Córcega: la isla con más pretendientes

La isla francesa que se calienta al sol de Italia

Córcega: la isla con más pretendientes

Cristóbal Prado

Imagínate que te pregunto cómo te ha ido el día y me contestas con un gesto. Cierras el puño derecho y levantas el pulgar. Igualita que la forma de tu mano es la del mapa de Córcega. Y de esta manera, mejor que con papel y boli, se apañan los corsos para explicar a los extranjeros cualquier aspecto de su isla. ¿Que cuántos kilómetros hay de sur a norte, o sea, desde los pliegues donde las adivinadoras del futuro leen las líneas de la vida hasta el final del dedo gordo ? 183. ¿Que cuánto se tarda en recorrerla de oeste a este, es decir, del arranque de la muñeca a los nudillos ? 2 horas. ¿Que en qué punto exacto se encuentra tal o cual pueblo? A la altura del índice, del anular, del corazón... o del pulgar, si estamos hablando de su saliente menos discreto, el cabo norte de Córcega, Cap Corse.

El puño entero, es decir la isla de Córcega, tiene una superficie de casi 9.000 km2 (más o menos como toda la provincia de Almería) ; está justo encima de la isla de Cerdeña y, como su ‘hermana italiana’, ha sido casi siempre la más solicitada del baile. No solo por bella (los griegos no la llamaron kallisté, la más bonita, por casualidad) , sino –y sobre todo– por su ubicación, un auténtico caramelo para controlar el comercio del Mediterráneo.

Romanos, pisanos, genoveses, españoles y franceses... durante toda su historia pasó de brazo en brazo de pretendientes de aquí y de allá, e incorporó a su retrato un poquito de cada uno de ellos. Por eso, a veces, la isla despista. Descoloca. Sobre todo cuando paseando te topas con puertas descascarilladas y placitas con iglesias barrocas y cafés a la italiana, o cuando escuchas a un par de adolescentes hablando en su dialecto, el corso –en vías de recuperación como una muestra másde su orgullo independentista (y que intercalan conpalabras en francés, imagino que tacos y neologismos) –, mucho más cerca de la lengua de Dante que de la de Voltaire.

Y es que, puestos a tirar de clásicos, ya lo adelantó Balzac: “ Córcega es la isla francesa que se calienta al sol de Italia ”. Lo leo una y otra vez en folletos y libros de viajes. Literal. No solo porque su personalidad sea mucho más mediterránea sino, a efectos más plausibles, por su geografía (a solo 90 kilómetros de la costa genovesa) y por su clima (veranos largos y secos, una media de 12ºC y 2.700 horas de sol anuales) .

Calle Clémenceau

Cristóbal Prado

Con todo y con eso, Córcega no es Italia. Ni Francia. Córcega es Córcega. Y montaña. Dos axiomas irrefutables que se aprenden aquí antes que la tabla del uno. Porque aunque sus 1.000 kilómetros de costa den para mucho –para playazas de arena, para calas cavernosas y para puertos deportivos– y aunque sean la zanahoria que engancha a muchos de sus visitantes, su isla es para los corsos, sobre todo eso, montaña. Da igual que no haya cimas muy altas (la media son 500 metros, y la cumbre, el Cinto, solo tiene 2.170 metros) , la montaña ocupa dos tercios de su superficie y ha marcado muchos capítulos de su historia y muchos rasgos de su carácter.

Aterrizo en Bastia para hacer un recorrido por el norte de la isla. Esta no es la capital, pero sí la segunda ciudad más grande y –por goleada– la más cosmopolita, gracias a un agitado puerto pesquero y comercial, que fue durante siglos la puerta de entrada de todas las novedades del continente. Con una rivalidad previsible, Ajaccio, en el sur, “la otra metrópoli corsa” contraataca presumiendo de capitalidad. Pero por lo que realmente es conocida esta isla es por ser la cuna de uno de los personajes más célebres de la historia contemporánea. Hagan apuestas: bajito, brazo en cabestrillo y ego inversamente proporcional a sus centímetros. De apellido Bonaparte.

No del perdedor de Waterloo, sino de su sobrino, Napoleón III, representado como cónsul, es la estatua que preside la plaza de Saint-Nicolás en Bastia, una de las explanadas más grandes de Europa (300 m x 90 m) , abierta al mar entre palmeras y terrazas (y, atención, a menos de 50 kilómetros de la isla de Elba) .

