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jueves, 10 de noviembre de 2011

"Confieso que he bebido". Nuevo libro de Jorge Teillier en FCE





Estamos en la década de 1980. Jorge Teillier es un exiliado en Santiago de Chile. Su familia cotidiana son su compañera, Cristina, y los parroquianos-amigos del restaurante Unión, más conocido como la Unión Chica. La familia directa ha debido repartirse por el mundo.

En 1980 y 1981, por invitación de Enrique Lafourcade, el poeta escribe en el diario El mercurio. Con amena erudición, ofrece crónicas sobre bares, restaurantes y costumbres culinarias de Chile y de países por donde anduvo de visita: Perú, Panamá, España. Dedica varios relatos a costumbres culinarias del mundo de antaño y de entonces. No falta, por supuesto, alguna crónica sobre comidas y bebidas de La Frontera, el terruño natal.

Un recuerdo entrañable viene a mi memoria: primavera de 1981, hora de almuerzo en un restaurante en Papudo, con mi padre-poeta y Cristina. El disfrute es máximo: vista al mar, cariño, una conversación espléndida..., y mariscos y pescados que, por ausencia obligada del país, llevaba siete años sin gozar.

De la mano de esa añoranza, invito hoy al lector a sentarse real o imaginariamente frente al mar y encarar la lectura de estas crónicas con una docena de ostras y un vino blanco, para invocar mágicamente la compañía insuperable del poeta Jorge Teillier.




Sebastián Teillier






Agradecimientos especiales a Camila Bralic


jueves, 15 de abril de 2010

"Variaciones sobre la noche", de Jorge Teillier







“He sido un conocido de la noche. He salido a pasear bajo la lluvia y he vuelto bajo la lluvia. He ido más allá de la luz más lejana de la ciudad. He contemplado la callejuela más triste de la ciudad. He pasado junto al sereno que hacía su ronda...” Entre estos conocidos, de los cuales habla el gran poeta norteamericano Robert Frost (el predilecto de John Kennedy), sin duda los más fieles los poetas y escritores. La noche es la gran compañera de la mayoría de ellos, aún cuando por supuesto no faltan excepciones como las de Ramón Gómez de la Serna, el cual prefería madrugar para ver aparecer el alba antes de empezar a escribir, y nuestro Joaquín Edwards Bello que en una de sus crónicas se autodeclara “chiflado” porque le gusta estar durmiendo a las diez de la noche, y levantarse temprano para dar una vuelta descalzo por el pasto o regar un árbol. Pero basta decir “la noche” para verla junto a Francois Villon en el París de cellisca y rondantes aullidos de lobos, cuando el mal colegial y gran poeta salía con sus compañeros a robar las enseñas de las posadas, basta nombrarla para tener junto a nosotros al pálido Edgard Allan Poe yaciente en ella en una calle de Baltimore, después de amarla tanto como Dupin, su personaje (el precursor de Sherlock Holmes) que no soportaba la luz del día y vivía iluminado por bujías en una casa de persianas eternamente cerradas.

El romanticismo practicó el culto nocturnal, a partir del melancólico Young que conmovió a Europa con sus Noches. No hubo poeta romántico que no la cantara o exaltara como la faz verdadera de la vida. Y no es raro que, como reflejo, el siglo diecinueve llegara a estas playas portando también su cargamento nocturno. Pues la vida noctámbula comienza en Santiago casi al fin de la Colonia, hacia 1808, según cuenta José Zapiola en sus Recuerdos de Treinta Años. En ese tiempo se instalaron los primeros Trucos como se llamaban los cafés (uno estaba instalado en el Portal Fernández Concha), en donde desde mediodía a cualquiera hora de la noche se jugaba al naipe (o sea, al monte, la malicia, el mediator, la báciga, etc.). El billar se introdujo hacia 1820. Los espíritus más festivos pasaban el Mapocho para acudir a las casas de fonda y chinganas en donde campeaban música y baile. En 1884 se inauguró un establecimiento que estaba abierto toda la noche. Era el Hotel Central (Merced esquina de San Antonio) que tenía un restaurant en la parte baja. Cerrado éste por las autoridades el más popular fue el Café de la Bolsa, en donde, según cuenta Vicuña Cifuentes, se bebía preferentemente (y en copas de plaqué provistas de correspondientes bigoteras) un ponche llamado Tomayeri (abreviatura de Tom y Jerry). El estremecimiento finisecular alargaba las noches santiaguinas antes de despertarse a un nuevo siglo. Entonces surgió el primero de nuestros poetas malditos, el baudeleriano Pedro Antonio González (“quizás soy un mago maldito”, decía de sí mismo), paseante solitario, bebedor solitario de los bodegones de la Chimba, en los cuales el tinto se transformaba para él en “ardiente Falerno”, y las pobres y desarrapadas mujeres de la vida en hetairas (“Vírgen báqueica y tísica, bebe”). De él escribió Francisco Contreras: “Solía vérsele a veces por las calles errando solitario apoyado en su bastón, descuidado el traje, el cigarrillo en los labios, un libro bajo el brazo como persiguiendo intangibles visiones del aire con la mirada siniestra de sus ojos divergentes”. En la primera década de este siglo un grupo de poetas concurría al “Cola de Mono” situado en San Diego con Plaza Almagro. Otros a la llamada “Piojera”, gran expendedora de la nacional chicha baya, situada en calle Zañartu. Y los más encopetados concurrían al restaurant de “Papá Gage” en calle Huérfanos, al “Coppola” de Agustinas con Miraflores, a la “Confitería Palet”, de la calle Estado. Pero, simplemente, era corriente que los jóvenes poetas de ese entonces recorrieran las calles bajo la dudosa luz de los mecheros de gas, conversando y recitando hasta la llegada del alba.

