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El encanto de una parranda Vallenata

Un buen acordeonero, whisky y amigos es todo lo que se necesita para dar forma a una de las expresiones más auténticas del vallenato.

Redacción El Tiempo
Un periodista se le midió a esta experiencia alucinante, a propósito de la versión 43 del Festival de la Leyenda Vallenata.

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Como fogonazo de soplete. Así rodó por mi garganta el primer trago de whisky aquella mañana de lunes en Valledupar. Iban a ser las 10.
El Sol no comenzaba a abrasar con sus rayos despiadados esta ciudad de juglares y yo ya andaba en el bautizo inicial de una parranda vallenata.
Los presentes, vallenatos de sangre, celebraron la hazaña de este cachaco que, aupado por el maestro Alberto Salcedo -vallenatólogo empedernido- se quiso adentrar en los terrenos sagrados de una de las expresiones musicales más auténticas de las sabanas del Cesar y la Guajira.
Perdonen los entendidos el símil, pero hoy pienso que la parranda es al vallenato lo que El Automático fue para León de Greiff en Bogotá: el templo en el que las palabras toman vida y se confunden en una danza de décimas y rimas que desbordan en historias de amores y tragedias arrancadas de la tierra.
Tres requisitos son esenciales en una parranda que se respete: un buen acordeonero (que ojalá cante), un buen whisky (sin hielo) y buena comida. Pero si se quiere retratar de cerca un fenómeno al que Daniel Samper llama el "perfecto microclima" del vallenato, nada mejor que ir de la mano de un parrandero puro.
Se llama Camilo Namen. Me recibió esa mañana -antes de la tanda salvaje de whiskys servidos en copa de aguardiente y a temperatura ambiente- con un verso atrapado en el aire. Como buen cachaco solo dije: "Gracias, maestro".
Su nombre en el Valle es tan popular como las botellas de Old Parr. Pero también por ser el autor del tema Mi gran amigo. (Dicen que Alfonso López solía llorar cada vez que lo escuchaba).
Llegué a Namen por recomendación del periodista y compositor Julio Oñate, el mismo que en una de sus letras dejó plasmada la anécdota según la cual terminó disparándoles cuatro tiros a las nubes en un intento desesperado por conseguir agua para sus cultivos de algodón.
Fueron tales los estragos de aquella sequía que dos generaciones de sapos se murieron sin saber nadar, diría más tarde otro gran compositor: Leandro Díaz.
Namen, de 67 años y 1,89 de estatura, tiene bien ganados sus pergaminos de parrandero: cálido, amable, espontáneo, buen 'verseador', coqueto, mamagallista y amigo excepcional. Porque esa es otra virtud de la parranda: el culto a la amistad y a la bohemia. A ella acuden los amigos de faena, los que en el solar de una casa o bajo un árbol frondoso escuchan atentos la rutina del acordeonero (la ejecución del fuelle).
Nadie baila. Alejo Durán, primer rey vallenato (1968), dejaba de tocar y cantar cuando alguien se paraba a bailar.
La mañana se nos fue entre whiskys y visitas a amigos incondicionales como Benjamín Calderón. Ya por la noche, la lista de invitados a la parranda de aquel día pasó de 70 a 140.
Ismael, hermano menor de Camilo, estaba agitado: no había hielo en todo Valledupar para el trago de los cachacos que arribarían a la cita, encabezados por el ex presidente Ernesto Samper. Para completar, comenzó a llegar más de un colado.
Camilo se paseó de mesa en mesa con su sonrisa generosa y el vaso de whisky en la mano. Hizo de los ojos de las mujeres un verso bonito; a sus amigos les sacó chistes subidos de tono; bailó, se bebió todo el trago que pudo y a las 3 de la madrugada se marchó abrazado a su mujer. "Él es un parrandero elegante", anotó la cienaguera Margarita Riasco.
Para los defensores a ultranza de este tipo de expresiones, mezcla de música, jolgorio y sancochos pantagruelescos, la parranda ha perdido su esencia.
"(Antes) no se necesitaban ni meseros ni animadores ni amplificación ni cavas con hielo ni equipos de sonido ni tarjetas de invitación; era muy raro el 'gorrero' y no existían los 'patos' o 'sapos', es decir los colados, pues eran fiestas de puertas abiertas", escribió Julio Celedón en el diario El Pilón.
Quizás sea cierto. El auge del vallenato y su incursión en las familias de abolengo del propio Cesar y de la capital del país, le quitaron algo de esencia.
Atrás quedaron los tiempos en que las parrandas comenzaban una mañana cualquiera y podían terminar tres o cuatro días después. "Y ni las mujeres teníamos derecho a preguntar para dónde se iban los maridos", me contó, hace años, la madre de otro parrandero al que apodaban 'el Cuquimán'.
La historia vallenata ha registrado parrandas memorables, como la que le organizó en Aracataca Rafael Escalona a García Márquez en 1967, en compañía de Consuelo Araújo, el propio Daniel Samper y Álvaro Cepeda, de quien se dice hizo descargar tres camiones de cerveza para que todo el pueblo se gozara la fiesta.
Daniel recuerda otra. Ocurrió en 1971 en casa de Hernando Molina. "Todos los días pasaban por esa grande y acogedora casa los mejores conjuntos, se comía el mejor chivo y se bebía el mejor whisky. Uno de los huéspedes más entusiastas era un tipo al que Cepeda le puso 'el Gringo', porque era rubio. Rubio pero costeño. Nunca le preguntamos el nombre de su amigo a Molina, pero se hizo muy popular entre todos: era el último en ir a acostarse y el primero en el desayuno. El hombre se marchó de repente, sin despedirse, apenas acabó el festival y sólo entonces, preguntando entre nosotros, supimos que nadie sabía quién era: Hernandito pensaba que era un amigo de Cepeda, Cepeda creía que era un pariente de Hernandito, y la conclusión es que el tipo debía de ser un turista que se coló en una parranda y estuvo cuatro días durmiendo, bebiendo, comiendo y cantando con todos nosotros y no llegamos a saber ni su nombre".
Las parrandas de ahora, en casa de los Molina -amos y señores del festival vallenato-, también son diferentes. El gentío es impresionante. Parece una reunión en el Gun Club de Bogotá, sólo que en tierra caliente y con caja, acordeón y guacharaca. Ex presidentes, magistrados, congresistas, artistas, periodistas y hasta diseñadores acuden a una cita que los Molina programan con esmero.
Al tercer día de andar recorriendo las calles de una ciudad que transpira sones y paseos, di con una parranda muy parecida a las de los tiempos del viejo Emiliano Zuleta o 'Toño' Salas. Fue en casa de la familia Araújo. El acordeonero, José María 'Chemita' Ramos, rey vallenato en 1977, desplazaba con tal fiereza sus dedos por sobre los botones del acordeón, que el grupo de periodistas extranjeros reunido para la fiesta parecía levitar en medio de los acordes. "Alucinante", dijo Marina Pagnutti, reportera argentina que por primera vez se adentraba en estas tierras.
María Consuelo y Sara Araújo, las anfitrionas, lucieron sus trajes de piloneras en medio de paseos vallenatos y una algarabía que parecía no tener fin. Pero sí. Era hora de partir.
Salcedo dice haber descubierto que en la parranda también hay una escalera para subir al cielo. Yo, modestamente, apelo al verso más antiguo que se conoce del vallenato para explicar el poder curativo de una parranda ante los avatares de la vida: Este es el amor amor, el amor que me divierte, cuando estoy en la parranda, no me acuerdo de la muerte.
POR ERNESTO CORTÉS
Redacción El Tiempo
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