En cientos de fosas clandestinas, esa guerrilla hoy desmovilizada sepultó a civiles secuestrados, militares, policías y muchos de sus combatientes a los que fusilaron. A pesar del proceso de paz y aunque han pasado décadas, en algunos casos, muchas familias siguen esperando los restos para hacer el duelo.
Editor de EL TIEMPO
Por todo el territorio, de norte a sur y de oriente a occidente de Colombia, e incluso al otro lado de las fronteras, en zonas limítrofes de Venezuela, Ecuador y Panamá, centenares de fosas clandestinas esconden las pruebas de algunos de los más graves crímenes de lesa humanidad cometidos por las antiguas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc).
Son los entierros de miles de personas: entre secuestrados que fueron asesinados o murieron en cautiverio, militares y policías ejecutados y muchos guerrilleros condenados en consejos de guerra a morir a manos de sus propios compañeros.
Poco más de seis años después de la firma de la paz con las Farc, la entrega de información para la ubicación de los restos de los desaparecidos por esa guerrilla es uno de los frentes con menos avances en el cumplimiento del Acuerdo Final.
Desde el 2018, cuando inició labores, la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas (UBPD) ha recuperado los restos de 611 víctimas, de las que 167 han sido entregadas ya a sus familiares. La entidad ha recibido información sobre la ubicación de 5.100 fosas y avanza con 23 planes regionales de búsqueda. Entre tanto, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) apenas está empezando a imponer, como medida de reparación, la obligación para que los principales miembros del antiguo secretariado ayuden a encontrar a los desaparecidos.
La comparación con los resultados de Justicia y Paz es inevitable: la jurisdicción transicional que investigó los crímenes de los paramilitares y los de muchos desmovilizados individuales de las Farc ha exhumado 11.503 cuerpos entre 2006 y 2022 (8.219 en selvas y montes y 3.284 enterrados clandestinamente en cementerios de pueblos). Al menos 1.140 corresponden a restos hallados gracias a la información aportada por los ex Farc. Del total de víctimas, 5.863 fueron entregadas a sus familias, y en 197 casos más se realizaron entregas simbólicas. Hay 5.818 restos en proceso de identificación.
Esas son las frías cifras oficiales. Entre tanto, los que están pendientes de cualquier noticia de sus desaparecidos se cuentan por miles. Cada una de sus historias es una tragedia sin fin: la de padres, hermanos, parejas e hijos que saben, pero no tienen la plena certeza, que sus seres queridos están muertos. Y aún así no pasa un día sin que alimenten la falsa esperanza del regreso.
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Somos un país donde el número de víctimas de desaparición forzada es incierto. Según la Unidad de Búsqueda, son 99.235; la Comisión de la Verdad, citando datos del Centro de Memoria Histórica, habla de 80.743 personas, de las que unas 70 mil siguen desaparecidas. Lo único claro es que son, de lejos, muchos más que los que cuentan naciones que estuvieron en guerra declarada como El Salvador (8.000 víctimas) y Guatemala (30.000), o bajo dictaduras como las de Chile (1.469) y Argentina (7.000 casos). Los grupos paramilitares aparecen, de lejos, señalados como los responsables de más desapariciones en el país, seguidos por las guerrillas y agentes del Estado. En más de la mitad de los casos no hay un responsable identificado.
Los registros de Memoria Histórica hablan de al menos 3.703 víctimas de desaparición forzada, cuyo presunto responsable fue la antigua guerrilla de las Farc hasta septiembre de 2022. Este número de casos corresponde al 4,6% del total de casos denunciados, pero la cifra puede ser mucho mayor porque no incluye a miles de miembros del grupo asesinados en juicios y purgas internas.
Según la investigación de la JEP que sustenta la que será la primera condena transicional en contra de las Farc, la del Caso 001, esa guerrilla fue responsable de al menos 21.396 secuestros: un 9 % de esas víctimas, unas 2.000 personas, nunca volvieron con sus familias. Los cuerpos de otros 698 que perecieron en cautiverio sí fueron devueltos, muchas veces mediando el macabro pago de rescate por los cadáveres.
Reporteros de EL TIEMPO buscaron a las familias de las víctimas de desaparición en muchas regiones del país y acompañaron las comisiones que hoy están tratando de encontrar las fosas ocultas de las Farc. Es una búsqueda que algunos han emprendido por su cuenta y que en regiones como Caquetá y Putumayo se hace bajo riesgo, por las amenazas y ataques de las disidencias de esa guerrilla, el Eln y las bandas de narcos que allí siguen operando. Y hay zonas como Arauca o El Catatumbo donde la búsqueda simplemente no es posible en estos momentos, para evitar nuevas víctimas fatales de un conflicto que está lejos de haber amainado.
