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Entrevista

Bocas

'Los niños llegaban rotos, con las manitas fracturadas, ¿qué hacían? Cargaban ladrillos': Marta Rodríguez en su entrevista con la Revista BOCAS

Chircales es uno de los documentales más impactantes de la historia del cine colombiano.

Chircales es uno de los documentales más impactantes de la historia del cine colombiano.

Foto:Archivo particular

Marta Rodríguez ha retratado el lado oscuro de Colombia en una serie de documentales inolvidables.

DANIELA DÍAZ
Marta Rodríguez es una de las cineastas más importantes en la historia de Colombia. Chircales, su ópera prima, es un clásico del documentalismo y ha sido premiado en diferentes partes del mundo; es una obra de denuncia en la que se ve, en los años 70, cómo trabajaban los niños en las ladrilleras a las afueras de Bogotá. Rodríguez nunca ha dejado de trabajar y ahora, a sus 90 años, prepara un nuevo trabajo: Diarios de una documentalista. Esta es su entrevista en Revista BOCAS.

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Marta Rodríguez (Bogotá, 1933) usa vestidos coloridos y una dosis pequeña del brillo labial que tiene listo para las visitas especiales. Su pelo azabache se ha vuelto blanquecino, las fechas exactas se le han ido diluyendo, pero sus recuerdos más determinantes se mantienen intactos y los narra con lujo de detalles. Su casa y lugar de trabajo, desde hace más de 40 años, tiene la esencia de un museo: en una pared hay un anaquel lleno de premios, en otra, un sinnúmero de memorias fotográficas de su obra. Y en el centro, en un sofá reclinable, está ella: la maestra. Desde la mañana hasta entrada la noche, pasa los días dando instrucciones de edición a su equipo. Físicamente, no la detuvieron las amenazas ni los duelos personales, solo un dolor en sus caderas; mentalmente, ni eso. A sus 90 años sus ideas siguen en pie y ella sigue tan activa como a sus treinta; continúa haciendo lo que ama y que hará hasta sus últimos días: documentales. 
Sus ojos marrones y agudos han registrado como pocos el conflicto en Colombia. Junto a su compañero de oficio y de vida, Jorge Silva, recorrió las trochas más recónditas del país y eligió la niñez y los pueblos originarios como centro de su trabajo. Debutó y se consagró con Chircales (1972), un registro impactante sobre la explotación infantil en la periferia de Bogotá. El filme es considerado por el Arsenal – Institute for Film and Video Art en Alemania como una de las películas más importantes de la historia del cine. Con ella, además, obtuvo su primera Paloma de Oro en el Festival Internacional de Cine Documental y de Animación de Leipzig, entre otros galardones. 
La filmografía de Marta Rodríguez completa 17 documentales y prepara dos más.

La filmografía de Marta Rodríguez completa 17 documentales y prepara dos más.

