Matematicas, La Perdida de La Certidumbre by Morris Kline
Matematicas, La Perdida de La Certidumbre by Morris Kline
LA PÉRDIDA DE LA CERTIDUMBRE
MORRIS KLINE
siglo
veintiuno
editores
Traducción de
Andrés Ruiz Merino
MATEMATICAS.
LA PERDIDA DE LA CERTIDUMBRE
por
M o r r is K l in e
m
siglo veintiuno editores, s.a. de c.v.
CERRO DEL AGUA 248, DELEGACIÓN COYOACÁN, 04310 MÉXICO, D.F.
Prólogo ix
I n tr o d u cc ió n : L a t e s is 1
1. L a g én esis de las verdades matemáticas 8
2. E l f lo r e c im ie n to de la s v e rd a d e s
m a te m á tic a s 34
3. La m a te m a tiz a c ió n de la s c ie n c ia s 58
4. E l p r im e r desa stre : el m a r ch ita m ien to de la verdad 80
5. E l d e s a r r o l l o iló g ic o de u n tem a ló g ic o 118
6. E l d e s a r r o l l o iló g ic o : e l a t o l l a d e r o d e l a n á lis is 152
7. E l d e s a r r o l l o iló g ic o : l a d if í c il s itu a c ió n h a c ia 1800 183
8. E l d e s a r r o l l o iló g ic o : a la s p u e r ta s d e l p a ra ís o 206
9. E l paraíso p r o h ib id o : una nueva c r is is de la razón 237
10. L o g ic ism o -in t u ic io n is m o 260
11. L as escuelas fo rm a lista y c o n ju n t ist a 295
12. D e s a s tr e s 312
13. E l a is la m ie n to de la s m a te m á tic a s 336
14. ¿A dónde v a n la s m a te m á tic a s? 370
15. L a autoridad de la naturaleza 395
Bibliografía seleccionada 429
Indice alfabético 434
PRÓLOGO
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• • • • • • •
F ig ura 1.8
F ig u r a 4.1
F igura 4.2
F ig ura 4 3
das las rectas que pasan por P se dividen en dos clases res
pecto de AB, a saber, la clase de las rectas que cortan a AB
y la de las que no la cortan. A esta última pertenecen las
rectas p y q que forman la separación entre las dos clases.
Más precisamente, si P es un punto cuya distancia perpendicu
lar hasta AB es a, entonces existe un ángulo agudo A tal que
todas las rectas que forman con la perpendicular PD un ángulo
menor que A cortarán a AB, mientras que las que forman un
ángulo mayor o igual que A no la cortarán. Las rectas p y q
que forman el ángulo A con PD son las paralelas y A recibe el
nombre de ángulo de paralelismo. Las rectas que pasan por P,
y no son paralelas ni cortan a AB, se llaman rectas no inter
secantes, aunque en el sentido de Euclides podrían ser rectas
paralelas. En este sentido, la geometría de Lobachevski admite
una infinidad de rectas paralelas por P.
A continuación probó varios teoremas clave. Si el ángulo A
es igual a / 2 , entonces resulta el axioma euclídeo de las
tz
paralelas. Si el ángulo A es agudo, entonces se sigue que
aumenta y se aproxima a / 2 a medida que a decrece y se
tz
4 “ 12
11
Por supuesto, este resultado es absurdo. El jugador no consi
guió 17 golpes en las 12 veces que fue a batear. Evidentemente,
el método ordinario de sumar fracciones no sirve para obtener
la media de bateo para ambos juegos a base de sumar las
medias de bateo de los juegos por separado.
¿C óijio podemos obtener la media de bateo para los dos
juegos partiendo de las de cada juegopor separado? La res
puesta es quedebemos utilizar un nuevo método desumar
fracciones. Sabemos que la media combinada es 5/7 y que las
medias de bateo por separado son 2/3 y 3/4. Observamos que,
si sumamos los numeradores por un lado, y los denominadores
por otro, de las dos fracciones, formando luego la nueva frac
ción obtenemos la respuesta correcta. Esto es,
2 3 5
T +T =7
siempre que este signo más signifique adición de numeradores
y adición de denominadores.
Este método de adición de fracciones es útil en otras situa
ciones. Un vendedor que desee llevar una estadística de su
eficacia puede anotar que hizo una venta en 3 de las cinco
visitas que realizó el primer día, y en 4 de las 7 visitas que
realizó el día siguiente. Para obtener la razón entre el número
de visitas coronadas por el éxito y el número total de visitas,
debería sumar 3/5 y 4/7 exactamente de la misma forma como
fueron sumadas las medias de bateo. Su estadística para los
dos días de trabajo es de 7 ventas en un total de 12 visitas,
y este 7/12 es 3/5 + 4/7, siempre que más signifique adición
de numeradores y adición de denominadores.
Todavía es más común otra aplicación. Supongamos que
un automóvil recorre 50 kilómetros en 2 horas y 100 kilóme
tros en 3 horas. ¿Cuál es la velocidad media para ambos tra
yectos? Se podría decir que el automóvil recorrió 150 kilóme
tros en 5 horas, por lo que su velocidad media es de 30 kiló
metros por hora. Sin embargo, es a menudo muy útil calcular
a partir de las velocidades medias de cada trayecto la veloci
dad media del total del viaje. La velocidad media para el pri
mer trayecto es 50/2 y para el segundo 100/3. Si sumamos los
numeradores de las dos fracciones y los denominadores, obte
nemos la velocidad media correcta para el total del trayecto.
Ordinariamente 4/6 = 2/3. Sin embargo, al sumar dos frac
ciones con la aritmética que estamos examinando, por ejem
plo 2/3 + 3/5, no podríamos sustituir 2/3 por 4/6, puesto que
en un caso la respuesta sería 5/8 y en el otro 7/11, y las dos
respuestas son diferentes. Además, en la aritmética normal,
fracciones tales como 5/1 y 7/1 se comportan exactamente
igual que los enteros 5 y 7. Sin embargo, si sumamos 5/1 y 7/1
en la nueva aritmética, no obtenemos 12/1, sino 12/2.
Estos ejemplos de lo que podríamos llamar aritmética del
béisbol muestran que podemos introducir operaciones diferen
tes a las que nos son familiares y crear de esta forma una
aritmética aplicable. Existen, de hecho, muchas otras aritmé
ticas en matemáticas. Sin embargo, el matemático sensato no
crea una nueva aritmética solamente para satisfacer sus ca
prichos. Cada aritmética está diseñada para representar algún
tipo de fenómenos del mundo físico. Definiendo las operacio
nes de manera que se ajusten a lo que sucede en esa clase
de fenómenos, de la misma forma que la anterior suma de
fracciones se ajusta a la combinación de dos medias de bateo,
se puede utilizar la aritmética para estudiar de un modo có
modo lo que ocurre físicamente. Así pues, no se puede hablar
de la aritmética como de un cuerpo de verdades que necesa
riamente se aplican a los fenómenos físicos. Por supuesto, dado
que el álgebra y el análisis son desarrollos de la aritmética,
esas ramas no son tampoco cuerpos de verdades.
