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miércoles, 4 de enero de 2017

"Jorge Teillier y su éxito", de Virginia Vidal







Ninguna poesía ha calmado el hambre 
o remediado una injusticia social, 
pero su belleza puede ayudar 
a sobrevivir sobre todas las miserias.
Jorge Teillier



El recuerdo de Jorge Teillier, uno de los poetas más vivos en la imaginación y sensibilidad de la juventud, me impulsa a rememorar mi última entrevista —aparecida en esos días en Punto Final—, añadiendo unas digresiones, en vísperas de su desaparición.

Fue tan raro el encuentro aquel ocho de abril de 1993, lunes de esplendoroso otoño.

—Vamos a almorzar a mi casa—, le dije a la venezolana Ana María Del Re.
—Prefiero conocer algún lugar del centro.
—Te voy a llevar entonces a La Unión Chica, a ver si hallamos a Jorge Teillier.

Allí estaba. Me sobrecogió en el primer momento verlo tan estragado, tan auténtica sombra maltrecha de sí mismo, porque de la memoria no se borra la imagen juvenil de Jorge Teillier. Le presenté a la poetisa, quien hacía tiempo deseaba conocerlo.

Se reestableció el vínculo cordial, Jorge se animó, más espirituoso que nunca. Se sintió contento de saber que ella, investigadora de la poesía de Humberto Díaz-Casanueva, quisiera conocer la suya.

—Almuerza con nosotros.
—No quiero comer, pero puedo acompañarlas. Si lo prefieren, elijan otra mesa.
—Por ningún motivo, preferimos estar contigo.

Impresiona tanta cortesía de su parte, esa urbanidad que no lo abandona jamás. Le recordé su molestia con un joven cuando estuvimos en el Congreso de Escritores Chilenos y Mapuche, de 1993, en Temuco:

—Lo regañaste por no tener cultura alcohólica.
—Claro, si me hizo perder el avión—se dirigió a Ana María—: Yo soy enfermo, alcohólico. El médico cree que, como adicto, no tengo vuelta y me recomendó beber vino tinto y tomar muchas vitaminas.

Callé, mientras se me venía a la mente su verso terrible de Paisaje de Clínica:

            Es la hora de dormir —oh abandonado—
            Que junto al inevitable crucifijo de la cabecera
            Velen por nosotros
            Nuestra Señora la Apomorfina
            Nuestro Señor el Antaius
            El Mogadón, el Pentotal, el Electroshock.

Se ha ido disipando en una posada de Bristol, del siglo XVII, en la Sidrería de Temuco, en la Cervecería del Correo, la Brasserie Lipp, el Deux Magots, en los bares del Hotel de France, del Continental, el Black and White, Il BoscoLos Pisos BlancosEl Amigo de Todas las Naciones, el Siegmund, Los Cisnes de Macul y, sobre todo, éste de Nueva York 11.

Jorge recordó hasta el número de la casa de Hernán Cortés en cuyo patio nuestros hijos pequeños se perdían, mientras en la tertulia se cruzaban las voces de Enrique Lihn, Samuel Donoso, Guillermo Atías. Eran los tiempos en que, por recomendación suya, leímos por primera vez Farenheit 451 El Corazón es un Cazador Solitario, de Curson McCullers.

Hablamos de los poetas de la Frontera, también Neruda, pero sobre todo de los hijos de colonos, de esos colonos franceses o suizos que respetaron a los mapuche y tuvieron buenas relaciones con ellos. Se acordó de Luis Vulliamy. Me contó las últimas noticias del poeta León Ocqueteaux, a quien no veo hace más de treinta años, pero que un día me mandó uno de sus poemas.

Pensó en su mujer:
—Me he portado mal con Cristina. La voy a ir a buscar para llevarla al cine, a ver Sensatez y sentimientos. Yo dormiré y ella cuidará mi sueño.

Ana María le hizo una broma y él respondió:
—Cierto, si te cuidan el sueño, te apartan la muerte.

De repente, dijo con sonrisa amable, sin queja:
—No están Rolando Cárdenas ni Rolando Alarcón. Todos mis amigos se han muerto.

Habló del tiempo en que los poetas publicaban revistas y escribían sobre los méritos de otros poetas. Recordó el Boletín de la Universidad de Chile donde trabajó tantos años.

Aproveché de contarle a nuestra amiga de las revistas editadas por los poetas, de los numerosos artículos y ensayos que Jorge también escribió en el diario El Siglo, las revistas Árbol de Letras, Plan, que dirigía Guillermo Atías, aun para la revista venezolana Zona Franca. Y le hablé de su último libro, El molino y la higuera, publicado por Walter Garib en Ediciones del Azafrán. Este libro se sumaba a ese poema único de la nostalgia y la memoria que es toda su poesía, con sus veintiséis poemas, una carta al poeta sureño León Ocqueteaux y dos traducciones de René Char, el surrealista y capitán de maquís que en la resistencia aprendió a «amar ferozmente a sus semejantes».

—Casualmente, acabo de comprar uno. Está agotado, pero conseguí un ejemplar, por eso no te lo regalo—le dijo a Anita (más tarde le regaló Los Dominios Perdidosantología con prólogo de Eduardo Llanos Melussa, publicada por el Fondo de Cultura Económica, Santiago, 1992).

Se lamentó de haber perdido su libreta del Banco del Estado:
—A lo francés, sigo con mi libreta, mi padre me sacó una de la Caja Nacional de Ahorros, cuando nací... 
— ¿Diste cuenta? Se va a reunir con tu carnet de identidad y tu pasaporte extraviados.

Nos dio a leer sus tres últimos poemas y nos dijo que estaban recién escritos. Le recordé que también una vez me leyó el poema que acababa de escribir para su cumpleaños número cuarenta, cuando buena parte de su familia y muchos amigos estaban en el exilio.

Nos habló de su madre muerta, quien no se recuperó nunca del sufrimiento del largo exilio y de quien conoció dulces poemas, porque ella escribía en secreto.

—Tú no eres un poeta rural—le dije, a propósito de un comentario suyo—: lo urbano, más que en los bares, está presente en el Wurlitzer (rocola), en el Ford T o en el Dodge 30 de tu padre, en el cine... Desde que dijiste haber recuperado el concepto «lárico», de Rilke, todos te han venido poniendo el marbete.

