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miércoles, 15 de mayo de 2024

Esposas de Jack, por Martín Cinzano





En uno de sus textos críticos, el profesor universitario Leónidas Morales reconocía su inicial distanciamiento de la obra de Bolaño, cuyas novelas acabó admirando. La causa, típicamente académica: estaba de moda. A muchos, creo, nos pasó. Lo comercial despide ese tufillo sospechoso, especialmente en literatura. Aún me cuido de eso, y aún me parece bien, pese a la actual tendencia a sobrevalorar lo “popular”. Allá por los inicios de este siglo, asistí a un taller de crítica literaria donde Bolaño era ley. Yo me decantaba por las novelas de otro chileno desterrado, Mauricio Wacquez, que vivía en Calaceite, Teruel, a doscientos sesenta y nueve kilómetros de Blanes, según Wikipedia. Pero era Bolaño quien mandaba ahí. Una integrante del taller osó en criticar Llamadas telefónicas y le fue mal, la trataron de frívola y otras cosas más. Entonces yo seguí cuidándome de no asomarme a esos libros de títulos, eso sí, misteriosos. Había un puesto de libros viejos en la facultad donde se vendía la primera edición de La literatura nazi en América, libro que yo miraba de lejos pensando en una especie de monografía. No andaba tan perdido al final, creo, pero ese libro continuó ahí durante mucho tiempo y ahora lo lamento; era caro, pero podría venderlo, hoy, mil veces más caro. Porque estudié literatura en Chile, pero acabé haciéndome librero en México, leyendo por fragmentos. El itinerario Chile-México, debo aclararlo, no se debió a Bolaño. Mi reticencia a leerlo se prolongó lo suficiente como para que mi primer viaje al DF (o al DFiéndete, como dice una amiga) ocurriera sin haberlo devorado aún, lo cual, pienso, fue una suerte, para no andar por la colonia Juárez o por Bucareli o por Tepito haciendo turismo bolañesco, todo un género especialmente chileno y quizá un poco colombiano. Mi primer ejemplar de Los detectives salvajes llegó después, y era pirata. Fue adquirido a ras de piso, en pleno Paseo Ahumada, lo cual puede dar una idea de cómo iba creciendo el número de sus lectores. Esa copia de la colección Compactos de Anagrama se detenía en la página 371, cuando Xóchitl García está narrando una cena con el director de la revista Tamal y sus desvelos como escritora, madre y amante. En realidad, la novela no se detenía, más bien desde la página 371 todas las restantes páginas eran la 371, 371, 371... Debe ser por eso, quizá, que cuando pienso en Bolaño se me aparece de inmediato la imagen de Jack Torrance, es decir de Jack Nicholson en la película de Kubrick, escribiendo siempre la misma frase, la misma página 371. A veces los lectores de Bolaño, y claramente los escritores imbuidos de Bolaño, somos más o menos como Wendy, la esposa de Jack: intentamos escapar desesperadamente de ese hombre que nos va a destazar con un hacha pero que inevitablemente nos produce cierta fascinación. Después, sacrificando medio sueldo, compré un ejemplar nuevo, lo leí y se lo mandé a un amigo en Francia, quien desde entonces pasó a formar parte del club de esposas de Jack. Me quedé entonces sin Los detectives salvajes hasta unos diez años más tarde, en Ciudad de México, donde un desprevenido librero del tianguis del Chopo me vendió un buen lote de libros de Anagrama en el que venía la primera edición de la novela. Había por ese entonces una tal Red de Poetas Salvajes, conformada por chilenos y mexicanos y algún ecuatoriano, todos realmente salvajes a la hora de rastrear y adjudicarse cuanta beca de creación literaria emanara desde las instituciones estatales mexicanas. A veces algunos de sus integrantes caían en el pequeño local de libros en Balderas, donde yo trabajaba, y fue uno de ellos quien me invitó a una especie de encuentro entre narradores chilenos y mexicanos al que asistí encantado porque soy un morboso. Ahí pude escuchar al escritor Mario Bellatin decir, ante varias esposas de Jack, que por suerte él había comenzado a escribir antes del boom Bolaño, porque, de lo contrario, sucumbía. Hubo cierta incomodidad en la sala, silencio espeso, y yo recordé que alguna vez un amigo chileno me había contado que Pedro Lemebel, en una fiesta organizada en Santiago para homenajear al autor de Salón de belleza, le había arrebatado su prótesis y la había lanzado unas cuantas veces por los aires hasta que Bellatin se empezó a poner nervioso. Es una imagen para Los detectives salvajes, sin duda tiene ese humor macabro de sus narradores y narradoras, aunque Lemebel fue uno de los pocos que pudo sacar de quicio a Bolaño en una entrevista radial: en resumidas cuentas, lo subió al columpio y Bolaño se picó porque, por una vez, se las veía con alguien más bravo. Debió, en ese instante, regresar a su época infra y soltar un buen chiste negro, sinuoso, divertido y espeluznante, pero no lo hizo, se quedó más bien pasmado. El humor, decía él, es parte de la inteligencia, y por eso era fanático de Borges, Cortázar y Wilcock, y por eso, también, cuando le cantó unas cuantas rencorosas verdades a sus contemporáneos, no dudó en desenvainar a Macedonio Fernández, quien, por lo demás, decía ser el gerente de una Compañía de Fósforos Ya Raspados. “Al humorista incumbe no sólo poner las almas en risa sino ponerlas en esperanza”, decía también el Macedonio. En el terreno del discurso político, que es el que le interesaba parodiar a Bolaño, el humor interrumpe la continuidad del martirologio de la izquierda latinoamericana, pues quien ríe no sólo acaba riéndose de sí mismo y su situación, sino que además abre un espacio de apelación a la vida, y Bolaño exhibió cómo cierta izquierda estaba más bien del lado de la muerte. El humor, como los sueños y la práctica del arte, pueden incluirse entre los “trucos” de supervivencia a los que se recurre para desarrollar “el arte de vivir” en una situación de espanto, como lo planteó Viktor Frankl luego de permanecer cautivo en los campos de concentración nazis. Bolaño sin duda juega con eso, pero le da una vuelta más: pone el humor en boca de las instituciones. En Los detectives salvajes el humor, puede decirse, a grandes rasgos, está del lado de quienes impugnan la institucionalidad o luchan por mantenerse vivos sin ingresar en ella. Pero después no; después el humor, otro humor, emerge del lado de las instituciones culturales y policiales. El cura Ibacache, por ejemplo, es humorístico; los judiciales, los detectives de Santa Teresa cuentan chistes misóginos mientras ven desfilar, uno tras otro, los cadáveres de mujeres violadas. Entonces ante ese humor negro, ese humor practicado por dadaístas y surrealistas, por críticos literarios y pinochetistas, la lectura se enfrenta a un problema, porque la risa a veces viene desde un lugar oscuro y se larga sola, ¿no? Por eso la obra de Cortázar, más aún que la de Parra, es tan importante en Bolaño, creo yo, porque en los cuentos y novelas de Cortázar, donde no por nada aparece un grupo de agitación llamado La Joda, el humor se dispone sobre un trasfondo trágico. Y de aquí tal vez podríamos extraer una especie de certeza, no por antigua (y evidente) menos decisiva: sin humor (ni dolor) no hay arte, pero, además: el arte —el humor— se presenta en un momento límite para salvar una vida. Esto, que puede sonar dramático y tremendo, suena también como una música de fondo en la obra de Roberto Bolaño; sus digresiones, sus chistes, incluso los anuncios de chistes, se disponen como banderitas que señalan un camino justo ahí cuando la tensión amenaza con descoyuntar los cuerpos textuales y humanos, como ocurre con esa “palabra que amansa a las fieras” de “Otro cuento ruso”, un relato perfecto. Al final, como yo, el profesor universitario Leónidas Morales debió reconocer, pese a las modas, los grandes méritos de esa obra, y en el texto crítico que escribió se refirió a las lágrimas en Putas asesinas y hasta se dio el gusto de meter en el baile a Dostoievski. Quizá don Leónidas podría haber congeniado de alguna manera con Bolaño, sin necesidad de columpiarlo; quizá Wacquez también; pero eso jamás lo sabremos, entre otras razones porque los tres están muertos.

 

 

 

En ¿Qué hay detrás de la ventana?

Nibaldo Acero & Carvacho Alfaro (eds.).

Santiago, FCE, 2023





















lunes, 31 de julio de 2023

El Bolaño cauquenino

Por Rodrigo Alcaíno Padilla

http://ralcaninop.wordpress.com, 25.02.2023





Mi amigo Óscar Fuentes se aprestaba a emprender viaje de placer por Cataluña, y como buen lector de Roberto Bolaño, tenía incorporado en su itinerario Blanes, esa ciudad costera impregnada del sudor literario del escritor.

 

Pasaron los días, Óscar fue a Barcelona, y en esos diálogos por Whatsapp de pronto sale a colación un hecho que nunca notamos, simplemente pasó desapercibido: “Estoy en Barcelona y visité donde vivió Bolaño... Ahora reviso la biografía y dice que estudió en Cauquenes... Cauquenes de no sé dónde, porque no creo que sea el de la séptima región, como el link dirige Wikipedia. Por lo que yo sé, hay un Cauquenes también en la octava región, lo cual me hace más lógica ya que vivió una vida más al sur... ¿A qué Cauquenes se referirá este artículo, crees tú? ¿Sabías que había otro Cauquenes?”.

 

Me picó la guía el asunto y me puse a chequear si existía ese supuesto “otro Cauquenes” en el mapa. Apurando la memoria, lo único que se acercaba a la ciudad maulina eran las Termas de Cauquenes en la región de O’Higgins, pero otra localidad con el mismo nombre no la hallé. 

 

Después de aclarar esa duda, todo se tornó más evidente cuando me puse a indagar en biografías y en la propia obra de Bolaño alusiones a la ciudad en cuestión.

 

A mediados de la década de los setenta, se publicó en la revista mexicana Punto de Partida, perteneciente a la UNAM, un poema del escritor chileno bajo el seudónimo de Galvarino titulado “Overol blanco y otros poemas”, que obtuvo el tercer lugar de un concurso literario en 1976. En su estrofa VIII dice: “Tierra de Chillán aquí estoy de nuevo pisándote quien ha dicho / que soy ángel Tierra de Cauquenes aquí estoy de nuevo”.

 

En el relato “Carnet de baile” del libro Putas Asesinas, página 207, relata: “1. Mi madre nos leía a Neruda en Quilpué, en Cauquenes, en Los Ángeles”.

 

También hay referencia en la última entrevista que dio a Mónica Maristain para la revista Playboy, en julio de 2003; ante la pregunta de cuál de todos los paisajes de Latinoamérica que recorrió le viene primero a la memoria, sostuvo: “Los labios de Lisa en 1974. El camión de mi padre averiado en una carretera del desierto. El pabellón de tuberculosos de un hospital de Cauquenes y mi madre que nos dice a mi hermana y a mí que aguantemos la respiración”.

