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Lecturas Dominicales

Arnoldo Palacios 'superstar': 100 años del autor de 'Las estrellas son negras'

Se cumplen 100 años del nacimiento de uno de los grandes escritores colombianos de todos los tiempos

Se cumplen 100 años del nacimiento de uno de los grandes escritores colombianos de todos los tiempos

Foto:Pablo Salgado / Revista BOCAS

La escritora Velia Vidal hace un homenaje al gran escritor chocoano en LECTURAS Dominicales

velia vidal
Las estrellas son negras, de Arnoldo Palacios, fue editada por primera vez en 1949; yo, que nací en el Chocó, crecí y estudié allá hasta mis once años, la leí por primera vez en 2002 o 2003, para después volver a ella. En 2011, a propósito de una invitación que le hicimos a la Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín, un evento en el que trabajaba, leí La Selva y la lluvia (Intermedio, 2010), otra de sus novelas. Ya no recuerdo bien, pero seguro la invitación estuvo motivada por la publicación de la Biblioteca Afrocolombiana que hizo el Ministerio de Cultura en 2010. Fue en el proceso de contacto para la invitación que conocí que residía en Francia, y solo cuando lo vi en Medellín me pregunté por sus muletas. Antes solo distinguía su presencia por las solapas de los libros.

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Palacios murió el 12 de noviembre de 2015 en Bogotá

Palacios murió el 12 de noviembre de 2015 en Bogotá

Foto:Pablo Salgado / Revista BOCAS

Palacios nació el 20 de enero de 1924 en Cértegui, un municipio chocoano a orillas del río Quito, afluente del Atrato que desemboca justo al frente de Quibdó; a los dos años fue diagnosticado con poliomielitis, en su novela Buscando mi madredediós (Seix Barral, 2019), dijo que “no sabría recordar el tiempo ni la impresión de haber caminado niño con (sus) propias piernas”. Me lo imagino, en su juventud, llegando a la capital departamental por agua, tal como Pedro José, el protagonista de La selva y la lluvia, que “un buen día, detrás del lucero de la boca de Quito, como si aquel astro fuese una seguridad terrenal, (…) levó anclas rumbo a Quibdó, al colegio Carrasquilla, ‘tengo que ser bachiller… En el barro no me quedo’, se repetía”.
Pero Palacios, en realidad, salió de Cértegui rumbo al mar Pacífico que lo condujo a Buenaventura, y llegó en tren a Bogotá, donde lo alumbró la estrella de recibir una beca en el Externado Nacional Camilo Torres. Ahí terminó el bachillerato y desde antes de graduarse se apasionó por la escritura y empezó a publicar artículos en el periódico El liberal, el semanario Sábado, y en las noticias culturales del Boletín del Instituto Caro y Cuervo. Estos textos han sido compilados junto a otros del autor, por Álvaro Castillo Granada, en el libro Cuando yo empezaba (Isla de libros, 2022). Aquí se incluyen varias entrevistas, entre ellas, una que le hace Manuel Zapata Olivella para la revista Cromos, el 16 de agosto de 1947, donde le pregunta por qué no ha publicado ningún libro. “Espero. Quiero hacer una buena obra”, respondió Palacios.
Y esa obra fue Las estrellas son negras. Myriam Bautista cuenta la historia de su origen de forma increíble: la novela se incineró el 9 de abril de 1948, el día de El Bogotazo, en el edifico García Cadena, donde funcionaba el Ministerio de Educación, donde el poeta Carlos Martín, quien era el secretario general, le permitía acudir de doce a dos y después de las cinco, a pasar el manuscrito a máquina. Ante su manuscrito hecho cenizas, Arnoldo no lloró, recibió el apoyo y consejo de sus amigos, y reescribió de inmediato la historia, en algún lugar que le prestaron en La Candelaria.
En 1949, por fin, la novela se publica y Arnoldo se va Francia, con una beca del gobierno para estudiar lenguas en París. Tras ese viaje, la vida de Palacios se convirtió en un largo trasegar, con persecuciones por sus ideas políticas, imposibilidad de ser publicado en Colombia y muchas dificultades económicas. Finalmente logra radicarse en Francia, donde hace una familia con su esposa Beatriz, a quien conoció en 1974. Entre tanto, Las estrellas son negras se convirtió en una obra de culto, con unos pocos y fieles lectores que no tenían más que esa primera edición. La segunda salió en 1971 en una colección denominada Populibro, de la Editorial Revista Colombiana Ltda. Esta, de tapa roja, letras blancas y negras, y dieciocho estrellas negras de distintos tamaños, sostenidas o agarradas por las puntas por manos silueteadas en líneas blancas, fue la que llegó a mis manos unos treinta años después de su publicación, y leí con asombro ante el retrato fiel de una ciudad que conocía bien desde mi infancia. Yo sabía también de las dificultades que vivían muchos ahí, por eso no vi asomo de exageración en su narración. Me impactó también el uso del habla de las personas del campo en una obra literaria, y me daba gusto leerlo con relativa facilidad, porque hacía parte de mi universo.
En 1998, tras recibir el homenaje nacional de literatura del Ministerio de Cultura de Colombia, y el galardón de Gran Caballero de la Cruz de Boyacá, podríamos decir que inicia una reivindicación tardía del escritor y de su obra, que desembocó en la publicación lenta pero progresiva de sus novelas en Colombia, iniciando con la tercera edición de Las estrellas son negras, luego vino la participación en algunos eventos literarios, entrevistas en medios nacionales y el reconocimiento en algunos círculos, todavía muy cerrados, de la literatura nacional.
Arnoldo Palacios murió en Bogotá el 12 de noviembre de 2015. Su cuerpo fue enterrado en Cértegui. Un par de años después la Biblioteca Departamental del Chocó fue bautizada con su nombre: Arnoldo de los Santos Palacios Mosquera.
"Las estrellas son negras"1 fue publicada inicialmente por la Editorial Iqueima, de Clemente Airó, en 1948, y reeditada y traducida a muchos idiomas desde la década de 2000

