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Música y Libros

Relato sobre un país marcado por la violencia y el narcotráfico

Gustavo Álvarez Gardeazábal, escritor y exgobernador del Valle del Cauca.

Gustavo Álvarez Gardeazábal, escritor y exgobernador del Valle del Cauca.

Foto:Santiago Saldarriaga / EL TIEMPO

Fragmentos del prólogo de Comandante Paraíso, de Gustavo Álvarez Gardeazábal, en su reedición.

Julián Malatesta - pARA EL TIEMPO
Tres podrían ser los cruces de camino identificables como rutas de acceso a la prolífica obra literaria de Gustavo Álvarez Gardeazábal

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Después de sus impresiones de juventud y exploración iconoclasta en los temas de la religión y la sexualidad abordados en Dabeiba (1972), La tara del Papa (1972) y La boba y el Buda (1972), se instala como un escritor que pone a consideración de los colombianos y de la crítica especializada, tal vez la obra más significativa de la literatura latinoamericana en la indagación sobre los móviles de orden social, político, religioso y psicológico que conducen a la aparición de personajes complejos, capaces de cumplir los más oscuros designios; se trata de Cóndores no entierran todos los días (1972) donde Gardeazábal ausculta la violencia campesina, atizada y encubierta por la confrontación bipartidista de los años cincuenta; lo hace desde una narrativa atenta con la descripción del incipiente mundo urbano y del peso que aún cumple en el imaginario social el paisaje rural. Ya en esta obra pone en evidencia su extraordinaria ruptura con la tradición formal de la novela colombiana, pues disuelve las relaciones de linealidad temporal, trata de modo fragmentario los acontecimientos y le otorga un enorme valor a la oralidad, la cual, en su mofa, describe como un idioma particular de su región: el chisme, que en su acepción primaria consiste en disociar, separar unos de otros, revelar lo que se anhela debe permanecer en secreto, hacer público lo íntimo y sobre todo, propiciar el conflicto como un deleite y gozo para el pérfido, pero que en su poética activa la intencionalidad aviesa o franca de sus personajes en ejercicio de sus derroteros.
El segundo cruce lo constituye la novela El último gamonal (1987), donde el escritor narra el declive de un personaje que solía controlarlo todo, se constituía como la autoridad absoluta y el regente de un arbitrario contrato social de su propiedad con el que pretendía ordenar la vida de su pueblo, solo que ahora este poder sufre la fatiga de sus años y de sus equivocaciones, y sobre todo, un elemento muy propio de la obra de Gardeazábal, este poder se debilita por el dominio de la mujer que es, de alguna manera, el símbolo del derrumbe de una autoridad patriarcal que ya no posee el control de sí mismo. El último gamonal es un vértice esencial en su novelística por cuanto la sociedad que describe avanza hacia una transformación vertiginosa del campo a la ciudad y empieza a hacer presencia en ambos territorios unos nuevos sujetos del negocio y la conducción política que ya no son aquellos de la primera violencia.
Libro Comandante Paraíso de Gustavo Álvarez Gardeazábal.

Libro Comandante Paraíso de Gustavo Álvarez Gardeazábal.

Foto:Intermedio Editores

Gardeazábal
no profesa
ninguna
devoción
por una democracia
estética ni anhela
que sus personajes
establezcan
igualdad con el
mundo real

