tiempo de explicártelo.
Se queda en silencio un instante.
—Me caes bien, Psique, pero Afrodita me despellejará viva si se entera de
que te he dado su contacto. Pídeselo a Eros.
—¡Helena! —bramo a pesar de mis esfuerzos por mantener la calma—.
Eros va a matar a Afrodita.
—¿Qué? Imposible. Tienen una relación tóxica de cagarse, pero es su
madre.
—Lo sé, y por eso necesito su número ahora mismo.
Otra pausa, esta vez más corta. Por fin contesta:
—Si esto es una artimaña y vas a acabar haciéndole daño, te juro que te
hago picadillo. Cuando termine contigo no te va a reconocer ni tu madre.
—Si fracaso en el plan que estoy a punto de poner en marcha, te animo a
intentarlo. El número, Helena. Por favor.
Suelta un taco y me dice el número. Cuelgo antes de despedirme. El tiempo
es oro, pero me permito tomarme unos segundos para respirar y aclararme las
ideas. Solo tengo una oportunidad, no puedo permitirme cagarla.
El corazón me va a mil por hora cuando marco el número de Afrodita.
Bueno, da igual. No me creerá si sueno demasiado tranquila. Es lo bastante lista
para percatarse de que la realidad esconde más de lo que parece, así que mi
trabajo consiste en asegurarme de que esté demasiado obsesionada con la
posibilidad de acabar conmigo para preocuparse de que vaya a tenderle una
trampa. O al menos que sea lo bastante arrogante como para pensar que no caerá
en ninguna trampa que yo le tienda.
Cuando contesta, suena tan fría como el hielo.
—¿Dígame?
—He cambiado de idea. —No tengo que fingir que me tiembla la voz—. No
sabía en lo que me metía y quiero escapar. Tú puedes sacarme de Olimpo,
¿verdad?
Apenas vacila.
—¿Psique? Qué alegría saber de ti. La verdad es que me sorprende que te
hayas puesto en contacto conmigo.
Joder, tengo que conseguir que esto vaya más rápido. Inspiro hondo.
—Quiero desaparecer. Tú quieres que desaparezca. Ambas salimos
ganando.
—Y yo que pensaba que estabas enamoradísima de mi hijo... —Sus palabras
destilan ácido.
—Ya sabes lo que hay.
Afrodita se ríe.
—Sí, lo sé. Has abarcado más de lo que podías manejar con Eros, pero eso
no viene al caso. ¿Qué me propones?
—Nos vemos... No sé, ¿en los jardines del distrito universitario? Si puedes
meterme de contrabando en el siguiente barco que salga del puerto, no volverás a
saber de mí. —El temblor de mi voz se intensifica—. Yo no he pedido nada de
esto. No quiero morir.
—Pues claro que no, querida. Nadie quiere morir. —Se queda en silencio
mientras parece analizar sus últimas palabras—. Tenía la sensación de que
abandonar la ciudad no entraba en tus planes.
—Abandonar Olimpo no es muy fácil que digamos —espeto.
—Ajá, en eso llevas razón. —Otra pausa—. Te sacaré de aquí. Nos vemos
en los jardines por la noche.
—¡No! —Me doy cuenta de que he gritado demasiado y me maldigo en mi
cabeza—. Eros ha salido a hacer unos recados. Tiene que ser ahora. Si no me
marcho antes de que vuelva, me obligará a quedarme.
Afrodita suspira.
—Sí, mi hijo puede ser bastante tenaz cuando se le mete algo entre ceja y
ceja. Supongo que puedo cambiar los planes que tenía para hoy. Nos vemos en
los jardines dentro de una hora.
Apenas dispongo de tiempo para llegar sin prisas. Ya estoy caminando hacia
la puerta y agarrando el abrigo.
—Vale. Gracias, Afrodita.
Puedo oír la sonrisa malévola en su voz.
—No hay de qué, cariño. Después de todo, una madre siempre sabe más.
31
Eros

No tengo claro qué se supone que siente una persona cuando está yendo a
amenazar, y seguramente a matar, a su propia madre. Yo no siento nada. Al
contrario, no dejan de venirme a la cabeza destellos de recuerdos que creía haber
enterrado hace mucho en las profundidades de mi mente.
Con ocho años, me encontré a mi madre llorando en el sofá. Recuerdo
cómo, entre sollozos, me dijo que toda la ciudad iba a por ella. Le prometí que yo
siempre la protegería.
Con trece, ya era capaz de enumerar sin equivocarme a todos los enemigos
de mi madre, a aquellas personas que, según ella, querían verla muerta. Le
repetía los datos personales de cada una de ellas, y sus pecados, mientras ella me
observaba sonriendo, como si fuese su persona favorita del mundo entero.
Con diecisiete, mi madre me pidió que le hiciera un favor, una tontería.
Joder, fue sumamente sencillo hacer las preguntas adecuadas para descubrir qué
pasaba entre Apolo y Dafne. Luego mi madre me colmó de atenciones.
Con dieciocho, fue la primera vez que le dije que no haría lo que me pedía.
Qué rápido me retiró las atenciones, su mera presencia, cuán despiadado fue su
castigo, cómo estuvo días, semanas, alejada de mí hasta que al final claudiqué e
hice lo que me había pedido. Puede que mi madre sea un monstruo, pero es la
única familia que tengo. Yo no era tan fuerte como para soportar cómo me hacía
el vacío. No tenía a nadie más.
Con veintiuno, aprendí lo que tendría que haber aprendido antes: no me
quiere de verdad. Dudo que sea capaz de amar a alguien, la verdad. Para ella, no
soy más que una herramienta práctica que coger o abandonar según la situación
lo requiera. Todos los momentos de debilidad, las lágrimas, los resquemores, no
eran más que armas que blandía contra mí. Comprenderlo mató algo en mi
interior, algo que pensé que jamás recuperaría... hasta que conocí a Psique.
Entonces Afrodita recurrió a medidas más duras para meterme en vereda
cada vez que me revolvía contra ella.
Pero, a pesar de todos los años de amor y de rencor que acabaron
convirtiéndose en odio, la verdad es que mi madre siempre ha sido la única
constante en mi vida. Siempre ha estado presente, ya fuera como antagonista o
como referente. Nunca se me pasó por la cabeza que un día ya no lo estaría.
Que, algún día, sería yo quien pusiera punto final a su vida.
Tardo cuarenta minutos en llegar a su casa. Aunque mi madre se pasa casi
todo el día por los alrededores de la torre Dodona, en realidad vive a las afueras
de la zona de los teatros. No he llegado a saber nunca si de verdad le gusta el
teatro o si solo le gusta ser musa y mecenas de los artistas. Fuera como fuese, si
llegué a encontrar Las Bacantes fue porque ella me sacaba a rastras de casa para
ir al teatro.
En vez de residir en uno de los muchos rascacielos que hay repartidos por
Olimpo, mi madre vive en una casa con un jardincito vallado por el que me
adentro en la propiedad; paso por la verja que limita el jardín trasero. Debería
toparme con los vigilantes que custodian la zona (ante mi insistencia), pero
parece que los ha vuelto a despedir. Mi madre detesta estar rodeada de personas
armadas, así que las echa en cuanto tiene ocasión. Cosa que a mí me frustraba a
niveles indescriptibles.
Pero que ahora me viene de perlas.