Foto:Ricardo Pinzón / Revista BOCAS

La maestra, como le llaman conocidos y extraños, tiene en su portafolio 17 cintas y planea dos para el próximo año. Se formó con el francés Jean Rouch, uno de los fundadores del Cinema Verité y quien le heredó el gusto por la práctica etnográfica. Fue alumna de Camilo Torres antes de que este se enlistara en la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN), y con orgullo recuerda que gracias a él pudo darle vida a Chircales. Todo ese recorrido la llevó a ser de las pocas colombianas en integrar el Movimiento del Nuevo Cine Latinoamericano. Viajó por el mundo mostrando la realidad de los más vulnerables. 
Con una Bolex de 16 mm –que aún conserva–, Rodríguez se acercó a historias tan cruentas como esperanzadoras, logrando que con el paso del tiempo su trabajo se convirtiera en patrimonio del cine nacional con joyas como Planas, testimonio de un etnocidio (1971), lanzada después de su éxito Chircales, donde empieza a direccionar su trabajo hacia las comunidades indígenas y registra por primera vez la lucha de los pueblos originarios por subsistir. En este documental el dúo Rodríguez-Silva se va hasta lo más hondo de los llanos orientales y registra alerta de la matanza de indígenas guahibos en el Vichada. Varios años de producción después, y en paralelo a otras obras, ve la luz Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (1987), un documental donde mantiene su ojo sobre los indígenas, pero esta vez lleva a la pantalla grande los simbolismos de la cosmogonía del pueblo kokonuco. Este filme y Amor, mujeres y flores (1988) fueron restaurados y se reestrenaron en Berlinale (2019) y Cannes (2023), respectivamente. La última cinta que la cineasta logró hacer antes de verse obligada a no moverse se desarrolló en su amado Cauca, donde grabó La sinfónica de los Andes (2020), una pieza en la que logró palpar la esperanza detrás de la violencia.
Su madre, doña ‘Conchita’, quiso declararla loca por hacer cine, consultó a un abogado y su amenaza iba muy en serio hasta que vio el resultado final de su primera película. Luego, en el ascenso de su carrera, el amor de su vida, Jorge Silva, murió a causa de una úlcera que se agravó. Ambos se habían conocido en un cineclub y desde allí no pararon de crear juntos; el cine fue su lenguaje de amor. Tras la partida de Silva, Rodríguez se convirtió a la fuerza de la tragedia en madre soltera de dos hijos adolescentes: Lucas y Milena. Y como si no fuera poco, años después, la muerte volvió a tocar a su puerta cuando su hija mayor, Margarita, falleció a causa de una anorexia nerviosa.
Su documental Planas se estrenó después de Chircales.

Su documental Planas se estrenó después de Chircales.

Foto:Archivo particular

Con sencillez y entre bromas, rememora cómo fue una de las pocas mujeres que a mitad del siglo pasado decidieron apostarle al cine documental en Colombia en medio de una industria con un desarrollo incipiente. Para Rodríguez, el cine fue la mejor herramienta para canalizar su búsqueda de justicia social. Aprendió de los pueblos indígenas el poder de construir en comunidad. Y sin buscarlo, solo por la admiración que despierta, y tras épocas de soledad, ahora tiene una familia alrededor del cine que la cuida y la acompaña.
Durante años, jóvenes ávidos de conocimiento han ido llegando a la puerta de su casa en Chapinero: “Maestra, quiero aprender de usted”, y ella los ha acogido. Uno de ellos fue Fernando Restrepo, con quien codirigió Camilo Torres Restrepo: el amor eficaz (2023). Ahora, él y otros miembros del equipo de la Fundación Cine Documental –la productora que fundó para conservar sus obras– son más que un equipo. Le entienden su francés golpeado, la cuidan de sus pecados dulces y son una familia elegida donde la cineasta es a la vez mentora, amiga y matrona. 

¿Dónde creció? ¿Cómo recuerda su infancia?  