—Bueno, aún nadie ha estudiado mi poesía. Nunca he estado de acuerdo con las etiquetas.

Sonrió cuando le dije que su obra obedecía más bien a los principios del cuento infantil, según Vladimir Propper:

—Tú te apropias de la poesía universal para tu mundo mágico...
 —Fíjate que mi padre sólo antes de morir me contó que mi abuelo trabajó con los Lumière.
 —¡No puede ser!
 —Y mi otro abuelo participó en el desarrollo de las técnicas del moderno refrigerador. Yo le pregunté a mi padre por qué no me lo dijo nunca antes y él me respondió que no se le había ocurrido...

Estos oficios de sus abuelos franceses lo maravillaban como si ellos hubiesen salido de un cuento mágico leído muy tardíamente.

Nos contó del encuentro con su hija, quien había estado recientemente en Chile, su «Carolina de todas las estrellas»:

—Realmente es hermosa—dijo con una mezcla de asombro y de orgullo.

Para ella escribió el admirable poema «Paseos con Carolina»:

            En una tarde de ninguna tarde sales a pasear del brazo
                   del Loco del Tarot…

También se nos aproximó la imagen de Sebastián, su hijo botánico, quien en una entrevista a propósito del desierto florido, me dijo que el Himno Nacional era un himno ecológico. También me habló de la flora de la poesía paterna, no autóctona, por cierto, pues las especies europeas ya estaban habituadas hacía tiempo en nuestro país y habían desplazado a la primera y, dijo: «Jorge, mi padre habría tenido que internarse en las selvas cordilleranas para hallar árboles y plantas nativas».

Jorge le contó a Ana María que Sybila Arredondo, la madre de sus hijos, estaba presa en el Perú.

Nos conmovía tanta sencillez, un estado de transparencia y renovado columbramiento de lo maravilloso, un hablar de sí mismo sin egolatría, perplejo por cuanto la vida le ha dado, luego de asomarse al fin.

Yo debía partir. Él invitó a Ana María a la Plazuela del Mulato Gil y también quedaron de verse al día siguiente en la sección Referencias Críticas de la Biblioteca Nacional, otra de sus paradas habituales, donde siempre pasaba horas investigando.

No volvió al subsiguiente día. Lo habían llevado a la UTI del Hospital Gustavo Fricke. Llamé a su casa. Me dijeron que un coma hepático...

Se me viene a la memoria la alegría con que me escuchaba contar que había ido tanta gente, sobre todo tanta juventud a oírlo el día de la presentación de su último libro.

 Me sentí su cómplice cuando sacó de una bolsa unas hojas:

—Este poema lo escribí anoche...

Después recordaría que no hacía tanto me había regañado por un artículo llamado «La agonía de Teillier»:

—Cualquiera creería que me estoy muriendo. 
—Uso la palabra como lucha, combate, como Unamuno. Es la agonía de todos.
—Entonces, está bien.





Otras disgregaciones


Para mí la poesía es la lucha contra nuestro enemigo el tiempo, 
y un intento de integrarse a la muerte.


Jorge Teillier, como Pierre Menard, no traduce sino que reinventa, re-crea, reescribe el poema. El poeta, retornando de SU mundo, por él inventado para solaz y refugio, prosigue su agonía que, como lo expresó tan bien Unamuno, es lucha denodada. Incursiona en éste que repudia para atraer al lector no hechizándolo sino haciéndolo su cómplice.

Acaso su principal recurso sea la erudición y profusión de alusiones, referencias culturales que materializan y animan a seres reales e imaginarios para configurar su universo. Aquí el YO no siempre es Teillier: a veces es un cronista; otras, el vate que ve claro y profetiza; el Loco del Tarot o «Personne».

Sus habitantes se mueven en una geografía donde sus puntos de referencia son bases para reunirse y conectarse, instaladas en bares diversos, en hoteles y restaurantes. Dichos habitantes son: poetas de La Frontera; poetas quebrados por la Primera Guerra Mundial; personajes de la revista El Peneca con Coré a la cabeza, y de la literatura clásica infantil: Herne el Cazador, Sandokan, la Bella Durmiente; boxeadores: el Tani, Fernandito, Vicentini, «Mano de Piedra»; protagonistas de películas de matinée: Laurel y Hardy, Tom Mix, Shane; músicos e intérpretes populares: Rubén Blades, Bola de Nieve, Elvis Presley, Gardel.

Aquí, las mujeres son amables sombras anónimas para revitalizar los recuerdos o pretextos para darle vigor a la evocación del mundo perdido; personajes femeninos concretos: las escritoras Carson Mac Cullers y Susana Sánchez de León, también restauradora de muñecas de porcelana.

En este mundo, apenas se come, pero abundan las bebidas, algunas de las cuales no se nombran sino por la musicalidad o sugerencia de su marca o de su procedencia: Twinnings (té), Herrerano Blanco (ron), chicha de Chincolco.

En la portada de El Molino y la Higuera (edición del Azafrán: la aventura editorial de Walter Garib) se reproduce El molino de agua de Kollen, de Van Gogh, empero, imágenes de las artes visuales están ausentes en la poesía de Teillier, como si no fueran funcionales dentro del universo donde el paisaje está al servicio de seres míticos.

Hace años, Jorge Teillier afirmaba:

            «Nunca hubo distinción para mí entre poetas chilenos y poetas extranjeros. Más aún, creo que es un signo de madurez no preguntarse ya “qué es lo chileno”. Las personas adultas no se preguntan quiénes son sino cómo van a actuar» («Sobre el mundo donde verdaderamente habito», 1968, en Muertes y Maravillas).

En efecto, tan amigos suyos son Francis Jammes como Teófilo Cid, Samuel Donoso y Rolando Cárdenas. Congrega a Fourier y a Fournier, a Vallejo y a César Moro; a López Velarde, a Henry Treece, a Joseph Conrad y a Pierre Mac Orlan. En un libro anterior, le mandó una postal a César Young en Panamá y ahora, una carta completa con postscriptum y todo. Evoca sus veintitrés años, la avenida Macul, la terraza del bar Los Cisnes y, en su soledad de miembro del Club de los Corazones Solitarios—«Yo no sabía que iba a cumplir cincuenta años sin nadie»—, mientras extrae de la baraja de su memoria una dulce sombra juvenil.

