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Perreo, trasgresión y deseo

La virtud a la restricción derivó en un desenlace imprevisto, dando origen a otro tipo de deseo: la trasgresión.

Santiago Vargas Acebedo
En el año 370, en un baño público de la ciudad de Tagaste, hoy Argelia, un joven de 16 años tuvo una erección que dio un vuelco al curso de la historia. Se trata nada más y nada menos que de San Agustín, uno de los más grandes pensadores de la antigüedad, a quien le debemos la ‘pendejadita’ de haber concebido la teoría del pecado original. En sus Confesiones, San Agustín regresa al incidente de Tagaste y reflexiona acerca del único miembro de su cuerpo que no obedece a la voluntad de su dueño, sino que, al contrario, la domina. A su juicio, esto se explica por un deseo sexual involuntario —que él llama concupiscencia— ante el cual la libertad de los seres humanos se rinde como esclavo. Por eso, San Agustín concluye que la concupiscencia es una fuerza maligna que tiene potestad sobre los seres humanos y no al contrario.

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Pero si el deseo que irradia del cuerpo es fundamentalmente maligno, esto significa que la restricción es inevitablemente equiparable a la virtud. Y es precisamente esta concepción de la virtud en términos de la restricción del deseo la que ha servido como espina dorsal a las sociedades humanas posteriores al triunfo del cristianismo. Por eso, es muy probable que no haya habido un filósofo en la historia que haya influido tanto como San Agustín en cuanto a lo que bajo sabanas sucede, y no precisamente por ser un “nasty doll debajo de los covers”. A quienes más ha afectado la institucionalización de esta doctrina ha sido a las mujeres, quienes han sido sometidas a jerarquías y marcadores sociales que funcionan como estrategias de tipo zanahoria y garrote para regular la concupiscencia. Por supuesto, también ha derivado en el llamado a una serie de instituciones como la familia, el matrimonio y las escuelas a ocuparse de la fiscalización del deseo.

En los últimos años, el fenómeno cultural que quizás se ha tomado con mayor seriedad el placer de llevarle la contraria a esta doctrina no es otro más que el perreo.

Pero semejante equiparación de la virtud a la restricción derivó en un desenlace imprevisto, dando origen a otro tipo de deseo: la trasgresión. Al fin y al cabo, el placer de la trasgresión, por definición, solo puede existir posteriormente a la creación de una restricción. Y, en los últimos años, el fenómeno cultural que quizás se ha tomado con mayor seriedad el placer de llevarle la contraria a esta doctrina no es otro más que el perreo. Desde sus orígenes, uno de los mitos fundacionales que el reggaetón ha reproducido una y otra vez es no tanto la celebración de la sexualidad humana por sí misma, sino la conmemoración sistemática de la trasgresión. O, para ser incluso más precisos, el reggaetón es un monumento a la mujer trasgresora —lo cual, por cierto, no viene sin complejidades morales—.
La naturaleza trasgresora del perreo se materializa, entre otras cosas, en la cantidad de versos que hacen referencia a lo “bellacoso”, “freaky, nasty, nada de lo romantic”. Ni lo freaky ni lo nasty existen por su propia cuenta, sino que lo son en virtud de una doctrina que así los califica. Mejor dicho, el reggaetón es una manifestación contracultural que celebra lo que la doctrina imperante de la virtud ha denominado freaky y nasty, y enaltece las posiciones sometidas a lo más bajo de las jerarquías sociales por haber pasado por alto la regulación del deseo—“exótica bandida” “una diabla, cómo baila”. No es en vano que tantas canciones de reggaetón partan de la recreación de diferentes versiones de autoridades fiscalizadoras de la virtud para luego desafiarlas. “Su’ pai’ la quieren ver casá’, que ya terminé la escuela/ Pero ella cambia má’ de novio que de panty”.
Se nos enseña con frecuencia que la liberación sexual es una fuerza centrífuga que irradia desde las capitales occidentales, provocando un viento que se extiende por el mundo y pone a temblar los cimientos de las culturales periféricas. Pero, en Latinoamérica, —el llamado patio trasero de occidente— nació una fuerza indomable llamada perreo, que pone a este discurso “de espalda contra la pared” y le hace “la-la, la-la, la-la, la-la”.
Santiago Vargas Acebedo
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