Me crie como campesina en el campo. Mi señora madre se casó con un empresario cafetero, pero a los cinco años, cuando yo iba a nacer, él murió. Unos hermanos, esos que son pícaros y ladrones, nos quitaron todo el patrimonio y nos desterraron a una finca en Subachoque. Allí nos tocó vivir en pobreza y soledad. Nos acostumbramos a la vida agraria, ordeñar vacas, desgranar maíz, tener cultivos. En esa zona no habían puesto todavía la luz, alumbrábamos con velas. 
¿Cuáles eran sus pasatiempos de niña allí? ¿Cómo se divertía? 
Mi mamá tenía una lámpara Coleman, y se sentaba en el patio de tabletas de greda de la casa, que era inmensa. Ahí jugábamos a desgranar maíz y con las tusas de la mazorca. Nos encantaba jugar a pegarnos con las tusas. No teníamos muchos juguetes, así cuando llegaba Navidad mi mamá iba a los pueblos vecinos y nos compraba un carrito, un muñequito, algo muy sencillo, y con eso jugábamos. También me gustaba observar mucho la naturaleza. Me gustaba porque en enero llegaban las heladas. Entonces, frente a la hacienda donde vivíamos había unos potreros que se cubrían con neblina y a lo lejos se veían flotar las personas, las imágenes. La gente decía que las almas benditas caminaban sobre la tierra. Teníamos unos vecinos con los que nos reuníamos a contar historias de magos, de duendes. Era muy común tener un imaginario muy mágico.
Después se mudó a Bogotá, a Chapinero. ¿Cómo fue ese cambio tan abrupto? 
Nos vinimos para acá en un camión con todo, todo lo del campo, hasta la piedra de moler. Nos vinimos a una casona en la calle 59, y como éramos campesinas nos traíamos nuestros perros. En el solar de esa casa cada uno tenía un pedazo de tierra para cultivar, igual que en el campo, e iba a las clases con lo que llaman gualdrapas. 
¿Cómo recuerda esa ciudad antes del Bogotazo? 
Era una ciudad muy pequeña, muy rústica, muy campesina. La gente usaba ruanas y alpargatas. Las chicherías eran famosas. Llegamos a esta ciudad como en el 41, cuando yo tenía 8 o 9 años, para entrar en una escuela que era donde hoy queda la Universidad Pedagógica. Años después mi mamá nos trasladó con las monjas de María Auxiliadora. Eso sí fue terrible. Esas monjas no se preparaban, no iban a la universidad, pasábamos el tiempo en retiros espirituales y todos éramos culpables de todo. La enseñanza era nula y no encontré ningún incentivo, así que me acostumbré a guardar silencio y me llamaban la muda. Hasta que decidimos vender la finca de Subachoque y cogimos un barco hacia Barcelona, España.
¿Qué recuerda de esa travesía en barco? 
Era muy bonito porque venía mucha gente interesante, aventureros, monjas, curas, gente que iba a estudiar. Celebraban la fiesta de Neptuno, era como una aventura. 
Llegó en plena adolescencia a un país tan diferente como España.
Sí. Tenía unos 13 o 14 años. Pero de Barcelona arrancamos pronto para Madrid porque mi mamá consiguió un apartamento confortable junto al Museo del Prado. Éramos mis cuatro hermanas y mi hermano, que iba porque quería estudiar medicina. En España vivimos hasta cuando cumplí los 18 años, donde para poder obtener los papeles había que iniciar la universidad. Así que me inscribieron en un instituto de nombre León XIII, donde enseñaban sociología, claro que sin marxismo porque era la época franquista, pero al menos pude estudiar un poco y aprender con mi hermana mayor, Mariela. Apenas acabé de estudiar no me aguanté más en esa España, cogí un tren y pasé la frontera. Llegué a París en los años 50. 
Marta Rodríguez llegó a París en los años 50, un paso fundamental para su carrera.

Marta Rodríguez llegó a París en los años 50, un paso fundamental para su carrera.

Foto:Ricardo Pinzón / Revista BOCAS

¿Se fue sola a vivir a París?
Fueron varios viajes. Primero me fui con mis hermanas porque nos dieron unas becas para ir a aprender francés. Entonces yo aterricé y primero busqué empleo con un cura que me dijo: “la llevo donde pueden darle albergue”. Me llevó a una cárcel de mujeres, que era en una torre medieval. Me asignaron un cuarto y pasé ahí un año, mientras que a la vez trabajaba como niñera y estudiaba un diploma en lengua y civilización francesa. Fue una experiencia dura. Ya después volví en mejores condiciones.
¿Qué fue lo más duro?
Estaba sola, sin plata. Por las tardes cuidaba niños, con el frío del invierno… y las monjas –que Dios las perdone– eran muy inhumanas. Me daban una comida que no era comida, cogían ahí del jardín un poco de vainas, y con una carne de cerdo con pelos… Me tocó vivir muchas cosas difíciles. Fue la peor época para mí, y de nuevo no aguanté y en otro barco me regresé a Colombia.
Fue ahí cuando decidió entrar a la Universidad Nacional. 
Sí, y esa, por el contrario, la recuerdo como una época muy bonita. Estábamos ad portas de los años sesenta. Aquí empezó a emerger mucha cultura, ya habíamos pasado la época de La Violencia, y nacían grupos de teatro. En ese momento nació el teatro La Candelaria. Todo eso me motivó y me dije: “ahora sí, voy a estudiar sociología”. Pero no como la de España, que era una mentira. Entré a estudiar, y ahí era profesor Camilo Torres, quien ha sido el guía de mi vida y crucial para mi primer documental. 
¿De qué forma? 
Recuerdo que Camilo nos dijo a los estudiantes: voy a hacer un proyecto que se va a llamar Movimiento Universitario de Promoción Comunal (MUNIPROC) y quiero voluntarios. Alcé la mano. Era justo lo que yo quería, me interesaba trabajar con los niños. Así comenzó todo, así comenzó Chircales. 
Chircales es uno de los documentales más impactantes de la historia del cine colombiano.