La palabra casa es declinada en todas sus posibilidades y se constituye en su clave. En otro tiempo decía: «Mi casa es la respiración del tiempo y la noche»; ahora constata:

            Un hombre solo en una casa sola
            No tiene deseos de encender el fuego
            No tiene deseos de dormir o estar despierto
            Un hombre solo en una casa enferma.

Esa casa fue sede del hogar perdido hasta con la madre exiliada.

La profusión de gatos es inherente al ambiente hogareño.

La ventana sirve de faro, como servía a los niños perdidos en el bosque; en cambio, la ventanilla de un tren le permite dar una respuesta escrita.

Esta especie de objetividad de cronista o de niño que habla como pensando en voz alta con que Teillier interroga o hace algunas aseveraciones confieren una singular resonancia a sus versos:

«Los Hombres de Fuerza son nuestra pesadilla Pero no me gustaría tener las pesadillas de los Hombres de Fuerza».

Poderosa es su evocación del mayor icono de la música popular de los años cincuenta:

            Pero
            ¿por qué dejaste de ser el camionero que
            cantaba por gusto cerca de Memphis
            y no por un mortal millón de dólares?

Con trágica mesura evoca a Iván Teillier, poeta y narrador:

            Llueve por primera vez sobre la tumba del hermano muerto
            Mañana será el mismo día que mañana.
           
Graciosamente renueva y aproxima el más cantado de los satélites:

             La boina blanca de la luna llena
            se inclina sobre la muralla de magnolios
            y me sonríe como una actriz del Cine Mudo.

Y de nuevo la obsesión, pesadilla, colectiva:

            No soy un General activo ni en retiro
            y solo he sentido silbar balas en mis oídos
            en las matinées de los miércoles y domingos
            en el Teatro Real del pueblo.

Vuelve a invocar a su viejo amigo Li-Tai Po, cuya figura de anciano ebrio abrazado a un cántaro se conoce más por las jarritas de porcelana para el vino que por su poema «Carta de un exiliado» o por su drama de desterrado ilustre, fundador del grupo «Los Ocho Inmortales del Alcohol».

Teillier ha creado otro universo «que se opone a esta civilización cuyo sentido rechazo», y su «instrumento contra el mundo es otra visión del mundo, que debo expresar a través de la palabra justa, tan difícil de hallar»: la palabra y los amigos por él elegidos.

Esta constancia también lo lleva a entregar una nueva versión de un poema que en Nueva York 11 («Bar de los Caballeros de Fortuna que como todo el mundo sabe está en la calle Nueva York, frente a la Bolsa, en el corazón de la City», según informa en Cartas para Reinas de otras Primaveras) había dedicado a Georg Trakl, poeta austríaco que se suicidó a los veintisiete años, cuya lírica de la soledad asumió la belleza y la muerte desde la perspectiva de la crisis de conciencia europea a finales del siglo XIX.

El poeta Eduardo Llanos en su prólogo a Los Dominios Perdidos, ha sabido ubicar a Teillier junto a Juan Gelman, Rafael Cadenas, Roque Dalton, Alejandra Pizarnik, Carlos Germán Belli, Enrique Lihn, Juarroz, Sabines, Eliseo Diego, por nombrar a algunos y, sobre todo, valorar su poesía por «la certeza de reencontrar allí el eslabón perdido de esa larga cadena de esfuerzos por ofrecer una alternativa ética y estética en un área cada vez más asediada por el mercantilismo y el dogmatismo instrumentalizador». Un claro ejemplo de ello es «El poeta de este mundo», donde Teillier dialoga con el poeta francés René-Guy Cadou:

            Tú sabías que la poesía debe ser usual como el cielo que nos desborda,
            que no significa nada si no permite a los hombres acercarse y conocerse.
            La poesía debe ser una moneda cotidiana
            y debe estar sobre todas las mesas
            como el canto de la jarra de vino que ilumina los caminos del domingo.
            Sabías que las ciudades son accidentes que no prevalecerán frente a los árboles,
            que la poesía no se pregona en las plazas ni se va a vender a los mercados (...)

También Eduardo Llanos coincide en ver a Jorge Teillier –junto a Enrique Lihn— como representante de «los últimos y más denodados agonismos poético-existenciales de nuestro país».

Considera esa lealtad consigo mismo y con su oficio como consecuencia y «cumplimiento de una misión irrenunciable", siempre fiel a su postulado»:

«El poeta es el guardián del mito y de la imagen hasta que lleguen tiempos mejores».

Acaso, el mayor aporte de Teillier a la poesía es su capacidad para dar saltos en el tiempo y el espacio e incorporar en un todo único, valores diversos de la poesía de todo el mundo al servicio de su universo mítico.

Este universo fija sus lindes dentro de la infancia y adolescencia del poeta, fiel a la fórmula de Antonio Machado, «se canta lo que se pierde».


en Anaquel Austral, 17 de Marzo de 2005














viernes, 26 de octubre de 2012

"El bar 'Unión'. Poesía, vino y nostalgia", de Ronnie Muñoz Martineaux






Ya restan pocos lugares en nuestra capital en que escritores, periodistas y otros bohemios puedan encontrar refugio para sus tertulias, nostalgias y sueños. Eso que se denomina el “progreso” y las desordenadas planificaciones urbanísticas se han encargado de sepultar restándole sus espacios a la encendida vida de bar. Con cuánta razón el poeta Rolando Cárdenas decía: “Amemos a nuestro bar que es nuestro segundo hogar”.

Un sitio que aún se mantiene incólume es el Bar “Unión” o donde “Wenche” en calle Nueva York 11, flanqueado por Ahumada y Bandera. Allí llegaban y lo siguen haciendo destacadas personalidades literarias, políticas y bohemios de pura cepa. Recuerdo haber compartido desde los años sesenta con amigos y escritores entrañables como Jorge Teillier, Rolando Cárdenas, el notable magallánico; Mardoqueo Cáceres, Ramón Díaz Etérovic; Emilio Oviedo y los maestros Enrique Carvallo y Homero Julio, entre otros. Eran días de vino, poesía y nostalgia.



