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La camisa de Margarita

De Wikisource, la biblioteca libre.
Tradiciones peruanas - Quinta serie
La camisa de Margarita

de Ricardo Palma


Probable es que algunos de mis lectores hayan oído decir a las viejas de Lima, cuando quieren ponderar lo subido de precio de un artículo:

-¡Qué! Si esto es más caro que la camisa de Margarita Pareja.

Habríame quedado con la curiosidad de saber quién fue esa Margarita, cuya camisa anda en lenguas, si en La América, de Madrid, no hubiera tropezado con un artículo firmado por D. Ildefonso Antonio Bermejo (autor de un notable libro sobre el Paraguay) quien, aunque muy a la ligera habla de la niña y de su camisa, me puso en vía de desenredar el ovillo, alcanzando a sacar en limpio la historia que van ustedes a leer.


I

Margarita Pareja era (por los años de 1765) la hija más mimada de D. Raimundo Pareja, caballero de Santiago y colector general del Callao.

La muchacha era una de esas limeñitas que por su belleza cautivan al mismo diablo y lo hacen persignarse y tirar piedras. Lucía un par de ojos negros que eran como dos torpedos cargados con dinamita y que hacían explosión sobre las entretelas del alma de los galanes limeños.

Llegó por entonces de España un arrogante mancebo, hijo de la coronada villa del oso y del madroño, llamado D. Luis Alcázar. Tenía éste en Lima un tío solterón y acaudalado, aragonés rancio y linajudo, y que gastaba más orgullo que los hijos del rey Fruela.

Por supuesto que, mientras le llegaba la ocasión de heredar al tío, vivía nuestro D. Luis tan pelado como una rata y pasando la pena negra. Con decir que hasta sus trapicheos eran al fiado y para pagar cuando mejorase de fortuna, creo que digo lo preciso.

En la procesión de Santa Rosa conoció Alcázar a la linda Margarita. La muchacha le llenó el ojo y le flechó el corazón. La echó flores, y aunque ella no le contestó ni sí ni no, dio a entender con sonrisitas y demás armas del arsenal femenino que el galán era plato muy de su gusto. La verdad, como si me estuviera confesando, es que se enamoraron hasta la raíz del pelo.

Como los amantes olvidan que existe la aritmética, creyó D. Luis que para el logro de sus amores no sería obstáculo su presente pobreza, y fue al padre de Margarita y sin muchos perfiles le pidió la mano de su hija.

A D. Raimundo no le cayó en gracia la petición, y cortésmente despidió al postulante, diciéndole que Margarita era aún muy niña para tomar marido; pues a pesar de sus diez y ocho años, todavía jugaba a las muñecas.

Pero no era ésta la verdadera madre del ternero. La negativa nacía de que D. Raimundo no quería ser suegro de un pobretón; y así hubo de decirlo en confianza a sus amigos, uno de los que fue con el chisme a don Honorato, que así se llamaba el tío aragonés. Éste, que era más altivo que el Cid, trinó de rabia y dijo:

-¡Cómo se entiende! ¡Desairar a mi sobrino! Muchos se darían con un canto en el pecho por emparentar con el muchacho, que no lo hay más gallardo en todo Lima. ¡Habrase visto insolencia de la laya! Pero ¿adónde ha de ir conmigo ese colectorcillo de mala muerte?

Margarita, que se anticipaba a su siglo, pues era nerviosa como una damisela de hoy, gimoteó, y se arrancó el pelo, y tuvo pataleta, y si no amenazó con envenenarse fue porque todavía no se habían inventado los fósforos.

Margarita perdía colores y carnes, se desmejoraba a vista de ojos, hablaba de meterse monja, y no hacía nada en concierto. «¡O de Luis o de Dios!» gritaba cada vez que los nervios se le sublevaban, lo que acontecía una hora sí y otra también. Alarmose el caballero santiagués, llamó físicos y curanderas, y todos declararon que la niña tiraba a tísica, y que la única medicina salvadora no se vendía en la botica.

O casarla con el varón de su gusto, o encerrarla en el cajón con palma y corona. Tal fue el ultimátum médico.

D. Raimundo (¡al fin padre!), olvidándose de coger capa y bastón, se encaminó como loco a casa de D. Honorato, y lo dijo:

-Vengo a que consienta usted en que mañana mismo se case su sobrino con Margarita, porque si no la muchacha se nos va por la posta.

-No puede ser -contestó con desabrimiento el tío.- Mi sobrino es un pobretón, y lo que usted debe buscar para su hija es un hombre que varee la plata.

El diálogo fue borrascoso. Mientras más rogaba D. Raimundo, más se subía el aragonés a la parra, y ya aquél iba a retirarse desahuciado cuando D. Luis, terciando en la cuestión, dijo:

-Pero, tío, no es de cristianos que matemos a quien no tiene la culpa.

-¿Tú te das por satisfecho?

-De todo corazón, tío y señor.

-Pues bien, muchacho: consiento en darte gusto; pero con una condición, y es esta: D. Raimundo me ha de jurar ante la Hostia consagrada que no regalará un ochavo a su hija ni la dejará un real en la herencia.

Aquí se entabló nuevo y más agitado litigio.

-Pero, hombre -arguyó D. Raimundo,- mi hija tiene veinte mil duros de dote.

-Renunciamos a la dote. La niña vendrá a casa de su marido nada más que con lo encapillado.

-Concédame usted entonces obsequiarla los muebles y el ajuar de novia.

-Ni un alfiler. Si no acomoda, dejarlo y que se muera la chica.

-Sea usted razonable, D. Honorato. Mi hija necesita llevar siquiera una camisa para reemplazar la puesta.


-Bien: paso por esa funda para que no me acuse de obstinado. Consiento en que le regale la camisa de novia, y san se acabó.

Al día siguiente D. Raimundo y D. Honorato se dirigieron muy de mañana a San Francisco, arrodillándose para oír misa y, según lo pactado, en el momento en que el sacerdote elevaba la Hostia divina, dijo el padre de Margarita:

-Juro no dar a mi hija más que la camisa de novia. Así Dios me condene si perjurare.

Fin

II

Y D. Raimundo Pareja cumplió ad pedem litterae su juramento; porque ni en vida ni en muerte dio después a su hija cosa que valiera un maravedí.

Los encajes de Flandes que adornaban la camisa de la novia costaron dos mil setecientos duros. El cordoncillo que ajustaba al cuello era una cadeneta de brillantes, valorizada en treinta mil monedas de plata.

Los recién casados hicieron creer al tío aragonés que la camisa a lo más valdría una onza; porque D. Honorato era tan testarudo que, a saberlo cierto, habría forzado al sobrino a divorciarse.

Convengamos en que fue muy merecida la fama que alcanzó la camisa nupcial de Margarita Pareja.