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Violación y guerra

Es como si siguiera siendo natural que guerra es sinónimo de violación porque así ha sido siempre.

Jineth Bedoya Lima
Francesca Muller, una joven mujer de ascendencia alemana y víctima en tercer grado generacional del genocidio judío, en la Segunda Guerra Mundial, inició su propia confrontación bélica hace un año.

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(También le puede interesar: No solo de derechos vive el periodista)
La guerra que leyó en los diarios de su abuela, o escuchó de los relatos de su padre, llegó hasta su barrio en Odesa, puerto de Ucrania.
Lejos de verse inmersa en la barbarie de la confrontación armada, que, como en todas las guerras que inician los hombres y terminan soportando la parte más cruel las mujeres, se convirtió en un número anónimo de la lista de víctimas.
Y es anónimo porque se ha hablado mucho de poderío bélico, voluntarios para luchar, misiles, tanques y helicópteros, pero poco o nada de violencia de género.
Muy escasas líneas se han leído, como lo señala el editorial de EL TIEMPO ayer, Día Internacional de la Mujer, de la devastadora acción de violencia sexual por parte de los soldados rusos. Es como si siguiera siendo natural e implícito que guerra es sinónimo de violación porque así ha sido siempre.

La violencia sexual es el último tema por tratar en medio de una guerra, pero el primero que destruye el núcleo de la sociedad

Ella, Francesca, llegó a pensarlo muchas veces cuando se motivó a leer sobre el papel de las mujeres en los conflictos armados, tras construir el árbol genealógico de su familia antes y después de su paso por los campos de concentración nazis.
Lo cierto es que al iniciar su camino de huida de Odesa y despedir a su hermano menor, su alma gemela, quien se enlistaba en el ejército de su país sin saber siquiera cómo quitar el pasador de seguridad del fusil, se chocó con el horror de esa guerra frente a frente.
Tres mujeres, toda una vida en sus maletas, una autopista sola y bombardeada y un grupo de soldados rusos. Una muerte lenta de diez minutos y la marca de la barbarie. El botín de guerra que los combatientes creen que obtienen, porque así castigan a sus enemigos.
Cuando Francesca logró llegar a Kiev, para encontrar refugio donde una de sus tías, tenía en su cabeza la firme intención del suicidio. Otro de los daños directos que deja la violación.
Las alarmas que alertaban de un bombardeo no les dieron mucho espacio para hacerles el duelo a la agresión ni a la trágica noticia de la muerte de su hermano, que cayó a la tercera semana de haberse enlistado.
Ella es solo un testimonio que tímidamente se deja abordar en medio de la complicidad del dolor de quien entiende el suyo, pero son decenas de casos.
Lo reseñó la primera dama ucraniana, Olena Zelenska, en el marco de la II Conferencia Mundial para Prevenir la Violencia Sexual, el pasado mes de noviembre, en el Reino Unido. En su maleta llevaba nombres, tragedia, lágrimas y coraje para denunciar, pero a pocos les importa.
Se dirá que, lamentablemente, es otra de las historias dolorosas del conflicto bélico entre Ucrania y Rusia. Pero es más que eso.
Lo es allí, en Irán, o en Siria. Lo es en México y Afganistán y lo sigue siendo en Colombia. La violencia sexual es el último tema por tratar en medio de una guerra, pero el primero que destruye el núcleo de la sociedad, la dignidad humana y la posibilidad de reconstruir, sin yerro, el tejido social de una comunidad.
A todos los y las periodistas, que han dedicado páginas enteras y portadas digitales con sus especiales sobre el aniversario de la guerra en Ucrania, es válido pedirles, casi como exigencia por la reivindicación de las víctimas, que nunca olviden en sus reportes la violación como arma de guerra. Y a los gobiernos, que en sus agendas de Estado y sus políticas públicas no se trate la violación, como pretexto de empatía, exclusivamente los 8 de marzo y los 25 de noviembre.
Ahora Francesca es otra cifra y, lo realmente importante, una voz más que se alza desde Londres o Berlín, desde donde ella crea que puede recoger los pedazos y armar su propia historia de sobreviviente. Tristemente, ya no tendrá que volver al diario de la abuela, porque, como hace 80 años, quienes tienen las armas se siguen creyendo dueños de los cuerpos de las mujeres.
JINETH BEDOYA LIMA
Jineth Bedoya Lima
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