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Tasajera: perder la vida por un galón de gasolina

El fuego sacó del olvido a Tasajera

¿Qué llevó a un centenar de personas a correr el riesgo de robar combustible del camión cisterna?

Por: Armando Neira

EDITOR DE POLÍTICA DE EL TIEMPO

Al mediodía, en busca de la sombra que alivie el calor, los pobladores de Tasajera suelen refugiarse en sus casas carcomidas por el tiempo y la pobreza. No hay agua potable que calme la sed que provoca el sol de esa hora.

En ese instante, el tiempo parece detenido. Cuando no se va la luz, lo cual es frecuente, se escucha el ronroneo de los viejos ventiladores y el zumbido de las moscas entre las basuras. El servicio del alcantarillado es una promesa extraviada, como la ilusión de ver resucitar a la Ciénaga Grande de Santa Marta.

Este corregimiento de Puebloviejo, municipio del Magdalena, está asentado sobre la isla de Salamanca, una delgada y otrora rica división entre el mar Caribe y esta ciénaga que empezó su lenta agonía en 1956, año en el que se inició la construcción de la carretera en donde este lunes 6 de julio hubo una tragedia que nadie olvidará.

Un camión cisterna cargado con 5.950 galones de gasolina, que se había volcado a las 7 y 40 de la mañana, se incendió cuando un centenar de personas se amontonaban con sus pimpinas, vasijas y baldes para vaciarlo. En el acto hubo siete muertos, pero la cifra fue subiendo dramáticamente hasta llegar casi a la treintena por las graves quemaduras sufridas. Todas las víctimas son hombres entre los 17 y los 50 años.

Ninguno tenía un empleo formal, y en el momento del asalto al vehículo actuaron con la rapidez y la paciencia de un equipo que no tiene nada que perder sino que, por el contrario, los mueve la certeza de una oportunidad para ganar. Según cifras del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (Dane), el 80 por ciento de sus pobladores se rajan en el Índice de Pobreza Multidimensional (IPM), que identifica las carencias a nivel de los hogares y las personas en los ámbitos de la salud, la educación y la calidad de vida. Es difícil explicar cómo esos ranchos de tejas de zinc, paredes de cartón y tablones de madera, impregnados por el salitre, se mantienen erguidos.

Probablemente otro hubiera sido su destino si la vía se hubiera hecho con las condiciones necesarias para no impactar el ambiente de un lugar que los mayores recuerdan como un paraíso, de vegetación exuberante y por donde corría la brisa fresca de las 6 de la tarde y no ese hedor que lo impregna todo desde que se convirtió en un desastre natural, las aguas se estancaron y las basuras se fueron acumulando ante la desidia general.

La carretera causó la muerte de cerca de 26.000 hectáreas de mangle. Así, el humedal, declarado reserva de la biosfera por la Unesco y que forma parte de la Convención Ramsar –un acuerdo internacional que promueve la conservación y el uso racional de los humedales–, convirtió sus especies vegetales en figuras fantasmales de color gris y acabó con la pesca, que era el oficio que les daba de comer a todos.

Cuando los políticos pasan por aquí en tiempos de campaña –sus pobladores dicen que todos los presidentes lo han hecho– saludan desde sus caravanas para no respirar ese olor a sal podrida y voltean para otro lado. Entre los peajes de Barranquilla y Tasajera está el parque natural Isla de Salamanca, donde se ven los árboles, sin ramas, levantados y de color gris, como si fueran figuras fantasmales.

“La gente salía blanca de las quemaduras, parecían albinos caminando por la carretera”, dice Manuel Castaño, el conductor del camión volcado. Asegura que por esquivar una babilla perdió el control y se salió del asfalto. Aturdido, se asomó por la cabina y aún con el estruendo del impacto en la cabeza tuvo la calma para gritar a la romería, que arribó antes de 15 minutos y se fue en su dirección no para ayudarlo, sino para sacar algún provecho, que se alejaran porque el peligro era latente, ya que llevaba gasolina.

En lugar de alejarlos, los intrusos vieron una magnífica ocasión y corrieron con bidones de todos los tamaños y colores. ¿Qué causó la explosión? Hay dos hipótesis. Una, el golpeteo de un muchacho que trataba de arrancar a varilla la batería, o la del uso de un celular. Porque entre tanta carencia, muchos tenían un móvil que les sirvió para grabar lo ocurrido. Vaya paradoja. Uno de los aparatos que le cambiaron al hombre moderno la forma de comunicarse dejó un testimonio visual de nuestro subdesarrollo en todo su esplendor.

“Salían como podían, era impresionante. A mí me partía el alma. Salían las personas prendidas caminando, como albinos”, reitera Castaño para poner el énfasis en que la gente de la costa Caribe es mayoritariamente morena y que él nunca había visto a las personas sin piel porque había sido devorada por las llamas.