 

Finalmente, aparecen los fragmentos de una entrevista que concedió Roberto a fines de 1999, y que fue publicada en la Revista de Libros de El mercurio, en octubre de 2003: “Yo nací en Santiago, pero nunca viví en Santiago. Viví en Valparaíso, luego en Quilpué; en Viña; en Cauquenes, una zona llena de alcohólicos y de espiritistas”.

 

Más claro, echarle agua…

 

 

*

 

Roberto Bolaño había vivido en la ciudad, pero había un vacío inexorable de información respecto a esos años. Google, aparte de las referencias ya comentadas, dice poco y nada.

 

La experiencia me sugiere que en los grupos de Facebook hay muchas historias que circulan en un limbo nostálgico que pareciera relevante solo para sus integrantes. ¡Nada más errado!

La búsqueda en dicha red social me llevó al grupo “Cauquenes, mi música, tu música”. Allí, el músico, profesor y gestor cultural Alejandro Morales compartió un poema de Bolaño, y agregó en el posteo: “un poeta y escritor que vivió algunos años en Cauquenes”.

 

Me puse a revisar en los comentarios, y el propio Morales relató que “siempre tuve la duda si era el mismo. Héctor Torres, un compañero común, escribió una vez ‘creo que estoy loco, le cuento a mis hijos que fui compañero de Bolaño y se ríen de mí’. Hasta que conversando con mi amigo y compañero Jorge Córdova, que fue más cercano a él, ratificó que era el mismo, y recordó a sus padres, tal como lo hacíamos nosotros. Vivía muy cerca de los Barrios, en Carrera Pinto (…) Vivió en Cauquenes y fuimos compañeros en el Instituto Cauquenes”.

 

Había un par de pistas a seguir, pero el instinto me dijo que mi amigo René Abarza Yáñez, cauquenino de tomo y lomo, me podría ayudar a seguir la hebra. Y no me equivoqué.

 

En paralelo, descubrí que el Instituto Cauquenes estuvo en dos locaciones: Catedral con Yungay y luego en Maipú con Chacabuco, y que durante un tiempo lo dirigieron unos padres canadienses. Con esos datos, le pregunté a René si sabía algo de ese colegio.

 

Mi amigo recordó que su padre había estudiado en el Instituto, y me preguntó el porqué de mis consultas. Fue una sorpresa para él que Roberto Bolaño haya vivido en su ciudad, y se comprometió a preguntar a don René padre. A las horas me comentó que su progenitor recordaba un alumno de apellido Bolaño, difícil de olvidar “porque el apellido le parecía poco común”, pero no recordaba haber interactuado con él.





*

 

El nombre de Jorge Córdova asomó a la postre como la pista más directa a la historia. Logré dar con él en Facebook, y mostró una gran disposición a compartir los recuerdos de esos años, a pesar de la forma poco ortodoxa de abordarlo virtualmente en su perfil. Me dio su número de teléfono un fin de semana, y un par de días después lo llamé. Coincidió que por esos días este testigo privilegiado estuvo de paso por Cauquenes, incluso se acercó al barrio de infancia para tratar de tomar alguna fotografía de las casas, pero para nuestro pesar ya no existían, todo estaba reconstruido.

 

A partir de lo relatado por don Jorge, él fue vecino de Roberto Bolaño entre 1963 y 1964, en la calle Carrera Pinto, entre Chacabuco y Antonio Varas. Solían jugar al fútbol en el pequeño patio frontal que daba a la calle, y siempre Roberto elegía ser el arquero. Durante esas jornadas supo de la anécdota en ese tiempo reciente -y bien conocida por quienes han seguido la vida de Bolaño- de haberle atajado un penal a Vavá durante los entrenamientos de la selección brasileña en Quilpué durante el mundial de fútbol de 1962.

 

Según Córdova, cuando doña Victoria Ávalos no quería cocinar, la familia de Roberto solía almorzar en una residencial a la vuelta de la esquina, en Antonio Varas 680, lugar donde asegura que también tuvo la oportunidad de compartir una comida con el padre del escritor, León, quien animosamente bajo un parrón se jactaba de que Roberto había dejado callados a uno de sus amigos adultos en una discusión. “Ya era un genio, muy agudo”, agregó don Jorge a la hora de recordar el temperamento de su vecino como colofón de la anécdota de León Bolaño.

 

Aunque la madre de Roberto, Victoria, era profesora, ella habría trabajado en el hospital de Cauquenes, dato que le aportó el profesor Alejandro Morales, y que adquiere mucho sentido al recordar una de las citas antes mencionadas, alusiva a un pabellón de tuberculosos. Un tema a dilucidar es qué labor ejercía en el mencionado hospital.

 

Respecto al colegio, Córdova confirmó que Roberto Bolaño estudió en el Instituto Cauquenes en su ubicación de Maipú con Chacabuco. También corroboró el dato del profesor Morales, relativo a que Héctor Torres fue su compañero de curso, y añadió que solían hacer la ruta de regreso desde el instituto por calle Chacabuco.

 

En uno de los últimos puntos de la conversación, don Jorge reveló que recién se enteró que Roberto era un escritor famoso cuando murió, al ver el titular del diario La Segunda. De hecho, recordó que en esa edición del vespertino se rescató una entrevista que había sido publicada originalmente por la revista El Sábado, el 18 de abril de 2003, meses antes de fallecer. Allí Bolaño hacía un autodiagnóstico postrero y poético de su enfermedad a propósito de un evento vivido en Cauquenes, en ese mismo patio que tantas veces fue testigo de las pichangas de dos amigos de provincia.

 

El fragmento de la entrevista decía lo siguiente: “- ¿Cuándo supo que estaba enfermo? – Hace más de diez años. Aunque en realidad me di cuenta de que estaba enfermo a los 11 o tal vez a los 10 años, en Cauquenes. Yo estaba solo, en el patio de mi casa, y un tipo muy alto y flaco me preguntó, desde el otro lado de la barda, por una calle. Le dije que no sabía dónde estaba esa calle y el tipo se alejó. Yo me asomé a la barda (era una barda no de ladrillos ni de cemento, sino de adobes hechos con barro y paja) y lo vi alejarse. Parecía un zancudo. Y entonces me di cuenta de que, de la misma forma que él se alejaba, yo también, en cierto modo, me alejaba, ambos nos alejábamos mutuamente de nuestras respectivas conciencias. Me di cuenta de que yo pensaba y que él también pensaba y que ambos pensamientos no sólo no eran parte de un juego, sino que eran dos pensamientos distintos, destinados a encontrarse una sola vez en la vida y por espacio de pocos segundos. Que yo tenía mi vida y que él también tenía su vida. Y esa toma de conciencia para mí fue el primer atisbo concreto de la muerte, pese a que ya por entonces había visto a dos muertos (en dos velorios, naturalmente)”.




Fotografías: Plaza de Armas de Cauquenes, en 1945,

y la iglesia San Alfonso.

 















lunes, 17 de julio de 2023

Bolaño, una tristeza insoportable

Por Carlos Franz

Letras Libres. 01.2007





I. “La vida es de una tristeza insoportable”

 

“La vida es de una tristeza insoportable”, es lo que repite Fate en 2666. En realidad lo repiten muchos de los personajes, con distintas palabras y con distintos pretextos, en los libros de B. (hablo de B., y no de Bolaño, por aceptar la confusión entre autor y narrador con la que a B. le gustaba jugar). Esa tristeza la repiten tanto sus personajes que puede llegar a dar vergüenza ajena. Página por medio nos encontramos con machos corajudos que en situaciones inesperadas sienten deseos de llorar, o lloran, sencillamente. Los críticos Pelletier y Espinoza se pasean por Hamburgo contándose amores: “La conversación y el paseo sólo sirvió para sumirlos aún más en ese estado melancólico, a tal grado que al cabo de dos horas ambos sintieron que se estaban ahogando”.

 

Casi todos los libros de B. son ferozmente melancólicos (ferocidad y melancolía, a un tiempo). Tanto que bordean peligrosamente el sentimentalismo –todo lo bordea peligrosamente B.– y luego entran de lleno en él. Y luego se “ahogan” en esa melancolía y luego salen más bien fortalecidos, casi invulnerables. ¿Cómo diablos lo hacía B.?

 

Primera hipótesis: esa aguda melancolía, que a primera vista parece romántica (en el contemporáneo sentido de “sentimental”), adopta en B. una forma diferente, mucho más antigua. Una forma que el romanticismo más bien enmascaró y negó públicamente, haciéndolo sinónimo, como en Werther, de languidez y apatía (un depresivo sin fases maníacas, diríamos, en la jerga de estos días).

 

La melancolía de B. no es de ese tipo. Sino que se acerca más a la etimología griega de la palabra. Melancolía viene de “mela-cholé”: la bilis negra. Uno de los cuatro humores de la medicina de Galeno e Hipócrates. A saber: la sangre, la saliva (en la cual se comprenden las lágrimas), la bilis blanca o pus (la de las heridas supurantes) y la bilis negra (la bilis de las heridas interiores, dijéramos). La mela cholé.

 

Cuando esa bilis negra, antiguamente llamada también “atrabilis”, se agolpa y estalla, estamos en presencia de lo atrabiliario. Muchos personajes creados por B., junto con querer llorar a gritos, sufren de esos ataques de ira –el estallido de la atrabilis– que les hace desear, como dice alguien en Estrella distante, “quemar el mundo”.

 

 

II. La poesía como vida peligrosa

 

Hay otra manera de la melancolía, en la obra de B., cuyo parentesco sería hipocresía omitir. Es la estética fascista aludida de mil maneras en su obra, pero sobre todo en ese contubernio, ese matrimonio del cielo y el infierno, que habría dicho Blake, entre la belleza y la violencia. Un cierto dandismo cuya elegancia favorita y radical es la muerte. Para el que quiera ver no debieran hacer falta muchas pruebas.

 

Desde La literatura nazi en América las ficciones de B. abundan en escritores a la vez vanguardistas y fascistas, abiertos o secretos, conscientes, o crípticos que no lo saben. Escritores nazis de tan vanguardistas, de tan dandis, justamente. Por cierto, hay muchos otros personajes, en esta obra torrencial, que no lo son; y más naturalmente aún, porque B. era un artista, los personajes afectados por esa estética fascista no son de una pieza, sino que conviven con su propia humanidad y su delicadeza; y, a veces, hasta con lo que más desprecian: su normalidad burguesa.

 

Esa “ética de la resistencia”, que a veces se atribuye a B., parece un nombre demasiado elíptico y posmoderno para llamar a lo que es una vieja estética, en realidad. Esa que querría convertir a la vida en obra de arte, en poesía, mediante el dramático recurso del vivere pericolosamente. Querer vivir peligrosamente, y sólo poder imaginarlo.

 

Se diría que es un pesimismo luciferino. Pero del Lucifer recién expulsado de la presencia de Dios. Ferozmente triste, a la vez que ardiendo en deseos de actuar, de comunicar su melancolía al mundo; y hacerlo matando o escribiendo, que en tantos personajes de B. es lo mismo. Una belleza terrible.

 

La ética bestial del fascismo y el esteticismo angelical de las vanguardias se tocan. Lo sabemos demasiado y B. no lo ignoraba. Hay que recordar, en 2666, el placer sexual de esos críticos que se sacuden de todo su pretencioso humanismo, pateando hasta casi matarlo a un taxista paquistaní en Londres. Recordar el placer furibundo de esos estetas, de esos dandis.