El tercer cruce, a mi juicio definitivo, lo constituye la novela Comandante Paraíso (2002). Se sitúa en la década de los ochenta, donde podríamos asegurar, hay un eclipse de los proyectos ideológicos que solían enmascarar las luchas y los delitos de la confrontación política anterior, y en medio de una precaria guerra con sus caudillos militares se revela aún más el fracaso del Estado-Nación y con ello el derrumbe del incipiente pensamiento ilustrado, que más allá de las frágiles instituciones públicas que orienta no interviene en la mentalidad de las gentes, que como el Comandante Paraíso accede a una noción de país, a una visión de sociedad a través de los temerarios negocios en los que se ve envuelto y en la guerra que debe desatar para cuidar su fortuna.
Esta sugestiva novela mantiene hilos de continuidad con las novelas anteriores del archivo Gardeazábal. Los personajes no tienen un origen noble, no exhiben ni se vanaglorian de un linaje, son irredentos si se quiere; impelidos por las circunstancias se ven envueltos en grandes misiones para las que no se habían preparado. Su inteligencia es el único poder que poseen y gozan de un olfato de animal para convertir la adversidad en beneficio. Su relación con la muerte disuelve cualquier vínculo institucional religioso, son más bien personajes supersticiosos que le obedecen a un mundo paralelo que habita con ellos y que está lleno de señales, de hábitus, de afectos con los cuales advierten a tiempo y con destreza la traición, la acechanza y la fidelidad. León María Lozano, el Cóndor, aunque es un fanático católico, su agobiante ascetismo y su devoción se rige por sus propias reglas; en Don Leonardo, el gamonal, parte de su debilidad la explica la pérdida de estas habilidades que son manipuladas por Judith Ortega, mujer suspicaz y artera, quien prepara todas las coartadas para conducir su poderío; Enrique Londoño, el comandante, es un creyente del incidente, del súbito suceso, al cual le otorga un poder premonitorio, su fe en la lectura puntual de las situaciones lo alejan del peligro. Un cariz adicional de estos personajes es la sexualidad, hombres y mujeres exhiben sus habilidades amatorias, ya sea de manera mojijata, como en Cóndores, o de un modo altanero y perverso, como en Comandante.

Las vicisitudes narrativas son construidas con retazos de tiempo que disuelven cualquier hilo de continuidad cronológica

Y quizá el tercer aspecto es el hilo de la venganza que cruza toda su novelística y que en Comandante Paraíso es la manera alegórica que Gardeazábal utiliza para ilustrar el origen de la violencia, que no solo se haya determinada por el acceso a la propiedad de la tierra o a las formas del poder político y de control territorial, sino que generalmente, por lo menos en este tercer cruce, tiene un origen en la venganza de los huérfanos, una heredad en donde los hijos de esa primer violencia tienen la obligación de consumar el cobro de sangre por la muerte de sus progenitores.
Se diría que se trata de un escritor realista, pues no falta el lector que logre hacer coincidir su entorno inmediato con episodios narrados en su obra; pero creo que esto es un prejuicio que empobrece la lectura de la novela por cuanto las vicisitudes narrativas son construidas con retazos de tiempo que disuelven cualquier hilo de continuidad cronológica, y aunque en la historia de Colombia se hallen prestos los sucesos para la noticia o la crónica, el poder de la ficción estriba en apropiarse de los aspectos más emotivos, vitales y sugerentes que estos ofrecen y conducirlos a la creación de un mundo que solo le pertenece a la obra literaria.
Monumento en honor al escritor Gustavo Álvarez Gardeazábal.

Monumento en honor al escritor Gustavo Álvarez Gardeazábal.

