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Opinión

Columnistas

A propósito de autonomía

La racionalidad y la libertad de acción son fundamentales para que un individuo pueda considerarse autónomo. 

Fernando Sánchez Torres
A raíz de mi columna de opinión ‘Ayudando a morir’ he recibido comentarios acerca del concepto de autonomía individual, deduciendo que se ha malinterpretado. Quizás no fui lo suficientemente explícito cuando relacioné la autonomía con el libre albedrío, prestándose para pensar que el derecho a la autonomía da lugar a actuar alegremente, sin cortapisa alguna. Considero que sería una irresponsabilidad de mi parte dejar vagando esa interpretación equívoca. Por eso me siento obligado a hacer claridad sobre el asunto.

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Según el filósofo y eticista belga Jean-François Malherbe, la autonomía es un derecho inalienable que permite determinar libremente las leyes a las cuales nos sometemos. Siendo así, la autonomía no apareja libertad absoluta, pues está sujeta a las normas que escogemos para que nos gobiernen. Para él, “toda autonomía supone una forma de heteronomía”, paradoja que aclara añadiendo que “la autonomía correctamente entendida, es decir, como un concepto dialécticamente unido a su contrario, la heteronomía, consiste en el ejercicio claro de la libertad de conciencia”. Aceptando lo anterior, lo que podamos y debamos hacer por voluntad propia, por decisión autónoma, depende de muchos factores ajenos a nuestro libre albedrío. Bien dice por eso la española Adela Cortina que “la verdadera autonomía exige un esfuerzo que bien pocos están realmente dispuestos a realizar”.
Desde Kant se ha sostenido que el reino de la moralidad reside en la autonomía. Para este filósofo “el hombre y la mujer llegan a ser personas de verdad por su capacidad para darse a sí mismas el imperativo categórico de la ley moral”. El análisis especulativo de lo que significa la autonomía permite concluir que la autonomía pura, verdadera, no existe. De existir, reside en el nivel último de la conciencia, en el más profundo que pueda poseer la persona. Debe tenerse en cuenta que la racionalidad y la libertad de acción son fundamentales para que un individuo pueda considerarse autónomo. Este último requisito, la libertad de acción, puede verse interferido externamente de distintas formas o grados: coerción, manipulación y persuasión, como también por factores internos, producto de alteraciones orgánicas o funcionales del cerebro. La racionalidad, por su parte, tiene relación con la capacidad para discernir correctamente, para juzgar las cosas de manera razonable, para identificar lo bueno y lo malo.

La moral subjetiva es aquella originada en la conciencia, o éthos, lugar donde reflexionamos, donde rumiamos nuestras intenciones.

Insisto, es ligero suponer que para que un individuo pueda considerarse autónomo debe poseer libertad completa de acción, sin interferencia alguna. En la realidad esto no es posible. Igual ocurre con la autonomía asignada a las instituciones, caso Universidad Nacional. También está sujeta a normas. Su interpretación proclive se ha prestado para hacer de ella licencia de corso. El libre albedrío, hacer lo que se me dé la gana, la autonomía absoluta, es una forma de autonomía existente únicamente en el deseo. Como el ser humano no está solo en el mundo, sino que es miembro de una comunidad (familia, sociedad, autoridades), su actuar debe estar sujeto a las costumbres impuestas por la colectividad y el Estado. Es un “contrato social”, sin cuyo cumplimiento no serían posible la armonía ni el bienestar de los pueblos. Teniendo en cuenta esto, puede inferirse que la autonomía es un asunto relativo y que solo tiene vigencia cuando se ejerce, como ya vimos, en el marco de la racionalidad, y la autonomía racional es la que está influenciada por dos fuentes: la moral objetiva y la moral subjetiva.
Para mejor comprensión debe entenderse que la moral objetiva la constituyen las normas de conducta establecidas por el Estado (constitución, leyes, códigos, decretos, etc.) y por la sociedad (Iglesia, organizaciones profesionales, etc.). A su vez, la moral subjetiva es aquella originada en la conciencia, o éthos, lugar donde reflexionamos, donde rumiamos nuestras intenciones, donde les damos a nuestros actos la connotación de buenos o malos. Para que los mandatos venidos de nuestra conciencia sean éticos deben estar encaminados a hacer el bien, a no hacer daño, lo cual depende de los valores y principios que nos fueron inculcados en la niñez, o que hemos venido recogiendo a lo largo de nuestra vida.
Fernando Sánchez Torres
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