Las investigaciones de la Fiscalía, los testimonios de exsecuestrados y exguerrilleros y las sentencias de Justicia y Paz han documentado cómo funcionaba la máquina de ejecución y de desaparición en las antiguas Farc. Sus fosas suelen ser más profundas que las de las víctimas de los paramilitares y los restos hallados en ellas rara vez estaban desmembrados.
Desmembramientos y otras crueldades
Esta última práctica criminal sí era frecuente entre los 'paras', que la usaban no solo para sembrar el terror en las comunidades en las que estaban irrumpiendo sino también para hacer más efectiva su estrategia de desaparición forzada. Sus víctimas llegaron a ser tantas en la segunda mitad de los 90 y primeros años de este siglo que las Auc intensificaron los descuartizamientos para poder enterrar más cuerpos en una sola tumba.
Justicia y Paz documentó hace 15 años la existencia de 'escuelas' de descuartizadores en las que los 'instructores' enseñaban, por ejemplo, que los desmembramientos con motosierras que tanto pavor causaron en los 80 y 90 no eran tan 'eficientes', pues las cadenas se enredaban con la ropa y se dañaban. Ellos recomendaban usar, para esa macabra tarea, machetes y hachas.
Los cuerpos de los asesinados por las Farc no presentan ese patrón. Pero sí era una práctica frecuente la evisceración: tras el asesinato, que usualmente era asignado a una comisión de guerrilleros elegidos al azar, otra comisión tenía la misión de disponer del cadáver o cadáveres. Y era frecuente que les sacaran las vísceras y las arrojaran al rastrojo, donde rápidamente los animales daban cuenta de esos despojos, para evitar que el hedor de los cuerpos en descomposición delatara los entierros o los obligara a abandonar zonas campamentarias cercanas.
Jenny estuvo 19 años en las Farc; cuando fue reclutada apenas había cumplido los 11. En todo ese tiempo vio morir a muchas personas: "Me tocó enterrar a varios compañeros: nunca vi que se torturara a nadie. Matar a alguien, se hacía normal: a plomo, un tiro o dos. Por ley, sí mandaban a la persona a 'rajarla' para que no se soplara y no empezara a oler maluco, sobre todo cuanto estaban al pie de fincas o de campamentos", asegura.
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Otra práctica era 'rajar' a los muertos y meter piedras en su estómago antes de arrojarlos a ríos y ciénagas, para evitar que salieran a flote después de unos días. En el tétrico cuadro de los desaparecidos en Colombia, que empezó en la llamada época de a Violencia, los cadáveres arrojados a cuerpos de agua se cuentan por miles. Para esas víctimas y sus familias, la esperanza de una recuperación es aún más remota.
Pero que las Farc no descuartizaran a sus víctimas no implica, para nada, que tuvieran alguna consideración por sus restos mortales. La misma Jenny le dijo a EL TIEMPO que uno de sus compañeros guerrilleros, fusilado, no fue enterrado de inmediato por orden del mismo comandante de un frente del Bloque Oriental que lo sentenció a morir: decidió que el cuerpo de esa persona a la que todos habían conocido fuera usado para las prácticas de enfermería en el frente. "Yo iba a hacer esa práctica, pero a última hora me llamaron para otra labor. Pero las compañeras se dieron cuenta de que era él, a pesar de que le habían puesto un trapo en la cara y que dieron orden de no destaparlo. Lo habían matado hacía unos 15 minutos. Aún estaba calientico", recuerda.
Si un comandante daba la orden de matar a alguien —secuestrado, guerrillero o los señalados como supuestos ‘sapos’ o espías del Ejército o de los 'paras— la única salida posible era cometer el asesinato. "Yo lo hice varias veces: si uno se negaba, el siguiente al que mataban era a uno mismo", dice Raúl, líder de la Red ADN, un colectivo de ex Farc que están por fuera de la JEP y que por iniciativa propia han realizado búsquedas humanitarias en el sur del país.
Los asesinatos con fusiles, contra lo que podría pensarse, no eran tan frecuentes. Los investigadores de la Fiscalía han documentado que los usaban en casos extremos —por ejemplo, ante eventuales intentos de rescate de secuestrados— y que también usaron armas blancas para evitar que las detonaciones delataran su ubicación. Pero en la mayoría de los casos los 'fusilamientos' se hacían con tres, cuatro o cinco revólveres, algunos de ellos descargados, que se entregaban al azar para calmar los eventuales cargos de conciencia de los ejecutores. A los condenados a muerte los amarraban de manos y cuello, para inmovilizarlos completamente. “La gente se moría solo de eso”, aseguró un exguerrillero a la Fiscalía.
