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Vallenato, un canto contado: viaje al origen y corazón del Festival de la Leyenda Vallenata

EL TIEMPO presenta una serie documental que exalta el principal baluarte del pueblo vallenato y explica a profundidad cómo es su música y cultura.

Por: David Alejandro López Bermúdez, periodista de Reportajes Multimedia

El clima húmedo y cálido al finalizar la tarde pide un baño en el río Tocaimo, a una hora y media de Valledupar. Un grupo de siete niños juega a tirarse desde una roca que está a unos cinco metros sobre la cuenca. A un costado, Guillermo el ‘Mono’ Arzuaga, un hombre de 80 años que fue el cajero del maestro Leandro Díaz, toma café y canta: “En el primer festival, me presenté de cajero, y fue a Zuleta Baquero, que me tocó acompañar, después yo quise cambiar, convirtiéndome en versista, haciendo cosas bonitas, para el folclor de mi valle, rindiéndole un homenaje, a esta música bendita”.

Esa fue la décima que interpretó en uno de los primeros festivales vallenatos a los que asistió. Es una estrofa de diez versos. “La clave es decir la verdad. No hay rima sin mensaje de principio a fin”, dice. Él estuvo en el primer Festival de la Leyenda Vallenata, en 1968, y es hoy uno de los dos únicos concursantes vivos que estuvieron en ese momento; el otro es Ovidio Granados, quien ocupó el segundo lugar de esa competencia.

Ese año se impuso Alejo Durán como el primer ganador. Fue singular porque tocó los cuatro aires que en su momento determinó Chico Bolaños: el son, el merengue, la puya y el paseo. “Ganó el Negro Grande, que obviamente tocaba, cantaba y componía”, detalla el folclorista Alfonso Cortés Marroquín. Una característica que solo tenían los auténticos juglares. 

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Sobre un burro, bajo las inclementes temperaturas del entonces Magdalena Grande, un hombre recorría decenas de kilómetros entre caseríos. Lo llamaban Francisco. Cuando llegaba a un lugar, declamaba sobre lo que veía: los matorrales secos, el estruendoso sonido de un río, los nuevos nacimientos en las familias, los recados o los mensajes de amor. Una vez, tras una intensa parranda, decidió buscar un espacio solo y se dirigió por un camino polvoriento en medio de la noche.

Cerca de un palo, aún encima del animal, abrió su acordeón y comenzó a tocar melodías que había compuesto. Cuando terminó una de las piezas, a lo lejos se empezó a escuchar otro acordeón. El hombre decidió seguir el sonido, que se hizo más fuerte y se detuvo cuando estaba cerca. La imagen era tenebrosa: estaba el diablo con un instrumento similar sobre unas raíces. Sus ojos ardían. El acordeonista se armó de valor y lo retó a un duelo. Entonces, continuó con la magia que lo caracterizaba. Durante varios minutos cantó e interpretó, hasta que miró al cielo, pidió ayuda y dijo el credo al revés, el detonante para obligar al demonio a desaparecer para siempre.

Esa historia forma parte de una leyenda que ha trascendido desde finales del siglo XIX en el norte de Colombia. En efecto, el sujeto existió. Se llamaba Francisco Antonio Moscote Guerra y se dice que nació en el corregimiento de Tomarrazón (jurisdicción de Riohacha, La Guajira). Por su hazaña, lo apodaron ‘Francisco el hombre’ y fue uno de los primeros grandes juglares. Gabriel García Márquez hasta lo incluyó en Cien años de soledad y eternizó sus atributos.
El vallenato se consolidó gracias a lo que ellos lograron. Eran campesinos que llevaban las noticias. “Se codeaban con el pueblo”, dice Alfonso Cortés. Sebastián Guerra, por ejemplo, alertó a la región sobre la blenorragia —revela el escritor Tomás Darío Gutiérrez— y Chico Bolaños hizo cantos para inspirar a la tropa colombiana en la guerra contra Perú.

Sumados a ellos, nombres como los de Emiliano Zuleta Baquero, Alejo Durán, Pacho Rada, Lorenzo Morales, Luis Enrique el ‘Pollo’ Martínez, Abel Antonio Villa, Adolfo Pacheco, Carlos Huertas, Juancho Polo ‘Valencia’ Cervantes, Nafer Durán, Alfredo Gutiérrez, Rafael Escalona, Leandro Díaz, Jorge Oñate y Calixto Ochoa son enmarcados dentro de la generación pionera de la juglaría vallenata.

Después les siguieron cantantes e intérpretes que tomaron esas bases para crear nuevas composiciones —muchas de ellas aún suenan en la actualidad—, como sucedió con Diomedes Díaz, quien se convirtió en uno de los grandes exponentes de la historia reciente. 

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Lo de Alejo Durán en el 68 fue una proeza. “El acordeón no se enseñaba, se aprendía empíricamente, y todo el que lo cogía lo iba inventando a su manera. Por eso, Alejandro y Luis Enrique Martínez tocaban diferente”, puntualiza Julio Oñate, escritor e historiador del vallenato. “El acordeón nos permitió tener una identidad, no solo en cuanto a la música sino como región”, agrega Beto Murgas, compositor y acordeonista.

