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El poeta del sombrero

Sus libros eran sus amigos, sus otros hijos. Él escribió más de 20 y se leyó como 20.000.

Luis Noé OchoaSubeditor
Está insoportable el mundo. Con todo lo que tenemos que ver y sufrir por las guerras y violencias, y el alma se nos marchita más porque se están yendo los amigos, los cercanos, los seres queridos y admirados.

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El pasado 19 de marzo en la noche, como una de tantas noches largas que él dedicaba a leer y a escribir, fue la última página, en la que Dios pone punto final, del poeta nadaísta Eduardo Escobar. Se cerró el libro de su vida y a su vez nos cerró el pecho.
Ya se sabía que él se batía valiente en los últimos días en la Clínica Colombia. Y desde allí escribió sus dos últimas columnas, aun con las agujas en la piel, porque escribir para él era como respirar. Y como fue siempre bueno y justo, desde la cama de hospital reconoció la bondad del enjambre blanco que lo atendía. “Este país, tan salaz y tantas veces endiablado, cuenta también con recursos suficientes de bondad”, dijo.
Pero ya me había llamado y me había contado la mala noticia, que él tomaba con coraje. “Cómo le parece, hombre, que estoy en la clínica” (...). “De pronto ya no podía respirar. Parece que el cigarrillito hizo su trabajo”. Y en una filosofía de consuelo agregó: “Claro que todos nacemos condenados a muerte. A mí ya me dieron 80 años de vida, que es suficiente, y la he vivido, gozado y sufrido también a veces. Yo estoy con mis hijos, pero sí quisiera irme a estar con mis libros”.

A Eduardo Escobar, el poeta, el escritor, el periodista, el gran padre, debió costarle, como nos pasará a todos, soltar las manos de los suyos, pero también dejar a sus escritores.

Sus libros eran sus amigos, sus otros hijos. Él escribió más de 20 y se leyó como 20.000. Y se hizo amigo de los grandes escritores de la humanidad, a quienes les esculcó sus vidas y los quiso. Por eso sentía tanto dejarlos solos en su biblioteca en San Francisco, donde seguramente ese 19 de marzo las aves callaron todo el día, desoladas, por su poeta del sombrero que por años vieron sentado leyendo.
A Eduardo Escobar, el poeta, el escritor, el periodista, el gran padre, debió costarle, como nos pasará a todos, soltar las manos de los suyos, pero también dejar a sus escritores. Si revisamos hoy su biblioteca, algunos libros deben estar húmedos por dentro, pues lo debieron llorar el filósofo de Envigado, Fernando González, que fue como su padre, Tomás Carrasquilla, Jean-Paul Sartre, Albert Camus, Vladimir Maiakovski, Rainer María Rilke, Henry Miller, Vladimir Nabokov, Friedrich Nietzsche, Arthur Schopenhauer, y muchos más, que eran su otra familia.
Lo sé porque él estaba allí con ellos un día que llegué a su cuartel por accidente, perdido, pues en visita a una finca cercana me desvié de camino, como nos pasa a veces en la vida y, jadeante, de pronto me lo encontré, con toda su barba, su sonrisa buena y su voz grave: –¡Qué hacés por aquí, hombre! –Es que vengo a visitarlo. Después le conté todo... Y fue cuando me relacionó con su distinguida familia literaria. Fue una charla inolvidable y en un paseo corto me presentó un brioso caballo castaño, que acariciaba y alimentaba, él que no sabía cabalgar, pero sabía querer a los animales.
Y también fue cuando lo admiré más, cuando entendí por qué al leerlo me enviaba seguido a consultar la RAE, porque él mismo era una biblioteca. Eduardo Escobar fue un columnista culto, preocupado por comentar con los lectores, a su modo, los dolores de este mundo y de este país, las injusticias, la falta de oportunidades, la violencia, los vericuetos de la paz esquiva. Todo, en lenguaje bello, bien confeccionado, con la palabra precisa, con pasión de escritor, así su desayuno fuera después del mediodía. Ese es, lectores, el buen columnista.
Sé que cuando Gonzalo Arango le preguntó un día con quién no le gustaría encontrarse en el cielo, respondió: “¿No dicen, pues, que la otra vida es el descanso eterno? Después de este trajín es justo descansar. Y hacer silencio”. Creo que no se cumplirá su deseo, pues allá estarán de fiesta los grandes de la literatura por tenerlo, así nos haga mucha falta aquí.
Luis Noé OchoaSubeditor
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