Así, la triste conclusión que los matemáticos se vieron obli
gados a sacar es que no existe la verdad en matemáticas, esto
es, la verdad en el sentido de unas leyes del mundo real. Los
axiomas de las estructuras básicas de la geometría y la arit
mética son sugeridos por la experiencia y, como consecuencia
de ello, las estructuras tienen una aplicabilidad limitada. Sola
mente la experiencia puede determinar el campo en el que son
aplicables. Los intentos de los griegos de garantizar la verdad
de las matemáticas partiendo de verdades evidentes por sí
mismas y usando sólo demostraciones deductivas resultaron
vanos.
Para muchos matemáticos serios el hecho de que las mate
máticas no sean un cuerpo de verdades era demasiado difícil
de digerir. Parecía como si Dios hubiera tratado de confundir
les con las diversas geometrías y álgebras, de la misma forma
que había confundido a las gentes de Babel con diferentes
lenguas. Por consiguiente, rehusaron aceptar las nuevas crea
ciones.
William R. Hamilton, ciertamente uno de los principales
matemáticos, expresaba así sus objeciones a las geometrías
no euclídeas en 1837:
Ninguna persona inteligente y sincera puede dudar de la verdad
de las principales propiedades de las rectas paralelas, tal y como
fueron enunciadas por Euclides en sus Elementos hace dos mil
años; aunque bien pudiera ser que le gustara verlas tratadas con
un método más claro y mejor. La doctrina no implica oscuridad
ni confusión de pensamiento, y no deja en la mente base razonable
para la duda, aunque se pueda ejercitar con provecho el ingenio
para mejorar la forma de razonamiento.
En su discurso presidencial de 1883 en la British Association
for the Advancement of Science afirmaba Arthur Cayley:
Mi punto de vista personal es que el axioma duodécimo de Euclides
[llamado habitualmente quinto axioma, o axioma de las paralelas]
en la forma que le dio Playfair no necesita demostración, sino que
forma parte de nuestra noción de espacio, del espacio físico de
nuestra experiencia, que no conoce mediante la experiencia, pero
que es la representación que subyace en la base de toda expe
riencia externa.
... No que las proposiciones de la geometría sean sólo aproxi
madamente verdaderas, sino que siguen siendo absolutamente ver
daderas en relación a ese espacio euclídeo que ha sido durante tanto
tiempo considerado como el espacio físico de nuestra experiencia.
Félix Klein (1849-1925), uno de los matemáticos verdaderamen
te grandes de los tiempos recientes, expresaba más o menos
el mismo punto de vista. Aunque tanto Cayley como Klein ha
bían trabajado en geometrías no euclídeas, las consideraban
como novedades que resultan cuando se introducen en la geo
metría euclídea nuevas y artificiales funciones de distancia. Se
negaban a admitir que la geometría no euclídea fuera tan bá
sica y tan aplicable como la euclídea. Por supuesto, su postu
ra, en los días anteriores a la relatividad, era sostenible.
También Bertrand Russell creía todavía en la verdad de las
matemáticas, aunque limitaba en cierta medida las verdades.
En la década de 1890 planteó la cuestión de qué propiedades
del espacio son necesarias y pueden presuponerse con anterio
ridad a la experiencia, ya que la experiencia carecería de sen
tido si alguna de estas propiedades a priori fuera rechazada.
En su Essay on the foundations of geometry (1897), estaba de
acuerdo en que la geometría euclídea no es un conocimiento
a priori. Concluía que es más bien la geometría proyectiva5,
una geometría cualitativa básica, la que es a priori para toda
la geometría, conclusión comprensible a la vista de la impor
tancia que el tema tenía hacia 1900. Añadía después a la geo
metría proyectiva, en cuanto a priori, axiomas comunes a to
das las geometrías, a la euclídea y a las no euclídeas. Estos
axiomas que se refieren a la homogeneidad del espacio, a la
dimensionalidad finita y al concepto de distancia, hacen que
la medición sea posible. Russell señalaba también que las con
5 La geometría proyectiva estudia las propiedades comunes a las figuras
que resultan de proyectar una figura de un plano sobre otro. Así, si se
coloca un círculo delante de un foco de luz, su sombra puede verse sobre
una pantalla o sobre un muro. La sombra de la figura cambia según
el círculo esté más o menos inclinado respecto de la vertical. Sin em
bargo, el círculo y sus posibles sombras tienen propiedades geométricas
comunes.
sideraciones cualitativas deben preceder a las cuantitativas,
y esta opinión refuerza el alegato en favor de la prioridad de
la geometría proyectiva.
El hecho de que las geometrías métricas, es decir, la euclí
dea y varias de las no euclídeas pudieran ser deducidas de la
geometría proyectiva mediante la introducción de un concepto
específico de distancia era considerado por Russell como un
logro técnico sin significación filosófica. En cualquier caso, los
teoremas específicos de las geometrías métricas no son verda
des a priori. En relación con las diversas geometrías métricas
básicas, disentía de Cayley y de Klein, considerando a todas
ellas en un mismo pie de igualdad. Puesto que los únicos es
pacios métricos que poseen las anteriores propiedades a priori
son el euclídeo, el hiperbólico y el elíptico doble y simple, Rus
sell concluía que ésas son las únicas geometrías métricas po
sibles y que, por supuesto, la euclídea es la única aplicable
físicamente. Las demás son de importancia filosófica por cuan
to demuestran que puede haber otras geometrías. De forma
retrospectiva, podemos ver ahora que Russell había sustituido
las inclinaciones euclídeas por las proyectivas. Russell admitía
varios años más tarde que su Essay era una obra de juventud
que no podía seguir defendiendo. Sin embargo, como más tar
de veremos, él y otros formularon una nueva base para esta
blecer la verdad en matemáticas (capítulo 10).
La persistencia de los matemáticos en la búsqueda de al
gunas verdades básicas es comprensible. Aceptar el hecho de
que las matemáticas no son una colección de diamantes, sino
de piedras sintéticas, después de siglos de éxitos brillantes en
la descripción y predicción de fenómenos físicos, sería duro
para cualquiera, y mucho más para aquellos que pudieran estar
cegados por el orgullo de sus propias creaciones. No obstante,
los matemáticos admitieron gradualmente que los axiomas y
los teoremas de las matemáticas no eran verdades necesarias
sobre el mundo físico. Algunas áreas de la experiencia sugieren
conjuntos particulares de axiomas, y tanto éstos como sus con
secuencias lógicas se aplican a dichas áreas con la suficiente
precisión como para ser tomados por descripciones útiles. Pero
cuando el área se ensancha, se puede perder la aplicabilidad.
