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Noticia

Lecturas Dominicales

Paul Auster por Ricardo Silva Romero: una radiografía literaria del autor de La trilogía de Nueva York

El escritor estadounidense Paul Auster posa en el jardín de su casa del barrio de Brooklyn en la ciudad de Nueva York. Auster falleció el 30 de abril de este año.

El escritor estadounidense Paul Auster posa en el jardín de su casa del barrio de Brooklyn en la ciudad de Nueva York. Auster falleció el 30 de abril de este año.

Foto:EFE

Paul Auster dejó un legado imperdible: La trilogía de Nueva York, 4 3 2 1, Mr. Vértigo o Leviatán.  

Ricardo Silva Romero

Paul Auster es el oráculo. Hace treinta años nomás, el profesor Argüello, que prescribía libros a mansalva, me puso a mí a leer una novela trenzada que se llamaba y que se llama Leviatán. Sí era perfecta para mí: asombro tras asombro tras asombro. Y su lectura vertiginosa me convirtió en un coleccionista, como tantos nostálgicos, a la búsqueda desvergonzada e incesante de todo lo que hubiera escrito semejante maestro de semejante oficio.

Yo ya sospechaba que iba a ser escritor no solo porque se me ocurría la escritura, sino porque, en vez del carácter para dirigir películas o los nervios para pintar o las ansiedades para cantar, tenía el espíritu replegado –a la espera de una paz ganada a pulso– de quien se dedica de lunes a domingo a atar los cabos. Pero leer novelas tan brillantes e imposibles de escribir como La música del azar, La trilogía de Nueva York, Mr. Vértigo, El país de las últimas cosas y El palacio de la luna, que al final me hizo llorar, me retiñeron esta vocación tan extraña como todas.

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Muchas de sus obras tienen un escenario en común: Nueva York

Muchas de sus obras tienen un escenario en común: Nueva York

Foto:Getty Images

Y como se me estaba llegando el momento de graduarme de la carrera de Literatura, que era el momento de decidirme por una de mis formas de ser, me lancé a escribir la tesis ‘Todos los hombres del rey: documental sobre el relato de Paul Auster’ con la esperanza de comprender lo que pasaba cuando una persona de puertas para adentro se resignaba a ser un escritor. Tres libros más entre los libros de Auster, las memorias literarias El arte del hambre, A salto de mata y La invención de la soledad, que mi hermano y mi papá me trajeron de sus viajes, me sirvieron para hacer las paces con ese destino. Hace treinta años apenas, en los pasillos resbalosos de las academias, se insistía con suma arrogancia en una posmodernidad en la que la literatura –fragmentaria, escritural, exegética, culturalista– era el privilegio de una élite de desterrados por sí mismos, y además no servía para nada. Y yo, hermano e hijo de madrugadores, me negaba con pies y manos a dedicarle la rutina a regodearme en esa inutilidad, a ejercer un lujo.

Reconstruir el camino de Paul Auster de 1947 a 1997 –o sea, su descubrimiento de un azar que suena a sino, su extrañeza ante el misterio de su padre, su pulso con el judaísmo, su amor de infancia por el béisbol, su tendencia a responderle con la ficción a un mundo en guerra, su alma atada a las ciudades de Nueva York, su vaivén de Estados Unidos a Francia, sus cuadernos de relatos de milagros, sus malabares para vivir de la escritura, sus influencias, sus intimidades, sus traducciones, sus reseñas, sus poemas enigmáticos como puños cerrados, sus obras de teatro con un pie en el absurdo, sus esposas tan brillantes, sus ensayos sobre la narración, sus diarios, sus novelas sobre la identidad, sus guiones y sus películas– fue para mí recobrar la convicción de que la literatura era un juego, un encuentro entre iguales, una forma de la compasión, una tradición de la ruptura, una vida detrás de la ventana, y una forma de sujetar la mente y de digerir esta experiencia que parece un cine rotativo, pero también una rutina como todas: un trabajo manual y un trabajo de oficina.
Leviatán, de Paul Auster

Leviatán, de Paul Auster

Foto:Archivo Particular

El arte del hambre, una bellísima antología, de 1997, de ensayos y prefacios y entrevistas que sumados dan una declaración de principios, va revelando de texto en texto que vivir es ir de la poesía a la prosa, que la buena escritura es el resultado de la buena humanidad, que narrar es desocuparse, que lo ideal es que una historia venga del mismo lugar de donde vienen los sueños, que la biografía de un autor rima con su obra, que si los escritores no tuvieran hijos andarían por el mundo creyéndose Rimbaud, que uno se vuelve otro en el proceso de escribir sobre uno mismo, que la utilidad de la literatura es la compasión y es la terapia y es la confusión en tiempos maniqueos, que el ficcionador vive con ideas de libros, durante años y años, antes de dar con el momento para escribirlas, y que “ser artista es atreverse a fracasar –dice Beckett– como nadie más se atreve”.

