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Bocas

'Tú eres un huérfano de padres vivos': la tensa historia familiar de Juan Carlos Botero

Juan Carlos Botero tuvo que lidiar, desde muy joven, para bien y para mal, con ser hijo de Fernando Botero y Gloria Zea, y ser hermano de Fernando Botero Zea.

Juan Carlos Botero tuvo que lidiar, desde muy joven, para bien y para mal, con ser hijo de Fernando Botero y Gloria Zea, y ser hermano de Fernando Botero Zea.

Foto:Jeosm / Revista BOCAS

Juan Carlos Botero hoy brilla como escritor y columnista, pero su historia personal es otra novela. 

diego felipe gonzálezDirector de revista Bocas y Lecturas. Ed...

Juan Carlos Botero, luego de muchas batallas, comienza a recibir los frutos de su obra. La crítica ha sido generosa con su última novela y, tras la muerte de su padre, su voz explicó mejor que nadie la potencia pictórica de Fernando Botero. En esta entrevista, Juan Carlos revela varias historias de su infancia, la relación con sus hermanos, Fernando, Lina y Pedrito, y lo extraño que fue ser del jet set. Esta es su entrevista con la Revista BOCAS.  

“Tú eres huérfano de padres vivos”. Cuando Juan Carlos Botero Zea escuchó esa frase comenzó a entender su historia familiar. Sus apellidos han sido una carga y una luz a lo largo de su vida. Ser hijo del artista Fernando Botero y de Gloria Zea, directora por más de 40 años del Museo de Arte Moderno de Bogotá y una de las personas más importantes de la cultura en Colombia, lo ha hecho heredero de envidias, odios, amores, pero también le ha abierto muchas puertas.

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Juan Carlos cuenta que su padrastro era un hombre tan adinerado que vivían en una de las pocas mansiones privadas que existen en Park Avenue.

Juan Carlos cuenta que su padrastro era un hombre tan adinerado que vivían en una de las pocas mansiones privadas que existen en Park Avenue.

Foto:Jeosm / Revista BOCAS

Sin embargo, escapar de su linaje no ha sido fácil. Su primer intento por construirse un camino propio fue escoger la literatura y la escritura como forma de vida. Allí encontró un refugio contra su pasado y una forma de autodefinirse por fuera de sus apellidos, pero la sombra de sus padres o los actos de otros miembros de su familia siempre terminan persiguiéndolo. Para no ir más lejos, su hermano Fernando Botero Zea estuvo implicado en el escándalo del proceso 8000 y esto lo afectó tanto que –según Juan Carlos– mucha gente rechazó sus libros en Colombia como un ‘delito de sangre’.
"Perder a los padres es obviamente una experiencia muy dura. Incluso si ellos son mayores o están enfermos y uno, teóricamente, sabe que el fin se aproxima".

"Perder a los padres es obviamente una experiencia muy dura. Incluso si ellos son mayores o están enfermos y uno, teóricamente, sabe que el fin se aproxima".

Foto:Jeosm / Revista BOCAS

Botero ha escrito más de ocho libros que van desde la ficción, hasta el ensayo y las biografías. Fue ganador en 1986 del prestigioso premio de cuento Juan Rulfo y del Concurso Latinoamericano de Cuento, en 1990. Su más reciente novela, Los hechos casuales, fue alabada por escritores como Arturo Pérez-Reverte y no es un secreto que mucho de lo que se narra en ella tiene el eco de la historia de su autor, desde sobrevivir a un cáncer hasta una niñez llena de soledades. En su obra también hay textos como El arte de Botero, uno de los mejores ensayos sobre la obra de su papá, o el libro de cuentos Las ventanas y las voces, que fue muy bien recibido por los medios españoles. “En España las críticas a mis libros eran muy buenas, pero en Colombia solo hicieron eco de una, que fue precisamente la única negativa. Luchar contra ese silencio fue muy duro, por eso estoy contento con lo de ahorita, hay una reacción diferente”, cuenta Botero Zea.