Extraños fantasmas entregó la noche santiaguina la llamada Generación del Año 20. El más típico fue Alberto Valdivia, más conocido como “el cadáver”, precoz y extraordinario poeta consumido por la morfina, que recorría los bares con su violín al brazo. Homero Arce en un reciente artículo sobre el poeta Rosamel del Valle recuerda los cenáculos de la que fue (tal vez) la más bohemia de las generaciones: “El Jote” donde había buenos platos por sólo cuarenta centavos, “El Hércules”, “La Bahía”, los bares alemanes con orquestas de ciego de San Pablo y Esmeralda, un poco más tarde el “Black and White”. Y la “Ñata Inés” de calle Eyzaguirre en donde, según se cuenta, el adolescente Neruda, llegado de la noche oceánica poblada de ladridos y de coigüillas de Temuco, dejaba en prenda de pago su capa heredada del padre ferroviario. Coetáneamente, transnochaban también –pero sólo tomando café con leche– en “Los Inmortales” Manuel Rojas, González Vera, Silva Castro y otros no devotos al más popular entre los chilenos de los dioses olímpicos.

También se desplazaron hacia San Diego muchos de los integrantes de la Generación del 38. Uno de ellos, el más extraño y prometedor de todos (para hablar en lenguaje deportivo) Héctor Barreto, personaje lunar que vivía viajes imaginarios sin salir días enteros de su lecho, y que dejara antes de los diecinueve años cuentos de una imaginación inusitada en la narrativa chilena, fue muerto a la salida del Café Volga por un grupo de nazistas el año 1937. Pero de esa generación, el más notable de los “conocidos de la noche” fue sin duda Teófilo Cid, el poeta y escritor que de dandy del Ministerio de Relaciones, pasó a ser –según el decir de Gonzalo Rojas, su compañero en poesía– “el lobo estepario de las noches santiaguinas”. Teófilo Cid, hombre de desusada cultura, llevado de una irresistible animadversión a un medio donde impera la mediocridad prefirió inmolarse en la noche, como un budista en las llamas, antes que aceptar los convencionalismos. “Hay estrellas en tu nombre/ Cuando una lenta espera me domina/ con su atroz desesperanza” le escribía a la noche. Consumido por ella murió en 1963, no sin pronosticar antes que más de alguien en sus funerales diría que “había muerto el último bohemio”. Yo mismo –nos decía– he asistido al entierro de una infinidad de “últimos bohemios”. Sin duda, los escritores (corriente universal de estos días) han tomado conciencia de ser trabajadores de un oficio, y se cuidan de cumplir horarios regulares y llevar una vida de orden. Sin embargo, habrá siempre un último bohemio, habrá siempre quien se acode a los mesones de los bares abiertos toda la noche, habrá siempre quien salga andar bajo la lluvia y vuelva bajo la lluvia y vaya más allá de la luz lejana de la ciudad, sabiendo que un reloj luminoso proclama que el tiempo no es verdadero ni falso.













en Viaje, Santiago, marzo de 1972 (N°460).