Chircales es uno de los documentales más impactantes de la historia del cine colombiano.

Foto:Archivo particular

¿Qué trabajo hacía con los chircales?
Trabajé en una escuelita dominical que establecimos en Tunjuelito. Sacamos una casa y poníamos nuestros saberes al servicio de la comunidad, y yo me encargaba de alfabetizar a los niños porque también me formé como maestra. A esa escuela llegaron los protagonistas de Chircales. Sin embargo, en ese momento yo no sabía hacer cine y adquirir esas capacidades para poder grabar la historia de los niños fue lo que me motivó a volver a Francia a formarme. En Colombia para entonces la industria era nula.
Además de los niños, ¿qué más la motivó a unirse a ese trabajo comunitario? 
Principalmente me interesaba trabajar con la niñez porque a la casa que alquilamos para prestar servicios pedagógicos nos llegaban rotos, con las manitas fracturadas. Y yo me pregunté, pero ¿qué es lo que hacen estos niños? Pues cargaban ladrillos. 
¿Esa experiencia fue la que la acercó a las problemáticas sociales?
Sí. Me marcó la enseñanza de Camilo: el amor eficaz, que es que si a mí me duele ver un niño maltratado cargando ladrillos, yo quiero ayudar a ese niño, como sea.
Justamente, desde ese momento la niñez ha sido un tema transversal. ¿Es una suerte de instinto maternal?
Sí. Muy maternal, porque yo adoro los niños, los amo. Me da mucha frustración ver lo que pasa con la niñez en este país. Por ejemplo, conocí una historia de una familia en la que esperan a un bebé, y ya tenían dos. Un día, tiran una granada por la ventana y matan al niño que la mujer tiene en el vientre y a otro de los dos. Ella pasa varios meses en la clínica porque estaba completamente traumatizada y herida. Recuerdo el coraje de esta mujer que se recupera y logra quedar embarazada de nuevo, tener otro, empezar de cero. Esas historias conmueven hasta al que tenga el corazón más duro. 
Le duele también porque usted es madre. ¿Cómo ha sido su experiencia? 
Me ha gustado enseñarles y que aprendan conmigo el arte que estudié. ‘Lucatero’ ha sido seguidor de mi vocación. Milena no, ella se enamoró del violín y se fue a vivir a Nueva York; además le tiene terror a la violencia. Margarita, pues, murió muy joven. 
Hacer cine en Colombia no es una labor bien remunerada. ¿Cómo pudo mantener a su familia siendo madre soltera luego de que murió su esposo, Jorge Silva?
En los ochenta trabajé haciendo las encuestas telefónicas por petición de la Universidad de los Andes. El cuento fue que, como Chircales se había vuelto muy famoso, en esa universidad habían traído una serie de expertos para empezar el famoso metro. Había un italiano, un chileno y me llamaron a mí para aportar mi experiencia en esas montañas. Ellos no sabían que en esas montañas había mucha familia que vivía del ladrillo; eran técnicos que venían del extranjero y no sabían lo que pasaba en Colombia. Yo era la que hacía el contacto con la gente de los cerros, con las familias. Ya se estaban haciendo estudios para el metro. Desde aquellos tiempos.
Usted siempre fue muy activa. Viajaba por todo Colombia. Ahora que no puede moverse sola, ¿cómo pasa sus días? ¿Cuál es su rutina?
Sí, todo fue desde una operación de cadera que me dejó problemas para caminar. Aun así, todos los días me levanto a las nueve y vienen enfermeras que me ayudan a bañar, a arreglarme. Desayuno y me paso a trabajar todo el día hasta la hora del primer noticiero de la noche. Ese no me lo pierdo. 
Pero además de trabajar, ¿qué hobbies conserva?
Leer. Ahora estoy leyendo La vorágine. Tengo aquí libros al lado mío para cuando tenga ratos libres. Me gusta leer mucho a Vargas Llosa y la revista BOCAS (ríe).
¿No ve películas diferentes a las suyas? ¿Qué cine le gusta? 
Me encanta Alain Resnais con Hiroshima, mon amour. Toda la nueva ola francesa, Godard y su película À bout de souffle. Agnès Varda. Y claro, mi maestro, Jean Rouch.
El amor de su vida fue el también cineasta Jorge Silva.