Me paro en el jardín. En primavera, el lugar es una explosión de flores y
colores, cuidado al más mínimo detalle y de forma impecable. Algo que no
llegué a entender nunca. A Afrodita le encanta ser la anfitriona, pero pocas veces
lo es en su propia casa. Casi nunca publica fotos de esta zona de su hogar. Es
como si quisiera ser la única que disfruta de toda esta belleza, pero no puedo
pensar en esto ahora.
Con mi llave, abro la puerta de atrás y paso sin avisar de mi presencia. Es
domingo, así que tendría que estar en casa. Afrodita no es feligresa de ninguna
iglesia, y le gustan los domingos de tranquilidad en los que no debe exponerse al
ojo público.
Pero me da la sensación de que la casa está vacía.
Recorro habitación por habitación, mientras aborrezco la cascada de
recuerdos que me sobreviene con cada una de ellas. He crecido en esta casa y, si
bien mi infancia carecía en muchos momentos de ternura y seguridad, no todo
fue tan malo. Me detengo en el umbral del que era mi cuarto. Es una reliquia del
pasado: está tal como lo dejé cuando me mudé a los dieciocho años, desesperado
por poner algo de espacio entre mi madre y yo. Una cama de matrimonio
extragrande, sábanas con una ridícula cantidad de hilos, y solo una almohada
ocupando toda la amplitud del colchón.
Aunque no quiero, entro en mi cuarto y echo un vistazo. No hay pósteres en
las paredes, pero sí que tengo dos cuadros enmarcados que mi madre me regaló
durante una fase particularmente angustiosa. El artista de las obras firma como
Muerte, cosa que en aquella época me resultó bastante acertada, y los cuadros
representan un primer plano de unas manos magulladas a todo color, imitando un
acto de violencia reciente.
En el escritorio hay un montón de papeles y fotos desperdigadas, y toda
clase de mierdas que un adolescente puede acumular. Notas de Helena. Viejos
trabajos del instituto que no llegué a tirar. Libretas llenas de comentarios y datos
que recopilé durante mis primeros intentos de novato en la vigilancia.
Abro el armario y observo la caja de seguridad en la que guardo las pistolas.
Fijo que eso no es algo que tenga la mayoría de los adolescentes en sus cuartos.
Me pongo en cuclillas, e introduzco la combinación por mera costumbre. Aunque
guardo varias armas y venenos en mi ático, en esta ocasión es mejor utilizar el
alijo que tiene Afrodita bajo su techo. Mi madre no sentirá nada; le entrará un
poco de sueño y después todo habrá acabado.
No puedo darle vueltas al hecho de que es el mismo veneno que iba a darle
a Psique.
Ahora mismo, no puedo darles vueltas a mil cosas diferentes.
Abro la caja de seguridad y frunzo el ceño.
—¿Qué cojones...?
Falta una de las pistolas. Meto la mano en el hueco que hay vacío. Hace dos
semanas, cuando Afrodita me exigió que fuera a cenar, estaba aquí. ¿Dónde coño
estará ahora?
Noto cómo el vello se me pone de punta. Algo va mal. He dejado que mis
emociones se apoderaran de mí, y han opacado lo único en lo que debería estar
pensando. O, mejor dicho, la pregunta que debería estar haciéndome.
¿Dónde coño está Afrodita?
El móvil me vibra en el bolsillo y me pongo en pie. Lo cojo, veo el nombre
de Helena en la pantalla y rechazo la llamada. Ya hablaré con ella más tarde.
Pero el móvil vuelve a vibrar antes de que pueda guardármelo de nuevo en el
bolsillo. Es Helena, otra vez. Con el ceño fruncido, se lo cojo.
—Estoy liado.
—Eros, creo que Psique está en un lío. O igual tu madre. Mira, la verdad es
que no lo tengo claro, pero aquí está pasando algo, y creo que tienes que
enterarte.
El agobiante temor que siento se intensifica.
—Frena un poco y explícame qué está pasando.
Helena inspira hondo, como si hubiese estado corriendo antes de llamarme.
—Psique me llamó hace como una hora y me dijo que necesitaba el número
de Afrodita para evitar que hicieras algo que no podrías enmendar. Es que... yo
pensaba que ella iba a... Madre mía, no sé ni en qué estaba pensando, pero acabo
de ver en una publicación de Las Musas de Hoy que han pillado a Psique en los
jardines de la universidad y que han visto a Afrodita en el coche en dirección al
distrito universitario, hecha un pincel. Perdóname por haber tardado tanto en atar
cabos, pero creo que han quedado en verse en nada.
«No sería capaz.»
Pero, mientras me imagino el gesto de determinación en el rostro de mi
esposa, comprendo que sería más que capaz.
—Le has dado el móvil de mi madre a Psique.
—No sabía qué hacer. Tu madre es una zorra, pero es tu madre. No
puedes... No puedo quedarme sentada y dejar que le pase nada. Te arrepentirías
toda la vida. —Porque la madre de Helena está muerta, y no hay nada que se
pueda hacer—. Pensaba que Psique tendría un plan, pero no caí en que el plan
sería hacerle frente a Afrodita.
—¿Cómo ibas a saberlo?
—¿Puedo hacer algo para ayudarte?
Me trago la réplica mordaz de que ya ha hecho suficiente. Psique y yo no
estamos metidos en este lío por culpa de Helena. Ella solo ha actuado como
mejor ha considerado, y no puedo culparla por eso.
—Estate atenta a ver si en Las Musas de Hoy publican algo más y avísame
con cualquier novedad.
—Hecho. —Vacila antes de añadir—: Eros, lo siento muchísimo, de verdad.
—Lo sé. —Cuelgo devanándome los sesos.
Si han visto a Psique por los jardines de la universidad y a mi madre camino
a ese mismo lugar, ese será el punto de encuentro. Tengo una oportunidad para
hacerme con el control de la situación, e involucrar a más personas es añadir
demasiados elementos incontrolables. Me planteo mis opciones. Si cojo el coche,
son más minutos perdidos intentando buscar sitio donde aparcarlo, y es un
tiempo que no tengo.
Inspiro hondo. Mi madre ha cogido el coche, seguro. Jamás iría hasta allí
desde su casa a pie. Eso me da algo de tiempo.
Echo a correr.
Mientras recorro las calles que me separan de los jardines a grandes
zancadas, mi mente no puede evitar darles vueltas a las cosas con frenesí. ¿Por
qué haría Psique algo así? ¿Por qué se arriesgaría así?
Aunque... ya sé por qué, ¿no?
El amor nos lleva a hacer tonterías, a todos. Jamás sospeché que podría
llegar a tales extremos. Los dos estamos tan empeñados en ahorrarle al otro dolor
y sufrimiento que nos arrojamos justo a eso sin pensárnoslo dos veces. Psique es
astuta, y tan inteligente que me saca de quicio, pero mi madre es harina de otro
costal. Y tiene un arma. Nunca pensé que llegaría tan lejos como para ensuciarse
las manos, pero Psique la ha superado una y otra vez. Cuando se ve acorralada,
Afrodita no duda en atacar.
En atacar a Psique.
No puedo perderla. Tengo que encontrarla, joder.
Llego a los jardines jadeando y sudando. ¿Dónde habrá ido Psique?
