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Estación de Policía de Kennedy, en Bogotá

Los acuerdos implícitos entre ‘plumas’ y autoridades en los calabozos de Bogotá

El hacinamiento en las estaciones de Policía de la ciudad es del 207 por ciento. En la de Ciudad Bolívar, una de las más críticas, la jerarquía notoria entre los delincuentes define el orden y comportamiento.

Los acuerdos implícitos entre ‘plumas’ y autoridades en los calabozos de Bogotá

El hacinamiento en las estaciones de Policía de la ciudad es del 207 por ciento. En la de Ciudad Bolívar, una de las más críticas, la jerarquía notoria entre los delincuentes define el orden y comportamiento.

Jonathan Toro Romero

Redacción Bogotá

En frente de las primeras rejas que separan a los policías de los detenidos en la estación de Ciudad Bolívar hay un corredor de no más de dos metros de ancho y unos cinco metros de largo. En el suelo, acomodados como pueden, al menos 40 delincuentes se tapan la cara con vergüenza, otros sonríen con orgullo y entre una y otra mirada escondida se cuela la de algún detenido que repudia la presencia de las cámaras.

(Vea en realidad virtual cómo viven los presos en una estación de Policía)

El lugar es oscuro, las paredes sudan y el aire es denso. Se hace difícil respirar. Al pasar al pasillo, los guardas cierran las celdas con candado, una acción que nos hace percatarnos de que somos unos detenidos más. Ahí, a pesar de estar acompañados por la Policía, estamos encerrados, igual que ellos, en las mismas condiciones y sin forma de salir en caso de un amotinamiento.

El aire sigue faltando. Se suman la falta de luz y el calor que genera no solo el encierro de un espacio angosto sino el hacinamiento de más de 200 personas que viven día a día en un lugar en el que apenas caben 60.
“¡Adentro, todos adentro y respeten a la autoridad, señores!”, grita uno de los detenidos. Inmediatamente una horda de hombres empieza a correr hacia adentro de los calabozos.

Las celdas no tienen más de 6 u 8 metros cuadrados. Están divididas por planchas de concreto que hacen las veces de camas. Son alrededor de ocho ‘cajones’. No obstante, debajo de ellos también duermen los reclusos, en el piso y sin almohada ni colchón.

En el techo de las celdas cuelgan sábanas y cobijas de lado a lado, para formar hamacas. Allí también hay niveles. Son al menos tres; una hamaca sobre otra. Y las rejas de las celdas funcionan como percheros. Allí cuelgan toda clase de ropa, zapatos, bolsas con comida, y hasta bolsas con orina que no pueden botar durante las noches.
“Aquí todo se respeta, hay un orden y cada uno sabe cuál es su lugar. Todos nos ayudamos. Ellos se portan bien y uno trata de ayudarlos a que estén mejor”, señala el policía encargado.

El ‘pluma’ que nos recibe en la puerta es un hombre de al menos 1.85 metros, de contextura gruesa y tez morena. Su cara no refleja más de 35 años. Viste una camiseta blanca, casi nueva, impecable. Pantaloneta y zapatos color naranja fluorescentes y una manilla de oro en su mano derecha.

Detrás de él, como si fueran sus guardaespaldas, hay dos hombres mayores muy diferentes. No tienen zapatos ni camisetas, se ven sucios y desprolijos; ambos no superan el metro con sesenta y, al parecer, los dos son los que tienen encargado el aseo del día porque andan con escobas y trapos en los hombros. Al preguntarles por las condiciones en las que viven ambos se miran y con la cabeza abajo dicen que hay que “preguntarle al ‘pluma’”.

En el fondo se ven otros dos sujetos muy parecidos a los tres de la entrada. Son los únicos privados de la libertad, a diferencia de los líderes, que están por fuera de las celdas.

En ese lugar hay un hombre que se ve diferente al resto, incluso, al sujeto de naranja que custodia la entrada junto con los policías. No es muy alto, pero es imponente. Viste una gorra de ala ancha, paleteras que llaman, jeans azul claro, camiseta negra, tenis tipo Jordan, como de jugar baloncesto, tres cadenas de oro de diferente grosor, manillas de piedras en ambas manos y un reloj, que a simple vista parece una réplica de Rolex.

Él es el verdadero pluma blanca. Se llama Ferney y espera en las celdas de Ciudad Bolívar a que lo trasladen para “una cárcel de verdad”, porque, según él, “allá uno sí puede buscar una rebaja de pena y no como aquí donde estamos encerrados para siempre”.

