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La cara antigua y extravagante de Arabia Saudita: un viaje por el reino que busca transformarse

Un mercado al aire libre en Yeda, ciudad costera siendo desarrollada más al buscar Arabia Saudita atraer a visitantes.

Un mercado al aire libre en Yeda, ciudad costera siendo desarrollada más al buscar Arabia Saudita atraer a visitantes.

Foto:Stephen Hiltner/The New York Times

Un periodista de The New York Times pasó un mes viajando por todo el país. Esto es lo que encontró.

STEPHEN HILTNER
Vagando por los bordes sureños de la montañosa provincia de Asir en Arabia Saudita, a unos 13 kilómetros de la frontera con Yemen, en un poblado con una prominente escultura de un rifle, conocí a un hombre, Nawab Khan, que estaba construyendo un palacio de lodo. En realidad, estaba reconstruyendo la estructura, restaurándola.

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Dos semanas antes, del otro lado del País, un compañero de viaje señaló en un mapa, describiendo los edificios en ruinas aquí, en Dhahran al-Janub, dispuestos en un colorido museo al aire libre.
Al encontrarme cerca, me desvié para echar un vistazo —y allí estaba Khan, al principio mirándome con curiosidad y luego haciéndome señas para que me acercara. Sintiendo mi interés en el grupo de torres irregulares, se levantó, sacó un gran llavero y comenzó a abrir una serie de candados. Cuando desapareció por una puerta, lo seguí al cubo en sombras de una escalera.
Viajando solo, un extraño me convenció de entrar en un edificio sin iluminación en una remota aldea saudita, dentro de una zona fronteriza volátil de la que el Departamento de Estado de EE. UU. aconseja a los estadounidenses que se mantengan alejados. Sin embargo, a estas alturas, más allá de la mitad de un viaje por carretera de 8 mil 400 kilómetros, confié en el entusiasmo de Khan como una expresión genuina de orgullo, no como un ardid.
En toda Arabia Saudita, había visto la construcción de innumerables proyectos, desde simples museos hasta complejos turísticos de alto nivel. Estos eran los primeros frutos de una inversión de 800 mil millones de dólares en el sector de viajes, que a su vez forma parte de un esfuerzo mucho mayor, Visión 2030, para rehacer el reino y reducir su dependencia del petróleo. Pero yo también había empezado a ver los proyectos como algo más: el esfuerzo de un País —oculto durante mucho tiempo para la mayoría de los occidentales— por ser visto, reconsiderado y aceptado. Y con las puertas abiertas de par en par, los visitantes como yo finalmente comenzamos a presenciar esta nueva Arabia Saudita, para deleite de los constructores.
Pocos países presentan un panorama tan complicado para los viajeros como Arabia Saudita. Asociado durante mucho tiempo con el extremismo islámico, los abusos a los derechos humanos y la opresión de las mujeres, el reino ha dado grandes pasos en los últimos años para remodelar su sociedad y su reputación en el extranjero.
La policía religiosa, que defendía códigos de conducta con base en una interpretación ultraconservadora del Islam, fue despojada de su poder.
Los conciertos públicos, antes prohibidos, ahora son omnipresentes. Las mujeres tienen nuevos derechos —incluyendo la libertad de manejar y viajar sin el permiso de un tutor masculino— y ya no están obligadas a usar batas hasta el suelo en público ni a cubrirse el cabello.
Estos cambios son parte de un esfuerzo por elevar el estatus del reino y suavizar su imagen —esto último una tarea difícil para un Gobierno que ha matado al columnista de un periódico, torturado a disidentes, precipitado una crisis humanitaria en Yemen y encarcelado a personas por apoyar los derechos homosexuales.
Un elemento central de los cambios liderados por el Príncipe heredero Mohammed bin Salman, de 38 años, el gobernante de facto, es impulsar el turismo. Hasta el 2019, el País no expedía visas de turista no religiosas, pero atendía a los peregrinos que visitaban La Meca y Medina, las dos ciudades más sagradas del Islam.
Arabia Saudita ha transformado uno de sus principales destinos —Al-Ula, con sus tumbas nabateas incluidas en la lista de la UNESCO— de una colección abandonada de sitios arqueológicos en un lujoso refugio que ofrece visitas guiadas. Otro proyecto creará complejos turísticos de lujo cerca del Mar Rojo. Más proyectos incluyen la preservación y desarrollo de la ciudad costera de Yeda; un parque de diversiones temático en el mar llamado Rig; y Neom, la ciudad futurista que ha atraído la mayor atención.
El País espera atraer a 70 millones de turistas internacionales por año para el 2030, y el turismo contribuirá con el 10 por ciento de su producto interno bruto. (En el 2023 el País tuvo 27 millones de turistas internacionales, arrojan cifras del Gobierno, y el turismo contribuía alrededor del 4 por ciento del PIB).
Para tener una idea de los cambios que se estaban desarrollando, pasé un mes explorando el reino en auto. Viajé solo, sin guía, conductor ni traductor.