Hoy, Juan Carlos vive en Miami, una decisión que tomó luego de las varias amenazas que recibió durante su época como periodista. Sus columnas de opinión publicadas en EL TIEMPO y La Prensa durante la época del narcotráfico, en la década de 1990, lo pusieron en el ojo del huracán. Salir de Colombia ha sido una decisión difícil para él, por eso cada vez que habla de Colombia se siente la nostalgia en cada una de sus palabras. No obstante, su forma de estar cerca del país es a través de la escritura tanto de sus novelas como de sus artículos que ahora publica en El Espectador. Al final, para Botero Zea escribir es una catarsis.
Un tema que aparece en sus obras es la infancia. La suya, por ejemplo, estuvo marcada por los contrastes…
Fue una situación muy compleja; cuando mis padres se separaron, mi papá se fue a Nueva York y mi mamá se fue detrás de él para tratar de salvar su matrimonio, pero eso no funcionó. Años después ella se casó con Andrés Uribe Campuzano, que fue nuestro padrastro durante 18 años; él era un hombre muy adinerado. El contraste no podía ser mayor porque nosotros vivíamos en una de las pocas mansiones privadas que existían, y que todavía hoy existe, en Park Avenue, en la comodidad absoluta. Luego veíamos a mi padre que vivía en el Village, en la pobreza absoluta, tanto que muchas veces ni tenía con qué comer. La verdad es que no tengo un recuerdo del todo agradable de la infancia, para nada. Hubo momentos maravillosos, sí, pero también de mucha soledad.
 
¿Por qué?
Era, de nuevo, un mundo de contrastes. Cuando estábamos con mi padre era siempre maravilloso, porque él –en medio de su pobreza– hacía lo posible por distraernos y por volver mágicos esos momentos, pero sin plata. Entonces lo que hacíamos era todo gratuito y todo lo que hacíamos era a partir de su imaginación. Íbamos a ver despegar los aviones, íbamos a los parques públicos, íbamos a los cementerios, porque todo tocaba hacerlo sin un centavo. Esos son los recuerdos especiales, pero desafortunadamente mi madre fue una persona muy ausente en nuestra infancia. Mi madre fue una persona muy trabajadora toda la vida; logró cosas extraordinarias y tengo por ella una admiración enorme, pero para mí la infancia fue muy difícil. Mi padrastro, por ejemplo, ya era un hombre mayor y no podíamos esperar de él esa actitud de padre cariñoso; le tenemos con mis hermanos una enorme gratitud y una admiración enorme, pero desde el punto de vista emocional fue una infancia más bien de carencias. De mucha comodidad material, pero de mucha carencia emocional y psicológica. Por otro lado, yo siempre tuve una relación muy cercana con mi padre y una gran admiración hacia él. Además, desde muy temprano descubrí una gran pasión por el arte a nivel personal; para mí se volvió indispensable visitar museos, hablar con mi padre sobre artistas, me deleitaba muchísimo oírlo, porque tenía un conocimiento enciclopédico de la historia de la pintura.
 
El arte es una constante en su vida, pero ¿cuándo se dio cuenta de que vivía con artistas?
Yo lo entendí mucho tiempo después, cuando nos fuimos de Nueva York y llegamos a Colombia a vivir. Para mí fue muy importante crecer en un ambiente donde estaba disponible la literatura, la música; recuerdo que mi madre tenía una colección de música extraordinaria. Entonces crecer con esas opciones era maravilloso, pero entender que mi padre era diferente a los demás fue algo que ocurrió luego de muchos años y fue algo más bien progresivo. Una vez, cuando hice terapia, alguien me dijo: “tú eres huérfano de padres vivos”, y me pareció una frase muy acertada. La verdad es que sí, ellos estaban vivos, pero con mi padre nunca pudimos vivir, por la distancia nunca fue presente, y mi madre fue muy ausente.
 
