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martes, 3 de octubre de 2023

¿Quién quita sus ojos del cometa cuando estalla?, por Enrique Vila-Matas

Prólogo a “Adiós a Bolaño”, de Roberto Brodsky

Rialta Ediciones, 2019





Querido Brodsky:

 

Hace un rato, solo y en la noche muy lejana del barcelonés barrio del Coyote, donde vivo, he regresado por una vía impensada a esos últimos días del pasado siglo, de los que probablemente nunca salí. Y he vuelto a Chile, a Valparaíso, a aquel fin de milenio en la terraza inagotable del Brighton, ya sabes: donde la pólvora. He vuelto a aquella madrugada en la que hablamos hasta el amanecer del amigo común al que tanto admirábamos: Roberto Bolaño. Hacía sólo cuatro años que había publicado Estrella distante, un puntal imprescindible de su obra, pero de lo que en gran parte hablamos aquella madrugada fue sólo de una incógnita: nos preguntábamos si sus poemas, sus novelas, sus cuentos no surgían de vivir en un espacio que no era el suyo y que percibíamos duro, a pesar de los días gloriosos en los que el amigo se había sumergido.

 

Madrugada eterna del Brighton. Sólo hablamos de  Estrella distante  al final. Y no sé quién de nosotros se empeñó en evocar, a modo de letanía que lo puntuaba todo,  Impromptu de Ohio, de Beckett, donde dos individuos, frente a frente, se repetían de una forma obsesiva: “Queda poco por decir”.

 

No veo mejor forma que esta carta breve y urgente para ampliarte información sobre la misteriosa cita de Faulkner que se halla al frente de Estrella distante. Te imagino sorprendido. ¿Cómo suponer que en uno de nuestros tantos “últimos atardeceres en la tierra” acabaría teniendo yo algo más que decir sobre la cita? Pero así es. Incluso cabe la posibilidad de que podamos dejar de parecer unos seres resignados a pulsar siempre unas mismas notas sobre Valparaíso y nuestra amistad cuando en realidad somos instrumentos de muchas cuerdas.

 

Verás, todo empezó por algo aparentemente trivial oído en un fin de año reciente, en Palma de Mallorca, hace dos veranos. Todo se puso en marcha cuando a un amigo, en medio del estrépito de la pólvora isleña, se le ocurrió decir que le había llamado la atención en mi recién aparecida novela, Mac y su contratiempo, que la única cita que el narrador daba por verdadera fuera la que Roberto Bolaño, en su epígrafe de Estrella distante, había atribuido a William Faulkner: “¿Qué estrella cae sin que nadie la mire?”.

 

La cita, dijo el amigo, encajaba en aquella fiesta de fin de año, y hasta abría el juego para una pregunta desmesurada: ¿Podían existir personas que celebraran, por ejemplo, miles de fines de milenio sin que nadie las mirara? Por mucho que quisiera evitarlo, su pregunta sonó tan rara que hicimos bien en volver a lo que nos ocupaba: en Mac y su contratiempo el narrador decía que nadie había sabido localizar aquella frase en la obra de Faulkner, y acababa concluyendo que la cita podría ser inventada, aunque todo indicaba que era de Faulkner, porque Bolaño no solía inventarlas, y menos aún si eran para un epígrafe.

 

Y recordé que un crítico español, Javier Avilés, comentando aquel enigma, había dicho que, analizada y bien rastreada toda la narrativa de Faulkner y algunos de sus ensayos y alocuciones, la única referencia a las estrellas aparecía en La paga de los soldados, su primera novela: “Y las estrellas eran unicornios dorados pastando en silencio sobre praderas azules a las que horadaban con sus cascos agudos y centelleantes como el hielo”. Por tanto, decía Avilés, irremediablemente la frase de aquel epígrafe de Bolaño sólo podía encontrarse en algún poema de Faulkner.

 

Y no se equivocó. El otro día, Margaret Jull Costa, que estaba traduciendo Mac y su contratiempo al inglés, me escribió un correo para decirme que con Sophie Hughes, que le ayudaba en su trabajo, habían encontrado la cita en  The Marble Faun and A Green Bough, de Faulkner: “what star is there that falls, with none to watch it?”.

 

Podemos modificar la frase de tu novela, sugería Margaret, y traducirla así: “As far as I know, no one has yet been able to locate this line in Faulkner’s work…” (“Hasta donde yo sé, nadie ha sido capaz de localizar esta línea en la obra de Faulkner…”). De ese modo, venía a decir Margaret, el error recaería sobre mi narrador, por saber menos que ellas y que yo sobre ese verso de Faulkner.

 

Evidentemente, querido Brodsky, queda por averiguar en qué traducción española de The Marble Faun and A Green Bough encontró Bolaño la cita. Tras arduas indagaciones, me inclino por creer que pudo encontrar el verso en una edición bilingüe de 1997,  Si yo amaneciera otra vez: doce poemas de Faulkner, pertenecientes a A Green Bough, traducidos por Javier Marías, acompañados de un recorrido por el Mississippi de la mano de Rodríguez Rivero. Se da la circunstancia de que Margaret Jull Costa es la traductora de gran parte de la obra de Marías al inglés, por lo que quizás ahí se cierre un círculo, aunque sin duda para que se abran otros. Sin ir más lejos, hace un momento y por pura casualidad, me he cruzado con unos conocidos versos de John Donne entre los que se encontraba este: “¿Quién quita sus ojos del cometa cuando estalla?”. Juraría que Faulkner dialogó con ese poema de Donne cuando escribió el verso que luego Bolaño citaría para abrir su deslumbrante Estrella distante.

 

Dicho queda –directo hacia Nueva York, donde los Brodsky– y que por muchos milenios quede algo más por decir.

 















lunes, 21 de agosto de 2023

Roberto Bolaño, la política y el Golpe

Por Matías Rivas

La Tercera, 22 de julio de 2023





La voz de Roberto Bolaño -la que escuchamos al leerlo- no es ni aguda ni ronca, su tono es medio y claro. Es una voz que siempre va al grano, versátil y capaz de narrar a distintas velocidades. Consciente de sus recursos estilísticos, desea expresar sus repliegues sin aburrir. No es meditativa ni abstracta. Sí concreta y cruda, eficaz para el sarcasmo y la melancolía, que son temples que lo caracterizan. Se puede oír con nitidez en las crónicas y ensayos personales que se encuentran en el volumen A la intemperie; también hay señales en sus entrevistas reunidas bajo el título Bolaño por sí mismo. Y, por cierto, en su ficción.

 

Son escasos los escritores talentosos y temerarios. A 20 años de su muerte se extraña su franqueza y distancia crítica. Se conjetura que existen diarios de vida, pero aún no hay datos por parte de la familia. Espero que algún día se libere su legado completo. Necesitamos conocer a Bolaño en todas sus dimensiones. Su correspondencia es igual de importante. Me consta que redactaba correos a alta velocidad.

 

Tiene una marca que cruza toda su obra: la resistencia al poder. Lejos de ubicarse en el sitio de las víctimas o en la esfera de los jueces, ocupó distintos papeles menores en el exilio: fue testigo silencioso, intelectual solitario y un izquierdista perdido. No era un especulador, sino un prosista ejemplar que vivía en la incertidumbre. Adhirió a la ética de Enrique Lihn y de Nicanor Parra, que consistía en incomodar y ejercer la crítica sin piedad ni miedo. Consideraba a Rodrigo Lira como el poeta fundamental de su generación, por sus textos cáusticos y su actitud insobornable.

 

En el relato “Carné de baile” cuenta lo que vivió el día del Golpe. Se presentó como voluntario a la única célula operativa del barrio. Eran pocos. “El 11 de septiembre fue para mí, además de un espectáculo sangriento, un espectáculo humorístico. Vigilé una calle vacía. Olvidé mi contraseña. Mis compañeros tenían 15 años o eran jubilados o desempleados”. Bolaño fue detenido mientras viajaba en bus de Los Ángeles a Concepción. Lo sacaron de la cárcel dos detectives, excompañeros en el Liceo de Hombres de Los Ángeles. En enero de 1974 abandonó el país.

 

Antes de partir se dedicó a recorrer librerías de viejos, “como una forma barata de conjurar el aburrimiento y la locura”. En la crónica “Quién es el valiente” señala: “Compré la Obra gruesa y los Artefactos, de Nicanor Parra, y los libros de Enrique Lihn y Jorge Teillier que no tardaría en perder y cuya lectura resultaría crucial; aunque crucial no es la palabra: esos libros me ayudaron a respirar”. En el último local que visitó, Bolaño tuvo una experiencia siniestra. Un tipo alto y flaco le dijo de sopetón “si me parecía justo que un autor recomendara sus propias obras a un condenado a muerte”. El tipo agregó que hablaba de lectores desesperados. Y dejó flotando las preguntas: “¿Qué libros le gustan? ¿Cómo se imagina usted la sala de lecturas de un condenado a muerte?”.

 

Quizá los detectives, íconos de la literatura de Bolaño, provienen de su experiencia con el terror y no solo de sus lecturas. Están presentes en sus cuentos y novelas. Son policías que bordean la ley. No operan como una metáfora ni calzan con la realidad. Ambiguos y alienados se vinculan a poetas furiosos.

 

Cuando obtuvo el Premio Rómulo Gallegos pronunció el “Discurso de Caracas”. En unas pocas líneas sintetizó su relación con la política: “Todo lo que he escrito es una carta de amor o de despedida a mi propia generación, los que nacimos en la década del 50 y los que escogimos en un momento dado el ejercicio de la milicia, (…) a una causa que creímos la más generosa de las causas del mundo y que en cierta forma lo era, pero que en la realidad no lo era. De más está decir que luchamos a brazo partido, pero tuvimos jefes corruptos, líderes cobardes, un aparato de propaganda que era peor que una leprosería”.

 

¿Era Bolaño inocente al recordar las ideas revolucionarias de su época? No lo sé, pero suena nostálgico y rabioso. Hay un romanticismo anarquista indiscutible en su posición. El resentimiento es esencial en su poética. El exilio se convirtió en un asunto central. Fue una condición y un punto de vista. Desde ese lugar escribirá en la pobreza y la soledad. En México, junto a sus amigos poetas, emprendió campañas contra el poder y la sumisión de los artistas ante las prebendas del Estado. Una de sus obsesiones consistía en socavar la autoridad de figuras como Octavio Paz, Gabriel García Márquez y otros próceres.

 

En España, refugiado en el pueblo de Blanes, cerca de Barcelona, gestará sus obras cruciales. Dos de ellas abordan el tema de la dictadura. Estrella distante es la historia de un misterioso poeta, un asiduo a los talleres literarios durante el gobierno de la Unidad Popular, que después del Golpe muestra una nueva identidad: pasa a ser un piloto de la Fuerza Aérea que escribe en el cielo y que se empeña en crear una poesía relacionada con el crimen. En democracia desaparece y desata una intriga policial.

 

Nocturno de Chile está inspirado en la figura del crítico Ignacio Valente y su estrecha relación con personeros de la Junta de Gobierno. Su estructura es la de un monólogo delirante basado en hechos reales. En ella hace alusión al taller literario de Mariana Callejas y hay una escena de tortura. Susan Sontag le dedicó un texto a la versión en inglés: “Nocturno de Chile es lo más auténtico y singular: una novela contemporánea destinada a tener un lugar permanente en la literatura mundial”.

 

En ambos libros la política y la literatura están encarnadas en sujetos dobles, turbios. Son intelectuales zafados por el fascismo. El antecedente es La literatura nazi en América, su tercera novela, en la que asume a los sujetos infames en calidad de protagonistas.