Un poco de historia

El dueño del lugar es Wenceslao Álvarez, cuyo padre también llamado “Don Wenche” tuvo otro bar en pleno centro y luego se trasladó a la calle Nueva York, muy cerca de la Bolsa y en un sitio de gran intensidad peatonal y comercial. Ahí, desde hace más de medio siglo “Don Wenche”, su primo Senén y un grupo de ágiles garzones que lo secundan, siembran las mesas de vinos crepitantes y tragos que rápidamente llevan a los parroquianos a la alegría e interminables conversaciones sobre arte, deporte, hípica y mitos donjuanescos.



Las chispeantes tertulias

Actualmente pasan por este legendario sitio destacados políticos, periodistas, “tangueros”, poetisas como Yolanda Lagos, viuda del magistral Juan Godoy; Stella Díaz Varín, “la terrible colorina”, y los poetas Mauricio Barrientos, José Ortiz Suárez, Jaime Quezada, Aristóteles España entre otros.

Otros habitúes infaltables son: doña Quenita y don Carlos Valdés, quien, siempre vestido de gris, fuma un eterno cigarro en el mostrador. La tarde y el vino pasan como las nubes y el mesón del Wenche parece una gran barca a la que se aferran marineros, soñadores, piratas y grumetes.



La poesía siempre

Es del caso recordar que aunados por una selección del periodista Carlos Olivares se publicó el libro Nueva York 11 en la década de los setenta; ahora apareció otra antología poética preparada por Ramón Díaz Etérovic, que reúne a más de una decena que han pasado por el emblemático bar.

Nunca falta un bohemio que evoca los versos consagrados al vino por el gran poeta persa Omar Khayan: “Nuestro tesoro, el vino/ nuestro templo, la taberna,/ nuestras mejores amigas, la sed y la embriaguez”. También al atardecer más de algún parroquiano canta un tango; los ojos se humedecen y las botellas iluminan el crepúsculo. Al final, don Wenche, avisa a los parroquianos y timoneles que el bar se cierra. Ante la voz del almirante se pide la última botella y vienen los abrazos y despedidas de esa gran cofradía de amigos y soñadores que deben regresar a los cotidiano, a morirse un poco entre las calles santiaguinas.











en Revista Literaria Rayentru Nº 24, 2005












lunes, 24 de septiembre de 2012

"Intertexto del poema 'Cuando yo no era poeta', de Jorge Teillier", de Leonardo Sanhueza

Texto originalmente llamado "Cuando yo no era poeta"




El poema “Cuando yo no era poeta” pertenece al libro El molino y la higuera (1993), el último publicado en vida por Jorge Teillier. En él aparecen varios tópicos de su poética y ha llegado a ser uno de sus textos más conocidos y representativos: uno de sus “grandes hits”.

Sin embargo, me parece interesante mostrar un aspecto esencial pero ignorado: que no se trata de un poema original en el sentido habitual del término, sino que es una versión muy libre de un texto del poeta belga Christian Dotremont. El hallazgo se lo debo a Nadine Dejong, quien me enseñó, hace unos diez años, el poema del fundador del grupo Cobra.

A partir del paralelo entre ambos poemas no sólo es posible ver la “cocina” literaria de Teillier, sino reparar en ciertos reemplazos y equivalencias claves: la relación entre el deslumbramiento ante una quinceañera y la poesía, la memoria como fuente poética, el asombro como seducción.
Recordemos el poema de Teillier:




Cuando yo no era poeta


Cuando yo no era poeta
por broma dije era poeta
aunque no había escrito un solo verso
pero admiraba el sombrero alón del poeta del pueblo.

Una mañana me encontré en la calle con mi vecina.
Me preguntó si yo era poeta.
Ella tenía catorce años.

La primera vez que hablé con ella
llevaba un ramo de ilusiones.
La segunda vez una anémona en el pelo.
La tercera vez un gladiolo entre los labios.
La cuarta vez no llevaba ninguna flor
y le pregunté el significado de eso a las flores de la plaza
que no supieron responderme
ni tampoco mi profesora de botánica.

Ella había traducido para mí poemas de Christian Morgenstern.
A mí no se me ocurrió darle nada a cambio.
La vida era para mí muy dura.
No quería desprenderme ni de una hoja de cuaderno.

Sus ojos disparaban balas de amor calibre 44.
Eso me daba insomnio.
Me encerré mucho tiempo en mi pieza.

Cuando salí la encontré en la plaza y no me saludó.
Yo volví a mi casa y escribí mi primer poema.






El poema de Dotremont se titula “L’art d’être visible” y fue publicado junto a “Les Grottes du Tendre” en la revista Les Quatre Vents, nº 8, Paris, 1947. Ese número de la revista está dedicado a “Le langage surréaliste” e incluye textos de Duchamp, Breton, Artaud, Arp, Péret y Leiris, entre otros. También aparece en la edición de las Œuvres poétiques complètes de Dotremont (Mercure de France, 1998, pp. 167-168), que es la fuente que usé para traducirlo. Mi traducción es la siguiente:





El arte de ser visible


1

Quince años después de encontrármela, me convertí en cantante de la Ópera Cómica.
Acabo de mentir: nunca la conocí.
Pero una mañana ella vino a verme y me dijo que sí.
Ella tenía quince años.


2

La primera vez que se lo dije, ella andaba con una amapola en la mano.
La segunda vez, una rosa en el pelo.
La tercera vez, una violeta entre los labios.
La cuarta vez, se lo dije a una amapola, a una rosa, a una violeta, y desde entonces ya no se lo dije a nadie.
Ella tenía el arte de ser visible, a pesar de la realidad y la realidad, a pesar de nuestras categorías.


3

Ella había traducido a Gérard de Nerval en su lengua.
Yo le di lingotes de tinta, ella me dio barriles de relámpagos.
Era un primor.
Medias de mil quinientos francos.
La vida era dura en ese tiempo.
Nada le di — me lo devolvió cuando se fue.


4

Los ojos como revólveres de encanto.
Mi corazón estaba excesivamente conmovido.
Una dama de quince años que bajaba en patines por la calle Tiquetonne.
Se acabó: ya no la conozco.
Pero ella es perversa y ayer me la encontré. Le dije buenos días.
Desde ayer la memoria me huele a frutillas.