“No conozco el infierno, pero así debe de ser”, explica Castaño, quien sale en defensa de la policía criticada, en un principio, porque en las imágenes se los vio inmóviles mientras ocurría el hecho.

“Llegaron dos policías; después, otro, pero la gente, como hormigas, apareció por todos lados. Nadie los podía detener”, sentencia el conductor.

Los saqueadores, sin embargo, no actuaron con violencia. Al contrario, se los vio moverse con sorprendente naturalidad. Ya es un hábito que en muchas ocasiones en este punto de la carretera en las noches tiren un obstáculo para bloquearla. Los conductores quedan allí atrapados, víctimas de una nueva modalidad de pesca.

Una lamentable forma de conseguir comida para parte de los 32.188 habitantes de Puebloviejo. Otros de los más jóvenes no han conocido un oficio distinto al del mototaxismo y los mayores, ya sin esperanzas, pasan las tardes evocando las jornadas cuando madrugaban a pescar.

Sandra Vilardy, profesora de la Universidad de los Andes, cifra el colapso económico de la producción pesquera en dos décadas en un 90 por ciento. Datos de 1967, cita ella, muestran capturas de 27.000 toneladas, para pasar a apenas 1.785 toneladas en 1987.

Un oficio que se echó a perder con la carretera que dejó sin oxigenación las aguas dulces de la Ciénaga Grande, que iban y venían serenas al mar Caribe. A semejante herida abierta llegaron además, sin ningún control, poderosos hacendados con el propósito de aumentar sus fortunas a punta de ganadería extensiva o la nociva siembra de palma africana, arriba en los recorridos de los ríos que bajan de la Sierra Nevada de Santa Marta, privando de agua para su oxigenación y con la consecuente extinción de esa práctica cuando se volvía a casa con las canoas repletas de mojarras, lebranches, róbalos, chinos y lizas.

Muchos años atrás, este lugar inspiraba una veneración enorme. “Estábamos en la Ciénaga Grande, otro de los mitos de mi infancia”, escribió Gabriel García Márquez en ‘Vivir para contarla’.

“La había navegado varias veces, cuando mi abuelo el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía ‒­a quien sus nietos llamábamos Papalelo‒ me llevaba de Aracataca a Barranquilla para visitar a mis padres. «A la ciénaga no hay que tenerle miedo, pero sí respeto», me había dicho él, hablando de los humores imprevisibles de sus aguas, que lo mismo se comportaban como un estanque que como un océano indómito”, relató el premio nobel de literatura.

Con el paso del tiempo, este lugar cayó en el olvido hasta para los violentos. Por aquí apenas llegaba el eco de que los cachacos estaban resolviendo sus diferencias a tiros. Pero la barbarie también pasaría por aquí para azotarlos sin piedad. Muchos de los habitantes de Tasajera son desplazados que llegaron huyendo de ese rosario de muertes que dejaron los paramilitares en los pueblos palafitos de la región.

Hay, por ejemplo, sobrevivientes de la masacre del 22 de noviembre de 2000 en Nueva Venecia, donde un comando torturó, asesinó y descuartizó a treinta y nueve personas en una orgía de sangre espantosa.

Y ahora este hecho, que debería marcar un punto de inflexión para trazar con urgencia planes de recuperación en zonas deprimidas tanto social como naturalmente.

Para no ver nunca jamás a esas madres gritar en medio del desespero, impotentes, ante sus hijos que arden. Un infierno en el que estas afligidas mujeres no sabían cómo reaccionar o qué darles a los que morían a campo abierto. Ni siquiera un vaso de agua porque es el municipio con la peor cobertura de acueducto en Magdalena, solo el 12 por ciento de la población tiene acceso a agua potable; o a dónde llevarlos, porque los servicios de salud no existen y menos aún, cómo transportarlos.

Fue conmovedora la respuesta de algunos voluntarios que pasaban por allí y angustiados ayudaban a subir a los platones de sus camionetas a las víctimas, con la carne viva, en una afanosa búsqueda de un hospital que sirviera para algo porque en el Magdalena no hay un pabellón de quemados. En esa diáspora de dolor fueron a dar a hospitales de Santa Marta, Ciénaga, Barranquilla y Valledupar. No fue suficiente.

Por eso se tuvo que acondicionar un avión para trasladarlos a Bogotá mientras sus angustiados parientes los veían partir sin saber sí vivirán y posiblemente sin conocer que estaban contagiados de covid-19, porque entre tanta pobreza ¿a quién le importa una enfermedad más?, así sea una pandemia que paralizó a la humanidad.

Los rostros de una tragedia de un pueblo en el olvido