Entrevista

Matthew Perry: “En Friends pasé de los 58 a los 102 kilos, lo que era un buen indicador de mi adicción: si pesaba de más era el alcohol; si estaba delgado, las pastillas"

Durante años, Matthew Perry fue uno de los actores más famosos, simpáticos y mejor pagados de la televisión. Pero casi no lo cuenta.
Matthew Perry “En Friends pas de los 58 a los 102 kilos lo que era un buen indicador de mi adicción si pesaba de ms era...

Para hacerse una idea ​de lo que le espera al lector que adquiera la extraordinaria, sorprendente y sincera autobiografía de Matthew Perry, titulada Amigos, amantes y aquello tan terrible (Contraluz Editorial, a la venta el 17 de noviembre), me gustaría compartir la experiencia de uno en particular:

Pocos meses después de escribirlo, el actor tenía que grabar la versión audiolibro. Entonces se dio cuenta de que, pese a haberlo escrito —gran parte con los pulgares en la aplicación de Notas de su teléfono y el resto en un iPad—, no lo había leído de principio a fin. Como al día siguiente tenía que recitar sus palabras ante un micrófono, pensó que debía practicar un poco, así que se tumbó en la cama con el iPad y se enfrascó en su lectura.

Escribir el libro resultó ser una experiencia liberadora. “Fui totalmente sincero”, dice. “Me salía solo, las palabras se derramaban sobre la página”. Sin embargo, descubrió, una cosa era haber escrito la verdadera historia de Matthew Perry y otra muy distinta leerla.

“La leí”, dice, “y lloré, lloré y lloré. Mientras pasaba las páginas, pensaba: ‘¡Madre mía, esta persona ha tenido la vida más perra que te puedas imaginar!’. Y luego caí en la cuenta de que esa persona era yo”.

Aquella noche, Perry no pudo soportar compartir habitación con sus propias palabras.

“Tenía que dormir”, dice, “así que cogí el iPad y lo saqué de la habitación. Estaban muy cerca y era demasiado doloroso”.

Camisa Zegna para Neiman Marcus. Camiseta Hiro Clark.


Sí, éste es el  Mathew Perry que hace 25 años interpretaba a Chandler, el personaje infinitamente encantador, sarcástico y emocionalmente dependiente de Friends, una de las sitcoms más famosas de la época (en cierta manera, gracias al eterno presente que genera el bucle interminable de la televisión en streaming, sigue siendo a Chandler). ¿Qué tendrá que contar entonces? Apuesto a que el lector ha oído hablar de él a lo largo de los años: que tenía un problemilla con la bebida, que le daba a las pastillas, que había cogido unos cuantos kilos, que estaba un poco flacucho; que su carrera era larga pero que, en general, podría calificarse de balbuceante. Siendo sinceros, nada de eso estaría muy alejado de lo que suele ocurrir en estos casos. ¿No será la típica autobiografía adorable e inofensiva de famoso, ligeramente sembrada de revelaciones cautas pero amenas acerca de lo que significa caminar sobre la cuerda floja de la fama y superar sus propios demonios?

Bueno… Sí... También… Pero, en realidad, no. Es decir, sí, pero sólo en un universo paralelo en el que las adorables autobiografías de los famosos incluyan pasajes como este:

Llevaba yendo al psicólogo desde los 18 años y, sinceramente, llegados a este punto, no necesitaba más terapia. Lo que necesitaba era ir al dentista para cambiarme los dos incisivos frontales y hacerme con una bolsa de colostomía que no se rompiera. Me despertaba cubierto de mierda, y no me pasó una vez, ni dos, ni tres, sino 50 o 60.


“Tengo que pedir algo saludable”, comenta el actor. Hemos quedado para cenar en el club privado Soho House de West Hollywood, no muy lejos de donde vive de alquiler mientras finaliza la larguísima renovación de una casa que se ha comprado en el barrio angelino de Pacific Palisades. “Tiene unas vistas al mar impresionantes, es la casa de mis sueños”, dice.