Hay un momento en su vida que pudo ser una especie de grieta y fue el día en que secuestraron a su mamá.
Fue un punto de quiebre en la familia. Luego de volver de Nueva York nos fuimos a vivir a Cota, cerca de Bogotá. Pero eso no es como hoy, en ese entonces la carretera estaba destapada y por cuestiones de tiempo siempre me tocaba salir del colegio directo a la finca. Por eso nunca tuve amigos de mi edad durante esos años; en la finca –que era bellísima– estábamos muy recluidos y prevalecía mucho la soledad. El caso es que mi madre y mi padrastro, que tenían una vida social muy intensa, se iban todos los fines de semana a una finca cerca de Melgar y yo iba casi siempre con ellos. Un fin de semana, cuando ya estaba montado en el carro para irnos, me arrepentí al último minuto de acompañarlos. Ese fue el fin de semana que los secuestraron. Luego ellos no aparecieron, no llegaron el domingo en la noche, el lunes tampoco, el martes tampoco. Solo nos dijeron que se habían ido para una fiesta y que regresaban pronto. De repente volvieron y luego nos contaron todo.
Los dos grandes amigos de Juan Carlos, en la literatura y en la vida, son otros dos escritores: Mario Mendoza y Santiago Gamboa.

Los dos grandes amigos de Juan Carlos, en la literatura y en la vida, son otros dos escritores: Mario Mendoza y Santiago Gamboa.

Foto:Jeosm / Revista BOCAS

¿Esta vez sí le explicaron lo que pasó?
Un día le pregunté a mi madre por qué ella tenía unas marcas en el cuello, que eran como cuatro o cinco huellas, y ella me dice: “pues del secuestro”, y yo le digo: “¿cuál secuestro?”. Ahí fue cuando ella me contó, pero casi molesta, como si fuera obvio lo que les había pasado. Eso fue al mes de haber ocurrido el incidente. A ella la apretaron tan duro del cuello en el secuestro que le dejaron las huellas de los dedos marcadas.
 
Luego usted tuvo que salir del país porque las amenazas continuaron. ¿Qué recuerda de ese viaje hacia los EE. UU.?
Lo que pasó fue que mi padrastro se empecinó en capturar a los secuestradores y por eso hubo otra amenaza de secuestro. Ahí fue cuando un día, a mitad de la noche, me despiertan y me dicen que empaque rápidamente porque nos vamos. Yo no entendía lo que estaba pasando, de repente me subo al automóvil y veo que estamos rodeados de hombres armados que nunca había visto antes. Así es que llego a vivir a un internado en los Estados Unidos, mientras mis hermanos se van a un internado en Francia, porque ellos sabían francés y yo solo sabía inglés. Fue una experiencia bastante difícil. Además, fue una experiencia doblemente amarga porque estando en el internado fue cuando ocurrió el accidente de mi hermanito Pedrito, que falleció en España.

Pedrito a caballo, 1974.

Pedrito a caballo, 1974.

Foto:Fernando Botero

¿Cómo fue el momento en que se enteró de ese accidente de tránsito y de la muerte de su hermano?
Fue muy trágico todo. Pero también reflejó –otra vez– el manejo psicológico que les daban a las cosas en esa época, que era de una torpeza total. Voy a Nueva York un fin de semana, estando en el internado, a encontrarme con mi madre y con mi padrastro que están allí. Estando ya juntos me dicen que ha habido un accidente y que mi hermanito está vivo, pero que está herido. A la hora me dicen que está muy mal herido y después me dicen que no, que falleció y que mi hermana Lina está herida, que mi hermano Fernando está herido y que mi padre está muy mal herido. Logro hablar con ellos por teléfono, en esa época las llamadas eran costosísimas y casi nunca se hacían, y lo que puedo escuchar son las lágrimas de mi hermana y de mi hermano. Tampoco puedo hablar con mi padre que está atacado llorando. El hecho fue que cuando me dan la noticia, a mi padrastro y a mi mamá se les ocurre que es una buena idea ir esa noche –me imagino que para distraerme– al cine. Me llevan a ver Serpico, y solo digo que esa película es dura hoy en día. Yo salí traumatizado de esa película; no, no, no, la cosa más tremenda.