 

Querer vivir peligrosamente, y sólo poder imaginarlo, o leerlo o escribirlo. Melancolía, mela-cholé, bilis negra.

 

 

III. La muerte de la melancolía

 

La melancolía personal de B. no importa nada. Lo que importa aquí es esta melancolía como hipótesis de una estética nihilista: la literatura, al igual que nosotros, al igual que el mundo, va derecho hacia ese matadero en el desierto que es Santa Teresa.

 

¿Qué hay de nuevo en esto? ¿Qué, que no hubiera podido escribir un poeta barroco del memento mori? O más atrás, hasta el origen. ¿Qué, que no hubiera escrito ya el profeta Isaías, verdadero autor de la imagen “manriqueana” aquella que hace menos a nuestras vidas que “verduras de las eras”? Nada nuevo.

 

Salvo que entendamos, o sospechemos, que en las novelas de B. no sólo somos nosotros como individuos, y la literatura y el arte, los que vamos al matadero. Sino que es la misma melancolía la que está en extinción (una manifestación más de la muerte de la tragedia; agonía lentísima que se arrastra desde Sócrates, más o menos, si hemos de creer a Nietzsche).

 

Ahora la melancolía ha dejado de ser poética y se ha vuelto prosaica, pero en el sentido de Prozac, el antidepresivo. Vivimos en la era del Prozac. A la melancolía ahora se le llama depresión, y se le trata masivamente. Se le receta una píldora y entretenimientos, diversión, literatura. Sí, literatura como distracción. Nada nuevo tampoco, salvo que hoy es masivo. “Leed y os distraeréis”, le recomendaba el médico al gran comediante Garrik para curarle su esplín romántico. “Tanto he leído”, le contestaba el actor meneando la cabeza. Doscientos años después Ophrah Winfrey nos recomienda lo mismo. Y casi podemos ver las cenizas de B. encendiéndose de nuevo, ardiendo de rabia: ¡la lectura como medicamento, adormidera, ansiolítico!

 

De ahí, sospechemos, el cuidado amoroso con el que B. amamantaba su rabia (hartándola de ella misma, de bilis negra, precisamente). Amamantaba su mela-cholé para que esa energía furiosa, luciferina, no sucumbiera al hechizo de su gemelo maldito: ese pesimismo esencial que a veces llamamos desidia (y que en tiempos medievales se llamaba acedia: la enfermedad de los monjes que un día perdían las ganas de vivir, la peor tentación de San Antonio). Esa desidia sospecha secretamente que toda acción es inútil, ya que la literatura –y con ella los escritores– está destinada solamente a los desiertos (que es como decir a los osarios) de Sonora, es decir al matadero. Olvido, extinción, desaparición en vida por la falta de lectores –como no sean los lectores otros escritores (más sobre esto, luego).

 

Es la melancolía de Amalfitano en Santa Teresa, o la de Duchamp, poniendo a colgar un libro de geometría. La geometría, precisamente, que ha sido desde la antigüedad una metáfora de la melancolía de la razón; o sea, de la inutilidad del esfuerzo intelectual por medir el misterio del mundo.

 

Lo valiente en la obra de B. tiene poco que ver con los desplantes de sus poetas malditos –que adoran los bolañistas adolescentes– y mucho más con su coraje para practicar una literatura que se atreve a esa melancolía radical, en la era prozaica; la era ferozmente antimelancólica y prosaica del Prozac.

 

 

IV. El resentimiento de Los Ángeles

 

Mihály Dés afirma que B. tenía a la literatura como única patria y tema, ya que era un desterrado proveniente de un pueblo perdido en Chile al que no lo ligaba nada. Creo que está en lo cierto, pero que se equivoca en un detalle. Yo diría que algo ligaba a B. con su pueblo de origen. Ese pueblo se llama Los Ángeles –no L.A., de California, sino Los Ángeles de la frontera, en el sur lluvioso de Chile. Y acaso lo que ligaba a B. a esa provincia perdida era el resentimiento. El resentimiento de Los Ángeles; en todo su doble sentido.

 

El re-sentir, el sentir dos veces, el sentirse, es algo muy chileno. Neruda decía que había que tener cuidado con Chile porque era “el país de los sentidos”. Pero no se refería a los cinco sentidos, sino a que en Chile la gente se enoja fácilmente, tiene la piel delicada y la memoria larga, y queda resentida; en realidad, casi como que gozáramos de resentirnos. Y parece que cuanto más al sur de Chile se nace, mayor el resentimiento (que perdonen los sureños).

 

Naturalmente, tanto resentimiento produce melancolía. Una melancolía frecuentemente silenciosa o cuando mucho murmuradora, susurrante. El taimado, el amurrado, se dice en Chile de aquel que se queda sin voz de pura rabia. También se lo podría llamar “el melancólico”.

 

B. tuvo un modo genial de eludir la melancolía silenciosa de los ángeles del resentimiento chileno. La convirtió en estética. Podría discernirse una estética específicamente chilena en la obra de B. Una estética del sur de Chile; una estética “penquista”, para usar el gentilicio con el que se designa a los habitantes de esa zona, en general. La investigación de esa estética conduciría a explorar cómo B. pudo elevar el chismorreo literario a la condición de épica, usando los recursos que le proporcionaba el chilenísimo arte del “pelambre”, también llamado con las voces mapuches “copucheo” o “cahuineo” (creo que pocos dialectos latinoamericanos tienen más palabras para denominar al chismorreo, lo que demuestra la matizada perfección que hemos alcanzado en ese campo del lenguaje).

 

“Nunca salí del horroroso Chile”, escribió otro poeta chileno, Enrique Lihn. En algún sentido, si no se podía hablar mal de México, ni bien de Chile, con B. (conforme lo ha observado Juan Villoro), es porque algo de él era muy chileno. Por muy expatriado que fuera, algo de B. nunca salió de la ciudad de Los Ángeles (tan lejos de los otros de California), cerca de la Araucanía de Chile. Nunca se libró de los horrorosos “ángeles” del resentimiento chileno. Lo que hizo, en cambio, fue derrotar su silencio; darles una voz que se oyera muy lejos. Una voz como un incendio en esos bosques, envuelta en llamas.

 

 

V. La cortesía de la desesperación

 

El gran remedio de B. contra su propia mela-cholé, y la de sus obras y personajes, es el humor.

 

Alguien le preguntaba a Henry de Montherlant (dandi, adorador del coraje, suicida): ¿Cómo es posible que usted, que es tan triste, pueda reírse y hacer reír tanto? Y él contestaba: “Ah, es que mi humor es la cortesía de mi desesperación”.

 

 

VI. La soledad del Quijote

 

Mihály Dés ha hecho un paralelo arriesgado entre la obra de B. y el Quijote de Cervantes.

 

Bien observado. ¿Pero dónde está Sancho en la obra de B.? Hay en ella Quijotes literarios, muchos, enloquecidos por la lectura. Aunque más por las lecturas sofisticadas que por las ingenuas; y aún más por la escritura vanguardista que por la lectura inocente; y aún más: enloquecidos por un ideal apocalíptico y milenarista de la literatura (no por “desfacer” los entuertos de este mundo). Pero no existe en su obra el escéptico, práctico y humanísimo Sancho que descree de esta cruzada ficticia de los caballeros de las letras. No hay un Sancho que llame al orden al caballero loco de poesía y le recuerde que los títeres del retablo de maese Pedro son sólo eso, y que la gente también vive y hasta es feliz, aunque ignore la existencia veraz y sagrada de la poesía (acaso sobre todo si la ignora).

 

Carencia del contrapeso sanchopancista que contribuye a la melancolía general en la obra de B. Sus Quijotes carecen de escuderos que los calmen cuando les dan sus pataletas de furia o pena y empiezan a descabezar muñecos o patear taxistas. Nadie que les ridiculice un poco su mela-cholé.

 

Es como si esos escritores enloquecidos que pululan y ululan por sus libros hubieran enloquecido no sólo de tanto leer, sino de soledad. La soledad del Quijote abandonado por Sancho Panza. La soledad del escritor abandonado por su lector común, el del sentido común. El de B. es un Quijote escritor que sospecha que ya no quedan otros lectores más que los propios escritores. No hay lectores corrientes, escuderos que nos aterricen con un buen refrán, sino sólo Quijotes leyéndose a sí mismos.

 

¿Distopía? No, si es que B. –el personaje, el alter ego, y acaso el autor también– hubiera tenido razón: habría que ser un Quijote, hoy día, para atreverse a leer un libro no por mera diversión, sino por la mera belleza de su melancolía.

 

 

VII. El bolañismo triste

 

La rabia triste, la mela-cholé de B., siendo en general inofensiva para la vida real –como lo es la literatura–, no es sin embargo inocua –para la vida literaria. Su rabia atrabiliaria favoreció en algo un rasgo perverso de la vida literaria latinoamericana. En Santiago, como en Lima o Montevideo, y también en Buenos Aires y México y Madrid (menos, cuanto más grande es el ambiente), y sobre todo entre los practicantes del bolañismo, claro, que hoy son legión, oímos que se cita a B. –y en realidad se lo abusa– como un pretexto más para practicar nuestra vieja y descorazonadora capacidad para el maniqueísmo, para el absolutismo intelectual hispano. O dicho al revés: nuestra ancestral incapacidad para el claroscuro, para la duda, para el matiz.

 

Aquella teoría y práctica de la vida literaria, entendida por B. en su obra y en su existencia, como guerrilla sin cuartel, atiza esa tendencia nuestra al maniqueísmo devorador –que vuelve a la comunidad latinoamericana de los literatti una peligrosa tribu caníbal. En seminarios, lanzamientos y “vinos de honor”, todos los días y a todas horas, en la bárbara literatura hispanoamericana, no hay escritor que no monde sus dientes con un huesito afilado, un astrágalo, acaso, que es todo lo que quedó después de que se comió crudo a algún colega.

 

Sería obtuso tomar demasiado en serio aquella contribución de B. al canibalismo literario hispanoamericano. Se trata más bien de una manifestación de humor que le sobrevive, una broma práctica a costa de nuestro penosísimo gremio.

 

Hay otro aspecto del culto de B. que puede ser más serio. Es el bolañismo triste. O sea, aquel que da un poco de pena y rabia –o sea, ese que nos produce una legítima y bolañísima mela-cholé. Sus epígonos repercuten hoy la tonada de su maestro con devoción y hasta genuflexión. El asunto es un poco triste porque no es la primera vez que una gran influencia literaria aplasta, agosta, frustra a una generación de admiradores incautos. Y el estilo de B., peculiarmente rítmico, pegajoso, hipnótico, parece especialmente diseñado para ser imitado sin que el copión lo note. Y no digamos nada de sus temas, de su manera de presentar a jóvenes escritores como héroes, últimos caballeros cruzados en pos de un ideal poético perdido. Es comprensible el atractivo que esta supuesta soledad apocalíptica puede ejercer, sobre todo entre plumíferos nuevos, ya que tiene –como dijera Borges de una moda anterior– el “encanto de lo patético”.

