Portada GQ julio / agosto 2022

Brad Pitt: “Todos tenemos el corazón roto”

Es famoso por su legendarios papeles protagonistas, por el enorme poder que ejerce en Hollywood y por estar entre los galanes más irresistibles de todos los tiempos, pero Brad Pitt no se reconoce en ninguna de estas definiciones. Como nos descubre la escritora Ottessa Moshfegh, sus sueños de futuro son más místicos de lo que nunca habríamos imaginado.
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Chaleco Giorgio Armani Los Angeles Collection. Camisa Budd Shirtmakers. Pantalones Acne Studios. Cinturón, del estilista. Collar (arriba) Mateo. Collares de eslabones (en todas las fotos), propios. Pulseras (en la mano derecha, en todas las fotos), propias. Gemelos Fabergé.

Brad Pitt intenta acordarse de todos sus sueños. En la mesilla siempre tiene un boli y una libreta, donde apunta todo lo que recuerda nada más despertarse. “Me he dado cuenta de que es muy útil”, dice. “Tengo curiosidad por lo que pasa en mi cabeza cuando no manejo el timón”. Me lo cuenta una tarde en el luminoso salón de su casa de Craftsman, en Hollywood Hills. Durante una buena temporada, tuvo un sueño violento recurrente que llegó a turbarlo un poco. Me lo describió con detalle por correo electrónico unos días después de nuestra entrevista:

El sueño me incordió durante cuatro o cinco años. Alguien me asaltaba y me apuñalaba. Siempre sucedía por la noche, en plena oscuridad. Iba caminando por la acera de un parque o por una pasarela, y al pasar por una farola parecida a la de El exorcista, un tipo salía de las sombras y me clavaba un puñal en las costillas. Otras veces me seguían y alguien me alcanzaba por un lateral, dejándome sin salida. En los dos casos querían hacerme daño de verdad. En otras ocasiones, me perseguían por una casa, a mí y a un niño al que había ayudado a escapar; luego me ponían contra el suelo y me apuñalaban. Siempre me apuñalaban. Me despertaba aterrorizado. No entendía por qué querían hacerme daño. Pero dejé de tener la pesadilla hace uno o dos años, cuando me puse a analizarla para averiguar qué podía estar provocándola.

Cualquiera estaría tentado de psicoanalizar un sueño tan insistente y macabro. Pero tampoco debemos ignorar que Brad Pitt —el niño bonito de Missouri a quien a los 22 años le dio un pronto y se mudó a California, donde se convertiría en una de las estrellas más fulgurantes del firmamento cinematográfico; el actor que, dicen, gana 20 millones de dólares por película, y que formó parte de ‘la pareja más famosa sobre la faz de la tierra’ no una, sino dos veces— no puede dar un paso sin que lo atosiguen los paparazzi. Normal que el hombre se sienta perseguido. Lo que sí es sorprendente es que el sueño dejara de importunarle tras analizarlo con detalle para intentar desentrañar su significado.

Brad Pitt tiene 58 años y hace casi seis de su complicado divorcio de Angelina Jolie, con quien tiene seis hijos en común. Ya no se deja ver tanto como antes. Atrás quedó su eterno estatus como actor protagonista. Sus apariciones en pantalla son más esporádicas, y sus personajes, más inesperados, lo que trastoca la imagen de estrella de cine que ha proyectado durante los últimos 30 años. Ahora dedica gran parte de su tiempo a su labor como productor de cine, apoyando a nuevos y prometedores directores y adaptando a la gran pantalla las obras de escritores reputados. Cuando quedamos para la entrevista, me encuentro a un Pitt más reflexivo, más artista de lo que me esperaba. Me cuenta que está pensando en el futuro, en el camino que quiere trazar en las fases finales de una prolífica carrera creativa. “De un tiempo a esta parte, me veo ya en mi última etapa”, me dice. “¿Cómo va a ser esta nueva fase? ¿Cómo voy a planteármela?”.

