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Bocas

Irene Vallejo: la historia secreta de El infinito en un junco, el bullying escolar y los ataques de Carolina Sanín y Yolanda Reyes

Antes de El infinito en un junto, Irene Vallejo había publicado El pasado que te espera, La luz sepultada, El inventor de viajes, El silbido del arquero en editoriales pequeñas.

Antes de El infinito en un junto, Irene Vallejo había publicado El pasado que te espera, La luz sepultada, El inventor de viajes, El silbido del arquero en editoriales pequeñas.

Foto:Santiago Basallo

La escritora española tuvo varios desencuentros en Colombia. Esta es su entrevista en Revista BOCAS.

Sergio Alzate
La escritora española Irene Vallejo vio cómo cambiaba su vida con El infinito en un junco, un libro que ha vendido más de un millón de ejemplares y no ha dejado de venderse desde que se publicó en el 2019. Vallejo vino a Bogotá a la Feria del Libro y fue al Chocó y a la Cárcel Distrital en su romántica cruzada por conquistar lectores para La Odisea o para los textos de una mujer llamada Enheduanna, pero en el camino se encontró con las voces en contra de dos escritoras colombianas: Carolina Sanín y Yolanda Reyes. Esta es su entrevista en Revista BOCAS

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Escuchar hablar a Irene Vallejo es como escuchar al infinito. En su voz caben muchas cosas: siglos de conocimiento filológico, nombres de personajes históricos, formas de entender las atrocidades geopolíticas del presente, libros que la ayudaron en cada etapa de su vida y una erudición dulce y esperanzadora. Porque a la imagen estereotípica del intelectual hosco, ella contrapone otra: la de la dulzura para entender y enfrentarse al mundo. Una forma de fiereza luminosa que emana de esta mujer menuda y de modos suaves, de ojos claros que a ratos parecen verdeamarillentos y que en otros son azules grisáceos, parecidos a los de los gatos siameses.
Justamente de la necesidad de la dulzura y de la esperanza fue que surgió el libro que cambiaría su vida para siempre: El infinito en un junco. Un ensayo filológico que busca los orígenes del libro en el mundo antiguo y que contra todas las expectativas se convirtió en un éxito de ventas. Nadie pensaba que vendería más de un millón de copias ni que sería traducido a cuarenta idiomas ni que tendría una adaptación como novela gráfica. En parte nadie pensaba en el éxito, porque su escritura surgió desde el fuego de la derrota.
Irene Vallejo era una escritora de minorías y vendía sus libros en ferias de pueblo al lado de puestos de miel de abeja.

Irene Vallejo era una escritora de minorías y vendía sus libros en ferias de pueblo al lado de puestos de miel de abeja.

Foto:Jorge Fuembuena

Para Irene Vallejo, el 2014 era el fin. O por lo menos algo muy parecido. Su cuerpo resentía aún el parto reciente y estaba agotada por las noches sin dormir, por las mañanas de desayunar cualquier cosa a toda prisa, por los afanes de un lado a otro para saber qué pasaba con su hijo que había nacido frágil y enfermo.
Desde muy pequeña, Irene se había interesado por los tiempos pasados y por sus poetas, rapsodas, copistas, escritores, filólogos, migrantes, héroes, antihéroes, editores y juglares. Y en el 2014, cuando las bombas en Siria obligaban a las personas a huir, cuando las fronteras europeas se cerraban, cuando los migrantes morían ahogados en el Mediterráneo, su hijo Pedro llegaba a ese mundo convulso con un síndrome que en 1923 un tal Pierre Robin describió por primera vez: recién nacidos con mandíbulas pequeñas, lenguas que corren el peligro de deslizarse hacia la garganta y paladares hendidos.
En la UCI neonatal, Irene compartía con otras madres, que le contaban de una experiencia en común: debían abandonar sus carreras para poder cuidar a tiempo completo a sus niños. Era el fin, o casi, pensaba Irene Vallejo con un dejo de amargura. Porque para que algo se termine primero debe haber empezado, y su carrera literaria, hasta ese punto, no era más que una intención pálida y traslúcida. Había publicado unos cuantos libros (El pasado que te espera, La luz sepultada, El inventor de viajes, El silbido del arquero) en editoriales pequeñas y locales en su natal Zaragoza.
Pero si así debía ser, así sería. Si su sueño tenía que terminar para poder cuidar de Pedro, estaba más que dispuesta a hacerlo. Pues ella había tenido la oportunidad de tener primero una niñez y luego una vida adulta. Ella había podido elegir una carrera como filóloga y también había podido escribir libros, los cuales llevaba modestamente a ferias de pueblo en la España profunda, en las que su puesto literario compartía escenario con tenderetes de venta de miel, lana, encurtidos y frutas, y de las que regresaba a casa sin haber vendido lo suficiente para reponer el dinero de la gasolina. Y su hijo tenía derecho a vivir, a crecer, a elegir una carrera y a tener sueños para sí mismo.
El infinito en un junco, de Irene Vallejo, ha vendido más de un millón de copias y se ha traducido a 40 idiomas.