El calendario marca en rojo el día más alborotado. En torno a su quiosco decimonónico, el domingo se instalan los puestos del mercado de pulgas y antigüedades. Con pretensiones de encontrar ‘petróleo’ rebusco entre un juego de café art déco, unas sábanas bordadas con iniciales anónimas y un álbum de fotos en blanco y negro que fue lo único que nadie recogió de la herencia de alguna abuelita... Objetos que también podría encontrar en Passé composé, un coqueto lugar de venta e intercambio de segunda mano y cachivaches con salón de té, en la calle Napoleón, la peatonal donde galerías de arte y locales a la moda – barberías hipster, tiendas gourmet o boutiques pintonas – han ido surgiendo junto a comercios de toda la vida.

Napoleón III es la estatua que preside en la plaza de Saint-Nicolás

Thinkstockphotos

La zapatería Albert Cohen es uno de ellos. Aún conserva su letrero con el apellido de los tiempos en los que Córcega estuvo bajo el cerco de Nelson (1774-76) . Aquellos en los que el almirante perdió aquí la vista de su ojo derecho, y aquellos en los que todo aquel que pasara por delante del oratorio de la Cofradía de la Inmaculada Concepción (quese reconoce por el mosaico de piedras en el suelo) estaba obligado a enjuagarse la garganta y entonar el 'God save the king ', la canción con la que las colonias reconocían al rey británico como su jefe de Estado.

La calle Napoleón termina en la plaza del Ayuntamiento,donde todas las mañanas tiene lugar el mercado, frente a las puertas de la iglesia de San Juan Bautista. Es la más grande de la isla y, aunque su fachada, con dos campanarios simétricos, quede tapada por las casas de los pescadores y tras las barquitas de colores del puerto viejo (el vieux port) en primer plano, la estampa compone la postal más enviada desde Bastia. Los colores son los protagonistas. También de mi cucurucho, que compro en el Café Raugi , una heladería artesana que ofrece sabores diferentes y exóticos como el de pistacho de Bronte (un pueblo de la isla) , la mantequilla salada, o el cédrat (un fruto corso similar al limón, a la sazón, mi elección) , que se derrite antes de subir las escalinatas de Saint- Charles que llevan hasta la ciudadela.

Calle Napoleón en Bastia

Cristóbal Prado

El núcleo central del antiguo feudo de los genoveses es la place du Donjon. Terracitas y restaurantes, como el Chez Vincent, regalan vistas a los muelles, y en torno a ella sobreviven también algunos edificios religiosos, como la catedral de Sainte Marie (a su lado descubro una placa que asegura que allí vivió Victor Hugo) y el oratorio de Sainte Croix, el único rococó de toda Francia, que guarda la imagen del Cristo negro, a la que los pescadores tienen gran veneración y sacan cada tres años en procesión.

Con la misma devoción que ellos, pongo rumbo a Cap Corse, una península con unas características muy peculiares, que tiene su propia personalidad. Es una sucesión de torres genovesas (un total de 67 en todo el litoral, llamadas así porque fueron levantadas por los genoveses para protegerse de las invasiones) ; pueblos marineros (aunqueinverosímil, esta fue una de las pocas zonas de laisla donde se vivió de la pesca) y casas coloniales (que construyeron los ‘americanos’, emigrantes que salieron de Córcega en el siglo XIX, con rumbo a Perú, México y Venezuela y regresaron ricos) .

El oeste más salvaje, villas asomadas a acantilados como Nonza

Corbis

Cipreses, maquis (la vegetación baja característica de Córcega, que combina jara, mirto y brezo, entre otras plantas) , pinos, orquídeas y olivos... la ventanilla de mi coche enmarca un paisaje 100% mediterráneo que serpentea al compás de las curvas, con el azul siempre como telón de fondo. Son 40 kilómetros de largo y 10 de ancho, que hilvana una espectacular carretera de costa. En el lado este, y con un relieve más suave, comienza con el pueblo pesquero de Erbalunga, donde les gusta escaparse a los burgueses parisinos, y sigue con Macinaggio, Ersa y Col de la Serra.

Erbalunga

Cristóbal Prado

El oeste, más salvaje, es una sucesión de villas asomadas a acantilados como Centuri (famoso por su langosta) y Nonza. Es aquí, en las colinas de un pueblecito del cabo, Patrimonio, donde nacen los vinos más célebres de la isla. Las –muchas– horas de sol, los suelos calcáreos y la mano de los enólogos locales dan correctos rosados, blancos (con la variedad vermentino) y, sobre todo, tintos (del varietal nielluccio, parecido al sangiovese toscano y uva principal de la denominación de origen) , que cato en las pequeñas bodegas, camino de Saint-Florent, un elegante pueblo de vacaciones.