A salto de mata, de 1997 también, subtitulado “una crónica de los fracasos tempranos”, deja en claro el asunto desde sus primeras páginas: “Mi única ambición había sido escribir”, “la posibilidad de ser pobre no me asustaba”, “mi problema era que no tenía ningún interés en vivir una doble vida”, va recordando Paul Auster, pero pronto se lanza, con el orgullo de quien entiende que ganarse la vida no es cuestión de hombres menores, a un recuento de todos los trabajos que tuvo que hacer para comprarse el tiempo que requiere el oficio de la ficción: hizo trasteos, hizo juegos de mesa de béisbol, hizo novelas policiacas con la convicción de cualquier reportero judicial e hizo guiones dictados por una voz adentro de él –la voz de una señora con cara de mecenas– que le susurraba “recuerda que esta no es una obra de Shakespeare, sino una película: hazla lo más vulgar que puedas”.

La invención de la soledad, de 1982, cuenta el exigente momento de la vida en el que Paul Auster pudo encerrarse a ser Paul Auster: el momento en el que no solo pasó de ser un hijo a ser un padre, de ser un poeta a ser un narrador, sino que, luego de la inimaginable muerte de su padre, recibió la herencia que le permitió convertir la vocación en oficio, en rutina. En ‘Retrato de un hombre invisible’, la primera parte del libro, investiga la distancia de su papá con el mundo, y entiende que es un hombre anestesiado por una tragedia. En ‘El libro de la memoria’, el segundo volumen, va escribiendo un mural sobre la vida que empieza cuando se tiene a cargo una vida nueva. Y ahora que he releído el texto, veintiocho años después de la primera vez, me queda claro –porque Auster le lee Pinocho a su pequeño hijo Daniel, noche tras noche– que solo se es un niño de verdad cuando se consigue rescatar al propio padre del fondo del mar que es la muerte: solo se es una persona, es decir, solo se es un drama con principio, medio y fin, cuando uno le da la vida a su propio padre.
Siri Hustvedt escribe en su nueva novela unas memorias ficcionadas de sus años de estudiante en Nueva York.

La escritora Siri Hustvedt fue la segunda esposa de Auster y su compañera incondicional hasta sus últimos días.

Foto:© Marion Ettlinger

‘Todos los hombres del rey: documental sobre el relato de Paul Auster’, mi tesis, llega hasta 1998. No imagina lo que vino después. No confiesa que mi querida Diana Pardo me regaló una copia firmada de Mr. Vértigo que había sido de su hermano Germán, que también fue hermano mío. No alcanza a estar dedicada a mi papá, que también murió y era un hombre visible. No interpreta novelas tan austerianas, tan inquietas, como Tombuctú, El libro de las ilusiones, La noche del oráculo, Invisible o 4 3 2 1, por ejemplo. No cuenta la vida feliz con Siri Hustvedt, ni explora la devoción de sus lectores, ni recrea el reconocimiento del mundo en cincuenta idiomas, ni celebra la música de su hija Sophie, ni revisa su fe en las políticas de izquierda, ni admira su resignación a votar por el Partido Demócrata, ni retrata su desolación ante el ascenso de Trump, ni hace el duelo, con él, por la muerte terrible, entre las drogas, de su hijo Daniel y de su nieta Ruby.

Tampoco lo ve morirse el pasado 30 de abril, dos años después de esa tragedia doble e insuperable, con la esperanza de irse “amorosamente”.
La trilogía de Nueva York, de Paul Auster

La trilogía de Nueva York, de Paul Auster

Foto:Archivo Particular

Y, sin embargo, en el peor de los casos mi tesis es una tesis relevante porque no solo es el reconocimiento, sino que es la celebración sin ambigüedades y sin ases en la manga de un artista del hambre que logró restarse las arandelas que se tragan vivos a tantos ficcionadores. Es el agradecimiento con un fabulador ejemplar que tuvo fe en la utilidad de la literatura, que trabajó a mano, a diario, como un funcionario de la ficción, y que a punta de una voz sin ripios consiguió dar con una belleza dentro de la belleza, con un mundo dentro del mundo. Paul Auster es, sin duda, una muerte en la familia, pero es, sobre todas las cosas, el oráculo: la respuesta que se está esperando en este preciso momento. Es posible preguntarle cómo se escribe una novela: toca empezar, adelanto, con primeras frases como “Yo tenía trece años la primera vez que anduve sobre el agua” o “Fue el verano en que el hombre pisó por primera vez la luna” o “Hace seis días un hombre voló en pedazos al borde de una carretera en el norte de Wisconsin”, y seguir día por día por día.

También es recomendable consultarle cómo se vive la vida cada vez que uno siente que uno no es el que la está escribiendo: si no estoy entendiendo mal mi relectura de La invención de la soledad, que me ha puesto a pensar que los escritores magistrales lo son porque nos sirven para todo, la clave de vivir y de seguir viviendo es recordar –“amorosamente”– que ya se tiene la edad para ser el propio padre.
Ricardo Silva Romero
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