Matthew Perry tendrá muchos problemas, pero desde luego que la pobreza no es uno de ellos. Hacia el final de la primera emisión de Friends, las seis estrellas de la serie cobraban más de un millón de dólares por episodio, y todavía le quedan unos cuantos. “No soy el tipo de persona que se gasta un millón en una chorrada”, explica. Pero también me contará —porque en este momento llevamos tres minutos hablando— que una vez sí que cometió una imprudencia financiera mucho más gorda: adquirió un ático de casi 1000m2 en Los Ángeles que le venía grande en todos los sentidos, pero es que se parecía al apartamento de Christian Bale en El Caballero Oscuro. El razonamiento —si es que se le puede llamar así— era: “Bruce Wayne tenía un ático, pues yo también quiero uno”. No tardó demasiado en darse cuenta del “estúpido error que había cometido”.

Le pregunto si al menos fue divertido durante un tiempo.

“Igual los primeros días, cuando te perdías por él. Pero luego no podía dejar de preguntarme por qué narices lo había comprado”.

Perry ha dejado el teléfono encima de la mesa. Tiene una pegatina del clásico logo de Batman con las alas extendidas. El actor está medio obsesionado con el superhéroe. Es un fan total, especialmente de las tres películas de Christopher Nolan. Me cuenta que le va a dedicar una sala de su nueva casa (“la Mattcueva”, dice con tono socarrón), en la que habrá una mesa de billar, una televisión enorme y un sofá negro rodeado de estanterías con parafernalia del personaje de DC Cómics. Cuando insisto más sobre su obsesión, me da una respuesta sorprendente:

“Soy un Batman”.

Confundido, le pido que me lo explique.

“Bueno, él es un tipo rico y solitario”, concede. “Ambos conducimos cochazos negros”. (Perry ha acudido a nuestra cita en un Aston Martin Vantage V8 Roadster de 2021, un modelo que eligió, precisamente, por sus líneas batmánicas). “No resuelvo crímenes”, añade. “Pero he salvado vidas”.

Matthew pide albóndigas como entrante y una hamburguesa sin pan ni patatas, sólo la carne con un poco de kétchup, y empieza a explicarme, porque hay mucho que explicar.

Camisa Tom Ford para Neiman Marcus. Camiseta Hiro Clark. Pantalones All Mankind para Neiman Marcus. Zapatillas John Varvatos propias.

“Aquella cosa terrible” que aparece en el título de su autobiografía, y que es un elemento central de la misma, es su problema con la adicción. “En la entrada de adicto del diccionario debería haber una foto mía con la mirada perdida”, escribe.

“Es un libro sobre cómo, a medida que aumentaba mi fama, también tenía que luchar contra una adicción horrible”, cuenta. “Está dedicado a todos los que sufren. Sabéis quiénes sois. Y el objetivo es mostrar que la adicción puede afectar a cualquiera, e intentar que la gente se encuentre menos sola…”. A esto se refería cuando hablaba de salvar la vida de los demás. El actor lleva años trabajando contra la adicción en sentido amplio, públicamente, pero también con personas concretas, ayudándolas a superar la adicción pese a que sigue luchando contra la suya propia. “Después de todas las locuras que he cometido, tenía que haber una razón por la que aún estoy vivo. Llegué a la conclusión de que debía escribir un libro para ayudar a la gente que está pasando por lo mismo que estoy pasando yo, o por lo que he pasado”, me cuenta. “Además, quería que el público en general vea lo difícil que es dejarlo y que deje de juzgar a los adictos, porque es duro, muy duro”.

O como  explica en el libro: “Mi cabeza quiere matarme, y lo sé”.

“No es un regodeo ególatra ni nada por el estilo”, dice. “Es la fría y pura verdad sobre la adicción, sobre quien la ha superado y quien tiene que luchar contra ella todos los días, sobre el esfuerzo que hay que invertir un día tras otro para salvarse de ese monstruo alojado en tu cerebro. Vivir con algo así es descorazonador”.


La valentía del libro de Perry no reside únicamente en lo que dice o en cómo lo dice, ni siquiera en su inquebrantable compromiso por contarlo, sino en el hecho de haber elegido contarlo.