Luego volverá a Bogotá y con ese regreso vendrá la aparición de la literatura en su vida…
La literatura, en mi caso, comenzó de forma similar a como le pasó a Gabo, que cuando leyó a Kafka le tocó acostarse de lo impresionado que quedó. A mí me pasó con Sábato y su libro Sobre héroes y tumbas. A los 17 años, cuando cerré esa novela, dije: “esto es lo mío y quiero dedicarme a escribir”. Ahí empezó todo. Cuando regresé a Bogotá ya no fue a esa finca apartada, sino a la ciudad. Eso me permitió ver, por fin, a mis amigos del colegio después de las clases y nos convertimos en una especie de gamines que nos la pasábamos en la calle todo el día mamando gallo, haciendo travesuras, buscando peleas, ese tipo de cosas típicas del machismo y la infancia tonta. Pero para mí eso fue un deleite. En esa época también descubrí la calle, descubrí la violencia y vi unas cosas tremendas, que luego escribí en mi libro de cuentos Las ventanas y las voces. Descubrir esa parte dura de Colombia fue fundamental.
La entrevista con Tyler Schwab está en la nueva edición de BOCAS.

La entrevista con Juan Carlos Botero está en la nueva edición de BOCAS.

Foto:Hernán Puentes / Revista BOCAS

Después viene la decisión de estudiar literatura, ¿en qué cambió esto su mirada sobre lo que pensaba que era escribir?
Yo tuve tres experiencias que fueron muy importantes. Cuando empecé la carrera de Literatura en los Andes tuve la gran suerte de tener un maestro con el cual hice una gran amistad, José Lorite Mena, y de paso también tuve una gran amistad con su esposa, Danielle Reggiori, que es poeta. Ellos me ayudaron a formarme de una manera mucho más rigurosa. Después tuve la experiencia de ir un año a Harvard a estudiar Literatura, disfrutar de su biblioteca y del rigor con el que se leía. Eso fue fundamental. Pero cuando volví me decepcioné de los Andes, los profesores no iban a clase y nadie se tomaba eso en serio. Me salí con la idea de ser autodidacta, pero entendí que necesitaba el cartón. Así fue que terminé en la Javeriana, donde los profesores tampoco eran nada especiales, pero hice una gran amistad con Mario Mendoza y Santiago Gamboa.  
 
Esta amistad fue muy especial para los tres, que venían de realidades sociales y económicas tan distintas. ¿Cómo comenzó a tejerse esa camaradería entre ustedes?
Mi impresión fue que había mucha charlatanería en el curso, había muchísimos expertos en carreta. Yo venía de la cosa anglosajona, de una forma de estudiar muy seria, pero en la Javeriana los estudiantes se tomaban la palabra y duraban horas hablando sin decir absolutamente nada, tratando de impresionar. Sin embargo, rápidamente me di cuenta de que Gamboa y Mendoza eran diferentes, que eran idénticos a mí en esa gran pasión por la literatura y en la gran seriedad en el análisis literario. De inmediato los tres hicimos amistad, los tres queríamos escribir y teníamos una actitud reverencial por la literatura, no por la carreta o la bohemia o la charlatanería. A nivel humano, las diferencias nos unieron más. Mario vivía de pensión en pensión, Santiago vivía con sus padres y yo vivía en un apartamento pequeño porque me acababa de ir de la casa de mi mamá.
 