El “Saint-Tropez de Córcega” no es más que un promontorio con una ciudadela, un casco histórico de callejuelas medievales y un puerto deportivo, lleno de bares y restaurantes. Pero, méritos propios aparte, Saint-Florent es también la puerta marítima al desierto de los Agriates, un paraje natural protegido que se extiende alrededor de 30 kilómetros, entre Saint-Florent y la desembocadura del Ostriconi. Su nombre es tramposo. Allí no hay rastro de dunas, ni de oasis ni de palmeras, pero sí de paisajes agrestes, afiladas crestas rocosas, olivos, maquis y unas playas de quitarse el sombrero. Las de Saleccia y Lodo, tienen todo lo que una playa debe tener: arenas finas y tostadas, aguas tan transparentes como un espejo y bosques para recorrer en bicicleta, a pie o a caballo.

Por mar se llega en lancha rápida o en los catamaranes (los famosos ‘popeyes’) en pocos minutos desde el puerto de Saint-Florent; por tierra, en un todoterreno para sortear lo agreste del camino en los últimos tramos o a pie, siguiendo rutas senderistas de distinta duración e intensidad. Mi lado más hedonista gana el pulso (otra vez) , y tras darme un baño memorable en la playa de Saleccia, digno de un anuncio de ron dominicano, regreso a Saint-Florent, para continuar hacia Calvi.

Villa de Saint-Florent

Cristóbal Prado

En las puertas de Île Rousse encuentra el Parque Botánico de Saleccia, un parque con una extensión de siete hectáreas dedicado a la vegetación corsa y mediterránea que recuperó la familia de Isabelle, su propietaria actual, durante tres décadas, tras el incendio que lo asoló en 1974, hasta convertirlo en lo que es hoy en día: un lugar salvaje, auténtico y poco –o nada– pretencioso. Todo un descubrimiento.

Paseo por su rosaleda, aprendo de botánica leyendo las descripciones de las plantas y contemplo a una familia al completo jugando con los animales de su pequeña granja. Taller a taller, tiendita a tiendita, con la excusa de seguir la carretera de los artesanos (Strada di l’Artigiani) de la Balagne, la provincia conocida como “ el jardín de Córcega ”, voy parando en algunos de los pueblos más pintorescos. Unos tienen el título, como el funambulista San Antonino, en la lista de “ las villas más bonitas de Francia ” (es el único de la isla presente en el ranking) , empedrado y empinado, y con vistas espectaculares a la playa y a la montaña.

Restaurante del hotel U Palazzu

Cristóbal Prado

Otros, como Pigna, no figuran en ningún listado oficial, pero sí en el de los favoritos de muchos corsos (y en el mío personal) . Es un ejemplo de pueblo rehabilitado por jóvenes artesanos. Es todo peatonal (de hecho está prohibido el dióxidode carbono en toda la villa) , tiene un aire bohemio y elegante al mismo tiempo, y lleno de rinconcitos que piden a gritos abrir una botella de vino y brindar con cualquier pretexto. Su iglesia parece más mexicana que francesa, su plaza está siempre repleta de niños correteando, y sus fotogénicas calles que salen para arriba, con flores y gatitos siempre preparados para el click.

Algo que parece una constante en la zona, ya que fue en la playa del vecino Lumio (el pueblo preferido por los habitantes de la zona para verlos atardeceres) donde un fotógrafo descubrió la belleza voluptuosa de una jovencita llamada Laetitia Casta. Todavía más famoso que la top es otro ciudadano corso. O almenos eso es lo que aseguran en Calvi, donde la audioguía con la que sigo la visita a la ciudadela me hace parar frente a la “ casa donde nació Cristóbal Colón ”. Otro lugar más que se apunta el tanto de haber visto nacer al almirante. Aunque no hay acta que lo confirme, en esa época Córcega pertenecía a Génova y de lo que sí se tiene constancia es de que sus padres vivieron aquí por esas fechas.

Hoy en día la ciudadela no tiene mucha actividad. La vida en la ciudad que dio el pistoletazo de salida al turismo en la isla se hace en la parte baja: en calles como la de la Republique, con restaurantes y tiendas, en un puerto deportivo con yates y terrazas que sirven el pescado más fresco, en una playa de seis kilómetros, con palmeras y chiringuitos.Y... hasta en un tren que, pegadito a ella, recorre la costa hasta Île Rousse: hasta el nudillo del dedo índice.

* Este artículo está publicado en la revista de Condé Nast Traveler de octubre número 77. Este número está disponible en su versión digital para iPad en la AppStore de iTunes , y en la versión digital para PC, Mac, Smartphone y iPad en el quiosco virtual de Zinio (en dispositivos Smartphone: Android, PC/Mac, Win8, WebOS, Rim, iPad) . Además, puedes encontrarnos en Google Play Kiosco.

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