Rememoro con frenesí la vez que paseamos por aquí juntos. Apenas han
pasado... ¿unos días? Parece que fue hace una eternidad. Nos adentramos tanto
en los caminos que nadie podía vernos desde la calle, y me confió que esa era su
parte favorita del parque. Seguro que está ahí.
Al retomar el ritmo de carrera, me duele el cuerpo. Los zapatos que llevo no
están pensados para correr, pero apenas siento el dolor. Sobre todo cuando doblo
la esquina y me encuentro con Psique frente a mi madre. Afrodita sujeta mi arma
con ambas manos; su postura es una mierda, pero a esa distancia no va a errar el
tiro. Psique, muerta de miedo, está encogida contra las putas ramitas que me dijo
que eran flores.
Me obligo a parar, a frenar el paso para evitar que mi madre apriete el
gatillo por la sorpresa de verme allí, y levanto las manos.
—Ya basta, Madre.
No me mira cuando me contesta:
—Vete a casa, Eros. Tengo la situación perfectamente bajo control —dice
con la voz tan sumamente contenida que bien podría haber estado hablando del
tiempo que hace hoy.
—No puedo permitir que lo hagas. —Soy incapaz de pensar, no sé cómo
actuar para conseguir que baje el arma sin apretar el gatillo. Solo tengo miedo, y
el miedo hará que Psique acabe muerta. Me acerco a ella despacio, poco a poco
—. Psique, vete a casa. Yo me encargo.
—¡Va armada! —Le tiembla la voz y está medio agachada, con los brazos
levantados, como si con eso bastara para detener una bala. También se está
dejando llevar por el miedo, y no puedo hacer una puta mierda al respecto—.
¡Me va a matar!
—No te va a matar, no pienso permitírselo. —Deseo con todas mis fuerzas
no estar mintiéndole ahora mismo.
Doy un paso más, despacio, pero Afrodita niega con la cabeza.
—No te acerques más o disparo.
Su comentario me frena en seco, y se me sube el corazón a la garganta.
Tengo que buscar las palabras adecuadas, pero tengo la mente en blanco. Sin
embargo, no estoy lo bastante cerca como para abalanzarme sobre ella a por el
arma, así que debo intentarlo.
—¿Te arriesgarías a sufrir la furia de Zeus por esto?
—Y más. —No desvía la mirada de Psique—. Pero no seré yo quien mate a
la hija de Deméter, Eros. Serás tú.
Mientras la observo, entiendo lo que me está diciendo. El viejo abrigo que
hace años que no le veo puesto. Los guantes de piel que quitarán cualquier rastro
de pólvora que haya si dispara... y que impiden que deje sus huellas en el arma.
Por ende, las únicas huellas que habrá en el arma registrada a mi nombre son las
mías.
Siento que el miedo más puro me congela el cuerpo. Lo va a hacer de
verdad. No va de farol.
—¿Por qué iba a disparar a mi esposa? La amo.
—No me mientas. —El hermoso rostro de mi madre se retuerce en una
mueca horrible—. No es posible que ames a esta zorra. No eres capaz de amar.
Eros, tendría que estar muerta. Su corazón en una puta bandeja. ¿Qué coño se te
pasó por la cabeza para casarte con esta?
Psique no está llorando, pero parece al borde de las lágrimas.
—¿Por qué ibas a matarme? ¡No te he hecho nada, nunca! —Está
temblando tantísimo que tiene que llevarse las manos al pecho.
Afrodita se vuelve un poco para no perderme de vista, y al mismo tiempo
fulmina a mi esposa con la mirada.
—Bastante ha hecho ya tu madre. Necesita que le bajen un poco los humos.
No es ella quien debe escoger a la próxima Hera. Soy yo.
Psique se sorbe la nariz.
—Pero yo no tengo nada que ver en eso.
—Y tanto que tienes que ver con esto, mocosa. —Mi madre se inclina hacia
abajo mirándola con desdén—. Deméter está convencida de que tú eres lo
bastante buena para casarte con Zeus. Pero mírate. No eres más que una gorda
haciendo un papel.
—¡Yo no quería que pasara esto!
—Despierta de una vez, niña. Nadie pide que le pasen estas cosas en
Olimpo. —Afrodita suelta una carcajada, una risa salvaje y trastornada—. No
puedes pretender nadar entre tiburones y después llorar porque te comen. Has
intentado jugar y has perdido. —Cambia de postura y levanta un poco el arma—.
Y ahora pagarás las consecuencias.
—Basta ya. —Empiezo a moverme hacia ella, pero mi madre me detiene al
poner el dedo en el gatillo. Si me estuviese apuntando a mí, no vacilaría. Me la
jugaría. Pero no voy a poner en peligro la vida de Psique—. No puedes hablarle
así. No puedes atacarla solo porque sea mejor que tú, y más hermosa, tanto por
dentro como por fuera. Baja la puta pistola, Madre.
—¡Basta de cháchara!
Psique suspira y contesta:
—Sí, ya está bien. Ya he tenido más que suficiente. Y el resto de Olimpo
también. —Todo rastro de temblor ha desaparecido de su voz, se ha guardado el
miedo como si nunca lo hubiese sentido, y en su lugar solo queda una fría
tranquilidad y una determinación de hierro. Psique mete una mano en el parterre
y saca un móvil del hueco que tiene detrás. Se lo pone a la altura de la cara y, por
un instante, la tranquilidad flaquea y esboza una sonrisa temblorosa—. Bueno, ya
lo estáis viendo, no va nada bien. Ni de lejos. Afrodita quiere matarme e inculpar
a mi marido.
A Afrodita casi se le desencaja la mandíbula de la sorpresa.
—Estás retransmitiendo todo en directo.
—Cien mil espectadores y subiendo. Antes de esta noche, todo Olimpo te
habrá oído confesar tus intentos por matarme. —La sonrisa temblorosa de Psique
se torna viperina—. Los tiburones no son los únicos depredadores de los mares,
Afrodita.
Hostia puta. La hostia puta. Lo que ha pasado no se podrá barrer debajo de
la alfombra, nadie podrá fingir que nunca ha pasado. Psique acaba de allanar el
camino para un cambio de poder con respecto al título de Afrodita sin
derramamiento de sangre; es imposible que mi madre conserve su puesto después
de lo que ha pasado. Me mareo del alivio.
—Se acabó. Ya no hay marcha atrás. Por fin se acabó.
—¡No se ha acabado nada hasta que yo lo diga! —Afrodita se vuelve por
completo para quedar de cara a Psique, con un gesto desagradable y aborrecible
en el rostro—. Si yo caigo, ¡tú vas a caer conmigo!
—¡No! —Echo a correr hacia ellas, más rápido que en mi vida. Y, mientras
me muevo, sé que no llegaré a tiempo. Hay demasiada distancia entre Afrodita y
yo, y demasiado poca entre el gatillo y su dedo.
Pero no contaba con Psique.
Mi esposa se lanza hacia delante, coge a Afrodita por las muñecas y se las
apunta al cielo mientras se dispara el arma. Le da un pisotón en el pie a mi madre
y le arranca la pistola de las manos; la lanza hacia el otro lado. Afrodita maldice,
pero Psique le da un empujón que la tira al suelo. Y todo en cuestión de dos
segundos.
Cojo a Psique y la estrecho entre mis brazos. Sé que no le ha dado, pero,
aun así, no puedo evitar examinarle el cuerpo en busca de heridas.