Analizar sus sueños en busca de algún significado oculto es parte del proceso, dice, como si quisiera sondear su pasado para adquirir la sabiduría procedente de sus retos. “Aquí en California se habla mucho de ‘ser tu auténtico yo’. Me he comido mucho la cabeza con eso. ¿Qué significa ‘auténtico’? [Para mí], se trata de aceptar esas cicatrices profundas que todos tenemos”.

Camisa Tom Ford.

Pitt posee varias propiedades dentro y fuera de Los Ángeles: una casa en la playa cerca de Santa Mónica y una residencia modernista de acero y cristal, también en Hollywood Hills. Pero fue en esta casa de Craftsman, que ha mantenido a lo largo de toda su vida como estrella de cine, donde se confinó durante gran parte de la pandemia. Dentro, las paredes están revestidas de cedro color caramelo y las habitaciones de la planta baja están decoradas con mobiliario vintage y obras de arte que denotan muy buen gusto. No hay fotos familiares a la vista, ni florituras lujosas, más allá de la elegancia sencilla de esta casa tan típica de principios del siglo XX.

Pitt me recibe con ropa de tonos neutros, con unos pantalones marrón caqui de corte relajado y una holgada camiseta blanca, como si quisiera camuflarse en un campo de trigo. Los colores recuerdan a los cielos abiertos del Medio Oeste. Pitt creció en la Meseta de Ozark, un lugar del que habla con ensimismamiento. Una vela aromática perfuma la cocina, donde me ofrece algo de beber con talante alegre: té, café, agua, zumo, alcohol. No bebo alcohol. Pitt tampoco. Lleva sin tomarse una copa al menos seis años. Elijo agua, como él.

“¿Fría o a temperatura ambiente?”, pregunta.

La elijo fría porque quiero ver qué tiene en el frigorífico, pero no veo apenas nada, sólo el brillo azulado de la luz eléctrica. “Todos mis amigos se han pasado al agua a temperatura ambiente”, dice. Temperatura ambiente. Un concepto que encaja muy bien en este entorno tan agradable y tranquilo.

“¿Hay alguien más en la casa?”, le pregunto.

“Qué va”, contesta con rapidez. Tiene una manera simpática pero áspera de contestar los síes y los noes de las preguntas que, presumo, preferiría que me guardara. Qué va. Sip.

En la chimenea arde un pequeño tronco y Pitt acerca una silla para disfrutar del calor. Sus ojos, de un color azul muy claro, están tranquilos y, al volverse hacia mí, les da la luz de lleno.

“Ésta fue la primera casa que compré cuando gané algo de dinero, allá por 1994”, dice. Se la compró a Cassandra Peterson, actriz conocida por Elvira, reina de las tinieblas, una serie convertida en película en la que interpretaba a la extravagante presentadora de un programa de terror. Cassandra llegó a decir en alguna ocasión que la casa estaba embrujada, que cuando vivía allí escuchó unos pasos que procedían de una habitación de la tercera planta que estaba desocupada, que vio el fantasma de una enfermera y de un hombre con ropa de época sentado junto a la chimenea. También que Mark Hamill [el primer Luke Skywalker] le contó que había vivido en la casa en los 60, hasta que el chico con quien la compartía se ahorcó en el armario de la habitación. “Estaba muy deteriorada, casi en ruinas”, me cuenta Pitt sobre la casa. “Viví aquí unos años, después estuve yendo de aquí para allá, dejaba que mis amigos se quedaran, y luego, ya en los dos mil, la reformé. La he estado usando mucho como refugio”.

Chaqueta y pantalones Umit Benan B+. Cinturón Artemas Quibble. Botas vintage (en todas las fotos) Palace Costume. Pulsera y anillo (en mano izquierda) Bernard James. Anillo (en mano derecha), propio.

Últimamente, Pitt se ha estado levantando temprano para tocar la guitarra, una afición que comenzó hacia el inicio de la pandemia. Se bajaba al salón, hacía un fuego y tocaba un poco. Aquí se siente tranquilo, dice, pero también le gusta salir de la ciudad. A menudo coge el coche y se va a la casa que tiene en la playa, un viaje lo bastante largo como para darle la impresión de que se ha ido de escapada. “Cuando salgo de aquí es como si me hubiera quitado un peso de encima”, cuenta. Y cuando regresa, dice que puede sentirlo otra vez. “En cuanto paso Santa Bárbara, ya lo veo venir. Los hombros se me empiezan a elevar, y sé que la sensación está al caer. No sé muy bien por qué y cómo enfrentarme a ello ahora mismo. La única solución es salir y viajar mucho”.