jueves, 26 de noviembre de 2009

"El agua bajo los puentes", de Jorge Teillier






Los días festivos de la Capital muestran un panorama poco alentador para quien es más o menos sedentario y no quiere salir fuera de los límites urbanos de paseo, ni tiene (¿quién no es un modesto empleado público entre los poetas?) mayores medios de movilización ni dinero. Entre la Quinta Normal, sede de los araucanos que van a mostrar su tenida azul marino y sus zapatos amarillos y una bicicleta nueva mientras el Ejército de Salvación y la Iglesia Católica se disputan sus almas y los innúmeros charlatanes sus bolsillos, entre la Quinta Normal y el Zoológico, elijo este último. Melancólico contemplar de leones, tigres y pumas en sus míseras jaulas, constatación que buscamos siempre nuestra semejanza: el público se agolpa frente al terreno en donde una pareja de chimpancés se toma la mano como adolescentes en el cine, y luego se rascan mutuamente como dos ancianos. Y el lento paseo del señor elefante, “de pantalones arrugados”, al que saludamos con un poema de Eliseo Diego:


El Circo

Y vimos al pacífico elefante
alzar su vieja trampa incomprensible
junto a las detenidas nubes blancas.
Y vimos al pacífico elefante.

Allí como una letra tosca y pura
que desborda el cuaderno de la infancia
-fino cuaderno, lujo de la noche-
nos ilustró la extraña lejanía

de las palmas grabadas y el silencio
que va creciendo como el humo pobre.
Allí como una letra tosca y pura
nos querías, justísimo elefante.



II

Cerca de mil poetas habitan aproximadamente nuestra República literaria, sin contar quienes requieren a las Musas sin hacer públicas sus atenciones. También hay ex poetas que no quieren ni siquiera acordarse de que una vez publicaron un libro, y dicen que es de “otra persona”, aun cuando haya sido un buen libro, el caso de Omar Cerda es un ejemplo. Existen otrosí los “guaripoetas”, como los llamaba el finado Jorge Sanhueza, los tipos que mañosamente, refrotando lecturas, pueden de pronto hacer pasar gato por liebre, escribir entre comillas, contar desventuras conyugales, rimar filosofía o entonar loas a la Revolución. Un orden muy especial es el de los poetas inéditos. El Decano de ellos no es como pudiera creerse Eduardo Molina Ventura conocido también por Diógenes Linterna, sino Juan Florit, a quien encuentro casualmente a la hora de un aperitivo (es decir, una cerveza) en la barra de un negocio, y me cuenta que a los casi sus setenta años de edad le publicarán un libro de poemas en Argentina. Florit siempre ha sido más bien internacional, nació en Mallorca y en 1927 figuró en una sonada Antología de Poesía Latinoamericana, hecha por Vicente Huidobro, Jorge Luis Borges y Alberto Hidalgo. Antología muy reprobada por los críticos oficiales de la época. –“‘Este Florit no cale un pit’ escribían al pie de una caricatura mía”, me dice. Entonces, brindamos por Percy Baltimore “cuyo recuerdo está izado en el mástil más alto/cofa de gaviotas y mirador de Percy”.



III

Viajo por el Mississippi un sábado por la tarde en compañía de Mark Twain, siempre lleno de vida y encantador con su Vida en el Mississippi, aun cuando de pronto su humor está algo trasnochado, pese a sus observaciones agudas, como aquella en la cual constata que veinte años después de regresar a su aldea, halló que las mujeres buenas estaban notablemente envejecidas, lo que no les ocurría a las obras. Una palabra me llena de recuerdos: “lagniappe” o “lawnny-yap”. La escuchó dice MT, en New Orleáns, 1881, y la señala como de origen hispánico, al igual que la costumbre que designa. Se trata de “la llapa”, que yo alcancé aún a pedir a los almaceneros de la esquina. La llapa, que tal vez sobreviva en estos tiempos en que sólo se da de menos, en algún rincón de provincia, junto a las victrolas a cuerda y la bandera blanca que anuncia el pan fresco.