¿Qué tan cierto es que ellos no supieron durante mucho tiempo de su familia o de su pasado?
Es que nunca nos importó eso, no era un tema de conversación, no había la necesidad de contar absolutamente nada. Yo creo que ellos se enteraron de lo mío años después de conocernos. En realidad, nunca fue un tema importante. Además, como mi padre no vivía en Colombia, yo vivía solo y no era que los llevara a la casa de mi mamá, pues no salía nunca la pregunta familiar. Me acuerdo que una vez estábamos estudiando y Mario cogió un recuerdo que nos habían regalado de Presidencia por alguna cosa de mi padre. Mario lo miró y preguntó que por qué yo tenía eso de Presidencia, y esa fue la primera vez que les conté algo de lo que me rodeaba. Apenas terminé de contarles, empezamos a estudiar de nuevo y no tuvo ninguna trascendencia.
 
Tiempo después usted empieza a aparecer en la prensa rosa como una especie de nuevo galán del jet-set. ¿Cómo tomó eso?
Yo sí era consciente de que había un poquito de esa actitud por parte de los medios hacia mí, pero era algo que yo no compartía, era algo que despreciaba y me parecía absurdo. No lo entendía en realidad, porque no puede haber nada más ajeno a mi personalidad que eso. Yo sí era, por otra parte, una persona muy volcada hacia la aventura, me encantaba el peligro, me encantaba hacer toda clase de locuras buscando experiencias que iban a servir para la literatura. El hecho de ser hijo de mi papá, el hecho de tener una pinta aceptable, el hecho de que tenía novias bonitas, todas esas pendejadas llevaban a que existiera ese enfoque o esa interpretación sobre mí. Nunca me gustó ese tipo de figuración. Yo llevaba años de columnista, escribiendo sobre temas duros de política, narcotráfico, paramilitarismo, tenía que sufrir de amenazas de muerte por lo que escribía y era muy desconcertante para mí que me asociaran con esa actitud de playboy o de un jetsetero. Era algo que yo despreciaba.
 
¿Cómo fueron esas amenazas que recibió?
Desde que empecé a escribir columnas sentí que la intolerancia en Colombia es verdaderamente feroz, y no solo de parte de los grupos violentos armados, también de parte de los grupos de poder, hasta de parte de la Iglesia, con la que tuve unos enfrentamientos tremendos. Había que tener la piel de cocodrilo para estar metido en el oficio. La cosa complicada comenzó en los años noventa con el narcotráfico. En ese entonces yo estaba escribiendo para EL TIEMPO porque Juan Manuel Santos, con el cual he tenido toda la vida muy buena amistad, pues nos conocimos en Harvard, me llevó a escribir allá. EL TIEMPO estaba a favor de la extradición, la diferencia es que Juan Manuel, que escribía los editoriales, no los firmaba, mientras todas mis columnas iban firmadas con mi nombre. Las amenazas se volvieron realmente complicadas y me tocó salir del país varias veces. Es que era un tiempo en que tantas figuras ilustres cayeron en esa matanza que fue horrible. Uno escribía con las manos temblando, porque no sabes si la palabra que estás metiendo es la que va a disparar el atentado en tu contra.
 
Esa época también fue la del escándalo de su hermano Fernando Botero Zea y todo el proceso 8000, ¿cómo vivieron en su familia esos momentos?
Pues mira, fue de las experiencias más duras que hemos tenido como familia, y eso que en la familia hemos tenido varias experiencias muy difíciles, pero esta fue bastante compleja por el tamaño del escándalo y por el protagonismo de mi hermano. Siempre he dicho que la gran injusticia no es que Fernando haya ido a la cárcel, sino que no hayan ido todos los responsables. La gente siempre dice: “tu hermano cometió muchos errores”, y no, errores cometemos todos, pero eso fueron delitos. Fernando cometió delitos que merecían la privación de la libertad y él fue el primero en reconocerlo. El problema fue que cuando comenzó el proceso 8000 lo que yo tenía entendido que había ocurrido, resultó ser mentira. Para nosotros fue muy difícil cuando nos enteramos de la verdad, que curiosamente nos enteramos al mismo tiempo que el país; que fue cuando mi hermano habló al aire. Mi padre dejó de hablar con mi hermano por mucho tiempo, yo dejé de hablar con mi hermano mucho tiempo, aunque finalmente nos reconciliamos. El daño que nos hizo el proceso 8000 y a mí personalmente fue demoledor. Hoy en día no hay artículo o tweet que yo escriba en que la gente no me recuerde de Fernando, del proceso 8000 o del cartel de Cali. Asumí un costo enorme por algo en que yo no tuve nada que ver.
"El daño que nos hizo el proceso 8000 y a mí personalmente fue demoledor"