—¿Estás bien?
—Estoy bien. Estoy a salvo. Los dos.
—Qué bien, joder. —Me dirijo a mi madre, quien está intentando levantarse
—: No te muevas.
A lo lejos se oyen unas sirenas. Psique apoya la frente en mi pecho un
minuto entero y, después, se aleja.
—Ha llegado el momento de la actuación final.
32
Psique

Después de eso, las cosas suceden demasiado rápido. La gente de Ares llega. La
mitad del grupo se lleva a Afrodita en una furgoneta negra, mientras que la otra
mitad nos escolta hasta la torre Dodona para enfrentarnos a Zeus. Me parece
estupendo. Tengo unas cuantas cosas que decirle.
Eros se sienta a mi lado en la parte trasera del coche. No ha pronunciado
palabra desde que se ha presentado la gente de Ares. No se ha separado de mí,
pero no puedo descifrar la expresión que luce en el rostro. Me está haciendo el
vacío. Abro la boca, pero, antes de articular palabra, decido que es mejor no
hablar. No estamos solos y tenemos que dejar esto atrás antes de que podamos
mantener algo parecido a una conversación sincera.
No sé si me perdonará por haberle mentido a la cara y haber actuado a sus
espaldas.
Llegamos a la torre Dodona y nos acompañan al despacho de Zeus. Nos está
esperando casi en la misma posición que en la última reunión que tuvimos.
Levanta la mirada cuando atravesamos el umbral de las puertas de cristal y posa
los ojos en los soldados que tenemos detrás.
—Dejadnos solos.
Obedecen al instante. Nunca me ha llamado la atención tener poder por el
simple hecho de tenerlo, pero la capacidad de Zeus de dar órdenes y que la gente
las acate sin rechistar es algo que me resultaría muy útil. Sobre todo ahora
mismo.
Zeus se frota las sienes. Durante un segundo, casi parece agotado, pero se
recupera al instante y vuelve a ser el hombre implacable que siempre ha sido en
mi presencia.
—Cuando he dicho que necesitaba pruebas, no me refería a que quisiera que
le mostraras esas pruebas en directo a la mitad de Olimpo.
—Todo Olimpo lo habrá visto para cuando sea la hora de cenar. —Junto las
manos delante de mí; confío en que no se percate de lo mucho que me tiemblan
—. Sobre todo cuando en Las Musas de Hoy se hagan eco de ello, y ambos
sabemos que lo harán. Una Afrodita homicida da para titulares muy jugosos.
—La exiliaré. —Se apoya en el respaldo de la silla, sus ojos azules
muestran frialdad—. Porque, al fin y al cabo, es lo que querías, ¿no?
Es justo lo que quería. Si matan a Afrodita, por mucho que la ejecutaran
para castigarla, Eros sufriría. Ya ha soportado dolor suficiente para toda una vida.
Sé que no podré protegerlo para siempre, pero por lo menos puedo hacer esto.
—Sí, es lo que quería.
Zeus centra su atención en Eros.
—Y tú. Se te acusa de gran cantidad de crímenes. También debería exiliarte.
No son solo los Trece los que pagan el precio por quebrantar una de nuestras
leyes más sagradas, también afecta a cualquiera que participe de sus intrigas.
—¡No! —grito antes de poder contenerme.
Zeus sacude la cabeza lentamente.
—Te habría castigado a ti también. Sin embargo, la situación ha cambiado.
Este giro es demasiado inesperado. Lo observo fijamente. ¿Qué podría haber
cambiado para que Eros se libre de cumplir con su castigo?
—¿Es porque lo he emitido en directo?
—No. —Me mira durante un buen rato—. Es porque ahora eres familia y,
por desgracia, eso te concede cierta clemencia, y a tu marido también. Como tal,
no voy a presentar cargos contra ninguno de los dos. Pero que quede claro que
este es el primer y último aviso. Si continuáis con vuestras tramas e intrigas y me
complicáis la vida, sentaré precedente con vosotros.
«¿Familia?» Frunzo el ceño.
—¿A qué te refieres?
Se inclina hacia delante y presiona un botón del teléfono.
—Que entre.
La puerta se abre a mis espaldas y se oyen unos pasos familiares. El horror
no me deja moverme, pero eso no me salva de la realidad cuando mi hermana
mayor nos rodea a Eros y a mí y se coloca junto a Zeus. Calisto luce un vestido
negro de un corte tan sencillo que solo sirve para destacar su increíble belleza.
No toca a Zeus, deja treinta centímetros de distancia entre ellos, pero no cabe
duda de lo que ha pasado.
Lo lleva escrito en el gigantesco diamante que luce en el dedo anular.
—No —susurro.
Por su parte, Zeus no parece exhibir ninguna petulancia. Solo parece harto
de esta conversación.
—El compromiso se anunciará dentro de unos días. La boda se celebrará en
primavera. No permitiré que intentes impedirlo bajo ninguna circunstancia. Si
no, exiliaré a todos y cada uno de los miembros de tu familia. —Pasa la mirada a
Eros—. Y también a tu marido.
—Pero... —Me trago mis protestas cuando veo que Calisto niega casi
imperceptiblemente con la cabeza. Cuando me aseguró que ella se encargaría, me
temía que intentaría asesinar a Zeus o tomaría otra medida igual de violenta. No
pensé que aceptaría casarse con él. Las palabras que pronunció ayer me vienen a
la mente: «Perséfone y tú ya habéis cuidado bastante de nosotras. Yo me
encargo».
Tengo que respetar su decisión; aunque no la entienda, conozco demasiado
bien a Calisto para creer que alguien la ha obligado a acceder a esto. Si no lo
quisiera, habría sido imposible.
Me aclaro la garganta.
—Bienvenido a la familia, Zeus.
—Así mejor, pero confío en que haya sonrisas y felicitaciones cuando
anunciemos el compromiso de forma oficial. No toleraré nada que no sea
efusividad y apoyo. —Mira por la ventana durante un largo rato y después vuelve
a prestarnos atención—. Bien, ya hemos acabado. No se os permite poneros en
contacto con Afrodita hasta que la saquemos de la ciudad. Mañana por la mañana
habrá una rueda de prensa a la que no quiero que asistáis.
—Vas a tergiversar la historia.
—Pues claro que voy a tergiversar la historia. —Niega con la cabeza—.
Volved a casa. Quedaos allí. Seguid comiéndoos con los ojos durante un mes por
lo menos. No me importa lo que hagáis después, pero desapareceréis durante ese
tiempo para evitar que la gente haga preguntas incómodas. ¿Me habéis
entendido?
—Sí —susurro.
Zeus dirige su mirada gélida a Eros.
—¿Y tú?
—Alto y claro.
—Bien. Pues ahora largo de mi despacho.
No sé si habría discutido más con él. Eros no me da la oportunidad. Se gira
hacia mí y, con una mano en las lumbares, me guía hacia la salida. Apenas me
toca, pero no por ello resulta menos dominante. No hablamos mientras el
ascensor desciende a la planta baja. Solo entonces vacila.
—¿Te apetece caminar hasta nuestra casa?
Nuestra casa.
Lo dice con toda libertad, sin dudar ni trastabillarse. Como si el ático fuera
de verdad de los dos en vez de solo suyo. Como si este matrimonio no fuera una
farsa. Un mes. Solo nos queda un mes. Después de eso, no tendremos razón para
seguir casados. No tendremos razón excepto el amor que amenaza con abrirme
un boquete en el pecho.