Pero lo que le mantiene anclado en L.A. suele ser el trabajo, y sus amigos me dicen que cuando más contento está es cuando está liado con un proyecto. Me lo explica Flea, bajista de los Red Hot Chili Peppers, su buen amigo y confidente: “Hay algo mágico en cómo se concentra en el proceso de crear. Es como esa llama que se enciende en el interior de una persona, una luz que les da poder y los abre al mundo”.

De hecho, el trabajo que hace Pitt ahora también es muy gratificante, pero de una manera distinta. Este año, Plan B Entertainment, su productora, va a estrenar Ellas hablan, una adaptación de la novela de Miriam Toews dirigida por Sarah Polley sobre un grupo de mujeres menonitas que se alían para enfrentarse a sus violadores. “Es una de las películas más profundas que se han hecho en la última década”, me cuenta Pitt. También llega pronto a los cines Blonde, basada en la biografía ficcionada de la vida interior de Marilyn Monroe, de Joyce Carol Oates, dirigida por Andrew Dominik [y protagonizada por Ana de Armas]. A esto hay que sumar también otras novelas de éxito que Plan B también ha adaptado a la gran pantalla: El ferrocarril subterráneo, de Colson Whitehead; Americanah, de Chimamanda Ngozi Adichie [finalmente cancelada por HBO]; o El curioso incidente del perro a medianoche, de Mark Haddon. Emerge así una imagen de Pitt como una suerte de poder en la sombra del mundo literario.

Y, sin embargo, pese a toda esta nobleza como productor y a una selección de papeles cada vez más cuidada, Pitt no tiene ningún problema a la hora de prestar su talento a algún taquillazo que otro, siempre que el momento sea apropiado, y más aún si hay una conexión personal de por medio. Bullet Train está dirigida por David Leitch, cuya relación con Pitt se remonta a El club de la lucha (1999), cuando Leitch hizo de doble de la estrella, trabajo que repetiría en varias películas más, entre ellas Troya y Sr. & Sra. Smith. Su relación cinematográfica tomó un nuevo rumbo cuando surgió la idea de hacer Bullet Train, aunque Leitch dice que su colaboración ha sido tan natural como siempre. “Cuando hablé con Brad”, dice, “el objetivo principal era hacer una película entretenida y escapista, fresca y original, que motive a la gente a volver a los cines”.

Americana Bode. Camisa Tom Ford. Pantalones (parte de un traje) Richard James. Fajín, vintage.

Bullet Train será la típica película para pasar un buen rato en verano, pero lo cierto es que se rodó en plena pandemia, en parte en un plató insonorizado de Los Ángeles. “Fuera del estudio, el ambiente era duro”, cuenta el coprotagonista Brian Tyree Henry. “Lo que más recuerdo es la risa de Brad, que es muy pegajosa. Relajaba bastante las cosas en el plató, pero sin exagerar la actitud. Era como estar delante de alguien que te está dando una clase magistral de cómo ser guay”.

En la película, Pitt interpreta a Ladybug, un asesino recién incorporado al trabajo tras una temporada de baja por agotamiento laboral que viaja en un tren de Tokio a Kioto con una concepción un tanto errónea sobre su adecuación para realizar su trabajo de alto riesgo. “Ya sabes, haces terapia durante un mes, tienes una epifanía y piensas que ya lo has resuelto todo, que no te vas a sentir desolado nunca más. Venga, ya está, ahora lo entiendo todo, estoy listo para volver”, cuenta sobre Ladybug.

