Tras los pasos de Joan Didion en Los Ángeles

El hotel Beverly Hills, Sunset Boulevard o el Chateau Marmont permanecen en nuestra memoria colectiva gracias, en parte, a la escritora californiana. La seguimos en un recorrido literario por su ciudad fetiche, Los Ángeles.
Joan Didion en San Francisco en 1967.
Ted Streshinsky Photographic Archive / Getty

“En la tierra dorada el futuro siempre es atractivo porque nadie recuerda el pasado.” 

Al volante de su Corvette Stingray, cigarro en mano tras unas excesivas gafas oscuras, Joan Didion capta esa esencia de utopía distópica de la que era, al menos hasta hace poco, la ciudad de las estrellas.

"Un lugar pertenece para siempre a quien lo reclama con más fuerza, lo recuerda con más obsesión, y lo ama tan radicalmente que lo rehace a su imagen", así abre la escritora su colección de ensayos El Álbum Blanco. Una ciudad pertenece a quien la imagina. Lugares que adquieren nombre propio y un punto en el mapa porque ella los ha bautizado.

En una de las escenas más famosas de la literatura americana, la noctámbula Maria Wyeth conduce temeraria por la Harbor Freeway hasta el centro de Los Ángeles. La autora de Según venga el juego - sugerentemente autobiográfica - también merodea en la nocturnidad de Sunset Boulevard sin importarle demasiado su suerte.

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Algunos se encuentran con Didion en las autopistas de la Pacific Coast Highway, o en la concurrida Franklin Avenue. Otros la buscan por el paisaje lunar del Mojave –“la California más áspera, hechizada”– o en su vertiente más exquisita: entrando con disimulo a Beverly Hills y las colinas de Malibu con cierto síndrome de impostora.

Pocos se acercan a la Joan de Sacramento. Sus novelas y ensayos exploran la desintegración de la moral estadounidense donde su preocupación esencial es la fragmentación de uno mismo. Una sensación de ansiedad y temor impregna gran parte de su obra.   

Joan Didion y su marido, John Gregory Dunne, en Los Ángeles (1972).

Frank Edwards /Getty

Nuestra concepción de la América de los 60 y 70 existe, en gran parte gracias alma mater del Nuevo Periodismo. Temas culturalmente canónicos –los crímenes de Manson, la cultura meritocrática, crisis de valores– tomaron forma a través de su ojo.

Podía ser sorprendentemente aguda y hasta cruel, más por lo que callaba que por lo que convertía en palabras. Una apariencia menuda, aparentemente tranquila que jugaba a su favor. Ser mujer daba confianza, era una testigo silenciosa.

Ácidamente sacaba los verdaderos colores a la misma ciudad que le daba de comer: Los Ángeles, “la última parada para todo el mundo que viene de otra parte. Donde la gente intenta encontrar un nuevo estilo de vida en los únicos sitios donde sabe buscar: en las películas o en las revistas”.

En la Universidad de Berkeley gana una beca Vogue, un trabajo editorial que mantuvo durante siete años. Desarrolla los tintes que impregnan su obra temprana: los colores de California, el privilegio, la muerte, la ansiedad y las mujeres deshechas.

Joan Didion vive en Los Ángeles tres décadas y escribe desde allí algunos de sus ensayos más conocidos –Arrastrarse hacia Belén, Sur y Oeste– guiones cinematográficos –Ha nacido una estrella– y relata o más bien construye una contracultura social y política americana para Life, Esquire o The New York Times y para la historia.

Joan Didion con su marido y su hija, en 1976.

John Bryson / Getty

Lleva siempre su cuaderno de notas y apunta todo compulsivamente. Observaciones sobre los asesinatos en Cielo Drive o recordatorios como: “Comprarle un vestido a Linda Kasabian en el centro comercial I. Magnim”.

Histórico gran almacén que ahora es sede del lujoso Saks Fifth Avenue. Kasabian por cierto una de las principales sospechosas del mediático crimen. Presencia como un miembro más los herméticos ensayos de The Doors en el Sunset Sound Recording Studio.

Ella y su marido John Dunne se mueven como unos cautos Fitzgerald: ávidos por estar donde las cosas suceden. En plena luna de miel abandonan antes de tiempo una suite en el Rancho San Isidro de Montecito por una larga estancia en el Beverly Hills Hotel.

Echan de menos las reuniones sociales en el prohibitivo Polo Lounge, sus cenas de mandamiento en La Scala –decadente restaurante italiano– en mesa compartida con Natalie Wood o la cronista angelina Eve Babitz. Y al mediodía el bourbon con el editor Henry Robbins en el Roosevelt

Hotel Roosevelt, un clásico entre clásicos.

Hotel Roosevelt

Ahora ve con ironía que la que fuera su primera residencia en el número 7406 de Franklin Avenue funcione como una academia donde se venden experiencias espirituales.

Antes de transformarse en el Shumei American Center, esas cuatro paredes ya habían presenciado más de un viaje. Una Janis Joplin deambulante o Polanski derramando vino en su vestido de novia.

“En el caserón de Franklin Avenue parecía entrar y salir gente sin parar que no tenía relación alguna con lo que yo estaba haciendo. Sabía dónde se guardaban las sábanas, pero no siempre quien las usaba”, describe en Los que sueñan el sueño dorado.

Didion amanecía tarde y sólo desayunaba una botella de Coca-Cola fría en el hogar de siete habitaciones en el que criaba también a su hija Quintana Roo.

Una casa que encarnaba los excesos paranoicos de una época. Tras cinco años cambia la caótica avenida por una tranquila mansión en la costa de Malibu.

Joan Didion en Berkeley, California (1981).Janet Fries/Getty

Sabe que los pasos sobre el asfalto de Los Ángeles suenan a sueños rasgados pero no se recrea en la decepción. Vive y se nutre de ella. Despide los días con margaritas en el Ernie’s, un clásico tex-mex en Hollywood que todavía está en pie.

La ciudad es una zona de catástrofes hábilmente camuflada. Aquí nada caduca porque se respira un presente límbico. Por eso aún hoy resulta inquietante preguntarse cuánto hay en Los Ángeles de pura imaginación, pero no es acaso eso el Edén.

“¿Cuál es la verdadera California? Eso nos preguntamos todos” reclama la escritora. La verdad sobre California es escurridiza y hay que perseguirla con cautela.

Quizás sea mejor definir el viento de Santa Ana que aturde a la ciudad para captar la indescifrable región de las promesas, o los sueños ahogados que parpadean quiméricos en este centelleante destino para acercarse a una respuesta definitiva.

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