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Cárcel de Bellavista, Antioquia

Bellavista: la cárcel de Antioquia en la que todo es un negocio

La mayoría de los patios de la penitenciaría están abarrotados de reclusos que deben gastar hasta un millón de pesos al mes para sobrevivir. En los pabellones nuevos, aunque no hay hacinamiento, los presos piden garantías en derechos básicos como alimentación y salud.  

Bellavista: la cárcel de Antioquia en la que todo es un negocio  

La mayoría de los patios están abarrotados de reclusos que deben gastar hasta un millón de pesos al mes para sobrevivir. En los pabellones nuevos, aunque no hay hacinamiento, los presos piden garantías en derechos básicos como alimentación y salud.  

Sebastián Carvajal Bolívar

Redacción Medellín

A uno de los miles de presos de la cárcel Bellavista un conocido del Doce de Octubre —barrio en el que vivió durante su infancia— lo deja dormir en su celda sin cobrarle un peso mientras consigue otro espacio para vivir. Lleva menos de un mes encarcelado y aún le faltan 41 para cumplir la condena por hurto que le impuso un juez de Medellín. Tiene 18 años y se queja por la dureza de una sentencia que considera injusta.

(Vea en realidad virtual cómo viven los presos en una estación de Policía)

A su llegada lo mandaron al pasillo que lleva el mismo nombre del barrio en el que creció. Es en el pabellón ocho de la Cárcel y Penitenciaría de Media Seguridad de Bello, al norte del Valle de Aburrá, uno de los establecimientos carcelarios más importantes de Antioquia y el país. Su celda está en el costado suroccidental del edificio de tres pisos donde 814 reclusos tratan de acomodarse en instalaciones que, como máximo, solo pueden albergar a la mitad de esa población.

En la entrada del corredor, un grafiti deja en claro de dónde vienen los privados de la libertad que allí habitan. Cada Organización Delincuencial Integrada al Narcotráfico (Odín) —como las denominan las autoridades— o ‘razón’ tiene el suyo. Son ocho en total en ese patio. Los ‘paisanos’ se reciben entre sí, pero los que no tienen conocidos tienen que ‘terapiarse’ (ayudarse) como puedan, ojalá con plata en el bolsillo para hacer más llevadera la vida tras las rejas.

“Acá no se 'caciquea' (la pelea por mandar) porque igual es la misma organización, nos ponemos de acuerdo”, cuenta un recluso cuando se le pregunta quién decide qué canal ver en el único televisor común del corredor. “Los del pasillo no nos peleamos”, agrega otro. Dicen que prefieren evitar las confrontaciones para que no los ‘gaseen’ ni les quiten los celulares —que se supone no deben tener— o se restrinjan las visitas durante los fines de semana.

A simple vista parece un ambiente tranquilo. Pero la realidad paralela que esconde esa atmósfera es otra: a finales de marzo de este año una riña en el patio ocho dejó un interno muerto y otros tres gravemente heridos; el hacinamiento es superior al 70 por ciento y tras las rejas todo es un negocio. La dormida, la droga, la comida, los celulares, los televisores y ventiladores tienen precio. El ‘pluma’ (el que manda) del patio controla ‘la vuelta’, y 20 o 30 ‘pichones’ cumplen a rajatabla sus órdenes.  
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El preso de 18 años se salvó de dormir en el corredor. Las noches las pasa en una habitación de tres por dos metros tirado en una colchoneta al lado de la cama de su compañero. Allí tienen tres ventiladores que funcionan a todo motor con los que apaciguan el intenso verano de inicios de año y un televisor personal con parabólica.

La pieza es una especie de entresuelo ubicado en una de las cinco celdas del pasillo al que se sube por unas improvisadas escaleras de madera. Aunque no hay claridad de cuántas subdivisiones o ‘planchas’ existen —pueden ser unas cinco o seis—, se separan entre sí con tablones y cada una está acondicionada con lo que el interno le puede proveer, por supuesto, pagando.

En Bellavista los precios de esas celdas privilegiadas arrancan en dos millones quinientos mil pesos. Pero pueden subir hasta los cinco millones de pesos, que se pagan a los jefes de la ‘razón’ (la banda imperante) de cada corredor y patio.

“Las comodidades se las va buscando uno. Se van otros y dicen que cojan lo que haya”, asegura el joven, que reniega por los que cumplen domiciliaria pese a que los agarran con pistolas en las calles y con más robos encima.

