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lunes, 31 de julio de 2023

El Bolaño cauquenino

Por Rodrigo Alcaíno Padilla

http://ralcaninop.wordpress.com, 25.02.2023





Mi amigo Óscar Fuentes se aprestaba a emprender viaje de placer por Cataluña, y como buen lector de Roberto Bolaño, tenía incorporado en su itinerario Blanes, esa ciudad costera impregnada del sudor literario del escritor.

 

Pasaron los días, Óscar fue a Barcelona, y en esos diálogos por Whatsapp de pronto sale a colación un hecho que nunca notamos, simplemente pasó desapercibido: “Estoy en Barcelona y visité donde vivió Bolaño... Ahora reviso la biografía y dice que estudió en Cauquenes... Cauquenes de no sé dónde, porque no creo que sea el de la séptima región, como el link dirige Wikipedia. Por lo que yo sé, hay un Cauquenes también en la octava región, lo cual me hace más lógica ya que vivió una vida más al sur... ¿A qué Cauquenes se referirá este artículo, crees tú? ¿Sabías que había otro Cauquenes?”.

 

Me picó la guía el asunto y me puse a chequear si existía ese supuesto “otro Cauquenes” en el mapa. Apurando la memoria, lo único que se acercaba a la ciudad maulina eran las Termas de Cauquenes en la región de O’Higgins, pero otra localidad con el mismo nombre no la hallé. 

 

Después de aclarar esa duda, todo se tornó más evidente cuando me puse a indagar en biografías y en la propia obra de Bolaño alusiones a la ciudad en cuestión.

 

A mediados de la década de los setenta, se publicó en la revista mexicana Punto de Partida, perteneciente a la UNAM, un poema del escritor chileno bajo el seudónimo de Galvarino titulado “Overol blanco y otros poemas”, que obtuvo el tercer lugar de un concurso literario en 1976. En su estrofa VIII dice: “Tierra de Chillán aquí estoy de nuevo pisándote quien ha dicho / que soy ángel Tierra de Cauquenes aquí estoy de nuevo”.

 

En el relato “Carnet de baile” del libro Putas Asesinas, página 207, relata: “1. Mi madre nos leía a Neruda en Quilpué, en Cauquenes, en Los Ángeles”.

 

También hay referencia en la última entrevista que dio a Mónica Maristain para la revista Playboy, en julio de 2003; ante la pregunta de cuál de todos los paisajes de Latinoamérica que recorrió le viene primero a la memoria, sostuvo: “Los labios de Lisa en 1974. El camión de mi padre averiado en una carretera del desierto. El pabellón de tuberculosos de un hospital de Cauquenes y mi madre que nos dice a mi hermana y a mí que aguantemos la respiración”.

 

Finalmente, aparecen los fragmentos de una entrevista que concedió Roberto a fines de 1999, y que fue publicada en la Revista de Libros de El mercurio, en octubre de 2003: “Yo nací en Santiago, pero nunca viví en Santiago. Viví en Valparaíso, luego en Quilpué; en Viña; en Cauquenes, una zona llena de alcohólicos y de espiritistas”.

 

Más claro, echarle agua…

 

 

*

 

Roberto Bolaño había vivido en la ciudad, pero había un vacío inexorable de información respecto a esos años. Google, aparte de las referencias ya comentadas, dice poco y nada.

 

La experiencia me sugiere que en los grupos de Facebook hay muchas historias que circulan en un limbo nostálgico que pareciera relevante solo para sus integrantes. ¡Nada más errado!

La búsqueda en dicha red social me llevó al grupo “Cauquenes, mi música, tu música”. Allí, el músico, profesor y gestor cultural Alejandro Morales compartió un poema de Bolaño, y agregó en el posteo: “un poeta y escritor que vivió algunos años en Cauquenes”.

 

Me puse a revisar en los comentarios, y el propio Morales relató que “siempre tuve la duda si era el mismo. Héctor Torres, un compañero común, escribió una vez ‘creo que estoy loco, le cuento a mis hijos que fui compañero de Bolaño y se ríen de mí’. Hasta que conversando con mi amigo y compañero Jorge Córdova, que fue más cercano a él, ratificó que era el mismo, y recordó a sus padres, tal como lo hacíamos nosotros. Vivía muy cerca de los Barrios, en Carrera Pinto (…) Vivió en Cauquenes y fuimos compañeros en el Instituto Cauquenes”.

 

Había un par de pistas a seguir, pero el instinto me dijo que mi amigo René Abarza Yáñez, cauquenino de tomo y lomo, me podría ayudar a seguir la hebra. Y no me equivoqué.

 

En paralelo, descubrí que el Instituto Cauquenes estuvo en dos locaciones: Catedral con Yungay y luego en Maipú con Chacabuco, y que durante un tiempo lo dirigieron unos padres canadienses. Con esos datos, le pregunté a René si sabía algo de ese colegio.