 

La fama llegó tarde para Bolaño. Sin embargo, aprovechó esos años finales para trazar un mapa cultural de sus preferencias y desprecios. Armar su tradición fue uno de sus últimos empeños intelectuales, además de sacar adelante su obra monumental, 2666.

 

Estuvo atento a lo que pasaba con la democracia en Chile y era disconforme. Pero no dedicó demasiado espacio a su análisis. Se inclinaba por fenómenos puntuales. Comentó las grabaciones para ejecutar el bombardeo a La Moneda. Observa: “El humor del que hacen gala, es pese a todo, familiar”. Sostiene que pertenece ese registro al género de la pornografía. En “Una proposición modesta” se queja con desaliento del discurso político de los 90, pues según él tiende hacia “la penitencia incesante que sustituye el intercambio o la exposición de ideas”.

 

Había en Bolaño una fascinación por el salvajismo. Estaba con los que se padecen y detestó al estrato satisfecho de la sociedad. Vivió en el desasosiego y apostó por temas que oscilan entre la tristeza, la locura y la violencia. El placer de odiar, del que habla William Hazlitt, no le fue ajeno. La diatriba fue su arma preferida. Una de las más concluyentes se titula “Sobre el expandido virus del escritor amigo del presidente”: “El poder siempre ha sido, digamos, el viagra de los escritores chilenos. El poder representado por el presidente, por el millonario, por el mecenas, por el comité central del partido. A veces pareciera que los escritores chilenos tienen miedo a dormir solos o con la luz apagada”.

 

La frecuencia de Bolaño se escucha cada día más pesada. Su estilo era el de un francotirador. Sus frases suenan como balazos.
















miércoles, 9 de agosto de 2023

Duelo de gigantes: la historia inédita de la pelea de Roberto Bolaño con Pedro Lemebel

Por Marcelo Soto

ExAnte.cl, 30.07.2023





Los 20 años de la muerte de Roberto Bolaño, uno de los grandes escritores chilenos del último medio siglo, autor de obras maestras como Los Detectives SalvajesNocturno de Chile y 2666, no tuvieron la repercusión que algunos esperaban. No hubo grandes actos oficiales en su homenaje. No se inauguró una calle en Santiago que lleve su nombre. Y las ventas de sus libros han bajado.

 

El poeta Sergio Parra, socio de la librería Metales Pesados, dice que “con suerte se vende un libro suyo al mes. Hace una década era un best seller, los jóvenes lo leían con devoción, incluyendo a Boric. Ya no es así, porque han surgido otros autores, traducidos a varias lenguas, como Benjamín Labatut, Alejandro Zambra o la argentina Mariana Enríquez”.

 

Parra fue probablemente el primer amigo de Bolaño cuando el narrador volvió a Chile en 1998, después de 25 años viviendo en México y España. Fue una amistad intensa y breve, que esconde pasajes inéditos como su pelea con el escritor Pedro Lemebel.

 

 

Aterrizaje exitoso 

 

En 1998, luego de una carrera llena de dificultades, en la que debió trabajar como guardia de un camping y otros empleos mal pagados, Bolaño por fin conocía el éxito gracias a Los Detectives Salvajes, que ganó el premio Rómulo Gallegos, uno de los más importantes de la lengua española. Fue en ese contexto que aterrizó en Santiago como miembro del jurado del concurso de cuentos de Revista Paula.

 

Pocos saben que Sergio Parra, quien había leído sus poemas a mediados de los 80, tuvo un rol importante en la visita de Bolaño. Un año antes, cuando era vendedor en la Feria Chilena del Libro, llegó a sus manos Literatura Nazi en América, del escritor chileno. A Parra le encantó el libro y llamó a Malala Ansieta, de Editorial Planeta y le recomendó efusivamente que publicara La Pista del Hielo, otra novela de Bolaño.

 

Cuenta Parra: “En 1998 conocí a Roberto con su esposa Carolina. ‘Me han contado que te gusta mucho lo que escribo y me dijeron que también eres poeta’, me dijo. Nos fuimos a almorzar, íbamos bajando el ascensor y preguntó: ´¿Has leído a Houellebecq? Acaba de publicar Las Partículas Elementales’. Abrió su mochila y me regaló el libro. Atrás me puso su correo. Fuimos a comer al Bar Nacional, en Bandera. El quería probar una empanada. Ya no tomaba alcohol. Yo pedí una copa de vino, la Carolina también. Empezamos a conversar del ambiente chileno. Yo le hablé de Lemebel. ‘Tengo ganas de conocerlo’, me dijo”.

 

Parra recuerda que hablaron sobre escritores como Eduardo Anguita, Braulio Arenas y Campos Menéndez, que habían apoyado a la dictadura. “Bolaño me preguntaba qué autores chilenos faltaron en su libro sobre autores nazis, pero sentenció: ‘Los chilenos son muy fomes’. Supongo que había cierto odio hacia Chile”.

 

 

Lanzamiento estelar

 

Bolaño lanzó La Pista del Hielo en la plaza Mulato, en Lastarria. Fue un hito de la narrativa chilena de la época. Un entusiasta Carlos Franz alabó su trabajo. Sergio Parra llegó con Lemebel. Luego de las presentaciones de rigor, Lemebel le contó la historia de Mariana Callejas y los tallares literarios que se hacían en su casa, que tenía un subterráneo que había sido un centro de torturas de la DINA. Bolaño tenía una comida con otros escritores, alguno de los cuales visitaban ese taller, pero después de un rato les pidió: “Esperen, me voy con ustedes”.

 

Se fueron a un restaurante peruano en Lastarria. “Roberto le empezó a preguntar a Pedro qué novelitas le gustan. Y a Pedro le importaba un carajo hablar de ese tipo de cosas. ‘No seas aburrido’, le dijo. Bolaño no sabía hablar mucho de otra cosa que no fuera literatura. Roberto era como un pistolero. O estabas con él o no estabas con él. Si se aburría contigo, te disparaba”, dice Parra.

 

 

Amistad rota

 

La segunda vuelta a Chile, en 1999, fue más conflictiva. Parra recuerda que habló con Lemebel por teléfono. Este último le dijo: “Me llamó Robertito (así le decía), quiere que nos juntemos con él, pero me da una lata feroz. De todos modos, lo voy a invitar al programa de radio Tierra que hago en la Casa La Morada”.

 

Ese programa tendría consecuencias lamentables. “Llegué a las seis de la tarde a La Morada.” recuerda Parra. “Me quedé en el patio fumando y de repente veo que Roberto sale muy enojado, muy mal, descompuesto. Luego aparecen Pedro con la Raquel Olea muertos de la risa. Todo era bien extraño”.

 

Se fueron a comer al Venezia. Al tercer pisco sour, aunque Bolaño no tomaba, se desahogó: “Ese puto programa salió  muy mal. ¿Cómo me traes a esta vieja dinosaurio, la Raquel Olea, esta crítica dinosaurio que se quiere burlar de mí por mi acento español?” .

 

Lemebel intentó defender a Olea, que era su amiga. Pero Bolaño seguía muy enojado. “Está lleno de dinosaurios en Chile, partiendo por Gladys Marín”, dijo el novelista. Parra sostiene que Bolaño en ese punto tocó un tema sensible.

 

“Ahí Pedro se le tira encima: ‘Qué te pasa con Gladys Marín, es mi amiga’. Bolaño respondió: ‘Pero es una dinosauria del Partido Comunista’. Empezó una discusión a gritos”. Estaban a punto de irse a los golpes. Parra en un momento dijo: “Ya, se acaba esta discusión. Terminemos acá”.  Bolaño pagó la cuenta, y antes de subir al taxi, ofreció la mano para despedirse. Pero ni Lemebel ni Parra se la dieron.

 

 

Desencuentro en la Estación

 

Al día siguiente Lemebel y Bolaño tenían una conversación estelar en la Feria del Libro en la Estación Mapocho, cuando la Feria atraía a miles de personas. El encuentro entre Lemebel y Bolaño era el gran atractivo del evento. El cronista de El Zanjón de la Aguada pensó no asistir, pero decidió que no iba a dejar que Bolaño ocupara su espacio. Parra pasó al camarín, donde Pedro se estaba maquillando. Había una fila gigante para entrar, tanto por Bolaño como por Lemebel, las dos estrellas literarias del momento.

 

Sergio Parra se sentó en primera fila y vio pasar las 7 de la tarde, las 7:15, con el local lleno. Una hora después, Lemebel no salía. La gente empezó a gritar que saliera Pedro. Y Bolaño estaba en el escenario con cara de rabia. Ante la demora, la organización decide darle la palabra a Bolaño. Parra vio que “Pedro estaba detrás de una cortina mirando todo esto. Y cuando Bolaño va a abrir la boca, sale y lo deja callado. Pedro era así, dramático, una especie de diva”.

 

“Lemebel se sentó de lado, casi dándole la espalda a Bolaño. Le hacen una pregunta a Pedro, y dice: ‘¿Se escucha? Antes de empezar esta conversación con Robertito, quiero saludar a una gran amiga que está presente acá: Gladys Marín’. A Bolaño la cara se le descompuso”, describe Parra.

 

 

Enemigos íntimos

 

“Pedro decía lo que quería y Roberto decía lo que quería. Y nunca llegaron a conversar. Nunca”, reflexiona el poeta. “Al final Pedro se sacó una foto con Roberto, un abrazo muy falso. Nos fuimos a una mesa a tomar un café, con varios escritores, y Bolaño apura el tranco y me dice: ‘Me hicieron una encerrona malditos de m…’ , unos insultos fuertísimos. ‘No los perdono’, amenazó. ‘Ok, chao’, respondió Lemebel. Se da media vuelta y se va. Nunca más lo vi. Pedro tampoco”.

 

De acuerdo con el socio de Metales Pesados, “hicimos un pacto con Pedro (quien falleció en 2015) de nunca hablar de lo que había pasado. Lo que sintió Pedro era que Roberto no era suficientemente feminista. Es cosa de ver su su lista de escritores favoritos y son puros hombres. Bolaño después escribe Nocturno de Chile con la historia que le había contado Pedro sobre los talleres de Callejas. Y nunca reconoció que gran parte de esa novela Pedro se la contó. Pero fue gracias al apoyo de Bolaño que Lemebel se hizo famoso internacionalmente. Lo recomendó con entusiasmo en España. Una paradoja”.

 

La historia tuvo un final inesperado. “Años después, limpiando cosas en mi departamento, me encuentro con un sobre sellado que decía ‘Roberto Bolaño, Blanes, España’. Lo abro y era un disquete con poemas de Roberto que me había mandado para ver si yo podía buscar una editorial para que los publicaran. Y todavía tengo guardado el disquete, pero nunca lo he abierto”.

 

 

 

Fotografía: Mural “Bolaño y Lemebel”, de Afropunk (Pedro Moraga), 

ubicado en Pasaje 21 Sur esquina de Avenida Central, 

Población José María Caro, Lo Espejo.
















lunes, 31 de julio de 2023

El Bolaño cauquenino

Por Rodrigo Alcaíno Padilla

http://ralcaninop.wordpress.com, 25.02.2023





Mi amigo Óscar Fuentes se aprestaba a emprender viaje de placer por Cataluña, y como buen lector de Roberto Bolaño, tenía incorporado en su itinerario Blanes, esa ciudad costera impregnada del sudor literario del escritor.