Eros le ha dicho a su madre que me ama. Me ha dicho que le importo. Pero
ambos hemos pasado tanto tiempo fingiendo delante de otras personas que ya no
sé lo que es real y lo que no.
—Me apetece.
—Vale. —Entrelaza su brazo con el mío y nos encamina hacia su edificio.
Media manzana después, mis sentimientos empiezan a abrumarme.
—Eros...
—Aquí no.
Cierto. No en plena calle, donde nos puede escuchar cualquiera. Debería
estar sonriéndole como la recién casada que soy, pero no consigo hacerlo.
Mientras nos movemos estoy bien, pero, en cuanto ponemos un pie en el
ático de Eros y la puerta se cierra a mis espaldas, las rodillas se me quedan sin
fuerzas.
Me agarra antes de que me estampe contra el suelo. No podía ser de otra
forma. Eros me coge en brazos y me lleva a ese cuarto que se ha convertido en
nuestro. Entonces me sienta en la cama y se arrodilla delante de mí. El frío sigue
presente en sus ojos, pero la manera en la que me coge de las manos es dulce y
tierna.
—Respira, Psique.
—Estoy respirando. —Solo que mi voz suena demasiado aguda y débil. Y
no puedo parar de temblar—. ¿Qué me pasa?
—El bajón de adrenalina. —Me masajea las manos con delicadeza—. Se te
pasará.
Por supuesto, él sabe lo que es. Ha estado expuesto al peligro una y otra vez.
Yo solo dos veces, y la sensación que borboteaba en mi interior después del
intento de asesinato en el garaje nada tiene que ver con esta.
Siento una opresión en la garganta, pero tengo que pronunciar las palabras
como sea.
—Lo siento.
Frunce el ceño.
—¿De qué estás hablando?
—Lo siento. Me has dicho que me quedara aquí y no lo he hecho. No podía
dejar que cargaras con la culpa de haberle hecho daño. Es tu madre.
—Es un monstruo.
—Eso no significa que no la quieras.
Suspira y se sube a la cama conmigo.
—No, no significa que no la quiera, si es que se puede decir así. Yo... —
Suelta un taco—. Joder, estoy cabreadísimo contigo. Te has puesto en peligro.
No me has contado nada. Pensaba que iba a plantarme allí para encontrarme con
tu cadáver. No puedo... Psique, no me importa las cargas que tenga que soportar,
valen la pena si tú estás a salvo.
Extiendo la mano con timidez y hundo los dedos en sus rizos.
—Lo tenía todo bajo control.
—Ahora que ya ha pasado me doy cuenta, pero todo dependía de
demasiadas variables. —Sacude la cabeza, le tiro un poco del pelo con el
movimiento—. Estabas fingiendo, ¿verdad? El estar así de aterrorizada.
Me estremezco al recordar el momento en el que estaba arrodillada en el
suelo, mirando al cañón de la pistola.
—Fingía en parte. —Trago saliva—. Tu madre tenía que pensar que había
ganado. Es demasiado vanidosa para tragarse su veneno, y necesitaba grabarlo.
Eros me mira fijamente.
—Das miedo. ¿Lo sabías? Das un miedo de la hostia.
—No sé si eso es un cumplido o no.
—Yo tampoco. —Se inclina hacia delante y apoya la frente contra la mía,
un contacto que me pone los pies en la tierra y me alivia algo del peso que tengo
en el pecho—. En fin. Nos queda un mes.
De repente, vuelve el peso.
—Eso es lo que ha dicho Zeus. Supongo que no quiere que nada empañe la
narrativa que va a inventar y, en cuanto anuncie el compromiso con Calisto... —
Me interrumpo—. No me puedo creer que ella lo haya aceptado.
—¿En serio? Porque yo sí. —Me quita las manos de su cabellera con
cuidado y entrelaza los dedos con los míos—. Tu hermana va a ser Hera.
—Eso parece.
Apenas puedo pensar en cómo va a acabar eso. El último Zeus tuvo a tres
Heras durante el tiempo que ostentó el título. Corre el rumor de que, como
mínimo, mató a dos de ellas, pero jamás se presentaron cargos. Como resultado,
el de Hera se ha convertido en una especie de título fantasma. En teoría, tiene
deberes y un área de la que encargarse, como el resto de los Trece, pero puedo
garantizar que no va a ser la esposa tranquila y sumisa que sin duda espera este
Zeus.
Pero no quiero hablar de Calisto.
Inhalo lentamente mientras contemplo nuestras manos entrelazadas.
—Una gran parte de esto ha sido fingida. Desde el principio, le hemos
estado mintiendo al mundo.
—Te daré el divorcio.
Eso me para en seco. Levanto la cabeza y parpadeo mientras lo miro.
—¿Qué?
—El divorcio. —La noche invernal al otro lado de la ventana es más cálida
que la voz de Eros—. Te casaste conmigo para mantenerte a salvo de mi madre.
Ya no es una amenaza, y sé que esto no es lo que habrías elegido para ti misma.
Cuando se acabe el mes, pediré los papeles del divorcio. Te puedes quedar con lo
que quieras. Te lo has ganado de sobra.
Tengo que arrancar las manos de las suyas para evitar hacer algo de lo que
me arrepienta.
—Eros.
—¿Sí?
—¿Por qué no me dejas terminar antes de clavarte tu propia espada para
salvarme de tu malvada persona?
Ahora le toca a él parpadear.
—Soy un monstruo, igual que mi madre. Está demostrado.
—¿De veras piensas lo que le has dicho a tu madre? ¿Me amas?
—No sé en qué nos afecta eso.
De verdad, este hombre... Le agarro la cara y la aproximo a la mía hasta
estar casi tan cerca como para besarnos.
—Contéstame a la pregunta.
Resopla y su aliento me acaricia los labios.
—Sí, lo decía en serio. Te amo. Pero esa no es una razón de peso para
mantenerte atada a mí. Soy un cabrón egoísta y pensaba que podría hacerlo, pero
no soporto la idea de tenerte atrapada. Ni aunque sea conmigo.
Cierro los ojos. O eso o me pondré a llorar a mares y sé que lo
malinterpretará.
—Puede que seas un monstruo, Eros, pero eres mi monstruo. Yo también te
amo y no quiero saber nada de ese maldito divorcio. Te quiero a ti y punto.
Se queda callado durante tanto tiempo que abro los ojos para encontrarme
con su mirada. Levanta una mano temblorosa y me busca la mandíbula.
—Como lo digas en serio...
—Lo digo en serio.
—Tienes que estar segura, Psique. Si de verdad vas en serio, tienes que estar
segura. No puedo... No tengo fuerzas para renunciar a ti una segunda vez.
Vuelvo la cara y le doy un beso en la palma de la mano.
—No tienes que renunciar a mí.
—Joder, menos mal. —Tira de mí para envolverme entre sus brazos y me
estrecha con fuerza. Los mismos temblores que le afectaban a la mano se le
extienden por todo el cuerpo.
Le doy un beso en la garganta, en la mandíbula, en la comisura de la boca.
—Estoy aquí. Siempre estaré aquí.
Y entonces lo beso como los dioses mandan. Me estrecha con más fuerza,
como si no pudiera estar lo bastante cerca de mí, un sentimiento que comparto.