Perry se puso a escribir hace año y medio sentado en la parte de atrás de su coche mientras se dirigía a un centro de Florida para someterse a una terapia de trauma — “campamento de trauma”, lo llama. En el prólogo del libro, dice: “Me he pasado media vida en centros de tratamiento y en hogares de vida sobria”, y ésta es una de las muchas y alarmantes medidas que describe para abordar su problema de adicción. Veamos más: “Me he gastado unos siete millones de dólares en intentar dejar el alcohol. He asistido a 6.000 reuniones de Alcohólicos Anónimos, he pasado 15 veces por centros de rehabilitación...”. O: “Durante los años de Friends, pasaba de los 58 a los 102 kilos. Temporada tras temporada, el peso era un buen indicador de mi adicción: si pesaba unos kilos de más, era el alcohol; si estaba delgado, eran las pastillas. Si llevaba perilla, me atiborraba a pastillas”. Y también: “A la gente le sorprendería saber que llevo sobrio desde 2001, a excepción de 60 o 70 recaídas a lo largo de los años”.

Lo que Matthew Perry cuenta con detalle es cómo su vida se fue desmoronando poco a poco y cómo terminó perdiendo el control. Primero fue esa primera copa en el patio trasero de la casa de unos amigos a los 14 años. Mientras ellos vomitaban, él descubrió algo más: “Me di cuenta de que, por primera vez en mi vida, no me molestaba nada. El mundo tenía sentido, no era un lugar retorcido y demente. Me sentía completo, en paz conmigo mismo… Pensé: Esto es lo que he estado echando de menos toda mi vida. Así es como la gente normal debe de sentirse todo el tiempo”. Después, entre la segunda y la tercera temporada de Friends, sufrió un accidente de esquí acuático en el Lago Mead y un médico le recetó una pastilla. “A medida que surtía efecto, algo hizo clic”, escribe. “Ese clic es lo que he estado persiguiendo el resto mi vida”. Dieciocho meses después, ya tomaba 55 comprimidos de Vicodin al día.

Aparte de todo esto, me dice, tuvo que enfrentarse a un reto logístico: cada mañana al despertarse, lo primero era averiguar cómo conseguiría las pastillas para ese día. “Tenía como ocho médicos distintos en aquella época. Un falso dolor de cabeza por aquí, un dolor de espalda fingido por allá… Pero necesitaba tomarlas todos los días”. La desesperación agudiza el ingenio. La cultura popular está repleta de historias que detallan esas estrategias de último recurso que adoptan las personas sin medios para conseguir los medicamentos que necesitan, pero los más privilegiados tienen otras opciones. Matthew fue pionero en poner en práctica una táctica particularmente inteligente que ejemplifica los niveles de distorsión y subterfugio que llegó a alcanzar su vida. 

A lo largo de unos cinco años, cuando Friends era la serie más famosa de la parrilla televisiva, solía concertar citas con inmobiliarias los fines de semana para ver casas de lujo con el objetivo aparente de comprarlas. Podía estar interesado o no en la casa; pero lo que sí tenía era un plan paralelo: durante la visita, desaparecía de la vista cuando encontraba el momento más oportuno. “Me iba al baño”, explica. “Porque si preguntaba si podía ir al baño, sabrían que estaba en el baño”. Una vez allí, registraba el botiquín del dueño de la casa y sopesaba las posibilidades. A veces no había nada, pero a menudo encontraba el tipo de pastillas que buscaba. Entonces tenía que decidir con qué y con cuánto se quedaba. Iba con cuidado. Leía las etiquetas con atención. Lo ideal era que no estuvieran caducadas. Si la receta era reciente, no se arriesgaba y cogía sólo un par. “Pero al final haces lo que tienes que hacer”, dice. “Contaba con el hecho de que nadie pensara que Chandler había registrado su botiquín y le había robado medicamentos”.

Que él sepa, siempre se salió con la suya mientras por otro lado hacía todo lo posible por ocultar su adicción, ya fuera a base de alcohol o de pastillas. “Era un secreto”, dice. “Porque había algo que no estaba bien conmigo y no sabía qué era. Pensaba que si paraba, me volvería loco”. Pero se engañaba a sí mismo si pensaba que desde fuera no se notaba su adicción. “Todo el mundo lo sabía”, piensa. “Todo el reparto de Friends lo sabía. Jennifer Aniston me cogió un día y me dijo: ‘Sabemos que estás bebiendo’. Y le dije: ‘¿Cómo lo sabes?’. Y contestó: ‘Porque hueles’. Y ni siquiera eso me convenció para dejarlo”.