Así se mataban dentro de las Farc
Elda Neyis Mosquera, más conocida como 'Karina', que fue por dos décadas la mujer más temida de las Farc y quien por su decisión de desmovilizarse estuvo por años en la mira de esa guerrilla, le dijo a Justicia y Paz que aunque la norma era “que no se supiera a quién se le había dado el revólver cargado”, no era raro que “los más pistoleros” del frente fueran comisionados para las ejecuciones, indistintamente de quién fuera la víctima.
¿Y por qué se daba la orden de matar en las Farc? Si se trataba de un secuestrado —según indican los expedientes— lo usual era que se hiciera una consulta hacia arriba, hacia los comandantes de frente o incluso de Bloque. Asesinar a un supuesto infiltrado era más discrecional del jefe del grupo local, mientras que la muerte de los mismos miembros de las Farc se decidía en los consejos de guerra, por voto, aunque —dicen decenas de testimonios de desmovilizados— si un comandante estaba empecinado en hacer ejecutar a alguien no era inusual que repitieran las votaciones una y otra vez, hasta que saliera la condena.
En el caso de los secuestrados, según documentó la justicia, la única prohibición que existía era la de asesinar sin pedir permiso a instancias superiores. Y no se hacía por una razón humanitaria, sino porque la muerte del secuestrado afectaba el ingreso de plata que ya había presupuestado la guerrilla. El trato y las condiciones de cautiverio, así como la posibilidad de pedir rescate por el cadáver, quedaban a discrecionalidad de los mandos en cada zona.
A veces, la muerte de un secuestrado estaba decidida antes, como dice ‘Karina’ que ocurrió con un plagio colectivo en el 2000: en la investigación por el asesinato de Nelson de Jesús Orozco Valencia, ella confesó que las cabezas del frente 47 “fueron enteradas del secuestro de esta víctima, admitiendo que en una reunión se acordó causarle la muerte a alguno de los secuestrados que se negara a pagar, para así sentar un ‘precedente’ ".
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A los secuestrados los mataban si no había pago, pero también si empezaban a ser un problema para la forzosa movilidad de los frentes guerrilleros por su edad o por enfermedad o porque simplemente se negaban a seguir caminando. Esa fue la suerte que corrieron los esposos Angulo Castañeda, Gerardo y Carmen Rosa, que son dos de los rostros más conocidos de los secuestrados desaparecidos por las Farc y cuya búsqueda completó más de 20 años. Los restos de Carmen aparecieron a finales del 2021; de don Gerardo aún no se sabe nada.
"Quién se cansó primero? ¿Quién vio morir a quién?", se pregunta hoy su hijo Héctor, quien se hizo viejo yendo una y otra vez en un viejo Zastava azul a la misma zona en límites de Cundinamarca y Meta donde casi se mata con una piedra al resbalarse cruzando un río y donde aún sigue buscando el cadáver de su padre.
Según la JEP, las Farc recurrieron sistemáticamente a "la privación de la libertad indiscriminada en búsqueda de dinero para financiar la organización armada, y al asesinato y la desaparición forzada como la consecuencia posible por la falta de pago”. Y agrega la Jurisdicción de Paz: "También se evidencia de manera consistente el sufrimiento causado a las familias por ocultamiento de la suerte de los cautivos, venta de cadáver, doble pago de rescate, cambiar un familiar que pagó por otro y cobrar de nuevo, burlas, amenazas e insultos".
Muchos desaparecidos lo fueron porque en algunas zonas las Farc no solo asesinaban, sino que prohibían a las familias recoger a sus muertos para enterrarlos. A Pablo Ortiz, que tuvo que salir desplazado del corregimiento de El Triunfo, en La Montañita (Caquetá) hace 20 años, el frente 3 le asesinó a su hermano Ómar. Pero además le mandaron a decir que no se apareciera por allá si no quería correr la misma suerte. Él se arriesgó, camuflado en el carro de una funeraria.
Los que nunca volvieron
La lista de los secuestrados que nunca volvieron es tan extensa como olvidada. Desmovilizados confesaron que a Joaquín Emilio Sierra, un finquero de 75 años al que se llevó el frente 5 en Mutatá (Antioquia) en el 2003, "lo dejaron morir en cautiverio. Estaba recién operado del corazón: a él lo transportaban en una hamaca y al pasar la quebrada lo dejaron caer y se ahogó y fue enterrado a la orilla del río". En esa misma fosa, aseguraron, está el cuerpo de Norman Álzate, un ingeniero forestal que se negó a seguir caminando. Por eso lo acribillaron.