 

Se ve esta escena en la película Patton. El general Patton (George C. Scott) está en lo alto de una colina, en el desierto de Libia, dirigiendo una batalla entre sus tanques y los de Rommel. Cuando Patton ve que sus Sherman derrotan por primera vez a los Panzer de Rommel (y aquí B. es Rommel, el zorro del desierto de Sonora), entonces el general yanqui, sin despegarse de sus binoculares, lanza o más bien muerde, este grito de triunfo: “¡Leí tu libro, hijo de puta, leí tu libro!”.

 

¿Quién les dirá a los bolañitos que, en vez de venerar el libro de B., hay que estudiarlo, deshojarlo, desmenuzarlo, abusarlo y hasta torturarlo, hasta que cante, hasta que suelte –o no– el secreto de cómo lo hacía ese gran “hijo de puta” para escribir tan bien?

 

 

VIII. El Otoño de Arcimboldo

 

Hay una prodigiosa clave escondida en ese bello ángel y bestia que es su personaje final, su Benno von Arcimboldi, de 2666. Está el nombre de Benno –“Benito, como Mussolini, no te das cuenta”, le advierte su editor. Y está el apellido tomado del pintor milanés del siglo xvi cuyas obras, esos retratos alegóricos compuestos por frutos y cosas que en sí son otras cosas pero que, observadas con cierta distancia y acostumbrado el ojo, dejan aparecer una figura de conjunto. Como las digresiones y las historias intercaladas en los libros mayores de B. sugieren, observadas con cierta distancia (una distancia que a veces parece estratosférica o lunar) un diseño de conjunto.

 

Semejantes a las pinturas de Arcimboldo (diseñador de vitrales, ilusionista, manierista, es decir, dandi), las novelas de B., compuestas de parcialidades y digresiones, de silencios e infinitos, sugieren también una morbidez del vacío. Una melancolía, de nuevo, en fin. Pero esta es una melancolía final: no hay un sentido, no hay una suma, sólo hay una agregación de partes, que se montan sin jamás fundirse del todo. Para que no se olvide que si se desmontan no queda nada. El arte es un juego de ilusiones, al fin. Como dice B. que dice Benno: “estaban sus propios libros y sus proyectos de libros futuros, que veía como un juego…”.

 

En el cuadro de Arcimboldo donde este retrata al Otoño –mostrado hace poco en Berlín, en una exposición precisamente acerca de la melancolía– vemos el busto de un hombre hecho sólo de frutos maduros. La parte superior del cráneo, si no recuerdo mal, está formada por un apetitoso racimo de uvas pintonas. La nariz es un pepino dulce. En fin, es una naturaleza muerta, pero viva, montada con las cosechas de lo que maduró en el verano. Hay flores también pero ya pálidas. Porque, claro, se aproxima el invierno. Y en efecto, los ojos, que fueron pintados como unas castañas, miran tristes hacia la derecha divisando los fríos que se aproximan. (¿Que cómo es la mirada de unas castañas tristes? Nos haría falta B. para describirlo.) El caso es que ese hombre hecho de fragmentos ha cosechado todo, cuando ya es demasiado tarde y el invierno se aproxima. Siempre se cosecha cuando es demasiado tarde, parece decirnos.

 

En una de las tres ocasiones en que nos vimos le pregunté a Bolaño –no a B., porque esto sí va con el hombre y no con el personaje– cómo se sentía con el éxito y el triunfo que le estaban llegando. Levantó la cabeza de la sopa que cuchareaba en el restaurante Venecia de Santiago (pero por su gesto de amargura tanto podría haber estado en la crujía comedor de un presidio en Los Ángeles de la frontera) y me espetó: “Me llegó demasiado tarde”.

 

Ay, de la melancolía del Otoño. Ay, de la melancolía que se esconde tras los juegos de manos y las ilusiones de Arcimboldo: todo está maduro, por fin, cuando ya no queda tiempo para nada.

 

Los libros que lo imitarán, las tesis que se cernirán sobre su obra, las cátedras que lo “deconstruirán”, y hasta –pobre de B.– los dibujitos expoliados del fondo de los discos duros más duros y el triste bolañismo epigonal, serán –ya son– esos frutos tardíos que no recogerá. Las uvas y el pepino dulce y las castañas tristes que, cuando los desmontamos y separamos, dejan de ser un retrato vivo, lleno de tristeza y rabia y deseo, como es la vida, y vuelven a ser una naturaleza muerta. Si nos acercamos demasiado al cuadro o al libro, la imagen se desvanece, las letras se borronean.

 

Donde hubo un rostro queda solamente la monstruosa mela-cholé del vacío.





















lunes, 3 de julio de 2023

Bolaño, un poeta junto al acantilado

Por Patricia Espinosa

Revista Qué Pasa, Chile. 18.07.2003





Cualquier ranking en literatura es estúpido y falaz, lo sé, no hay primeros lugares, solo constelaciones que se forman. Entonces rescato nuevamente mis propios mitos y ubico a Bolaño a la altura de Borges, Cortázar, Parra, Emar. Solo los grandes, los que han ido más allá del límite de lo posible, pueden instalar un paradigma estético tan radical que sea capaz de conmocionar como lo ha hecho Roberto Bolaño. El mejor de los narradores que haya tenido este país. Su obra es la revelación de un pensamiento enloquecido y racionalista, frenético, desesperado y contemplativo, que abre muchos pliegues sobre la superficie de la lengua oficial. Se trata de una literatura de resistencia, de sobrevivencia, habitada por individuos perdidos en las grandes capitales europeas y latinoamericanas, adscritos a una condición de nacionalidad hibridizada. España, México o Santiago de Chile. Territorios multiculturales abordados a partir de una táctica que valoriza lo local/individual. Putas, niños tristes, poetas, asesinos y conversos habitan el territorio Bolaño. Una y otra vez surge la continua presencia de un personaje que actúa a partir de sucesivas fugas del orden lineal, causalista. Se forman así, una multiplicidad de trayectorias que van construyendo y deshaciendo mapas de intensidades “real visceralistas”: es el deseo lo que nos mantiene pegados a la historia, a la vida. De tal modo, no hay un norte posible, porque continuamente los planos se cruzan, permitiendo que todo recorrido pueda cambiar sin previo aviso. Bolaño recupera de la tradición oral el relato en torno al viaje mítico, al tiempo donde “Todos los tiempos conviven”, que permitirá dejar atrás el logos, el pensamiento racionalista, e ingresar al mundo de la “pura inspiración y nada de método”. El viaje, la nomadía, ocupa de tal modo el sitio privilegiado de conocimiento, nos instruye, vincula con lo nuevo, con un fuera definitivo. La narración y el hacer poético, Bolaño es un tremendo y aún desconocido poeta, reproduce la ruta, instala el territorio-vía-camino de sentido donde la epifanía opera a partir de experienciar lo pequeño, la miseria y el fracaso continuo de los peregrinos sudamericanos. El horror del abandono, la soledad, la pobreza, la muerte, son tematizados en sus obras sin asco, tal vez como la única posibilidad de subvertirlos. “El resto es silencio” como ha dicho Nicanor Parra en este terrible momento. A lo cual me atrevería a agregar: estamos perdidos, como en las peores pesadillas, pero aún nos queda leer y releer, tan desesperadamente como el mismo Bolaño supo hacerlo.
















lunes, 24 de abril de 2023

Bolaño

Por Alberto Fuguet 

Fronterad, 24.10.2013





No es lo mismo leer a un escritor vivo que a un escritor muerto. Sobre todo a un escritor que está muy vivo, escudriñado, entrevistado, premiado, traducido. Leer a alguien que está de moda es una experiencia radicalmente distinta a encontrar un libro en una librería de segunda mano en San Diego o en esas galerías cerca de las Torres de Tajamar y creer que uno ha descubierto algo que solo unos pocos con suerte conocen. A veces el acceder a lo nuevo es uno de los componentes más deseables: la felicidad de encontrarse con una voz con la que conectaste. Otras veces el saber que demasiada gente está invitada a esa fiesta te hace querer quedarte en casa. Leer una novedad no es lo mismo que leer una novela que salió hace años. Leer a un contemporáneo es una experiencia bien distinta que leer a alguien que estuvo narrando hace cincuenta o cien o doscientos años. El lazo cambia, se altera. Para qué hablar del factor mediático, prensa, Twitter. A veces uno no desea participar de algo porque está muy candente, porque es muy parte de “la conversación social”.


No sé si existe algo así como la objetividad al leer o al elegir leer algo, pero sin duda los dados se cargan cuando ese autor además es local, es conocido o es célebre. Y al revés: cuando un autor es totalmente desconocido, lejano (lituano, malayo, noruego) o su nombre no acarrea nada excepto misterio, el acercamiento también varía. Y ya que estamos en esto: desde el momento en que uno escribe y publica, se lee de otra manera. Se lee peor, se lee más atento, se lee por necesidad, por pega, por curiosidad. Se lee para robar, para sacar ideas, por morbo. Se lee con mala fe, mala leche, paranoia, distancia, ironía. Se lee también con hambre, para limpiar el paladar, para entretenerte, para alejarte de ti. Y para qué mentir: el factor competencia siempre está. Quizás uno siempre está compitiendo (y, de paso, perdiendo) con Borges o Hemingway o Coetzee, pero todo se altera cuando te toca leer a los que son más cercanos. Mientras menos es la distancia de edad y de kilómetros, más se altera y poluta todo. Edmundo Paz Soldán, uno de mis pocos amigos escritores, me lo dijo una vez, casi sin pensarlo, y nos reímos: si yo fuera chileno, te odiaría, me comentó. Y quizás yo también, le dije, al segundo, para noquearlo.


Las afinidades o amistades o enemistades literarias dan para mucho. Y acá en Chile, donde la población no es tan numerosa pero la cantidad de escritores, tanto exitosos como con ganas de serlo, sí lo es, estas rencillas han sido incluso escritas y analizadas. Tanto Faride Zerán como Andrés Gómez Bravo han escrito sabrosos libros sobre rencillas, peleas, tropezones y guerrillas literarias. Jorge Edwards una vez me comentó que la razón de tanta animosidad es que el pastel es demasiado chico para tanto comensal y todos quieren una tajada. Además, agregó, como ese pastel es, al final, simbólico, pues no se traduce en dinero o poder o incluso muchos lectores, el asunto es una lucha cuerpo a cuerpo, ego a ego, por algo así como el prestigio o un cupo.


El haber leído a Bolaño antes que Bolaño se transformara en Bolaño es algo de lo cual me alegro. El haberlo leído antes de que su figura pasara de ser un secreto a ser algo así como el primer punk mediático, el detective salvaje que anda detrás de la caza, el poeta que no tiene Nobel o colección de casas y cree que los versos de odio son tan válidos como los de amor.


No sé cuánta capacidad tengo de querer, pero, evidentemente, es muchísimo mayor que mi capacidad de odiar. En rigor, creo que no estoy hecho o preparado para el odio sostenido, que es el verdadero odio.