Poco después, tuvo que someterse a muchas más rehabilitaciones, que se extendieron a lo largo de décadas, y experimentó varias recaídas, como él mismo resume unas líneas más arriba. También ha disfrutado de períodos de relativo bienestar; sin embargo, las cosas se salieron bastante de madre tras una calamitosa serie de acontecimientos que se desató en julio de 2018, cuando, después de un trayecto a toda velocidad desde el centro de rehabilitación donde se encontraba hasta el hospital, presa de un dolor lacerante, el colon de Matthew Perry reventó. (Llevaba 10 días con estreñimiento debido a la reacción de su organismo a los medicamentos que tomaba antes del tratamiento y a consecuencia del mismo). Le dijeron a su familia que tenía un 2% de probabilidades de sobrevivir a esa noche, pero terminó pasándose dos semanas en coma y cinco meses hospitalizado. Mientras estaba inconsciente, le pusieron una bolsa de colostomía — “no soportaba verla” —, una ruta segura para los desechos sólidos de su cuerpo mientras el intestino se curaba. Eso si funcionaba, claro. “A veces me levantaba”, cuenta, “y me encontraba con que la bolsa se había roto otra vez y con la cara y el cuerpo cubiertos de mierda. Cuando se rompe, se rompe pero bien. Tienes que llamar a las enfermeras”.

Después de nueve meses con bolsa de colostomía, programaron una operación para retirársela. (Perry dice que ha pasado por 14 intervenciones a consecuencia de aquella primera operación. Durante ese período, perdió sus dos incisivos frontales al darle un mordisco una tostada con mantequilla de mermelada, y al final tuvieron de cambiarle la dentadura entera). Pero su primer intento de retirar la bolsa de colostomía no funcionó. En su lugar, le tuvieron que poner una bolsa de ileostomía temporal. “Es diez veces peor. Tienes que andar a vueltas con ella 18 o 19 veces al día. Hay muchos suicidios a causa de la bolsa de ileostomía. La gente no puede con ella”. Afortunadamente, la siguiente operación, que tuvo lugar poco tiempo después, arregló las cosas. “He vivido sin ella durante mucho tiempo”, dice. “Y estoy muy agradecido”.

Inevitablemente, le han quedado muchas cicatrices. “Ya me estoy acostumbrando al aspecto que tiene mi cuerpo,” dice. “Las miro con agradecimiento porque me han ayudado a seguir vivo. Pero tengo que vivir las 24 horas del día con todo este tejido cicatrizado que noto todo el rato. Es como si estuviera haciendo flexiones estirado al máximo todo el tiempo”.


¿Te estás imaginando ahora cómo sigue la historia? ¿Suponiendo, acaso, que, tras una experiencia tan brutal y tan dolorosa, y después de esquivar la muerte por un pelo, Matthew Perry dejó el hospital y regresó al mundo, libre de los impulsos que lo habían atormentado durante tanto tiempo?

Si tan sólo las historias como ésta tuvieran unos contornos bien nítidos y claros… Veamos cómo Perry describe en el libro lo que sucedió después:

La primera vez que me quité la camiseta en el baño al volver del hospital, después de mi primera operación, me puse a llorar. Me afectó mucho. Pensaba que mi vida se había terminado. Una media hora después, ya me había recompuesto lo bastante como para llamar a mi camello…

Cuando se lo menciono, repite lo que le gusta decir a uno de sus terapeutas: “La realidad es un gusto adquirido”. Era consciente de lo que había pasado, pero aún así quería drogas. “No me importaba”, dice. “Necesitaba tomarlas”.

Por eso no tardó en volver a rehabilitación, esta vez en Suiza. Allí, cuenta, estuvo a punto de morir otra vez. Le administraron propofol durante un procedimiento quirúrgico, un fármaco conocido, dice Matthew, “como la droga que mató a Michael Jackson”. Sufrió un paro cardíaco que duró, me dijo después, cinco minutos.