 

Pasaron los días, Óscar fue a Barcelona, y en esos diálogos por Whatsapp de pronto sale a colación un hecho que nunca notamos, simplemente pasó desapercibido: “Estoy en Barcelona y visité donde vivió Bolaño... Ahora reviso la biografía y dice que estudió en Cauquenes... Cauquenes de no sé dónde, porque no creo que sea el de la séptima región, como el link dirige Wikipedia. Por lo que yo sé, hay un Cauquenes también en la octava región, lo cual me hace más lógica ya que vivió una vida más al sur... ¿A qué Cauquenes se referirá este artículo, crees tú? ¿Sabías que había otro Cauquenes?”.

 

Me picó la guía el asunto y me puse a chequear si existía ese supuesto “otro Cauquenes” en el mapa. Apurando la memoria, lo único que se acercaba a la ciudad maulina eran las Termas de Cauquenes en la región de O’Higgins, pero otra localidad con el mismo nombre no la hallé. 

 

Después de aclarar esa duda, todo se tornó más evidente cuando me puse a indagar en biografías y en la propia obra de Bolaño alusiones a la ciudad en cuestión.

 

A mediados de la década de los setenta, se publicó en la revista mexicana Punto de Partida, perteneciente a la UNAM, un poema del escritor chileno bajo el seudónimo de Galvarino titulado “Overol blanco y otros poemas”, que obtuvo el tercer lugar de un concurso literario en 1976. En su estrofa VIII dice: “Tierra de Chillán aquí estoy de nuevo pisándote quien ha dicho / que soy ángel Tierra de Cauquenes aquí estoy de nuevo”.

 

En el relato “Carnet de baile” del libro Putas Asesinas, página 207, relata: “1. Mi madre nos leía a Neruda en Quilpué, en Cauquenes, en Los Ángeles”.

 

También hay referencia en la última entrevista que dio a Mónica Maristain para la revista Playboy, en julio de 2003; ante la pregunta de cuál de todos los paisajes de Latinoamérica que recorrió le viene primero a la memoria, sostuvo: “Los labios de Lisa en 1974. El camión de mi padre averiado en una carretera del desierto. El pabellón de tuberculosos de un hospital de Cauquenes y mi madre que nos dice a mi hermana y a mí que aguantemos la respiración”.

 

Finalmente, aparecen los fragmentos de una entrevista que concedió Roberto a fines de 1999, y que fue publicada en la Revista de Libros de El mercurio, en octubre de 2003: “Yo nací en Santiago, pero nunca viví en Santiago. Viví en Valparaíso, luego en Quilpué; en Viña; en Cauquenes, una zona llena de alcohólicos y de espiritistas”.

 

Más claro, echarle agua…

 

 

*

 

Roberto Bolaño había vivido en la ciudad, pero había un vacío inexorable de información respecto a esos años. Google, aparte de las referencias ya comentadas, dice poco y nada.

 

La experiencia me sugiere que en los grupos de Facebook hay muchas historias que circulan en un limbo nostálgico que pareciera relevante solo para sus integrantes. ¡Nada más errado!

La búsqueda en dicha red social me llevó al grupo “Cauquenes, mi música, tu música”. Allí, el músico, profesor y gestor cultural Alejandro Morales compartió un poema de Bolaño, y agregó en el posteo: “un poeta y escritor que vivió algunos años en Cauquenes”.

 

Me puse a revisar en los comentarios, y el propio Morales relató que “siempre tuve la duda si era el mismo. Héctor Torres, un compañero común, escribió una vez ‘creo que estoy loco, le cuento a mis hijos que fui compañero de Bolaño y se ríen de mí’. Hasta que conversando con mi amigo y compañero Jorge Córdova, que fue más cercano a él, ratificó que era el mismo, y recordó a sus padres, tal como lo hacíamos nosotros. Vivía muy cerca de los Barrios, en Carrera Pinto (…) Vivió en Cauquenes y fuimos compañeros en el Instituto Cauquenes”.

 

Había un par de pistas a seguir, pero el instinto me dijo que mi amigo René Abarza Yáñez, cauquenino de tomo y lomo, me podría ayudar a seguir la hebra. Y no me equivoqué.

 

En paralelo, descubrí que el Instituto Cauquenes estuvo en dos locaciones: Catedral con Yungay y luego en Maipú con Chacabuco, y que durante un tiempo lo dirigieron unos padres canadienses. Con esos datos, le pregunté a René si sabía algo de ese colegio.

 

Mi amigo recordó que su padre había estudiado en el Instituto, y me preguntó el porqué de mis consultas. Fue una sorpresa para él que Roberto Bolaño haya vivido en su ciudad, y se comprometió a preguntar a don René padre. A las horas me comentó que su progenitor recordaba un alumno de apellido Bolaño, difícil de olvidar “porque el apellido le parecía poco común”, pero no recordaba haber interactuado con él.





*

 

El nombre de Jorge Córdova asomó a la postre como la pista más directa a la historia. Logré dar con él en Facebook, y mostró una gran disposición a compartir los recuerdos de esos años, a pesar de la forma poco ortodoxa de abordarlo virtualmente en su perfil. Me dio su número de teléfono un fin de semana, y un par de días después lo llamé. Coincidió que por esos días este testigo privilegiado estuvo de paso por Cauquenes, incluso se acercó al barrio de infancia para tratar de tomar alguna fotografía de las casas, pero para nuestro pesar ya no existían, todo estaba reconstruido.

 

A partir de lo relatado por don Jorge, él fue vecino de Roberto Bolaño entre 1963 y 1964, en la calle Carrera Pinto, entre Chacabuco y Antonio Varas. Solían jugar al fútbol en el pequeño patio frontal que daba a la calle, y siempre Roberto elegía ser el arquero. Durante esas jornadas supo de la anécdota en ese tiempo reciente -y bien conocida por quienes han seguido la vida de Bolaño- de haberle atajado un penal a Vavá durante los entrenamientos de la selección brasileña en Quilpué durante el mundial de fútbol de 1962.

 

Según Córdova, cuando doña Victoria Ávalos no quería cocinar, la familia de Roberto solía almorzar en una residencial a la vuelta de la esquina, en Antonio Varas 680, lugar donde asegura que también tuvo la oportunidad de compartir una comida con el padre del escritor, León, quien animosamente bajo un parrón se jactaba de que Roberto había dejado callados a uno de sus amigos adultos en una discusión. “Ya era un genio, muy agudo”, agregó don Jorge a la hora de recordar el temperamento de su vecino como colofón de la anécdota de León Bolaño.

 

Aunque la madre de Roberto, Victoria, era profesora, ella habría trabajado en el hospital de Cauquenes, dato que le aportó el profesor Alejandro Morales, y que adquiere mucho sentido al recordar una de las citas antes mencionadas, alusiva a un pabellón de tuberculosos. Un tema a dilucidar es qué labor ejercía en el mencionado hospital.

 

Respecto al colegio, Córdova confirmó que Roberto Bolaño estudió en el Instituto Cauquenes en su ubicación de Maipú con Chacabuco. También corroboró el dato del profesor Morales, relativo a que Héctor Torres fue su compañero de curso, y añadió que solían hacer la ruta de regreso desde el instituto por calle Chacabuco.

 

En uno de los últimos puntos de la conversación, don Jorge reveló que recién se enteró que Roberto era un escritor famoso cuando murió, al ver el titular del diario La Segunda. De hecho, recordó que en esa edición del vespertino se rescató una entrevista que había sido publicada originalmente por la revista El Sábado, el 18 de abril de 2003, meses antes de fallecer. Allí Bolaño hacía un autodiagnóstico postrero y poético de su enfermedad a propósito de un evento vivido en Cauquenes, en ese mismo patio que tantas veces fue testigo de las pichangas de dos amigos de provincia.

 

El fragmento de la entrevista decía lo siguiente: “- ¿Cuándo supo que estaba enfermo? – Hace más de diez años. Aunque en realidad me di cuenta de que estaba enfermo a los 11 o tal vez a los 10 años, en Cauquenes. Yo estaba solo, en el patio de mi casa, y un tipo muy alto y flaco me preguntó, desde el otro lado de la barda, por una calle. Le dije que no sabía dónde estaba esa calle y el tipo se alejó. Yo me asomé a la barda (era una barda no de ladrillos ni de cemento, sino de adobes hechos con barro y paja) y lo vi alejarse. Parecía un zancudo. Y entonces me di cuenta de que, de la misma forma que él se alejaba, yo también, en cierto modo, me alejaba, ambos nos alejábamos mutuamente de nuestras respectivas conciencias. Me di cuenta de que yo pensaba y que él también pensaba y que ambos pensamientos no sólo no eran parte de un juego, sino que eran dos pensamientos distintos, destinados a encontrarse una sola vez en la vida y por espacio de pocos segundos. Que yo tenía mi vida y que él también tenía su vida. Y esa toma de conciencia para mí fue el primer atisbo concreto de la muerte, pese a que ya por entonces había visto a dos muertos (en dos velorios, naturalmente)”.




Fotografías: Plaza de Armas de Cauquenes, en 1945,

y la iglesia San Alfonso.

 















lunes, 3 de julio de 2023

Bolaño, un poeta junto al acantilado

Por Patricia Espinosa

Revista Qué Pasa, Chile. 18.07.2003





Cualquier ranking en literatura es estúpido y falaz, lo sé, no hay primeros lugares, solo constelaciones que se forman. Entonces rescato nuevamente mis propios mitos y ubico a Bolaño a la altura de Borges, Cortázar, Parra, Emar. Solo los grandes, los que han ido más allá del límite de lo posible, pueden instalar un paradigma estético tan radical que sea capaz de conmocionar como lo ha hecho Roberto Bolaño. El mejor de los narradores que haya tenido este país. Su obra es la revelación de un pensamiento enloquecido y racionalista, frenético, desesperado y contemplativo, que abre muchos pliegues sobre la superficie de la lengua oficial. Se trata de una literatura de resistencia, de sobrevivencia, habitada por individuos perdidos en las grandes capitales europeas y latinoamericanas, adscritos a una condición de nacionalidad hibridizada. España, México o Santiago de Chile. Territorios multiculturales abordados a partir de una táctica que valoriza lo local/individual. Putas, niños tristes, poetas, asesinos y conversos habitan el territorio Bolaño. Una y otra vez surge la continua presencia de un personaje que actúa a partir de sucesivas fugas del orden lineal, causalista. Se forman así, una multiplicidad de trayectorias que van construyendo y deshaciendo mapas de intensidades “real visceralistas”: es el deseo lo que nos mantiene pegados a la historia, a la vida. De tal modo, no hay un norte posible, porque continuamente los planos se cruzan, permitiendo que todo recorrido pueda cambiar sin previo aviso. Bolaño recupera de la tradición oral el relato en torno al viaje mítico, al tiempo donde “Todos los tiempos conviven”, que permitirá dejar atrás el logos, el pensamiento racionalista, e ingresar al mundo de la “pura inspiración y nada de método”. El viaje, la nomadía, ocupa de tal modo el sitio privilegiado de conocimiento, nos instruye, vincula con lo nuevo, con un fuera definitivo. La narración y el hacer poético, Bolaño es un tremendo y aún desconocido poeta, reproduce la ruta, instala el territorio-vía-camino de sentido donde la epifanía opera a partir de experienciar lo pequeño, la miseria y el fracaso continuo de los peregrinos sudamericanos. El horror del abandono, la soledad, la pobreza, la muerte, son tematizados en sus obras sin asco, tal vez como la única posibilidad de subvertirlos. “El resto es silencio” como ha dicho Nicanor Parra en este terrible momento. A lo cual me atrevería a agregar: estamos perdidos, como en las peores pesadillas, pero aún nos queda leer y releer, tan desesperadamente como el mismo Bolaño supo hacerlo.
















miércoles, 17 de mayo de 2023

Por qué ya no leo a Bolaño

Por Christina Soto van del Plas 

Tierra Adentro, México, 2020





Hace al menos diez años que no desempolvo mi 2666 de Roberto Bolaño, pese a que me ha acompañado en todas mis mudanzas. Me acordé de su existencia hace un par de semanas cuando C decidió usar el tomo para elevar su computadora y simular que tenía uno de esos caros escritorios para estar de pie. Al ver ahí a mi 2666, cumpliendo una función utilitaria, tuve por un instante ganas de volver a leerlo y restituirle su dimensión literaria, pero rápidamente me distraje leyendo libros que ahora me interesan mucho más. Que no haya vuelto a abrir el libro y que no tenga el menor deseo de rescatarlo de su función utilitaria no quiere decir que no reconozca el valor de la obra de Roberto Bolaño y su importancia indiscutible dentro de la literatura latinoamericana. Pero sí quiere decir que me interesan muy poco las historias que cuenta y la forma en que las narra. A decir verdad, siempre fui una lectora bastante desapasionada de Roberto Bolaño y con el tiempo esto empeoró porque me cansé de escuchar y de leer tanta mala crítica literaria sobre su prolífica producción.