A Pitt el personaje le resulta familiar. Es simpático, tiene sus taras y es un poco excéntrico. Lo interpreta con cierto encanto relajado y un humor discreto que recuerda a alguno de sus papeles anteriores, como el Cliff Booth de Érase una vez en... Hollywood. Para Quentin Tarantino, que dirigió a Pitt en esa película y también en Malditos bastardos, la naturaleza metamórfica de Pitt crea un tipo de presencia en la pantalla que ya no se ve mucho. “Es una estrella de cine de las de antes”, me dice Tarantino por teléfono. “Es guapo a rabiar, pero muy masculino al mismo tiempo. Y es un tío muy enterado, le pilla la gracia de las cosas... Pero hay algo que sólo conocen los directores y los actores que trabajan con Brad, y es su enorme talento a la hora de meterse en una escena. Puede que no sea capaz de articularlo, pero tiene un instinto brutal a la hora de entenderlas”.

Lo que Pitt exuda, dice Tarantino, es una atemporalidad excepcional. “Es uno de los últimos grandes actores de la gran pantalla”, me dice el cineasta, quien lo equipara a Paul Newman, Robert Redford y Steve McQueen. “Es de otra raza. Y, francamente, no creo que se pueda explicar exactamente qué es lo que tiene porque sería como describir el fulgor de las estrellas. Me di cuenta cuando estábamos rodando Malditos bastardos. Cuando Brad entraba en escena, no sentía que estuviera mirando por el visor de la cámara, sino que estaba viendo una película directamente. Su sola presencia en el encuadre creaba esa impresión”.

Americana Saint Laurent by Anthony Vaccarello. Camisa Budd Shirtmakers. Falda Thom Browne. Botas y anillo, propios. Pulsera Bernard James.

La historia de cómo aterrizó en Hollywood es muy conocida. Llegó en su Datsun a falta de dos créditos para licenciarse por la Universidad de Missouri. Había estudiado periodismo con la esperanza de convertirse en director de arte. Aquella vaga aspiración desapareció pronto, pero no su interés. Siempre le ha encantado hacer cosas con las manos, cogerlas, palpar su textura y evaluar su calidad. Una pasión que comenzó a desarrollar en los talleres de manualidades de secundaria, y que sigue definiéndole.

“Soy una de esas criaturas que habla a través del arte”, explica Pitt. “Necesito estar siempre haciendo cosas. Si no, hay algo en mí que se muere”. Pitt no sólo ha hecho películas, sino también esculturas, muebles, casas y, como recuerda su amigo Spike Jonze, música: “El otro día se pasó por casa. Venía obsesionado con Unconditional I (Lookout Kid), una canción de Arcade Fire que acababa de salir. Nos sentamos, la escuchamos, tocamos la guitarra y la cantamos como una docena de veces hasta hacerla nuestra totalmente. La canción le salía por los poros”.

Pitt desaparece unos segundos del salón y reaparece como acechante por detrás de mí. Me planta en las manos dos candelabros increíblemente pesados. Entiendo que son obra suya porque durante la pandemia aprendió a trabajar la cerámica. Están pintados de negro y dorado y son muy bonitos. “Es porcelana”, dice. “La porcelana siempre tiene que ser lo más fina posible para que penetre la luz, eso dicen todos los libros que leo. Hacer porcelana gruesa es como un pecado capital”. Y, sin embargo, eso es precisamente lo que Pitt ha hecho. Y le ha salido bien. “Lo que me gusta es que pesen, como pesa una Leica o un reloj bueno. Podrías tirarlo a la basura y dentro de 2.000 años alguien lo desenterraría porque podría sobrevivir a una erupción volcánica”.

Quizás el proyecto paralelo más conocido de Pitt es el vino de su finca Château Miraval, en la Provenza. En 2018, él y Jolie adquirieron una propiedad de más de 400 hectáreas, donde se produce un champán rosé de primera categoría que se ha convertido en un negocio multimillonario. Allí se casaron en 2014. Hace poco, la finca fue carne de titulares después de que Jolie pusiera a la venta su parte del negocio. Tras la disputa legal subsiguiente, Pitt se enteró de algo importante sobre la propiedad.