(L’art d’être invisible // 1 // C’est quinze ans après l’avoir rencontrée que je suis devenu chanteur à l’Opera-Comique. / Je viens de mentir : je ne l’ai jamais connue. / Mais voilà, un matin elle est venue chez moi et elle m’a dit que si. / Elle avait quinze ans. // 2 // La première fois que je le lui ai dit, elle portait un coquelicot dans la main. / La seconde fois, une rose dans les cheveux. / La troisième fois, une violette entre les lèvres. / La quatrième fois, je l’ai dit à un coquelicot, à une rose, à une violette, et depuis je ne l’ai plus dit à personne. / Elle avait l’art d’être visible, en dépit du réel et du réel, en dépit de nos catégories à nous. // 3 // Elle avait traduit Gérard de Nerval dans sa langue. / Je lui ai donné des lingots d’encre, elle m’a donné des barils de foudre. / Elle était chouette. / Des bas à quinze cents francs. / En ce temps-là, la vie était dure. / Je ne lui ai rien donné — elle me l’a rendu quand elle s’en est allée. // 4 // Les yeux comme revolvers de charme. / J’avais le cœur excessivement touché. / Une grande dame de quinze ans qui descendait la rue Tiquettone en patins à roulettes. / C’en est fait: je ne la connais plus. / Mais elle est perverse et hier je l’ai rencontrée. Je lui ai dit bonjour. / Depuis hier, j’ai la mémoire qui sent la fraise.)









en Onda corta, septiembre 2012









martes, 29 de marzo de 2011

"Jorge Teillier, el pasajero de la realidad oculta", de Luis de Paola






Ha pasado por España Jorge Teillier, primero entre los poetas chilenos de su generación y quizá de Latinoamérica. Sobrio como su poesía misma, dejó pasar ofertas -entre ellas la de una editorial de Barcelona para publicarle una antología-, se calzó su vieja manta de Castilla de color ajedrezado y volvió a Chile para fundar una revista (Cantalao), no sin que antes compartiéramos como dos buenos amigos que hace tiempo no se ven -para decirlo con letra de tango-, un poco de vino y de recuerdos. Nacido en 1935 en el pueblo de Lautaro (provincia de Cautín, al sur), desde 1956 en que publicó Para ángeles y gorriones, hasta 1971 en que la Editorial Universitaria da a conocer su precoz antología titulada Muertes y maravillas, la poética nostalgiosa, metarrealista y angustiada de Jorge Teillier sorprendió en América desde a Pablo Neruda y Mario Benedetti a Alfonso Calderón, Alone y Miller Williams. Neruda opinaba que después de Poemas del País de Nunca Jamás (1963), Teillier podía sentarse a esperar tranquilamente el aplauso de la posteridad. Su poesía, sin embargo, consta ya de ocho títulos de invariable belleza.

Hijo de sus obras y padrastro de las ajenas, como diría Quevedo, Teillier nos enseñó a muchos a jinetear el caballo de la poesía sin caernos demasiado. Nos enseñó, por ejemplo, que inventar un poema no conste en lanzar una catarata de imágenes y ritmos verbales llamativos, sino en empezar por decir toda la verdad, que quien lea esa última apelación deba meterse en una trama poética casi invisible (a lo René-Guy Cadou, a lo Montale) como en una telaraña. Es más: que el lector debe convertirse en cómplice o enemigo del poeta, ya que la aventura creadora es consecuencia y hasta sinónimo de la aventura de vivir, y no un juego para pasar el tiempo, puesto que en todo caso es el tiempo quien juega con nosotros.

«Porque no importa -postula- ser buen o mal poeta, escribir buenos o malos versos, sino transformarse en poeta, superar la avería de lo cotidiano, luchar contra el universo que se deshace, no aceptar los valores que no sean poéticos, seguir escuchando el ruiseñor de Keats, que da alegría para siempre».

Copio estas palabras en un departamento donde la avería de lo cotidiano amenaza averiarme los oídos (hay televisores y diálogos en la vecindad a tal volumen que se deben escuchar en Biarritz) y pienso que el silencioso oficio de la poesía es un resignado sacerdocio que no tiene como recompensa otro cielo que ella misma, mientras -como dice el propio Teillier- el sastre del tiempo cose nuestra mortaja.

Fueron tantos los que con igual vehemencia me hablaron bien y mal de él, que acaso por oposición a estos últimos -los envidiosos son muchos, y están muy bien organizados- nuestra amistad llegó a ser comparable a la de François Capella y Roch Siffredi, los románticos gangsters de la película Borsalino.

Ahora que en Chile es el tiempo de las nieves, me lo imagino bebiendo algo con el poeta Altenor Guerrero en los mostradores de los clubes pobres de Santiago con dúos de piano y batería, mirando los vidrios de colores a cuadros, los borroneados espejos de luna, las ruinosas escaleras de madera y recordando, con palabras de nuestro venerado Cadou, a los amigos ausentes: Venez donc car je vous apelle¨.










en El País, 3 de agosto, 1976















miércoles, 22 de diciembre de 2010

Recuerdo de Jorge Teillier hablando sobre Eliseo Diego, de Hernán Lavín Cerda







La primera vez que nos vimos fue en aquella hermosa casa de la UNEAC (Unión de Escritores y Artistas de Cuba), en julio de 1966. Nicolás Guillen nos presentó en su oficina. Recuerdo que mi carta de presentación, aquella carta invisible, fueron los saludos fraternales que le enviaba otro gran poeta-niño de nuestra lengua, Jorge Teillier, desde Santiago de Chile, aquel Chile o País de Nunca Jamás, de siempre, de los dominios perdidos, aquel País de la Infancia sumergida en la bruma que sólo puede alimentarse de memoria. Teillier me había dicho durante el otoño de 1964 en el Parque Forestal, junto al Museo de Bellas Artes: "Si alguna vez viajas a Cuba, pregunta por Eliseo Diego. Es un espíritu sabio y silencioso: un poeta excepcional. En su voz resucita la infancia de todos, que estuvo a punto de extraviarse para siempre. Habla con él, búscalo, no dejes de verlo. Nicolás Guillen es el poeta más conocido y divulgado, pero Eliseo es la otra voz, la visión más íntima, la épica de la niñez prodigiosa, la voz y la imagen sensible de los mundos interiores, la presencia de los espejos familiares que sutilmente rescatan el rostro múltiple de quienes fuimos y seremos durante la infancia. Como yo, Eliseo Diego es un lector muy entusiasta de las novelas David Copperfield, de Charles Dickens, La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson, y El gran Meaulnes, de Alain Fournier. Aún no lo conozco en persona, pero lo leo y voy descubriéndolo con asombro y devoción. Tuve la fortuna de leer algunos poemas de su libro En la calzada de Jesús del Monte, que se editó por primera vez en 1949, y me sentí deslumbrado. Hay algo misterioso y casi clandestino en la voz de Eliseo: es un soplo subterráneo que hace vibrar los vasos comunicantes entre la vida y la muerte. 'Ah el terrible esplendor de estar vivo,' como dice en uno de sus textos. Si algún día viajas hacia el Caribe y llegas a la isla de Cuba, pregunta por él y no dejes de verlo. Búscalo, querido Hernán, y que Nicolás Guillen o Cintio Vitier te digan cómo encontrarlo".