 

Leí por primera vez 2666 en el 2008, cuando la locura y el furor de la obra de Bolaño recién comenzaba luego de que su obra fuera traducida al inglés.[1] Tras su muerte prematura en 2003, la importancia de la obra de Bolaño se instituyó primero en Estados Unidos y regresó después a llamar la atención dentro de América Latina, pese a que el autor ya había ganado el Rómulo Gallegos. En 2008 estaba en mi primer año de la licenciatura en literatura latinoamericana y el profesor de la clase de “Problemas de teoría literaria”, José Ramón Ruisánchez, en una de sus lúcidas y extrañas ocurrencias, decidió que leeríamos todo 2666 y complementaríamos nuestra lectura con distintos teóricos para pensar de forma crítica y creativa el libro de Bolaño.[2] En esa, mi primera clase de teoría literaria, me formé como crítica y leí por primera vez a autores como Georges Didi-Huberman, Jacques Derrida, Joan Copjec, Slavoj Žižek, Peter Brooks y Nelly Richard, entre otros. Recuerdo que en clase conjeturamos sobre todos los aspectos de 2666, desde el tamaño del libro y su portada como tumba hasta la compulsión de repetición en “La parte de los crímenes” y su necesidad de aproximarse a lo Real. Mi primer encuentro con Bolaño, como pueden constatar, no fue nada inocente, sino que estuvo guiado por la necesidad de hacer que mis intuiciones de lectura fueran más allá de las apariencias y las primeras impresiones. Escribí un denso ensayo sobre lo Real y Das Ding en 2666 y después de la clase leí todo lo que pude encontrar de Bolaño en las bibliotecas y librerías, acaso intentando convencerme de la importancia que todo el mundo decía que tenía. Fui con gusto a un coloquio dedicado a su obra y presenté un trabajo sobre él en uno de mis primeros congresos académicos. Pero muy poco tiempo después de comprometerme con su literatura y de que la infatuación se acabó, me cansé de leerlo y me quedó claro que mis intereses no iban por ahí. Desde entonces, si me lo preguntan, contesto que “no me gusta” y “no me interesa” la obra de Roberto Bolaño.

 

La primera de las razones por las cuales me alejé entonces del concurrido club de los admiradores de Bolaño fue completamente extraliteraria. A la popsteridad[3] y el éxito internacional de Bolaño le siguieron los demasiados libros de crítica literaria mediocres que comparan su obra con la de otros autores o que la consideran según tal o cual teoría crítica postestructuralista (acaso siguiendo el patrón de lo que Bolaño advertía con ironía en “La parte de los críticos” sobre las novelas del huidizo Benno von Archimboldi). Me cansé de leer sobre las infinitas intertextualidades y de encontrar ensayos que poco aportan a abrir nuevos enunciados y se dedican más bien a aplicar fórmulas preestablecidas a la literatura, encasillándola, domesticándola. También me cansé de ver la pelea entre mexicanos, chilenos, y españoles por apropiarse territorialmente de la obra de Bolaño mientras los críticos de los Estados Unidos supieron explotar bien el potencial del imaginario que Bolaño creó en su obra a través de su biografía. Luego, en el país en el que estudié mi doctorado vi cómo Los detectives salvajes y 2666 se convirtieron, a principios del siglo XXI, en el nuevo imaginario latinoamericano, sucesor del realismo mágico estereotípico del Sur Latinoamericano.[4] Tanto el ethos romántico del poeta latinoamericano como la representación de Latinoamérica como región violenta y apocalíptica donde confluye el mal contribuyeron a este fenómeno que calzaba bien con el imaginario que los noticieros gringos frecuentemente proyectan de nuestros países.

 

La segunda razón por la cual dejé de leer a Bolaño fue más literaria. En la narrativa de Bolaño hay una promesa (incumplida) de que siempre hay más que descubrir, pero como lectora me topé una y otra vez con la mera repetición de lo mismo. Los narradores de Bolaño son seductores y manipuladores cuando cuentan historias y parece que siempre van a llegar a algo que apenas se vislumbra y que es necesario descubrir. Las historias despliegan una asombrosa habilidad de irse por las ramas. En cada uno de los libros de Bolaño (incluidos los manuscritos publicados de forma póstuma) no hay nada nuevo o diferente, sino la misma estrategia repetida ad nauseam. ¿Para qué leer el mismo libro en decenas de variaciones? Más allá de la imperfección o incompletud de la obra de Bolaño que algunos han resaltado como una virtud transgresora, lo que me agota como lectora es enfrentarme una y otra vez con la misma estrategia que no apuesta por un camino, sino por el desvío como gesto constitutivo.

 

En definitiva, a diferencia de los autores que más me gustan, Bolaño no es un innovador en la forma o en términos del lenguaje. Es un autor que juega con la representación visual y quizás el montaje y poco más. No se arriesga a pensar el lenguaje sino al servicio de la trama. No quiero decir aquí que todos los autores deben ser innovadores en este sentido, sino a que la literatura que está al servicio de la trama suele devenir (aunque no siempre) en tediosos discursos ideológicos o alegóricos. Esto es más visible en el hecho de que gran parte de la crítica literaria sobre Bolaño se decanta por este tipo de reflexiones sobre la violencia, la noción del mal o la modernidad y sus males(tares). Incluso en su versión más refinada, Bolaño siempre nos dice algo, como argumenta por ejemplo Zavala en La modernidad insufrible: “[s]u proyecto literario puede leerse como una compleja crítica de la modernidad literaria occidental y el modo en que se intersecta con la experiencia latinoamericana que simultáneamente la niega y la refunda”.[5] 

 

Desde mi punto de vista, la literatura que decide apostar su descubrimiento en la trama no es necesariamente una literatura que deja los elementos necesarios para pensar, sino que nos da un pensamiento ya rumiado y tejido para que lleguemos a una conclusión inevitable.

 

Ya no leo a Bolaño porque me cansé de su mismidad y porque la literatura que me da las piezas para decirme lo que debo de concluir me convierte en el tipo de lectora pasiva que nunca quiero ser. Ya no leo a Bolaño porque sus historias que se van por las ramas no llegan a tener consistencia y porque sus narradores voluntariosos e irónicos ya no me entretienen como antes. Ya no leo a Bolaño porque tanta crítica de su obra turbó mi capacidad de leer de formas más intuitivas. Ya no leo a Bolaño porque C necesita un librote del tamaño correcto para apoyar su computadora y poder trabajar.

 

 

 

Notas

[1] En 2007 se publicó la traducción al inglés de Natasha Wimmer de Los detectives salvajes (1998) en Farrar, Straus and Giroux y en 2008, la de su novela póstuma, 2666 (2004).

[2] José Ramón Ruisánchez Serra publicó recientemente uno de los mejores libros sobre Roberto Bolaño que me parece que venía pensando desde entonces: La reconciliación. Roberto Bolaño y la literatura de la amistad en América Latina. México: UNAM, Serie El Estudio, 2019.

[3] “Popsteridad” es un término que utiliza Rodrigo Fresán para referirse a cómo la cultura de masas se ha apropiado de la figura de autor de Roberto Bolaño más allá de su práctica literaria y lo ha convertido en un fetiche académico o en ícono pop.

[4] Recomiendo leer el ensayo de Sarah Pollack sobre Bolaño sobre este tema: “After Bolaño: Rethinking the Politics of Latin American Literature in Translation.” PMLA, Volume 128, Number 3, May 2013. 

[5] Oswaldo Zavala, La modernidad insufrible: Roberto Bolaño en los límites de la literatura latinoamericana contemporánea. University of North Carolina Press, 2015, p. 242. Este libro de Zavala es una rara excepción a la mala crítica de Bolaño.

 

 

 

 

 

* Christina Soto van der Plas (Ciudad de México, 1989), doctora en literatura latinoamericana por Cornell University. Psicoanalista en formación. Ha publicado múltiples textos académicos y crónicas en revistas nacionales e internacionales. Su libro Curaçao: costa de cemento pueblo de prisión (FETA: 2019) fue ganador del Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay 2019.

 















lunes, 24 de abril de 2023

Bolaño

Por Alberto Fuguet 

Fronterad, 24.10.2013





No es lo mismo leer a un escritor vivo que a un escritor muerto. Sobre todo a un escritor que está muy vivo, escudriñado, entrevistado, premiado, traducido. Leer a alguien que está de moda es una experiencia radicalmente distinta a encontrar un libro en una librería de segunda mano en San Diego o en esas galerías cerca de las Torres de Tajamar y creer que uno ha descubierto algo que solo unos pocos con suerte conocen. A veces el acceder a lo nuevo es uno de los componentes más deseables: la felicidad de encontrarse con una voz con la que conectaste. Otras veces el saber que demasiada gente está invitada a esa fiesta te hace querer quedarte en casa. Leer una novedad no es lo mismo que leer una novela que salió hace años. Leer a un contemporáneo es una experiencia bien distinta que leer a alguien que estuvo narrando hace cincuenta o cien o doscientos años. El lazo cambia, se altera. Para qué hablar del factor mediático, prensa, Twitter. A veces uno no desea participar de algo porque está muy candente, porque es muy parte de “la conversación social”.


No sé si existe algo así como la objetividad al leer o al elegir leer algo, pero sin duda los dados se cargan cuando ese autor además es local, es conocido o es célebre. Y al revés: cuando un autor es totalmente desconocido, lejano (lituano, malayo, noruego) o su nombre no acarrea nada excepto misterio, el acercamiento también varía. Y ya que estamos en esto: desde el momento en que uno escribe y publica, se lee de otra manera. Se lee peor, se lee más atento, se lee por necesidad, por pega, por curiosidad. Se lee para robar, para sacar ideas, por morbo. Se lee con mala fe, mala leche, paranoia, distancia, ironía. Se lee también con hambre, para limpiar el paladar, para entretenerte, para alejarte de ti. Y para qué mentir: el factor competencia siempre está. Quizás uno siempre está compitiendo (y, de paso, perdiendo) con Borges o Hemingway o Coetzee, pero todo se altera cuando te toca leer a los que son más cercanos. Mientras menos es la distancia de edad y de kilómetros, más se altera y poluta todo. Edmundo Paz Soldán, uno de mis pocos amigos escritores, me lo dijo una vez, casi sin pensarlo, y nos reímos: si yo fuera chileno, te odiaría, me comentó. Y quizás yo también, le dije, al segundo, para noquearlo.