Foto:Gobernación del Valle del Cauca

El "realismo" de Gardeazábal es inorgánico, no se ejecuta con el espejo donde la "realidad" está para ser copiada, su narrativa trabaja con la fractura, se escribe con la esquirla de los acontecimientos, tal vez con la ruina de una historia que se obstina en ser pasado pero que el escritor se propone revelar en presente; ni siquiera el narrador coincide con los avatares domésticos, intemperantes y pendencieros del escritor Gardeazábal o con sus heroicas faenas políticas. Quienes acusan a los narradores de sus diversas obras de establecer simetrías con el amanuense o de tener una especie de identidad directa con el creador, se equivocan porque la obra es una constelación hecha de flujos de tiempo, de saberes, de destrezas y de géneros literarios y artísticos donde el punto de vista del autor no puede manifestarse con plena autonomía porque el entramado narrativo se lo prohíbe y porque el autor mismo se va construyendo con la obra que elabora.
Pese a que hay pasajes que podrían legitimar una lectura señaladora o con el dedo en alto apuntando a la diana, como suelo denominar este esfuerzo por establecer equivalencias con el mundo real, la más de las veces, lectura precedida por convicciones morales e inquisidoras, el acontecimiento se halla envuelto en el sensorium estético y material de la obra y por una vía interpretativa no puede desligarse de ese hábitat que lo constituye. Hago referencia, a modo de ejemplo, de las cartas que un reo de una cárcel de Estados Unidos le envía a su madre o al patrón, donde menciona las ayudas que le presta el escritor Álvarez Gardeazábal, lo bendice y le desea suerte en su campaña electoral por la alcaldía de Tuluá.
El suceso enunciado parecería ocupar un lugar ajeno a la obra, se hallaría en el corolario de la vida regional de donde es oriundo el escritor y por consiguiente la tentación de una lectura coincidente y valorativa del avatar del ciudadano Gardeazábal resulta inevitable, aunque altamente ingenua.
Estas inclusiones personales, caprichosas y provocadoras, son propias de un escritor de vanguardia, estamos aquí ante lo que podríamos denominar el efecto Magritte, ese pintor belga del movimiento surrealista que en 1928-1929 dibujó una pipa y dentro del cuadro escribió un letrero que decía: Ceci n'est pas une pipe, "esto no es una pipa", lo que inhabilitaba una lectura coloquial, por cuanto los caracteres alfabéticos del francés se hallaban dibujados en el encuadre pestos no podrían operar con el vigor significante del mundo de afuera. Es lo que llamó Foucault "coger las cosas en la trampa de una doble grafía"1, para que el lector permanezca en el perímetro de la obra y presienta una caducidad, o mejor, la exasperante inutilidad de su información previa.
El efecto Magritte en la obra de Gardeazábal inhabilita el saber que los habitantes de estas latitudes tenemos del ciudadano que un día llegó a ocupar la Alcaldía de su municipio o, dicho de otro modo, vuelve insuficiente e innecesaria esa información, porque el peso referencial de su nombre y su vestigio histórico está al servicio de ese mundo creado que sí resulta útil y exigente en las predilecciones afectivas de sus personajes y que instala un efecto de extrañamiento al interior de la obra misma. Deducir de estas lúdicas referencias literarias, compromisos y simpatías del escritor con su contexto histórico, conduce a una lectura enajenada que deprecia la construcción literaria.
En Comandante Paraíso el lector acompaña al narrador que no sabe para dónde va ni de dónde viene, inútilmente intenta predecir su trasiego, advertir los itinerarios y desvíos afectivos de sus descripciones; un narrador desdoblado en múltiples voces que se desplazan de la primera a la tercera persona y que avaden deliberadamente la segunda persona, que es el diálogo. En esta evasión hay una toma de posición estética, pues el diálogo resulta ser el momento más mimético con el mundo exterior y por consiguiente contribuiría negativamente a hacer coincidir la obra con un afuera previsible y muerto en la sensibilidad del lector. Cuando episódicamente incurre en el diálogo, estos resultan parlamentos de un sketch teatral, con escenario delimitado, en el marco de una efímera escenografía. Son situaciones de "estaca", puntos de demarcación donde se afirma un dominio, un territorio o un mando, linderos de cofradía y comunidad de lenguaje.
Gardeazábal no profesa ninguna devoción por una democracia estética ni anhela que sus personajes establezcan igualdad con el mundo real. Es probable que en ese mundo habiten seres más célebres o más despiadados que sus personajes, pero el mundo de ellos es sin literatura, sin arte, para ellos está negada la gloria de la invención, su mundo está hecho de aciago destino y esta no es la verosimilitud que configura el escritor, Gardeazábal trabaja por la verdad de la obra, y sus quiebres y sus flaquezas pertenecen a la obra misma.