En aquella casa de La Habana, bajo el calor y la humedad indomables, conversamos sobre la nueva poesía de Chile y de Cuba, así como de Teillier y de su libro El árbol de la memoria ("Qué bellos poemas y qué título más afortunado", me dijo)...















Fragmento de "Eliseo Diego: El habitante de la memoria",
en Letras.s5.com














lunes, 18 de octubre de 2010

"La amada vikinga del poeta Jorge Teillier", de Miguel Núñez Mercado






La memoria de sus antepasados persigue a Cristina Wenke. Sus ancestros se remiten a los antiguos vikingos. En la lengua vernácula su apellido significa “valiente guerrero”. Sus raíces familiares están en el norte de Alemania. El pueblo de Olemburgo es el punto de partida.

Su casa está llena de recuerdos y retratos de antepasados de viriles y hermosas figuras. Ostentan uniformes con condecoraciones del Zar y del Káiser. Fueron “valientes guerreros” en conflagraciones de otros tiempos y otras tierras.

En su memoria se mezclan desde Antoine de Saint Exupery -que fue un eventual rival de su padre en los cielos de la Primera Guerra- hasta el creador de los Zeppelines. Hay, también, una historia de amor, que trajo a su abuela, enamorada de Emilio Williams, Cónsul de Chile en Bremen, a vivir a Talca. Allí creó, entre otras cosas, el Molino Williams.

Son los personajes reales de una novela que Cristina Wenke pretende escribir algún día. Por ahora, la guarda entre sus numerosos recuerdos. Su historia más cercana tiene como protagonistas a sus padres, el condecorado piloto alemán de la Primera Guerra Hans Wenke y Senta Williams. Aunque ya no están, su memoria aún le humedece sus ojos azules.

Él trajo a Chile la estirpe vikinga de los Wenke. Trabajó en el Molino Williams y administró un fundo en Colchagua. También, junto a Roger Magdhal -y Luis Bastidas-, fueron los introductores de la Palta Fuerte en Chile. Compró las tierras donde aún existían huellas del antiguo Convento Jesuita de San Pascual (Las Condes).

Allí, Cristina Wenke nació y vivió una hermosa infancia. “Yo -recuerda- conviví mis primeros años con un maravilloso misterio. En la casa descubrí que había subterráneos con viejos túneles y celdas. También me convencí que existían duendes, que se paseaban por todas las piezas. A veces, creía verlos o los escuchaba cuando golpeaban las puertas o ventanas”.

A principios de los años 30 Hans Wenke compró, a la sociedad Mattei y Schwenke, el Fundo el Molino del Ingenio, en el límite entre La Ligua y Cabildo. Su madre se enamoró del valle. “Entonces era una viña. Ella decía que se había enamorado de la magia del valle, de su ambiente, del clima, de la luz que irradiaba. Además, había sido una propiedad de ‘La Quintrala’, lo que, después, para mí fue algo maravilloso”.

La precoz imaginación de Cristina Wenke vaticinaba que en sus genes tenía vocación artística. “Mi bisabuelo -dice- coleccionó valiosas obras de arte y mi abuela fue pintora, poetisa y, además, cantaba”. Los largos años de internado en el Santiago College no lograron aplacarle sus sueños de ser artista.

A los 16 años, dejó el colegio y se dedicó a la danza. Tuvo por maestro a Ernst Uthof. “Aunque demostré que tenía condiciones para el baile moderno, me retiré‚ luego. No soportaba al profesor de ballet clásico, quien me decía que por tener las piernas largas no podría llegar a ser una buena bailarina”.

Ingresó a la Escuela de Bellas Artes a estudiar Pintura y Escultura. Allí conoció al escultor Ricardo Mesa. Se enamoró y se casó con el. Vivió, junto a su marido, años fervorosos. Estudió en Alemania, con el maestro Tomas Stadler. Viajó, seis meses, por Italia con un anafe para ahorrarse la comida. Fue parte de la delegación chilena en el Primer Festival de la Juventud en Rusia. Un viaje que no olvida.

Después de varios años de casados, Cristina Wenke y Ricardo Mesa se separaron. Entretanto, había nacido una hija de ambos: Vinka. Su retrato de niña, pintado por su madre, cuelga de uno de los muros de su mágica casa -ahora modernizada- de la calle San Pascual de Las Condes.

A través de las ventanas se ve a un pequeño “duende” que juega entre los árboles. Es su nieto Andrés. Como los antiguos fantasmas de la infancia de Cristina Wenke recorre, revoltoso, todos los rincones de la casa. De repente, aparece y desaparece en la tenue oscuridad de una tarde que anuncia lluvias.



JORGE TEILLIER: UNA “RARA AVIS”


Sin embargo, la historia de Cristina Wenke está ligada, más que nada, al poeta Jorge Teillier. Se conocieron en las graderías del Estadio Nacional, en una actividad política. Fue un día de fines del año 1972 en que Fidel Castro, de visita en Chile, era el orador principal.

Cristina Wenke recuerda que “fui invitada por el pintor Germán Arestizábal. Él era amigo de Jorge y, ambos, habían quedado de encontrarse en el estadio. Yo no lo conocía personalmente, pero sabía que era poeta. Había leído su libro Para Ángeles y Gorriones.

