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Noticia

Lecturas Dominicales

Andrea Cote: la poesía de la violencia, los migrantes y Barrancabermeja

Andrea Cote es autora de los libros de poemas: Puerto Calcinado (2003), La Ruina que Nombro (2015), En las praderas del fin del mundo (2019) y del libro objeto Chinatown a toda hora

Andrea Cote es autora de los libros de poemas: Puerto Calcinado (2003), La Ruina que Nombro (2015), En las praderas del fin del mundo (2019) y del libro objeto Chinatown a toda hora

Foto:©Foto Margarita Mejía

La poeta colombiana Andrea Cote presenta Fervor de tierra Poesía reunida en la Filbo.

federico díaz granadosDirector de revista Bocas y Lecturas. Ed...
Andrea Cote (Barrancabermeja, 1981) es una de las poetas colombianas más importantes de su generación y que mayor impacto ha tenido en el ámbito internacional. Desde la aparición de su primer libro, Puerto calcinado, en 2003, obtuvo un temprano reconocimiento de los lectores y la academia. Este libro además ganó el Premio Nacional de Poesía de la Universidad Externado de Colombia y el Premio Internacional Puentes de Struga

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Nos conocemos hace más de veinticinco años y desde aquel primer encuentro con un puñado de poemas en carpetas sueltas hemos sostenido una conversación y una amistad alrededor de la poesía que no se ha detenido. A propósito de la reciente aparición de Fervor de tierra: poesía reunida, publicado por Tusquets Editores, regresamos a algunos de sus asuntos y obsesiones particulares que han demarcado una rotunda vocación literaria. Actualmente es profesora de la maestría de Escrituras Creativas en la Universidad de Texas, en El Paso. Sumergirse en su poesía es adentrarse en un mundo donde la fuerza de su palabra funde las fronteras del exilio interior y la migración, donde la violencia se convierte en atmósfera y el fervor de la creación se erige como un acto de resistencia. 

¿De dónde proviene su encuentro con la poesía?

Soy una escritora que nació y se formó en la provincia, donde hace treinta años era aún difícil conectarse con la cultura centralizada y el mundo. Leía los libros que mis padres recibían del Círculo de Lectores, clásicos como la Ilíada y la Odisea. Pero mis primeras obsesiones fueron los simbolistas franceses como Rimbaud y Baudelaire. La primera serie de poemas que escribí imitando a los poetas malditos se titulaba Demonios. Envié esos textos a un concurso de poesía local cuando tenía 14 años y parte del jurado, supe después, consideró descalificarlos porque creía que me habían ayudado. Pero la poeta Yirama Castaño Guiza exigió que me entrevistaran y así recibí mi primer premio. De la serie Demonios provinieron los primeros textos que publiqué, primero en algunas revistas como la Luna Nueva y Prometeo, y por primera vez en un libro en el 2000 en la antología Inventario a contraluz.

¿Cómo modifica su mirada del mundo crecer en Barrancabermeja en una época de tanta violencia?

En la década de los noventa, en mi ciudad vivimos la violencia que generó la disputa por el control del territorio. Nuestra adolescencia se ató a la casa y a cierta visión del mundo limitada por ella, pero por todo lo que vivimos y escuchamos también crecimos mirando de frente al país. Yo tenía un recuerdo de la infancia del llanto de mi madre la noche que mataron a Luis Carlos Galán y pensé por años que ese muerto era un familiar mío. Luego tengo recuerdos tristes del bachillerato cuando muchos compañeros perdieron a sus padres, y era como si cada una de esas muertes viniera a confirmar que nuestra orfandad era una condición generalizada. Del extrañamiento de esos años vienen los primeros poemas de Puerto calcinado, allí la violencia en mi ciudad no es relato, sino atmósfera, la sensación de lo que es despertar al mundo guiado por el desamparo.
Fervor de tierra. Poesía reunida

Fervor de tierra. Poesía reunida

Foto:Andrea Cote

¿Cómo se gestó la escritura de Puerto calcinado?

Empecé a escribir esos poemas con el cuerpo tratando de sentir el sopor de las tardes azotadas por la humedad y el calor en Barrancabermeja. Pero quería también hablar de visiones ineludibles que tuve, como aquel funeral simbólico de ataúdes vacíos y blancos que tuvo lugar en la avenida del Ferrocarril después de la desaparición de 36 personas en 1998. Esos eventos trajeron una urgencia por la escritura. Pero yo no quería hablar de esa violencia como si la entendiera; por eso llegué a la poesía construyendo conversaciones en las que casi todo es ruego o pregunta. En la Universidad de los Andes empecé a leer a Blanca Varela y otras poetas latinoamericanas en las clases de Piedad Bonnett. Ella y Claudia Montilla me enseñaron a leer con detenimiento. Los últimos poemas de Puerto calcinado los escribí en esos años, y mi amiga Juliana Martínez me ayudó a corregir e imprimir las copias que envié al Concurso Nacional de Poesía de la Universidad Externado de Colombia. El libro resultó ganador y apareció publicado en la Colección ‘Un libro por centavos’, que gracias a una alianza con El Malpensante tuvo un amplio tiraje y difusión en todo el país.

Por esos días usted escribía reseñas, la tesis sobre Blanca Varela, una biografía de la fotógrafa Tina Modotti y organizaba un festival de poesía en su ciudad. ¿Cómo se complementaban estos oficios con su búsqueda poética?

Descubrí que es posible involucrarse en la construcción de un público para la poesía y que la literatura no es solo una máquina para hacer libros, que son productos, sino que es sobre todo una práctica para crear procesos, que son formas de vida. La literatura empieza antes del libro. Por eso es importante reseñar, promocionar a otros, traducir y antologar. Creo que expandir el entusiasmo por la escritura es otra forma de ser autor.