Las afinidades o amistades o enemistades literarias dan para mucho. Y acá en Chile, donde la población no es tan numerosa pero la cantidad de escritores, tanto exitosos como con ganas de serlo, sí lo es, estas rencillas han sido incluso escritas y analizadas. Tanto Faride Zerán como Andrés Gómez Bravo han escrito sabrosos libros sobre rencillas, peleas, tropezones y guerrillas literarias. Jorge Edwards una vez me comentó que la razón de tanta animosidad es que el pastel es demasiado chico para tanto comensal y todos quieren una tajada. Además, agregó, como ese pastel es, al final, simbólico, pues no se traduce en dinero o poder o incluso muchos lectores, el asunto es una lucha cuerpo a cuerpo, ego a ego, por algo así como el prestigio o un cupo.


El haber leído a Bolaño antes que Bolaño se transformara en Bolaño es algo de lo cual me alegro. El haberlo leído antes de que su figura pasara de ser un secreto a ser algo así como el primer punk mediático, el detective salvaje que anda detrás de la caza, el poeta que no tiene Nobel o colección de casas y cree que los versos de odio son tan válidos como los de amor.


No sé cuánta capacidad tengo de querer, pero, evidentemente, es muchísimo mayor que mi capacidad de odiar. En rigor, creo que no estoy hecho o preparado para el odio sostenido, que es el verdadero odio.


Antes de morir, a la edad de cincuenta años, consiguió algo no tan fácil para un autor vivo: ser objeto de adoración entre los escritores cachorros. A los 20 años se quiere a los escritores. A los 46, como tengo ahora yo, a lo más que llegas es a admirarlos, pero no a quererlos. Yo lo que siento ahora es cariño por jóvenes escritores.


Bolaño se alzó como un escritor que parecía imitable (pero no lo era) y que sin duda contaminó mucha prosa fresca, ingenua, de quienes pensaron que —de verdad— leyendo devotamente a Bolaño podían mejorar sus emprendimientos. Mi lazo real —literario, de lector que se impresiona— con Bolaño ocurrió antes, creo, que estallara el mito. Así, al menos, lo creo. Luego, por cierto, lo seguí leyendo, estuve atento y, por qué no confesarlo, a la defensiva.


Durante los últimos cuatro años de su vida, poca gente logró tanto en tan poco tiempo. Su ascenso fue exponencial, tal como fue su acoso kamikaze y asesino a todos los escritores de la plaza, vivos o muertos. Y no solo de la plaza, del continente entero. La energía y la manera como logró ir bombardeando vacas sagradas, superventas (“escribidoras”) y autores ligados al sistema terminó en un impresionante trabajo de infiltración y conquista. Su victoria fue poética, como el poeta que era; logró no solo imponer su nombre, sino su obra (su poética).


Nada fue igual post Bolaño, ¿pero cuándo exactamente sucedió eso? ¿Cuándo Roberto Bolaño, el escritor ajeno, foráneo, un escritor para escritores, se transforma en Bolaño?


No lo tengo del todo claro, pero la aparición de Los detectives salvajes fue clave, por cierto. Se ha exagerado en sostener que ganar el Rómulo Gallegos fue el hito para lograr el  tipping point. No me lo compro. Sin duda, el premio contribuyó porque el que le dio importancia y relevancia al premio fue él, no al revés. El Gallegos fue el inicio, de alguna manera, del fin de la consagración y el inicio del mito mundial. Bolaño usó la plataforma y el foco del premio y le sacó el mayor de los provechos. Hoy el premio no importa demasiado y da lo mismo quien lo gane o lo pierda; Bolaño usó esa tribuna para rockear, molestar, saldar cuentas, hacer justicia, poner los puntos sobre las íes que él consideraba importantes.


Mi impresión es que, al menos en Chile, que es donde yo creo que por primera vez Bolaño se transformó en Bolaño, fue a fines de los años 90 o incluso ya en el Nuevo Milenio que se produjo el big bang y un escritor para unos pocos se transformó en una manera de ver y concebir el mundo. Fue el propio Bolaño el que se encargó de quemar las malezas y expropiar las casas tomadas para cultivar su inmensa parcela. El abono fue él mismo, su figura tan irascible como entrañable, y por cierto sus libros inclasificables y ajenos al canon de lo que se estaba escribiendo y leyendo en español (híbridos, liminales, globales, fronterizos, viajeros; vueltas de tuerca a la no-ficción; una verdadera celebración de elementos pop despreciados por la intelligentsia).


Sumadas a todo esto estaban sus columnas, sus opiniones literarias sin filtro y su absoluta libertad e incorrección política. Antes de que muchos lo leyeran, ya lo querían. Y otros, claro, lo temían. Sus libros (prestados, robados, en bolsillo, fotocopiados) comenzaron a leerse y subrayarse e imitarse ya con la figura del autor presente antes de abrir una página. O dicho de otro modo: esto es lo que escribe Bolaño, “uno de los nuestros”, un tipo de fiar, un ser libre que no se vende al sistema, que viene tanto de la calle como de la biblioteca, un autor siglo 21 que no tiene realmente nacionalidad y que se siente cómodo en cualquier territorio.


Antes que el fenómeno Bolaño estallara, La literatura nazi en América se vendía a precio de saldos. Seix Barral la editó, en una versión desechable cuyas páginas se deshojaban, el año 1996. En 1998, Carlos Orellana, el editor de Planeta Chile, lanzó una reedición de La pista de hielo y pasó poco. Quizás nada. Nada comparado con los libros de los autores locales que, por ese entonces, vendían, convocaban, provocaban tanto debate como devoción. Incluso los míos. Esto es raro. No es inexplicable pero es curioso. Dicen que una de las maneras de testear si un autor posee “lo que se necesita”, es ver si es capaz de lograr crear-alimentar-fomentar a su propio público. A sus propios lectores sin demasiada ayuda externa. Bolaño claramente lo hizo: inventó no solo a los bolañitos sino que se hizo indispensable para un grupo de lectores que no estaban leyendo o estaban esperando leer algo como lo que escribía Bolaño. Este intuyó que lo estaban esperando y así fue. En un país donde el éxito debe ser instantáneo, la aparición de “un extranjero” o “semiexiliado” que “nadie conoce” y con el cual, además, no sucede mucho, lo que pasó con Bolaño se puede leer como la base de un guion para provocar la “venganza” futura. Nunca más sus libros serían saldados, ninguneados, lanzados sin pena ni gloria. Ahora reaparecía de la mano de Anagrama (algo que en Chile, por cierto, no molesta sino por el contrario, te sube los bonos ostensiblemente) y ya no se iría más. El escritor marginal pasaría a ser de culto para rápidamente transformarse en un referente, en clásico y en uno de aquellos artistas que terminan dividiendo la historia en un antes y un después.


Un mito no se arma solo con los libros. Bolaño, que era un cinéfilo consumado (varios VHS y luego DVDs cada noche) y había crecido en medio de un mundo pop, logró mezclar la alta cultura (lo meta, libros sobre libros, el contexto político, las referencias a otros escritores) con un mundo lleno de trivia y obsesiones pop casi adolescentes sin alejarse de lo netamente literario. “Para escribir una novela lo primero que hay que empezar a tirar por la borda es la respetabilidad. Escribir es un ejercicio arriesgado. Y la respetabilidad es un lastre brutal”, escribió y, de paso, lo cumplió. Ese extra, eso de ser él también un detective salvaje y no solo escribir sobre ellos, sin duda creó una conexión entre un lector y un autor, ambos desesperados por conectar. Bolaño entendió lo que era un autor contemporáneo, además, y el poder de los medios. Tuvo claro que un escritor también se perfila con aquello que hace, dice o escribe fuera de los libros: en los medios, la televisión o la radio, en conferencias. Ya en México, de muy joven, puso en práctica los happenings y performances para boicotear a autores como Octavio Paz, que le parecían el enemigo por estar muy cerca del poder o vivir una vida aburguesada y sin riesgos.


Me acuerdo que Bolaño empezó a dejar de ser simplemente un buen escritor chileno (¿era chileno realmente?) que vivía en España y al que “le estaba yendo bien” cuando escribió su célebre y “venenosa” crónica ‘El pasillo sin salida aparente’, publicado en la revista posmoderna catalana  Ajoblanco en mayo de 1998, donde narra una invitación a cenar a la casa ñuñoína de Diamela Eltit y el entonces ministro secretario general de la Presidencia (vocero) Jorge Arrate, que además entonces era un aspirante a escritor y había asistido a los talleres de Eltit (al parecer —y con razón— Bolaño le tenía fobia a la idea de dictar y asistir a talleres). La crónica me fue faxeada desde Estados Unidos, por un amigo al que le llegó desde Barcelona, con una nota escrita en plumón: LEE URGENTE: this is true gossip! Releyendo la crónica (aparece en el compilado Entre paréntesis) parece no solo certera sino simpática, llena de un veneno inglés, algo liviano casi sacado de The Talk of the Town de The New Yorker  (revista que terminó rendida a sus pies y verdadero eje creador de la idea de Bolaño como una suerte de Kerouac latinoamericano). Algo así como un merecido ajuste de cuentas, pero con humor y no poco de mala fe, aunque escrito por alguien que quizás estaba tentado de la risa mientras lo escribía.


El supuesto acto de terrorismo literario no es tal. Pero así se vio en su momento: ¿cómo se atrevía a escribir así de sus invitados?, ¿acaso no era una cena privada?, ¿y no advirtió quienes eran los anfitriones? Era Diamela Elit, no Isabel Allende, ¿no captó que hay diferencias? Sí, captó. Le quedó más que claro. Y lo que quizás le molestó fue eso del poder. Y la fama y la vida burguesa. Una vida poco salvaje de gente de la que quizás él esperaba mucho más. Si bien el artículo se publicó en España, Bolaño estaba muy consciente de su público objetivo: el mundillo literario chileno. Nadie estaba a salvo, a todos les iba a tocar, ese fue el mensaje.


No cabe duda de que así fue.


Releyendo sus artículos, columnas, crónicas y reseñas, se ve su casi majadera obsesión por separar a los buenos de los malos y, a medida que iba aumentando su fama, protegerse con un sincero deseo de dejar en claro que él no va a cambiar ni ha cambiado. Él no se sentía parte de lo que estaba ocurriendo acá: Los escritores chilenos, con alguna excepción, no quieren tener ningún problema. Solo quieren que se les quiera, que de ser posible un día se vean instalados en una agregaduría cultural, que hablen bien de ellos. Escalar, escalar siempre, buscar y conseguir el éxito, aunque el éxito sea tan pequeño como Chile mismo. En esta feria de vanidades, en este baile de salón entre los siúticos y los cuicos, brilla todo, menos la literatura.


Pero las cosas sí estaban cambiando y el que provocó en buena medida ese ajuste en las placas tectónicas fue él, tanto con su talento literario como con su capacidad para armar polémicas y hacer estallar bombas. A aquel chico frágil que dejó Chile no le bastaba “triunfar” afuera; quería algo más: ser el más importante de todos los narradores locales. O quizás lo justo sería decir el más respetado, acaso el más querido por los escritores en ciernes y por los que se sienten y sentían fuera del sistema. Lo logró. Qué duda cabe. Lo logró en vida y, al morir, al transformarse en mito, logró algo más: quizás convertirse en el más internacional y admirado y leído de los contemporáneos que escriben en español o, incluso, en cualquier idioma. Con el ingreso y coronación/canonización post mortem de Bolaño en Estados Unidos, su figura y sus libros se alzaron entre los grandes del fin de siglo, punto.