Desde esa primera edición del festival, han sido coronados 56 reyes, un título vitalicio que cataloga al intérprete como el mejor en el género musical. Y desde 1987 han sido elegidos cinco reyes de reyes, Nicolás ‘Colacho’ Mendoza, Arturo ‘Cocha’ Molina, Hugo Carlos Granados, Álvaro López y Almes Granados, un premio al mejor de los mejores entre los ganadores. La elección se hacía cada diez años, pero desde 2007 se determinó hacerlo cada cinco. 

Según datos de Fabián Dangond Rosado, estadígrafo y autor del libro Si el parrandero supiera de cifras, “una particularidad entre los reyes de reyes ‘Colacho’ Mendoza, el ‘Cocha’ Molina y Álvaro López es que fueron acordeonistas que grabaron cientos de producciones musicales con Diomedes Díaz y Jorge Oñate; 256 canciones y 20 álbumes en total con el ‘Cacique de la Junta’, y 222 canciones y 15 álbumes con el ‘Jilguero de América”.
La cita anual, que ocurre en la última semana de abril, se ha convertido en una insignia colombiana. “Es nuestro escudo de salvaguarda ante el mundo”, dice Jorge Antonio Oñate, hijo de Jorge Oñate.
El festival viene a ser hoy la expresión culmen de una historia centenaria que se fue tejiendo con el tiempo; un cúmulo de expresiones, encuentros, historias, anécdotas y luchas de un pueblo que se sobrepuso a la adversidad.

Y es que el vallenato, como bien lo señalan varios de los expertos consultados para este especial periodístico, es un canto a la tierra, a la mujer, a la amistad, a las costumbres, a la vida misma. “Es una música que no es mentirosa”, dice Alfredo Gutiérrez, quien junto a Nafer Durán son los únicos dos grandes juglares vivos.
En ese sentido se creó el festival. Todo sucedió en una parranda en Aracataca, Magdalena, que le organizó el maestro Rafael Escalona Martínez, en 1967, a Gabriel García Márquez. Asistieron Consuelo Araújo Noguera, la ‘Cacica’, y Alfonso López Michelsen, entonces gobernador del recién creado departamento del Cesar.

“Consuelo fue una amante acérrima de la música vallenata, el expresidente Alfonso López Michelsen también, al igual que Escalona y el primer jefe de prensa, Gabo”, reseña Nelson Bicenty, investigador folclórico y productor vallenato. “Surgió como una forma de llamado al país para que se dieran cuenta de lo que ocurría en esta región”, continúa Julio Oñate. 

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¿Quién iba a pensar que de una parranda se iba a crear el más grande festival vallenato del mundo? —exclama el ‘Mono’ Arzuaga mientras ve el río Tocaimo—. ¡Fueron en ellas donde los grandes hacían versos enormes!

Una vez, en Villanueva, Cesar, Rafael Antonio ‘Toño’ Salas organizó una de las tantas parrandas que hizo en su vida y que disfrutaba para reunirse con sus entrañables amigos. Estaban varios vallenateros de la zona. En medio de la noche, pidió llamar a una mujer de cabellera negra que llevaba por nombre Matilde Lina. Él salió al patio y la guió hasta la casa. Cuando entró, se escuchó este verso: “Canto con la noche oscura, canto con la luna llena, y admirando la hermosura de las mujeres planeras”.

Era Poncho Cotes, uno de los grandes compositores. Dice la historia que ese día también estaban Alfonso Murgas, el ‘Mono’ Arzuaga y Leandro Díaz, quien, pese a ser ciego, tenía una habilidad abismal para identificar lo que sucedía a su alrededor. Les cantaba a la naturaleza, a la vida y a las mujeres
Fue en medio de estas reuniones en los patios de las casas y bajo palos de mango que se consolidó el icónico amor entre Matilde Lina y Leandro Díaz. No en vano le compuso una canción. “Las aguas claras del río Tocaimo me dieron fuerzas para cantar”. Ese lugar fue el que inspiró al maestro a componer y cantar porque en un principio su sentimiento hacia ella no fue correspondido.

Diría el periodista y escritor Daniel Samper Pizano que las parrandas son un “perfecto microclima” donde se consolida la cultura vallenata. Para otros se resume en que es la máxima expresión. Y están en lo cierto. Estos encuentros, que comenzaban temprano en la mañana y podían durar hasta cinco días, a punta de buenos amigos, whiskey y sancocho, fueron escenario para que los compositores se atrevieran a retarse en duelos de versos y poner a consideración sus canciones.

De hecho, fue la forma en la que los primeros juglares alegraban y daban sus mensajes a la gente cuando recorrían el antiguo valle del cacique Upar.