Luego vienen los años en Estados Unidos, donde hace una vida académica, pero también vive la vida del migrante latino.

Mi motivación era estudiar y regresar al país. Pero como a veces pasa, me convertí en migrante por una historia de amor. Llegué por primera vez a la ciudad de Nueva York para encontrarme con una ciudad literaria y una de las primeras personas a las que busqué fue Jaime Manrique porque me preguntaba qué cosa es ser un escritor colombiano en la diáspora. En Nueva York empecé a escribir sobre el barrio chino, un libro que está siempre en construcción y que explora la idea del lenguaje y el mundo como un gran mercado en el que el poeta busca su sitio. En esa etapa tuve el privilegio de recibir clases con autores como Julio Ortega y Ricardo Piglia. Luego fui a Filadelfia a hacer un doctorado, explorando la relación entre fotografía y literatura que me había cautivado desde que escribí sobre Tina Modotti. Pero creí finalmente haber encontrado mi lugar en el mundo cuando me ofrecieron ser profesora de la maestría bilingüe de Escritura Creativa en la Universidad de Texas, en El Paso, donde tengo el privilegio de habitar la frontera entre lenguas, culturas y países.

Siento que hay un puente de ida y vuelta entre sus libros y varios temas recurrentes: el calor, la migración, el exilio interior y la familia, entre otros. ¿Siente que hay una especie de círculo temático en su poesía?

Creo que sí hay un círculo y está determinado por los temas recurrentes como el paisaje y la idea de que todo lo que somos avanza hacia la ruina. Puerto calcinado es un libro que utiliza el paisaje desecado y de barranco como referente para investigar conflictos individuales y colectivos que se le presentan a esa voz poética. En La ruina nombro los parajes de lo deshabitado, como el desierto y el invierno, como los que cumplen ese papel. Ya en Las praderas del fin del mundo ese paisaje es de modo más concreto el desierto de Chihuahua, donde ahora vivo y donde se libran batallas muy importantes. Me refiero concretamente a la emergencia migratoria por la que estamos llamados a pensar nuestra forma de relación con los otros. Desde el punto de vista de la escritura también hay otro círculo, Puerto calcinado era una conversación entre dos hermanas. En las praderas del fin del mundo la conversación es ahora entre madre, padre e hijo. Encontré en la figura del hijo y en sus preguntas un recurso para pensar el desarraigo. También me permite explorar la pregunta de qué quiere decir tener a tus hijos en otro país, allí donde ellos son como una raíz expuesta.
Andrea Cote

Andrea Cote

Foto:©Foto Margarita Mejía _3

Usted ha traducido a poetas norteamericanos como Tracy K. Smith y Jericho Brown. ¿Cómo alimenta el tono de su poesía la traducción de otros poetas?

La traducción es una metáfora de aprendizaje sobre lectura y convivencia. Una traducción es una hiperlectura, un regreso al texto palabra por palabra. Pero es además un modelo de convivencia. Donde vivo, en El Paso, muchos de mis estudiantes son hijos de mexicanos que han crecido ejerciendo de traductores naturales de sus familiares. Ellos son quienes llevan a la abuela al hospital, al registro o al supermercado, y son quienes luego regresan a clases de escritura y traen consigo esa experiencia de ser mediador entre lenguas, culturas y generaciones. Traducir es reconocer a otro en el lenguaje, reconocer su diferencia y acercarla. Hablo de diferencia porque una de las cosas que he aprendido es que no todo es “traducible” y eso protege nuestro entusiasmo por el original. Traducir a la premio Pulitzer Tracy K. Smith fue una tarea difícil porque ella utiliza cartas que los soldados afroamericanos le enviaron a Abraham Lincoln y que tienen partes sin equivalencia en otra lengua. De allí que traducir termine siempre siendo un reconocimiento de que hay algo único en todas las cosas. La traducción renueva la pasión por el lenguaje y anima a seguir escribiendo.

Otra preocupación suya ha sido el reconocimiento de las poetas colombianas y la promoción de la poesía escrita por mujeres. ¿Cómo fue la experiencia de preparar la antología Pájaros de sombra?

Creo que hay un recurso de renovación muy importante para la literatura en español en la escritura de las mujeres, porque al decir de Alice Notley, las mujeres escriben por desobediencia, con desesperación y sin esperanza entre el desparpajo y el coraje que acompaña al que habla, dice Notley, cuando parecía que “no escuchaba nadie”. La experiencia de construir un mapa parcial de las voces de las mujeres poetas de una generación literaria reciente en Colombia me permitió acercarme a un linaje que vamos descubriendo en reversa. Las poetas más jóvenes, que aparecen primero en el libro, abren caminos para la recuperación de sus precursoras, para volver a leer a las escritoras colombianas que habían sentado las bases para, a través de la recuperación simbólica del cuerpo femenino, permitir el paso de la mujer de objeto a sujeto de nuestra escritura.

En la Filbo se presentará Fervor de tierra: poesía reunida, publicado por Tusquets. ¿Qué significa este balance en una edición tan impecable?

Por lo que esta colección de poesía trajo al mundo de quienes con ella descubrimos algunos de nuestros más cercanos poetas, esta publicación me sobrecoge. Allí están todos mis textos reunidos, 20 años de publicaciones y un poco más de escritura en los que la poesía no ha hecho más que salvarme la vida. No es un libro muy largo, pero mi brevedad la ofrezco siempre como un tesoro.
Fernando Gomez EcheverryDirector de revista Bocas y Lecturas. Ed...
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