Por lo que al estudio del mundo físico se refiere, las matemá
ticas no ofrecen sino teorías o modelos. Y nuevas teorías ma
temáticas pueden reemplazar a las antiguas cuando la experien
cia o los experimentos muestran que la nueva teoría propor
ciona una correspondencia más estrecha que otras más anti
guas. La relación entre las matemáticas y el mundo físico fue
bien expresada por Einstein en 1921:
En la medida en que las proposiciones de las matemáticas dan
cuenta de la realidad, no son ciertas; y en la medida en que son
ciertas, no describen la realidad... Pero es cierto, por otra parte,
que las matemáticas en general, y la geometría en particular, deben
su existencia a nuestra necesidad de aprender cosas acerca de las
propiedades de los objetos reales.
Los matemáticos habían renunciado a Dios y, en consecuencia,
les tocaba aceptar a los hombres. Y eso fue lo que hicieron.
Continuaron desarrollando las matemáticas e investigando las
leyes de la naturaleza, sabiendo de antemano que lo que des
cubrían no era el plan de Dios, sino la obra del hombre. Sus
pasados éxitos les ayudaban a tener confianza en lo que estaban
haciendo y, afortunadamente, sus esfuerzos fueron recompen
sados por gran cantidad de nuevos éxitos. Lo que mantuvo
vivas a las matemáticas fue la poderosa medicina que ellas
mismas habían inventado —los enormes logros en mecánica ce
leste, acústica, hidrodinámica, óptica, teoría electromagnética
e ingeniería— y la increíble precisión de sus predicciones. Tenía
que haber algún poder esencial, y tal vez mágico, en una ma
teria que, aunque hubiera combatido bajo la bandera invenci
ble de la verdad, ha logrado de hecho sus victorias por medio
de una misteriosa fuerza interna (capítulo 15). Y así, las crea
ciones matemáticas y sus aplicaciones a la ciencia continuaron
incluso a un ritmo más rápido.
El reconocimiento de que las matemáticas no son un cuer
po de verdades tuvo repercusiones demoledoras. Observemos,
en primer lugar, el efecto sobre la ciencia. Desde los tiempos
de Galileo, los científicos admitieron que los principios funda
mentales de la ciencia, en contraposición a las matemáticas,
provenían de la experiencia, aunque durante al menos doscien
tos años creyeran que los principios que encontraban eran in
trínsecos al plan de la naturaleza. Pero a principios del si
glo xix se dieron cuenta de que las teorías científicas no son
verdades. La constatación de que incluso las matemáticas ob
tienen sus principios de la experiencia y de que su verdad no
podía ser asegurada por más tiempo hizo que los científicos
reconocieran que sus teorías son tanto más vulnerables cuanto
utilizan axiomas y teoremas de las matemáticas. Las leyes de
la naturaleza son creaciones del hombre. Somos nosotros, y
no Dios, los legisladores del universo. Una ley de la naturaleza
es una descripción del hombre y no una prescripción de Dios.
Las repercusiones de este desastre han alcanzado casi todas
las áreas de nuestra cultura. La obtención de aparentes verda
des en matemáticas y en la física matemática había suscitado
la esperanza de alcanzar verdades en otros campos del conoci
miento. En su Discurso del método, Descartes había expresado
esa esperanza:
Las largas cadenas de simples y fáciles razonamientos mediante los
cuales están acostumbrados los geómetras a alcanzar las conclusio
nes de sus demostraciones más difíciles me llevan a imaginar que
todas las cosas en las que el conocimiento humano es competente
están conectadas entre sí de la misma forma, y que no hay nada
tan alejado de nosotros que esté más allá de nuestro alcance o tan
oculto que no podamos descubrirlo, con la única condición de que
nos abstengamos de aceptar lo falso como verdadero y preservemos
siempre en nuestros pensamientos el orden necesario para deducir
una verdad de otra.
Descartes escribió estas palabras cuando los éxitos de la in
vestigación matemática eran todavía escasos. A mediados del
siglo xvm los éxitos eran tan numerosos y tan profundos que
los intelectuales más importantes confiaban en poder conse
guir verdades en todos los campos aplicando la razón y las
matemáticas. D’Alembert, un exponente de la época, decía:
[...] una cierta exaltación de ideas que el espectáculo del universo
produce en nosotros [...] ha producido una viva fermentación de
las mentes. Al extenderse por la naturaleza en todas direcciones
como un río que rompe sus diques, esta fermentación ha barrido
con una cierta violencia todo lo que ha encontrado a su paso...
Así, desde los principios de las ciencias seculares hasta los funda
mentos de la revolución religiosa, desde la metafísica a las cues
tiones de gusto, desde la música a la moral, desde las peleas esco
lásticas de los teólogos hasta las cuestiones comerciales, desde las
leyes de los príncipes a las del pueblo, desde la ley natural a las
leyes arbitrarias de las naciones... todo ha sido discutido y anali
zado, o al menos mencionado.
Esta confianza en que serían descubiertas verdades en todos
los campos fue demolida por el reconocimiento de que la ver
dad no existe en matemáticas. La esperanza y quizá incluso la
creencia de que es posible obtener verdades en política, ética, re
ligión, economía y muchos otros campos, puede que todavía
persista en las mentes humanas, pero el principal apoyo a esta
esperanza ha desaparecido. Las matemáticas ofrecieron al mun
do la prueba de que el hombre puede conseguir verdades para
después destruir esta prueba. Fueron la geometría no euclídea
y los cuaterniones, dos triunfos de la razón, los que allanaron
el camino para este desastre intelectual.
Como dijo William James: «La vida intelectual del hombre
consiste, casi exclusivamente, en la sustitución del orden per-
ceptual en el que interviene originalmente su experiencia por
un orden conceptual.» Pero el orden perceptual no está fiel
mente reflejado en el conceptual.
Con la pérdida de la verdad, el hombre perdió su centro
intelectual, su marco de referencia, la autoridad establecida
para todo pensamiento. El «orgullo de la razón humana» sufrió
una caída que arrastró consigo todo el edificio de la verdad.
La lección de la historia es que ni siquiera nuestras más firmes
convicciones deben ser afirmadas dogmáticamente; de hecho,
deberían ser las más sospechosas: no marcan nuestras con
quistas, sino nuestras limitaciones y nuestras fronteras.
La historia de la creencia humana en la verdad de las mate
máticas se puede resumir en las palabras de Wordsworth en
su «Indicios de inmortalidad». En 1750 los matemáticos podían
decir de sus creaciones:
Pero nubes de gloria que se arrastran,
Procedemos de Dios, que es nuestro hogar,
En 1850 se vieron obligados a admitir tristemente:
Y sin embargo sé, a donde quiera que vaya,
Que se ha ido la gloria de la Tierra.