"Las estrellas son negras"1 fue publicada inicialmente por la Editorial Iqueima, de Clemente Airó, en 1948, y reeditada y traducida a muchos idiomas desde la década de 2000

Foto:Pablo Salgado / Revista BOCAS

Tengo la sensación de que, más que la obra misma de Arnoldo Palacios, se ha difundido el anecdotario sobre la publicación de Las estrellas son negras, las vicisitudes de su infancia y juventud, la invisibilización y posterior revitalización, que incluso ha llegado a ser cuestionada. Algo similar pasa con Manuel Zapata Olivella, y me atrevo a decir que tiene que ver con la extrañeza que suscita la figura de una persona negra consagrada a la escritura. Puesta la mirada ahí, el autor y su obra tienden a ser vistos a través de lecturas preconcebidas: se esperan de él ciertos temas y se asocian los hechos de manera directa a su vida y su entorno, alejando a los lectores de la posibilidad de descubrir la universalidad que, en el caso de la novela de Palacios, es absoluta.
A este fenómeno reduccionista no se escaparon autores afroamericanos como James Baldwin, quien nació el mismo año que Arnoldo Palacios pero en Harlem, Nueva York, y cuya prosa, que se adelantaba a abordar asuntos como la homosexualidad o el racismo, lo volvió objeto de presión social. Curiosamente, al igual que nuestro autor chocoano, Baldwin se fue a París, solo que un año antes de Palacios. Vivió allá hasta 1957, cuando regresó a los Estados Unidos para hacer parte de la lucha por los derechos civiles, luego retornó a Europa a recuperarse de los fuertes efectos emocionales de esta lucha, entre otros, el asesinato de amigos suyos como Martin Luther King y Malcolm X. Se radicó y murió en el sur de Francia en 1987. En distintas partes del mundo se han programado conmemoraciones por el centenario de su natalicio, del mismo modo que en Colombia, el Ministerio de las culturas declaró este año en honor a Arnoldo Palacios, y a otro centenario notable: el de La Vorágine, de José Eustasio Rivera.
Quizá por compartir aquello de ser mirados con extrañeza, los afrocolombianos que nos dedicamos a la escritura, leemos, buscamos y seguimos a los poetas y narradores afroamericanos como en el cumplimiento de una manda. Cuenta Palacios que admiraba mucho a Zapata Olivella porque decía que se había ido a pie hasta Nueva York a buscar a Langston Hughes, y que entonces él quería estrechar la mano con la que Zapata Olivella había saludado al poeta de Harlem.
Yo misma intenté perderme hace un par de años en las calles de Harlem, mientras visualizaba al autor de Changó, el gran putas deambulando por ahí y me repetía The Negro Speaks of Rivers, el poema de Hughes que Nicomedes Santa Cruz, otro escritor negro, pero del Perú, se arrojó a traducir al español.
Arnoldo, por su lado, también escribió teatro. Según él mismo, la obra “era sobre el último condenado a pena de muerte bajo el gobierno de Reyes, un negro del Chocó que se llamaba Manuel Saturio Valencia. Fue fusilado en Quibdó en 1907 porque dijeron que él iba a incendiar la ciudad. Era un revolucionario. Conservador. Un conservador revolucionario. Crítico, aunque católico, tocaba el órgano en la iglesia. Había aprendido francés solo. Tenía una novia blanca de la aristocracia”. La obra jamás pudo presentarse porque la élite blanca de Quibdó amenazó con asesinar a los actores en el escenario. Palacios también fue columnista, cronista y periodista y algunas de sus piezas están en Cuando yo empezaba. Fue el cuentista que escribió Regalo de navidad para el niño negro y Entre nos hermanos, y por supuesto, fue un novelista de lujo: además de Las estrellas son negras, escribió La selva y la lluvia y de Buscando mi madredediós, dos novelas que ratifican la construcción de una voz propia, única y original, que merece un lugar de honor en el canon literario latinoamericano.