Hoy las cosas podrían haber salido muy mal. No lo han hecho, pero eso no
cambia la forma en la que ansío a este hombre. Ahora mismo. Esta noche. Para
siempre. Rompo el beso el tiempo suficiente para decir:
—Eros.
Ya se está moviendo, se pone en pie y se arranca la ropa.
—Te necesito.
—Sí.
Dejo que me quite el vestido y lo lance por ahí. Y enseguida lo tengo
encima, instándome a que me tumbe sobre el colchón y recorriéndome el cuerpo
con las manos, como si quisiera asegurarse de que estoy entera, de que estoy
aquí. Le doy un empujón en los hombros y me permite que lo tumbe de espaldas
para subirme a horcajadas a su cintura.
Joder, el modo en el que me mira este hombre.
Me agarra de las caderas mientras me devora con esos salvajes ojos azules.
—Haces que quiera aficionarme a la fotografía.
Eso me saca una risa.
—Eros, no me estarás sugiriendo hacerme fotos guarras.
—Es justo lo que estoy sugiriendo. —Me agarra las tetas y se incorpora para
besarlas con lascivia—. Solo para nosotros. Siempre será para nosotros dos.
Me vuelve a dejar sin palabras el hecho de que dispongamos de tiempo.
Podemos cumplir con todas nuestras fantasías, podemos explorar cada recoveco
de este sentimiento que ha tomado vida entre nosotros. Muevo las caderas para
frotarme contra su erección.
—Con una condición.
—Dime.
Le sonrío, estoy tan feliz que me siento en una nube.
—Que me folles delante de cada espejo de esta casa, esposo. Démosles buen
uso.
Tira de mí hacia un beso demoledor.
—Eso nos va a llevar años, esposa.
—Perfecto.
Sonríe contra mis labios.
—Esa es mi chica.
Eros mete la mano entre nosotros y levanto las caderas para que pueda
colocar la polla en mi entrada. Sigo besándolo mientras me deslizo poco a poco
sobre su erección y él me guía con las manos en mi pelvis.
Cuando por fin lo tengo todo dentro, me pongo recta y le coloco las manos
en el pecho.
—Te quiero.
Sonríe de oreja a oreja, con alegría y sin ninguna sombra.
—Vuélvelo a decir.
Lo monto pausadamente para asegurarnos a ambos mediante el contacto y el
placer que esto es real, que no me voy a ninguna parte.
—Te quiero.
Eros desliza una mano hacia abajo para presionarme el clítoris de manera
que, con cada embestida, el placer se torna más severo, más ardiente.
—Otra vez, esposa.
—¿Otra vez? ¿En serio? —gimo mientras aumento el ritmo.
—No me voy a cansar nunca de oírte decirlo. —Me agarra las caderas con
más fuerza, me obliga a moverme más rápido para buscar el orgasmo que ya
siento crearse en mi interior—. Yo también te quiero, Psique. Muchísimo, joder.
Entre sus palabras y la forma en que me toca estoy perdida. El orgasmo me
atraviesa y me saca un fuerte gemido de los labios.
—¡Te quiero!
Eros me empuja para tumbarme y me penetra con más intensidad, más
rápido; en su rostro solo se percibe amor y deseo. Me envuelve con los brazos y
me aprieta contra su cuerpo mientras me embiste para perseguir su placer. Le
clavo las uñas en el culo y lo acerco más a mí, necesito este momento de
conexión tanto como él. Cuando se corre, hunde el rostro en mi cuello.
Va a salir de mí, pero no pienso aceptarlo. Le envuelvo la cintura con las
piernas y lo pego más a mi cuerpo.
—Aún no. No estoy preparada para soltarte.
—No tienes que soltarme nunca. —Me da un beso en el cuello y se
incorpora para mirarme. Eros esboza esa sonrisa torcida para mí—. Míranos. La
Bella y su Bestia. Comiendo perdices y todo ese rollo. Quizá sí que existan los
cuentos de hadas.
—Tú eres mucho más guapo que la Bestia.
Suelta una risa ronca.
—Y, aun así, soy más bestia de lo que él podría llegar a ser.
—No me importa. Bestia, monstruo u hombre, me trae sin cuidado. Eres
mío, Eros Ambrosia. —Inclino la cabeza hacia delante para darle un besito en los
labios—. Y yo soy tuya.
Epílogo
Eros

—¿Estás listo?
—Ya casi. —Termino de abotonarme la camisa y compruebo cómo me veo
en el espejo. Estoy bien. Mejor que bien. Llevo un traje nuevo, diseño de Juliette,
y me queda tan sumamente bien que entiendo por qué cobra lo que cobra. El
morado oscuro debería quedar ridículo, pero me queda genial. Nadie diría a
simple vista que tengo el estómago hecho un amasijo de nervios.
Psique se apoya en el marco de la puerta. Está perfecta, como siempre: lleva
un top con flores de colores y una falda rosa intenso acampanada que le llega a la
altura de las rodillas.
—Deja de entretenerte o llegaremos tarde.
—Bueno, siempre podríamos saltárnoslo. —Me acerco a ella acechándola
—. Podría quitarte esa faldita tan mona y perder la noción del tiempo.
—Eros... —Sonríe, pero en esos ojos color avellana percibo una mirada
seria—. No tienes por qué estar nervioso. Solo es una cena en casa de mi madre.
—Es la cena de los domingos en casa de tu madre, con toda tu familia al
completo. —Además, es la primera a la que hemos conseguido asistir en el mes
que ha pasado desde que exiliaron a Afrodita.
Tal como Zeus se temía, mi madre le dejó un buen problema al marcharse.
Nombró a Eris, Eris Kasios, su sucesora, lo cual creó una marea infinita de
cuchicheos. Ni siquiera me había enterado de que Eris trabajaba bajo las órdenes
de Afrodita, aunque al parecer llevaba ya varios años haciéndolo. Al nombrarla
su sucesora, dos de los Trece son miembros de la familia Kasios, y todo el
mundo está especulando ahora sobre cómo afectará eso al equilibrio de poder.
Cómo no, Eris no ha creído conveniente tranquilizar a nadie. Sospecho que
está avivando el caos.
Deméter ha estado ocupada creando varios incendios políticos y vigilando
con recelo a la nueva Afrodita, intentando establecer en qué punto está su
relación. Y ahora encima Ares se pone enfermo, y no tiene pinta de que vaya a
mejorar...
Sí, en Olimpo todo se ha ido un poco a la mierda.
Resulta irónico que haya sido el mes más feliz de mi vida.
Salgo de la habitación detrás de Psique y la sigo hasta la cocina para coger
el vino que he comprado para llevar a la cena, y hay pruebas de dicha felicidad
allá donde mire. El cuenco para las llaves que Psique compró en el mercado de
invierno de la zona baja de la ciudad con esa alegre combinación de rosa,
amarillo y verde azulado. Los vasos personalizados a juego (un vaso ancho para
ella y una copa de vino para mí) descansan en el escurreplatos, y la estilizada
caligrafía reza «Sr.» y «Sra.». Psique se lo pasa de miedo haciéndonos fotos para
las redes sociales mientras los usamos.
Sobre la mesa del comedor siempre hay flores frescas, y siempre parecen
combinar con el conjunto que lleve Psique al comprarlas. Aunque me río de ella
por ser algo superficial, la verdad es que me encanta. Es como si dejara una parte
de ella en el ático cada vez que sale.