“Aparece un tipo súper fuerte y salta encima de mí”, me cuenta. “Me practicó una CPR y me rompió ocho costillas, pero me salvó la vida”.

Las cosas han mejorado bastante últimamente, dice Perry. Insiste, por ejemplo, en que no volverá a tomar OxyContin porque tiene grabado en el cerebro que, si lo hace, terminará con una bolsa de colostomía de por vida.

Le pregunto si puedo preguntarle cuánto tiempo ha pasado desde su recaída.

“Eso me lo guardo”, dice. “Ha pasado ya un tiempo”:

Insisto en si puede añadir algo más al respecto.

“Sólo que ahora estoy bien. Entiendo mejor las cosas, controlo mejor el miedo. He aprendido a manejar las cosas cuando van mal. Soy resiliente y fuerte, y eso es algo que también le debería quedar muy claro al lector del libro. Soy un hombre fuerte y nunca reconocí que lo era, nunca. Pero ahora sí, poco a poco”.

Matthew Perry se irá de Soho House al final de nuestra entrevista con dos porciones del púdin de tofe pringoso, “el mejor postre que he probado en la vida”, para los invitados que le esperan en casa. Su plan es ver por sexta vez la nueva película de Batman (que, para su sorpresa, ha aceptado en su canon particular del superhéroe), aunque al final se pondrá a leer libro de John Grisham que tiene a medias. A la salida, se cruza con otros comensales.

“Es Chandler, es Chandler…”.

“Me pasa todos los días”, dice, evidentemente emocionado.

¿Qué piensa Matthew Perry de la percepción que tiene la gente de él? No es un pregunta sencilla. En un momento dado, me dice: “Es un libro muy serio, puede que la gente me tome más en serio a partir de ahora”. Le pregunto si no cree que la gente le vaya a tomar en serio. Lo que me responde da cuenta de las retorcidas contorsiones que tienen lugar en su interior:

“Sí, pero igual más todavía cuando lean esto. Ya sabes, el Show de Chandler, el Show de Matthew Perry, el ¡Ah, ah, ah!, el hombre que canta y baila, el tipo que es gracioso siempre... Ya no tengo que serlo. Lo llevo sabiendo desde hace 10 años. No tengo que hacerlo más. De hecho, seguro que para mucha gente es bastante molesto, así que se acabó. Soy gracioso cuando me da la gana, no tengo necesidad de serlo”.


Otro gran filón del libro de Matthew Perry, como avanza el “Amantes” del título, es el de las relaciones amorosas que, en ocasiones, también son una lectura incómoda. Perry me aclara que sólo le han dejado una vez y que no se lo tomó nada bien. “Encendí velas en casa y no paré de beber en como dos años”. Su método habitual, en cambio, consiste en adelantarse siempre, rompiendo antes de que rompan con él para evitar el rechazo, porque teme que lo deje —según él mismo dice— “aniquilado”.

Perry me explica con detalle cómo va la cosa. “Rompo yo porque me aterroriza pensar que van a darse cuenta de que no soy suficiente, de que no valgo nada, de que soy demasiado dependiente. Pienso que van a romper conmigo y que eso me dejará aniquilado, y que entonces empezaré a drogarme y me moriré. Por eso he roto con esas mujeres maravillosas que se han cruzado en mi camino. No exagero si te digo que hay 10 mujeres sobre la faz de la Tierra por las que mataría por casarme con ellas. Hemos estado juntos y he roto yo. Y han seguido con su vida, todas. Están casadas y tienen hijos. No conviene mirar por el retrovisor, porque puedes tener un accidente. Pero yo miro y veo que ya no están. Son felices, y eso es genial, pero el que está sentado solo en el cine soy yo. No hay un momento en el que uno se sienta más solo”. 