"El daño que nos hizo el proceso 8000 y a mí personalmente fue demoledor"

Foto:Jeosm / Revista BOCAS

¿Cómo fue el duelo por la muerte de sus padres?
Perder a los padres es obviamente una experiencia muy dura. Incluso si ellos son mayores o están enfermos y uno, teóricamente, sabe que el fin se aproxima. Aun así uno nunca está realmente preparado para su muerte. En mi caso personal, siento que el golpe fue más duro todavía, porque soy consciente de la importancia de cada uno y de todo lo que hicieron por su país, especialmente en el campo de la cultura. Sin embargo, en ambos casos hubo un aspecto muy bello y conmovedor, y fue la manera que el país se despidió de ellos, con los más altos honores y con hermosas expresiones de admiración y gratitud. Eso me estremeció hasta la médula de los huesos. Me reconforta saber que el esfuerzo y el trabajo de cada uno fue apreciado por su país, porque, aunque suene cursi, siempre creí que ambos eran verdaderos patriotas, en el sentido más puro de la palabra: personas que realmente aman a su país y lo manifiestan a diario a través de sus actos, sin que importen los costos o los obstáculos. Ambos se sentían orgullosos de ser colombianos, y creo que la despedida del país fue una manera de reconocer y valorar su amor por Colombia. Eso para mí es un ejemplo. Porque si uno logra la mitad de ese resultado, no es poca cosa y la vida propia no habrá sido en vano.

Es curioso que su primera columna en El Espectador se llamó ‘Los hechos casuales’ al igual que su último libro. ¿Qué le ha permitido el periodismo que la literatura no le haya dado?
Hay una cosa frustrante con la literatura y es la demora en recibir una respuesta. Es que te demoras años en escribir un libro y años después alguien te lo comenta. Mientras tanto, ya estás en otro proyecto. Esa falta de eco es una cosa muy dura. Mi papá decía que cuando el artista trabaja es como torear en una plaza desocupada porque nadie te ve, nadie te aplaude, nadie te chifla, no hay respuesta. Eso es muy frustrante. Lo bueno del periodismo es que te permite tener una respuesta inmediata, te permite lanzar ideas y ver qué tipo de reacción producen. Te permite tener contacto directo con los lectores. Al mismo tiempo el periodismo permite entrar a ese debate nacional con las cosas que lo enfurecen a uno.
 
Ese debate usted lo continúa en X, pero desde una actitud muy particular. Usted se toma el tiempo de responder con calma hasta los insultos, los responde a veces de una forma que no se ve en esa red social, ¿por qué?
Uno tiene una obligación como escritor y es la de tratar de elevar el debate nacional. Por eso me dije que si iba a estar ahí, iba a tratar de mostrar que hay una manera diferente de responder, de dialogar. Sé que el aporte puede ser mínimo, pero si por lo menos puedo mostrar otra manera, o un camino distinto, ojalá esto pueda servir. En un país como el nuestro donde la violencia comienza con palabras y termina con palabras, creo que como profesional de la palabra uno tiene el deber de cuidar el lenguaje.  
diego felipe gonzálezDirector de revista Bocas y Lecturas. Ed...
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