Gardeazábal no profesa ninguna devoción por una democracia estética ni anhela que sus personajes establezcan igualdad con el mundo real

En Colombia, la muerte es un instrumento para sobrevivir, para ascender y, curiosamente, hasta para vivir tranquilos. En este país se mata por los motivos más baladíes. Mata el marido celoso o la mujer infiel para quedar libre de la coyunda. Mata el estudiante para librarse del profesor que le exige en sus cursos universitarios. Mata el que debe para no pagar y mata o manda a matar el que se siente herido porque no le satisfizo la deuda.
Sin embargo, en Colombia no existe la pena de muerte... (Comandante Paraíso, p. 37).
Esta reflexión no pertenece a un canon de pensamiento ideológico-político, se halla en la opinión, en la doxa, y arrastra por su fuerza oral una carga afectiva e irónica que contribuye a que el lector asista a un efecto de distanciamiento con el cual debe obligatoriamente producir su propio sentido crítico. De este modo se logra erosionar el orden simbólico adquirido en el relato, quebrantar su peso alegórico con una realidad nacional, fecunda y precaria al mismo tiempo, que circula alrededor de la obra, y una ironía que hace estallar imprevisiblemente la simetría con la vida.
En la novela Comandante Paraíso concurren géneros literarios de diversas funciones: la epístola, el teatro, la nota periodística y la crónica; del mismo modo destrezas narrativas donde cumple un papel central el monólogo. Este, en sentido estricto, se constituye en el hilo conductor de toda la obra; el comandante cuenta sus tribulaciones desde la infancia hasta la vejez, lo hace con súbitas epifanías, con libres asociaciones y de modo fragmentario. Es un hilo que unifica y deshace los materiales de la historia, el personaje reúne en él la información suficiente del país que le tocó en suerte; es la memoria de la catástrofe, un aviso de la fatalidad y la resignación; con su pretencioso, jocoso y desalmado relato difumina cualquier pretensión aurática de la obra.
Se podría considerar que Gardeazábal es un escritor que alcanza un nivel de madurez donde la tradición que concurre a él la constituye su obra misma. No es posible hablar de una obra en singular sino se tiene como referencia todo su acervo literario. Desde luego, que, en este escritor, habita un apasionado lector, un académico y por consiguiente un disciplinado estudioso de la literatura, pero resulta vano, con esta larga trayectoria, pretender identificar aquellas influencias de la tradición que contribuyen a su producción literaria. De qué serviría hablar de la novela de folletín constituida por entregas semanales en los diarios de la Europa decimonónica o referir el influjo en su obra de los relatos ingleses y norteamericanos cuando su devoción por la oralidad y por el lenguaje directo, procaz y desenfadado de sus héroes e infames disipa el volumen de una erudición que se tomaría por asalto sus relatos.
Sin embargo, por pura impertinencia, quiero decir que ese hilo conductor que es el relato donde Enrique Londoño, el Comandante Paraíso, cuenta su historia de violencia, de asesinatos, del tráfico de armas y de droga, posee la moldura de ese enigmático narrador que previene a un semejante desconocido, anónimo, de emprender el viaje a una mítica región llamada "Luvina", uno de los cuentos cumbre de Juan Rulfo, solo que el Comandante Paraíso supone un interlocutor pasivo, de la misma calaña y de un modo inverso añora su región de origen Alcañiz, el mundo paralelo a la región violenta del norte del Valle del Cauca que el lector nativo identifica con incredulidad y asombro. Metido hasta el cuello en la novela, el heroico descifrador de signos descubre estupefacto que su país de origen habita dentro del relato, y que afuera solo queda la dura estela de barbarie y desolación.
JULIÁN MALATESTA
PROFESOR TITULAR DE LA UNIVERSIDAD DEL VALLE
Julián Malatesta - pARA EL TIEMPO
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