El amor de su vida fue el también cineasta Jorge Silva.

Foto:Archivo particular

El cine marcó su historia de amor con Jorge Silva…
Sí. Porque nos conocimos mientras yo dirigía un cineclub. Luego, grabamos Chircales y cuando no estábamos haciendo algún documental eso era lo que hacíamos, ir a cine (ríe). Íbamos a un cineclub aquí en Chapinero. Eso también nos servía como escuela porque vimos desde obras del neorrealismo italiano hasta grandes obras de la nueva ola francesa. 
¿Algún filme la ha marcado o le ha servido de inspiración?
Mientras estudiaba en París vi el trabajo de Luis Buñuel y me impactó profundamente Las Hurdes, tierra sin pan (1933). Después conocí a Jean Vigo, me enamoré y me inspiré en El Atalante (1934) para una escena de Chircales. Me enamoré de la poesía de la imagen en su trabajo. 
Su obra es extensa. ¿Cuál es su producción favorita?
Podría ser Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (1981). A ese le trabajamos por muchos años en el Cauca. También pienso en Amor, mujeres y flores (1988), porque durante esos años falleció Jorge y me tocó, en medio de eso, irme a Londres a terminar de editarla. Fue difícil hacer todo sola, sin Jorge… a pesar de todo, seguir. Además, porque la idea del documental originalmente fue de él. Se le ocurrió luego de que viéramos cómo la sábana de Bogotá, en la que yo crecí, se llenaba de invernaderos, perdiendo su paisaje natural y volviéndolo muy industrial. Así que él, quien era muy hábil para todo lo relacionado con producción, consiguió recursos para iniciarla. Yo les decía a mis hijos que para hacer esa película se necesitó mucho amor, mucho amor para aguantar todo lo que me tocó y por eso la nombré así: Amor, mujeres y flores. Sin embargo, luego de ese dolor vino otra etapa más positiva con esa producción cuando logramos ir con las protagonistas a Alemania. Yo iba por toda Alemania diciendo: “no compre flores colombianas envenenadas” (risas). Por supuesto, me cayeron los industriales como tigres y me tocó dialogar con ellos.
¿Qué les dijo para calmarlos?
Hans Peter, un empresario suizo muy solidario cuando murió Jorge, me acompañó a dialogar con ellos y llegamos a algunos compromisos. Prometieron mejorar las condiciones de las floristas, cambiar en el uso de pesticidas, brindarles uniformes. Logramos algunas mejorías.
En la Cinemateca, el año pasado había una retrospectiva suya. Se llamó ‘¡A mí no me doblega nadie!’. ¿De ahí viene ese nombre? 
Sí. Lo inventé yo pensando en una época en la que me acorralaron tantos problemas, tanta soledad, que ese fue como un lema de fortaleza propia: “¡A mí no me doblega nadie!”. Por eso mi consejo para las mujeres que están empezando es que no se dejen vencer por la adversidad. Hay momentos en que uno dice: no puedo más, pero me refugio en mi trabajo. Por ejemplo, lo que yo más he amado es el cine. Mi razón de ser es que todavía tengo mis capacidades mentales y que puedo seguir haciendo cine. Como ahora que estamos trabajando en los Diarios de una documentalista. 
¿Qué es lo que echa en falta de viajar?
Ay, niña, ir al Cauca que quiero tanto. Andar por allá, caminar por las montañas con Jorge [Silva]. Lo que hago ahora es que voy mucho a la Cinemateca Distrital; es adonde más voy. Tengo una silla de ruedas y voy acompañada por alguien del equipo, o salgo por aquí a Chapinero a hacer vueltas. En general permanezco mucho aquí porque solo me puedo mover en la silla de ruedas. 