Antes de morir, a la edad de cincuenta años, consiguió algo no tan fácil para un autor vivo: ser objeto de adoración entre los escritores cachorros. A los 20 años se quiere a los escritores. A los 46, como tengo ahora yo, a lo más que llegas es a admirarlos, pero no a quererlos. Yo lo que siento ahora es cariño por jóvenes escritores.


Bolaño se alzó como un escritor que parecía imitable (pero no lo era) y que sin duda contaminó mucha prosa fresca, ingenua, de quienes pensaron que —de verdad— leyendo devotamente a Bolaño podían mejorar sus emprendimientos. Mi lazo real —literario, de lector que se impresiona— con Bolaño ocurrió antes, creo, que estallara el mito. Así, al menos, lo creo. Luego, por cierto, lo seguí leyendo, estuve atento y, por qué no confesarlo, a la defensiva.


Durante los últimos cuatro años de su vida, poca gente logró tanto en tan poco tiempo. Su ascenso fue exponencial, tal como fue su acoso kamikaze y asesino a todos los escritores de la plaza, vivos o muertos. Y no solo de la plaza, del continente entero. La energía y la manera como logró ir bombardeando vacas sagradas, superventas (“escribidoras”) y autores ligados al sistema terminó en un impresionante trabajo de infiltración y conquista. Su victoria fue poética, como el poeta que era; logró no solo imponer su nombre, sino su obra (su poética).


Nada fue igual post Bolaño, ¿pero cuándo exactamente sucedió eso? ¿Cuándo Roberto Bolaño, el escritor ajeno, foráneo, un escritor para escritores, se transforma en Bolaño?


No lo tengo del todo claro, pero la aparición de Los detectives salvajes fue clave, por cierto. Se ha exagerado en sostener que ganar el Rómulo Gallegos fue el hito para lograr el  tipping point. No me lo compro. Sin duda, el premio contribuyó porque el que le dio importancia y relevancia al premio fue él, no al revés. El Gallegos fue el inicio, de alguna manera, del fin de la consagración y el inicio del mito mundial. Bolaño usó la plataforma y el foco del premio y le sacó el mayor de los provechos. Hoy el premio no importa demasiado y da lo mismo quien lo gane o lo pierda; Bolaño usó esa tribuna para rockear, molestar, saldar cuentas, hacer justicia, poner los puntos sobre las íes que él consideraba importantes.


Mi impresión es que, al menos en Chile, que es donde yo creo que por primera vez Bolaño se transformó en Bolaño, fue a fines de los años 90 o incluso ya en el Nuevo Milenio que se produjo el big bang y un escritor para unos pocos se transformó en una manera de ver y concebir el mundo. Fue el propio Bolaño el que se encargó de quemar las malezas y expropiar las casas tomadas para cultivar su inmensa parcela. El abono fue él mismo, su figura tan irascible como entrañable, y por cierto sus libros inclasificables y ajenos al canon de lo que se estaba escribiendo y leyendo en español (híbridos, liminales, globales, fronterizos, viajeros; vueltas de tuerca a la no-ficción; una verdadera celebración de elementos pop despreciados por la intelligentsia).


Sumadas a todo esto estaban sus columnas, sus opiniones literarias sin filtro y su absoluta libertad e incorrección política. Antes de que muchos lo leyeran, ya lo querían. Y otros, claro, lo temían. Sus libros (prestados, robados, en bolsillo, fotocopiados) comenzaron a leerse y subrayarse e imitarse ya con la figura del autor presente antes de abrir una página. O dicho de otro modo: esto es lo que escribe Bolaño, “uno de los nuestros”, un tipo de fiar, un ser libre que no se vende al sistema, que viene tanto de la calle como de la biblioteca, un autor siglo 21 que no tiene realmente nacionalidad y que se siente cómodo en cualquier territorio.


Antes que el fenómeno Bolaño estallara, La literatura nazi en América se vendía a precio de saldos. Seix Barral la editó, en una versión desechable cuyas páginas se deshojaban, el año 1996. En 1998, Carlos Orellana, el editor de Planeta Chile, lanzó una reedición de La pista de hielo y pasó poco. Quizás nada. Nada comparado con los libros de los autores locales que, por ese entonces, vendían, convocaban, provocaban tanto debate como devoción. Incluso los míos. Esto es raro. No es inexplicable pero es curioso. Dicen que una de las maneras de testear si un autor posee “lo que se necesita”, es ver si es capaz de lograr crear-alimentar-fomentar a su propio público. A sus propios lectores sin demasiada ayuda externa. Bolaño claramente lo hizo: inventó no solo a los bolañitos sino que se hizo indispensable para un grupo de lectores que no estaban leyendo o estaban esperando leer algo como lo que escribía Bolaño. Este intuyó que lo estaban esperando y así fue. En un país donde el éxito debe ser instantáneo, la aparición de “un extranjero” o “semiexiliado” que “nadie conoce” y con el cual, además, no sucede mucho, lo que pasó con Bolaño se puede leer como la base de un guion para provocar la “venganza” futura. Nunca más sus libros serían saldados, ninguneados, lanzados sin pena ni gloria. Ahora reaparecía de la mano de Anagrama (algo que en Chile, por cierto, no molesta sino por el contrario, te sube los bonos ostensiblemente) y ya no se iría más. El escritor marginal pasaría a ser de culto para rápidamente transformarse en un referente, en clásico y en uno de aquellos artistas que terminan dividiendo la historia en un antes y un después.


Un mito no se arma solo con los libros. Bolaño, que era un cinéfilo consumado (varios VHS y luego DVDs cada noche) y había crecido en medio de un mundo pop, logró mezclar la alta cultura (lo meta, libros sobre libros, el contexto político, las referencias a otros escritores) con un mundo lleno de trivia y obsesiones pop casi adolescentes sin alejarse de lo netamente literario. “Para escribir una novela lo primero que hay que empezar a tirar por la borda es la respetabilidad. Escribir es un ejercicio arriesgado. Y la respetabilidad es un lastre brutal”, escribió y, de paso, lo cumplió. Ese extra, eso de ser él también un detective salvaje y no solo escribir sobre ellos, sin duda creó una conexión entre un lector y un autor, ambos desesperados por conectar. Bolaño entendió lo que era un autor contemporáneo, además, y el poder de los medios. Tuvo claro que un escritor también se perfila con aquello que hace, dice o escribe fuera de los libros: en los medios, la televisión o la radio, en conferencias. Ya en México, de muy joven, puso en práctica los happenings y performances para boicotear a autores como Octavio Paz, que le parecían el enemigo por estar muy cerca del poder o vivir una vida aburguesada y sin riesgos.


Me acuerdo que Bolaño empezó a dejar de ser simplemente un buen escritor chileno (¿era chileno realmente?) que vivía en España y al que “le estaba yendo bien” cuando escribió su célebre y “venenosa” crónica ‘El pasillo sin salida aparente’, publicado en la revista posmoderna catalana  Ajoblanco en mayo de 1998, donde narra una invitación a cenar a la casa ñuñoína de Diamela Eltit y el entonces ministro secretario general de la Presidencia (vocero) Jorge Arrate, que además entonces era un aspirante a escritor y había asistido a los talleres de Eltit (al parecer —y con razón— Bolaño le tenía fobia a la idea de dictar y asistir a talleres). La crónica me fue faxeada desde Estados Unidos, por un amigo al que le llegó desde Barcelona, con una nota escrita en plumón: LEE URGENTE: this is true gossip! Releyendo la crónica (aparece en el compilado Entre paréntesis) parece no solo certera sino simpática, llena de un veneno inglés, algo liviano casi sacado de The Talk of the Town de The New Yorker  (revista que terminó rendida a sus pies y verdadero eje creador de la idea de Bolaño como una suerte de Kerouac latinoamericano). Algo así como un merecido ajuste de cuentas, pero con humor y no poco de mala fe, aunque escrito por alguien que quizás estaba tentado de la risa mientras lo escribía.


El supuesto acto de terrorismo literario no es tal. Pero así se vio en su momento: ¿cómo se atrevía a escribir así de sus invitados?, ¿acaso no era una cena privada?, ¿y no advirtió quienes eran los anfitriones? Era Diamela Elit, no Isabel Allende, ¿no captó que hay diferencias? Sí, captó. Le quedó más que claro. Y lo que quizás le molestó fue eso del poder. Y la fama y la vida burguesa. Una vida poco salvaje de gente de la que quizás él esperaba mucho más. Si bien el artículo se publicó en España, Bolaño estaba muy consciente de su público objetivo: el mundillo literario chileno. Nadie estaba a salvo, a todos les iba a tocar, ese fue el mensaje.


No cabe duda de que así fue.


Releyendo sus artículos, columnas, crónicas y reseñas, se ve su casi majadera obsesión por separar a los buenos de los malos y, a medida que iba aumentando su fama, protegerse con un sincero deseo de dejar en claro que él no va a cambiar ni ha cambiado. Él no se sentía parte de lo que estaba ocurriendo acá: Los escritores chilenos, con alguna excepción, no quieren tener ningún problema. Solo quieren que se les quiera, que de ser posible un día se vean instalados en una agregaduría cultural, que hablen bien de ellos. Escalar, escalar siempre, buscar y conseguir el éxito, aunque el éxito sea tan pequeño como Chile mismo. En esta feria de vanidades, en este baile de salón entre los siúticos y los cuicos, brilla todo, menos la literatura.


Pero las cosas sí estaban cambiando y el que provocó en buena medida ese ajuste en las placas tectónicas fue él, tanto con su talento literario como con su capacidad para armar polémicas y hacer estallar bombas. A aquel chico frágil que dejó Chile no le bastaba “triunfar” afuera; quería algo más: ser el más importante de todos los narradores locales. O quizás lo justo sería decir el más respetado, acaso el más querido por los escritores en ciernes y por los que se sienten y sentían fuera del sistema. Lo logró. Qué duda cabe. Lo logró en vida y, al morir, al transformarse en mito, logró algo más: quizás convertirse en el más internacional y admirado y leído de los contemporáneos que escriben en español o, incluso, en cualquier idioma. Con el ingreso y coronación/canonización post mortem de Bolaño en Estados Unidos, su figura y sus libros se alzaron entre los grandes del fin de siglo, punto.


Cuando Roberto Bolaño murió, ese 15 de julio de 2003, me escribió o quizás me llamó Andres Gómez Bravo, entonces el reportero literario de La Tercera, donde las entrevistas y opiniones de Bolaño se lucían y tenían la plataforma que necesitaban, para que comentara algo. Quedé helado, impactado. No sabía mucho qué decir. No era amigo (tenía tantos amigos, tantos cercanos, a tantos que apoyó y lo apoyaron) y si bien había partido siendo un gran fan, al momento de morir me había alejado algo de su persona. O quizás puse distancia. Pensé no contestar nada. Tenía claro que otros, más cercanos, podían decir cosas tan generosas como emocionantes, pero al final envié un mail corto. Dos o tres líneas, pero una de ellas es la que recuerdo: “Lo admiré tanto como lo temí”. Lo que era cierto. Tanto la admiración (aunque me gustó poco Nocturno de Chile, a pesar de que era un libro acerca y en contra de un archienemigo en común: el cura Valente) como el factor temor.