En cada habitación hay nuevas adquisiciones. Un par de cojines más en
nuestro dormitorio. Una manta de lana en el salón, junto a un buen montón de
libros que, a juzgar por los lomos destrozados, ya ha releído muchas veces.
Me paro frente a mi adquisición favorita. Psique pone los ojos en blanco,
pero luce una enorme sonrisa.
—¡Siempre igual!
—Salimos genial. Es una pena no apreciarlo.
En la pared del recibidor hay una copia a tamaño gigante de una foto de
nuestra boda. Es mi instantánea favorita de todas, fue uno de nuestros primeros
besos como recién casados. Hermes nos hizo un superfavor y se quitó de en
medio, aunque en aquel momento no me diera ni cuenta.
—Mira que eres bobo. —Me da un golpecito con el hombro—. Venga,
maridito. No queremos llegar tarde.
Le rodeo la cintura con el brazo mientras bajamos en ascensor hasta el
garaje. Joder, es tan fácil estar con Psique, escuchar su plan detallado de abogar
por un nuevo diseñador que Juliette le ha recomendado y que se especializa en
ropa de tallas grandes, que me olvido de los nervios hasta que aparcamos delante
del edificio de su madre.
Siento una opresión en el pecho mientras observo la puerta de entrada.
—¿Qué probabilidad hay de que quiera envenenarme?
—Podemos hacer como que de verdad temes por tu vida si quieres —me
dice enarcando las cejas. Estira el brazo por la consola central del coche y me
coge de la mano—. O podemos hablar del problema real.
—No me vengas con que Deméter es incapaz de envenenar a nadie.
—Ni se me ocurriría.
Le lanzo una mirada.
—Y ¿se supone que así me vas a tranquilizar? Estás disfrutando...
—Un poquito solo —admite—. Es rarísimo verte nervioso.
—Psique...
—Eros. —Me da un apretón—. Te quiero. Puede que mi madre se haya
resistido un poco a la idea al principio, pero ya lo ha aceptado. Durante la cena
será igual de difícil tratar con ella como siempre, y el homicidio queda fuera de
la lista de posibilidades.
A Psique le importa su familia. Es lo que más le importa en la vida. Me
quiere, pero sus hermanas son su roca. Incluso su madre, por mucho que
choquen, tiene un papel importantísimo en su vida. Si no puedo hacer las paces
con ellas, pero de verdad, podría ser un problema en el futuro. Podría hacerle
daño a ella.
—Vamos —le digo después de tragar saliva.
Me suelta el tiempo justo para salir del coche y luego reclama mi mano
mientras entramos en el edificio. Puedo fingir que lo hace solo por el mero placer
de tocarme, pero es evidente que me está ofreciendo su apoyo en silencio. Y se lo
agradezco.
Me he enfrentado a infinidad de situaciones peligrosas. He matado a gente.
He nadado con los peores depredadores que puede haber en Olimpo sin
pestañear.
Claro que me pongo nerviosísimo con una cena familiar, estoy al borde de
echar la pota.
El apartamento de Deméter está igual que la última vez que vinimos, uno de
los muchos viajes que hicimos para llevarnos todo el armario de Psique a nuestra
casa. La habitación libre del ático ya es casi una réplica exacta de su cuarto de
aquí, así que le he encargado a un contratista que remodele toda la habitación
para convertirla en un vestidor. Es una sorpresa para Psique por su cumpleaños,
que es el mes que viene. Cuando apruebe el diseño, empezarán las obras.
Me imagino que Psique me llevará hasta la cocina, desde donde emergen las
voces de Deméter y Perséfone, pero cambia de rumbo y me lleva escaleras
arriba. Se me escapa un taco cuando me doy en el dedo del pie con un escalón.
—Si te apetecía uno rapidín, podríamos haberlo hecho en el coche, no en
casa de tu madre.
—Ja, ja, qué gracioso. Quiero enseñarte una cosa.
—¿Vas a enseñarme el...?
—Eros —me sisea, pero es evidente que se está aguantando la risa—.
Céntrate.
—En mi opinión estoy muy concentrado ahora mismo. —La peleílla me
relaja un poco. Sea lo que sea lo que pase hoy, esto seguirá igual.
Dejo que Psique me arrastre como si fuese su juguete favorito hasta que se
detiene delante de la pared de las fotos.
—Mira.
Esto no está igual que la primera vez que vine. Hay dos fotos nuevas en la
pared. La primera es una foto de Hades y Perséfone con un marco negro. Ella
lleva un vestido de novia blanco que me parece bastante tradicional. Hasta se ha
puesto un velo que le cubre el pelo rubio. Él, cómo no, lleva un traje negro al
completo, pero no luce su habitual gesto arisco. En cambio, tiene la mirada
clavada en la novia y una sonrisa indulgente en la cara. Ella le sonríe y su cuerpo
casi irradia luz. Es tan dulce que me va a salir una caries.
Psique me tira del brazo.
—Sí, sí, mi hermana sale monísima. Mira esta de aquí.
Señala la segunda foto nueva. Allí, junto a la de Hades y Perséfone, hay una
en la que salimos Psique y yo. No es una de las fotos de la ceremonia, sino de las
instantáneas para las que posamos después. Sostengo a Psique bien pegada a mí,
y le rodeo la cintura con un brazo mientras que con el otro le estoy levantando la
barbilla con la intención evidente de besarla. Ella parece tierna, feliz y perfecta.
¿Y yo?
Mi corazón se puede ver reflejado en mis ojos.
No se me pasa por alto la importancia de la presencia de esta fotografía
entre el resto de las fotos alegres de las mujeres Dimitriou. Puede que Deméter
no me haya recibido en la familia con los brazos abiertos y dulces palabras, pero
al colgar esta foto aquí me está dando la bienvenida a la familia.
Me río, con la garganta algo constreñida.
—Joder, vaya.
—¿Qué?
No sé expresar esta extraña sensación con palabras, la verdad. Nunca he
tenido una familia, o al menos una familia en la que cada interacción no sea una
transacción. Una bienvenida cálida, aunque sea tan pequeña, me hace sentir raro,
como si no supiera qué hacer con las manos.
—Tu madre es muy directa a la hora de darle la bienvenida a alguien a la
familia.
—¿Verdad que sí? —Psique se apoya en mi brazo—. Oye...
—¿Qué?
—Te quiero.
Poso un beso fugaz en esos labios pintados de rosa fuerte.
—Yo también te quiero. Ahora vamos abajo a saludar a tu madre como es
debido.
Nos encontramos a todo el clan Dimitriou en la cocina. Y a Hades, cosa que
me sorprende un huevo. Al verme, enarca las cejas, pero aparte de eso parece
contentarse con quedarse en un rincón lejos de las mujeres que se pasean por la
cocina como una terrorífica máquina bien engrasada. Psique me da un último
apretón en la mano y se une a ellas sin problemas.
Eurídice está revolviendo lo que parece salsa de tomate mientras charla con
Perséfone, quien está sacando unos panecillos recién hechos del horno. Deméter
tira unos espaguetis humeantes en el colador, les da un buen meneo, y rodea a
Perséfone para echarlos dentro de la salsa. Calisto está cortando hortalizas para
una ensalada con una rapidez que me revuelve el estómago. Psique se lava las
manos y empieza a echar las hortalizas cortadas a una ensaladera enorme llena de
lechuga.