IV

El poeta Rolando Cárdenas (conocido a veces por “El Embunche”) no gusta hablar. Prefiere tocar guitarra, oír a Mojica y Tito Schipa, dirigir trabajos de autoconstrucción en Renca o visitar algunas posadas de los caminos durante largas horas. Me dice que cuando sale, deja en casa la meditación, la inteligencia y la poesía. Pese a su teoría, me lee su último poema “El Fantasma del Faro Evangelista” transformándose por un momento en colombiano (“si leo me lees y viceversa”). Un largo poema épico sobre la región del sur donde pese a todo su tiempo santiaguino sigue residiendo. Por supuesto, no tiene editor, y el fantasma corre el riesgo de permanecer inédito.









en Plan (n.25), 31 de mayo, 1968.









viernes, 11 de septiembre de 2009

"Conversación 'beat' con Allen Ginsberg", de Jorge Teillier





Para encontrarnos con Allen Ginsberg recurrimos al azar, que parece seguir siendo el mejor medio para reunirse con un poeta. Así fue como al pasar un mediodía frente al Hotel Panamericano entramos a preguntar por el líder de la “beat generation”. Mientras nos comunican que debe partir de un momento a otro a Concepción, lo vemos aparecer y nos acercamos a saludarlo. Su aspecto varía entre el de predicador religioso, comerciante ambulante y guerrillero cubano: frondosa barba, melena, desaliñado atuendo y un equipaje consistente en un gran bolso de buhonero y una caja de cartón.

Conversamos en castellano, que Ginsberg habla en forma bastante fluida. Nos explica que lo aprendió durante sus viajes por el Caribe, cuando era marinero mercante, y en su estadía por varios meses en México (Chiapas y Yucatán). Al poco rato, para ilustrar mejor sus palabras, abre la caja de cartón que nos había intrigado, y nos muestra una serie de libros de nuevos poetas y prosistas norteamericanos, y algunas revistas y folletos que nos regala, como un predicador que viene a dejar su Evangelio al sur del Trópico de Capricornio. Es característica, nos parece, en Ginsberg, una actitud de avidez y curiosidad que se exterioriza en un afán de conocer cosas nuevas (apenas llegó a Santiago partió al Zoológico, en donde se hizo amigo del oso hormiguero, y luego visitó el café “Bosco”, en donde trabó amistad inmediata con algunos poetas), o de hacer proyectos como el de estar varios meses en Chile, y luego atravesar a pie la Cordillera. Podríamos llamarlo, sin temor al modismo, un “angurriento”, calificativo criollo que quizás le sería grato, pues durante la charla se autocalificó de “roto choro”.

Nos sorprende la destreza con que Ginsberg amarra nuevamente su equipaje. Nos explica que esto se debe a que durante un tiempo fue dependiente de almacén. Actualmente ha vivido gracias a sus ingresos que le proporciona su libro Howl (8 ediciones y más de 40.000 ejemplares vendidos desde 1956. Recordemos que además en Chile hay una edición de este poema traducido por Fernando Alegría). Además, ha grabado en disco sus poemas, y hace clases de composición en un colegio de San Francisco.

Así ha llegado al éxito terreno este poeta, a los 33 años, después de vivir y escribir en el infierno –como dice William Carlos Williams en el prólogo de Howl– y recorrer un vía crusis en el cual quedaron su madre Naomi, muerta en un Hospital de alienados, y su amigo Carl Solomon, encerrado actualmente en un Hospital de alienados. Su libro –conviene recordarlo– fue perseguido por la policía en nombre de la moral, lo que lo hace emparentarse con Baudelaire y Henry Miller.

De su conversación, asaz fragmentaria, recordamos algunas afirmaciones:

- Mi maestro es el gran poeta William Carlos Williams. Él renovó la poesía norteamericana, rompiendo con la retórica tradicional, al escribir versos medidos de acuerdo a la respiración y no al acento. Completó la revolución iniciada por Whitman, pues Williams escribe en versos cortos, al contrario de los versos de gran aliento de Whitman.

- Admiro profundamente a Jack Kerouac (nuevo Buda de la prosa americana). Su último libro de poemas México Blues es maravilloso. También admiro al prosista William Seward Borrouhs, autor de Naked Lunch, y a los poetas Gregory Corso (autor de Gasoline, John Wieners, autor de Hotel Wentley Poems), y al poeta católico Phillip Lamatia. (Al referirse a este último, Ginsberg nos dice que no es un católico muy ortodoxo, pues su mayor deseo es ser papa. Por su parte, Ginsberg nos dice que a él no le gustaría ser nadie, ni siquiera Ginsberg).

- Mi amigo Carl Solomon permanece aún en el manicomio. Está empeñado en demostrar que es mucho mejor estar enfermo que sano. Lleva cuatro años en esta broma.

- Casi nunca me interesan las novelas. Leo principalmente prosa lírica, escrita de una manera espontánea, y poemas. Tampoco me interesa el género de la “science–fiction”.