El infinito en un junco, de Irene Vallejo, ha vendido más de un millón de copias y se ha traducido a 40 idiomas.

Foto:SANTIAGO BASALLO

Como era el fin, no había nada que perder. “Un último libro, una última aventura”, se dijo un día cuando su esposo, Enrique, la relevó, como todas las tardes, en la UCI neonatal. Tenía la investigación hecha desde sus años de doctorado. Y entre la pesadez del posparto, las noches sin dormir, el cansancio en el cuerpo, los miedos y la jerigonza médica, Irene Vallejo escribía dos, tres horas diarias. Doblada sobre sí misma y sobre libros, apuntes, cuadernos y la pantalla del computador, no podía saber que a partir del 2019 su vida cambiaría ni que esa escritura terapéutica se transformaría en algo llamado El infinito en un junco.
No podía saberlo, porque aún era 2014 y estaba enfrascada en salvarse a sí misma y a su hijo. Quizá lo más importante que no sabía aún era justamente eso: que a través de la escritura se salvaría a sí misma y a Pedro.
Antes de El infinito en un junco, ¿para usted qué era el éxito? ¿Y qué es después del gran recibimiento que tuvo con ese libro?
Para mí el éxito absoluto y lo máximo a lo que podía aspirar era vivir de la literatura, aun sabiendo que sería una vida precaria, con dificultades, con meses mejores y peores. Soñaba con una vida así y con las cosas que rodean a la literatura: escribir críticas, colaborar con revistas culturales, dar conferencias y talleres para personas mayores. Ese era mi concepto del éxito. Lo que ha pasado con El infinito en un junco no me lo podía imaginar ni remotamente ni entraba en mis planes. Después de este libro sigo pensando que el éxito es poder vivir de la literatura, es decir, no tener otro trabajo que te ocupe la mayor parte del tiempo y te asfixie y te quite las energías para escribir. Después de las sucesivas crisis económicas, lo que ha desaparecido es la clase media de la escritura. Están los grandes best sellers y los que para subsistir tienen que tener tres trabajos o incluso más si te descuidas.
¿En qué ha cambiado su vida este éxito?
Mi sensación es la de aprovecharlo bien y estar a la altura de esa oportunidad que me han brindado los lectores. No solo en el sentido de escribir, sino el altavoz que me da el fenómeno de El infinito en un junco para ayudar a editoriales independientes y para promover en mis redes un interés por otras literaturas. Me interesa mucho que llegue más literatura latinoamericana a España, porque creo que no nos estamos leyendo lo suficiente: tiene más presencia lo anglosajón, por todo el prestigio que tiene. Me interesan mucho las literaturas del sur: Portugal, Italia, Grecia, España y Latinoamérica. Somos un sur concebido como periferia, como secundario. Por eso, cuando viajo a los países pregunto qué se está haciendo, qué se está publicando, quiénes son los autores por descubrir.
A pesar de todas las cosas que rodearon la escritura de El infinito en un junco, este es un texto sumamente luminoso y esperanzador. Quizá otro escritor hubiera seguido una ruta oscura, pesimista, pero usted eligió la luz y la esperanza, ¿por qué?
Porque no me podía permitir la oscuridad. En ese momento tenía una obsesión en mi cabeza: “no puedo tener una depresión posparto”. Si tenía una y me tenían que cuidar a mí también, la familia se desmoronaba. Tenía tanta necesidad de estar en contacto con ideas esperanzadoras que lo construí de esa manera. No podía escribir en otro tono ni mucho menos acercarme como autora a lo que estaba viviendo con mi hijo en ese momento. Lo que necesitaba era colocar la mente en otro lugar y escapar a esa obsesión. Pensé: “si va a ser el último libro que escribo, quiero que sea un homenaje a lo que ha significado la literatura para mí y cómo me ha ayudado en las diferentes etapas de mi vida”. Así que me embarqué en estas historias, en estos viajes, en estas aventuras. Por eso mismo es un libro con tantos escenarios, porque yo no me podía permitir viajar. Mi vida era de la casa al hospital y viceversa.
Usted habla mucho del cuidado, lo que me lleva a pensar en el ensayo Frágiles de Remedios Zafra: el mundo cultural parece olvidarse del cuidado y que quienes lo ejercemos somos personas precarizadas, frágiles y sintientes. ¿Cómo es escribir desde el cuidar del otro y de sí mismo?
Para mí, este es un tema muy importante, de hecho ahora estoy investigando en esa dirección. Creo que las sociedades contemporáneas dejan muy solas a las personas en la labor de cuidarse y de cuidar a otros. Cuando cuidas a alguien (un padre, un hijo, un hermano, a un ser querido enfermo), lo haces a costa de tu trabajo, de tu situación económica. Con una penalización enorme. No estamos atendiendo a eso y no estamos pensando que el cuidado es también una dimensión colectiva, porque construye comunidades. Desde la cultura es importante que hablemos de este tema y que le demos un cauce artístico, también para colocarlo en el centro del debate y de las conversaciones. 