Pero la historia no debería ser demasiado desalentadora. Eva-
riste Galois decía de las matemáticas: «Esta ciencia es obra
de la mente humana, que está destinada a estudiar más que
a conocer, a buscar la verdad más que a encontrarla.» Quizá
esté en la naturaleza de la verdad el que desee ser escurridiza.
O, como dijo el filósofo romano Lucio Séneca: «la naturaleza
no revela de una vez todos sus misterios».
5. EL DESARROLLO ILÓGICO DE UN TEMA LOGICO
Para x — — 1, obtenía
00 = 1 + 2 + 3 + 4 + ...
Esta suma parecía razonable. Sin embargo, Euler consideraba
después la serie para 1/(1— x), a saber:
1 + * + X? + X3 + ...
------ --------=
1— X
y suponía x = 2. Entonces,
— 1 = 1 + 2 + 4 + 8 + ...
Puesto que la suma del lado derecho de esta serie debería sobre
pasar la de la precedente, Euler concluía que — 1 es mayor que
infinito. Algunos de los contemporáneos de Euler decían que
los números negativos mayores que infinito son distintos de
los menores que cero. Euler disentía, arguyendo que oo separa
los números positivos de los negativos de la misma forma que
lo hace el cero.
Los puntos de vista de Euler sobre convergencia y divergen
cia no eran sólidos. Ya en su tiempo se conocían series cuyos
términos decrecen continuamente pero que no tienen suma en
el sentido que él se la daba. Él mismo trabajó con series que
no provenían de funciones explícitas. Por tanto, su «teoría» era
incompleta. Además, Nikolaus Bernoulli (1687-1759), en una car
ta de 1743 (ahora perdida), debió de señalar a Euler que la
misma serie podía provenir de expresiones diferentes y, por
tanto, de acuerdo con la definición de Euler, se debía dar a las
sumas de esa serie valores diferentes. Pero Euler replicó (en
una carta a Goldbach en 1745) que Bemoulli no daba ejemplos
y que él no creía que una misma serie pudiera provenir de dos
expresiones algebraicas verdaderamente diferentes. Sin embar
go, Jean-Charles Callet (1744-1799) dio un ejemplo de una misma
serie proveniente de dos funciones diferentes, que Lagrange
trató de rechazar utilizando un argumento que más tarde se
comprobó que era falaz.
El tratamiento de Euler de las series infinitas era inadecua
do por varias razones adicionales. Las series se diferencian y
se integran, y el hecho de que la diferenciación y la integración
de una serie proporcione también la derivada y la antiderivada
de la correspondiente función debe ser justificado. Sin embar
go, Euler manifestaba: «Siempre que una serie infinita se ob
tenga como desarrollo de una expresión cerrada [fórmula de
una función], puede ser usada en las operaciones matemáticas
como el equivalente de esa función, incluso para los valores
de la variable para los que la serie diverge.» De esta forma,
decía, podemos preservar la utilidad de las series divergentes
y defender su uso frente a todas las objeciones.
Otros matemáticos del siglo xvm reconocieron también que
debía hacerse una distinción entre lo que ahora llamamos se
ries convergentes y divergentes, aunque no tenían claro cuál
debía ser la distinción. La fuente de la dificultad era, por su
puesto, que estaban viéndoselas con una nuevo concepto y,
como todos los pioneros, habían de luchar para desbrozar el
bosque. Ciertamente, la primitiva idea de Newton, adoptada por
Leibniz, Euler y Lagrange —que las series son sólo polinomios
largos y por tanto pertenecen al dominio del álgebra— no podía
servir para dar rigor al trabajo con las series infinitas.
El punto de vista formal dominó el trabajo sobre series in
finitas a lo largo del siglo xvm. A los matemáticos les sentaba
mal incluso cualquier limitación a sus procedimientos, tal como
la necesidad de pensar en la convergencia. Su trabajo producía
resultados útiles y se contentaban con esta pragmática sanción.
Sobrepasaron los límites de lo que podían justificar, pero, en
conjunto, fueron prudentes en el uso de las series divergentes.
Aunque la lógica del sistema numérico y del álgebra no se
encontrara en mejor estado que la del cálculo, los matemáticos
concentraron sus esfuerzos en el cálculo tratando de remediar
su imprecisión. La razón de ello fue, indudablemente, que ha
cia 1700 los distintos tipos de números aparecían como algo
familiar y más natural, mientras que los conceptos del cálculo,
todavía extraños y misteriosos, parecían menos aceptables. Por
añadidura, mientras que del uso de los números no surgían con
tradicciones, del uso del cálculo y de sus ampliaciones a las
series infinitas y a las otras ramas del análisis surgían en abun
dancia.
La aproximación de Newton al cálculo era, potencialmente,
más fácil de rigorizar que la de Leibniz, aunque la metodología
de éste era más fluida y más cómoda para las aplicaciones. Los
ingleses pensaban todavía que se podía conseguir el rigor ne
cesario para ambos enfoques ligándolos a la geometría euclídea.
Pero también a ellos les desconcertaban los momentos de New
ton (sus incrementos indivisibles) y su uso de variables conti
nuas. En toda Europa continental se siguieron los pasos de
Leibniz y se trató de dar rigor a su concepto de los diferenciales
(infinitesimales). Los libros escritos para explicar y justificar
las aproximaciones de Newton y Leibniz al cálculo son dema
siado numerosos y demasiado confusos como para que valga la
pena examinarlos *.
Al mismo tiempo que se hacían estos esfuerzos para dar ri
gor al cálculo, algunos pensadores comenzaban a atacar su falta
de solidez. El ataque más fuerte fue el del obispo y filósofo
George Berkeley (1685-1753), el cual temía la creciente amenaza
a la religión de la filosofía, inspirada en las matemáticas, del
mecanicismo y el determinismo. En 1743 publicó El analista o
un discurso dirigido a un matemático infiel. [El matemático in
fiel era Edmund Halley.] En donde se examina si el objeto, los
principios y las inferencias del moderno análisis están más dis
tintamente concebidos, o más evidentemente deducidos que los
misterios religiosos y los artículos de la fe. «Saca primero la
viga de tu ojo, y verás después claramente, para quitar la mota
del ojo de tu hermano.» Berkeley protestaba, con toda razón,
de que los matemáticos estaban procediendo de forma miste
riosa e incomprensible. Berkeley criticaba muchos de los razo
namientos de Newton, y, en particular, señalaba que Newton,
en su trabajo «Cuadratura de curvas» (utilizando x para el in
cremento que hemos denotado por h), realizaba algunos pasos
algebraicos y después eliminaba términos en los que apare
cía h porque h era ahora 0. [Compárese con la ecuación (4)
supra.] Esto, decía Berkeley, era un desafío a la ley de la con
1 Una relación de estos libros se puede encontrar en Florian Cajori,
A history o f the conceptions of lim its and fluxions in great Britain
from N ew ton to W oodhouse, The Open Court Publishing Co., Chica
go, 1915. También en Cari Boyer, The concepts of the calculus, reeditado
por Dover Publications, 1949; edición original Columbia Universitv Press,
1939.
tradicción. Un razonamiento de este tipo jamás sería permitido
en teología. Decía que las primeras fluxiones (primeras deriva
das) parecían exceder la capacidad de comprensión del hombre
puesto que sobrepasaban el dominio de lo finito.