El Ejército cuenta 123 de sus miembros como desaparecidos en servicio: muchos de ellos estaban de civil y desarmados cuando tuvieron la mala suerte de caer en un retén guerrillero. Y hay decenas de casos de miembros de la Policía. Entre esos desaparecidos está el subintendente Luis Peña, secuestrado en la toma de Mitú y a quien las Farc asesinaron porque por el prolongado cautiverio en la selva empezó a tener problemas mentales y se convirtió en un problema para sus captores. Su familia sigue esperando que los máximos responsables de la guerrilla desmovilizada honren la promesa que hizo frente a la JEP 'Pastor Alape', integrante del secretariado de las Farc: “Hemos venido avanzando en el caso de Peña y sabemos que fue ejecutado por una orden de la Dirección. Estamos ubicando la zona donde estaría su cuerpo en los Llanos del Yarí. Este es un compromiso que tenemos con las víctimas y el país, pero va a requerir tiempo".
Pero el tiempo se acabó para muchos de los que se pasaron media vida buscando inútilmente. Ismael Márquez Correal, el papá de Enrique Márquez, a quien las Farc secuestraron y desaparecieron hace 23 años, murió hace siete meses. Su esposa Amalia, de 87 años, sigue esperando confirmación de la noticia que dio, no a ellos sino a la radio, 'Romaña' en el 2018: que a Enrique lo mataron poco después de que lo secuestraron sin razón aparente, porque nunca pidieron plata.
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Esa esperanza de alguna noticia de los secuestrados por las Farc también se ha marchitado con los años en Estados como Apure y Táchira en Venezuela, donde hoy las disidencias de las Farc siguen secuestrando, o en la provincia de Sucumbíos en Ecuador, donde el frente 48 de las Farc impuso su ley por años y reclutó a decenas de indígenas y campesinos ecuatorianos de cuya suerte no se tiene noticia. Esas familias, sobre todo las que están en Venezuela, parecen condenadas a la zozobra, pues no hay ninguna autoridad que se le haya metido con seriedad al tema de los desaparecidos por la guerrilla al otro lado de las fronteras.
Y las Farc, que en sus 50 años largos de guerra pudieron haber reclutado a más de 18 mil menores de edad, según la JEP, tiene otro crimen de guerra por aclarar: el asesinato de centenares, tal vez miles, de esos niños combatientes por cualquier violación de su régimen interno. Hay casos documentados de fusilados por robarse un pedazo de panela de la remesa. A un ranchero (cocinero) del frente 47 lo fusilaron y enterraron en la selva porque "dejó quemar la culata del fusil mientras cocinaba para la tropa".
Ese solo frente asesinó en el año 2000 a más de 50 niños, niñas y adolescentes reclutados en límites de Antioquia y Caldas porque el comandante 'Marcos', según confesó 'Karina' en Justicia y Paz, "cayó en el síndrome de la infiltración". No fue un episodio aislado. Otros desmovilizados revelaron que ya en 1991, en la misma zona, ese grupo fusiló a 10 menores de edad que habían sido enviados a una escuela de entrenamiento que apenas duró 4 meses. "Están enterrados a 20 minutos de la orilla del río Mulatos, se entra por la finca de una señora que le dicen ‘La Viuda’; al parecer hay 13 cadáveres en el mismo sitio…”, confesó un ex combatiente.
Fue el destino de muchos y la espada pendiente sobre la cabeza de todos, como lo recuerda una desmovilizada que ya se acerca a los 40 y que se fue de niña con las Farc: "Yo vi niños fusilados por mal comportamiento, y los sacaban de las filas, los amarraban con cumbrera (soga) del cuello y se los llevaban. Y luego se escuchaban los tiros”.
Las familias de esos guerrilleros, como las de los militares y policías desaparecidos y las de los secuestrados que nunca volvieron, siguen a la espera de que la promesa que se les hizo con el Acuerdo de Paz --verdad para poder cerrar años y décadas de incertidumbre— se concrete cuanto antes.
Capítulo I. La espera sin fin de las familias de los secuestrados
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Capítulo II. Entre el miedo y la esperanza: la búsqueda en los territorios
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Capítulo III. Un diente o una prenda, las pistas para la búsqueda
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Capítulo IV. Policías, militares y agentes del Estado:
los desaparecidos de los que nadie habla
Capítulo IV. Policías, militares y agentes del Estado: los desaparecidos de los que nadie habla
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Capítulo V. La zozobra del otro lado de la frontera
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Capítulo VI. La historia de los niños reclutados
y asesinados por las Farc
Capítulo VI. La historia de los niños reclutados y asesinados por las Farc
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Capítulo VII. ¿Qué dicen los responsables de la búsqueda?
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