Poco a poco me alejo hasta llegar a donde está Hades, a salvo al otro lado de
la isla de la cocina.
—¿Siempre son así? —susurro.
—Sí.
No se chocan ni una sola vez. Ni siquiera trastabillan. Y encima lo hacen sin
dejar de hablar a la vez. Es de lo más abrumador. Y no me refiero solo a la
eficacia, sino al hecho de que puedo notar el amor que se tienen en cada palabra,
en cada movimiento.
—Así que esto es una familia de verdad. —No era mi intención decirlo en
voz alta. Ni de coña era mi intención que Hades me oyera.
Suelta una risa sardónica con un bufido.
—Sí, a mí también me dejó muy descolocado las primeras veces. Te
acostumbras. —Duda un momento, y añade—: En ocasiones puede ser hasta
agradable, sobre todo cuando te dejan ayudar.
Entonces me doy cuenta de que Hades es otra persona de Olimpo que
tampoco es que haya experimentado mucho lo de tener una familia. Sus padres
fallecieron cuando era pequeño. Lo miro, y le digo:
—Qué valiente por tu parte meterte en ese tornado.
—Pues espérate a estar en el ojo del huracán.
Por raro que suene, lo estoy deseando.
Unos diez minutos después, las mujeres nos hacen llevar la comida a la
mesa. La cena en sí resulta tan arrolladora como la preparación. Psique y sus
hermanas no paran de hablar unas por encima de las otras, y Deméter suelta un
par de comentarios mordaces cada tanto. Es caótico y algo más que abrumador.
Pero Hades tiene razón. Es... agradable.
Puedo sentir el amor que se tienen entre ellas, incluso cuando Perséfone y
Calisto empiezan a pelearse por un recuerdo de injusticia entre hermanas que no
comparten. Yo me doy por satisfecho con picar algo de comida y empaparme de
la energía. Esto es una familia. Esto es un hogar.
Me gusta.
Cuando todo el mundo está lleno, Hades carraspea.
—Nosotros fregamos los platos.
—Chicos listos. —La sonrisa de Deméter es como un cuchillo bien afilado
—. Nosotras os esperamos en el salón.
Hades se marcha a la cocina y las mujeres salen volando del comedor.
Todas, menos Psique. Le echa un vistazo a su familia y me coge de la mano.
—¿Lo estás llevando bien? Sé que al principio podemos ser demasiado. Si
nos tenemos que ir...
—Estoy bien. —El amor que siento por esta mujer me estalla en el pecho.
Se ha tomado el tiempo de ver cómo estoy, claro, de proponerme que nos
vayamos, aunque es evidente que se lo está pasando genial. Le doy un suave
apretón en la mano—. Mejor que bien. Ve a divertirte con tu madre y tus
hermanas. Nos uniremos en cuanto acabemos de fregar los platos.
—Si estás seguro...
—Sí.
Al final asiente, y se le curvan los labios en una lenta sonrisa.
—Ah, por cierto, casi se me olvida. Tengo una sorpresita preparada para
cuando lleguemos a casa. —Se acerca un poco más y baja la voz—. He
comprado lencería nueva. Sé bueno y te dejaré que me la arranques con los
dientes.
—Serás cabroncilla... —contesto en voz baja. Tengo que recolocarme un
poco el paquete, y ella esboza una sonrisa de satisfacción al verlo. Hasta esa
puñetera sonrisa es sexy—. Solo por eso, pienso arrancártela con los dientes,
encaje a encaje.
—Ay no, eso no —me dice con socarronería.
Suelto una carcajada. Es grande y liberadora, y acaba con los últimos
nervios que todavía me quedaban de la cena. Una esposa preciosa que es todo lo
que jamás pensé que merecería. Una familia encantadora que parece lista para
incorporarme en su círculo. De verdad que soy el cabrón con más suerte de toda
la ciudad de Olimpo.
Agradecimientos

Gracias infinitas a las personas que me leen. Esto sería imposible sin vuestro
apoyo, me siento honrada y os estaré eternamente agradecida por la respuesta
que tienen las historietas sexis que tanto me gusta escribir.
Muchas gracias a mi equipo editorial en Sourcebooks por ayudarme a
convertir Dioses eléctricos en su mejor versión. Mary Altman y Christa Désir,
¡vuestra opinión es justo lo que necesitaba! Gracias a Jessica Smith, Rachel
Gilmer, Jocelyn Travis y Susie Benton.
Quiero agradecerle a Dawn Adams por el diseño que ha hecho que este libro
me parezca tan especial. Un agradecimiento ENORME a Stefani Sloma y a Katie
Stutz por vuestro apoyo con el marketing y las relaciones públicas. ¡Os habéis
pasado! Gracias también a Liz Otte por hablar tanto de esta saga.
Como siempre, gracias a mi agente, Laura Bradford, por estar siempre a mi
lado.
Gracias a mi equipo en el sentido extraoficial de la palabra. Piper J. Drake,
me sugeriste que me marcara un «tráeme su corazón» de verdad y ha supuesto un
antes y un después en el libro. Gracias a Asa Maria Bradley y a Jenny Nordback,
por estar siempre a un mensaje de distancia cuando me quedo sin inspiración o
cuando se me ocurre una locura. Mi más sincera gratitud a Andie J. Christopher y
a Nisha Sharma por proporcionarme mi dosis de TikTok. Le estoy muy
agradecida al grupo WordMakers por escribir conmigo, día sí y día también, y
creerme siempre que digo que «todo saldrá BIEN» hasta cuando doy rienda
suelta a mi caos y a mi dispersión.
Y, por último, pero nunca menos importante, gracias a mi familia por
mantenerme los pies en la tierra o al menos intentarlo. Gracias a mis hijos por
capear la tormenta en estos tiempos sin precedentes (en serio, me encantaría
volver a algo que se pareciera un poco a los precedentes) en los que hemos
estado todos metidos bajo el mismo techo durante trece meses (y los que
quedan...). Todo mi cariño para Tim por ser la mejor pareja que una persona
podría soñar. Tu apoyo y confianza en mí me han mantenido a flote durante los
altibajos y los bucles. ¡De verdad que eres un héroe romántico de manual!
Dioses eléctricos
Katee Robert

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por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

Título original: Electric Idol

Diseño de la portada, Planeta Arte & Diseño, basado en el diseño de Stephanie Gafron
© de la ilustración de la portada, © Baac3nes y © Alexander Gusev / EyeEm / Getty images y ©
Pandech / Shutterstock
Mapa: © LokFung, © GreenTana, IstockPhoto / Getty Images, © Pingebat / 123RF y © Julia
Dreams / Creative Market

© Katee Robert, 2022


Translation rights arranged by Taryn Fagerness Agency and Sandra Bruna Agencia Literaria, SL
All rights reserved
© por la traducción, Pura Lisart e Isabella Monello (Prisma Media Proyectos, S.L.), 2023

© Editorial Planeta, S. A., 2023


Ediciones Martínez Roca, un sello editorial de Editorial Planeta, S. A.
Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)
www.editorial.planeta.es
www.planetadelibros.com

Primera edición en libro electrónico (epub): julio de 2023

ISBN: 978-84-270-5171-3 (epub)

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