Lo vi solo una vez, de lejos, al final de una sala, en una premiación de un concurso de cuentos Paula, si mi memoria no me traiciona. Quizás fue a fines del 98, no sé. Ya su figura se estaba volviendo tan omnipresente como agotadora. Me acuerdo de lo que publicó en la revista Paula y en ese momento me pareció intensamente resentido y hasta predecible. Hoy releo ‘Fragmentos de un regreso al país natal’ y sonrío: Esto es lo que aprendí de la literatura chilena. Nada pidas que nada se te dará. No te enfermes que nadie te ayudará. No pidas entrar en ninguna antología que tu nombre siempre se ocultará. No luches que siempre serás vencido. No le des la espalda al poder, porque el poder lo es todo. No escatimes halagos a los imbéciles, a los dogmáticos, a los mediocres, si no quieres vivir una temporada en el infierno. La vida sigue aquí, más o menos igual.


Tenía claro que me llegaría un combo de parte suya pronto; un ataque duro, algo que pudiera lanzarme al ring y dejarme algo mareado y quizás incluso noqueado. Bolaño tenía ese don. Yo no tenía libro nuevo. La última novela que había publicado,  Tinta roja, fue el 96. Unos meses más tarde, a fines de 2003, aparecería  Las películas de mi vida  y yo estaba seguro de que él me iba a destrozar a pesar de que, por otro lado, tenía claro que, en el fondo, él era un socio honorario de McOndo. Así lo creo, así lo siento, así lo estudiamos y rastreamos con un curso de graduados en UCLA. Bolaño tiene muchos más elementos pop de lo que comúnmente se cree: un escritor sin fronteras; un narrador obsesionado con la frontera, algo que culminaría con Ciudad Juárez y  2666; su capacidad de citar sin aviso a Jean Claude Van Damme o la actriz mexicana Isela Vega (parte esencial del mundo de Sam Peckinpah); o fijarse en Whoopi Goldberg y Demi Moore y la cinta  Ghost (en el cuento ‘El retorno’); su fascinación con la película acerca de libreros  84, Charing Cross Road con Anthony Hopkins y Anne Bancroft, y luego ser capaz de escribir lúcidamente acerca de Parra o Huidobro o Lamborghini o Gombrowicz, pero también de James Ellroy.


Mis lugares oscuros es de lo mejor que se ha escrito en la literatura en cualquier lengua de los últimos treinta años… o Philip K. Dick o Walter Mosley. Bolaño se internó en temas despreciados o marginados y los transformó en literatura: el mundo del cine porno; los nazis; los asesinos en serie; el cine B; los luchadores libres. Los detectives salvajes  fusiona la guerrilla literaria del DF en los 70 con centenas de citas y a medida que los Belano y Lima empiezan a viajar, ingresa Kerouac e incluso Dennis Hopper y Peter Fonda de Easy Rider. En entrevistas Bolaño declaró que su película favorita era  El club de la pelea  de David Fincher (algo reiterado en  Una novelita lumpen, donde apuesta por Brad Pitt y Edward Norton) y que no tenía claro si su actriz favorita era Lily Tomlin o Lili Taylor (dos opciones extrañas y excéntricas, por decir lo menos, y que se salen totalmente de lo esperado). Al momento de elegir un personaje de ficción, no opta por ningún héroe literario sino por los animados Súper Ratón, Bugs Bunny y Speedy González. Sabía que sus lectores manejaban mucha información como él y que incluso podía hacer citas sin mencionar la fuente y todos (al menos, sus lectores) iban a entender. En una columna intenta impartirse a sí mismo un curso instantáneo acerca de Nueva Literatura Chilena. No lo pasa bien: Aunque a veces mi flojera como alumno me provoca repentinos ataques de sueño. Esos ataques se llaman narcolepsia y los sufrió River Phoenix en aquella película de Gus Van Sant. Pero River Phoenix tenía a Keanu Reeves, o dicho de otra manera: Phoenix tenía dónde apoyar su cabeza dormida y yo solo puedo apoyarla en los libros.


Aun así, con esos lazos y “trivia en común”, yo ya había aprendido hace rato que no porque uno admire el trabajo de otro eso implica automáticamente que la cosa sea recíproca. Me acuerdo de una anécdota en una librería. No estaba Bolaño pero de alguna manera fue lo que provocó el miedo a su persona. Había aparecido Una novelita lumpen  y pasé por una librería boutique a comprarla. El que atendía era joven, al parecer fan de Bolaño, y me reconoció. Le dije que cuánto era. Me dijo que no me la podía vender, que no quería vendérmela, no quería que un libro de Bolaño estuviera en mis manos. “No te lo mereces”, me dijo. “Yaaaa”, le respondí, molesto. “Él no querría que lo leyeras. Él cuida a su público”. Había más gente. En vez de enojarme o molestarme, callé y dejé el libro. Algo humillado, dejé la tienda, odiando más a Bolaño que al pedante dependiente. Años después, en la FNAC de Madrid, encontré el libro y lo leí de una sentada tomando sangría.


Su muerte me pilló desprevenido porque, entre otras cosas, varios amigos míos habían estado con él en Sevilla, en el congreso de escritores “jóvenes” de donde salió la comentada y ácida conferencia ‘Sevilla me mata’, que luego aparecería en su primer libro póstumo El gaucho insufrible. Yo casi llego a Sevilla. Quería ir, ver amigos, arrancarme del invierno santiaguino y estar unos días encerrado en un edificio medieval. De hecho, me invitaron. Todo pagado. Pero al final dije no. Y la razón fue tener que enfrentar a Bolaño. Me daba pánico. Terror. No me veía allí, a los dos encerrados por tanto tiempo en un lugar tan pequeño. Me dije: para qué. Para qué ir a ser víctima de un  bullying  innecesario. Ya me había mencionado por ahí, aunque nunca me atacó de frente. Pero sí sabía o me llegó vía mail algo respecto a un discurso (‘Los mitos de Chtulhu’) que leyó en Barcelona, en 2002, en el Institut Catalá de Cooperación Iberoamericana. Ese discurso, al que accedí en parte, o por comentarios de terceros, fue el que me hizo desistir de subirme al avión e ir al Primer Encuentro de Escritores Latinoamericanos que organizaba Seix Barral. Sabía o creía saber que había mencionado que uno tenía que venderse al mejor postor o tener un agente poderoso o aparecer en la portada de Newsweek. Algo así fue lo que me llegó; y me bastó para no ir. Ya lo había pasado bastante mal apareciendo, sin haberlo solicitado, en la portada de dicha revista. Ya no me importaba que un reportero cultural me preguntase “cómo lo había logrado” sino que a Bolaño le pareciera que era más un gesto de mal gusto que algo para celebrar.


A los pocos meses de su muerte llegó a las librerías El gaucho insufrible y, para cuidarme, le pedí a una amiga que fuera y me lo comprara. Quedé enfurecido, enredado, atontado. Por un lado, estaba el texto de ‘Sevilla me mata’ donde, la verdad, no quedo tan mal. Capaz que bien. Perdonen lo sincero o necesitado o autocomplaciente, pero supongo que ver tu nombre impreso en el libro de otro siempre provoca una sensación de vulnerabilidad y morbo. 

 

¿De dónde viene la nueva literatura latinoamericana? La respuesta es sencillísima. Viene del miedo. Viene del horrible miedo de trabajar en una oficina o vendiendo baratijas en el Paseo Ahumada.


Algo de eso es cierto. Luego se lanza más adelante con una lista de narradores que debieron estar presentes en Sevilla: ...por supuesto, faltan escritores sin los cuales no se entendería esta entelequia que por comodidad llamamos nueva literatura latinoamericana. Es de justicia citarlos. Comenzaré por el más difícil, un autor radical donde los haya: Daniel Sada. Y luego debo nombrar a César Aira, a Juan Villoro, a Alan Pauls, a Rodrigo Rey Rosa, a Ibsen Martínez, a Carmen Boullosa, al jovencísimo Antonio Ungar, a los chilenos Gonzalo Contreras, Pedro Lemebel, Jaime Collyer, Alberto Fuguet, a María Moreno, a Mario Bellatin… ¿Cuántos se ahogarán? Yo creo que todos.


En su momento, quedé entre aliviado y molesto. ¿Cuántos se ahogarán? ¿Qué onda? ¿Por qué tan mala leche? Si vas a citar o mencionar a escritores por los que apuestas, ¿por qué entonces mandarlos cortados de una? Hoy entiendo más su humor, algo que él mismo deja claro en el texto: ...espero que nadie tome a mal mis palabras. Era broma. Lo escribí, lo dije, sin querer. A estas alturas de mi vida ya no quiero más enemigos gratuitos.


El otro texto belicoso era el ansiado ‘Los mitos de Cthulhu’. Por fin impreso, ahora sí que podía saber qué realmente dijo de tanta gente. Bolaño, incluso muerto, podía herir. Pero también exageraba, berreaba y proclamaba todo, preso de una paranoia que hoy me parece entre adolescente y de persona seriamente lastimada. Diez años después, muchas de sus preocupaciones apocalípticas quedaron en eso: ansiedades que no se cumplieron. No ganaron los malos. Es más: el que ganó fue él y, de alguna manera, los suyos. Veamos:


¿Qué pueden hacer Sergio Pitol, Fernando Vallejo y Ricardo Piglia contra la avalancha de glamour? Poca cosa. Literatura. Pero la literatura no vale nada si no va acompañada de algo más refulgente que el mero acto de sobrevivir. La literatura, sobre todo en Latinoamérica, y sospecho que también en España, es éxito, éxito social, claro, es decir en grandes tirajes, traducciones a más de treinta idiomas... casa en Nueva York o Los Ángeles, cenas con grandes magnatarios... portadas en Newsweek y anticipos millonarios.


Esto ya no es tan así. Los premios literarios son recibidos como actos criminales; un anticipo millonario es casi sinónimo de basura; las grandes editoriales pierden prestigio y autores frente a pequeñas editoriales a pulso. Y ya salir en una portada es algo casi imposible, porque ya casi no hay revistas (Newsweek es digital, ya no se imprime en papel). Y mejor no hablar de anticipos millonarios y prensa. Bolaño ahora tiene todo eso, pero es cierto: no lo buscó. Le llegó. Y tarde. Pero Pitol, Vallejo y Piglia están muy bien. Se leen, influyen e incluso venden. Y lo que hacen es lo que Bolaño dice: literatura. Algo que no es poca cosa. Y todo aquello que es extraliterario cada vez funciona menos. El verdadero glamour es no tener glamour.


Sigo: La obra de Reinaldo Arenas ya está perdida. La de Puig, la de Copi, de la Roberto Arlt...


Ahí también se adelantó en forma alarmista. ¿Puig perdido? Para nada. Arenas o Arlt o Copi, tampoco. Otra arenga: Todo es, al final de cuentas, folclore. Somos buenos para pelear y somos malos para la cama. ¿O tal vez era al revés, Maquieira? Ya no me acuerdo. Tiene razón Fuguet: hay que conseguir becas y anticipos sustanciosos. Hay que venderse antes de que ellos, quienes sean, pierdan el interés por comprarte.