Entonces, Jorge Teillier era una “rara avis” para la poesía chilena del momento. Era extraño que en un tiempo de profundas definiciones políticas, un poeta escribiera: “Los labios del tiempo despiertan/ y pronuncian, mojada de lluvia/ la primera palabra que recuerdan...”. Era la descripción de un invierno en Lautaro, la ciudad natal de Jorge Teillier Sandoval.

Cristina Wenke recuerda que “aunque yo también escribía -pues he tenido varios talentos, pero no constancia- ese día no hablamos de poesía con Jorge. Creo que conversamos un rato de lo que había dicho Fidel. Luego nos despedimos como dos personas que sólo recién se conocen. Me quedó su imagen de un hombre muy apuesto, inteligente y sensible. Nada más”.

Durante varios días, Cristina Wenke no supo nada del poeta. “Mi amigo, el escritor Armando Casigolli, me dijo que estaba muy mal, pues había tenido un ataque de ‘delirum tremens’. Sin embargo, el sábado 17 de octubre de 1972 llegó a verme a mi casa de San Pascual. Su salud estaba bien y allí comenzó el idilio”.



UN CABALLERO DEL SUR

Pese a la dulce atmósfera de sus poemas, no fue un inicio romántico. “Alguna vez me dijo que para él yo era `infinita, enorme y maravillosa’. Hasta me dedicó más de un poema. Sin embargo, cuando le recordaba su falta de manifestación de afectos, Jorge decía que él era un ‘Caballero del Sur’, que este tipo de señores era duro en mostrar sus emociones románticas”.

“Repetía -agrega Cristina Wenke- que había una serie de normas que le impedían hacer tal o cual cosa. Solía repetir una frase que, según él, era del pistolero Billy the Kid: ‘Los tiempos cambian, pero yo no’. Trajimos sus cosas desde la casa donde vivía en José Miguel de la Barra y comenzamos a vivir en San Pascual”.

Ambos estaban separados. Jorge Teillier había dejado atrás su matrimonio con Sybila Arredondo, quien partió a Perú a vivir con el escritor José María Arguedas. Con ella había tenido dos hijos: Carolina y Sebastián. Además, había terminado una fervorosa relación con Beatriz Ortiz de Zárate, que le costó el odio secular de quien fuera, hasta entonces, su amigo: el poeta Enrique Lihn.

Cristina Wenke sostiene que el poeta Jorge Teillier siempre fue un seductor. “Era un hombre apuesto. Tenía unas facciones perfectas y era delgado, a veces, en extremo. A mí, quizás por mi oficio de escultora, me llamaba la atención su frente. Le decía que allí lo había besado Dios. A él le gustaban esas palabras”.

La escultora sostiene que “no sólo seducía a las mujeres. También los hombres quedaban pasmados por su inteligencia y su memoria. Sus poemas seducen. No se explica de otro modo esta verdadera devoción que tiene entre los jóvenes de hoy”.



CON LOS CODOS EN LOS MESONES


Sin embargo, Jorge Teillier no llegó solo a vivir a la casa de San Pascual. El poeta quien reconocía en sus poemas que “había dejado los codos en los mesones de los bares”, padecía de una grave adicción al alcohol.

Jorge Teillier le dijo al escritor Carlos Olivares, que los publicó en sus Conversaciones... : “Estamos aquí, en un bar, conversando hace tres horas...No va a haber otros como nosotros en unos años más en Chile...Esto es una aristocracia”.

Cristina Wenke dice que tratar de hacerlo entender que debía curarse de su adicción fue su gran batalla. “Desde que llegó a mi casa traté que dejara de beber. Nunca perdí la esperanza. Era un hombre tan inteligente, que no necesitaba estímulo alguno para crear sus poemas o aprender cualquier cosa que se le antojara. Tenía una memoria privilegiada y recordaba hasta las cosas más inverosímiles”.

En unas cuantas oportunidades, Cristina Wenke consiguió internarlo en clínicas de rehabilitación. “Incluso, una vez Enrique Lafourcade lo llevó a su casa y lo invitó a varios tragos donde diluyó pastillas para que se durmiera. Costó mucho, pero al final lo venció el sueño. Allí llegaron los enfermeros que se lo llevaron. Sin embargo, todo era en vano y, después de algunos días, desaparecía de la casa y volvía a beber. Si yo le recriminaba su conducta, me acusaba de nazi”.

Pese a su adicción alcohólica, Jorge Teillier no perdía nunca su condición de “Caballero del Sur”. “A su lado podían estar todos borrachos, pero él no perdía su compostura. Se mantenía lúcido y cuerdo. Se acordaba de todo, citaba poemas enteros. Recordaba cosas, con detalles, que cualquiera otra persona había olvidado. Sabía que el trago, que era su compañero desde la juventud, lo estaba matando, pero él no era capaz de vencerlo”.

Sin embargo, no era un predicador del vino. Cristina Wenke recuerda: “A veces se le acercaban personas que le decían que eran alcohólicos y él se enojaba. Los reprendía diciendo que él sufría mucho por su adicción al alcohol y que no era ninguna razón para estar orgullosos”.

Pero Jorge Teillier seguía en lo mismo y diciendo que se iba a matar en algún momento. “Incluso hasta anunciaba en la prensa la fecha de su muerte. Durante muchos años tuvo una pistola, con la que decía que terminaría suicidándose. Pero, en realidad, se estaba matando, lentamente, todos los días”, sostiene Cristina Wenke.

La escultora cuenta que “una vez le mandé a hacer un horóscopo especial con un astrólogo, que consideraba lugar, fecha y hora del nacimiento. El hombre analizó los datos y quedó impresionado. Preguntó por qué tanta belleza, inteligencia y sensibilidad, en un ser tan autodestructivo. Comentó: ‘se está haciendo pedazos de a poco’. Yo lo sabía y él también”.



EL MOLINO DEL INGENIO

Cuando fallece la madre de Cristina Wenke, el Fundo el Molino del Ingenio se dividió entre los cuatro hermanos. “A mí me correspondió la parcela donde estaba el molino. Me fui con Jorge a vivir allá, en 1987, creyendo que en el campo podría ayudarlo a salir de la bebida. Construimos una casita para que él tuviera un estudio y sus cosas. Allí escribió bastante y pudo leer sus libros, que eran miles”.