 

Mi amigo recordó que su padre había estudiado en el Instituto, y me preguntó el porqué de mis consultas. Fue una sorpresa para él que Roberto Bolaño haya vivido en su ciudad, y se comprometió a preguntar a don René padre. A las horas me comentó que su progenitor recordaba un alumno de apellido Bolaño, difícil de olvidar “porque el apellido le parecía poco común”, pero no recordaba haber interactuado con él.





*

 

El nombre de Jorge Córdova asomó a la postre como la pista más directa a la historia. Logré dar con él en Facebook, y mostró una gran disposición a compartir los recuerdos de esos años, a pesar de la forma poco ortodoxa de abordarlo virtualmente en su perfil. Me dio su número de teléfono un fin de semana, y un par de días después lo llamé. Coincidió que por esos días este testigo privilegiado estuvo de paso por Cauquenes, incluso se acercó al barrio de infancia para tratar de tomar alguna fotografía de las casas, pero para nuestro pesar ya no existían, todo estaba reconstruido.

 

A partir de lo relatado por don Jorge, él fue vecino de Roberto Bolaño entre 1963 y 1964, en la calle Carrera Pinto, entre Chacabuco y Antonio Varas. Solían jugar al fútbol en el pequeño patio frontal que daba a la calle, y siempre Roberto elegía ser el arquero. Durante esas jornadas supo de la anécdota en ese tiempo reciente -y bien conocida por quienes han seguido la vida de Bolaño- de haberle atajado un penal a Vavá durante los entrenamientos de la selección brasileña en Quilpué durante el mundial de fútbol de 1962.

 

Según Córdova, cuando doña Victoria Ávalos no quería cocinar, la familia de Roberto solía almorzar en una residencial a la vuelta de la esquina, en Antonio Varas 680, lugar donde asegura que también tuvo la oportunidad de compartir una comida con el padre del escritor, León, quien animosamente bajo un parrón se jactaba de que Roberto había dejado callados a uno de sus amigos adultos en una discusión. “Ya era un genio, muy agudo”, agregó don Jorge a la hora de recordar el temperamento de su vecino como colofón de la anécdota de León Bolaño.

 

Aunque la madre de Roberto, Victoria, era profesora, ella habría trabajado en el hospital de Cauquenes, dato que le aportó el profesor Alejandro Morales, y que adquiere mucho sentido al recordar una de las citas antes mencionadas, alusiva a un pabellón de tuberculosos. Un tema a dilucidar es qué labor ejercía en el mencionado hospital.

 

Respecto al colegio, Córdova confirmó que Roberto Bolaño estudió en el Instituto Cauquenes en su ubicación de Maipú con Chacabuco. También corroboró el dato del profesor Morales, relativo a que Héctor Torres fue su compañero de curso, y añadió que solían hacer la ruta de regreso desde el instituto por calle Chacabuco.

 

En uno de los últimos puntos de la conversación, don Jorge reveló que recién se enteró que Roberto era un escritor famoso cuando murió, al ver el titular del diario La Segunda. De hecho, recordó que en esa edición del vespertino se rescató una entrevista que había sido publicada originalmente por la revista El Sábado, el 18 de abril de 2003, meses antes de fallecer. Allí Bolaño hacía un autodiagnóstico postrero y poético de su enfermedad a propósito de un evento vivido en Cauquenes, en ese mismo patio que tantas veces fue testigo de las pichangas de dos amigos de provincia.

 

El fragmento de la entrevista decía lo siguiente: “- ¿Cuándo supo que estaba enfermo? – Hace más de diez años. Aunque en realidad me di cuenta de que estaba enfermo a los 11 o tal vez a los 10 años, en Cauquenes. Yo estaba solo, en el patio de mi casa, y un tipo muy alto y flaco me preguntó, desde el otro lado de la barda, por una calle. Le dije que no sabía dónde estaba esa calle y el tipo se alejó. Yo me asomé a la barda (era una barda no de ladrillos ni de cemento, sino de adobes hechos con barro y paja) y lo vi alejarse. Parecía un zancudo. Y entonces me di cuenta de que, de la misma forma que él se alejaba, yo también, en cierto modo, me alejaba, ambos nos alejábamos mutuamente de nuestras respectivas conciencias. Me di cuenta de que yo pensaba y que él también pensaba y que ambos pensamientos no sólo no eran parte de un juego, sino que eran dos pensamientos distintos, destinados a encontrarse una sola vez en la vida y por espacio de pocos segundos. Que yo tenía mi vida y que él también tenía su vida. Y esa toma de conciencia para mí fue el primer atisbo concreto de la muerte, pese a que ya por entonces había visto a dos muertos (en dos velorios, naturalmente)”.