No comment. O sí, un comment: nunca dije eso. Nunca lo diría. He conseguido pocas becas, menos premios, una vez tuve un adelanto no tan malo es cierto, pero que ni se compara con los que ahora logra para sus herederos el superpoderoso agente Andrew  El chacal  Wylie desde un rascacielos de Nueva York. Otra cosa: en 2005 estrené una película llamada Se arrienda, no Se vende. Pero nada: como dije, una cosa es lo que un autor piense o diga de ti, otra es lo que uno piensa de él. No todo cuerpo accede a la sangre del amor correspondido. Es una de las leyes de la vida y uno de los elementos básicos del drama.


Hace un par de años, en el diario La Tercera también, se publicó una entrevista inédita a Bolaño. La bajada decía: “Era noviembre de 1998 y el novelista chileno se encontraba en su país de origen. El escritor de Llamadas telefónicas habló entonces con el periodista René Gajardo”. En medio de la entrevista me topo con mi nombre: “Fuguet tiene cierta ternura que lo hace por momentos entrañable. Noto una especie de fragilidad en el autor, en lo que está escribiendo y sobre todo en la relación autor-escritura”.


En ese momento pensé: por qué no fui a Sevilla. ¿Me hubiera matado haber ido?


Capaz que me hubiera bullyeado o atacado un poco, pero quizás con humor, buena fe. El año 2003 quizás no hubiera sido capaz de resistirlo; el 2013 perfectamente pude decirle “no me jodas; me voy a ir a caminar los vericuetos de Sevilla a oler los azahares”.


Error de mi parte, pero ya es demasiado tarde.


Todos me dicen e insisten que era extremadamente tímido, afable, un gran amigo que podía hablar horas de literatura o del tema freak que surgiera. Que capaz que hubiéramos enganchado. Quién sabe. Sus ataques parecían sangrientos, pero él los decía en un tono menor, como en una conversación. Debí ir a Sevilla, debí confiar un poco más en mí, debí darme la posibilidad de conocerlo, de pedirle que me firmara un par de libros; de hablar de  Fat City, la cinta setentera de boxeadores de John Huston, que a ambos nos gusta tanto; de hablarle de mis ganas de filmar algún día uno de mis cuentos favoritos en castellano: un relato escrito por él, que curiosamente no figura mucho en sus greatest hits, y que tiene el impresionante y poético nombre de ‘Últimos atardeceres en la tierra’.

 

Si hay un texto entrañable de Roberto Bolaño, ese es: ‘Últimos atardeceres en la tierra’, un cuento que forma parte del libro de relatos Putas asesinas, del 2001, pero que apareció por primera vez en agosto de 1998 en una modesta antología local editada por Planeta Chile llamada  Honrarás a tu padre, y que tuvo poca repercusión y en la cual casi participo. Quise ser parte, pero no pude. Hoy lo lamento. Quizás hubiera sido una manera de estar cerca de Bolaño, quizás a él le hubiera gustado lo que escribiese y se podría haber organizado algún encuentro una de las veces que regresó a Chile. Pero la verdad es que no tenía nada digno que entregar. La idea (cuentos originales chilenos que exploraran el lazo padre-hijo) fue del crítico Mariano Aguirre, asesor de la colección Biblioteca del Sur. Aguirre murió antes de que se terminara el proyecto. Lo terminó el escritor y crítico Mario Valdovinos, que se hizo cargo del prólogo. No recuerdo quién fue mi interlocutor. Quizás Carlos Orellana, de Planeta. Parece que conversamos por teléfono con Valdovinos y me dio un plazo extra. No lo tengo claro. Me acuerdo que lo intenté. Incluso pensé enviar un trozo de la novela que nunca pude terminar y que estaba escribiendo en ese instante (Perder el norte), pues pensé que podría ser una buena manera de “probarla”, de aprovechar esta oportunidad para testear el libro-in-progress. No tenía idea que Bolaño iba a ser uno de los colaboradores. Bolaño a fines del 97 o comienzos de 1998 no era, como he dicho, alguien tan importante. Los detectives salvajes apareció después, y al otro lado del mundo a fines de ese año, y en Barcelona luego de ganar el 2 de noviembre el Premio Herralde. Pero Bolaño, al momento de decidir o no entregar un cuento, no era tema. No es que atrayera o conveniese estar cerca de él, digamos, en un mismo libro. Bolaño me parecía distinto, excéntrico, juguetón, creativo, muy pop (basta releer La literatura nazi en América), pero nada más. No era parte de la liga de caballeros extraordinarios, por llamarlo de un modo, ese reducido grupo privado de autores con los que uno conecta, transita un viaje personal, vive algo trascendente y personal porque, entre otras cosas, te emocionaron desde dentro y no solo te deslumbraron desde afuera. Con los años, la literatura de Bolaño se volvió más cerebral y lejana, más creativa y ambiciosa, más europea que americana. Mi Bolaño favorito siempre ha sido el de un tono algo menor y está más en los cuentos y en los inspirados momentos que recorren todos sus libros. Pero al final uno debe elegir y claro, me cuesta optar por Los detectives salvajes, con todo lo que me impresionó, porque lo leí después de ‘Últimos atardeceres en la tierra’.


La razón final por la que no participé fue que no tenía nada que me gustara y que aquello que estaba escribiendo no iba aún a ninguna parte. Estaba por partir a Washington, DC, vía una [beca] Fullbright, para justamente investigar el tema: los lazos padre-hijo entre Michael Townley y su padre y, luego, entre el hijo de Townley y Callejas con el asesino ahora escondido y con otro nombre circulando por algún sitio como Kansas o Nebraska. Ya tenía cierta capacidad para captar cuáles eran “mis temas” y en ese momento ese tema era claramente “mi tema”. Tanto Mala onda como Tinta roja indagaban en ese lazo. Al final dije no. No tenía nada y, además, para qué. Ya había escrito bastante del tema y si no tenía nada nuevo que me gustara, para qué publicar algo y en una antología colectiva además.


Hoy me alegro de no haberlo hecho, pues “la colaboración” de Bolaño, titulada ‘Últimos atardeceres en la tierra’, es sencillamente una obra maestra. Ya leerlo sin persignarse es una herejía. Haber estado siquiera cerca de ese texto hubiera sido indigno para mí, insultante para él. No sé qué pensarán los otros escritores locales que participaron, pero deduzco que tampoco sabían que se iban a encontrar con tamaña joya en una antología que, a lo más, aspiraba a explorar un tema poco explorado en la narrativa chilena pues, según el prólogo de Valdovinos, “el padre no es un tema obsesivo, pero está allí”. Luego cita novelas como Martín RivasHijo de ladrón y, para mi sorpresa, Mala onda.


La antología me la pasaron en la editorial Planeta, donde pasé a buscar unas regalías que iba a transformar en dólares para llevarme a Washington. Carlos Orellana me pasó el libro, recién impreso. Me llamó la atención la portada de De Chirico. Me fijé en los autores que al final quedaron: una suerte de mix de los nombres más visibles de la llamada Nueva Narrativa Chilena que ya iba de salida (Carlos Franz, Arturo Fontaine Talavera, Jaime Collyer) con nombres más bisagras (Sergio Gómez), con escritores ajenos al invento mediático (como Ramón Díaz Eterovic), más varios autores nuevos que recién estaban sacando sus primeros libros de relatos (René Arcos Levi —que falleció muy joven—, Luis López Aliaga, Tito Matamala). ¿Roberto Bolaño qué hacía ahí? En qué grupo estaba. No era necesario explicarlo ni justificarlo. Su minibiografía en la página que enfrenta el comienzo de su cuento deja claro que era chileno (Santiago, 1953) y que era casi más poeta que novelista. Cita cinco libros de poemas publicados en México, menciona Llamadas telefónicas y Estrella distante y anuncia, a modo de trailer, La pista de hielo, que Planeta publicará en Chile en 1998 (hay una edición publicada con anterioridad en Alcalá de Henares, en 1993).


‘Últimos atardeceres en la tierra’ no solo es el mejor cuento de la antología Honrarás a tu padre (aunque el de René Arcos y Carlos Franz me gustaron mucho) sino también quizás —qué quizás, sin duda lo es— el mejor cuento publicado en castellano durante los 90, un cuento tan misterioso como perfecto, tan cercano como distante, tan despojado como emocionalmente cargado y que bien puede ser considerado una obra maestra y tal vez uno de los motivos por los que ese título, traducido, fue el nombre del volumen de cuentos con que debutó en Estados Unidos años más tarde (es lamentable, un verdadero error, que Putas asesinas, algo así como un título titilante y supuestamente fuerte y jugado sea el nombre del volumen en que, para el mundo hispano, ‘Últimos atardeceres en la tierra’ debutó varios años después).


Leí el libro en una larga escala, esperando una conexión a Washington, tomando café cubano en el aeropuerto de Miami. Me acuerdo porque luego salí, medio tambaleando, sudado y acongojado adonde se cogen los taxis y me senté en un escaño a releer ese cuento para ver si era cierto, si era tan bueno, si lo que estaba viviendo era de verdad un momento clave y epifánico en vida. El de Bolaño era el relato número tres (no seguí leyendo el resto hasta meses después). Respiré el caluroso y húmedo aire tropical de Florida a fines de agosto. Un aire pegote, resbaloso, denso, como el aire de Acapulco, donde transcurre este impresionante cuento. Volví a leer, a subrayar. Mientras releía capté que yo nunca iba a escribir un relato tan sentido como ese, que la Nueva Narrativa se había hundido en un instante y que quizás Perder el norte se iba a perder. En efecto, se perdió luego de que, tras dos conversaciones con el propio Townley, este desapareció del mapa una vez que apresaron a Pinochet en Londres.


Todo en ‘Últimos atardeceres en la tierra’ funciona, y para aquel que leyó el cuento mucho antes que Los detectives salvajes o Amberes o 2666, este Bolaño no es exactamente el mismo de los otros libros. Acá hay más tristeza que rabia; más autobiografía que una inventiva galopante; más cercanía que proeza literaria. El cuento parte así: La situación es esta: B y el padre de B salen de vacaciones a Acapulco. Parten muy temprano, a las seis de la mañana. Esa noche, B duerme en casa de su padre. No tiene sueños o si los tiene los olvida nada más abrir los ojos. Oye a su padre en el baño. Mira por la ventana, aún está oscuro. B no enciende la luz y se viste. Cuando sale de su habitación su padre está sentado a la mesa, leyendo un periódico deportivo del día anterior y el desayuno está hecho. Café y huevos a la ranchera. B saluda a su padre y entra en el baño.


Qué comienzo: “La situación es esta”. Dos puntos. Toma ‘Lo que sucede es terrible’, el comienzo de Papelucho, y lo lleva más lejos. Lo que sucederá será terrible y sin embargo será trivial. Nada de asesinatos o conspiraciones, nada de nazis o pedófilos o críticos literarios descontrolados. La situación es clara y simple: B y su padre partirán de vacaciones y no se llevan bien y nunca se han entendido y quizás esta es la última vez que vivirán algo así. Dos chilenos, uno que lee y el otro que desprecia a los que son artistas, parten a un Acapulco tan húmedo como crepuscular, fuera de temporada, donde los bronceados turistas norteamericanos se han fugado y lo que queda es el lado B, peligroso y decadente, del Acapulco profundo.