En el libro evita mencionar a la mayoría de las mujeres que han entrado y salido de su vida, pero hay algunas excepciones. Por ejemplo, habla de pasada de un breve escarceo que, según él, tuvo el verano anterior al estreno de Friends: “un morreo en un armario con Gwyneth Paltrow”. Cuando, durante la cena, le pregunto por ese momento, me dice: “Espero que te parezca una historia entrañable… No me gustaría que Gwyneth me odiara; sería una pena”. A los lectores que sean fans incondicionales de Friends seguramente les interesará saber de una relación que en realidad no fue tal. En el libro, desvela que Jennifer Aniston y él se conocieron por primera vez a través de amigos comunes tres años antes de Friends, y que él le pidió salir, pero ella le dio calabazas. Estando ya en la misma serie, su interés se reavivó. “Me di cuenta de que aún estaba muy colgado de Jennifer Aniston”, escribe. “Nuestros ‘holas’ y ‘adiós’ llegaron a ser muy incómodos. Y luego me preguntaba: ¿Cuánto tiempo puedo quedarme mirándola? ¿Tres segundos es demasiado?”.

“Fue un flechazo divertido que no iba para nada en serio”, me cuenta Perry, “por un ridículo desinterés por parte de ella. Y no es que quisiera casarme. Simplemente me parecía guapa y genial, fue como una especie de flechazo de niño pequeño. Y luego se me pasó, fíjate. Después de que se casara, pensé: vale, esta tontería termina aquí mismo”. Apunte: Aniston comenzó a salir con su futuro marido, Brad Pitt, antes de la quinta temporada de Friends.

Le pregunto a Perry si alguna vez le contó a Aniston cómo se sentía.

“No”.

Le pregunto qué pensará ella cuando lo descubra.

“Se sentirá halagada”, opina, “y lo entenderá”.

Lisa Kudrow ha escrito el prólogo de su libro —“esta es la primera vez que me entero de lo que realmente significó convivir y sobrevivir a una adicción como esta”, explica la actriz— pero él afirma que sus otros compañeros de la serie no lo han leído. “Ni creo que lo hagan”, me dice. Le expreso mi incredulidad. “¿Por qué iban a leerlo?”, pregunta. “No lo sé. ¿A quién le importa? A los adictos les interesará, y a los fans de Friends les interesará. Pero al reparto no tiene por qué”.

La relación en la que Perry más se detiene es la que mantuvo con Julia Roberts. Me describe el extenso flirteo inicial a través de fax —según lo resume, “el cortejo es increíblemente romántico”— y menciona el día que pasaron juntos en la Nochevieja de 1995, en Taos, como “el día que me gustaría poder revivir una y otra vez”. Pero al final, como siempre, Perry rompió. “No puedo ni describir”, escribe, “la cara de confusión que se le quedó”.

Le pregunto cómo se lo dijo.

“Íbamos en el coche conduciendo y nos seguían los paparazzi”, responde. “Y le dije: ‘Quiero romper contigo’. Porque creo que ella se sentía muy importante por salir con el chico de la tele. Y el chico de la tele va y rompe con ella. Y la razón por la que lo hice fue por puro miedo. Necesitaba escapar”.

¿Y cuál fue su reacción en ese momento?

“Estaba molesta. Y no podía creérselo”.

¿Lo has hablado con ella desde entonces?

“No”.

¿Te la encuentras de vez en cuando?

“No, no me la he encontrado. Doy por hecho que sería simpática, pero de una manera falsa; y estoy seguro de que habrá pasado página, por supuesto”.

Le pregunto si Julia Roberts sabe que ha hablado de su relación en el libro.

“No. Pero creo que se sentirá halagada porque solo digo cosas maravillosas sobre ella. Y la razón por la que rompí con ella fue por puro terror. Yo pensaba que me iba a dejar en cualquier momento y que entonces tenía que dejarla yo a ella primero. Fue una decisión producto del miedo y probablemente estúpida. Pero es lo que hice”.


A Perry le costó mucho entender que lo que lo aflige no es una debilidad o un defecto de su carácter, sino una enfermedad.

“El alcoholismo es eso”, asegura. “No distingue entre el superrico o el tío que vive en un piso de alquiler regulado. Le da igual. Simplemente ataca de forma aleatoria a quien tenga el gen. Y ése es un mensaje que quiero lanzar”. En cierto modo, las partes más dolorosas del libro coinciden en su insistencia por aclarar a lo que renunciaría con tal de no ser como es: “Renunciaría a todo el dinero, a la fama, a todo… con tal de no sufrir esta enfermedad, esta adicción”. Creo que lo repite tantas veces y de formas tan diferentes porque sabe perfectamente que a la gente le resulta muy difícil creerlo, y desea que se lo crean.