Cuando Roberto Bolaño murió, ese 15 de julio de 2003, me escribió o quizás me llamó Andres Gómez Bravo, entonces el reportero literario de La Tercera, donde las entrevistas y opiniones de Bolaño se lucían y tenían la plataforma que necesitaban, para que comentara algo. Quedé helado, impactado. No sabía mucho qué decir. No era amigo (tenía tantos amigos, tantos cercanos, a tantos que apoyó y lo apoyaron) y si bien había partido siendo un gran fan, al momento de morir me había alejado algo de su persona. O quizás puse distancia. Pensé no contestar nada. Tenía claro que otros, más cercanos, podían decir cosas tan generosas como emocionantes, pero al final envié un mail corto. Dos o tres líneas, pero una de ellas es la que recuerdo: “Lo admiré tanto como lo temí”. Lo que era cierto. Tanto la admiración (aunque me gustó poco Nocturno de Chile, a pesar de que era un libro acerca y en contra de un archienemigo en común: el cura Valente) como el factor temor.


Lo vi solo una vez, de lejos, al final de una sala, en una premiación de un concurso de cuentos Paula, si mi memoria no me traiciona. Quizás fue a fines del 98, no sé. Ya su figura se estaba volviendo tan omnipresente como agotadora. Me acuerdo de lo que publicó en la revista Paula y en ese momento me pareció intensamente resentido y hasta predecible. Hoy releo ‘Fragmentos de un regreso al país natal’ y sonrío: Esto es lo que aprendí de la literatura chilena. Nada pidas que nada se te dará. No te enfermes que nadie te ayudará. No pidas entrar en ninguna antología que tu nombre siempre se ocultará. No luches que siempre serás vencido. No le des la espalda al poder, porque el poder lo es todo. No escatimes halagos a los imbéciles, a los dogmáticos, a los mediocres, si no quieres vivir una temporada en el infierno. La vida sigue aquí, más o menos igual.


Tenía claro que me llegaría un combo de parte suya pronto; un ataque duro, algo que pudiera lanzarme al ring y dejarme algo mareado y quizás incluso noqueado. Bolaño tenía ese don. Yo no tenía libro nuevo. La última novela que había publicado,  Tinta roja, fue el 96. Unos meses más tarde, a fines de 2003, aparecería  Las películas de mi vida  y yo estaba seguro de que él me iba a destrozar a pesar de que, por otro lado, tenía claro que, en el fondo, él era un socio honorario de McOndo. Así lo creo, así lo siento, así lo estudiamos y rastreamos con un curso de graduados en UCLA. Bolaño tiene muchos más elementos pop de lo que comúnmente se cree: un escritor sin fronteras; un narrador obsesionado con la frontera, algo que culminaría con Ciudad Juárez y  2666; su capacidad de citar sin aviso a Jean Claude Van Damme o la actriz mexicana Isela Vega (parte esencial del mundo de Sam Peckinpah); o fijarse en Whoopi Goldberg y Demi Moore y la cinta  Ghost (en el cuento ‘El retorno’); su fascinación con la película acerca de libreros  84, Charing Cross Road con Anthony Hopkins y Anne Bancroft, y luego ser capaz de escribir lúcidamente acerca de Parra o Huidobro o Lamborghini o Gombrowicz, pero también de James Ellroy.


Mis lugares oscuros es de lo mejor que se ha escrito en la literatura en cualquier lengua de los últimos treinta años… o Philip K. Dick o Walter Mosley. Bolaño se internó en temas despreciados o marginados y los transformó en literatura: el mundo del cine porno; los nazis; los asesinos en serie; el cine B; los luchadores libres. Los detectives salvajes  fusiona la guerrilla literaria del DF en los 70 con centenas de citas y a medida que los Belano y Lima empiezan a viajar, ingresa Kerouac e incluso Dennis Hopper y Peter Fonda de Easy Rider. En entrevistas Bolaño declaró que su película favorita era  El club de la pelea  de David Fincher (algo reiterado en  Una novelita lumpen, donde apuesta por Brad Pitt y Edward Norton) y que no tenía claro si su actriz favorita era Lily Tomlin o Lili Taylor (dos opciones extrañas y excéntricas, por decir lo menos, y que se salen totalmente de lo esperado). Al momento de elegir un personaje de ficción, no opta por ningún héroe literario sino por los animados Súper Ratón, Bugs Bunny y Speedy González. Sabía que sus lectores manejaban mucha información como él y que incluso podía hacer citas sin mencionar la fuente y todos (al menos, sus lectores) iban a entender. En una columna intenta impartirse a sí mismo un curso instantáneo acerca de Nueva Literatura Chilena. No lo pasa bien: Aunque a veces mi flojera como alumno me provoca repentinos ataques de sueño. Esos ataques se llaman narcolepsia y los sufrió River Phoenix en aquella película de Gus Van Sant. Pero River Phoenix tenía a Keanu Reeves, o dicho de otra manera: Phoenix tenía dónde apoyar su cabeza dormida y yo solo puedo apoyarla en los libros.


Aun así, con esos lazos y “trivia en común”, yo ya había aprendido hace rato que no porque uno admire el trabajo de otro eso implica automáticamente que la cosa sea recíproca. Me acuerdo de una anécdota en una librería. No estaba Bolaño pero de alguna manera fue lo que provocó el miedo a su persona. Había aparecido Una novelita lumpen  y pasé por una librería boutique a comprarla. El que atendía era joven, al parecer fan de Bolaño, y me reconoció. Le dije que cuánto era. Me dijo que no me la podía vender, que no quería vendérmela, no quería que un libro de Bolaño estuviera en mis manos. “No te lo mereces”, me dijo. “Yaaaa”, le respondí, molesto. “Él no querría que lo leyeras. Él cuida a su público”. Había más gente. En vez de enojarme o molestarme, callé y dejé el libro. Algo humillado, dejé la tienda, odiando más a Bolaño que al pedante dependiente. Años después, en la FNAC de Madrid, encontré el libro y lo leí de una sentada tomando sangría.


Su muerte me pilló desprevenido porque, entre otras cosas, varios amigos míos habían estado con él en Sevilla, en el congreso de escritores “jóvenes” de donde salió la comentada y ácida conferencia ‘Sevilla me mata’, que luego aparecería en su primer libro póstumo El gaucho insufrible. Yo casi llego a Sevilla. Quería ir, ver amigos, arrancarme del invierno santiaguino y estar unos días encerrado en un edificio medieval. De hecho, me invitaron. Todo pagado. Pero al final dije no. Y la razón fue tener que enfrentar a Bolaño. Me daba pánico. Terror. No me veía allí, a los dos encerrados por tanto tiempo en un lugar tan pequeño. Me dije: para qué. Para qué ir a ser víctima de un  bullying  innecesario. Ya me había mencionado por ahí, aunque nunca me atacó de frente. Pero sí sabía o me llegó vía mail algo respecto a un discurso (‘Los mitos de Chtulhu’) que leyó en Barcelona, en 2002, en el Institut Catalá de Cooperación Iberoamericana. Ese discurso, al que accedí en parte, o por comentarios de terceros, fue el que me hizo desistir de subirme al avión e ir al Primer Encuentro de Escritores Latinoamericanos que organizaba Seix Barral. Sabía o creía saber que había mencionado que uno tenía que venderse al mejor postor o tener un agente poderoso o aparecer en la portada de Newsweek. Algo así fue lo que me llegó; y me bastó para no ir. Ya lo había pasado bastante mal apareciendo, sin haberlo solicitado, en la portada de dicha revista. Ya no me importaba que un reportero cultural me preguntase “cómo lo había logrado” sino que a Bolaño le pareciera que era más un gesto de mal gusto que algo para celebrar.


A los pocos meses de su muerte llegó a las librerías El gaucho insufrible y, para cuidarme, le pedí a una amiga que fuera y me lo comprara. Quedé enfurecido, enredado, atontado. Por un lado, estaba el texto de ‘Sevilla me mata’ donde, la verdad, no quedo tan mal. Capaz que bien. Perdonen lo sincero o necesitado o autocomplaciente, pero supongo que ver tu nombre impreso en el libro de otro siempre provoca una sensación de vulnerabilidad y morbo. 

 

¿De dónde viene la nueva literatura latinoamericana? La respuesta es sencillísima. Viene del miedo. Viene del horrible miedo de trabajar en una oficina o vendiendo baratijas en el Paseo Ahumada.


Algo de eso es cierto. Luego se lanza más adelante con una lista de narradores que debieron estar presentes en Sevilla: ...por supuesto, faltan escritores sin los cuales no se entendería esta entelequia que por comodidad llamamos nueva literatura latinoamericana. Es de justicia citarlos. Comenzaré por el más difícil, un autor radical donde los haya: Daniel Sada. Y luego debo nombrar a César Aira, a Juan Villoro, a Alan Pauls, a Rodrigo Rey Rosa, a Ibsen Martínez, a Carmen Boullosa, al jovencísimo Antonio Ungar, a los chilenos Gonzalo Contreras, Pedro Lemebel, Jaime Collyer, Alberto Fuguet, a María Moreno, a Mario Bellatin… ¿Cuántos se ahogarán? Yo creo que todos.


En su momento, quedé entre aliviado y molesto. ¿Cuántos se ahogarán? ¿Qué onda? ¿Por qué tan mala leche? Si vas a citar o mencionar a escritores por los que apuestas, ¿por qué entonces mandarlos cortados de una? Hoy entiendo más su humor, algo que él mismo deja claro en el texto: ...espero que nadie tome a mal mis palabras. Era broma. Lo escribí, lo dije, sin querer. A estas alturas de mi vida ya no quiero más enemigos gratuitos.


El otro texto belicoso era el ansiado ‘Los mitos de Cthulhu’. Por fin impreso, ahora sí que podía saber qué realmente dijo de tanta gente. Bolaño, incluso muerto, podía herir. Pero también exageraba, berreaba y proclamaba todo, preso de una paranoia que hoy me parece entre adolescente y de persona seriamente lastimada. Diez años después, muchas de sus preocupaciones apocalípticas quedaron en eso: ansiedades que no se cumplieron. No ganaron los malos. Es más: el que ganó fue él y, de alguna manera, los suyos. Veamos:


¿Qué pueden hacer Sergio Pitol, Fernando Vallejo y Ricardo Piglia contra la avalancha de glamour? Poca cosa. Literatura. Pero la literatura no vale nada si no va acompañada de algo más refulgente que el mero acto de sobrevivir. La literatura, sobre todo en Latinoamérica, y sospecho que también en España, es éxito, éxito social, claro, es decir en grandes tirajes, traducciones a más de treinta idiomas... casa en Nueva York o Los Ángeles, cenas con grandes magnatarios... portadas en Newsweek y anticipos millonarios.


Esto ya no es tan así. Los premios literarios son recibidos como actos criminales; un anticipo millonario es casi sinónimo de basura; las grandes editoriales pierden prestigio y autores frente a pequeñas editoriales a pulso. Y ya salir en una portada es algo casi imposible, porque ya casi no hay revistas (Newsweek es digital, ya no se imprime en papel). Y mejor no hablar de anticipos millonarios y prensa. Bolaño ahora tiene todo eso, pero es cierto: no lo buscó. Le llegó. Y tarde. Pero Pitol, Vallejo y Piglia están muy bien. Se leen, influyen e incluso venden. Y lo que hacen es lo que Bolaño dice: literatura. Algo que no es poca cosa. Y todo aquello que es extraliterario cada vez funciona menos. El verdadero glamour es no tener glamour.