El bullying, las redes sociales y las críticas de Carolina Sanín y Yolanda Reyes

El infinito en un junco es una genealogía de afectos lectores suyos que va milenios atrás en el tiempo. Afectos que la ayudaron a enfrentar situaciones como el acoso escolar…
Sí, para poder enfrentar la etapa del acoso escolar me refugié en los libros. Muchos autores eran mi pandilla en el instituto. Yo sentía que mis compañeros de clase no me entendían, no me aceptaban y no les gustaba como yo era, pero que las personas que habían escrito los libros que yo amaba sí lo hacían. Es imposible explicar hasta qué punto esa idea me ayudó y me salvó de intentar cambiar mi personalidad para ser quien no era con tal de encajar. Se puede leer en soledad, sí, pero creo firmemente que esos relatos que compartimos los unos con los otros construyen y cimentan las sociedades. Leer no es algo que nos afecte individualmente. Los libros son una base sobre la que construir algo comunitario.
Puedo identificarme con el matoneo escolar: los otros niños me acosaban por ser sentimental, exagerado, afeminado. Pero a los ocho años leí los cuentos de Oscar Wilde y él se convirtió en parte de mi pandilla, porque me mostró que estaba bien ser así. Quiero preguntarle, entonces, ¿quiénes estaban en su pandilla literaria? ¿Qué escritores fueron sus amigos?
Estaba el escritor alemán Michael Ende. Su libro Una historia interminable me hizo sentir reflejada allí. Era la primera vez que lo que me a mí me pasaba en la vida real lo veía contado en palabras de otro. También me gustaban mucho los relatos de Jack London, porque si me imaginaba mi propia historia como una aventura podía quitarle ciertas capas de tristeza y yo dejaba de ser víctima, para convertirme en alguien que les hacía frente a esas penas. Al entrar en la adolescencia empecé a leer El corazón de las tinieblas y otros libros de Joseph Conrad que me impactaron mucho en ese momento. Y Ana Frank y su diario me volaron la cabeza, porque lo leí casi a la misma edad que ella tenía cuando lo escribió. No podía creer que una niña hubiera sido capaz de escribir un clásico. Fue saber que yo, como niña, como mujer, tenía un deseo válido por la escritura.
¿Qué era lo que sus compañeros de colegio buscaban cambiar o disminuir de usted?
Yo necesitaba saber, viajar, entender el mundo al leer. Yo no deseaba competir ni humillar a nadie. Lo que quería era estudiar, porque era algo que disfrutaba realmente. Leía no por adular a los profesores, sino porque tenía una curiosidad enorme. Mi mente necesitaba eso. Eso era algo que mis compañeros no podían entender. Por eso, me identifiqué tanto con estos escritores, porque intuía que ellos tenían un temperamento parecido al mío. Así que de niña me decía: “eso no es nada de lo que tenga que avergonzarme”.
Luego de su visita a Colombia por la FILBo, las escritoras colombianas Carolina Sanín y Yolanda Reyes se mostraron hostiles hacia usted, hacia su obra, hacia su manera de divulgar por motivo de su visita al Chocó y a la Cárcel Distrital. Ante estos ataques, usted eligió la ternura y la generosidad intelectual como respuesta, ¿por qué?
Creo que asumir con deportividad y elegancia las críticas es parte de mi profesión. Ningún libro ni ningún autor debería estar blindado ante los cuestionamientos. Volviendo la vista a mis clásicos, el emperador y filósofo Marco Aurelio escribió en sus Meditaciones: «La amabilidad es una fuerza invencible. Porque, ¿qué te haría el hombre más agresivo si eres benévolo y le dices: “Hemos nacido para otra cosa”?». Esa frase me impactó enormemente desde que la leí por primera vez. Yo pretendía dar protagonismo a la labor de promoción de la lectura en territorios donde las circunstancias son particularmente difíciles. Me parece el asunto esencial, la conversación más fructífera. Tanto en el Chocó como en la Cárcel Distrital me impresionó esa labor cotidiana que con frecuencia queda oculta en la penumbra.
"Creo que asumir con deportividad y elegancia las críticas es parte de mi profesión", dice Irene Vallejo.

"Creo que asumir con deportividad y elegancia las críticas es parte de mi profesión", dice Irene Vallejo.