El conocido del recluso, por ejemplo, pintó una de las paredes de su pieza simulando ladrillos color terracota y las vigas las decoró con relieves cafés como si se tratara de un árbol corrugado. En un escaparate puso un televisor de 24 pulgadas y abajo arrumó su ropa en una especie de armario.

Otras habitaciones apenas tienen una cama con colchón y otros corotos donde, como pueden, se acomodan los internos: uno, dos o tres, dependiendo del trato y los negocios entre ellos. No hay reglas que definan la capacidad máxima.

En Bellavista, construida en la década de los 70, hasta hace unos cuatro años había más de 8.000 privados de la libertad. El hacinamiento llegaba al 400 por ciento. Hoy, con una capacidad para albergar 1.778 reclusos, hay 3.034 entre condenados y sindicados, lo que representa un hacinamiento del 71 por ciento. La mayoría de los presos salió durante la pandemia, cuando hubo beneficios jurídicos para evitar la propagación del covid-19.

A los que no alcanzan un ‘parche’ —porque no hay disponibles o no tienen plata—, les quedan dos opciones: pagar por el ‘piso’ entre las piezas (puede salir en un millón doscientos mil pesos al mes), o dormir en el pasillo o en el baño, donde haya algún espacio para tirar la colchoneta, simples pedazos de espuma que les sirven para no dormir sobre el suelo.

Durante el día la mayoría de las espumas se sacan al patio o se montan en las paredes de los inodoros para despejar el corredor, pero en la noche no hay ni espacio por donde caminar. Cada metro cuadrado del corredor es ocupado por un ‘pirata’ que encuentra cualquier lugar para echarse a dormir.
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Un día cualquiera en Bellavista inicia a las 4 de la mañana, la hora a la que se tienen que parar los que duermen afuera de las celdas. Deben dar paso a los reclusos que no tienen plata y que se encargan de hacer el aseo, que tiene que estar listo en dos horas porque a las 6:00 a. m. entran los guardias del Inpec para el primero de los dos conteos que hacen en la jornada.

Los que tienen pieza, en cambio, verán a qué hora se levantan. Al fin de cuentas, al fondo del corredor están las cuatro duchas por pabellón disponibles todo el día.

Otros, no más de 10 por pasillo, descansan en las noches en hamacas hechas con cobijas que se cuelgan entre las ventanas y los muros, a dos y tres metros de altura. Aseguran que son los que duermen más frescos, porque el calor es insoportable incluso cuando llueve, porque se sube todo el vapor del agua. “Acá nunca hace frío”, afirma un recluso con resignación. La sensación térmica puede llegar hasta los 40 grados centígrados.

El tiempo en la cárcel transcurre como si se hubiera detenido para los presos que redimen sus condenas. Quienes matan las horas viendo un programa de televisión matinal son acompañados por un cuadro de la virgen de Guadalupe que está colgado a la mitad del pasillo. Alrededor de la imagen hay no menos de 10 camándulas para el que quiera hacer el rosario y unos cuantos libros con oraciones. Pero nadie busca consuelo espiritual a esa hora.

Pese a que son las 10 de la mañana, muchos duermen en sus en sus planchas y otros se echan en las pocas colchonetas que quedan durante el día bajo las vigas de los improvisados entresuelos que están en el corredor.

En el patio, un grupo de hombres juega una partida de cartas en una mesa, mientras que otros hacen ejercicio en el gimnasio al aire libre. Los que no alcanzaron puesto para seguir durmiendo en el pasillo se acomodan como pueden bajo techo para tomar unas cuantas horas de sueño antes de volver al encierro a las 5 de la tarde.

Los que consumen sustancias pasan la noche en vela y, por lo general, descansan durante las horas de sol. Uno que otro se la pasa caminando de allá para acá en el patio —aún bajo los efectos de los alucinógenos— y habla con firmeza de gallinazos, vengadores fantasmas, ciencia ficción y religión.

La droga es el principal negocio de las estructuras criminales dentro de la cárcel. A los reclusos les fían semanalmente para comprar pequeñas dosis de marihuana, ‘perico’ o tusi, que valen 5.000, 10.000 o 15.000 pesos. Los que no tienen dinero acuden a sus familiares, pero si no responden por la plata los castigan, por ejemplo, metiéndolos a un tanque de agua por 24 horas. Y la guardia no se entera.