Fotografías: Plaza de Armas de Cauquenes, en 1945,

y la iglesia San Alfonso.

 















jueves, 1 de julio de 2021

Patagonia: El último lugar del mapa

Por Roberto Bolaño
El Mundo, Viaje, España. 02.11.2001



Durante mucho tiempo, primero en el imaginario sudamericano y luego en el de algunos europeos y norteamericanos, en parte debido a los libros de ciertos viajeros meticulosos, sobre todo ingleses, sobre todo Chatwin, la Patagonia fue algo semejante a lo que ha sido y sigue siendo el vasto y movedizo territorio de la frontera mexicano-norteamericano. En vez de desierto, pampa; en lugar de pueblos dormidos al sol, caseríos batidos por el viento y por las lluvias australes; en vez de una masa de gente extraña que entona canciones extrañas, unos pocos habitantes y un silencio casi ininterrumpido. En cualquier caso, tanto la frontera mexicana como las provincias que conforman el territorio de la Patagonia constituían, junto con la selva, el último lugar, el lugar sagrado del individuo, el sitio adonde se va únicamente a morir o a dejar que el tiempo pase, que viene a ser casi lo mismo. La selva, tal vez por la profusión de mosquitos y por las enfermedades inherentes, ha pasado de moda: los viajeros, incluso los viajeros terminales, quieren morir pero quieren morir en paz, es decir quieren morir mecidos y arrullados por una estética determinada que excluye, demás está decirlo, el dengue, las fiebres, las molestas picadas y las, aún más molestas, diarreas. La frontera y la Patagonia, en este sentido, exhiben ofertas inmejorables: tequila, cocaína y mujeres en la frontera norte; mate, buena carne a la brasa y unas temperaturas dignas de cualquier filósofo escolástico en el extremo sur. Uno va a la Patagonia, pero también uno huye a la Patagonia. La literatura sobre este tipo de huidas no solo es anglosajona. El protagonista de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato, al final de la novela, cuando todos los sueños han caído y parece abocado a la destrucción, decide subirse a un camión y emprender el viaje al sur. Otros escritores han seguido la indicación de Sabato.

De hecho, el viaje a la Patagonia ya hace tiempo que trascendió los márgenes de la literatura. Hay cuadros en donde los pintores, con más buena voluntad que oficio, ofrecen sus visiones del llano, de los glaciares, de la tierra desocupada. Hay piezas musicales en donde la palabra patagonia rima con Celedonia. Incluso hay una película, de cuyo director no recuerdo el nombre, pero interpretada por Daniel Day Lewis, que cuenta la historia de un dentista —no sé si inglés o canadiense— que viaja por la Patagonia en moto en una cruzada personal contra las caries.

Durante un cierto tiempo la Patagonia reemplazó al trópico en la provisión de paisajes adaptables al realismo mágico. E incluso, según recuerdo, hubo una propuesta, de esto ya hace mucho, de ceder no sé si a la Sociedad de Naciones o a las Naciones Unidas [creo que a la primera] una porción considerable de territorio desocupado para instalar allí una república judía o, tal vez, una patria para un pueblo asiático errante, probablemente refugiados chinos huidos de la agresión japonesa, propuesta que indignó a los argentinos de la época y que, de haber progresado, constituiría hoy, sin duda, el país más civilizado y próspero de toda Sudamérica.


Raíz nominal

¿De dónde viene el nombre de Patagonia? Pues de sus primitivos pobladores, los patagones, quienes fueron descritos por los descubridores españoles como gigantes, añadiendo que estos gigantes, además, tenían unos pies enormes, mayores que los de cualquier europeo, algo no del todo absurdo si previamente se ha dicho que son gigantes. Los primeros en verlos (y se dice que no solo los primeros, sino también los últimos) fueron los bravos marinos de Magallanes, empeñados en dar la vuelta al mundo, algo que finalmente y tras muchas penalidades consiguieron, dejando tras de sí más de la mitad de la tripulación muerta por enfermedades, falta de comida y de agua, e insolaciones varias. Un cronista del viaje, el italiano Pigafetta, los describe de tres metros de altura. Probablemente exageraba. En el siglo XIX, viajeros menos imaginativos afirman haber visto patagones de dos metros. Hoy, los pocos que quedan no miden más de un metro sesenta.

La frontera de la Patagonia no es algo que todo el mundo, menos aún los argentinos, sepa especificar con total nitidez. Según el novelista Rodrigo Fresán, a quien le hice la pregunta, la Patagonia empieza al cruzar el Río Negro. Por su parte, algunos choferes de autobuses porteños que hacen la ruta sur, la Patagonia empieza justo al acabar la provincia de Buenos Aires. Según una amiga argentina la Patagonia empieza en la provincia de Chubut, bastante más al sur de lo que el común de la gente cree. Según otra amiga argentina la Patagonia no existe. Pensaba hacerle la misma pregunta a Alan Pauls, uno de mis escritores argentinos favoritos, pero me dio miedo.