- Detesto la política cuando veo que las grandes naciones no hacen más que armarse. El verdadero camino de la salvación es el de transformar el alma de los individuos.

- Me gustaba Fidel Castro, pero me parece mal que haya prohibido fumar marihuana.

Sobre el tema de los narcóticos, Ginsberg demuestra sentir extraordinario interés. Averigua cuáles se pueden encontrar en Chile. Le recomendamos el chamico (“datura estramonio”) que V. P. Rosales señala en su Historia como estupefaciente usado por los mapuches durante sus ceremonias mágicas.

Ginsberg demuestra especial interés por indicarnos que él y los miembros del Grupo de San Francisco, además de otros muchos jóvenes poetas de EE.UU. están empeñados en escribir en forma “espontánea”, sin limitaciones retóricas. Así el último poema largo de Ginsberg “Kaddish” dedicado a la memoria de su madre, fue escrito en una sola noche; John Wieners escribió sus poemas del Hotel Wently como una especie de diario de vida. Le indicamos a Ginsberg que hay cierta similitud con la escritura automática preconizada por el surrealismo, pero él la niega. De todos modos, es evidente cierta semejanza. Hay similares procedimientos de ataque a la literatura y al modo de vida oficial, y es así como mientras los surrealistas editaban “la revista más escandalosa del mundo”, Big Tagle, revista de la cual es uno de los directores Allen Ginsberg fue confiscada por escandalosa de acuerdo a una orden judicial. Por otra parte, hay mucha admiración por Antonin Artaud –Michel Mc Clure ha publicado un libro de poemas en su honor recientemente–, y por Jacques Prévert, especialmente en su primera época.

Una modalidad original de estos poetas es la de unir la poesía a la música de jazz. Kerouac y Ferlinghetti la iniciaron, grabando poemas con singular éxito.

Es interesante el interés existente en el grupo de Ginsberg por lo latinoamericano. En el último número de la revista Yugens se publica un poema de César Vallejo, con una nota en la cual se dice que es el mayor de los poetas de Sudamérica. Se anuncia para este año la publicación de los Antipoemas de Nicanor Parra, por City Lights –la misma editorial que publicó Aullido (Howl). Cuando triunfó la revolución cubana, varios poetas, Kerouac entre ellos, publicaron un homenaje colectivo a Fidel castro. Mientras conversábamos, llegó Lawrence Ferlinghetti, quien nos entregó un poema dedicado a pedir la renuncia de Eisenhower.

Anunciar que va a partir el bus que llevará a Los Cerrillos a los poetas. Ginsberg se despide, anunciándonos que volverá a Santiago por algún tiempo. Se echa su bolso al hombro, y parte a difundir al sur de Chile el evangelio de la “beat generation”.






en Ultramar, Santiago, N°3, de abril de 1960












miércoles, 21 de mayo de 2008

"Música para películas mudas", de Jorge Teillier






Los gatos dormidos sobre los mostradores de los almacenes de barrio, los espejos de los prostíbulos de Marsella rotos por ráfagas de ametralladoras de galanes que usan borsalino, los deseos de viajar en globo, la nostalgia de las lanchas carboneras, los organitos de Manzi, las locomotoras a vapor, las matinées de los cines baratos, van apareciendo al compás de un cuadernillo de poemas de Luis de Paola; Música para películas mudas (Ediciones de “El escarabajo de oro”, Buenos Aires, 1976) que para sorpresa mía me muestra el poeta Galvarino Plaza en los corredores del Instituto de Cultura Hispánica. Sorpresa, repito, porque yo casi había olvidado que hace unos años en Lautaro habíamos decidido escribir –cada uno por su cuenta- una serie de poemas con temas comunes, para publicarlos en conjunto bajo el título de Música para películas mudas. Para alegría mía De Paola cumplió con su parte. Por la mía, sigo en deuda con las musas, tal vez para bien de ellas.