Me cuenta que hace unos años se le acercó un hombre que le explicó que en el châteu se ocultaba una fortuna, millones de dólares en oro que uno de los dueños de la finca en la época medieval se había traído de Levante durante las Cruzadas, y que estaba enterrado en alguna parte del terreno. “Me obsesioné con el tema”, dice Pitt. “Durante más o menos un año sólo podía pensar en eso, en lo emocionante que sería encontrarlo”. Se hizo con un equipo de radar y comenzó a rastrear la finca. “Igual tiene que ver con dónde crecí, porque en la Meseta de Ozark había muchas historias sobre cargamentos de oro escondidos”.

Por supuesto, no encontró ningún tesoro. Pitt dice que el hombre que se le acercó solo estaba intentando conseguir dinero para una empresa de radares, una oportunidad para invertir, le dijo. Al final, la cosa no llegó a ninguna parte y Pitt se quedó sorprendido por habérselo creído todo. La experiencia fue “una locura, pero lo que sí fue emocionante fue la búsqueda en sí”.

Camisa, pantalones y corbata Collina Strada. Pulseras, propias. Anillo (en dedo corazón) Bernard James. Anillo (en dedo meñique) Fabergé.

Mientras termina de contarme la historia, me ofrece un comprimido de nicotina. El suyo lo mastica mecánicamente. Me cuenta que dejó de fumar durante la pandemia porque se dio cuenta de que fumar menos no iba a funcionar y que tenía que cortar por lo sano. “No puedo fumarme uno o dos al día”, dice. “No está en mi carácter. Voy a por todas. He perdido mis privilegios”.

Es uno de los cambios más radicales con respecto a su salud que ha llevado a cabo en los últimos años. En 2016, tras la petición de divorcio de Jolie, dejó de beber y se pasó un año y medio asistiendo a reuniones de Alcohólicos Anónimos. “Estuve en un grupo de hombres estupendo, muy privado y selectivo, así que era seguro”, dice. “Había visto lo que le había pasado a otros, como a Philip Seymour Hoffman, a quien le grabaron mientras vomitaba, y me pareció algo atroz”.

Cuando Pitt habla del pasado, lo hace con cierto desapego budista, como si estuviera realizando un calmado autoanálisis. Pero también está dispuesto a admitir el atractivo de los antiguos vicios, acordándose de los días en los que se fumaba un cigarrillo “por la mañana, con el café, ¡delicioso!”. En la mente de Pitt, hay ciertas personas que lo pueden hacer toda la vida sin que les pase nada. Tipos indestructibles como el pintor británico David Hockney, a quien Pitt ha conocido en un par de ocasiones. “Sigue fumando como un carretero, a lo inglés. Queda fenomenal”. Pitt sonríe con cierto arrepentimiento. “No creo que yo sea así. Me encuentro en una edad en la que nada bueno puede salir de eso”.


Pitt también ha hablado en el pasado sobre un curioso problema que sufre en entornos sociales, sobre todo en fiestas. Le cuesta recordar a la gente nueva que conoce, reconocer sus caras, y teme que eso pueda crear la impresión de que es una persona fría y distante, egocéntrica. Pero lo cierto es que sí que le gustaría recordar a la gente que conoce y le da vergüenza no poder hacerlo. Nunca se lo han diagnosticado oficialmente, pero cree que sufre de prosopagnosia o ceguera facial, es decir, la incapacidad de reconocer la cara de las personas.

Cuando le digo que mi marido también sufre de lo mismo, Pitt se vuelve loco. “¡Nadie me cree!”, grita. “Quiero conocer a alguien a quien le pase lo mismo”. Me mira fijamente a los ojos con intensidad mientras me lo dice, y en ese momento me doy cuenta de que Brad Pitt no es para nada distante ni reservado. Conversar con él es una experiencia completamente diferente; es afable y absolutamente encantador, es un hombre siempre dispuesto a crear conexiones significativas con los demás, a explorar los dilemas existenciales de la vida y a escuchar las historias de los otros. Es lo opuesto a un tío que te haría un feo en una fiesta. Quiere verte el alma.

Camisa Tom Ford. Pantalones Gucci. Cinturón Artemas Quibble. Sombrero Acne Studios. Collares y pulseras, propios.