“Hay personas que tienen a su familia, llaman y dicen que los están extorsionando, que les van a pegar y que esto y que lo otro. Desafortunadamente, las mamás caen en ese juego y así inician con la deuda”, comenta la familiar de un recluso que ha vivido de primera mano ese drama y quien pidió la reserva de su nombre.
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La noche en la cárcel cae a las 5 de la tarde, cuando los guardianes del Inpec cierran con llave las rejas de los corredores y patios, y los reclusos se amontonan en las celdas hasta la mañana siguiente.

Aunque prefirió no dar declaraciones durante la visita de EL TIEMPO, el único comentario que hizo la directora de la penitenciaría antes de ingresar a las instalaciones fue que el hacinamiento solo es evidente cuando los internos se van a dormir.

“Bellavista en el día es uno y en la noche es un mundo totalmente paralelo y distinto a la realidad de lo que es un centro penitenciario. Si usted entra al patio ocho en las horas de la noche, tipo 7, debe tener cuidado de donde pone el pie, porque si no se lo pone encima de la cara a una persona. No hay por donde caminar, el hacinamiento es totalmente cruel, inhumano, desbordado y desfasado”, denuncia Jorge Carmona, defensor de derechos humanos de la población privada de la libertad en Antioquia.

La capacidad del personal del Inpec tampoco es suficiente para atender todos los frentes de la cárcel. Son 238 guardianes que se reparten en turnos de 12 horas entre los 11 pabellones. En una jornada puede haber unos 50 uniformados en vigilancia, quienes también se deben de encargar de custodiar a los reclusos que permanecen hospitalizados y visitar a los más de 3.000 presos con domiciliaria.

Actualmente, la guardia solo cuenta con ocho gases lacrimógenos para suplir cualquier emergencia de amotinamiento, los chalecos antibalas ya cumplieron su vida útil y los detectores de metales no funcionan. Hace unos meses un comandante operativo tuvo que trasladarse de la ciudad tras recibir una corona fúnebre en su casa.

Al funcionario lo amenazaron por los constantes operativos improvistos en los que se decomisaban drogas, celulares, cargadores y otros objetos restringidos a los reclusos, que pese a todos los intentos de control siguen ingresando a ese y a todos los penales del país.

“En Bellavista se paga por muchas cosas. Si usted quiere tener un televisor en una celda, pague; si quiere tener un ventilador, pague; si quiere tener una coca cola, pues pague por ella. Todo lo que se consigue es con dinero”, asegura Carmona.

Un recluso que quiera tener un celular en la cárcel, por ejemplo, debe pagar un millón de pesos a la guardia para ingresarlo, quinientos mil pesos al cacique del patio para usarlo y otros doscientos mil pesos al custodio en el pasillo para que no lo ‘sapee’. La caleta, cada ocho días, cuesta 15.000 pesos. Así funciona con todo.
Los que no tienen móvil les toca usar los viejos teléfonos con tarjeta de llamada cada que los familiares les recarguen. El minuto cuesta un poco más de mil pesos.

A excepción de los celulares y la droga —que a veces los entran a través de ‘mulas’ en las partes íntimas de las mujeres que visitan a los reclusos— nada ingresa a Bellavista sin que unos cuantos funcionarios y altos mandos con ‘línea directa’ lo sepan y auspicien, según denuncia una fuente reservada del Inpec.
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Aunque en mayo de 2023 el Ministerio de Justicia y el Inpec entregaron el remodelado pabellón 2 —con 57 celdas y una inversión superior a los 12.000 millones de pesos— la nueva infraestructura con capacidad para 410 internos no ha solucionado el problema del hacinamiento que sigue siendo evidente en los demás patios.

Si bien adentro aseguran que no hay distinción entre quienes van a unos y a otros —los dos pabellones nuevos mantienen en regla la capacidad permitida—, según Carmona, los reclusos pagan para lograr un traslado a las zonas no hacinadas. El único patio con destinación exclusiva es el 16, donde dicen que conviven ‘armónicamente’ los miembros de los grupos criminales que afuera se matan por el control de las rentas ilegales: disidencias, Eln, ‘clan del Golfo’ y otras organizaciones armadas.

El defensor de derechos humanos asegura que los problemas en Bellavista van más allá de la sobrepoblación y son los mismos de todas las cárceles del país: la mala alimentación, las falencias en la atención en salud, la falta de aplicación de los subrogados penales y una infraestructura física deteriorada.

Juan Carlos Villa acaba de llegar desde la cárcel del Pedregal, otra penitenciaría ubicada al occidente de Medellín. Allí, asegura, casi perdió el riñón izquierdo por la mala alimentación, que no cumple con los estándares nutricionales y que siempre llega a deshoras.