En el cuento no sucede demasiado y sucede de todo. Es una  road story  desde el DF al Pacífico y la más tensa y triste de las vacaciones descritas entre un padre y un hijo. Los dos son chilenos, saben que no volverán, pero también está claro que no son de ahí y que no se tienen realmente. Hay aventuras, mariscos, mezcal, playa; ingresan a sitios tenebrosos como las cantinas de Bajo el volcán, pero es la voz, esa sensación de que un mundo se está acabando (la adolescencia tardía de B, el lazo entre ellos, algo de inocencia que aún posee B) lo que te atrapa, embriaga y te deja habitando en ese cuento para siempre. Padre e hijo terminan en un hotelucho aspiracional con una piscina que se llama La Brisa y que intenta colgarse del nombre del gran hotel jet set Las Brisas que está en la costa misma.


Todos miran hacia el mar, de pie, menos B que sigue sentado. En el cielo aparece, de forma por demás silenciosa, un avión de pasajeros. B deja de mirar el mar y contempla el avión hasta que este desaparece detrás de una suave colina llena de vegetación. B recuerda un despertar, justo un año atrás, en el aeropuerto de Acapulco. Él venía de Chile, solo, y el avión hizo escala en Acapulco. Cuando B abrió los ojos, recuerda, vio una luz anaranjada, con tonalidades rosas y azules, como una vieja película cuyos colores estuvieran desapareciendo, y entonces supo que estaba en México y que estaba, de alguna manera, salvado. Esto ocurrió en 1974 y B aún no había cumplido los veintiún años. Ahora tiene veintidós y su padre debe andar por los cuarentainueve. B cierra los ojos. El viento hace ininteligibles las voces de alarma del pescador y de los niños. La arena está fría. Cuando abre los ojos ve a su padre que sale del mar.


No hacen falta datos extras para entender que es autobiográfico. Si no lo fuera, posee esa fuerza de lo personal que hace que todo parezca biográfico, cercano, real, esa fuerza que poseen ciertos relatos que vienen de adentro y de la memoria en que uno cree que todo fue cierto, que todo se padeció, que cada sensación y cada instante fue verdad, ocurrió, le sucedió a B aunque da lo mismo que no fuese así o que fuese a medias o que algunas cosas se alterasen. B claramente es Bolaño y Bolaño empezó a jugar con eso, adelantándose al Belano que aparecería ese mismo año. En la que fuera su última entrevista, aparecida en Playboy, la periodista Mónica Maristain le hizo una extraña pregunta:


—¿Ha visto peces de colores debajo del agua?

—Por supuesto. En Acapulco, sin ir más lejos, en el año 1974 o 1975.

  

Claramente, Maristain se refería a este cuento. En el cuento, B. arrienda varias veces una tabla de surf y se va flotando hasta una isla en la bahía: La calle del hotel baja perpendicularmente hacia la playa. Allí solo hay un adolescente que alquila tablas. B le pregunta el precio por una hora. El adolescente dice una cifra que a B le parece razonable, así que alquila una tabla y se mete en el mar. Enfrente de la playa hay una pequeña isla y hacia allí dirige B su embarcación. Al principio le cuesta un poco, pero no tarda en dominarla. El mar, a esa hora, es cristalino y antes de llegar a la isla B cree ver peces rojos bajo su tabla, peces de unos cincuenta centímetros de longitud que se dirigen hacia la playa mientras él rema hacia la isla.


En el libro El hijo de Mr. Playa, de Mónica Maristain, una suerte de aproximación a una biografía de Bolaño, el padre del escritor, León Bolaño, cuenta: “Así fue, así fue tal cual lo cuenta en el libro... Los dos estábamos solos en casa, pescamos el coche y nos fuimos. A Roberto nunca le gustó manejar. El coche del cuento era un Dodge, después me compré un Mercedes y le di las llaves del Dodge, pero él no las quiso. Me dijo: “Papá, tome las llaves, en la India la gente se está muriendo de hambre y usted me quiere regalar un coche...”. Pero estos datos han aparecido muchos años después de ese agosto de 1998. Insisto: da lo mismo que el cuento haya ocurrido o no; lo importante es cómo está contado, cómo conecta, cómo se hace cargo del lazo padre-hijo, cómo te deja en un estado en que uno siente que también algo le pasó a la tierra, y a uno, y que sí, está atardeciendo por última vez y el nuevo día será radicalmente distinto.


Hay cosas que se pueden contar y hay cosas que no se pueden contar, piensa B, abatido. A partir de este momento él sabe que se está aproximando el desastre.


Acapulco, los clavadistas, el mar bravo, los precipicios. Nunca he estado en el ya decrépito balneario estrella del estado de Guerrero, pero deseo ir algún día y buscar el destartalado hotel La Brisa. Hay cosas que se pueden contar y hay cosas que no se pueden contar. Esa es la clave del cuento. No es que sea un secreto, algo imposible de revelar. B., Bolaño, se refiere más bien —creo, intuyo— a que hay cosas que son posibles de narrar y otras que no, que es mejor no contarlas, relatarlas, ponerlas en papel porque corren el riesgo de perder fuerza, de caer quizás en el melodrama, en lo kitsch. ‘Últimos atardeceres en la tierra’ es, en ese sentido, pura contención y pura sangre llena de tequila y rencor que logra derramarse; es un cortometraje donde lo que importa es la geografía, el clima intolerable, la acción, y donde no hay voz en off, no todo se explicita, lo que importa –lo que nos deja tristes y confusos– queda fuera de cuadro, no se muestra, es decir, no se escribe. Para qué. Pero lo intenta, a pesar de que tiene claro que, como buen poeta que es, hay cosas que es mejor no contar, que en rigor no se pueden contar, punto.


B recuerda entonces una ocasión, antes de que él se marchara para Chile, en que su padre le dijo “tú eres un artista y yo soy un trabajador”. ¿Qué quiso decir con eso?, piensa. La puerta del baño se abre y la puta vestida de blanco vuelve a aparecer, esta vez con los zapatos impolutos, y atraviesa el local hasta la mesa en donde juegan a las cartas y allí se queda, de pie, junto a uno de los desconocidos. ¿Por qué tenemos que irnos?, dice B. La mujer lo mira de reojo y no le contesta. Hay cosas que se pueden contar, piensa B, y hay cosas que no se pueden contar. Cierra los ojos.


Se han escrito bastantes cuentos y novelas después, tanto en Chile como en América Latina, que intentan explorar el lazo que esta antología se propuso explorar. No es un tema nuevo, pero Bolaño lo hizo suyo, creó la matriz, cimentó el cuento cumbre frente al cual todo cuento o novela corta o novela larga se medirá. Hay cosas que no se pueden contar y los autores siguen intentándolo. Tienen —tenemos— derecho. Se habla mucho de la influencia de Bolaño: mi impresión es que este cuento, del que se ha escrito y estudiado poco, es el cuento cumbre y quizás más cumbre que todo el resto de su inmensa obra que al final ha terminado siendo más imitada. Mucho más cumbre, más certero incluso que la estructura de sus libros más conocidos y ambiciosos. La razón es simple: la empatía que se arma entre un escritor (joven o que fue joven) y el texto que leen, que leemos acá es tremenda. Todos los que escriben han vivido una historia así; quizás no la han escrito, pero la han vivido o hubieran querido vivirla. Todo parece simple y lo es; lo que no es tan simple es cómo llega a niveles tan profundos. Un chico dañado, que va a ser artista; un padre trabajador que no lo entiende porque no puede. Y una playa, la sensación de estar en ninguna parte, en un sitio ajeno. Eso es todo y no hace falta más. Sé que hay mucho de ese cuento en mí, en lo que he escrito, que he robado. Bolaño me liberó para poder cambiar de escenario; dejar Santiago a veces por otros sitios. Y no necesito ir a terapia para saber que ‘Últimos atardeceres en la tierra’ impregnó Missing y quizás Aeropuertos y el corto 2 Horas. Sé que nunca lo voy a confesar o admitir porque podría quedar como pedante o wanna be o arribista o trepador. No estoy comparando: solo digo que me inspiró. Lo sé porque siempre vuelvo a él, siempre intento encontrarle el secreto, el engranaje.


A veces me pregunto si ese cuento existía y lo envió a Santiago o si, gatillado por el desafío de Aguirre y de Orellana, se lanzó a escribir este cuento para poder ser parte de una modesta antología publicada al otro lado del mundo. No lo sé. Podría averiguarlo. Googlearlo. No quiero. He vuelto a conectar con lo que ha escrito. He vuelto a releerlo. Me parece aún mejor ahora. El título es tan ambicioso como humilde, la obra tanto de un poeta tímido como de un megalómano que intuye que capaz que termine siendo dueño de la tierra pero que se quedará solo.


¿Estás borracho?, le pregunta su padre mientras pide una carta. No, dice B, ya no. ¿Estás drogado?, dice su padre. No, dice B. Entonces su padre sonríe y pide un tequila y B se levanta y va hacia la barra y desde allí observa con ojos de loco el escenario del crimen. En ese momento B sabe que aquel es el último viaje que hará con su padre. Abre los ojos, cierra los ojos. Las putas lo miran con curiosidad, una le ofrece un trago que B rechaza con un gesto. A veces, cuando tiene los ojos cerrados, puede ver a su padre con una pistola en cada mano saliendo de una puerta que está en un lugar en donde jamás debía estar una puerta. Sin embargo su padre aparece por allí, de prisa, con los ojos grises brillantes y el pelo despeinado. Nunca más volverán a viajar juntos, piensa B. Eso es todo.


Pero no es todo. No puede serlo. Eso es todo y claramente no lo es todo. Es el inicio de un nuevo estado de las cosas. B es muy joven para saber y a la vez sabe demasiado para no darse cuenta. Ha leído mucho, esa también es su condena. Es un artista, no un trabajador. Abre los ojos, cierra los ojos. A cada rato lo dice. Lo repite como un mantra: “hay cosas que no se pueden contar”. Cierto. Y falso. Todo debe contarse: el silencio, los secretos, la no reciprocidad es lo que daña. El infierno es aquel lugar oscuro donde nada está claro. Abrir los ojos. El durmiente debe despertar, el durmiente quiere volver a dormir para escapar. Curioso que un cuento que está a la altura de ‘Los muertos’ de Joyce sea playero, transcurra en un balneario, esté plagado de toallas y trajes de baño, esté lleno de arena y sal y tablas de surf y huela a bronceador y a tequila. Me parece tan perfecto y transparente como misterioso, extraño e impenetrable. Esa es su gracia: lo que lo hace cercano y a la vez inasible. Como un atardecer. Sigo con ganas de filmarlo. ¿Podría? ¿Me atreveré? Hay cosas que es mejor no filmar, quizás. Cosas que es mejor no contar. Pero uno lo intenta. Cómo no.


Bolaño lo intentó. Y lo hizo.


Por Dios que lo hizo.


Por Dios que lo logró.