Línea fronteriza

Lo que sí está fuera de discusión es que la Patagonia es enorme y que, a su manera, está llena de fantasmas. Visitar toda la región no está al alcance de cualquiera, en parte debido a que la Argentina no es barata y en parte a lo extenso del territorio, que exige por lo menos seis meses para recorrer, ya sea de forma superficial, aquello que los guías turísticos llaman sorpresas.

Por ejemplo, Neuquén. La provincia de Neuquén es no solo la única provincia patagónica sin salida al mar, pero fronteriza con Chile, lo que la convierte en una especie de Bolivia en el imaginario geoestratégico de los militares chilenos, tan prusianos ellos. Neuquén es como Jurassic Park, la patria perdida de los dinosaurios de Sudamérica. Allí uno se topa con tiranosaurios y pterodáctilos en cada esquina. Los estancieros de Neuquén ya no hablan de cabezas de ganado sino de velociraptors. Las romerías de paleontólogos son notables en los meses de primavera y verano.

El turista generalmente se desplaza en avión y hace bien. Pero lo más recomendable para viajar a la Patagonia es hacerlo pidiendo autostop. Digamos, uno puede viajar en autobús hasta Choele Choel o en avión hasta Bahía Blanca, pero a partir de ese momento hacer autostop. Así, al menos, viajaron los argentinos pobres de la década de los sesenta que no pudieron hacerlo a Europa y así viajan todavía algunos indios patagones cuya curiosidad o alguna diligencia inaplazable los llevó a la capital o a esa ciudad siniestra que Bioy ponderó en su ancianidad, llamada La Plata. Desde Choele Choel el viajero suele hacerse una pregunta crucial: ¿adónde voy? Para internarse en la Patagonia hay dos rutas que ofrecen dos paisajes bien distintos. O uno va hacia Bariloche o uno va hacia Puerto Madryn. En Bariloche lo que el desprevenido turista encontrará será la cordillera de los Andes y una legión de esquiadores, fanáticos de la nieve con la piel perfectamente bronceada y graves problemas de orden psicológico y sexual que se alojan en el hotel Llao-Llao, un establecimiento de los años 40 con un vago aire a hotel de aguas termales. En Puerto Madryn, por contra, verá el océano Atlántico, que en esas latitudes tiene un color (aunque esto depende de la fecha, claro) decididamente horroroso, como de animal o pellejo de animal descompuesto, como de curtiduría abandonada, aunque el mar, como siempre, huele bien. Y desde allí uno puede visitar la península Valdés, que cierra por el norte el golfo Nuevo, o, aún mejor, salir de Puerto Madryn y dirigirse a Trelew y a Rawson, que están muy cerca y en donde se puede escuchar de madrugada, si uno se encarama a cierta roca en el campo llamada «La roca de Yanquetruz», los gritos que trae el viento de ambas ciudades y que vagamente hablan de jóvenes reclutas, de jóvenes prisioneros, de mareos y de piaras de cerdos.


Cruce de caminos

Después de escuchar esto lo mejor es largarse en el primer autobús de Trelew y también de Rawson. Aquí al infatigable viajero, sin embargo, se le presenta otra disyuntiva. O coger la ruta hacia el oeste, hacia la cordillera, hacia Trevelín y Esquel, y visitar Leleque y El Maitén, los pueblos cordilleranos de la provincia de Chubut, pasando por el Parque Nacional de Los Alerces o por el Parque Nacional del Lago Puelo e incluso, si el viajero es más curioso de lo usual, cruzando el Paso Cochamó y asomándose, sin saber muy bien por qué ni para qué, a Chile, o bien seguir la ruta hacia el sur, en dirección a Comodoro Rivadavia y hacia los Bosques Petrificados. Al sur de los Bosques Petrificados puede pasar cualquier cosa. La carretera que corre junto a las estribaciones cordilleranas y la carretera que corre junto al Atlántico ciñen un inmenso territorio intermedio, el último lugar, el territorio hacia donde se dirigen los patagones autoestopistas, cruzado de tanto en tanto por carreteras secundarias o por pistas de tierra que primero desalientan al viajero y luego lo extravían y finalmente lo llevan a una suerte de delirio místico que el hambre y la buena educación consiguen atenuar. Ambas carreteras confluyen en Río Gallegos, la última ciudad de la Patagonia. Más abajo, cruzando el estrecho de Magallanes, se encuentra la Tierra del Fuego argentina y chilena, pero eso ya es otra historia.