Sigo: La obra de Reinaldo Arenas ya está perdida. La de Puig, la de Copi, de la Roberto Arlt...


Ahí también se adelantó en forma alarmista. ¿Puig perdido? Para nada. Arenas o Arlt o Copi, tampoco. Otra arenga: Todo es, al final de cuentas, folclore. Somos buenos para pelear y somos malos para la cama. ¿O tal vez era al revés, Maquieira? Ya no me acuerdo. Tiene razón Fuguet: hay que conseguir becas y anticipos sustanciosos. Hay que venderse antes de que ellos, quienes sean, pierdan el interés por comprarte.


No comment. O sí, un comment: nunca dije eso. Nunca lo diría. He conseguido pocas becas, menos premios, una vez tuve un adelanto no tan malo es cierto, pero que ni se compara con los que ahora logra para sus herederos el superpoderoso agente Andrew  El chacal  Wylie desde un rascacielos de Nueva York. Otra cosa: en 2005 estrené una película llamada Se arrienda, no Se vende. Pero nada: como dije, una cosa es lo que un autor piense o diga de ti, otra es lo que uno piensa de él. No todo cuerpo accede a la sangre del amor correspondido. Es una de las leyes de la vida y uno de los elementos básicos del drama.


Hace un par de años, en el diario La Tercera también, se publicó una entrevista inédita a Bolaño. La bajada decía: “Era noviembre de 1998 y el novelista chileno se encontraba en su país de origen. El escritor de Llamadas telefónicas habló entonces con el periodista René Gajardo”. En medio de la entrevista me topo con mi nombre: “Fuguet tiene cierta ternura que lo hace por momentos entrañable. Noto una especie de fragilidad en el autor, en lo que está escribiendo y sobre todo en la relación autor-escritura”.


En ese momento pensé: por qué no fui a Sevilla. ¿Me hubiera matado haber ido?


Capaz que me hubiera bullyeado o atacado un poco, pero quizás con humor, buena fe. El año 2003 quizás no hubiera sido capaz de resistirlo; el 2013 perfectamente pude decirle “no me jodas; me voy a ir a caminar los vericuetos de Sevilla a oler los azahares”.


Error de mi parte, pero ya es demasiado tarde.


Todos me dicen e insisten que era extremadamente tímido, afable, un gran amigo que podía hablar horas de literatura o del tema freak que surgiera. Que capaz que hubiéramos enganchado. Quién sabe. Sus ataques parecían sangrientos, pero él los decía en un tono menor, como en una conversación. Debí ir a Sevilla, debí confiar un poco más en mí, debí darme la posibilidad de conocerlo, de pedirle que me firmara un par de libros; de hablar de  Fat City, la cinta setentera de boxeadores de John Huston, que a ambos nos gusta tanto; de hablarle de mis ganas de filmar algún día uno de mis cuentos favoritos en castellano: un relato escrito por él, que curiosamente no figura mucho en sus greatest hits, y que tiene el impresionante y poético nombre de ‘Últimos atardeceres en la tierra’.

 

Si hay un texto entrañable de Roberto Bolaño, ese es: ‘Últimos atardeceres en la tierra’, un cuento que forma parte del libro de relatos Putas asesinas, del 2001, pero que apareció por primera vez en agosto de 1998 en una modesta antología local editada por Planeta Chile llamada  Honrarás a tu padre, y que tuvo poca repercusión y en la cual casi participo. Quise ser parte, pero no pude. Hoy lo lamento. Quizás hubiera sido una manera de estar cerca de Bolaño, quizás a él le hubiera gustado lo que escribiese y se podría haber organizado algún encuentro una de las veces que regresó a Chile. Pero la verdad es que no tenía nada digno que entregar. La idea (cuentos originales chilenos que exploraran el lazo padre-hijo) fue del crítico Mariano Aguirre, asesor de la colección Biblioteca del Sur. Aguirre murió antes de que se terminara el proyecto. Lo terminó el escritor y crítico Mario Valdovinos, que se hizo cargo del prólogo. No recuerdo quién fue mi interlocutor. Quizás Carlos Orellana, de Planeta. Parece que conversamos por teléfono con Valdovinos y me dio un plazo extra. No lo tengo claro. Me acuerdo que lo intenté. Incluso pensé enviar un trozo de la novela que nunca pude terminar y que estaba escribiendo en ese instante (Perder el norte), pues pensé que podría ser una buena manera de “probarla”, de aprovechar esta oportunidad para testear el libro-in-progress. No tenía idea que Bolaño iba a ser uno de los colaboradores. Bolaño a fines del 97 o comienzos de 1998 no era, como he dicho, alguien tan importante. Los detectives salvajes apareció después, y al otro lado del mundo a fines de ese año, y en Barcelona luego de ganar el 2 de noviembre el Premio Herralde. Pero Bolaño, al momento de decidir o no entregar un cuento, no era tema. No es que atrayera o conveniese estar cerca de él, digamos, en un mismo libro. Bolaño me parecía distinto, excéntrico, juguetón, creativo, muy pop (basta releer La literatura nazi en América), pero nada más. No era parte de la liga de caballeros extraordinarios, por llamarlo de un modo, ese reducido grupo privado de autores con los que uno conecta, transita un viaje personal, vive algo trascendente y personal porque, entre otras cosas, te emocionaron desde dentro y no solo te deslumbraron desde afuera. Con los años, la literatura de Bolaño se volvió más cerebral y lejana, más creativa y ambiciosa, más europea que americana. Mi Bolaño favorito siempre ha sido el de un tono algo menor y está más en los cuentos y en los inspirados momentos que recorren todos sus libros. Pero al final uno debe elegir y claro, me cuesta optar por Los detectives salvajes, con todo lo que me impresionó, porque lo leí después de ‘Últimos atardeceres en la tierra’.


La razón final por la que no participé fue que no tenía nada que me gustara y que aquello que estaba escribiendo no iba aún a ninguna parte. Estaba por partir a Washington, DC, vía una [beca] Fullbright, para justamente investigar el tema: los lazos padre-hijo entre Michael Townley y su padre y, luego, entre el hijo de Townley y Callejas con el asesino ahora escondido y con otro nombre circulando por algún sitio como Kansas o Nebraska. Ya tenía cierta capacidad para captar cuáles eran “mis temas” y en ese momento ese tema era claramente “mi tema”. Tanto Mala onda como Tinta roja indagaban en ese lazo. Al final dije no. No tenía nada y, además, para qué. Ya había escrito bastante del tema y si no tenía nada nuevo que me gustara, para qué publicar algo y en una antología colectiva además.


Hoy me alegro de no haberlo hecho, pues “la colaboración” de Bolaño, titulada ‘Últimos atardeceres en la tierra’, es sencillamente una obra maestra. Ya leerlo sin persignarse es una herejía. Haber estado siquiera cerca de ese texto hubiera sido indigno para mí, insultante para él. No sé qué pensarán los otros escritores locales que participaron, pero deduzco que tampoco sabían que se iban a encontrar con tamaña joya en una antología que, a lo más, aspiraba a explorar un tema poco explorado en la narrativa chilena pues, según el prólogo de Valdovinos, “el padre no es un tema obsesivo, pero está allí”. Luego cita novelas como Martín RivasHijo de ladrón y, para mi sorpresa, Mala onda.


La antología me la pasaron en la editorial Planeta, donde pasé a buscar unas regalías que iba a transformar en dólares para llevarme a Washington. Carlos Orellana me pasó el libro, recién impreso. Me llamó la atención la portada de De Chirico. Me fijé en los autores que al final quedaron: una suerte de mix de los nombres más visibles de la llamada Nueva Narrativa Chilena que ya iba de salida (Carlos Franz, Arturo Fontaine Talavera, Jaime Collyer) con nombres más bisagras (Sergio Gómez), con escritores ajenos al invento mediático (como Ramón Díaz Eterovic), más varios autores nuevos que recién estaban sacando sus primeros libros de relatos (René Arcos Levi —que falleció muy joven—, Luis López Aliaga, Tito Matamala). ¿Roberto Bolaño qué hacía ahí? En qué grupo estaba. No era necesario explicarlo ni justificarlo. Su minibiografía en la página que enfrenta el comienzo de su cuento deja claro que era chileno (Santiago, 1953) y que era casi más poeta que novelista. Cita cinco libros de poemas publicados en México, menciona Llamadas telefónicas y Estrella distante y anuncia, a modo de trailer, La pista de hielo, que Planeta publicará en Chile en 1998 (hay una edición publicada con anterioridad en Alcalá de Henares, en 1993).


‘Últimos atardeceres en la tierra’ no solo es el mejor cuento de la antología Honrarás a tu padre (aunque el de René Arcos y Carlos Franz me gustaron mucho) sino también quizás —qué quizás, sin duda lo es— el mejor cuento publicado en castellano durante los 90, un cuento tan misterioso como perfecto, tan cercano como distante, tan despojado como emocionalmente cargado y que bien puede ser considerado una obra maestra y tal vez uno de los motivos por los que ese título, traducido, fue el nombre del volumen de cuentos con que debutó en Estados Unidos años más tarde (es lamentable, un verdadero error, que Putas asesinas, algo así como un título titilante y supuestamente fuerte y jugado sea el nombre del volumen en que, para el mundo hispano, ‘Últimos atardeceres en la tierra’ debutó varios años después).


Leí el libro en una larga escala, esperando una conexión a Washington, tomando café cubano en el aeropuerto de Miami. Me acuerdo porque luego salí, medio tambaleando, sudado y acongojado adonde se cogen los taxis y me senté en un escaño a releer ese cuento para ver si era cierto, si era tan bueno, si lo que estaba viviendo era de verdad un momento clave y epifánico en vida. El de Bolaño era el relato número tres (no seguí leyendo el resto hasta meses después). Respiré el caluroso y húmedo aire tropical de Florida a fines de agosto. Un aire pegote, resbaloso, denso, como el aire de Acapulco, donde transcurre este impresionante cuento. Volví a leer, a subrayar. Mientras releía capté que yo nunca iba a escribir un relato tan sentido como ese, que la Nueva Narrativa se había hundido en un instante y que quizás Perder el norte se iba a perder. En efecto, se perdió luego de que, tras dos conversaciones con el propio Townley, este desapareció del mapa una vez que apresaron a Pinochet en Londres.


Todo en ‘Últimos atardeceres en la tierra’ funciona, y para aquel que leyó el cuento mucho antes que Los detectives salvajes o Amberes o 2666, este Bolaño no es exactamente el mismo de los otros libros. Acá hay más tristeza que rabia; más autobiografía que una inventiva galopante; más cercanía que proeza literaria. El cuento parte así: La situación es esta: B y el padre de B salen de vacaciones a Acapulco. Parten muy temprano, a las seis de la mañana. Esa noche, B duerme en casa de su padre. No tiene sueños o si los tiene los olvida nada más abrir los ojos. Oye a su padre en el baño. Mira por la ventana, aún está oscuro. B no enciende la luz y se viste. Cuando sale de su habitación su padre está sentado a la mesa, leyendo un periódico deportivo del día anterior y el desayuno está hecho. Café y huevos a la ranchera. B saluda a su padre y entra en el baño.