También es un tipo que tiene tatuado un poema de Rumi en el bíceps derecho, oculto bajo su camiseta: “En algún lugar, más allá del bien y el mal, hay un jardín. Allí me reuniré contigo”. Se trata de una idea profundamente romántica, ¿pero no insinúa asimismo cierta soledad? “Siempre me he sentido muy solo”, explica. “Solo cuando era pequeño, solo incluso aquí, y hasta hace poco no me he sentido más arropado por mis amigos y mi familia. Hay un verso de Rilke, o de Einstein, te lo creas o no, que trata sobre cómo vivir en la paradoja de albergar un dolor muy grande y al mismo tiempo sentir una alegría de verdad. Eso es madurar, crecer como persona”.

Después me mira y dice: “Quería preguntarte: ¿por qué demonios estamos aquí? ¿Qué hay más allá? Porque presumo que crees en algo más allá. ¿Te sientes atrapada aquí, en este cuerpo y en este entorno?”.

Como respuesta, recito otro poema de Rumi: “Soy como un pájaro de otro continente, sentado aquí en esta pajarera... No vine por voluntad propia, ni me puedo ir cuando yo quiera. Quienquiera que me trajera, tendrá que llevarme de vuelta a casa”.

Es una locura pensar que le estoy recitando a un poeta persa del siglo XIII a una estrella de cine en L.A. en 2022, pero creo que le ha llegado. Le digo que mi “pajarera” no está tan mal, que soy afortunada. “Pero mientras esté aquí en la tierra, soy hipersensible a todo. Como a la música”.

“¿En qué sentido?”, me pregunta. “La música me da mucha alegría", respondo. "La alegría ha sido algo que he descubierto más tarde en la vida. Siempre me dejaba llevar por la corriente, iba por el mundo un poco sin rumbo, pasaba de una cosa a otra. Creo que durante algunos años sufrí una depresión leve, y hasta que no la he superado, hasta que no me he aceptado totalmente, con lo bonito y con lo feo, no he podido sentir esos momentos de alegría”.

“Puede que mi corazón esté roto”, le digo. “Así que cuando siento cosas, cuando se me activa el corazón, duele”.

“Creo que todos tenemos el corazón roto”, reponde con un tono ligeramente paternal, con una preocupación sabia y sincera, como si estuviera hablando con un tipo en un tren que es curioso y amable y que tiene todo el tiempo del mundo para escuchar mis movidas.

Siempre está buscando el sentido a las cosas, dice. A modo de explicación, me habla de un poema de Rilke. “Está describiendo un busto de Apolo, hablando de los aspectos artísticos, y de repente, al final, te suelta este verso como si nada: ‘Debes cambiar tu vida’. ¿Lo conoces? Me pone los pelos de punta”.

Pitt se termina de un trago la botella de agua y se queda mirando al vacío, perdido en sus pensamientos. El silencio es especialmente dramático cuando proviene de Pitt.

Chaquta y camiseta de tirantes Dolce & Gabbana. Collares, propios.

De repente, se pone a buscar entre las fotos de su iPhone. El busto de Apolo le ha recordado a Charles Ray, un artista que vive en L.A., posiblemente el escultor vivo más influyente, a quien resulta que ambos conocemos. Pitt me habla de una exposición de su obra que vio hace poco en la Colección Pinault, en París. “Hizo un Cristo de papel”, dice, enseñándome la foto que tiene en su teléfono. “Es increíble cómo se refleja la luz. Pero no está sujeto a la pared ni clavado en una cruz, aunque está en posición de crucifixión. Está flotando, como si estuviera liberado, es alucinante. ¿Ves cómo flota? ¿Y la sombra que proyecta en la pared?”.

El Cristo de papel al que se refiere Pitt es un estudio del Corpus Christi del escultor italiano del siglo XVII Alessandro Algardi, que realizó en plata para el Papa Inocencio X. Ray creó el Cristo moldeando pulpa de celulosa húmeda, y más que una escultura, lo considera un dibujo. Pitt agranda la foto para apreciar los detalles. “¿Ves cómo rebota la luz? Aún refleja el movimiento del viento, y están hasta los agujeros de los clavos. Es una pasada”.