Y si las primeras [fluxiones] son incomprensibles, ¿qué diremos
de las segundas y las terceras [derivadas de derivadas], etc.? El
que pueda concebir el comienzo de un comienzo, o el final de un
final [...] quizá pueda tener la agudeza suficiente como para con
cebir esas cosas. Pero a la mayoría de los hombres, creo yo, les
será imposible entenderlas en cualquier sentido [...]. El que pueda
digerir una segunda o tercera fluxión [...] no necesita, en mi opi
nión, andarse con remilgos en cuanto a la divinidad.
Hablando de las cantidades evanescentes h y k, Berkeley decía:
«Ciertamente, cuando suponemos que los incrementos desapa
recen, debemos suponer que sus proporciones, sus expresiones
y todo lo demás derivado de la suposición de su existencia des
aparecen con ellos.» En cuanto a las derivadas, que Newton
proponía como la razón de las cantidades evanescentes h y k,
Berkeley afirmaba: «No son ni cantidades finitas, ni cantidades
infinitamente pequeñas, ni tampoco nada. Podríamos llamarlas
los fantasmas de las cantidades desaparecidas.»
Berkeley fue igualmente crítico con el enfoque de Leibniz.
En un trabajo anterior, Un tratado concerniente a los princi
pios del conocimiento humano (1710, ed. rev. 1734), atacaba los
conceptos de Leibniz.
Hay algunos de gran renombre, que no contentos con sostener que
las líneas finitas pueden ser divididas en un número infinito de
partes, van todavía más lejos, manteniendo que cada uno de estos
infinitésimos es a su vez divisible en una infinidad de partes o
infinitésimos de segundo orden [(dx)*] y así ad infinitum. ¡Afirman
que hay infinitésimos de infinitésimos de infinitésimos, sin llegar
nunca a un final! [...] Otros mantienen que todos los infinitésimos
de orden inferior al primero no son nada en absoluto.
En su Analista continuaba los ataques a las ideas de Leibniz:
Leibniz y sus seguidores, en su calculus differentialis, no tienen
ningún escrúpulo en suponer primero, y rechazar después, canti
dades infinitamente pequeñas; con qué claridad en la percepción
y precisión en el razonamiento es algo que puede discernir cualquier
sujeto pensante que no esté predispuesto en favor de esas cosas.
La razón de los diferenciales, decía Berkeley, debería determi
nar geométricamente la pendiente de la secante y no la de la
tangente. El error se repara al despreciar los diferenciales su
periores. Así, «en virtud de una doble equivocación se llega,
si bien no a una ciencia, sí a la verdad», porque los errores se
compensan mutuamente. También atacaba la diferencial segun
da, la d(dx) de Leibniz, de la que decía que es la diferencia de
una cantidad dx que es, ya de por sí, la menor cantidad discer-
nible.
Con respecto a los dos enfoques Berkeley se preguntaba re
tóricamente «si los matemáticos de esta época actúan como
hombres de ciencia al tomarse muchas más molestias en aplicar
sus principios que en entenderlos».
Berkeley finalizaba el Analista con algunas preguntas como
las siguientes:
Los matemáticos que son tan delicados en asuntos religiosos, ¿son
estrictamente escrupulosos en su propia ciencia? No se someten a
la autoridad, no aceptan cosas con los ojos cerrados y creen puntos
inconcebibles? ¿No tienen sus misterios, y lo que es más, sus re
pugnancias y contradicciones?
Docenas de matemáticos replicaron a las críticas de Berkeley,
y cada uno intentó, sin éxito, rigorizar el cálculo. El más im
portante de estos esfuerzos fue el realizado por Euler. Euler
rechazó enteramente la geometría como base para el cálculo,
y trató de trabajar con funciones puramente formales, es decir,
razonar a partir de sus representaciones algebraicas (analíticas).
No reconoció el concepto de infinitesimal de Leibniz, esto es,
una cantidad que es menor que cualquier cantidad previamente
asignada y que sin embargo no es 0. En sus Institutionis calculi
differentialis (Principios de cálculo diferencial, 1755), un clásico
del cálculo del siglo xvm, Euler argüía lo siguiente:
No hay duda de que cualquier cantidad puede ser disminuida hasta
tal punto que se desvanezca completamente y desaparezca. Pero
una cantidad infinitamente pequeña no es otra cosa que una can
tidad evanescente y, por tanto, la cosa misma se hace O. Esto está
también de acuerdo con la definición de cosas infinitamente pe
queñas, según la cual se dice que las cosas son menores que cual
quier cantidad que se les asigne; ciertamente, no sería posible que
una de estas cosas no fuera nada, pues a menos que fuese igual
a O, se le podría asignar una cantidad igual a sí misma, lo cual
es contrario a la hipótesis.
Puesto que los infinitésimos tales como dx (en la notación de
Leibniz) son cero, también lo son (dx)2, (dx)3, etc., aunque, decía
Euler, puesto que es costumbre, se puede hablar de ellos como
de orden superior a dx. Por tanto, el dy/dx, que para Leibniz
era una razón de infinitésimos en el sentido que él les daba,
era para Euler un cociente 0/0 de hecho. Sin embargo, mante
nía Euler, 0/0 podía tomar muchos valores. El razonamiento
de Euler era que n.O = 0 para todo número n. Por consiguiente,
si dividimos por 0, tenemos n — 0/0. El proceso habitual de
hallar la derivada determina el valor de 0/0, en cada caso, para
la función de que se trate. Ilustraba esto con la función
y = x2. Daba a * el incremento h (él usaba w). En esta situación
hay que suponer que h no es 0. [Compárese esto con las fór
mulas (1) a (4) supra.] Consecuentemente,
k = 2x + h
h
Donde Leibniz permitía que h se hiciera infinitesimal, pero no
cero, Euler decía que h era cero, y de esta manera resulta que
la razón k/h, que es 0/0, toma el valor 2x.
Euler recalcaba que esos diferenciales, los últimos valores
de h y k, eran ceros absolutos y que no se podía inferir de ellos
otra cosa que no fuera su razón mutua, la cual era evaluada
al final como una cantidad finita. Hay muchas más cosas de
esta naturaleza en el tercer capítulo de las Institutions. En él,
Euler animaba al lector señalando que esta noción no oculta
un misterio tan grande como comúnmente se piensa, si bien
era cierto que podía hacer el cálculo sospechoso para muchos.
