Mi queja: S.D.R.M., #1
Por Samuel de Roa y marronyazul
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En forma de "novela corta", el autor expone las preguntas universales que todos nos hacemos ante lo amargo de la vida. Estas quejas que cada día podríamos escupir a la cara de un Dios aparentemente sordo y cruel, gobernador de un reino cuyas puertas a veces parecen más "cerradas" que "abiertas". Una publicación que, dado el estado actual del mundo, creemos que auxilará a algunos en su fe y quizás Dios use para llevar a otros a los pies del Maestro.
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Mi queja - Samuel de Roa
Mi queja
S.D.R.M., Volume 1
Samuel de Roa and marronyazul
Published by marronyazul, 2024.
While every precaution has been taken in the preparation of this book, the publisher assumes no responsibility for errors or omissions, or for damages resulting from the use of the information contained herein.
MI QUEJA
First edition. March 1, 2024.
Copyright © 2024 Samuel de Roa and marronyazul.
ISBN: 978-8412423563
Written by Samuel de Roa and marronyazul.
MI QUEJA
Samuel de Roa
Título original: Mi queja
© 2024 S.D.R.M.
Maquetación: Marronyazul®
Primera edición: marzo 2024
ISBN: 978-84-124235-5-6
MARRONYAZUL®
www.marronyazul.com
Las citas del Libro utilizadas han sido las siguientes (en ocasiones parafraseadas):
Reina Valera 1960 (RV1960) © 1960 por Sociedades Bíblicas de América Latina, © renovado 1988 por Sociedades Bíblicas Unidas; usada con permiso | Biblia Reina Valera Textual 3ª Ed. (BTX) © 1999 Sociedad Bíblica Iberoamericana, Inc.
Derechos de autor:
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ÍNDICE
Nubes
El mesón
La primera ronda
Éxodo
El dilema
El pastel
Rafa’el Sha’ar
La gente no parece entender nada...
Niños enfermos...
Mueren de hambre...
Malditas guerras...…
Desastres y terremotos...
La gente sin afecto...
Gobernantes injustos...
Sustancias venenosas...
Armas que destruyen...
Se prostituyen...
Economía e imperio...
Suicidios, abortos y miseria...
Te ignoran...
Nada te importa...
Al ángel que el Señor siempre envía para advertir.
A Abraham, Gabriel y Miriam.
A todos los que lloran.
En el ocaso del otoño de un año muy caluroso, en un día como cualquier otro, encontré dentro del buzón una nota manuscrita que decía así:
Querido Alberto,
Mañana a partir de las 18:00 h. estaré en el restaurante de la plaza del pueblo, aquel que tiene nombre de hidalgo.
Me reconocerás en cuanto llegues.
-----------------------------------
Se narra aquí este encuentro y ciertas cosas que sucedieron después.
Nubes
Trabajo por las noches y duermo por las mañanas, así que me despierto casi a la hora de almorzar y me acuesto a la de madrugar. Siguiendo mi costumbre, me levanté pasado el mediodía y, aunque normalmente me cuesta cierto tiempo despertarme del todo, aquel día me sentí tan pletórico de energía que salté del catre como una escopetilla recién engrasada dispara su pequeño perdigón. Cuando alcé la persiana pude comprobar que una gruesa cortina de agua bañaba el horizonte hasta donde alcanzaba la vista, oscuros nubarrones que vaticinaban un órdago a mi cita vespertina y cuya única misión parecía limitarse a asfixiar mi buen ánimo.
Había estado nervioso desde varios días antes, a merced de un cosquilleo interior que me impulsaba a acudir «lo más actualizado posible». Sin entender muy bien las cosquillas, en mi afán de sortear la reunión del mejor talante me hice deudor de la absurda idea de que un atracón informativo me ayudaría a mitigar el hormigueo. La noche anterior rendí honor a esta convicción y no hice otra cosa que ojear con avidez las noticias en todos los medios por los que suelo navegar. No hubo demasiadas novedades en el frente, siendo lo más reseñable que las calles de España ardían y sus comercios eran saqueados por «movilizaciones juveniles» a favor de un delincuente encarcelado que además era «poeta y músico».
Me duché, estiré las sábanas, ventilé la habitación y después consulté el correo electrónico y la bolsa de valores. Tras el almuerzo, me apoltroné para ver el final de La ruleta de la fortuna y zapeé por los telediarios nacionales para acabar poniendo una peli de los años ochenta. Quince minutos antes de la hora señalada, me dispuse a salir por la puerta.