Los efectos del hambre

Palacios también escribió reportajes y memorias en revistas como Cromos y el semanario Sábad

Palacios también escribió reportajes y memorias en revistas como Cromos y el semanario Sábad

Foto:Pablo Salgado / Revista BOCAS

“El libro es un ser vivo. Engendrado, parido se desarrolla. Se lanza a cumplir su destino. Robustece. Desafía tempestades. Canta. Amamanta la inteligencia. Sufre y se aterra. Reflorece la alegría milenaria bordada de semillas. Desafía casi las leyes de la dialéctica como nacer y morir. El libro trae y lleva las semillas. Es inmortal. (…) cuando más se nutre más ingiere energía, lo que lo convierte en estrella negra, la que no se extingue, sino que es eterna”, dice el mismo Arnoldo Palacios en el prólogo de la primera edición colombiana de La selva y la lluvia. Y tiene razón.
Soy de las que piensa que, una vez el libro está publicado, pertenece a la humanidad entera, sus lecturas serán diversas y no estarán ya bajo el control del autor. A veces sorprenderá la coincidencia entre lo que quería decir quien escribió y lo que interpretó algún lector, otras, aparecerán significados jamás considerados en el proceso creativo, pero no por eso menos válidos; los libros no son letra muerta, mientras sean leídos estarán en movimiento y podrán descubrirse múltiples capas, las historias invisibles detrás de los hechos objetivos, esas que convierten la escritura literaria en arte, porque son las que interpelan, plantean las preguntas profundas y exponen la naturaleza humana, donde realmente se encuentra la universalidad.
Es fácil que a una le hierva la sangre, igual que a Irra, mientras lee: “Sí... ¡linchado un negro!... Debía de ser que también allá el negro era mal mirado por los blancos... La sangre le hervía y el cuerpo le temblaba... ¡Maldito sea!... ¿Cómo diablos le decía a Pastor lo del arroz, los plátanos, la manteca?... Mucha gente allí para exponerse a la vergüenza”.
Las estrellas son negras está llena de pasajes como este, que hacen innegable su crítica social, al dejar en evidencia una realidad compleja atravesada por la inequidad y el racismo, causantes de la absoluta pobreza de una buena parte de la población del Chocó; pero esta es una lectura limitada, que ha despojado la obra de lo que, a mi juicio, es su mayor valor literario. En el mismo pasaje y a lo largo de toda la obra, se deja ver con claridad que se trata de una novela psicológica, que nos lleva al fondo de la psique de un joven, casi niño, sometido a los efectos del hambre, completamente invisible para una sociedad que considera a los de su clase solamente objetos útiles al servicio de los pudientes.
Alguna vez escuché que era exagerada la descripción del hambre que había elaborado Palacios, pero creo que esta es una ligereza fácil de enunciar cuando no se ha experimentado ni siquiera la duda sobre la comida del día siguiente. Para quienes lo hemos visto, por cuenta propia o de otros muy cercanos, un pasaje como este no es más que un retrato fiel: “El estómago le ardía. Sintió más hambre aún... No había comido nada, cierto. Y a pesar de ello, ahora como un perro cobarde no había tenido voluntad suficiente para proponerle al tendero que les fiara una mísera libra de arroz. El ir y venir de las gentes apeñuscadas en la calle no le importaba ni mu. ¡Maldita vida! ¿Por qué no se moría? Era preferible morir. Al menos la muerte ofrecía la oportunidad ineludible de comer barro y gusanos bajo la tumba. No vio nada extraordinario en su existencia... Él había nacido para arrastrarse siempre como una tortuga..., para arrastrarse y enredarse en su propia baba como las lombrices”. 
Arnoldo Palacios, escritor colombiano.