Por supuesto, la justificación de Euler para el proceso de hallar
la derivada no era más sólida que la de Newton o la de Leibniz.
A lo que sí contribuyó Euler con su aproximación formalista,
aunque incorrecta, al cálculo fue a liberarlo de la geometría y
a basarlo en la aritmética y el álgebra. Este avance preparó,
al menos, el camino para la justificación definitiva del cálculo
sobre la base de los números.
La más ambiciosa de las tentativas posteriores del siglo xvm
para construir los fundamentos del cálculo fue la de Lagrange.
Como Berkeley y otros, creía que los correctos resultados obte
nidos en el cálculo se debían al hecho de que los errores se
compensaban unos con otros. Elaboró su reconstrucción en su
Teoría de las funciones analíticas (1979; 2.a edición, 1813). El
subtítulo de su libro es revelador: «Conteniendo los principales
teoremas del cálculo diferencial sin utilizar los infinitamente
pequeños, las cantidades evanescentes, los límites y las fluxio
nes y reducida al arte del análisis algebraico de cantidades fi
nitas» (la cursiva es mía).
Lagrange criticaba el enfoque de Newton señalando que
cuando éste consideraba la razón límite del arco a la cuerda,
consideraba la cuerda y el arco iguales no antes de desvane
cerse ni después, sino cuando se desvanecían. Lagrange, correc
tamente, decía:
El método tiene el gran inconveniente de considerar las cantidades
en el estado en que dejan, por decirlo así, de ser cantidades; pues
aunque podamos siempre concebir las razones de dos cantidades
mientras permanecen finitas, esa razón deja de presentarse ante la
mente como clara y precisa tan pronto como sus términos se hacen
los dos cero al mismo tiempo.
Se sentía igualmente insatisfecho con las cantidades infinita
mente pequeñas de Leibniz y con los ceros absolutos de Euler,
métodos «que, aunque correctos, no son en realidad lo suficien
te claros como para servir de fundamento a una ciencia cuya
certeza debería residir en su propia evidencia».
Lagrange deseaba dar al cálculo todo el rigor de las demos
traciones de los antiguos y se proponía hacerlo reduciendo el
cálculo al álgebra. Específicamente, Lagrange propuso utilizar
series infinitas —que eran consideradas como parte del álgebra,
pero cuya lógica era todavía más confusa que la del cálculo—
para fundamentar la lógica del cálculo rigurosamente. Con «mo
destia» observaba que era sorprendente que su método no se
le hubiera ocurrido a Newton.
No es necesario pormenorizar los detalles de la fundamenta-
ción del cálculo hecha por Lagrange. Además de utilizar series
de una forma totalmente injustificada, realizaba una multitud
de pasos algebraicos que solamente conseguían que al lector le
resultara más difícil ver que faltaba la correcta definición de
derivada. Efectivamente, lo único que hizo Lagrange fue obte
nerla de una forma tan tosca como cualquiera de sus predece
sores. Lagrange creía haber prescindido del concepto de límite
y haber fundamentado el cálculo sobre el álgebra. A pesar de
todos sus errores, la fundamentación de Lagrange fue aceptada
por varios de sus principales sucesores.
La creencia de que el cálculo no era más que una extensión
del álgebra fue mantenida por Sylvestre-Frangois Lacroix (1765-
1843) en un influyente trabajo en tres volúmenes de 1797-1800
en el que Lacroix seguía a Lagrange. En una obra más breve
en un solo volumen, Tratado elemental de cálculo diferencial e
integral (1802), Lacroix utilizó la teoría de límites (en la forma
en que la teoría era entendida en la época), pero, decía Lacroix,
sólo para ahorrar espacio.
Algunos matemáticos británicos de principios del siglo xix
decidieron asumir el superior trabajo en análisis realizado por
matemáticos de la Europa continental. Charles Babbage (1792-
1871), John Herschel (1792-1871) y George Peacock (1791-1871),
quienes siendo estudiantes de la universidad de Cambridge fun
daron la Analytical Society, tradujeron la obra más breve de
Lacroix. Pero los traductores afirmaban en el prólogo:
La obra de Lacroix, de la que ahora se presenta esta traducción al
público [...] puede ser considerada como un resumen de su gran
obra de cálculo diferencial e integral, aunque en la demostración
de los primeros principios ha utilizado el método de los límites
de D'Alembert, en lugar del más correcto y natural de Lagrange,
que fue el adoptado en la obra anterior [...].
Peacock decía que la teoría de límites no era aceptable porque
separaba los principios del cálculo diferencial de los del álge
bra. Herschel y Babbage estaban de acuerdo.
Estaba claro para el mundo matemático de finales del si
glo xvm que era de urgente necesidad una correcta fundamen
tación del cálculo, y a instancias de Lagrange, la sección de
Matemáticas de la Academia de Ciencias de Berlín, de la que
fue director desde 1766 hasta 1787, propuso en 1784 que fuera
concedido en 1786 un premio a la mejor solución al problema
del infinito en matemáticas. La convocatoria del concurso re
zaba así:
La utilidad de la matemática, la estima en que es tenida, y el hono
rable nombre de «ciencia exacta» por excelencia que se le da con
justicia son debidos a la claridad de sus principios, al rigor de
sus demostraciones y la precisión de sus teoremas.
Para asegurar la perpetuación de estas valiosascualidades en
esta elegante parcela del conocimiento se necesita una clara y pre
cisa teoría de lo que se llama el infinito en matemáticas.
Es de todos conocido que la geometría avanzada [la matemá
tica] emplea regularmente el infinitamente grande y el infinitamente
pequeño. Sin embargo, los geómetras de la antigüedad e incluso
los antiguos analistas se esforzaban por cualquier aproximación al
infinito, mientras que ciertos eminentes analistas modernos admiten
que la frase magnitud infinita es una contradicción en sus tér
minos.
La Academia desea, por tanto, una explicación de cómo es que
tantos teoremas correctos han sido deducidos de una suposición
contradictoria, junto con el enunciado de un principio seguro, claro,
en resumen verdaderamente matemático, que pueda sustituir debi
damente al de infinito sin hacer, no obstante, que las investigacio
nes realizadas por medio de él sean extremadamente difíciles o
largas. Se requiere que el tema sea tratado con toda la generalidad
posible y con todo el rigor, claridad y sencillez posibles.