Foto:Jorge Fuembuena

¿En qué momento supo que quería ser escritora y no solo lectora?
A los ocho años, en una redacción escolar, escribí “yo de mayor quiero tener un caballo y ser escritora”. Lo del caballo lo he abandonado, pero desde entonces verbalizaba ese deseo. No puedo recordar el momento exacto en que tuve esa consciencia. Creo que tuvo mucho que ver que era hija única: tenía que entretenerme a mí misma, inventar juegos sola. La forma en que yo jugaba sola era inventar historias y cuentos para mí misma. Esa era mi forma de estar en el mundo. Lo que me costó fue entender que era un oficio, algo a lo que te podías dedicar. En mi familia nadie se había dedicado a una tarea artística profesionalmente. Mis padres decían: “pero, hija, si de esto no se vive; tú busca otro trabajo y dedícate a esto como un pasatiempo”. Yo no tenía contactos y estaba en Zaragoza, que dentro de España es un sitio periférico. No conocía editores ni a otros escritores. No tenía ningún asidero.
¿Entonces cómo fue capaz de mantener vivo ese deseo de ser escritora a pesar de las circunstancias?
En los veranos escribía relatos como una forma más de jugar, y mis papás me animaron a presentar esos cuentos a algunos concursos literarios muy pequeñitos: en el colegio, en ayuntamientos. Y si bien la mayoría de las veces no, algunos de esos relatos ganaron algún premio. Eso me dio una sensación de autonomía, porque algunos de esos premios tenían dotes económicas modestas. Entonces, me di cuenta que si tenías suerte, podías ganar dinero con algo que para mí era la felicidad absoluta. Luego, decidí estudiar filología, porque pensé que era una buena forma de leer mucho y de formarme. Mi etapa universitaria y doctoral fueron muy demandantes, por lo que no tenía mucho tiempo para pensar en escribir. Como publicar una primera novela es muy difícil porque no tienes nombre, empecé a publicar pequeños artículos en los medios locales de mi ciudad. Esto y la suerte me llevaron a trabar relaciones con editoriales pequeñas y locales. Así fui entrando al mundo literario o, más bien, a su trinchera.
En sus libros hay un interés por nombres pequeños, olvidados, que quizá históricamente han quedado relegados…
Quizá en El silbido del arquero es todo lo contrario, aunque sin perder esa idea que dices: tomar a Eneas, que siempre nos lo han contado como el gran guerrero, el fundador de Roma, para verlo como el migrante y el hombre que lo ha perdido todo. Una persona que cuando su ciudad cae (Troya), en vez de inmolarse en nombre de la gloria decide huir con su padre y con su hijo. Este es un homenaje desde un mito fundacional al migrante y a la figura del hombre cuidador. Muchas veces los textos son secuestrados por la grandilocuencia y el heroísmo. Es como lo que pasa con los Evangelios: cómo los pueden leer y esgrimir tantas personas sin darse cuenta de lo que realmente están leyendo. Son textos que una vez se han puesto en lo más alto del canon literario, parecieran no tener nada más revolucionario que decirnos. A mí me interesa mucho esa parte: el cómo nuestros mitos a veces son más rebeldes y audaces de lo que nosotros podemos llegar a ser.
"Mis padres decían: 'pero, hija, si de esto no se vive; tú busca otro trabajo y dedícate a esto como un pasatiempo'".

"Mis padres decían: 'pero, hija, si de esto no se vive; tú busca otro trabajo y dedícate a esto como un pasatiempo'".

Foto:Jorge Fuembuena

Yo a veces pienso que los “antiguos” somos realmente nosotros y que los modernos fueron quienes nos precedieron siglos, milenios atrás…