Después, Ray me explicó cuál era el objetivo que quería alcanzar con la obra. “Pensé que si ampliaba la estructura y la escala material del papel, forzándolo hasta llegar a un límite en el que apenas pudiera mantenerse unido, habría encontrado algo de divinidad en el empeño”. Al igual que Ray, Pitt parece estar interesado en buscar lo sagrado en el hecho de hacer cosas con las manos. Pero vacila a la hora de considerarse un artista. Su trabajo con la porcelana no es artístico, dice, sino “una suerte de deporte muy táctil, tranquilo y solitario”. A mí me da que está tirando de humildad ozarkiana. Porque claramente es un artista: vive como uno, trabaja como uno, reflexiona como uno, sufre y tiene aspiraciones como uno, y piensa mucho en qué significa serlo. “El arte es algo inexplicable”, dice. “El arte te pone los pelos de punta”.

Traje Richard James. Camisa Dries Van Noten. Corbata Hermès. Anillo (en dedo corazón) Bernard James. Anillo (en dedo meñique) Fabergé.

Unos días después de la entrevista en su casa, Pitt me envía un correo electrónico —que escribió, me cuenta, después de una cirugía bucal de seis horas— en el que elabora un poco más sus respuestas. El correo está compuesto de tres categorías: recapitulación, clarificación y reflexión. Y me explica, como si se lo estuviera explicando a un amigo, algo que ha aprendido sobre la comunicación efectiva en una relación, enfatizando que para ser una persona sana, hay que hacerse “radicalmente responsable de uno mismo”.

¿Acaso Brad Pitt es vidente, o es obvio que necesito un consejo en ese sentido? Ese mismo día por la mañana, mi marido me había sacado a relucir precisamente el tema de la rendición de cuentas, porque dice que en mí las críticas rebotan, como si fuese de cristal. Es verdad que a veces tengo miedo de ver claramente como soy. Pero entonces recuerdo la media sonrisa tranquilizadora de Pitt: “Todos tenemos el corazón roto”.

También recuerdo las presencias acechantes de sus sueños, que surgían de la oscuridad para apuñalarlo, y en cómo aprendió a controlarlos indagando un poco en su significado. Ahora ese lado inquisitivo de Pitt, esa necesidad de extraer las verdades más complejas de la vida, es más visible. Le respondo y le pregunto qué cree que significaban sus sueños. Unos días más tarde, me lo explica:

En la superficie tenían que ver con mis miedos, con no creerme a salvo y con sentirme completamente solo. Pero en lo más profundo tenían que ver, fundamentalmente, con necesidades reprimidas, con aspectos de mí mismo que no pudieron florecer en la infancia, como expresar una rabia sana, desarrollar una individualidad y, sobre todo, una voz.

Hace falta ser valiente para adentrarse en una pesadilla, desenterrar el dolor de la infancia y ponerle un nombre. Y hace falta tener habilidad para ponerse simultáneamente en el lugar de tu fantasma y de tu asesino, y dejar que representen el drama. Hay algo útil en el ejemplo que ofrece aquí Pitt, en su capacidad de ser dos cosas a la vez, y en su voluntad de vivir con la paradoja de ser humano.

Cuando estaba sentada delante del fuego con Pitt, dijo algo muy profundo: “Soy un asesino. Soy un amante. Tengo la capacidad de sentir una gran empatía, pero también de ser mezquino”. En los sueños podemos ser cualquier cosa, sentir cualquier cosa, ir a cualquier parte. Somos como actores de una película que hacemos nosotros mismos, y vemos la película cada noche, solos, a oscuras. Si de verdad queremos entendernos a nosotros mismos, debemos tomar nota.

Camisa ERL. Pantalones Versace. Tirantes, del estilista.

Ottessa Moshfegh ha escrito seis novelas, entre ellas Mi año de descanso y relajación y Lapvona, recién publicada en inglés.

*Historia originalmente publicada en el número 286 de GQ.


Créditos de producción:

Fotografía: Elizaveta Porodina
Estilismo: Jon Tietz
Peluquería: Josh Marquette
Maquillaje: Stacey Panepinto
Tailoring: Yelena Travkina 
Set design: Heath Mattioli para Frank Reps 
Producción: Michael Klein para Circadian Pictures