Gran parte del tiempo sentí que me habían arrojado las llaves del reino. Pero también hubo momentos en que me enfrenté a una realidad más complicada, resumida por una señal de tráfico que me obligó a dejar abruptamente la carretera a unos 24 kilómetros del centro de La Meca. “Obligatorio para no musulmanes”, decía, señalando la rampa de salida.
El cartel transmitía las líneas que se están trazando para compartimentar al País, que ahora se promociona ante dos grupos de viajeros: turistas de lujo que se sienten cómodos con bikinis y cocteles, y peregrinos preparados para una estricta adherencia religiosa.
Mi viaje comenzó en Yeda, donde después de explorar su distrito histórico manejé ocho horas al norte a Al-Ula.
El nombre Al-Ula se refiere a una ciudad pequeña y a una región más amplia repleta de atracciones: Hegra, el primer sitio del reino declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO y su mayor atractivo arqueológico, se encuentra a 30 minutos en auto al norte del barrio antiguo, un laberinto de edificios de adobe en deterioro ahora parcialmente restaurados. Más al noreste se encuentra la Reserva Natural Sharaan.
Al igual que Petra, su contraparte más conocida en Jordania, Hegra fue construida por los nabateos, que florecieron hace 2 mil años. El sitio contiene más de 100 tumbas excavadas en roca sólida. La más impresionante de ellas, de unos 21 metros de altura, es una tumba llamada Castillo Solitario. Abordé un autobús turístico con aire acondicionado que se detuvo en cuatro sitios.
A unos kilómetros al norte de Hegra, me subí a la parte trasera de un Toyota Land Cruiser —acompañado por un estudiante de posgrado italiano y su madre— para recorrer la Reserva Natural de Sharaan.
Gabriele Morelli, el estudiante de posgrado, había visitado Al-Ula por primera vez hace unos años —otra época, dijo. Describió una versión que ya no existe, llena de alojamiento barato y reglas laxas. Algunos cambios han sido necesarios para proteger los ecosistemas y los sitios arqueológicos de las crecientes multitudes. Pero varias personas que conocí, tanto sauditas como extranjeros, lamentaron el grado del desarrollo de alto nivel.
Después de Al-Ula, manejé hasta el proyecto en el Mar Rojo, promocionado como “el destino de turismo regenerativo más ambicioso del mundo”. Abordé un yate junto a influencers sauditas y fui conducido a una isla remota, donde desembarqué en un mundo de opulencia en el St. Regis Red Sea Resort. Fui trasladado con un chofer en un carrito de golf eléctrico —pasando junto a 43 villas de “dunas” junto a la playa y dos largos malecones que conectan el resto del complejo con 47 villas de “coral”, construidas sobre pilotes sobre aguas poco profundas de color turquesa. El lugar estaba casi vacío.
Lo mismo ocurrió en el cercano Six Senses Southern Dunes, complejo turístico junto al Mar Rojo que abrió en noviembre.
Desde que el País comenzó a emitir visas de turista, los influencers han estado documentando sus experiencias, y sus viajes a menudo son pagados por el Gobierno saudita. Su contenido alegre contribuye a la impresión de que el reino está esperando ser descubierto por visitantes extranjeros con prejuicios obsoletos.
Sin embargo, para muchos viajeros, el retrato de un destino sin complicaciones puede resultar engañoso. La libertad de expresión en Arabia Saudita está estrictamente limitada; no se tolera la disidencia —ni tampoco la práctica abierta de ninguna religión que no sea la interpretación del Islam del Gobierno. En su aviso de viaje, el Departamento de Estado de Estados Unidos advierte que “comentarios en las redes sociales —incluyendo comentarios en el pasado— que las autoridades sauditas pudieran considerar críticos, ofensivos o perjudiciales para el orden público, podrían conducir al arresto”.
Los viajeros LGBTQ son oficialmente bienvenidos en el reino, pero podrían enfrentar arresto u otras sanciones por expresar abiertamente su orientación sexual o identidad de género. Las viajeras también podrían enfrentar dificultades porque los avances eran más visibles en las grandes ciudades y centros turísticos.
Como hombre occidental, me moví por el País con una serie de ventajas. Pero incluso mis experiencias de viaje a veces fueron incómodas. Parado afuera de los terrenos de la mezquita central de Medina, donde está enterrado el profeta Mahoma, fui detenido por un miembro de las Fuerzas Especiales. (Incluso después del 2019, los turistas no musulmanes seguían vetados en las ciudades santas de La Meca y Medina. El veto se relajó en partes de Medina en el 2021). El guardia me interrogó y tras llamar a un colega, exigió que me fuera. Yo había cumplido con las reglas al permanecer afuera de los terrenos de la Mezquita del Profeta.
Más que nada, mis familiares y amigos querían saber si me sentí seguro durante mi viaje —y así fue, casi sin excepción.
En lugar de temer por mi seguridad, a menudo me preocupaba cómo retratar de manera justa un lugar que provocaba tal variedad de emociones conflictivas: alegría y angustia, emoción y aprensión, sinceridad y duda. Muy poco era fácil de categorizar, en parte porque la calidez de los sauditas comunes contrastaba sorprendentemente con lo despiadado de su Gobierno autoritario.
STEPHEN HILTNER
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