Pero en las parrandas se establecieron códigos inquebrantables y tácitos que trascendieron. Por ejemplo, la idea de bailar y hablar mientras alguien tocaba —algo que en la actualidad se ha encallado en otras ciudades— es irrespetuoso. “Bailar en una parranda es una cosa de cachacos, es como levantarle la ropa al Papa”, apunta Samper Pizano. Alejo Durán dejaba de cantar e interpretar cuando alguien se paraba a bailar.

En un primer momento, solo eran permitidos hombres. Las mujeres eran la inspiración, pero no podían estar presentes.

Esto cambió a mediados del siglo pasado, sobre todo para los tiempos de Matilde Lina y Sara Baquero Salas, el gran amor de Rafael Escalona. Se dice que ‘la vieja’ Sara —como la llamaban por la canción que le compusieron— fue una de las primeras mujeres en versear de forma activa en las parrandas, al igual que Nohema Fragoso, pionera en el canto femenino.

Su presencia rompió la regla implícita y ayudó a labrar un camino para las mujeres vallenatas. 
Rita Fernández, la primera juglaresa, fue invitada especial en 1968 en el primer festival vallenato. Fabriciana ‘Fabri’ Meriño, de 16 años, interpretó el acordeón y compitió con Alejo Durán para esa edición, pero fue descalificada.

Tres años después, en 1971, Stella Durán Escalona se convirtió en la primera mujer en cantar como concursante en la plaza Alfonso López, en Valledupar. Días antes, su hermano, Santander Durán, le había enviado un sobre de manila con una carta en la que le pedía que inscribiera dos canciones, Lamento arhuaco y Las bananeras. Ella, cautelosa, aceptó. Habló con el compositor Alberto Pacheco, cercano a su familia, y las montaron. Ensayaron durante horas. Aquel día, en la tarima ‘Francisco el hombre’ recordó lo que había aprendido de forma empírica de su tío, Rafael Escalona: “Ser sabio y dulce con lo que se canta”.

Lo que logró Stella fue un hito y abrió paso en un arduo camino. Con los años aparecieron figuras como Patricia Teherán, quien conformó Las Musas del Vallenato con Chela Ceballos y después, Las Diosas del Vallenato con Maribel Cortina. También Cecilia Meza Reales, quien creó Las Universitarias con Rita Fernández; Esthercita Forero, quien ayudó a dar a conocer el vallenato en todo el país, y Cecilia ‘la Polla’ Monsalvo, fundadora en 1981 del desfile de piloneras, que marca el inicio del festival.

Estas historias y personas forman parte del baluarte de La Guajira, Cesar y Magdalena, en donde para bien del país echó raíces el vallenato. Un equipo de periodistas y productores de esta casa editorial se sumergió en las entrañas de esta vasta región del Caribe colombiano, recorrió sus caminos, habló con sus gentes, saboreó sus comidas, acompañó amaneceres y atardeceres, escuchó a los poetas y se conmovió con la armoniosia vivacidad de los instrumentos.

El resultado es una serie documental de siete capítulos que exalta la cultura vallenata y pretende irradiar y contagiar a aquellos que asisten a su fiesta y a los que estarán ausentes de ella, para que este patrimonio inmaterial de la humanidad siga latiendo como las notas de un acordeón, “ese fuelle nostálgico, amargamente humano y que tiene tanto de animal triste”, como sentenció Gabriel García Márquez.

Las anécdotas centenarias

Créditos

Dirección del especial: Ernesto Cortés, editor general de EL TIEMPO.

Realizadores audiovisuales: Daniel López, Daniela García Casas, Sergio Cárdenas, John Pérez, Laura Dussán y Nicolás Alvarado.

Edición audiovisual: Daniel López, Daniela García Casas y Sergio Cárdenas.

Investigación: Daniela García Casas, María Fernanda Díaz Granados, David Alejandro López Bermúdez, Ernesto Cortés y Julio César Guzmán.

Gráficación: Santiago González, Sergio Medina y Brayan Melo.

Fotografías: Daniel López, Sergio Cárdenas, archivo EL TIEMPO y archivo Fundación Festival de la Leyenda Vallenata.

Montaje del especial: Diseño Digital y Unidad de Reportajes Multimedia.

Crónicas y coordinación editorial: David Alejandro López Bermúdez.

Productor audiovisual: Juan Carlos Gómez.

Editor de Mesa Visual: Julio César Guzmán.

Agradecimientos: Euclides Romero Maestre “Quille” (Q. E. P. D.), Adela Becerra, Alexander Jaramillo, Víctor José Navarro Jiménez, Familia Mejía Naranjo, José Ricardo Villafañe Álvarez, Carlos Urrego Rincón, Johny Canova ‘El Motivador’, Luis Eduardo Gámez Romero, Cristina Isabel Guzmán Mendoza, Miguel Portilla, Matildelina Vallenato House, Ciro Villazón, Camilo Quiróz, Lola Huertas, Hugo Carlos Granados, Bolívar Urrutia Maestre, Hugo Huertas, Rafael Carrillo, Rafael Tres Palacios, Anuar García, Jei Zuleta y Academia Musical Harold Ortega.

Fecha de publicación: 23 de abril al 4 de mayo de 2024.