El concurso estaba abierto a todos, con excepción de los miem
bros regulares de la Academia. Fueron remitidos, en total, vein
titrés trabajos. El fallo oficial sobre el resultado del concurso
decía así:
La Academia ha recibido muchos ensayos sobre el tema. Sus autores
han olvidado explicar cómo tantos teoremas correctos han sido de
ducidos de una suposición contradictoria como es la de una cantidad
infinita. Todos ellos han descuidado, más o menos, las cualidades
de claridad, sencillez, y sobre todo rigor que se requerían. La mayo
ría de ellos ni siquiera se han dado cuenta de que el principio bus
cado no debía restringirse al cálculo infinitesimal, sino que debía
extenderse también al álgebra y a la geometría tratada a la manera
de los antiguos.
El parecer de la Academia es, por consiguiente, que su pregunta
no ha encontrado una respuesta completa.
Sin embargo, ha decidido que el participante que más se acerca
a sus intenciones es el autor del ensayo en francés que lleva por
lema: «El infinito es el abismo en el que se hunden nuestros pen
samientos.» Por consiguiente, la Academia le ha otorgado el premio.
El ganador fue el matemático suizo Simón L'Huillier. La Aca
demia publicó su «Exposición elemental de cálculo superior»
en ese mismo año de 1786. No hay duda de que la apreciación
de la sección de Matemáticas de la Academia era correcta en
lo esencial. Ninguno de los demás trabajos [excepto uno de
Carnot (capítulo 7)] hacía ni tan siquiera un intento de explicar
cómo era que el análisis infinitesimal establecía teoremas co
rrectos partiendo de suposiciones falsas. El artículo de L'Huillier
destacaba indudablemente por su calidad, aunque su idea fun
damental no fuera en lo más mínimo original. De acuerdo con
L’Huillier, su ensayo representaba «el desarrollo de ideas— que
el Sr. D'Alembert había solamente esbozado en la Encyclopédie
y en sus Mélanges». En el capítulo que abría su «Exposición»,
L'Huillier mejoraba un poco la propia teoría de límites. Intro
ducía, por primera vez en un texto impreso, el símbolo de un
límite con la abreviatura lim. Así, denotaba la derivada dP/dx
como lim AP/Ax (nuestro k/h), pero la contribución de L'Hui-
llier a la teoría de límites fue minúscula.
Aunque casi todos los matemáticos del siglo xvm hicieron
algún esfuerzo o se pronunciaron, al menos, con respecto a la
lógica del cálculo y, aunque uno o dos lo hicieron en el camino
correcto, todos sus esfuerzos fueron en vano. Todas las cuestio
nes delicadas fueron ignoradas o pasadas por alto. Apenas se
hacía distinción entre un número enormemente grande y un nú
mero infinito. Parecía claro que cuando un teorema se cumplía
para cualquier número finito n, también debía cumplirse para n
infinito. Análogamente, el cociente de diferencias k/h [véase (3)]
era reemplazado por una derivada, y apenas se hacía distinción
entre la suma de un número finito de términos, como se ob
serva en (7), y una integral. Pasaban de una a otra libremente.
Su trabajo podría ser resumido con la descripción de Voltaire
del cálculo como «el arte de numerar y medir exactamente una
cosa cuya existencia no se puede concebir». El efecto neto de
los esfuerzos para dar rigor al cálculo, y en particular los de
gigantes como Euler o Lagrange, fue confundir y equivocar a
sus contemporáneos y sus sucesores. En conjunto, estaban todos
tan evidentemente equivocados que había motivos para desespe
rar de que los matemáticos clarificaran alguna vez la lógica
del cálculo.
Los matemáticos confiaban en los símbolos más que en la
lógica. Puesto que las series infinitas tenían la misma forma
simbólica para todos los valores de x, la distinción entre valo
res de x para los que la serie convergía y los valores de x para
los que la serie divergía no parecía llamar la atención. E inclu
so, aunque se reconocía que algunas series, como 1 + 2 + 3 + ...,
tenían una suma infinita, los matemáticos preferían tratar de
dar sentido a la suma, a cuestionarse la aplicabilidad de la
sumación de la serie. Por supuesto, eran plenamente conscientes
de la necesidad de algunas demostraciones. Hemos visto que
Euler trató de justificar el uso de las series divergentes, y tanto
él como Lagrange, entre otros, intentaron una fundamentación
del cálculo. Pero los pocos esfuerzos por alcanzar el rigor —in
teresantes porque muestran que los niveles de rigor cambian
con el tiempo— no consiguieron validar el trabajo matemático
del siglo; y los matemáticos, casi deliberadamente, adoptaron
la postura de que lo que no puede ser curado deber ser so
portado.
Una curiosa característica de los argumentos utilizados por
los pensadores del siglo xvm fue su recurso al término meta
física. El término fue utilizado para sugerir que había un cuer
po de verdades fuera del dominio de las matemáticas propia
mente dichas, al cual podían recurrir, si fuera necesario, para
justificar su trabajo, aunque no estaba claro en qué consistían
exactamente esas verdades. Se suponía pue el recurso a la me
tafísica daba crédito a los argumentos que la razón no respal
daba. Así, Leibniz afirmaba que en matemáticas la metafísica
es de más utilidad de lo que creemos. Su argumento para to
mar —-— como suma de la serie 1 —1 + 1 —. . . y su principio
de continuidad, ninguno de los cuales tenía más apoyo que la
propia aserción de Leibniz, eran «justificados» como metafísi-
cos, como si esta «justificación» los colocara fuera de toda dis
cusión. También Euler apelaba a la metafísica y argüía que de
bemos aceptarla en el análisis. Cuando no podían proporcionar
mejores argumentos para una afirmación, los matemáticos de
los siglos x v ii y xvm acostumbraban a decir que la razón era
metafísica.
Y así, el siglo xvm finalizó con la lógica del cálculo y de
las ramas del análisis construidas sobre el cálculo en un esta
do de total confusión. Se podía decir, de hecho, que el estado
de los fundamentos era peor en 1800 que en 1700. Algunos
gigantes, especialmente Euler y Lagrange, habían dado una
fundamentación lógica incorrecta. Dado que estos hombres
eran unas autoridades, muchos de sus colegas aceptaron y re
pitieron acríticamente lo que proponían e incluso construye
ron más análisis sobre esos fundamentos. Otras lumbreras me
nores no estaban demasiado satisfechas con lo que los maes
tros decían, pero confiaban en que se pudiera obtener un fun
damento totalmente claro sólo con aclaraciones o enmiendas
secundarias. Desde luego, no iban bien encaminados.
7. EL DESARROLLO ILÓGICO: LA DIFÍCIL SITUACIÓN
HACIA 1800
F ig u r a 7.1
F ig u r a 7.5
F ig u ra 15.1
2 4 8 16
Por tanto, decía Zenón, el tiempo requerido para recorrer
un número infinito de distancias debe ser infinito.