―Me voy a dar una vuelta y ver a un amigo con el que he quedado. Tardaré un par de horas. Si me retraso te pongo un wassap, ¿vale mamá?
―Bueno. Muy bien, hijo ―escuché mientras cerraba la puerta y bajaba las escaleras―; ¡pero abrígate bien y llévate el paraguas, que está lloviendo!
―¡Vale, vale! ¡Adiós!
El mesón
En la barra había una pareja de lugareños ya entrados en años que se hacía acompañar de una copa de vino y una mirada tan perdida como la del caballero que les atendía. Nada más entrar saludé y me aventuré a cubrir la ruta que conducía desde la puerta al rincón mientras oteaba a mi anfitrión, que mantenía la mirada fija en sus manos entrelazadas quietamente sobre la mesa. Tal y como anunciaba la misiva, lo reconocí de inmediato. Se había sentado en un rincón acogedor del local al lado de los ventanales, en la misma mesa solitaria y recogida que yo hubiera escogido. La escasa afluencia de público facilitó la identificación, aunque a mí me pareció que no había que poseer una sagacidad portentosa para deducir que el individuo del rincón era el autor de la extraña nota. Creo que lo habría identificado igual con la taberna abarrotada y con la misma seguridad con que podía aseverar que el sol no había brillado en toda la tarde.
En el camino hacia el mesón, un motín desapacible había hecho presa de mí como el vino añejo almizcla su propio odre. Se había hecho acompañar de violentas palpitaciones que me habían trastornado el paso y hasta el equilibrio, al punto que tuve que detenerme y ponerme en cuclillas un par de veces para inspirar profundamente. Ahora, tan cerca de mi objetivo, las taquicardias del camino se asemejaban a un simple ensayo en comparación con este desbocado estado emocional que quería cobrarme impuestos atrasados de un certero golpetazo. Si bien las rodillas temblaban y todo mi ser exigía un receso, me esforcé por concluir el trayecto sorteando las últimas mesas. Convengo en que suelo atribuir estos malos ratos a mi cultura mediterránea y a los genes de mi parentela, pero lo cierto es que esta vez no podía acusarlo a otros porque acudía a mí con su sello inconfundible. Además, algo me decía por dentro que no habría podido huir de este entuerto aunque la misiva se hubiera extraviado y nunca la hubiera leído.
Resumiría aquel momento como el de un marinero inexperto a merced de dos fuerzas formidables, inmensa cada una a su manera. Desde babor azotaba un mar de dudas y desde estribor serpenteaba un riachuelo de confianza; y mientras el mar me humillaba con sus olas cuestionando qué hacía allí y hasta quién era yo, el río me sustentaba con su cadencia y quietud animándome a seguir ceñido a barlovento. Esta lucha entre ambas potencias me atolondraba, como si tanta agua levantara una bruma difusa que perteneciera a otra masa de agua, bien distinta y lejana. Exhausto e incapaz de salir a flote, hundido entre dos mundos y sin opciones de supervivencia, la incógnita de la ecuación parecía querer despejarse ella sola, pues, a pesar de estas emociones, todo se resumía en darme media vuelta o seguir adelante. Sin más apuestas sobre la mesa y como si la elección se meciera del extremo de un hilo invisible engarzado al puro descarte, ganó la última opción.
De algún modo mis torpes zancadas se alargaron lo suficiente para cruzar la ansiada meta, que conquisté no sin poco alivio.
Cuando alcancé mi destino, mi reacción fue tan circunspecta como agitado estaba mi estado de ánimo y solo acerté a quedarme allí parado, en silencio. Habrías encontrado más diálogo en un trozo de hierro oxidado en el fondo del mar que en este grumete. Como un trozo de carne en exceso bautizada, con el alma demasiado entumecida para desenvolverse con agilidad y demasiado mojada para siquiera pensar, creo que logré musitar una especie de «hola» que hasta a mí me sonó más a reproche que a cortesía social.
La primera ronda
Iba ataviado con un simple chándal de deporte azul y blanco que no se antojaba de marca pero que a mí me parecía que le sentaba muy bien, como si la marca fuera él y el chándal no tuviera más propósito que vestirle. Su piel era morena, oscura (parecida a la de un bereber que ha tomado mucho el sol), y las facciones que acertaba a perfilar en medio de mi sofoco concebían una mezcla curiosa, un cruce entre hombre caucásico y persa sin acertar del todo en el cruce, como si hubiera más gentes en sus venas.
No me dio tiempo