Qué comienzo: “La situación es esta”. Dos puntos. Toma ‘Lo que sucede es terrible’, el comienzo de Papelucho, y lo lleva más lejos. Lo que sucederá será terrible y sin embargo será trivial. Nada de asesinatos o conspiraciones, nada de nazis o pedófilos o críticos literarios descontrolados. La situación es clara y simple: B y su padre partirán de vacaciones y no se llevan bien y nunca se han entendido y quizás esta es la última vez que vivirán algo así. Dos chilenos, uno que lee y el otro que desprecia a los que son artistas, parten a un Acapulco tan húmedo como crepuscular, fuera de temporada, donde los bronceados turistas norteamericanos se han fugado y lo que queda es el lado B, peligroso y decadente, del Acapulco profundo.


En el cuento no sucede demasiado y sucede de todo. Es una  road story  desde el DF al Pacífico y la más tensa y triste de las vacaciones descritas entre un padre y un hijo. Los dos son chilenos, saben que no volverán, pero también está claro que no son de ahí y que no se tienen realmente. Hay aventuras, mariscos, mezcal, playa; ingresan a sitios tenebrosos como las cantinas de Bajo el volcán, pero es la voz, esa sensación de que un mundo se está acabando (la adolescencia tardía de B, el lazo entre ellos, algo de inocencia que aún posee B) lo que te atrapa, embriaga y te deja habitando en ese cuento para siempre. Padre e hijo terminan en un hotelucho aspiracional con una piscina que se llama La Brisa y que intenta colgarse del nombre del gran hotel jet set Las Brisas que está en la costa misma.


Todos miran hacia el mar, de pie, menos B que sigue sentado. En el cielo aparece, de forma por demás silenciosa, un avión de pasajeros. B deja de mirar el mar y contempla el avión hasta que este desaparece detrás de una suave colina llena de vegetación. B recuerda un despertar, justo un año atrás, en el aeropuerto de Acapulco. Él venía de Chile, solo, y el avión hizo escala en Acapulco. Cuando B abrió los ojos, recuerda, vio una luz anaranjada, con tonalidades rosas y azules, como una vieja película cuyos colores estuvieran desapareciendo, y entonces supo que estaba en México y que estaba, de alguna manera, salvado. Esto ocurrió en 1974 y B aún no había cumplido los veintiún años. Ahora tiene veintidós y su padre debe andar por los cuarentainueve. B cierra los ojos. El viento hace ininteligibles las voces de alarma del pescador y de los niños. La arena está fría. Cuando abre los ojos ve a su padre que sale del mar.


No hacen falta datos extras para entender que es autobiográfico. Si no lo fuera, posee esa fuerza de lo personal que hace que todo parezca biográfico, cercano, real, esa fuerza que poseen ciertos relatos que vienen de adentro y de la memoria en que uno cree que todo fue cierto, que todo se padeció, que cada sensación y cada instante fue verdad, ocurrió, le sucedió a B aunque da lo mismo que no fuese así o que fuese a medias o que algunas cosas se alterasen. B claramente es Bolaño y Bolaño empezó a jugar con eso, adelantándose al Belano que aparecería ese mismo año. En la que fuera su última entrevista, aparecida en Playboy, la periodista Mónica Maristain le hizo una extraña pregunta:


—¿Ha visto peces de colores debajo del agua?

—Por supuesto. En Acapulco, sin ir más lejos, en el año 1974 o 1975.

  

Claramente, Maristain se refería a este cuento. En el cuento, B. arrienda varias veces una tabla de surf y se va flotando hasta una isla en la bahía: La calle del hotel baja perpendicularmente hacia la playa. Allí solo hay un adolescente que alquila tablas. B le pregunta el precio por una hora. El adolescente dice una cifra que a B le parece razonable, así que alquila una tabla y se mete en el mar. Enfrente de la playa hay una pequeña isla y hacia allí dirige B su embarcación. Al principio le cuesta un poco, pero no tarda en dominarla. El mar, a esa hora, es cristalino y antes de llegar a la isla B cree ver peces rojos bajo su tabla, peces de unos cincuenta centímetros de longitud que se dirigen hacia la playa mientras él rema hacia la isla.


En el libro El hijo de Mr. Playa, de Mónica Maristain, una suerte de aproximación a una biografía de Bolaño, el padre del escritor, León Bolaño, cuenta: “Así fue, así fue tal cual lo cuenta en el libro... Los dos estábamos solos en casa, pescamos el coche y nos fuimos. A Roberto nunca le gustó manejar. El coche del cuento era un Dodge, después me compré un Mercedes y le di las llaves del Dodge, pero él no las quiso. Me dijo: “Papá, tome las llaves, en la India la gente se está muriendo de hambre y usted me quiere regalar un coche...”. Pero estos datos han aparecido muchos años después de ese agosto de 1998. Insisto: da lo mismo que el cuento haya ocurrido o no; lo importante es cómo está contado, cómo conecta, cómo se hace cargo del lazo padre-hijo, cómo te deja en un estado en que uno siente que también algo le pasó a la tierra, y a uno, y que sí, está atardeciendo por última vez y el nuevo día será radicalmente distinto.


Hay cosas que se pueden contar y hay cosas que no se pueden contar, piensa B, abatido. A partir de este momento él sabe que se está aproximando el desastre.


Acapulco, los clavadistas, el mar bravo, los precipicios. Nunca he estado en el ya decrépito balneario estrella del estado de Guerrero, pero deseo ir algún día y buscar el destartalado hotel La Brisa. Hay cosas que se pueden contar y hay cosas que no se pueden contar. Esa es la clave del cuento. No es que sea un secreto, algo imposible de revelar. B., Bolaño, se refiere más bien —creo, intuyo— a que hay cosas que son posibles de narrar y otras que no, que es mejor no contarlas, relatarlas, ponerlas en papel porque corren el riesgo de perder fuerza, de caer quizás en el melodrama, en lo kitsch. ‘Últimos atardeceres en la tierra’ es, en ese sentido, pura contención y pura sangre llena de tequila y rencor que logra derramarse; es un cortometraje donde lo que importa es la geografía, el clima intolerable, la acción, y donde no hay voz en off, no todo se explicita, lo que importa –lo que nos deja tristes y confusos– queda fuera de cuadro, no se muestra, es decir, no se escribe. Para qué. Pero lo intenta, a pesar de que tiene claro que, como buen poeta que es, hay cosas que es mejor no contar, que en rigor no se pueden contar, punto.


B recuerda entonces una ocasión, antes de que él se marchara para Chile, en que su padre le dijo “tú eres un artista y yo soy un trabajador”. ¿Qué quiso decir con eso?, piensa. La puerta del baño se abre y la puta vestida de blanco vuelve a aparecer, esta vez con los zapatos impolutos, y atraviesa el local hasta la mesa en donde juegan a las cartas y allí se queda, de pie, junto a uno de los desconocidos. ¿Por qué tenemos que irnos?, dice B. La mujer lo mira de reojo y no le contesta. Hay cosas que se pueden contar, piensa B, y hay cosas que no se pueden contar. Cierra los ojos.


Se han escrito bastantes cuentos y novelas después, tanto en Chile como en América Latina, que intentan explorar el lazo que esta antología se propuso explorar. No es un tema nuevo, pero Bolaño lo hizo suyo, creó la matriz, cimentó el cuento cumbre frente al cual todo cuento o novela corta o novela larga se medirá. Hay cosas que no se pueden contar y los autores siguen intentándolo. Tienen —tenemos— derecho. Se habla mucho de la influencia de Bolaño: mi impresión es que este cuento, del que se ha escrito y estudiado poco, es el cuento cumbre y quizás más cumbre que todo el resto de su inmensa obra que al final ha terminado siendo más imitada. Mucho más cumbre, más certero incluso que la estructura de sus libros más conocidos y ambiciosos. La razón es simple: la empatía que se arma entre un escritor (joven o que fue joven) y el texto que leen, que leemos acá es tremenda. Todos los que escriben han vivido una historia así; quizás no la han escrito, pero la han vivido o hubieran querido vivirla. Todo parece simple y lo es; lo que no es tan simple es cómo llega a niveles tan profundos. Un chico dañado, que va a ser artista; un padre trabajador que no lo entiende porque no puede. Y una playa, la sensación de estar en ninguna parte, en un sitio ajeno. Eso es todo y no hace falta más. Sé que hay mucho de ese cuento en mí, en lo que he escrito, que he robado. Bolaño me liberó para poder cambiar de escenario; dejar Santiago a veces por otros sitios. Y no necesito ir a terapia para saber que ‘Últimos atardeceres en la tierra’ impregnó Missing y quizás Aeropuertos y el corto 2 Horas. Sé que nunca lo voy a confesar o admitir porque podría quedar como pedante o wanna be o arribista o trepador. No estoy comparando: solo digo que me inspiró. Lo sé porque siempre vuelvo a él, siempre intento encontrarle el secreto, el engranaje.


A veces me pregunto si ese cuento existía y lo envió a Santiago o si, gatillado por el desafío de Aguirre y de Orellana, se lanzó a escribir este cuento para poder ser parte de una modesta antología publicada al otro lado del mundo. No lo sé. Podría averiguarlo. Googlearlo. No quiero. He vuelto a conectar con lo que ha escrito. He vuelto a releerlo. Me parece aún mejor ahora. El título es tan ambicioso como humilde, la obra tanto de un poeta tímido como de un megalómano que intuye que capaz que termine siendo dueño de la tierra pero que se quedará solo.


¿Estás borracho?, le pregunta su padre mientras pide una carta. No, dice B, ya no. ¿Estás drogado?, dice su padre. No, dice B. Entonces su padre sonríe y pide un tequila y B se levanta y va hacia la barra y desde allí observa con ojos de loco el escenario del crimen. En ese momento B sabe que aquel es el último viaje que hará con su padre. Abre los ojos, cierra los ojos. Las putas lo miran con curiosidad, una le ofrece un trago que B rechaza con un gesto. A veces, cuando tiene los ojos cerrados, puede ver a su padre con una pistola en cada mano saliendo de una puerta que está en un lugar en donde jamás debía estar una puerta. Sin embargo su padre aparece por allí, de prisa, con los ojos grises brillantes y el pelo despeinado. Nunca más volverán a viajar juntos, piensa B. Eso es todo.


Pero no es todo. No puede serlo. Eso es todo y claramente no lo es todo. Es el inicio de un nuevo estado de las cosas. B es muy joven para saber y a la vez sabe demasiado para no darse cuenta. Ha leído mucho, esa también es su condena. Es un artista, no un trabajador. Abre los ojos, cierra los ojos. A cada rato lo dice. Lo repite como un mantra: “hay cosas que no se pueden contar”. Cierto. Y falso. Todo debe contarse: el silencio, los secretos, la no reciprocidad es lo que daña. El infierno es aquel lugar oscuro donde nada está claro. Abrir los ojos. El durmiente debe despertar, el durmiente quiere volver a dormir para escapar. Curioso que un cuento que está a la altura de ‘Los muertos’ de Joyce sea playero, transcurra en un balneario, esté plagado de toallas y trajes de baño, esté lleno de arena y sal y tablas de surf y huela a bronceador y a tequila. Me parece tan perfecto y transparente como misterioso, extraño e impenetrable. Esa es su gracia: lo que lo hace cercano y a la vez inasible. Como un atardecer. Sigo con ganas de filmarlo. ¿Podría? ¿Me atreveré? Hay cosas que es mejor no filmar, quizás. Cosas que es mejor no contar. Pero uno lo intenta. Cómo no.


Bolaño lo intentó. Y lo hizo.


Por Dios que lo hizo.


Por Dios que lo logró.