Por eso, a mí en El silbido del arquero me interesaba esa historia del hombre migrante que lo ha perdido todo. Esta novela la escribí cuando empezó la Guerra de Siria, cuando el Mediterráneo estaba lleno de migrantes huyendo o naufragando en esas aguas. En las mismas en que naufragó Eneas. Y era en el presente cuando en Europa se cerraban las fronteras y cundía el miedo al recién llegado o al refugiado. Yo solo podía pensar “cómo es posible si esta es nuestra historia, si es que Eneas, el primer europeo en términos simbólicos, fue eso: un turco que venía a Europa”. Cómo es posible que consideren la Eneida un clásico de la literatura, que lo lean por ese motivo, pero no sean capaces de captar su verdadero mensaje: todos somos migrantes.
Hace un rato usted mencionaba la Biblia y la gente la lee sin detenerse a pensar en El cantar de los cantares, este poema que habla de erotismo y amor. Pero la gente no quiere asociarlo ni al erotismo ni al amor…
Sí, además que este es un libro que habla del erotismo de una manera muy explícita y hedonista. Se le hacen todas las lecturas alegóricas y espirituales, pero si lees El cantar de los cantares no es ni alegórico ni simbólico. Es lo que es y está clarísimo. Y pensar que a Fray Luis de León, quien fue un gran poeta y traductor español, lo metieron a la cárcel por traducirlo. Porque en ese momento (siglo XVI) no se podía traducir del original, sino de la Vulgata. Curiosamente la Iglesia había declarado que la versión de la Vulgata era más auténtica que la original. Es el único caso que conozco de toda la historia en el que alguien ha declarado que una traducción es más original que el texto genuino. Y por él ir a fuentes hebreas y arameas lo metieron a la cárcel. Hasta tal punto consideraban ese poema peligroso.
Sus libros parecen hablar de los clásicos, de la lectura, de los griegos, de los romanos, sin embargo, creo que detrás de todo esto hay un tema más importante: el poder y las formas en que se ha ejercido a lo largo de los siglos. ¿Qué le interesa del poder como tema?
Desde niña me han interesado mucho los relatos épicos, pero jamás he sentido simpatía por esa idea de que la épica es únicamente la historia de la conquista, de la guerra, del control, de la apropiación y de la victoria. Para mí, El infinito en un junco es un relato de una épica alternativa: la democratización del acceso a los libros. Eso es algo muy vital, porque yo vengo de una genealogía en la que mis dos abuelas no pudieron estudiar por ser mujeres y pobres. Ellas siempre me apoyaron y me sostuvieron y sintieron la importancia de que yo pudiera estudiar. Es un ejemplo que tengo así de cerca, solo dos generaciones atrás. Hay toda una estructura de poder que condiciona tus condiciones vitales.
¿Qué es para usted el canon literario?
Cuando lo estudiaba en la universidad y lo analizaba, lo que buscaba era la confluencia entre el poder y la literatura, porque el canon es evidentemente una forma de poder. Históricamente, el rol de la mujer ha sido el de ser inspiración, mas no creadora. Ella es la que inspira al genio, nada más. Por eso, en El infinito en un junco yo le dedico mucha importancia a que el primer texto firmado del que se tiene registro es de una mujer: Enheduanna, una poeta y sacerdotisa, dejó constancia de su nombre 1.500 años antes que Homero. El nombre de ella está fuera de los libros de texto. Nunca nuestras historias literarias empiezan por Enheduanna, sino por Homero, que no es nadie, que es un misterio, una incógnita, un fantasma: no sabemos si fue una persona o si fue muchas. No tenemos la más remota idea de si existió alguien llamado Homero y aun así le hemos hecho el inicio de la literatura, pero sí sabemos que existió mucho antes que él alguien llamado Enheduanna, a quien hemos querido ofrendar el olvido. 
"El primer texto firmado del que se tiene registro es de una mujer: Enheduanna, una poeta y sacerdotisa, dejó constancia de su nombre 1.500 años antes que Homero", dice Irene Vallejo.