Arnoldo Palacios, escritor colombiano.

Foto:Pablo Salgado

Irra, el protagonista de la novela, no está en condiciones de narrarse a sí mismo, de modo que Palacios pone un lente muy cerca de él, que lo sigue a todos lados, entra en sus pensamientos y nos revela no solo los hechos de esas veinticuatro horas en las que transcurre la novela, sino que de manera pasmosa nos deja ver su rabia, su dolor, sus miedos, su odio hacia sí mismo, su familia y la suerte que tocó.
Pero el hambre es universal. No solo hay hambre en el Chocó, en el Quibdó de mediados del siglo pasado o el de hoy. Los cuerpos y las mentes, negras o no, atravesados por el hambre, sin esperanza, desvarían también bajo el frío bogotano, en las montañas de Medellín o a orillas del Atrato.
Aunque podría parecer contradictorio, creo que en medio del trance por inanición que atraviesa Irra, aparece la lucidez de quien puede y nos deja ver, a quienes lo seguimos, la profundidad y génesis de su herida, que es la de todos los de su estirpe, es decir, la de los descendientes de los esclavizados traídos a América latina, que desde siempre hemos sido despojados de nuestra humanidad y sometidos a la pobreza. Reflejo, a su vez, de todos los despojados y excluidos del mundo a causa de una condición que no les es posible elegir como la categoría racial, el género, el sexo o el lugar donde nacieron.
Con esta profundidad psicológica, que al mismo tiempo reconoce y denuncia las injusticias de un territorio excluido, Palacios construye una publicación totalmente destacable entre las novelas colombianas de la época, que hoy reconocemos como clásicos.