En sus primeros tiempos en su nuevo hogar el poeta se sintió tranquilo. “De todos modos, echaba de menos a sus amigos. Hablaba del sur como del Paraíso perdido. Reclamaba porque en La Ligua y Cabildo no encontraba poetas. Decía que los poetas sólo podían nacer entre los bosques y la lluvia sureña. Después aseguraba que todo Chile quedaba al sur del mundo y que la Ligua y Cabildo también eran el sur del planeta”.

Cristina Wenke dice que trataba que el poeta se quedara en casa. “Sin embargo, siempre se las arreglaba para salir. Decía que tenía que ir al Correo o a sacar fotocopias. Alguna vez le dije si no era mejor tener una fotocopiadora en la casa. Uno sabía que era sólo el pretexto para salir a beber en los bares de La Ligua o Cabildo. Por allí había hecho amigos con los que compartía sus tragos. Él prefería a la gente sencilla y le gustaba escuchar más que hablar. Volvía a casa bebido y contando las más extraordinarias historias que había oído”.

Algunos de estos relatos se los contaba en numerosas cartas a sus amigos. “Escribía como si estuviera desterrado, loco o muerto. Los firmaba con nombres de poetas que ya no estaban vivos. Aunque siempre mantenía el remitente de la Casilla 52, El Molino de Cabildo, para que le respondieran. Aunque él decía que ‘el poeta no es de este mundo’, siempre comprendí que necesitaba ese vínculo. Pasábamos algunos meses en la casa de San Pascual en Santiago. Él se trasladaba al Bar ‘La Unión Chica’, donde se juntaba con otros poetas”.

Jorge Teillier le confesó a su amigo, el escritor Carlos Olivares, “El poeta tiene que vivir para escribir, pero cuando de repente una mujer se da cuenta que para un poeta es más importante un poema que estar con ella, empieza el conflicto. Ahora, al trago no sólo le tienen celos, le tienen horror. Pero resulta que muchas personas son insoportables sin trago”. Cristina Wenke define un rasgo desconocido del poeta. “Era machista. Decía que `rara vez surge una buena idea de la cabeza de una mujer’ “.



LA VIDA: UNA MORADA IRREAL

La relación entre el poeta y la escultora se mantuvo en el tiempo. “Jorge -dice Cristina Wenke- vivía conmigo y tenía su estudio aparte. Allí tenía sus libros, sus retratos de equipos de fútbol, de boxeadores que yo desconocía, de cantores de tango, de estaciones ferroviarias. Decía que a La Ligua le faltaba su estación de trenes y que la de Cabildo estaba cerrada. En realidad, los trenes habían partido hacía mucho tiempo, pero él tenía un amor enorme por ellos. En su infancia en Lautaro vivía a media cuadra de las vías férreas”.

El poeta compartía su casa-estudio con perros y gatos. “Su gato ‘Pedro’ aparece hasta en sus poemas. Era un animal astuto, y tenía actitudes como de un ser humano. A veces, cuando veía que el perro ‘Tommy’ iba a pasar por su lado, se hacía el dormido. Apenas estaba al alcance de sus garras lo tomaba de una pata. “Tommy murió un año después de la muerte de Jorge, en la misma fecha”, recuerda Cristina Wenke.

Pese a que la escultora nunca dio por perdida su batalla por rehabilitar del alcohol al poeta, dice que fue no fue tan difícil vivir con él. “Quizás nunca comprendió que todo lo que traté de hacer por él fue por amor. Tal vez yo tampoco comprendí su alma atormentada por todo lo que él creía perdido. Sus poemas reflejan ese mundo de la memoria, donde realmente él habitó siempre. Yo sé que él también me quiso y le gustaba estar conmigo. Unos tres días antes de su muerte, se acercó a mí y me tomó entre sus brazos. Fue una cosa hermosa y emocionante. Sentí que fue como saldar una serie de cuentas que ambos teníamos pendientes”.

Cristina Wenke sabía que el poeta moriría pronto. “Ya no hacía caso de nada. Yo trataba que cumpliera las dietas que aconsejaban los médicos. El decía, como siempre, que moriría pronto. “Me voy a morir -profetizó el poeta- frente a un molino. Si lo quiere Dios y la Virgen Santísima, en la que no creo, excepto en la Virgen de Petorca. El 22 de abril de 1996, la siempre milagrosa Nuestra Señora de la Merced le cumplió su íntimo deseo”.

Un año antes de su muerte, Cristina Wenke, también había tenido un sueño premonitorio. “Era la visión de una mujer que le traía al poeta una túnica alba para que se la pusiera. Jorge, muy contento, se la probó y, ante mi asombro, le sentaba maravillosamente bien... Ella se fue y estuve varios días tratando de descifrar ese sueño. Se lo conté a un amigo, que me preguntó: ‘¿Era una túnica de ángel?’. Sí, eso era. Ahí supe que Jorge debía regresar”.











en La página de Andrés Morales






domingo, 29 de agosto de 2010

Testimonio de mi amistad con Jorge Teillier, de Poli Délano







Nos conocimos en 1954, cuando ambos entramos al Instituto Pedagógico, encontrándonos como los pares que se buscan. Él escribía poesías, yo cuentos, y de pronto estábamos reunidos en alguna sala del campus con otros escritores en germen: Jorge Naranjo, Carlos Santander, Cristian Hunneus. Algo así como un taller sin dirección. Asistíamos juntos a los ramos generales de nuestras carreras y tuve el privilegio de leer algunos de los primeros poemas de Jorge garabateados en sus cuadernos de materias. Muy pronto aparecieron editados en su primer libro Para ángeles y gorriones. También, a veces, nos encontrábamos en reuniones "de célula", de la Jota. Además, frecuentábamos las casas de escritores mayores que nosotros, como Armando Cassígoli y Rubén Azocar, así como la del músico-compositor Roberto Falabella, que convocaba artistas de toda disciplina. Tertulias movidas, peleadas, cantadas y bebidas en las que no faltaban las musas. Fuimos amigos durante todas las épocas y hasta nos encontramos durante los años malos, una vez en México, muchas en Chile, a mi regreso.













"Revista de Libros" de El Mercurio,
Viernes 3 de junio de 2005