Una solución física a la paradoja de Zenón, y la más obvia,
es que el corredor recorrerá la distancia en un número finito
de pasos. Sin embargo, incluso si se acepta el análisis ma
temático de Zenón, el tiempo requerido podría ser de medio
minuto, más un cuarto de minuto, más un octavo de minuto,
y así sucesivamente. La suma de toda esa infinidad de números
es justamente un minuto. El análisis se aleja del proceso físico,
pero, no obstante, el resultado concuerda.
Puede que el hombre haya introducido conceptos limita
dos eincluso artificiales, y que sólo de esta forma haya con
seguido instaurar algún orden en la naturaleza. Puede que
las matemáticas del hombre no sean más que un esquema
funcional. Puede que la propia naturaleza sea mucho más com
pleja o no tenga un diseño inherente. Sin embargo, las mate
máticas continúan siendo el método por excelencia para la
investigación, la representación y el dominio de la naturaleza.
En aquellos dominios en que se muestra eficaz, es todo lo que
tenemos; si no es la realidad, es lo más próximo a la realidad
que podemos conseguir.
Aunque las matemáticas sean una creación puramente hu
mana, el acceso que nos ha facilitado a diversos dominios de
la naturaleza nos permite progresar mucho más allá de toda
expectativa. Es, efectivamente, paradójico, que abstracciones
tan alejadas de la realidad logren tantas cosas. Puede que las
matemáticas sean artificiales; quizá sean un cuento de hadas,
pero un cuento con moraleja. La razón humana tiene un
poder, aunque no podamos explicarlo fácilmente.
Pero hay que pagar un precio por los éxitos matemáticos:
el precio de considerar al mundo en términos de medidas,
masa, peso, duración y otros conceptos similares. Esta expo
sición no puede dar cuenta de todas las ricas y variadas ex
periencias, del mismo modo que la altura de una persona
no es esa persona. Como máximo, las matemáticas describen
algunos procesos de la naturaleza, pero sus símbolos no en
cierran en modo alguno la naturaleza.
Además, las matemáticas se ocupan de los conceptos y fe
nómenos más simples del mundo físico. No se ocupa de los
hombres, sino de la materia inanimada. El comportamiento
de la materia es repetitivo y las matemáticas pueden descri
birlo. Pero en economía, teoría política y psicología, así como
en biología, las matemáticas son mucho menos útiles. Incluso
en el campo físico, las matemáticas se ocupan de simplifi
caciones que simplemente rozan la realidad, como una tangen
te roza una curva en un punto. ¿Es la trayectoria de la
Tierra alrededor del Sol una elipse? No. Sólo lo es si la Tie
rra y el Sol son considerados como puntos y si además igno
ramos todos los demás cuerpos del universo. ¿Se repiten las
cuatro estaciones en la Tierra año tras año? Difícilmente.
Sólo se repiten en sus aspectos más toscos, que son todo lo
que el hombre puede percibir.
¿Debemos rechazar las matemáticas porque no entendamos
su irrazonable eficacia? Heaviside señaló una vez: ¿Debería re
chazar mi comida porque no entienda el proceso de digestión?
La experiencia refuta a los dubitativos. La persona que confía
no tiene en consideración las explicaciones racionales. Con todos
los respetos debidos a la religión, a las ciencias sociales y a la
filosofía, y con el reconocimiento explícito del hecho de que
las matemáticas no tratan esos aspectos de nuestra vida, el
hecho es que las matemáticas nos proporcionan conocimiento
en una medida infinitamente mayor. Este conocimiento no se
base en meras afirmaciones acerca de su corrección. Se com
prueba diariamente en el funcionamiento de cualquier aparato
de radio y de cualquier central nuclear en la predicción de los
eclipses y en miles de hechos en el laboratorio y en la vida
diaria.
Las matemáticas pueden tratar los problemas más simples
—el mundo físico—, pero en su esfera constituyen mayor logro
humano. En parte, la esperanza de que el hombre tenga algún
significado proviene del poder que ha adquirido gracias a las
matemáticas. Estas han sometido a la naturaleza y han alige
rado la carga del hombre. Sus victorias nos pueden dar nuevos
ánimos.
La cuestión de por qué funcionan las matemáticas no es
solamente académica. En su uso en la ingeniería, ¿hasta qué
punto se puede confiar en ellas para predecir y diseñar? ¿Se
podría diseñar un puente utilizando una teoría en la que inter-
vinieran series infinitas o el axioma de elección? ¿No se caería
el puente? Afortunadamente, la mayoría de los proyectos de in
geniería usan teoremas tan sólidamente respaldados por pasa
das experiencias que pueden ser utilizados con toda confianza.
Muchos proyectos de ingeniería están diseñados de manera que
superen los mínimos exigidos. Así por ejemplo, un puente uti
liza materiales tales como el acero, pero nuestro conocimiento
sobre la resistencia de los materiales no es exacto. Por consi
guiente, el ingeniero utiliza cables y vigas más fuertes de lo
que la teoría exige. Sin embargo, en el caso de un tipo de pro
yecto no construido con anterioridad, hay que preocuparse por
la verdad de las matemáticas utilizadas. En tales casos, la pru
dencia requeriría el uso de modelos a pequeña escala y otras
pruebas antes de proceder a la construcción.
El objeto de este capítulo ha sido buscar algún tipo de so
lución al dilema en que las matemáticas y los matemáticos se
encuentran. No existe un cuerpo de matemáticas universalmente
aceptado, y es imposible seguir todos los múltiples caminos por
los que abogan los distintos grupos, ya que ello dificultaría
el principal objetivo de las matemáticas, a saber, el progreso
de la ciencia. En consecuencia, hemos defendido la utilización
de este objetivo como criterio. Hemos analizado también los
problemas y consecuencias que esta decisión acarrea.
Sin embargo, aunque el hincapié en las aplicaciones a la
ciencia parece la decisión más prudente, este programa no ex
cluye otras dedicaciones justas e incluso necesarias en el cam
po de las matemáticas. Hemos señalado ya (capítulo 13) que
incluso la dedicación a las matemáticas aplicadas requiere gran
variedad de actividades de apoyo tales como la abstracción, la
generalización, la rigorización y mejoras en la metodología.
Además de éstas se puede justificar la dedicación a temas de
fundamentos que no versen directamente sobre matemáticas
que han mostrado su utilidad en las investigaciones científicas.
Él programa constructivista de los intuicionistas, aunque desti
nado por ellos a reemplazar teoremas de existencia carentes de
sentido, produce métodos para el cálculo de las cantidades que
los teoremas de pura existencia dicen únicamente que existen.
Utilicemos, en aras de la sencillez, un viejo ejemplo. Euclides
probó que la razón del área de un círculo cualquiera al cuadra
do de su radio es el mismo para todos los círculos. Esta razón
es, por supuesto, el número . Por consiguiente, Euclides de
tz
JflK icq j
impreso en castillo
fresno 7 col. el manto
del. iztapalapa
un mil ejemplares y sobrantes
30 de octubre de 1994