El hombre, que actúa como vocero de los derechos de los reclusos en el patio, comenta que la comida “no es la más adecuada”: por lo general sirven una sopa sin sabor, un goulash o una jamoneta que no cumplen con el gramaje o las condiciones necesarias para ser clasificados como proteína, y unas cuantas cucharadas de arroz mal cocinado. A veces los alimentos llegan crudos o en estado de descomposición.

Según documentos contractuales del proveedor a cargo del servicio, cada ración de comida en Bellavista cuesta 15.410 pesos. Entre diciembre de 2023 y diciembre de 2024 se destinarán 18. 037 millones de pesos en alimentación, solo en este establecimiento penitenciario.

Villa explica que el desayuno lo sirven a las 6 de la mañana, el almuerzo lo reparten entre 10 y 11 a. m. y la comida la entregan a las 2 de la tarde. “¿Cómo no se van a presentar enfermedades por desnutrición y gastritis?”, se queja el preso por las horas en que reparten los alimentos.

Si no tienen plata para comprar en el estanco, a los reclusos no les queda más opción que aguantar hambre hasta el día siguiente.
En los pasillos de los pabellones ofrecen palitos de queso y panzerottis a 5.000 pesos la unidad, y presas de pollo que salen del asadero por 7.000 y 8.000 pesos. Pero el verdadero negocio está en el acaparamiento y la reventa de productos. En las chazas de las celdas —controladas por las ‘razones’— se ofertan los artículos del estanco tres veces más caros.

Una caja de café pequeña puede costar 35.000 pesos y un paquete de galletas que vale 6.700 pesos a precio oficial sale por encima de los 20.000 pesos. El litro de Pony Malta se ofrece en 40.000 pesos. Aunque antes se permitía el ingreso de la ‘coca’ con alimentos durante las visitas de familiares, desde la pandemia se ha mantenido la restricción por razones sanitarias. Ahora quienes visitan a los presos deben comprar adentro el desayuno y el almuerzo. Así, un saludo en la cárcel puede salir en 150.000 pesos por persona si se tienen en cuenta los pasajes, la comida y el alquiler de una pieza por un día para quien no tiene un espacio privado.

La prohibición del efectivo no es un problema en Bellavista. Pese a la restricción, los billetes igual circulan en el penal. Pero el principal método de pago son las cuentas bancarias de los reclusos, a través de las cuales se mueven todas las transferencias dentro y fuera del establecimiento. Entre ellos mismos se hacen pagos y se cruzan balances, incluso, con cuentas de personas que están por fuera.

A los problemas de la alimentación se suman los incumplimientos en la entrega de medicamentos, las demoras para cumplir con las cirugías ordenadas por los especialistas, los retrasos para la atención en sanidad, la falta de agua potable y los múltiples brotes por enfermedades en la piel.

Desde hace más de un año, Adrián Muñoz, un interno que cumple una condena por tentativa de homicidio, espera un trasplante tendinoso para solucionar su problema de pie equino que le restringe la movilidad por la pérdida del nervio.

Hasta la fecha, el hombre ha pagado 64 meses de prisión, lleva dos años y medio trabajando como aseador y aún le faltan 36 meses para optar por una libertad condicional. Sin embargo, desde hace 10 meses puede acceder a beneficios jurídicos como salir por 72 horas cada dos meses.

“No se cumple lo administrativo y la papelería como debe ser. En este momento la persona que me crió está a punto de fallecer, tiene 88 años. El desespero mío por salir, sabiendo que ya tengo el derecho, se me acumula…”, se lamenta Muñoz.

Lo cierto es que, según apuntan las fuentes consultadas, los reclusos también deben pagar no menos de 300.000 pesos para agilizar los trámites de redención en la oficina jurídica de la cárcel.

En Bellavista todo es un negocio y quien tenga cómo pagar hará más llevadera su condena —dicen que se necesita al menos un millón de pesos mensuales para vivir relativamente tranquilo—. Pero quien carezca de recursos o esté asfixiando por el consumo de sustancias, sufrirá la doble pena de vivir tras las rejas sin garantías mínimas y probablemente engordando una deuda típica del ‘gota a gota’ que, sí o sí, él o sus familiares van a tener que pagar.
SEBASTIÁN CARVAJAL BOLÍVAR
​Periodista de EL TIEMPO
​Medellín

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