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¿Que todo cambie para que todo siga igual?

La discontinuidad en las políticas públicas hace parte del complejo de Adán de muchos políticos.

Marta Lucía Ramírez
La verdadera lucha contra la corrupción, la promoción de la transparencia y el correcto y eficiente uso de los recursos públicos es importante y urgente.

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Por esa razón, logramos la expedición de la Ley 2195 de 2022, con un enfoque preventivo y reparador, para promover “la cultura de la legalidad e integridad y recuperar la confianza ciudadana y el respeto por lo público”. La ley debía reglamentarse con celeridad, pero solo después de 18 meses de iniciado este gobierno se ha expedido un decreto que la desarrolla parcialmente.
La ley introdujo nuevas herramientas para enfrentar el problema en las esferas pública y privada impulsando programas de transparencia tanto en entidades públicas como en las sociedades mediante el ‘compliance’ con un enfoque basado en identificar riesgos y eliminarlos, así como en el levantamiento del velo corporativo para conocer el beneficiario real de la contratación y llevar centros de costos individuales para cada contrato con el Estado, de manera que se evite la distracción de recursos públicos a través de entramados de contratación y tesorería.
En aplicación del principio constitucional de colaboración armónica se crearon hace cuatro años el portal Anticorrupción Paco y la Red Interinstitucional de Transparencia y Anticorrupción –Rita– para coordinar a las entidades públicas en el propósito común de promover la transparencia con “oficiales de cumplimiento” que identifiquen información, riesgos y denuncias sobre posibles casos de corrupción. Esta red contaba ya con más de 270 entidades del Gobierno.
Sorpresivamente, en días pasados, la Secretaría de Transparencia de la Presidencia de la República anunció el desmonte de Rita sin ofrecer motivaciones, para volver exclusivamente a las oficinas de control interno de las entidades, lo cual resultó siempre insuficiente para prevenir la corrupción.
Lamentablemente, algunos entienden que la solución a este flagelo está en la expedición de leyes de sanciones, por lo que en los últimos 30 años se han dictado normas penales, fiscales, disciplinarias, de responsabilidad patrimonial de los servidores y de contratación, entre otras, con una visión ‘ex post’, de la contención al fenómeno.
Sin embargo, ni la producción normativa sancionatoria ni la retórica de las campañas políticas han rendido los frutos esperados y, por el contrario, la opinión sigue conociendo nuevos casos en que los corruptos, cada vez más sofisticados, audaces y ambiciosos, se alzan con cifras antes imaginables del patrimonio de todos, sin que haya eficacia y, muchas veces, ni siquiera gestión para recuperar esos dineros.
El rechazo a la corrupción no debe ser tan solo un asunto de políticos, del Estado y de la malversación de recursos de las entidades públicas. Por el contrario, debe hacer parte de la cultura social y de la formación de los hijos. (¿Cuántas veces las personas que nos leen exigieron a sus hijos devolver en su colegio un juguete o elemento ajeno por insignificante que parezca, pidiéndole al hijo(a) disculparse por haber traído a casa algo ajeno y corroborar con su profesora que haya procedido de conformidad?)
La tolerancia con la corrupción y la falta de ética son un disvalor indeseable, pero arraigado en nuestra sociedad que permea a particulares, al sector privado, políticos y funcionarios públicos. Para acabarla se requiere una estrategia articulada y coordinada entre todos los estamentos sociales.
Es lamentable que un instrumento de política pública novedoso, que generó reconocimiento internacional para Colombia, se desmonte sin ofrecer nada mejor. La discontinuidad en las políticas públicas hace parte del complejo de Adán de muchos políticos.
MARTA LUCÍA RAMÍREZ
Marta Lucía Ramírez
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