Una primera vez en Calella de Palafrugell

El verano siempre rima con uno de los pueblos más bonitos de la Costa Brava.

Calella de Palafrugell, en la Costa Brava.

Getty Images

Desde la ciudad de Palamós hasta el pueblo de Calella de Palafrugell, ambos en Girona, hay casi 12 kilómetros. En un primer momento, uno piensa en la socorrida opción de coger un bus o un taxi con buena tarifa para llegar, aunque no es lo usual.

¿Y cómo llego? "¡Andando, por supuesto!", dice la recepcionista. Y es que** la Costa Brava se lee a través de sus caminos y sendas,** especialmente gracias a los Caminos de Ronda. Un sistema de senderos que bordean su costa y montañas desde Blanes hasta Portbou, invitando al visitante a tomarse este lado del Mediterráneo con calma y contemplación.

Y empieza la ruta, entre los colores de cala S’Alguer, una barraca perdida de Dalí sentenciada por una lluvia de ramas y piñas, o calas de infarto como La Fonda o del Castell, flanqueadas por cañares donde alguien olvidó su tabla de surf.

Continúas andando, saludando a los senderistas que siempre te adelantan, te deslizas por Cap Roig y la primavera eterna de su jardín botánico, hasta reconocerlo a lo lejos: el pueblo de Calella de Palafrugell donde brilla el Mediterráneo que vinimos a buscar.

Casitas de pescadores en la cala S’Alguer.

Félix Lorenzo

NACÍ EN EL MEDITERRÁNEO

Hay lugares en el mundo que requieren de un ABC turístico para encontrarle sentido, pero Calella de Palafrugell no es uno de ellos. Tras sortear los primeros chalets, el paseo marítimo se revela como una colección de calas que bordean el pueblo y entre las que cuesta decidirse: ahí tenemos Els Canyers, envuelta por sus escaleras al mar y las barracas de pescadores con sus puertas de colores abiertas de par en par; o Port Pelegrí, donde te pones a tomar el sol y de repente el Miquel le pregunta a la Gina qué tal le fue en la peluquería. Es el primer síntoma de un pueblo donde no compartes las playas con turistas, sino con vecinos; como una postal de tonos sepia en la que volver a sentirte niño.

Una fotografía desde el hotel Sant Roc o la Punta dels Burricaires; otra barraca abierta en la que podrían vivir sirenas y una naturaleza mediterránea tan fundida que te parece escuchar grillos en la arena.

Calella es una extensión marítima del pueblo de Palafrugell a la que una vez llegaron pescadores para proteger esta porción de costa de los piratas. Con el tiempo, la pesca y el corcho nutrieron la economía de este reducto hasta que la burguesía catalana recaló en sus aguas cristalinas.

Sin embargo, la cosa aquí nunca se fue de madre y escasean las tiendas de flotadores, los gigantes de cemento y otros malos hábitos del turismo de sol y playa.

Port Bo en Calella de Palafrugell.

Getty Images

Calella de Palafrugell aún mantiene el encanto de un pueblo de pescadores y sus pocos hoteles se han adaptado a su magia: a las habaneras de Calella, tan típicas de la comunidad pesquera y que aún se interpretan en las noches de verano; las antiguas redes de pescar que lucen en la Oficina de Turismo pero, especialmente, ese Port Bo convertido en icono del pueblo.

Diferentes barcas de colores lucen en la playa al amparo de casas blancas definidas por sus voltes, o arcos que permiten mirar al Mediterráneo de una forma diferente, incluso daliniana.

No te estreses por ver cien mil atracciones, aquí la filosofía es dejarse llevar y perderse entre sus encantos, sus atajos al mar o una terraza donde degustar la garoina en temporada mientras vigilas que no te atrape su buganvilla.

O disfrutar de un festín de tapas en Calau, los mariscos de La Blava o Sol y Mar, ambos bendecidos desde una posición privilegiada al gran azul; el tzatziki de coco del restaurante del Hotel Casamar; o la ensalada de langostinos con fresas de Can Palet.

Y ver la vida pasar desde una mesa, frente a un mar que se antoja esa mujer perfumada a la que describió Joan Manuel Serrat en Mediterráneo, canción escrita en el hoy desaparecido hotel Batlle de Calella de Palafrugell. Porque, ¡ay genio!, no te equivocabas.

La playa de Calella de Palafrugell.

Thinkstock

**A TAMARIU Y MÁS ALLÁ **

Hablar de Calella de Palafrugell es hacerlo de Serrat, sí, pero especialmente de Josep Pla. El periodista y escritor pasó su infancia en este rincón de la Costa Brava del que extrajo su porción favorita: la ruta desde Calella de Palafrugell hasta Tamariu, cuyo nombre relaciona a “los terays o tarajes que crecen a ambos lados de la riera que desemboca en la arena de la playa".

Para realizar esta ruta a través del Camino de Ronda, hay que volver a calzarse las deportivas y poner rumbo al norte hasta alcanzar Llafranc, cuna del Faro de San Sebastián donde tomar las mejores fotos de las vistas. Además, también puedes visitar el Conjunto Monumental de Sant Sebastià de la Guarda, custodiado por altos acantilados donde una vez se refugiaron los antiguos pueblos íberos.

Unos pasitos más y llegamos a cala Pedrosa, casi tan virgen como un diskette Verbatim, donde su pequeño restaurante desvela a Pepita cocinando al aire libre.

Barcas en la playa de Tamariu, Costa Brava.

Getty Images

Salvaje es el recorrido del último tramo de 20 minutos que conduce hasta el pueblecito de Tamariu, con sus casitas blancas como último rastro de humanidad antes de perderse por calitas como Aiguadolça, d’ Aigua Xelida o Marquesa, **tan estrecha y esmeralda que parece privada. **

Tras recorrer esta franja de ensueño, volvemos de regreso con una extraña sensación a través de los lugares y las calas, los balcones floridos y las barcas, hasta alcanzar el punto de partida, en el inicio de Calella de Palafrugell. La excursión no ha terminado y mereces una joyita premium como es **la cala del Golfet, atrapada entre el pueblo y el Cap Roig. **

Un último tramo del Camino de Ronda te sumerge entre túneles y pasadizos. Allí abajo, el agua es tan transparente que los cuerpos desnudos son evidentes, los pinos sueñan con ser de color turquesa y todo lo invade una extraña nostalgia. Debe ser el atardecer o la brisa. Quizás esa envidia sana que solo experimentamos hacia otra persona que está a punto de vivir una primera vez en un lugar de ensueño. Será que Serrat tenía razón cuando cantaba aquello de “y amontonado en tu arena, guardo amor, juegos y penas”.

SUSCRÍBETE AQUÍ a nuestra newsletter y recibe todas las novedades de Condé Nast Traveler #YoSoyTraveler

Un verano eterno en la Costa Brava

Ver galería: Calas de la Costa Brava para un verano más recóndito y discreto