Más sorpresa recibo cuando en San Lorenzo de El Escorial me encuentro por azar con el propio Luis de Paola, en compañía del joven poeta Douglas Hazard (que nació frente al monumento de Edgar Poe en Baltimore y ha traducido a muchos poetas chilenos). Recuerdo a Luis de Paola llegando a Chile desde su Lobos natal, pueblo de donde es Hijo Ilustre, al igual que Juan Domingo, cuya sonrisa gardeliana admira, mal que le pese a Borges. De Paola vino por una semana al país –para asistir a un cumpleaños de Neruda- y se quedó cinco años, fascinado no sólo por la cordillera, el vino y la hermosura de nuestras mujeres, sino por las noches de “El Bosco”, los laberintos de Valparaíso, las cuevas de los piratas de Quintero, los dedales de oro que a lo largo de las vías férreas corren hacia la Frontera -de la cual se hizo ciudadano honorario- los “mariscales” del Mercado Central, los domingos del Club Hípico. Aquí divulgó la obra del poeta mendocino José Enrique Ramponi a quien Pablo de Rokha –tan parco en elogios- consideraba superior a Neruda por La Piedra Infinita (precursora según él de Alturas de Macchu Picchu) y por su parte descubrió a Diego Muñoz cuyo De repente sigue considerando la mejor novela chilena; se hizo –por supuesto- admirado de Teófilo Cid y Braulio Arenas, cuyo Juego del Ajedrez divulga ahora en España y amistó con todas las generaciones de poetas chilenos, desde Juvencio Valle hasta Altenor Guerrero y Omar Lara, a la vez que publicaba con el patrocinio de la Asociación Chilena de Escritores su libro de relatos La última puerta (1972).

Ahora, con Luis de Paola hemos caminado desde la Gran Vía hasta Ramón Coello, para ver la casa donde vivió Bécquer, y luego en “El Bazkari” brindamos por los amigos ausentes y presentes, volviendo en sueños a los viejos cines donde nuestros padres oían la música del piano que acompañaba a las seriales, y luego nos hemos despedido recordando que el tiempo tiene color de brizna de brezo y que aunque el otoño ha muerto podremos de nuevo encontrarnos por azar, como diría Baudelaire, en “any where out of the world”.











Publicado en Las últimas noticias, el 15 mayo 1976.











domingo, 13 de abril de 2008

"Domingo en San Lorenzo de El Escorial", de Jorge Teillier





Día domingo en San Lorenzo de El Escorial. Las palomas duermen en el aire, como diría Rosamel del Valle, pero las campanadas del mediodía las despiertan, e irreverentes como siempre, van a posarse desde la Plaza del Centro a la cabeza de la estatua de Felipe II que no se cansa de contemplar el Monasterio que ha hecho perpetrar un innumerable número de sonetos a los poetas españoles, el Monasterio que el Rey se demoró treinta años en construir para lo que podríamos llamar eternidad.

Como buen chileno típico compro un diario y luego entro a tomar un aperitivo a un restaurante con nombre de bucaneros, que le sería grato a Robert Louis Stevenson; “El Doblón de Oro”. Uno de los barmen es enemigo de Caszely. “El gerente –así lo llaman en España- es un fanfarrón”, me dice. Pero otro lo defiende: “Dijo que haría más goles que Cruift y lo ha cumplido. Y con Solsona y él la selección española tendría la mejor ala izquierda de Europa”.

Salir de Chile para hablar asuntos de chilenos: “Para que no me olvides” encabeza el ranking de los discos más vendidos en España, pero no aparece el nombre de Óscar Castro, autor de la letra. Como ocurrió hace años cuando se omitió el nombre de Alejandro Flores, como autor de “Sapo Cancionero”.

Veo a la plaza llenarse paulatinamente de japoneses, turistas, esquiadores. Es Semana Santa y Madrid se ha vaciado. Dos millones de madrileños han salido fuera de la capital a pasar el “puente” del feriado del fin de semana. Pero yo no iré a la nieve, ni visitaré el Monasterio. Snob al revés, tampoco en París he visitado Notre Dame ni la Torre Eifel (“La Tour Eiffel ya no sonríe al Sol/ ¿Quién la hará reír? ¡El General De Gaulle!” como escribía Andrés Sabella).

Si hiciera una peregrinación sería a la tumba del poeta peruano Oquendo de Amat, que murió en este lugar en 1937, como recuerda Vargas Llosa, dejando como única posesión terrena una camisa roja. En medio del aliento frío del otoño castellano, puro como un doblón de oro, caminaré para regresar a Madrid hasta el lejano recinto de la estación, donde he hecho amistad con los ancianos vagabundos que no quieren ir al asilo porque odian a las monjas, y que disponen en medio de esta España que “mira a Europa” y se americaniza, de ese único tiempo que no es oro, el tiempo de la libertad que hace mirar sin prisa los trenes llenos de la gente con prisa. Adiós, entonces, día domingo en San Lorenzo de El Escorial.







'Especial para Las Últimas Noticias', 8 mayo 1976.