La recreación del habla

No te precupéi tanto pol nojotro. Nojotro ar juin tamo aquí... y po lo mejmo tenemo onde dolmí... Y vó vái de caminante...
Irra abrazó a su madre. Ella trastabillaba de rodillas, manteniendo su cara en alto, clavada la mirada en las viejas imágenes.
—Júye de laj mala compañíaj... Y que nunca te jualte la jé en Dió... De vé en cuando acoldáte d’Er, y andá a l’iglesia a dále su limojna... Manque una vela...
Ambos sollozaban. Irra, abrazado a su madre, lloraba como el día de nacer.
Sabemos que el poeta afro momposino Candelario Obeso sostuvo una nutrida correspondencia con el filólogo y lingüista Rufino José Cuervo, en la que Obeso ofrecía detalles del habla propia de los bogas del Bajo Magdalena pretendiendo, quizá, la validación del bogotano, quien reconoce al final, a propósito de la publicación de Cantos populares de mi tierra (Obeso, C. Imprenta de Borda, Bogotá, 1877) la presencia de una variación dialectal del Español de Latinoamérica, su posible influjo africano, y lo compara con trabajos publicados en Cuba, Perú. España y Chile. A Arnoldo Palacios no le hacían falta estas licencias, sabía bien que estos usos propios del lenguaje eran una realidad nuestra y, por tanto, merecían estar así en su obra. Es tan natural la forma en que usa el lenguaje que nunca puede acusarse de ‘costumbrista’.
El uso genuino y sin trucos de este lenguaje, que aparece también en La selva y la lluvia y en Buscando mi madredediós, se convirtió en un auténtico sello de la obra del autor. Para él “se trata de un viejo castellano heredado de los conquistadores, amasado a mi manera de ver en pensamiento, forma de ver y sentir, que conserva mucho de lo ancestral cultural africano”.
Es inevitable la pregunta sobre los referentes de Palacios a la hora de escribir, qué o quienes influyeron no solo en su manejo del lenguaje sino en los temas y la forma de plantearlos. Del tiempo en Cértegui y como un efecto colateral de su enfermedad él mismo dice: “tuve que permanecer mucho tiempo sentado y creo que eso me enseñó a meditar, a observar, porque yo tenía que ver todo lo que pasaba, tenía que sentir todo lo que ocurría a mi alrededor, tenía que observar y escuchar todo lo que me contaban, lo que ocurría, y creo que mi cerebro y mi alma, mi ánimo, se llenaron de muchas cosas que tal vez era necesario que salieran afuera; creo que eso, más tarde, pudo influir en que yo me dedicara a escribir”. Ya en el colegio, en Bogotá, su maestro Jose A. Restrepo Millán, lo encaminó a la lectura de los clásicos y los más notables autores de la literatura colombiana. Después, en Francia, se nutrió no solo de los libros más connotados de la literatura europea, sino de conversaciones con autores y académicos de la época con quienes logró codearse.
El escritor chocoano Arnoldo Palacios murió en Bogotá en noviembre del 2015.

El escritor chocoano Arnoldo Palacios murió en Bogotá en noviembre del 2015.

Foto:Pablo Salgado

Entre Hamsun y Palacios

Animada por una nueva lectura de Las estrellas son negras, y por recomendación de Fernando Gómez, quien me invitó a Lecturas, me sumergí en Hambre, de Knut Hamsun. El noruego, premio Nobel de literatura, publico esta novela en 1890, y su primera traducción al español fue en 1920 por la editorial América. Es una obra muy aclamada, con sobradas razones, reconocida, entre otras cosas, como una de las mejores exponentes de la novela psicológica. Citada y valorada por autores como Henry Miller o Charles Bukowski. No sabemos cómo, pero… creo que Arnoldo tuvo que haberla leído.
Mientras avanzaba con Hambre y me estremecía con el declive mental de su protagonista que bien causa gracia y dolor, me sorprendí también con las enormes similitudes con Las estrellas son negras: cuatro partes para narrarnos un fragmento de la vida de un hombre, los efectos devastadores del hambre y de una sociedad que no lo ve, la redención fugaz del amor y el deseo erótico y el intento de huida en un barco. Algunas expresiones y escenas se parecen bastante. Yo me arriesgué a pensar que se trataba de una adaptación. Una magistral adaptación, sin duda, que otra vez da cuenta de la universalidad de la obra de Palacios, y no deja grietas en su demostración de que somos lo mismo en Oslo a finales del siglo XIX o en Quibdó, en la época de Palacios o en la nuestra, cuando nos arrastran a la miseria, por el desempleo o por la guerra en Europa, o acá por un racismo que todavía menosprecia a un departamento, a los negros de a pie, a una vicepresidenta o a un escritor.

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