Cuando le pregunto si le parece injusto que su cerebro haya terminado funcionando así, su respuesta es rápida y firme: “Sí”, asegura. “Así es”.

También le pregunto qué ideas equivocadas cree que la gente tiene sobre él.

“Que soy débil”, responde. “Que quiero estar de fiesta todo el tiempo. Que no tengo fuerza de voluntad. Todos los falsos mitos que la gente tiene sobre los adictos”. Le gusta imaginar un mundo donde se le recordará menos por Friends —“Aunque Friends fue una experiencia absolutamente maravillosa”— y más por ayudar a otros a estar sobrios.

Últimamente juega mucho al picketball [un deporte de palas que combina elementos del bádminton, el tenis de mesa y el tenis], queda con amigos, se mantiene en forma, va al cine. Y, a veces, escribe. Aparte del libro —que puede dejar más marca de la que imagina— ha escrito cosas para televisión y una obra que se representó en Londres y Nueva York. Hace poco escribió el guión de una película, One Year Later, que quiere dirigir, en la que una pareja rompe y la chica está a punto de casarse con “el hombre equivocado”. Mientras la escribía, se imaginaba interpretando al bueno. “Y luego me di cuenta de que llego 20 años tarde a este papel”, dice riéndose. “Porque hay errores que los treintañeros pueden cometer; pero los cincuentañeros, no”. Los cincuentañeros al uso, puntualiza. “¡Yo sí los cometo!”, aclara.

Aun así, cree que ya ha trabajado “esos miedos primarios” lo suficiente como para que los errores del pasado no determinen su futuro. “Me costó décadas entenderlo, pero lo he conseguido”, dice. “Creo que soy válido, y no demasiado dependiente; y creo que importo”. Por eso ahora puede decir: “Sé que la próxima persona con la que salga, si todo va bien, será importante, porque ya no vivo atrapado en mis miedos. Estoy deseando que suceda. No es que esté a la caza, pero si sucediera, sería bonito”. Le gustaría formar una familia. “Creo que sería un gran padre. Y creo que ahora sería un buen marido. Antes no”.

Perry me confiesa que cree que ahora es más feliz que nunca, y lo puntúa con un 7 en una escala del 1 al 10. “Probablemente es lo más alto a lo que llegaré nunca”, dice. “Si tuviera un hijo, tal vez subiría un poco”.

No obstante, detalla algunas señales que indican cuando las cosas van mal.

“Son pequeños indicios”, añade. “Si me preguntan qué tal estoy y digo que bien, estoy en apuros. Si me paso con la perilla, claramente estoy en apuros”.

¿Cuáles son las otras señales?

¿Cuáles son las otras señales?

“Engordar demasiado. Adelgazar demasiado. Caerme varios tramos de escaleras abajo. Cosas así”.

Describe qué podría suceder. “Por ejemplo, si decidiera tomar OxyContin —primero, no lo haría por miedo a la bolsa de colostomía—, si volviera a los opiáceos, a los narcóticos, a Vicodin o a algo parecido, tendría un mes realmente bueno, porque te dan energía y te hacen sentir bien. Sería un buen mes. Pero luego estaría completamente jodido”.

Escuchar a Perry explicarlo con tanto detalle y meticulosidad me resulta lo suficientemente alarmante como para espetarle de forma instintiva: Por favor, no lo hagas.

“No lo haré”, contesta.

Chris Heat es corresponsal de GQ. Traducción y adaptación: Marta Caro y Víctor M. González. 

Una versión de esta entrevista se publicará en el número de diciembre/enero de GQ. 


CRÉDITOS DE PRODUCCIÓN:
Fotografías: Ryan Pfluger
Estilismo: Andrew Vottero
Peluquería: Sierra Kener para 901 Artists
Maquillaje: Sonia Lee para Exclusive Artists con La Mer y Oribe
Sastrería: Yelena Travkina
Producción: Annee Elliot Productions