¿A dónde fue su último viaje? 
Al Cauca para filmar La sinfónica de los Andes. Quería investigar por qué morían tantos niños, por qué la guerrilla usa armas antipersonales, lo que llaman tatucos, por qué desde la montaña tiraban explosivos y caían en las viviendas y mataban los niños. Con Felipe y Fernando empezamos a recuperar historias, y viajamos. Allí estuvimos con las madres que habían perdido sus hijos. Había un profesor, Richard, que quería que a estos niños no se los llevara la guerra, así que creó una orquesta infantil muy linda. Grabamos los ensayos de los muchachitos que venían de varias regiones del Cauca y nació ese documental.
Usted ha documentado muchas historias desgarradoras. ¿Hay alguna que la haya marcado de manera particular? 
La de Maryi Vanessa Coicue. Su caso no lo grabé yo, lo hicieron los indígenas, que posteriormente me hicieron llegar el material y lo editamos aquí. La historia es de una adolescente que estudia en la escuela de la vereda, sale a la puerta y en ese momento lanzan un tatuco que la mata. Es impactante el dolor de la madre que no puede creer que su niña estuviera muerta. La comunidad que la acompaña, el entierro… Todo es muy doloroso. Ver cómo por décadas cientos de niños han perdido la vida por el uso de armas y minas antipersonales. Eso fue lo que nos movió. 
¿Cómo lograba que abrieran su corazón y le permitieran registrar esos momentos?
Construí confianza por muchos años. Llegué a las primeras recuperaciones en el Cauca hace 50 años, entonces por eso la gente me quiere y me abre su corazón. Yo los quiero mucho, les doy tanto amor sincero para acompañarlos, para entenderlos. 
¿Hay algún momento en el que haya pensado en botar la toalla? ¿En rendirse?
No. Tuve que asumir que me quedé viuda muy joven porque Jorge murió muy pronto. Pero tenía a mis hijos, el amor por mi país, por los compañeros indígenas y pensaba que sus tragedias eran más grandes que la mías. Había una anciana en el Tolima, con la que yo hice una película, María Eugenia Vargas, quien solía decir: “si yo aflojo, todos aflojan”. Me enseñó mucho y me negué a quejarme de la vida, nunca pensé en decir: ya no lucho más. Más bien pensaba ¿cómo seguimos? La Fundación [Cine Documental] no se puede acabar. 
¿De dónde ha sacado fuerzas para continuar pese a las adversidades?
La vida te enseña a no dejarte destruir por la adversidad. Ha sido muy duro, pues en pocos años perdí a mi marido, a Margarita, mi hija que quería tanto… fueron muy dolorosos esos duelos seguidos. Tuve que sacar fuerzas, me tocó ponerme en frente del hogar y conseguir cómo sostenernos económicamente. Durante años estuve muy sola y me dediqué a escribir como forma de exteriorizar lo que había vivido. Y justamente de ese tiempo salieron muchos diarios de trabajo que conservo y con los que estoy haciendo otro documental.
¿Qué enseñanzas le ha dejado este oficio? 
Conocer muchos territorios. He estado en México, en Perú, en Bolivia con los indígenas aimaras. Me ha permitido conocer América Latina y estudiar la problemática de las regiones. Me siento muy orgullosa de pertenecer al gran movimiento de cine político de América Latina.
¿Qué papel le gustaría ocupar en la historia del cine colombiano?
El de ser la pionera del cine documental. El primer documental que se hizo en Colombia fue Chircales, y eso lo reclamo. 

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