"El primer texto firmado del que se tiene registro es de una mujer: Enheduanna, una poeta y sacerdotisa, dejó constancia de su nombre 1.500 años antes que Homero", dice Irene Vallejo.

Foto:Santiago Basallo

Sea que usted escriba ficción o no ficción, hay otro tema muy presente: las fronteras y cómo todos estamos hechos de ellas. ¿Por qué le interesa tanto este tema en una época en que se construyen muros?
La frontera me interesa porque creo que es un tema muy literario, es una convención absoluta. No existe nada en la naturaleza que configure a las fronteras. De hecho, los animales las atraviesan constantemente. Sin embargo, por esa arbitrariedad se han construido toda una serie de ideologías y de miradas sobre el mundo. Esto habla de la fuerza que pueden tener los símbolos y del patente olvido de que toda la humanidad es migrante. Para mí la migración es uno de los grandes temas del mundo contemporáneo y me asombra que no reconozcamos que todos venimos de la migración y del mestizaje y de muchas historias y de muchas violencias.
Por ejemplo, la misma España es profundamente mestiza. ¿Qué sería del idioma español si nunca hubiera existido Al-Ándalus? ¿Qué sería de la tortilla de patatas sin las papas?
Exactamente. Solo hay que pensar en nuestra gastronomía, en la que las cosas más típicas parecen ser el gazpacho, que no podría existir sin el tomate; la tortilla de patatas, que su mismo nombre lo dice todo; las naranjas, que su origen es asiático. Todo lo que como españoles consideramos nuestro ha venido de afuera. Ese es el caso de las palabras, que han sido desde siempre viajeras. En nuestro idioma seguimos diciendo “ojalá”, lo cual es nombrar a Alá. Pero preferimos ignorar esta realidad para construir un discurso de sospecha. Los españoles hemos olvidado que somos mestizos. 
La entrevista con Irene Vallejo está en la nueva edición de revista Bocas.

La entrevista con Irene Vallejo está en la nueva edición de revista Bocas.

Foto:Archivo particular

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