Por qué el lujo silencioso también se aplica a los viajes

¿No es acaso también este concepto un rincón sin gente, un territorio sin logotipos?
Grota do Inferno San Miguel Azores.
Visit Azores

Grosso modo, la filosofía del lujo silencioso tiene un punto de partida que no podría ser más elitista: solo el ojo experto merece reconocer las marcas y la alta calidad; las señas identificativas y logotipos ya son una vulgaridad.

Algo que comenzó como una tendencia de alta costura se extiende en estos días con más y más rapidez a otros ámbitos de la moda (quizá, por pura lógica, más como silencioso que como lujo). En la práctica, se traduce en que los logotipos son cada vez menos frecuentes, pero a su manera, es una de tantas otras formas de nostalgia, que recupera la sencillez y holgura de las líneas de los noventa y busca evitar la estridencia y excesos de la fast fashion mediante materiales de calidad y sostenibles, con prendas que duren más de una temporada.

Aunque se haya acuñado en el terreno del textil, no deja de ser un planteamiento vital, una forma de escapar de lo obvio y refinar lo esencial. Algo con mucho sentido en un mundo masificado y manufacturado, donde lo artesanal cobra un valor superior en casi todos los ámbitos, y los viajes no quedan excluidos.

Pienso en las Azores a finales de mayo. A nadie le cabe duda de que es un destino turístico, e incluso un camarero me felicita por que no haya llegado un par de semanas más tarde. Me recorre un escalofrío al imaginar llena de gente la playa que está vacía a mis pies, pero también me doy cuenta de que, de momento, la masificación no podrá estropear estas islas portuguesas: el camarero sigue conversando como si fuéramos vecinos, bromea, cobra el café a 1,30 y, tras despedirme, de un salto bajo a bañarme en una bahía sacada de un cuadro.

Las playas de Azores, un secreto por descubrir.Getty

Ni siquiera tuve que buscar un lugar recóndito, sino que estaba en uno más de los muchos a los que conducen las sinuosas carreteras azorianas.

Vuelvo al coche y, en media hora, estoy en uno de los picos más altos de la isla, que también permite el baño: la Lagoa do Fogo, un impresionante lago encajado en la cima de una montaña, solo separada del Atlántico por una vegetación tropical, tan salvaje como accesible. Unos adolescentes comen un bocadillo en la otra orilla y algún senderista me ve, desde muy lejos, desnudarme para otro baño congelado.

Para compensarlo, y sin ir muy lejos, termino el día en unas aguas termales y voy a cenar un plato de atún a la plancha que bien se podría confundir con un solomillo de buey. Es decir, todo, absolutamente todo hace de la isla de São Miguel un objeto de lujo para el viajero.

Este lujo, todavía silencioso y poco evidente a primera vista, no lo es tanto por elitista, como por su excelente calidad. Se revela según se camina la isla, se conduce, se habla o se come. Se manifiesta de múltiples formas: en la variedad del paisaje, el poderío de la naturaleza, la accesibilidad, la señalización para senderistas, la limpieza de los bosques y las playas… La isla es generosa con sus visitantes y no escatima en nada para quien esté dispuesto a aprovecharlo.

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Eso sí, algo de elitista también tiene, porque no es de consumo rápido. Exige leer dos veces una carta para identificar las curiosidades y exquisiteces locales; requiere preguntar cuál es el cabo más conveniente para ver el atardecer; se debe probar varias veces para encontrar las mejores termas (no las revelaremos aquí) o subir un par de montañas para entender que todas son espectaculares.

Lagoa do Fogo.Getty Images

A diferencia de otros destinos de lujo más obvio, la isla de São Miguel carece de logotipo y representa la calidad que muchos otros lugares deberían atesorar; calidad, así, en abstracto. Cuesta incluso reconocer el país en que nos encontramos; en las calles no hay más clichés que las típicas piñas locales y estampitas religiosas… y así se consigue que este derroche de atributos positivos venga acompañado de constantes descubrimientos.

Quizá resulte más difícil aplicar la idea del lujo silencioso a un espacio geográfico que a una prenda de ropa, ya que es difícil conservar la pureza de un territorio cuando se populariza (por mucho que le concedamos el adjetivo silencioso). Pero hasta tal punto son honestas la hospitalidad y generosidad de la isla y los isleños, que es difícil imaginar cómo algo, siquiera la masificación, las puede estropear.

Al fin y al cabo, es lo que expresó la periodista de moda Diana Vreeland: “el ojo debe viajar” por los tejidos y ser capaz de reconocer por sí mismo la calidad de lo que atestigua. Quizá no seamos capaces de identificar la calidad del viaje al ver, antes de aterrizar allí, los enormes brócolis sobre el mar que son las Azores, pero sí lo haremos cuando, al despegar, nuestros ojos se despidan con una última mirada. Imposible no reconocer que en estas islas se alojan objetos y cualidades de interés universal, algo casi anónimo allí perdido en medio del Atlántico, pero algo que todo el que abra los ojos entenderá como un lujo imperecedero.

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