Cuando se le pregunta por su rol de liderazgo, explica con risa que no es el que más tiempo lleva tras las rejas pero sí es el más conocido en las calles y que por eso se ha ganado el respeto de todos. Los hombres a su espalda no lo miraban a los ojos.

Dice que está condenado a 11 años por tráfico de drogas y que es la tercera vez que cumple una condena. Las otras fueron por homicidio y hurto. “Aquí vivimos muy bien, no hay peleas ni conflictos, cada uno sabe qué tiene que hacer”, explica.

Aunque todo parece en calma y ordenado, el ambiente se torna tenso y se siente la presión de los dos ‘plumas’ por mantener el silencio entre los detenidos. Ferney habla de castigos para quienes rompan los códigos de conducta, desde hacer el aseo en los baños hasta tener que dormir en el piso o incluso prestar guardia nocturna. 
Todos estos hombres no tienen derecho sino a una sola visita cada dos o tres meses, organizados por grupos: en una tanda unos y en la otra, los que falten. “Aquí no tenemos visita conyugal, imagínese cómo estamos... ¡Nos estallamos!, pero uno se las ingenia”, dice Ferney, quien asegura tener todo bajo control.

En una especie de contraprestación al encierro y la soledad, tienen las famosas encomiendas que llegan cada semana. Son paquetes con comida, regalos, chucherías y elementos de primera necesidad que sus familiares les pueden enviar para complementar la precaria alimentación que les dan al día.

“Aquí llegan las encomiendas, pero no para todos porque hay los que no tienen nadie allá afuera, ¿si ‘pilla’? Entonces compartimos entre todos”, dice Ferney.

La comida es otro tema delicado en las estaciones. En la mañana llega una bandeja de icopor con un pan, huevos revueltos y un vaso de 12 onzas con chocolate en agua.

Para el almuerzo el menú es igual, pero con una porción de arroz y pollo desmechado y en cambio de pan les sirven arepa. Un vaso de jugo y tienen derecho a un dulce de postre. En la cena el menú se repite día tras día.
Pero no para todos es igual. “Yo no como eso, esa comida es muy fea. Se la regalo a los muchachos para que tengan qué picar en el día”, dice Ferney. Él paga para que le traigan comida de “restaurante”: “Yo pido alitas, las costillas BBQ, arroz con pollo o cosas ricas, porque eso de aquí es muy feo”.

Pero ¿a quién le paga Ferney? Ante la pregunta, el sujeto se miró con el policía, que durante todo el recorrido no habló, y ambos cambiaron el tema.

Esta estación de Ciudad Bolívar está hacinada como el 95 por ciento del resto en la ciudad. Lo que se percibe es que el nivel de control resultante de los acuerdos no escritos entre las ‘plumas’ y la Policía ayuda a mantener una especie de disciplina. Rigen la extorsión y la dominancia de quienes siguen vinculados a redes criminales externas. Todos saben qué tienen que hacer para que “les vaya bien y no ser castigados”.

La línea de mando es muy marcada, nadie comenta nada o se mueve por fuera de las órdenes de las dos ‘plumas’. Parece un sistema milimétricamente cuidado en el que cada uno cumple un rol, bien sea para vivir en armonía o para esconder toda clase de situaciones irregulares dentro de las rejas. Es un ecosistema que ha migrado desde las cárceles y se ha enquistado en estos sitios, donde muchos de los detenidos completan más de dos años recluidos.

El tiempo se torna lento dentro de las celdas y se siente la presión de los reclusos para que salgamos de allí. Las cabezas se empiezan a asomar por entre las rejas y se escuchan murmullos. Es evidente el desespero de los retenidos por querer salir de sus celdas.

De regreso por el corredor de la entrada se escucha al fondo un grito: “¡La ley de la calle es la ley de la cárcel!”. En ese instante, el ‘pluma’ de la entrada, el de los zapatos naranja, le pega un golpe a las rejas y con voz firme manda a callar a quien había gritado.

Si bien la Policía los mantiene contenidos cerrando las celdas y poniendo candados, lo cierto es que adentro hay un mundo paralelo en el que cada persona se juega sus cartas. La línea del acuerdo entre la ley y el delito es delgada, pero pareciera ser la única forma de mantener en cierto control la cantidad de presos hacinados. 
JONATHAN TORO ROMERO
​Redacción Bogotá
​En X: @ToroRomeroJ

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